viernes, 13 de agosto de 2021

NOVELA. FRAGMENTO. PRINCIPIOS NOCTURNOS.


 

(RINCIPIOS NOCTURNOS. (FRAGMENTO. NOVELA. PREMIO NACIONAL DE NARRATIVA ALBERTO CAÑAS 2020.EUNED.  DE FUTURA PUBLICACIÓN).

(Años de 1939-1946, 1987).  El encuentro: el pacto. Inglaterra. México, DF.

 

Pero, a pesar de  mis charlas políticas, reuniones literarias,  conferencias en algunas universidades  acá en Latinoamérica porque la Segunda Guerra Mundial estaba a pocos meses de su inicio en el Viejo Continente,  – y muy dentro de mi persona- lo sabía, me faltaba el espaldarazo inicial para que otros escritores de primer orden me tomaran en serio.

Entonces entré en crisis: viajé a Europa en el primer semestre de 1939, a muy pocos meses antes que se iniciara la Segunda Guerra Mundial. Visité Italia, Francia, Alemania, me iba por varias semanas aprovechando que mi padre me adelantaba unos dineros prometidos seis meses antes.

Pero, fue en Inglaterra – lugar de mis futuros proyectos literarios-  en donde tuve mi encuentro con Astaroth. No... si ustedes están pensando que su aparición fue en un salón y en un claroscuro están equivocados.

Tampoco, se me presentó en forma de perro de aguas, o se me revelaría con una enorme chiva mientras yo escribía aperezado en mi mansión de la campiña inglesa. Menos se presentó con los cachos en su frente o con patas de carnero. ¡Atavismos tontos! ¡Equivocados! Esas son habladurías de la gente para atemorizar, para hacer apoteósicos encuentros con este ser. ¡No!

Sucede que en Inglaterra, me matriculaba en un curso de Teoría Literaria en la Universidad de Oxford, para olvidarme de mis fracasos literarios y para avivar en mi persona esa necesidad de empujarme a unos deseos que se debilitaban más y más sin yo proponérmelo.

Llegué esa mañana al auditorio principal de la Universidad de Oxford.  Estaba colmado de estudiantes como yo que hacían diferentes cursos universitarios y en algunas carreras, la signatura era un simple requisito.

Fue ahí, que tuve mi encuentro. Fue ahí que se me presentó.

Estaba sentado en el auditorio como un oyente o un estudiante. Yo diría, más que estudiante parecía un profesor que escuchaba a un colega porque, por alguna razón tenía interés en lo que su colega hablaba en el auditorio. Yo, me senté a varios asientos detrás del hombre y en oportunidades podía observarlo,  esa observación que  hacemos en forma involuntaria, y percibimos un objeto o persona pero, lo hacemos sin precisar en realidad lo que estamos mirando.

Terminada la charla el auditorium en pocos minutos quedó sin un solo estudiante, en los segundos que me aprestaba a salir  quedé de frente con el hombre. No lo podía creer porque, el hombre estaba a unos cinco metros de mi persona pero, sin saber el cómo apareció delante de mí.

 

-          Yo a usted lo conozco. Dijo el hombre y calló con perfecto acento británico.

-          Creo que se equivoca señor. Respondí. Aunque, mi curiosidad me sobrepasó,  el hombre se me parecía a una persona de vieja y añeja alcurnia y yo debía de averiguar de quién se trataba. Me cautivó su acento británico de clase alta,  me atrajo su bello traje de casimir color azul cobalto. Usaba unos espejuelos de oro, redondeados, de bastón negro y que me pareció su empuñadura poseía una bestia mitológica que no pude interpretar. Y,  en el auditorium estaban solo dos personas: mi interlocutor misterioso y yo. El auditorium minutos antes con unos cincuenta estudiantes, ahora me parecía el lugar más desolado del mundo: me quedaba solo como por arte de magia. Una especie de paisaje sin vida,  frío, monocromático, estaba a nuestro alrededor. Ahora, las butacas  eran de piedra y el recinto de maderas acogedoras y de una luz sensible al ojo, se convirtió en un paisaje ancestral en donde intuía que ningún mortal había estado allí y, tampoco había visto jamás un paisaje semejante. Me quedé petrificado escuchando al hombre una vez que respondí en mi negativa que nos conocíamos. La luz del auditorium se transformó en una luz opaca, sin brillo, para luego, pasar a un color llameante y dorado lo que, me produjo cierta modorra. El hombre replicó sin tomar nota de mis últimas frases.

