miércoles, 1 de junio de 2022

SHAKESPEARE LA INVENCIÓN DE LO HUMANO HAROLD BLOOM. FRAGMENTO.

 


 
 

SHAKESPEARE

 

 

            LA INVENCIÓN DE LO HUMANO

 

             

            HAROLD BLOOM

 PARA JEANNE


           AQUELLO PARA LO QUE ENCONTRAMOS PALABRAS ES ALGO YA MUERTO EN NUESTROS CORAZONES. HAY SIEMPRE UNA ESPECIE DE DESPRECIO EN EL ACTO DE HABLAR.[1]

 

             

            Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos

 

           

             

            LA VOLUNTAD Y EL SINO NUESTROS CORREN TAN ENCONTRADOS QUE TODA ESTRATAGEMA NUESTRA ES DERRIBADA, SON NUESTRAS LAS IDEAS NUESTRAS, PERO AJENOS SUS FINES.[2]

 

             

            El Actor Rey en Hamlet

 

 


 AGRADECIMIENTOS

 

 

            Puesto que no puede haber un Shakespeare definitivo, he utilizado una diversidad de textos, a veces repuntuándolos en silencio para mí mismo. En general, recomiendo la edición de Arden, pero muchas veces he seguido la edición de Riverside u otras. He evitado el New Oxford Shakespeare, que busca de manera perversa, la mayoría de las veces, imprimir el peor texto posible, poéticamente hablando.

            Parte del material de este libro fue leído, en esbozos muy anteriores, dentro de las conferencias Mary Flexner en Bryn Mawr College, en octubre de 1990, y de las Conferencias Tanner en la Universidad de Princeton, en noviembre de 1995.

            John Hollander leyó y mejoró mis manuscritos, así como también mi devota editora, Celina Spiegel; tengo también deudas considerables con mis agentes literarios, Glen Hartley y Lynn Chu; con el editor de mi original, Toni Rachiele; y con mis ayudantes de investigación: Mirjana Kalezic, Jennifer Lewin, Ginger Gaines, Eric Boles, Elizabeth Small y Octavio DiLeo. Como siempre, estoy agradecido a las bibliotecas y los bibliotecarios de la Universidad de Yale.

             

            H.B.

 

            Timothy Dwight College

 

            Universidad de Yale

 

            Abril de 1998

 

 


 CRONOLOGÍA

 

 

            La disposición de las obras de Shakespeare en el orden de su composición sigue siendo una empresa discutible. Esta cronología, necesariamente provisional, sigue en parte lo que se considera generalmente como autoridad erudita. Allí donde soy escéptico sobre la autoridad, he dado breves anotaciones para dar cuenta de mis suposiciones.

            Shakespeare fue bautizado el 26 de abril de 1564 en Stratfordon-Avon y murió allí el 23 de abril de 1616. No sabemos cuándo entró por primera vez en el mundo teatral londinense, pero sospecho que fue ya desde 1587. Probablemente en 1610, Shakespeare regresó a vivir en Stratford, hasta su muerte. Después de 1613, cuando compuso Dos nobles de la misma sangre (con John Fletcher), Shakespeare abandonó evidentemente su carrera de dramaturgo.

            Mi discrepancia más importante con la mayor parte de la tradición erudita shakespeareana es que sigo la Introduction to Shakespeare (1964) de Peter Alexander al asignar el primer Hamlet (escrito en algún momento entre 1589 y 1593) al propio Shakespeare, y no a Thomas Kyd. Disiento también de la reciente aceptación de Eduardo III (1592-1595) dentro del canon shakespeareano, pues no encuentro en esta obra nada representativo del dramaturgo que había escrito Ricardo III.[3]

             

 Enrique VI, Primera parte [Henry VI, Part one] 1589-1590 Enrique VI, Segunda parte [Henry VI, Part two] 1590-1591 Enrique VI, Tercera parte [Henry VI, Part three] 1590-1591 Ricardo III [Richard III] 1592-1593 Los dos hidalgos de Verona [The Two Gentlemen of Verona] 1592-1593    La mayoría de los estudiosos fechan esta obra en 1594, pero es mucho menos avanzada que La comedia de los errores, y a mí me parece la primera comedia sobresaliente de Shakespeare.

             

 Hamlet (primera versión) 1589-1593            Ésta fue añadida al repertorio de los que serían después los Hombres del lord Chambelán cuando Shakespeare se unió a ellos en 1594. Al mismo tiempo, éstos empezaron a representar Tito Andrónico y La doma de la fiera. Nunca representaron nada de Kyd.

             

 Venus y Adonis [Venus and Adonis] 1592-1593 La comedia de los errores [The Comedy of Errors] 1593 Sonetos [Sonnets] 1593-1609 Los primeros sonetos pueden haberse compuesto en 1589, lo cual significaría que cubren veinte años de la vida de Shakespeare, terminando un año antes de su semirretiro a Stratford.

             

 La violación de Lucrecia [The Rape of Lucrece] 1593-1594 Tito Andrónico [Titus Andronicus] 1593-1594 La doma de la fiera [The Taming of the Shrew] 1593-1594 Penas de amor perdidas [Love’s Labour’s Lost] 1594-1595   Hay un salto tan grande de las primeras comedias de Shakespeare a la gran fiesta del lenguaje que es Penas de amor perdidas, que dudo de esta fecha tan temprana, a menos que la revisión de 1597 para una representación en la corte fuese bastante más de lo que entendemos generalmente por «revisión». No hay ninguna versión impresa antes de 1598.

             

 El rey Juan [King John] 1594-1596             Otro gran rompecabezas de datación; gran parte de la versificación es tan arcaica que hace pensar en el Shakespeare de 1589 o por ahí. Y sin embargo Faulconbridge el Bastardo es el primer personaje de Shakespeare que habla con una voz enteramente propia.