-          ¿No es usted acaso el escritor Byron Deford? ¿Es usted, verdad? Dijo. Y se me quedó mirando con esa curiosidad del interlocutor que solo espera que le confirmen lo preguntado. Pero, no dejó que yo contestara. Agregó: Sí, es usted, yo a usted lo conozco desde hace mucho tiempo atrás.  Usted está acá en Inglaterra porque, desea darse un respiro a toda esa frustración que siente en su alma, en su espíritu. Su juventud se rebela cada vez que escribe en su vieja máquina Underwood para luego botar cientos de hojas papel periódico, ¿verdad que no me equivoco? Añadió el hombre con una gran insolencia pero que, a la vez por su sinceridad me dejaba desarmado. Confieso, que la curiosidad no me permitía ser tampoco grosero con mi interlocutor. La curiosidad comenzó a corroer mi persona. ¿Cómo sabía que yo, Byron Deford, estaba pasando por una crisis existencial y más que existencial una crisis de escritor? ¿Cómo sabía de mi vieja máquina de escribir y los cientos de borradores que botaba al cestillo de la basura en semanas anteriores? Mucho gusto en conocernos, mi nombre es  Lord John Rutland y  Archiduque de...  pero, este título, no sería oportuno que le dijera archiduque de qué región, jejeje.  Replicó el hombre extendiendo su mano y se me quedó mirando con esa mirada de complacencia y más que de complacencia de complicidad a sus últimas palabras acerca de mis frustraciones literarias que en ese tiempo no le confesaba a nadie ni a mi amigo Horacio Guerra. No perdía nada en contestarle al hombre afirmativamente a lo preguntado. El hombre en verdad me llamaba a la curiosidad – y para qué mentir- hasta me simpatizó su elegancia como su acento británico y aristocrático, vuelvo a repetir.

-          Sí, lo soy... digo soy Byron Deford. Está usted en lo correcto, Lord Rutland. Contesté. Y, disparé la pregunta: equivocado o no si era conveniente pero, no lo soporté, deseaba saber el cómo un hombre de anteojos con aro de oro, de impecable porte inglés y de una educación y modales dignos de sus títulos nobiliarios me confesaba sabía de mi persona. ¿Y cómo se enteró usted de mi máquina Underwood? Pregunté sin atreverme a preguntar el resto: del cómo conocía que también tiraba al cesto de la basura cientos de páginas. Lord Rutland, no me dejó que continuara.

-          Y también sé muchas cosas más de usted, secretos suyos. Conozco su pasado igual a la palma de mi mano como dicen las personas, joven Byron Deford. Al afirmar el hombre esto último, sentí un frío que me corroía por dentro, una frialdad y todo a mi alrededor lo percibí sin vida: era una zona gris entre la vida y la muerte desde donde el hombre me dirigía sus palabras. Golpeteó levemente con su bastón el suelo para que yo lo escuchara. Continuó: ¡Y perdone, no es que yo sea una persona indiscreta... es que está en mi naturaleza conocer: el hoy, el pasado y el futuro de las personas! Y, agregó: ¡Ahhh, qué inmodesto de mi parte, perdón, perdón joven Byron Deford! ¡ Hablo más de la cuenta! Sonreí. Agregué.

-          En verdad que usted me ha intrigado, Lord Rutland con lo que me ha comentado de mi persona. Sí, en efecto, estoy acá en Inglaterra más que por estudios, estoy para obtener un nuevo aire, una especie de limpieza del alma, para recuperar fuerzas. Interrumpió.

-          ¡Limpieza del alma! Me gusta, me encanta esa afirmación suya. No se imagina cuántas veces la he escuchado.

-          ¿Es usted acaso una especie de mago? Digo, porque ese asunto de conocer las intimidades de las personas son temas de magia. Aseguré con aire semi-jocoso, en el límite que el interlocutor no sabe si lo dice en serio o por el contrario es una burla.

-          La respuesta usted la sabe joven Byron Deford, si yo soy un mago u otra persona que no desea aceptar. ¿Usted sabe quién soy?  ¿Me tiene miedo? ¡No lo creo! ¿Todavía usted posee dudas? A lo mejor, soy un simple charlatán o un loco escapado de algún psiquiátrico de Londres. Digo... por ejemplo sé que su frustración proviene de que usted tiene ya 21 años y también, acaba de publicar un libro de cuentos en su país con uno de los “grandes” escritores, con su padrinazgo  pero, no ha sucedido nada: una crítica famélica, raquítica, insulsa, ni buena ni mala. Y eso, a usted joven Byron Deford lo tiene mordisqueado en su orgullo... lo tiene devastado... y lo entiendo, lo entiendo, no es para menos... porque, usted tiene razón, usted es bueno como escritor, se lo digo pero... y el hombre se quedó como dudando a lo que quería decir, a lo que me quería confesar. Me armé de fuerzas y dejé los protocolos a un lado. ¿Qué podía perder si le seguía el juego al hombre? ¡Nada! ¿Y si en verdad, era cierto lo que yo pensaba: que el tal Lord Rutland era un mensajero del Maligno? ¿Me estaba volviendo loco en mi frustración? ¿Cómo enfrentar una situación como la que estaba viviendo?

-          ¿Y qué más conoce de mí? Pregunté. (Sentí un cosquilleo en el estómago inevitable).

-          Yo por el contrario, le pregunto: ¿qué daría usted por ser el  mejor escritor de su generación? Argumentó  el hombre. ¿Lo desea en verdad?  ¿Qué sacrificaría? ¿Amores? ¿Hijos? ¿Matrimonios? ¿Aún más? ¿A usted mismo si fuera del caso?

-          Le sigo el juego, Lord Rutland o como quiera que el señor se llame. Interrumpí asustado.

-          Joven Deford, no es cuestión de seguirme el juego... si usted lo desea llamar así, pues así lo llamaremos. Deje que mi persona termine la idea. ¡Usted está en problemas! Se siente estéril, esa esterilidad  y que usted no sabe cuánto tiempo durará. Digamos el fracaso “anunciado” del libro de cuentos a usted lo ha dejado con un temor en su corazón que lo violenta día y noche. Mmmm ... ssssiiii, pues esa frustración y esos temores yo puedo hacer que sean razones del pasado. Por ejemplo, sé de su amor no correspondido de una actriz de teatro y cine, de su terquedad, de sus desvelos... no se perturbe, yo puedo hacer que sea suya, la puedo poner postrada a sus rodillas... no hay límites para lo que yo puedo hacer por usted. La luz dorada continuó y el hombre entonces, buscó asiento a unos metros de mi persona sin antes pedir permiso. El hombre quien decía llamarse Lord Rutland tomó asiento y lo pude observar en los mínimos detalles. Su cara: poseía una leve barba al ras de la piel en donde se le notaban partes con canas. De una blancura aporcelanada tanto en su rostro como en sus manos y en las cuales le percibí un anillo con una piedra de color negra. Su cabello entrecano y lacio, estaba levemente engominado.  En efecto, el hombre poseía unos anteojos de aro dorado que supuse eran de oro y en los cuales se percibían unos ojos azulísimos. Llevaba una camisa blanca de puño francés que se le adivinaban unos gemelos de oro. Los puños de la camisa sobresalían cada vez que mi interlocutor gesticulaba con sus manos. La corbata hacía juego con su traje de casimir azul cobalto, la corbata de nudo medio Windsor supuse era de seda porque su caída se percibía leve tomando los pliegues en la camisa y el nudo cortamente se fijaba en el cuello,  deduje que estaba hecho sin apretar. El pantalón parecía recién puesto, no  le percibí una sola arruga. Y aún estando sentado, los quiebres o los dobladillos lucían una perfección que no dejaba de observar una y otra vez.  Las medias negras de seda y los zapatos Oxford full-brogue y de color negro, hacían del conjunto y con su dueño una estampa perfecta del buen gusto.  Continuó hablando: si me sigue el juego y soy un farsante, ¿qué podría perder? Aunque lo sé, lo sé, usted sabe en su interior  quién soy. ¡Por favor no diga mi nombre! Yo solo soy su emisario del gran Señor, porque tenemos jerarquías y somos muchos.

-          ¿Decir nombres, Lord Rutland? Eso, jamás. Sí no estoy convencido de con quién estoy hablando no digo nombres. Y ese detalle me intriga, lo acepto.

-          -¿Qué prueba última desea? Pregunte por su mayor secreto que yo le responderé. Pensé en varias preguntas. No importaba que en verdad fueran o no fueran grandes secretos, existían muchas preguntas que si yo se las hacía solo mi persona conocería las respuestas y sus detalles. Pensé por unos segundos que se me hicieron eternos. El hombre a la espera, sacó de su chaqueta un paquete de cigarros y un encendedor de oro, fumaba. Recordé entonces, que una revista universitaria de mi país, me pedía un ensayo sobre Marlowe, sobre el Doctor Faustus, coincidencia o no de la situación en la que me encontraba, quise hacerle una jugarreta al hombre. A miles de kilómetros y sin tener ninguna relación con la universidad ni con las personas que me solicitaban el ensayo con el supuesto Lord Rutland, me pareció una buena idea preguntar si en la última semana laboraba en un proyecto literario mío o por el contrario  me encomendaban uno y qué clase de trabajo era. Pero, antes que pudiera hacerle la pregunta el hombre me dijo:

-          Ahhh por cierto, joven Byron Deford... tome, es un regalo de mi parte, creo que le va a servir para su trabajo... y antes de que yo hiciera la pregunta, el hombre me entregó un libro de un empaste amarillento y viejo: el libro se trataba de la primera edición del “Doctor Faustus del dramaturgo Cristopher Marlowe”.  En la portada se leía: “La trágica historia de la vida y muerte del Doctor Faustus”. La edición era una edición de 1604 con una dedicatoria a mi interlocutor: Lord Rutland. No podía dejar de temblar, sudé y luego volvía a mirar en derredor, estaba y no estaba en el auditorium de la Universidad de Oxford. El hombre adelantó: ¿Le sirve el libro? No lo vaya a mostrar en público porque es un original. Y si lo muestra, empezarán las preguntas y la gente dirá que usted joven Byron Deford lo hurtó. Aclaro que yo tampoco lo he hurtado como se puede percatar por la dedicatoria. ¡Pobre Cristopher Marlowe... qué muerte más fea! ¡Yo estaba esa noche en la taberna... ni me acuerdo del cómo se inició la disputa entre los hombres que acabó con la muerte de nuestro protegido: Marlowe! Pero, no pude intervenir, mi jefe no me dejó! Aseguró el hombre y, una voluta de humo se  posó junto a mis zapatos, en lugar de subir  hasta el techo del Auditorium, bajaba, bajaba hasta quedar a mis pies. El hombre continuó:  ¿Era esa su pregunta? ¿Del ensayo, de su ensayo que está usted preparando? ¡Ahhhh... estos mortales y  estos jóvenes... uno tiene que emplearse a fondo en nuestro trabajo para que a uno le crean. Comentó el hombre con cierto aire retozón y de victoria. Y otra voluta de humo se fue a posar a mis pies. Ahora tenía dos volutas de humo que jugueteaban por mis zapatos como dos gatos sin que quisieran abandonarme. No comenté nada.  Estaba en una situación precaria en la que los límites de lo racional ya no juegan ningún papel, en una zona límite, bordeando lo irracional. No aguanté, lancé  la pregunta...

-           Supongo que todo es un trueque. El ofrecimiento. Su Amo, su Jefe, me ofrece... y yo a cambio, también ofrezco. ¿Paridad en condiciones? ¡No lo creo!

-          Joven, Byron Deford, no se haga la víctima ahora. Rezongó el hombre con cierta autoridad. ¿Acaso no es usted el que necesita de nosotros? ¿No es usted el  que ha estado pensando que si la historia del Dr. Faustus fuera real usted hubiera hecho lo mismo? ¿Llegar a un acuerdo?  Venga tome asiento. Necesitamos una charla, una buena charla. Y no se preocupe con los jóvenes  y profesores de la universidad... no vendrá nadie a interrumpirnos. No se preocupe que sea media mañana... Para usted y para mi persona, el Tiempo transcurre diferente del cómo lo ven y lo captan los simples mortales.  Por ejemplo, ¿ve el rosal? ( más allá de unos ventanales se observaba un jardín y en el jardín en varias hileras se percibían un grupo de rosas). Yo puedo hacer que las rosas se marchiten o vuelva a florecer el rosal. ¿Lo desea joven Byron Deford?  ¿Quiere ver el rosal en su muerte y en su nacimiento? No comenté nada acerca del rosal y me enfoqué en las propuestas.

-          Lord Rutland – por favor deje que así le llame en esta charla- a su eminencia. Dije bastante serio. La cuestión había tomado un matiz que segundos antes no me imaginé: no me cupo la menor duda de que con quien estaba hablando era un emisario del Maligno. ¿Propuestas? ¿Contrapropuestas? El hombre se me quedó mirando y aspiró de nuevo el cigarro que nunca se le acababa, parecía recién encendido aunque, ya habían pasado unos diez minutos.  Botó una voluta de humo e igual que las anteriores bajó, bajó, bajó hasta mis pies e inició una danza con las otras volutas muy cerca de mi lado. Y las bolutas, se deslizaban entre ellas mismas unas encima de las otras a ras del suelo, luego daban pequeños saltos y cuánto más brincaban más azul era el color de las volutas. Jugueteaban de un lado para el otro en medio del auditorium para de nuevo regresar a mi lado.

-          Joven Byron  Deford, quizá no me he expresado del todo bien, o quizá  en medio de la conversación,  no me ha entendido. ¿Propuestas? Sí, las tenemos por parte de mi Señor. ¿Contrapropuestas? Se quedó pensativo, cruzó la pierna, se acomodó los anteojos, bastoneó el piso con cierto desenfado y autoridad... respondió: Contrapropuestas no las hará.  Usted, es el interesado en todo este “tema” de la escritura, de la creación literaria, en esta enfermedad de su narcisismo – y esto último- lo digo con el mayor respeto, porque, ¿quién no lo es? Digo narcisista. ¡La gente miente de que no lo es! Pero, le repito, no existirán contrapropuestas por parte suya. Es simple: lo toma o lo deja como dicen ustedes los mortales, es así de sencillo. Pero, no crea que mi Señor, es del todo autocrático, creo que en medio del trato existe una prebenda hacia su persona. ¿La razón? ¡Usted le simpatiza! (Y me guiñó un ojo - cómplice). Terminó diciendo el hombre con aire jocoso. Continuó: la propuesta: usted tendrá todo lo que desee... ser un gran escritor y, además... tendrá como sus ayudantes y secretarios a los 7 demonios de los pecados capitales quiénes le cooperarán en su aventura literaria. Cada pecador de cada uno de los 7 pecados deberá morir en el pecado para que así su alma no pueda arrepentirse. Otro punto: usted no podrá intervenir en su muerte directamente ni por medio de un acto o evento. ¿La prebenda? Si usted escritor Byron Deford, en su gran aventura literaria de tantos años le entrega a nuestro Amo y Señor un alma (ya sea con engaños o no, esto último es optativo) por cada uno de los 7 pecados capitales, usted  quedará libre, su alma quedará en libertad, de lo contrario, se convertirá en un demonio menor como nosotros.