             

 Ricardo II [Richard II] 1595 Romeo y Julieta [Romeo and Juliet] 1595-1596 Sueño de una noche de verano [A Midsummer Night’s Dream] 1595-1596 El mercader de Venecia [The Merchant of Venice] 1596-1597 Enrique IV, Primera parte [Henry IV, Part One] 1596-1597 Las alegres comadres de Windsor [The Merry Wives of Windsor] 1597 Enrique IV, Segunda parte [Henry IV, Part Two] 1598 Mucho ruido y pocas nueces [Much Ado About Nothing] 1598-1599 Enrique V [Henry V] 1599 Julio César [Julius Caesar] 1599 Como gustéis [As You Like It] 1599 Hamlet  1600-1601 El Fénix y la tórtola [The Phoenix and the Turtle] 1601 Noche de Reyes [Twelfth Night] 1601-1602 Troilo y Crésida [Troilus and Cressida] 1601-1602 Bien está lo que bien acaba [All’s Well That Ends Well ] 1602-1603 Medida por medida [Measure for Measure] 1604 Otelo [Othello] 1604 El rey Lear [King Lear] 1605 Macbeth  1606 Antonio y Cleopatra [Antony and Cleopatra] 1606 Coriolano [Coriolanus] 1607-1608 Timón de Atenas [Timon of Athens] 1607-1608 Pericles  1607-1608 Cimbelino [Cymbeline] 1609-1610 El cuento de invierno [The Winter’s Tale] 1610-1611 La tempestad [The Tempest] 1611 Elegía fúnebre [A Funeral Elegy] 1612 Enrique VIII [Henry VIII] 1612-1613 Dos nobles de la misma sangre [The Two Noble Kinsmen] 1613


 ADVERTENCIA DEL TRADUCTOR

 

 

            La principal dificultad de traducción de este libro son las abundantes citas de obras de Shakespeare. Pero en este caso era imposible aceptar el desafío que supone intentar acercarse al nivel literario o poético del genio inglés: la naturaleza de este estudio imponía una versión inflexiblemente literal (o lo que solemos llamar así), en la que pudieran seguirse en detalle los comentarios del crítico. El traductor sólo puede pedir comprensión por la grisura de su versión. Es sabido además que sigue habiendo en Shakespeare muchos puntos oscuros o de interpretación discutible, y más para quien lo traduce a otra lengua, y gran parte de esas oscuridades no las resuelve tampoco este libro. Para esas dificultades el traductor ha seleccionado en lo posible las interpretaciones de estudiosos o traductores anteriores, y en algunos pocos casos se ha aventurado a tomar decisiones personales. Finalmente, en algunos raros pasajes (de Shakespeare o de otros autores), el autor pensó poder permitirse una versión más literaria o poética.

 


 AL LECTOR

 

 

            Antes de Shakespeare, el personaje literario cambia poco; se representa a las mujeres y a los hombres envejeciendo y muriendo, pero no cambiando porque su relación consigo mismos, más que con los dioses o con Dios, haya cambiado. En Shakespeare, los personajes se desarrollan más que se despliegan, y se desarrollan porque se conciben de nuevo a sí mismos. A veces esto sucede porque se escuchan hablar, a sí mismos o mutuamente. Espiarse a sí mismos hablando es su camino real hacia la individuación, y ningún otro escritor, antes o después de Shakespeare, ha logrado tan bien el casi milagro de crear voces extremadamente diferentes aunque coherentes consigo mismas para sus ciento y pico personajes principales y varios cientos de personajes menores claramente distinguibles.

            Cuanto más lee y pondera uno las obras de Shakespeare, más comprende uno que la actitud adecuada ante ellas es la del pasmo. Cómo pudo existir no lo sé, y después de dos décadas de dar clases casi exclusivamente sobre él, el enigma me parece insoluble. Este libro, aunque espera ser útil para otras personas, es una declaración personal, la expresión de una larga pasión (aunque sin duda no única) y la culminación de toda una vida de trabajo leyendo y escribiendo y enseñando en torno a lo que sigo llamando tercamente literatura imaginativa. La «bardolatría», la adoración de Shakespeare, debería ser una religión secular más aún de lo que ya es. Las obras de teatro siguen siendo el límite exterior del logro humano: estéticamente, cognitivamente, en cierto modo moralmente, incluso espiritualmente. Se ciernen más allá del límite del alcance humano, no podemos ponernos a su altura. Shakespeare seguirá explicándonos, que es el principal argumento de este libro. Este argumento lo he repetido exhaustivamente, porque a muchos les parecerá extraño.

            Ofrezco una interpretación bastante abarcadora de las obras de teatro de Shakespeare, dirigida a los lectores y aficionados al teatro comunes. Aunque hay críticos shakespeareanos vivos que admiro (y en los que abrevo, con sus nombres), me siento desalentado ante gran parte de lo que hoy se presenta como lecturas de Shakespeare, académicas o periodísticas. Esencialmente, trato de proseguir una tradición interpretativa que incluye a Samuel Johnson, William Hazlitt, A. C. Bradley y Harold Goddard, una tradición que hoy está en gran parte fuera de moda. Los personajes de Shakespeare son papeles para actores, y son también mucho más que eso: su influencia en la vida ha sido casi tan enorme como su efecto en la literatura postshakespeareana. Ningún autor del mundo compite con Shakespeare en la creación aparente de la personalidad, y digo «aparente» aquí con cierta renuencia. Catalogar los mayores dones de Shakespeare es casi un absurdo: ¿dónde empezar, dónde terminar? Escribió la mejor prosa y la mejor poesía en inglés, o tal vez en cualquier lengua occidental. Esto es inseparable de su fuerza cognitiva; pensó de manera más abarcadora y original que ningún otro escritor. Es asombroso que un tercer logro supere a éstos, y sin embargo comparto la tradición johnsoniana al alegar, casi cuatro siglos después de Shakespeare, que fue más allá de todo precedente (incluso de Chaucer) e inventó lo humano tal como seguimos conociéndolo. Una manera más conservadora de afirmar esto me parecería una lectura débil y equivocada de Shakespeare: podría argumentar que la originalidad de Shakespeare estuvo en la representación de la cognición, la personalidad, el carácter. Pero hay un elemento que rebosa de las comedias, un exceso más allá de la representación, que está más cerca de esa metáfora que llamamos «creación». Los personajes dominantes de Shakespeare -Falstaff, Hamlet, Rosalinda, Yago, Lear, Macbeth, Cleopatra entre ellos- son extraordinarios ejemplos no sólo de cómo el sentido comienza más que se repite, sino también de cómo vienen al ser nuevos modos de conciencia.

            Podemos resistirnos a reconocer hasta qué punto era literaria nuestra cultura, particularmente ahora que tantos de nuestros proveedores institucionales de literatura coinciden en proclamar alegremente su muerte. Un número sustancial de norteamericanos que creen adorar a Dios adoran en realidad a tres principales personajes literarios: el Yahweh del Escritor J (el más antiguo autor del Génesis, Éxodo, Números), el Jesús del Evangelio de Marcos, y el Alá del Corán. No sugiero que los sustituyamos por la adoración de Hamlet, pero Hamlet es el único rival secular de sus más grandes precursores en personalidad. Su efecto total sobre la cultura mundial es incalculable. Después de Jesús, Hamlet es la figura más citada en la conciencia occidental; nadie le reza, pero tampoco nadie lo rehúye mucho tiempo. (No se le puede reducir a un papel para un actor; tendríamos que empezar por hablar, de todos modos, de «papeles para actores», puesto que hay más Hamlets que actores para interpretarlos.) Más que familiar y sin embargo siempre desconocido, el enigma de Hamlet es emblemático del enigma mayor del propio Shakespeare: una visión que lo es todo y no es nada, una persona que fue (según Borges) todos y ninguno, un arte tan infinito que nos contiene, y seguirá conteniendo a los que probablemente vendrán después de nosotros.

            Con la mayor parte de las obras de teatro, he tratado de ser tan directo como lo permitían las rarezas de mi propia conciencia; dentro de los límites de una franca preferencia por los personajes antes que por la acción, y de una insistencia en lo que llamo «ir al primer plano» mejor que el «ir al trasfondo» de los historicistas viejos y nuevos. La sección final, «Ir al primer plano», pretende ser leída en relación con cualquiera de las obras de teatro indiferentemente, y podría haberse impreso en cualquier parte de este libro. No puedo afirmar que soy directo en lo que respecta a las dos partes de Enrique IV, donde me he centrado obsesivamente en Falstaff, el dios mortal de mis imaginaciones. Al escribir sobre Hamlet, he experimentado con el uso de un procedimiento cíclico, tratando de los misterios de la obra y de sus protagonistas mediante un constante regreso a mi hipótesis (siguiendo al difunto Peter Alexander) de que el propio Shakespeare joven, y no Thomas Kyd, escribió la primitiva versión de Hamlet que existió más de una década antes del Hamlet que conocemos. En El rey Lear, he rastreado la fortuna de las cuatro figuras más perturbadoras -el Bufón, Edmundo, Edgar y el propio Lear-[4] a fin de rastrear la tragedia de esta que es la más trágica de las tragedias.

            Hamlet, mentor de Freud, anda por ahí provocando que todos aquellos con quienes se encuentra se revelen a sí mismos, mientras que el príncipe (como Freud) esquiva a sus biógrafos. Lo que Hamlet ejerce sobre los personajes de su entorno es un epítome del efecto de las obras de Shakespeare sobre sus críticos. He luchado hasta el límite de mis capacidades por hablar de Shakespeare y no de mí, pero estoy seguro de que las obras han inundado mi conciencia, y de que las obras me leen a mí mejor de lo que yo las leo. Una vez escribí que Falstaff no aceptaría que nosotros le fastidiáramos, si se dignara representarnos. Eso se aplica también a los iguales de Falstaff, ya sean benignos como Rosalinda y Edgar, pavorosamente malignos como Yago y Edmundo, o claramente más allá de nosotros, como Hamlet, Macbeth y Cleopatra. Unos impulsos que no podemos dominar nos viven nuestra vida, y unas obras que no podemos resistir nos la leen. Tenemos que ejercitarnos y leer a Shakespeare tan tenazmente como podamos, sabiendo a la vez que sus obras nos leerán más enérgicamente aún. Nos leen definitivamente.

 

Fuente:

            ANAGRAMA

 

            Colección Argumentos

 

           

 

 


             

 

             

             

            Título de la edición original:
Shakespeare: The Invention of the Human

 

             

            Edición en formato digital: diciembre de 2019

 

             

            © imagen de cubierta, «Sibila délfica», Miguel Ángel, Capilla Sixtina

 

             

            © de la traducción, Tomás Segovia, 2002

 

             

            © Harold Bloom, 1998

 

             

            © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2002
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona

 

             

            ISBN: 978-84-339-4068-1

 

            Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.

 

            anagrama@anagrama-ed.es

 

            www.anagrama-ed.es


miércoles, 25 de mayo de 2022

PERSONAJES DE SHAKESPEARE 1 Harold Bloom Falstaff Lo mío es la vida Traducción de Ángel-Luis Pujante. FRAGMENTO.



 Primera edición del libro electrónico (epub): marzo 2020

Título original: Falstaff: Give me Life

© 2017 by Harold Bloom c/o Writers’ Representatives LLC, New York. First published in

the English Language by Scribner – Simon & Schuter. All rights reserved.

© de la traducción: Ángel-Luis Pujante, 2019

© Vaso Roto Ediciones, 2020

ESPAÑA

C/ Alcalá 85, 7º izda.

28009 Madrid

vasoroto@vasoroto.com

www.vasoroto.com

Imagen de cubierta: Composición realizada a partir de las obras A Procession of

Shakespeare Characters , de autor desconocido, 1840, y Cleopatra and Caesar de Jean-

Leon-Gerome, 1865.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright , bajo las

sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por

cualquier medio o procedimiento.

ISBN (epub): 978-84-121638-8-9

PERSONAJES DE SHAKESPEARE 1

Harold Bloom

Falstaff

Lo mío es la vida

Traducción de Ángel-Luis Pujante

Para F. Murray Abraham

Agradecimientos

Quisiera dar las gracias a mi ayudante de investigación, Alice Kenney, y a mi

editora, Nan Graham. Como siempre, estoy en deuda con mis agentes

literarios, Glen Hartley y Lynn Chu. Tengo una deuda especial con Glen

Hartley, el primero en proponer esta serie de cinco libros breves sobre

personalidades de Shakespeare.

(H.B.)

Nota del traductor

Los pasajes de las dos partes de Enrique IV y de Ricardo II citados en este

volumen proceden de mis traducciones de estas obras, publicadas por la

editorial Espasa en su ediciones de la colección Austral, de Teatro Selecto y

de Teatro Completo (tomo III , Dramas Históricos ) de William Shakespeare.