-          Acepto. Dije sin titubear, aunque por dentro  tenía temor y a la vez creía que soñaba por lo que acontecía en el auditorium.

-          ¡Lo sabía, lo sabía! ¡Viva! Exclamó lleno de júbilo el emisario del Maligno que se hacía llamar Lord Rutland. Venga, acérquese, firme acá - y sin saber del dónde-, tenía entre sus manos un documento viejo y amarillento como el texto de Marlowe que  me obsequiaba. Al firmar, el espíritu infernal pasó su mano por mi nuca y, me sentí desfallecer, sentí que la muerte me visitaba, que llegaba hasta mí y que recorría todas las células de mi ser, se inoculaba en mí como una enfermedad. Me ardía la nuca una vez que  retiró su mano y empecé a sentir una leve erupción en mi piel. Agregó: no se preocupe, joven Byron Deford, no se preocupe, este absceso que se le hará en los próximos cinco días es parte del pacto.  Es un absceso que estará con usted mientras dure la relación, su relación con mi Señor. Y mientras usted esté creando su obra allí estará. Repito, al quinto día el absceso será un ojo y lo tendrá en la frente cuando trabaje en su obra.  Usted se lo pondrá en su frente para escribir. Será su tercer ojo. Sentí asco a lo comentado pero, ya estaba hecho el trato. ¿Qué era un absceso - ojo por la creación literaria, la inmortalidad como escritor, la fama, ser el mejor entre los mejores  escritores de mi generación? ¡Muy poco!  Por último, le presento desde ahora a sus 7 secretarios. Y como tratándose de una representación teatral fueron saliendo de un lado del escenario uno por uno. El primero en aparecer fue: Aamón cc Fabiano Stirge, me hizo una reverencia y se quedó a pocos metros de Lord Rutland. Le siguieron: Adremelech cc Lord Ruthven, con su chaqué impecable –e igual que lo hiciera Aamón- saludó con respeto.  Salió Esfria, de frac, sus gemelos se adivinaron en la camisa de puño francés: me hizo una genuflexión. Esfria dijo que en el mundo de los mortales  se le conocía con el nombre de Conde Estruch. Pasó y al aparecer en el escenario se disculpó con grave y hermoso acento británico: era Goodfellow  de  enorme cabeza  cc desde la Edad Media con el nombre de Gorgus Black.  Malfas, de levita estaba recorriendo con apuro el escenario. Dijo que en el mundo de los mortales se le conocía como Onofre de Dip.  Nergal comentó algo entre dientes a su hermano  cc Lord Rutland y disculpó su tardanza que, en verdad no la entendí. Agregó, que era cc Gilles II Barón de Rais pero que,  no era tan perverso como al hombre que él le usurpaba su patronímico. Y por último, salía Belfegor, de smoking, de monóculo y al saludarme su ojo flamígero relampagueó en señal de agrado. Y, las volutas de humo continuaron jugueteando por el auditorio, mas luego se enredaron como ovillos a los pies de Lord Rutland quien agregó: bien mi tarea está cumplida pero, antes de despedirme le diré mi nombre: soy Astaroth, Archiduque de los infiernos de Occidente... y recuerde, recuerde...  este acertijo: ¿qué dijo la primera rana? Y las volutas de humo comenzaron a agrandarse agrandarse hasta que Astaroth desapareció en medio de una niebla. Y los 7 espíritus infernales y yo volamos, volamos por el cielo hasta una mansión en la campiña inglesa: ¡ya era de noche! 

 

***

sábado, 7 de agosto de 2021

Peter Elbling El catavenenos. NOVELA. Fragmento.

 


 

Peter Elbling

El catavenenos


 

 

 

 

 

 

Para Dimitri y Simon


 

 

 

 

Prólogo

 

 

Hace cinco años, mientras visitaba a un amigo en Barga, un pueblo situado en el norte de la Toscana, éste me presentó a un vecino suyo al que llamaban Giancarlo Tula (aunque ése no era su verdadero nombre). Era un hombre bajito y rechoncho, tirando a gordo, de abundante y desordenada cabellera gris y con la boca repleta de dientes de oro. Giancarlo me dijo que había nacido en Bulgaria y que pertenecía a un linaje de talentosos artistas gitanos. Alardeó de haber recorrido el mundo, de haber aparecido un par de veces en el show de Ed Sullivan y de que, una vez, con el propósito de promocionar una actuación en la emblemática armería del 69 Regimiento, atravesó Wall Street con los ojos vendados a una altura de treinta pisos por encima del suelo. Poco tiempo después, distraído por un dolor de muelas, se cayó y se rompió la pierna derecha por tres sitios distintos.