Los de Enrique V y El rey Juan son de Salvador Oliva, incluida la primera en

la mencionada edición de Teatro Selecto de Shakespeare, y la segunda en ésta

y en la de su Teatro Completo (tomo III , Dramas Históricos ).

Las traducciones de los Sonetos de Shakespeare proceden de la versión de

Miguel Ángel Montezanti (Buenos Aires, 2004), menos la del soneto 89, que

es de Mariano de Vedia y Mitre (Buenos Aires, 1954). Las de la Biblia, de la

traducción de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera

(1602) y otros (1862, 1909 y 1960), y editada por las Sociedades Bíblicas

Unidas (México 1960), salvo la cita del «Eclesiástico», que procede de la

Nueva Biblia Española (Madrid 1975). La cita de Fedón es de la versión de

Carlos García Gual (Madrid, 1988).

Las restantes traducciones son mías (fragmentos de Oliver Goldsmith,

W.B. Yeats, Honoré de Balzac, John Lyly, Oscar Wilde, Samuel Johnson,

William Hazlitt, John Donne y W.H. Auden).

Para evitar la discrepancia entre determinados puntos de estas traducciones

y los del texto de este libro, en algunos casos ha sido conveniente efectuar

ajustes verbales. Asimismo, y para aclararle al lector algunos detalles

lingüísticos o referencias literarias y culturales, he añadido al final del libro

notas breves explicativas.

(A.L.P.)

Capítulo 1

Preludio

Me enamoré de sir John Falstaff a la edad de doce años, hace casi setenta y

cinco. Era yo un chico regordete y melancólico, y acudí a él por necesidad,

pues me sentía solo. Encontrarme en él me liberó de una inseguridad

debilitante.

Nunca me ha abandonado en tres cuartos de siglo y confío en que estará

conmigo hasta el final. Con él permanece –vigorosa, inolvidable y

perennemente– la imagen auténtica y completa de la vida. Él pone en

evidencia lo que hay de falso en mí y en los demás.

Si Sócrates hubiera nacido en la Inglaterra de Geoffrey Chaucer y hubiera

ido a comprar carne a Eastcheap, una calle de Londres, quizá se habría

parado a tomar cerveza o jerez en la taberna de la Cabeza de Jabalí. Allí se

habría encontrado con Falstaff y juntos se habrían correspondido en ingenio y

sabiduría. No tengo arte para pintar ese encuentro imaginario. Sólo podría

hacerlo una fusión de Aristófanes y Samuel Beckett. Hace décadas,

compartiendo Fundador con Anthony Burgess una noche de 1972 en

Manhattan, le sugerí que él podría atreverse a hacerlo, pero declinó.

Como falstaffiano vitalicio de ochenta y seis años me he convencido de

que, si hubiera que definir a Shakespeare por sólo una obra, ésta debería ser

Enrique IV en sus dos partes, a las que yo añadiría el relato de la muerte de

Falstaff que hace doña Prisas en el acto segundo, escena tercera de Enrique V

. Concibo todo ello como la «Falstaffiada» más que como la «Henriada», que

es como tienden a llamarla los eruditos.

Shakespeare no se excedió en la alternancia entre la corte, los rebeldes y

Eastcheap en estas tres obras. Las transiciones de lo alto a lo bajo son tan

ágiles que parecen invisibles.

¿Hay en toda la literatura occidental un retrato de la ambivalencia que

iguale al de Hal/Enrique V? Con respecto al rey, su padre, y a Hotspur, su

rival, el príncipe es un trompo errático. Su acumulada ambivalencia con

Falstaff se ha vuelto asesina. A la imaginación de Hal la persigue la anhelada

imagen de Falstaff en el patíbulo. En Enrique V , el nuevo rey manda ahorcar

sin lamentarlo al mísero Bardolfo, su anterior compañero. Si no hubiera

partido al seno de Arturo –emotiva confusión de doña Prisas con el seno de

Abraham–, a Falstaff lo habrían colgado al lado de Bardolfo.

Bastantes estudiosos de Shakespeare comparten la ambivalencia de Hal

respecto a Falstaff, lo cual ya no me sorprende. Ellos son los muertos

vivientes y Falstaff, el inmortal. Me extraña que el mayor ingenio de la

literatura sea reprendido por sus vicios cuando todos ellos son manifiestos y

gozosamente reconocidos. El ingenio superior es una de las mayores

facultades cognitivas. Falstaff es tan inteligente como Hamlet. Pero Hamlet

es el embajador de la muerte, mientras que Falstaff es la embajada de la vida.

El Panurgo de Rabelais, la Mujer de Bath de Chaucer y el Sancho Panza de

Cervantes se cuentan entre los vitalistas heroicos de la literatura. Falstaff

señorea sobre ellos. John Ruskin enseñó que la única riqueza es la vida.

Falstaff, el Sócrates de Eastcheap, encarna esa verdad.

¿Cuál es la esencia del falstaffismo? Mi difunto amigo y compañero de

copas Anthony Burgess me dijo que era la libertad respecto al Estado.

Anthony y yo nunca estuvimos de acuerdo en esa idea, aunque sin duda

ninguna norma social pudo nunca soportar a Falstaff. Recuerdo haberle dicho

a Burgess que, para mí, la esencia del falstaffismo era: no moralices. Contar

los defectos de Falstaff es trivial: está a reventar de ellos. Hal, como su padre

Bolingbroke, es la esencia de la hipocresía. Son unos maquiavelos.

Bolingbroke, que se convierte en Enrique IV, es un usurpador y un regicida.

Su absurda obsesión es que expiará el asesinato de Ricardo II dirigiendo otra

cruzada para capturar Jerusalén. De hecho, muere en la cámara de palacio

llamada Jerusalén. Hal, cuando llega a ser Enrique V, dirige un asalto

territorial para capturar Francia. Una cruzada es lo que cabría esperar del

príncipe Hal, hambriento como Hotspur de lo que ambos llaman honor.

Falstaff destruye la validez de ese apetito en su réplica a Hal:

Príncipe

Pero a Dios le debes una muerte. [Sale .]