En seguida se hizo director de películas porno, conoció a una actriz en el círculo Andy Warhol/Studio 54, se casó con ella y tuvieron un hijo. A finales de los setenta, regresó, o se vio forzado a regresar, a París, donde frecuentó los más selectos ambientes posmodernos. En algún momento del proceso volvió a casarse, y gracias a su segunda esposa, de quien también terminaría divorciándose, comenzó a interesarse por los objetos raros.

Ahora padecía un enfisema pulmonar y estaba al cuidado de Berta, una hermosa rubia austríaca. (¿Cómo se las arreglarán esos tipos para conseguir siempre bellezas rubias dispuestas a cuidarlos?) Bebimos grappa mientras me agasajaba con una colección de historias improbables: había departido con el antiguo primer ministro de Canadá, Pierre Trudeau, en Cuba; había tomado baños de sol con Mick Jagger en el sur de Francia, y retozado con varios príncipes sauditas en los prostíbulos de Bangkok.

Mi amigo le dijo a Giancarlo que yo también estaba interesado en los objetos raros; nos respondió que poseía una «rareza» que sin duda me resultaría fascinante. Dije que me interesaría verla. Él vaciló: era la única cosa de valor que le quedaba en el mundo, tenía que hablar con su abogado, etcétera. Asumí que se trataría de otra de sus historias y no volví a pensar en el asunto. Además, su manera de fanfarronear había terminado por hartarme y no tenía intención de volver a verlo.

La mañana de mi regreso a Estados Unidos, Berta nos despertó con la noticia de que Giancarlo había muerto esa misma noche. Nos dirigimos inmediatamente allí. El lugar estaba patas arriba: Berta había estado buscando un dinero que Giancarlo le había prometido. Quería darme la «rareza» a la que éste había hecho referencia en nuestra conversación. Se trataba de un viejo manuscrito en un estado lamentable. Al haber conocido a Giancarlo, supuse que se trataría de una falsificación, pero de todos modos me lo quedé.

Mostré el manuscrito a varios expertos en libros raros de Nueva York y también al Museo Getty de Los Ángeles, y para mi sorpresa me aseguraron que era auténtico, e incluso se ofrecieron a comprármelo. Rechacé la oferta porque había decidido traducirlo yo mismo había pasado varios años en Italia y conocía el idioma, y así lo hice, de forma intermitente, durante cuatro años.

Como gran parte de la historia tiene lugar en la ciudad de Corsoli, que alguna vez estuvo ubicada en los límites comunes de la Toscana, Umbría y las Marcas, viajé allí varias veces, intentando encontrar vestigios de aquel asentamiento. Sin embargo, los registros indicaban que había sido destruido a finales del siglo XVII por una serie de seísmos. Los vecinos de las comunidades circundantes, obviamente, habían expoliado los restos.

Terminé la traducción del documento hace un año. Intenté mantenerme tan cerca como pude del espíritu del original, limitándome a modernizar ciertas frases y a actualizar la sintaxis para acercarla a los lectores de hoy. A pesar de que algunas páginas se han perdido y otras sufrieron daños irreparables, creo haberlo logrado con más o menos éxito. Hasta donde sé, el manuscrito es el único testimonio de aquel tiempo y lugar, y también de su autor: Ugo di Fonte.

 

Peter Elbling


 

 

 

I

 

 

Abril de 1534

 

Durante años, después de que mi madre se suicidó ahorcándose de la rama de un árbol, deseé fervientemente haber sido mayor, o como mínimo lo bastante fuerte para haber podido impedirlo. Pero como no era más que un niño que no le llegaba a la cintura, me quedé ahí mirando, impotente, hasta que todo terminó.

El día anterior habíamos celebrado la festividad de San Antonio, y nos habíamos hartado de pollo asado, coles, judías, polenta y frutos secos. Lo hicimos así porque la peste había estado rondando el valle durante varias semanas, golpeando aquí y allá, y nadie sabía si al salir el sol iba a seguir aún con vida.

Ya era de noche, y mamá y yo mirábamos la colina donde mi padre y mi hermano mayor, Vittore, estaban encendiendo hogueras. Yo preferí quedarme con ella: me gustaba cuando me acariciaba el pelo, me abrazaba y me llamaba «su principito». Además, aquella tarde, el maldito Vittore me había golpeado la cabeza contra un árbol, y aún me dolía.

Era una noche oscura, sin luna, pero podía distinguir los gritos de mi padre por encima de los de los demás. El viento avivaba el fuego del mismo modo en que un hombre provoca a su perro blandiendo un palo frente a su boca. Las llamas crecían a causa del viento y por un brevísimo instante pude ver a los hombres, como hormigas, en la misma cumbre de la colina. De repente, una de las hogueras se despeñó y cayó rodando por la cuesta, como una inmensa bola de fuego, dando vueltas y más vueltas, cada vez más de prisa, aplastando arbustos y chocando contra los árboles como si el mismísimo diablo la guiase.

—¡Santo Dios! chilló mi madre. ¡Nos devorará vivos!

Y, cogiéndome del brazo, me obligó a entrar en casa. Un instante después, la bola de fuego pasó justo sobre el lugar donde estábamos nosotros un momento antes, y en el corazón de las llamas vi a la muerte mirando directamente hacia nosotros. Después desapareció colina abajo, dejando tras de sí un rastro de hierba y hojas incendiadas.

—¡María! ¡Ugo! ¿Estáis bien?gritó mi padre. ¿Estáis heridos? ¡Responded!

Stupido! chilló mi madre, saliendo con nervio de la casa. ¡Podrías habernos matado! C'è uno bambino qui! ¡Que el diablo se cague en tu tumba!

—¡Lo siento! gritó mi padre, lo que provocó una carcajada general.

Mi madre continuó vociferando hasta que no se le ocurrieron más maldiciones. Dicen que yo he salido a ella porque uso la lengua como otros usan la espada. Entonces se volvió hacia donde yo estaba y me dijo:

Estoy cansada. Quiero acostarme.

Cuando mi padre entró en casa dando tumbos, con una expresión de vergüenza que acercaba más aún su nariz aguileña al hueco de su barbilla, mi madre tenía unos bubones del tamaño de un huevo en las axilas. Los ojos se le habían hundido y los dientes se le salían de las encías. Todo lo que amaba en ella se desvanecía delante de mis propios ojos, así que me agarré a su mano para que no pudiera evaporarse completamente.

Al salir el sol, la muerte ya estaba esperando en el portal. Mi padre se sentó en el suelo, al lado de la cama, cubriéndose la cara con las manos y llorando en silencio.

Vicente, llévame fuera susurró mi madre. Vamos, trae contigo a los niños.

Me encaramé al castaño que estaba frente a la casa y me senté a horcajadas en una de las ramas. Mi padre depositó a mi pobre mamá en el suelo y le acercó un tazón de polenta y un poco de agua. Mi hermano Vittore me pidió que bajara para acompañarlo a ver a las ovejas.

Negué con la cabeza.

Baja chilló mi padre.

Ugo, ángel mío, ve con él me rogó mamá.

Pero no lo hice: sabía que si me iba no volvería a verla con vida. Mi padre intentó subir al árbol, pero no pudo. Vittore tenía miedo a las alturas, así que prefirió lanzarme piedras. Me golpearon en la cara y me abrieron una brecha en la cabeza, pero, a pesar de que para entonces lloraba amargamente, me quedé donde estaba.

Id vosotros dijo mi madre.

Así que mi padre y Vittore subieron la colina, deteniéndose de vez en cuando para gritarme, pero el viento confundió sus palabras hasta hacerlas parecer chillidos de algún animal lejano. Mi madre tosió sangre. Le dije que estaba rezando por ella y que se curaría pronto.

Mio piccolo principe susurró.

Me guiñó el ojo y me dijo que ella conocía un remedio secreto. Se quitó la bata, la dobló por la mitad, me lanzó uno de los extremos y me dijo que lo atara a una rama. Yo estaba feliz de poder ayudarla. Sólo cuando anudó el otro extremo alrededor de su cuello empecé a sentir que algo iba mal.

Mamma, mi displace! grité llorando. Mi dispiace!

Traté de deshacer el nudo, pero mis manos eran demasiado pequeñas. Por otra parte, mi madre lo apretaba cada vez más, saltando con las piernas dobladas contra el pecho. Le grité a mi padre, pero el viento me devolvió las palabras, arrojándomelas a la cara.

Al tercer salto que dio mi madre oí un crujido, como el de un pedazo de madera que se quiebra. La lengua se le salió de la boca y un olor a mierda ascendió hasta donde yo estaba.

No sé cuánto tiempo estuve gritando. Sólo recuerdo que, incapaz de moverme, me quedé toda la noche en aquella rama, sacudido por el viento, ignorado por las estrellas y engullido por el hedor del cuerpo menguante de mi madre, hasta que mi padre y Vittore regresaron a la mañana siguiente.

lunes, 2 de agosto de 2021

RAFAEL DE LEÓN. POETA.

 


           

            Rafael de León es el poeta de la copla y, sin duda, uno de los hombres que conformó el género, especialmente como letrista, aunque también mediante sugerencias estéticas de amplio calado. Basta con comenzar una lista de sus canciones más renombradas para calibrar el alcance de su obra: Tatuaje, Ojos Verdes, Y sin embargo te quiero, La Lirio, La Zarzamora, ¡Ay pena, penita!, No te mires en el río, Romance de la reina Mercedes…

            De noble cuna, ya desde joven se declaró en una especie de rebeldía consentida como poeta y hombre de arte. Fue amigo de buena parte de los intelectuales y artistas del momento, entre ellos de Miguel de Molina o de García Lorca, y compartió los momentos emergentes del arte en España que propiciaron la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República. Desde entonces será un poeta muy entroncado con el neopopularismo poético. En la guerra fue una víctima más y pasó este periodo detenido en Barcelona por monárquico y derechista.