Falstaff

Todavía no; me disgustaría pagarle antes del vencimiento. ¿Por qué

voy a adelantarme con quien no me apremia? Bueno, no importa; el

honor me empuja a avanzar. Sí, pero, ¿y si el honor salda mi cuenta

cuando avanzo? Entonces, ¿qué? El honor, ¿puede unir una pierna?

No. ¿O un brazo? No. ¿O quitar el dolor de una herida? No. Entonces

el honor, ¿no sabe cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué

hay en la palabra honor? ¿Qué es ese honor? Aire. ¡Bonita cuenta!

¿Quién lo tiene? El que murió el otro día. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye?

No. ¿Es que es imperceptible? Para los muertos, sí. Pero, ¿no vive con

los vivos? No. ¿Por qué? Porque no lo permite la calumnia. Entonces,

yo con él no quiero nada. El honor es un blasón funerario, y aquí se

acabó mi catecismo.

(acto 5, escena 1)

Si hubiera una religión vitalista, esto le serviría muy bien de catecismo.

Falstaff se burla de la fe al cargarse la insensatez de que debemos una muerte

a Dios. Conscientemente, también se burla de Hal y de sí mismo. Malfamado

y feliz, le habla a un mundo que va de violencia en violencia.

Falstaff se convirtió de inmediato en la personalidad más popular de

Shakespeare, y continúa siéndolo. El público de The Globe y los lectores que

compraban las obras veían poco motivo para moralizar en su contra. Su

propio ser se desborda y este exceso nos sugiere nuevos significados. De por

sí, la exuberancia es una incierta virtud y puede ser peligrosa para el

individuo y los demás, pero en Falstaff genera más vida.

Estoy cansado de que me acusen de sentimentalismo con Falstaff. Una vez

le dije a un afable entrevistador:

Recuerde, hay tres grandes poetas con los que ni a usted ni a mí nos gustaría comer ni

cenar, ni siquiera beber: François Villon, Christopher Marlowe y Arthur Rimbaud. Lo

menos que harían sería robarnos; lo más, matarnos. Sir John Falstaff no nos mataría,

pero seguro que nos embaucaría de un modo u otro y tal vez nos vaciaría los bolsillos

muy hábilmente.

En este sentido, el sublime Falstaff traería problemas. Citaré a Orson Welles

contra mí mismo, pues su Campanadas a medianoche es una obra maestra

olvidada. Welles hizo la película, una adaptación de la Henriada, y la trató

como tragedia. La película tenía un brillante elenco secundario de estrellas

como Keith Baxter en el papel de Hotspur, John Gielgud en el de Enrique IV,

Jeanne Moreau en el de Dora Rompesábanas, Margaret Rutherford en el de

doña Prisas y Ralph Richardson como narrador. Welles llamó a Falstaff «…

un hombre bueno, maravilloso vitalista… defendiendo una energía –la de la

vieja Inglaterra– que está decayendo. Con Falstaff lo difícil… es que él es la

mayor concepción de un hombre bueno, el más completamente bueno de todo

el teatro. Sus defectos son pequeños, y de estos pequeños defectos él hace

bromas colosales. Pero su bondad es como el pan, como el vino.»

Tal vez sea yo el único en estar de acuerdo con Orson Welles. ¿Hay algún

otro en Enrique IV cuya bondad sea como el pan, como el vino? El rey, el

brillante príncipe Hal y la mayoría de los rebeldes son unos viles intrigantes.

El príncipe Juan es un matón engreído, y Douglas y el fascinante Hotspur,

fogosas máquinas de muerte. Los seguidores de Falstaff –Bardolfo, Nym y el

escandaloso Pistola– son bribones divertidos, y doña Prisas y Dora

Rompesábanas son mejor compañía que el justicia mayor. El juez Simple es

de un absurdo encantador y su compadre Mudo aumenta la irrealidad.

Falstaff es tan desconcertante como Hamlet y de una variedad tan infinita

como la de Cleopatra. Se le puede aprehender, pero no abarcar enteramente.

Falstaff no tiene límites. Su ámbito es la libertad, pero él muere por amor.

En su «A Reverie at the Boar’s Head Tavern, Eastcheap» [«Ensoñación en

la Taberna de la Cabeza del Jabalí, Eastcheap»], Oliver Goldsmith es guía y

norte:

El personaje del viejo Falstaff, aun con todos sus defectos, me da más consuelo que

los más estudiados esfuerzos de la sabiduría. En él veo a un viejo agradable que

olvida la edad y me muestra la manera de ser joven a los sesenta y cinco. Sin duda

puedo ser tan alegre como él, aunque no tan gracioso. ¿No está en mis manos tener,

aunque no tanto ingenio, al menos tanta vivacidad? Vejez, ansiedad, sabiduría,

reflexión... ¡fuera! El viento os lleve. Venga la otra botella. ¡Brindo por la memoria

de Shakespeare, Falstaff y todos los hombres alegres de Eastcheap!

Falstaff tal vez se acerca más a los setenta y cinco que a los sesenta y cinco.

Samuel Johnson, que descubrió y promovió a Goldsmith, celebró a Falstaff

de un modo parecido, aunque expresando su desaprobación moral. Maurice

Morgann es el verdadero antepasado de todos los falstaffistas. Su An Essay

on the Dramatic Character of Sir John Falstaff [Ensayo sobre el personaje

dramático de sir John Falstaff ], publicado en 1777, fue criticado por

Johnson, quien con sorna propuso a Morgann que intentara demostrar que

Yago era una buena persona. El problema era la supuesta cobardía del

Caballero Gordo. La primera acusación la hizo el príncipe Hal, que necesita

enconadamente convencer a Falstaff de que confiese su cobardía. ¿Por qué?

Si cruzamos el umbral de la sinuosa conciencia de Hal/Enrique V, segundo

rey de la dinastía Lancaster, nos encontramos con la oscilante presencia de la

ontología, la inmanencia de sir John Falstaff. ¿Por qué Shakespeare inventó a

Falstaff?

El personaje literario es siempre una invención y está en deuda con otras

anteriores. Shakespeare inventó el personaje literario tal como lo conocemos.

Reformó nuestras expectativas de la imitación verbal de la personalidad y la

reforma parece ser permanente y misteriosamente inevitable. La Biblia y

Homero crean personajes vigorosos cuyo carácter, sin embargo, suele ser

inalterable. Envejecen y mueren en sus historias, pero su idiosincrasia no se

desarrolla.

La de las personalidades de Shakespeare sí. En sus obras, la representación

del carácter parece normativa y, de hecho, en seguida pasó a ser el modo

aceptado. Las personalidades de Shakespeare tienen poco en común con las

de Ben Jonson o Christopher Marlowe. La originalidad de Shakespeare al

retratar mujeres y hombres se fundamenta en Los cuentos de Canterbury de

Geoffrey Chaucer.

En Shakespeare la vitalidad se transmuta en ansiedad de muerte.

Ricardo II, el protagonista de la historia que inicia la Henriada, es un

masoquista moral cuya inmensa complacencia en la desesperanza aumenta su

caída a manos del usurpador Bolingbroke, que de este modo se convierte en

Enrique IV. En la personalidad de Ricardo II, Shakespeare prefigura el

elemento humano por el cual empeoramos una mala situación a través de

nuestro lenguaje hiperbólico.

Falstaff es diferente. Su gozo de vivir impregna su torrente de palabras y

de risas. Hotspur es la encarnación de la ansiedad de muerte. Sin embargo, su

estilo es distinto al de Ricardo II. Su lenguaje altanero ataca las fronteras de

lo posible. Hal, hijo de su padre, desconfía de su propio vitalismo, pero acude

a Falstaff para afianzarse en él. Y el regio alumno resulta inclemente con su

maestro. Los reyes no tienen amigos, sólo seguidores, y Falstaff no sigue a

nadie.

Directores, actores, espectadores, lectores necesitan entender que Falstaff,

grandiosísimo ingenio, es tragicómico. A diferencia de Hotspur y Hal, no es

un juguete del tiempo. Decía Samuel Johnson que el amor era la sabiduría de

los necios y la necedad de los sabios. No se me ocurre una mejor descripción

de mi héroe sir John Falstaff.

Capítulo 2

Representar a Falstaff

Interpreté por vez primera el papel de Falstaff la noche del 30 de octubre de

2000 en Cambridge, Massachusetts, con el American Repertory Theater.

Robert Brustein, que entonces dirigía el ART, representó al alférez Pistola y

Will Lebow hizo varios papeles, entre ellos el de Bardolfo, mientras Thomas

Derrah era Hal, Karen MacDonald, doña Prisas, y yo era Falstaff. La

directora Karin Coonrod y yo elaboramos un texto sacado de las dos partes de

Enrique IV más el lamento por Falstaff de doña Prisas, del acto primero,

escena tercera de Enrique V .

Escribí un epílogo a lo que yo había llamado la Falstaffiada e imité a

Shakespeare lo mejor que supe:

No, ciertamente no estoy en el infierno; estoy en el seno de Arturo. Mas no soy sino

la sombra remedada de sir John Falstaff, pues no tengo vida de hombre. Aquí hay

honor, no vanidad, mas nunca hay sazón para chanzas ni para ociosidades. Agua, en

abundancia, mas no jerez; no hay sangre que calentar. La voz la he perdido de tanto

santificar y cantar himnos.

¿Dónde están Bardolfo y Pistola y la posadera? ¿Y Dora?

Fui mayor en juicio y entendimiento, pero bien joven mientras viví, y sólo ofendía

al virtuoso. Ahora quiero que el magnífico jerez me ilumine el rostro, que cual faro

llame de nuevo a las armas a todo mi pequeño reino de hombre. Mas sueño; estoy en

el seno de Arturo; concededme, pues, vuestro adiós.

Volví a hacer este papel en el Yale British Art Center, dirigido una vez más

por Karin Coonrod, con el joven Michael Stuhlbarg en el de Hal. Y recuerdo

haber actuado de Falstaff esporádicamente en la Shakespeare Society de

Nueva York.

He visto dos espléndidas representaciones de Falstaff. La primera fue la

gran experiencia teatral de mi vida. Las noches del 7 y 8 de mayo de 1946

acudí al Century Theater de Nueva York para ver a la Old Vic de Londres

representar la primera parte de Enrique IV , y la noche siguiente, la segunda.

Ralph Richardson, que me parece el mejor actor que yo haya visto, hacía de

Falstaff. Laurence Olivier, de Hotspur la primera noche y, con asombrosa

adaptabilidad, de juez Simple la segunda.

Richardson no hizo un papel cómico con Falstaff. Su opulenta actuación es

difícil de expresar. La dignidad herida se fundía con la energía sobrehumana,

la honda sabiduría y una melancolía aún más profunda. El orgullo

predominaba y debía degradarse necesariamente. El efecto rayaba en

tragedia, pero sin entrar resueltamente en ella, como hizo Orson Welles con

su tragedia de Falstaff.

Si yo fuera actor, procuraría imitar a Richardson y a Welles. Su Falstaff no

era cobarde, sino realista. Peleaba mientras lo veía razonable. Era el homo

ludens que valoraba las reglas del juego. Para él todo era ficción menos en los

juegos. El Falstaff más encantado y encantador es el que monta parodias con

Hal. En el campo de batalla desprecia las matanzas, desea sensatamente estar

de vuelta en la taberna, lleva una botella de jerez en la pistolera y para él

morir y muerte son bromas pesadas. ¿Quién puede resistirse a un antiguo

soldado que, habiendo entendido el absurdo de la violencia, nos anima a

jugar?

Shakespeare explora la paradoja de que, al igual que Hamlet, Falstaff

parece una persona de verdad llevada a la escena y rodeada de actores. En

presencia de Falstaff, los mismos Hal y Hotspur son sólo sombras. En torno a

Hamlet oscilan sombras como Claudio, Gertrudis y Ofelia, sin más

corporeidad que el espectro del padre asesinado.

Ser Falstaff es atacar las fronteras que separan el ser y el parecer. Falstaff

no es cualquiera de nosotros, pues, como Hamlet, su alcance intelectual es

inmenso. Pero todos nosotros, sea cual sea nuestra edad o género,

participamos de él.

Falstaff quiere que le queramos. Hamlet no necesita ni quiere nuestro

amor. La tragedia de Falstaff deriva de su temor al rechazo. ¿Quién de

nosotros no teme ser rechazado y expulsado por quienes queremos?