            En la posguerra, y a pesar de su condición de homosexual y de poeta y amigo del mundo que acababa de derribarse, pasará a ser el máximo esteta del género artístico popular que consolidará el régimen franquista, la canción española, formando la famosa tripleta con el maestro Quiroga y Antonio Quintero, y con su concurso en la campaña artística desarrollada para Concha Piquer. A partir de ahí, y a pesar de una espléndida obra poética, su figura se fue encogiendo y ensanchando en función del género, según se iba generalizando su denostación o su recuperación.

            Hoy, Rafael de León necesita ser conocido y reconocido por su enorme aportación a la poesía popular, la copla y la cultura de España.

 


             

            Rafael de León

 Romance del amor oscuro

 

 

 


            Título original: Romance del amor oscuro

            Rafael de León, 1953

 


            ROMANCE DEL AMOR OSCURO

 

            RAFAEL DE LEON

 

              

 

 


            LAS TRES KASIDAS DE SCHE HEREZADA

 

              

 

 KASIDA DE LOS OJOS

 

 

            Cuando iba por el zoco

            murmuraron: «Es ciega».

            Y era verdad.

            Marchaba como si fuese a tientas.

            El sol de la mañana

            era miel en las piedras,

            y en la cal del aljibe,

            y en la blanca azotea.

            En las tapias había

            sangre de rosas tiernas,

            y entre las rejas, lunas

            de jazmines y adelfas.

            Presentía bancales

            cargados de alhucema,

            pero no podía verlos,

            pues iba herida y ciega.

            Y es que dejé los ojos,

            ¡ay, pena de mi pena!

            Y es que dejé tus ojos

            en la almohada fresca,

            durmiendo un sueño verde

            de albahaca y de menta.

            Y al salir a la calle,

            entornando la puerta,

            no me acordé, mi amado,

            de que iba herida y ciega.

 


            LAS TRES KASIDAS DE SCHE HEREZADA

 

              

 

 KASIDA DE LAS MANOS

 

 

            Como una rosa,

            como una almendra,

            ¡ay, amor de mis amores!

            quisiera ser de pequeña

            para caber en tu mano

            entera.

            Tuya, para siempre tuya,

            de los pies a la cabeza,

            dentro de tu mano amante

            y en tu pulso prisionera.

            ¡Ese adiós, cuando me voy,

            esa caricia de seda,

            ese amparo de tus manos

            como dos alas abiertas! …

            ¡Qué dos montones de trigo,

            qué dos palomas morenas,

            qué dos almohadas vivas

            para un sueño sin estrellas!…

            ¡Cómo me siento segura

            viendo latir tus muñecas!…

            ¡Ay, si yo pudiera, amante,

            amante, si yo pudiera

            en la palma de tu mano

            dejaría mi cabeza

            decapitada y sin voz,

            y moriría contenta

            como una rosa sin tallo

            puesta sobre una bandeja.

 


            LAS TRES KASIDAS DE SCHE HEREZADA

 

              

 

 KASIDA DE LA VOZ

 

 

            Cuando me llamas,

            toda la casa huele

            a pregón de naranjas.

            Es tu voz rosa y nardo

            y limón y biznaga,

            y tiene tanta fuerza

            como un chorro de agua.

            Cuando me hablas,

            ruiseñores y guzlas

            repican en mi alma.

            Y cuando en la alta noche

            duerme toda la casa,

            y el jazmín de la luna

            entra por la ventana,

            yo, despacio y con miedo,

            me acerco hasta tu cama

            y te beso la voz

            dormida en tu garganta.

 


 ¡ALIRON!

 

 

              

 

            Me preguntó la luna

            que dónde estabas.

            Le dije que en el borde

            del agua clara.

            ¡Alirón!

            Tira del cordón,

            cordón de la Italia…

            ¿Dónde vas, amor mío,

            que yo no vaya?

            —¿Dónde va por las calles

            sin tu persona?

            —Va a tomarse medida

            de una corona.

            ¡Alirón!

            Tira del cordón,

            de la nieve fría.

            ¡Dónde llevas, amor,

            la amargura mía!

            —¿Y qué buscas, amante,

            junto a ese río?

            —Mi sortija de novio

            que la he perdido.

            —¡Ay, sí, sí!

            Ponte la negra falda

            de los domingos.

            ¡Ay, no, no!

            Ponte la blusa rosa

            para ir conmigo.

 


 LUTO

 

 

              

 

            Yo llevo luto por ti

            y no me visto de negro.

            Tengo el corazón colgado

            de paños de terciopelo,

            y una camelia de sombra

            se me deshoja en el cuello.

            Al reloj de nuestras citas

            se le cayó el minutero

            a las doce menos cuarto

            de una noche de Año Nuevo.

            ¿Qué brazo enlaza tu talle?

            ¿Qué labio busca tu beso?

            ¿En qué parque sin jazmines

            se deshoja tu secreto? …

            Yo llevo luto por ti

            y no me visto de negro.

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