La mayor dificultad de representar a Falstaff está en que es tan inmenso en

todos los sentidos que no cabe ni en el ámbito de todo Enrique IV . Como

Hamlet, se sale de la escena y entra en nuestra vida. William Hazlitt observó:

«Nosotros somos Hamlet». No podemos decir que nosotros seamos Falstaff,

aunque, cuando era más joven y estaba menos cansado, yo fantaseaba con ser

Falstaff.

Falstaff no admite la refutación. Su cascada verbal brilla con un fulgor

radiante. Él es el custodio del tesoro de palabras de Shakespeare. Cada uno a

su manera, Ralph Richardson y Orson Welles expresaban los derroches de

elocuencia en sus variantes falstaffianas. Richardson cortejaba cada palabra

estirándola hasta el límite. Welles saboreaba la bondad de cada frase,

paladeándola como si fuera pan y vino.

En 1951 vi en Londres a Anthony Quayle en el papel de Falstaff, con

Michael Redgrave en el de Hotspur, Richard Burton en el del príncipe Hal y

Harry Andrews en el de Enrique IV. Quayle era un actor extraordinario, pero

su Falstaff era áspero y uno dudaba si la suya podía ser una interpretación

útil. Estuvo mucho mejor Paul Rogers, a quien vi en Londres en mayo de

1955; con él se destacaba la consciente precariedad de la relación de Falstaff

con Hal.

No vi a Kevin Kline ni a Anthony Sher hacer de Falstaff en el escenario,

pero no faltarán actores que encarnen a Falstaff mientras haya humanos en el

mundo. Entre tanto, yo sigo releyendo, enseñando y reflexionando sobre su

magnificencia.

Capítulo 3

Un lenguaje hermoso, riente, vivo

William Butler Yeats nos dio la expresión perfecta del modo como habla

Falstaff:

Si no hay buena trama, no hay teatro, pero sin un lenguaje bello, poderoso,

individual, no hay literatura o, por lo menos, no hay gran literatura. Rabelais, Villon,

Shakespeare, William Blake se habrían reconocido entre sí por su lenguaje. Algunos

de ellos sabían dar forma a una historia, pero todos tenían un lenguaje abundante,

resonante, hermoso, riente, vivo. 1

Situar a Shakespeare con Rabelais, Villon o Blake es entrar con muchas de

sus grandes personalidades en el grupo de los vitalistas heroicos. Cuando

escuchamos a Falstaff, nos inunda la abundancia y resonancia, y nos seduce

la belleza de su risa y su estilo vivificante.

Empecemos con el acto 1, escena 2 de la primera parte de Enrique IV :

Falstaff

Bueno, Hal, ¿qué hora es ya, muchacho?

Príncipe

Estás tan atontado de beber vino, desabrocharte después de comer y

dormir la siesta en los bancos, que no sabes preguntar lo que de

verdad quieres saber. ¿Qué diablos te preocupa a ti la hora? Salvo que

las horas fuesen copas de jerez, los minutos capones, los relojes

lenguas de alcahuetas, los relojes de sol anuncios de burdeles y hasta

el sol bendito una moza deslumbrante vestida de rojo tafetán, no veo

por qué te molestas en preguntar la hora que es.

Falstaff

Hal, has dado en el quid, pues los que robamos bolsas nos guiamos

por la luna y las siete estrellas, no por Febo, ese hermoso caballero

andante. Anda, pillete, cuando seas rey, que, Dios salve a Tu Gracia,

mejor dicho, a Tu Majestad (pues la gracia no irá contigo)...

Príncipe

¿Cómo que no?

Falstaff

Que no, ni para bendecir un huevo con manteca.

Príncipe

¿Cómo es eso? Vamos, habla ya rotundamente.

Falstaff

Vaya, pues cuando seas rey, pillete, que no nos llamen ladrones de la

luz del día a los guardas mayores de la noche. Llámennos

guardabosques de Diana, caballeros de las sombras, favoritos de la

luna. Y dígase que somos hombres de buen gobierno, ya que estamos

gobernados, como el mar, por nuestra noble y casta dama la luna, que

vela por nuestra nocturnidad.

Príncipe

Bien dicho, y bien que se cumple, pues la suerte de quienes somos

hombres de la luna tiene un flujo y un reflujo como el mar, ya que,

como el mar, está gobernada por la luna. La prueba es que una bolsa

de oro resueltamente arrebatada el lunes por la noche se gasta

disolutamente el martes por la mañana; se gana bramando «¡Alto

ahí!», y se gasta gritando «¡Tabernero!»; primero, con marea tan baja

como el pie de una escalera y, después, tan alta como el travesaño de

la horca.

Hal y Falstaff entran por los lados opuestos del escenario, y Falstaff se está

restregando los ojos mientras despierta del profundo sueño de tanto jerez (en

versión más basta del que hoy día llamamos oloroso intenso). 2 Delante de

Falstaff, los demás lo emulan, incluido Hal, hablando en prosa con su estilo y

cadencia. Al ser «no sólo ingenioso, sino causa del ingenio en los demás»,

Falstaff contagia el lenguaje de cualquier hablante con quien tenga mucha

relación.

Su amable pregunta «Bueno, Hal, ¿qué hora es ya, muchacho?» es

respondida con un torrente de vehemencia sin duda aprendido del propio

maestro Falstaff. Me arredra el brioso encono de Hal, aunque le perdono por

su visión brillante y deliciosa del sol bendito en forma de moza deslumbrante

vestida de tafetán rojo. Incluso a mis ochenta y seis años me enciendo ante la

idea de una moza guapa con un vestido de brillante seda roja. Falstaff se

recupera de inmediato con el ruego de que, cuando reine Enrique V, los

salteadores de caminos como él serán caballeros de las sombras gobernados

por la luna, que vela por su nocturnidad.

Juntos, Falstaff y Hal ascienden enseguida a lo que yo llamo lo Sublime

falstaffiano:

Falstaff

Tus símiles son de lo más desagradable, y eres el más bribón, mordaz

y querido de los príncipes. Anda, Hal, no me agobies con tanta

vanidad. Ojalá tú y yo supiéramos dónde adquirir una provisión de

buena fama. El otro día, un señor mayor del Consejo me riñó en la

calle a propósito de ti, pero yo no le hice caso, aunque hablara

sabiamente; no le atendí, aunque hablara sabiamente y, además, en

plena calle.

Príncipe

Hiciste bien, pues la sabiduría clama en las calles y nadie le hace caso.

Falstaff

¡Ah! Tú, con tus citas retorcidas, eres muy capaz de corromper a un

santo. Me has hecho mucho daño, Hal; Dios te lo perdone. Antes de

conocerte, Hal, yo no sabía nada, y ahora, hablando con franqueza,

apenas soy mejor que uno de los impíos. He de cambiar de vida, y voy

a cambiar. Vive Dios que, si no, soy un granuja. No pienso

condenarme por ningún hijo de rey de toda la cristiandad.

«Vanidad» es una conflagración dispuesta siempre a estallar en la fricción

entre Falstaff y Hal. «Vanidad» es una mala traducción del hebreo hevel , que

no es sino un «vapor», un «soplo» y, al final, una nada. Cuando Hal pone a

Falstaff en la picota, la diatriba es mortal. A veces me pregunto si Dios

perdonará a Enrique V por el daño que al final le inflige a Falstaff.

La réplica ingratamente ingeniosa del príncipe a la alegre parodia de

Falstaff alude a un texto eminente:

La sabiduría clama en las calles, alza su voz en las plazas;

clama en los principales lugares de reunión;

en las entradas de las puertas de la ciudad dice sus razones:

¿Hasta cuándo, oh, simples, amaréis la simpleza,

y los burladores desearán el burlar,

y los insensatos aborrecerán la ciencia?

Volveos a mi reprensión; he aquí yo derramaré mi espíritu sobre vosotros,

Y os haré saber mis palabras.

Por cuanto llamé, y no quisisteis oír,

extendí mi mano, y no hubo quien atendiese.

(Proverbios 1: 20-24)

Inflexible en mi pasión por Falstaff, tengo un especial aprecio por su

contestación:

Falstaff

¡Ah! Tú, con tus citas retorcidas, eres muy capaz de corromper a un

santo. Me has hecho mucho daño, Hal; Dios te lo perdone. Antes de

conocerte, Hal, yo no sabía nada, y ahora, hablando con franqueza,

apenas soy mejor que uno de los impíos. He de cambiar de vida, y voy

a cambiar. Vive Dios que, si no, soy un granuja. No pienso

condenarme por ningún hijo de rey de toda la cristiandad.

Fingiendo piedad puritana, Falstaff reprende a Hal por el blasfemo

retorcimiento de un texto religioso y se asocia a sí mismo con los devotos.

Cuando yo era más joven, me gustaba aplicar el ingenio de Falstaff

comentándole a tal o cual amigo que, antes de conocerlos, yo no sabía nada, y

ahora, si Bloom dice la verdad, apenas soy mejor que uno de los impíos. Dejé

de hacerlo porque empezaba a ensombrecer la amistad, aunque lo recuerdo

con nostalgia.

Cuando Falstaff se dirige a Eastcheap, Hal y su cómplice Poins traman

disfrazarse y atacarlo a él y a tres secuaces después de un salteamiento. Me

fascina que Hal despida a Falstaff diciéndole: «¡Adiós, tardía primavera!

¡Adiós, veranillo de San Martín!». No creo que Hal quiera decir que Falstaff

es un anciano que se comporta como un adolescente. Falstaff es más bien un

veranillo de San Martín que viniera después de Todos los Santos. Es como si,

por un insólito momento, reapareciese en Hal un rastro de afecto que no tarda

en disiparse:

Os conozco a todos, y por ahora he de seguiros

la vena desatada de vuestra ociosidad.

Obrando de este modo imitaré al sol,

que permite a las viles y malsanas nubes

ahogar ante el mundo su belleza

para que, añorado, cuando le plazca

ser de nuevo él mismo, se le admire

al brillar entre las nieblas inmundas

y vapores que parecían asfixiarlo.

Si todo el año fuese un día de fiesta,

el juego aburriría como el trabajo,

pero, cuando escasea, la fiesta es deseada,

pues la rara ocasión es lo que gusta.

Así que, cuando deje esta vida disipada

y pague la deuda que nunca prometí,

desmentiré las expectativas de la gente

mostrándome mejor que mi palabra

y, como un metal radiante en fondo oscuro,

mi transformación brillará sobre mis culpas

con más luz y más admiración

que lo que nunca puede resaltarse.

Ofendiendo, haré un arte de la ofensa,

redimiendo el tiempo cuando menos crean.

¿Cómo podemos entender este brusco salto a un soliloquio en verso? Mi

héroe Samuel Johnson asiente y lo llama «una mente superior ofreciéndose

excusas a sí mismo». La brillantez del monólogo es indudable. Lo recito y me

acuerdo de cómo caracteriza William Hazlitt a Enrique V: «un monstruo muy

afable, un espectáculo muy vistoso». De Falstaff, Hazlitt observó en sus

Characters of Shakespeare’s Plays : «Perpetúa la jornada festiva y de puertas

abiertas, y vivimos con él en una ronda de invitaciones a un asado y doce

botellas de clarete».

Supongo que el monólogo de Hal es bien competente si a uno le gustan

estas cosas. Tal vez debieran adoptarlo en las escuelas de organización y

dirección de empresas como manual de promoción personal. ¿Tiene valor

poético? Shakespeare es el mayor perspectivista. Enfrentándonos a sus

personalidades vemos y oímos sólo lo que somos hasta que nos enseña a

rebasar nuestros límites. Cambiamos las perspectivas y reparamos en que Hal

es hijo de su padre. Padre e hijo han hecho un arte de la ofensa. Pero lo hacen

de un modo muy distinto. Ricardo II, a quien Enrique IV destronó y después

hizo matar en la cárcel, reflexionaba amargamente: «Perdí el tiempo y ahora

el tiempo me consume». Enrique IV nunca perdió el tiempo. El monólogo

maquiavélico de Hal presupone una división neta de trabajo y diversión.

¿Redime ello el tiempo? Falstaff, que se regocija en lo improductivo y exalta

el juego, da de lado al tiempo y le manda que siga.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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