sábado, 13 de febrero de 2021

Lisboa, 1967 . CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.

 


Lisboa, 1967

 

Viajan en un barco de carga, por doscientos dólares cada uno, desde Nueva York a Lisboa. Llegan a este limbo delicioso que creían que era Portugal, pero les va muy mal. Primero, la tragedia de no poder encontrar casa. Mi padre, con sus visiones románticas de villas dieciochescas, estaba muy decepcionado y todo lo que veía era feo. Por esto van a Sintra.

Sintra es divino, pared con musgo, mucha hortensia en la sombra de los castaños, mucho Lord Byron slept here, mucho Browning enterrado en el cementerio, mucha flor, mucho verde, mucha estatua musgosa: in other words, a place after my own heart. Alquilamos una casita divina en la calle a la que llegabas por una escalinata desde la plaza, entre castaños y guindos, con una gran vista sobre el castillo. Volvimos a Lisboa ebrios de romanticismo, esa noche nos compramos las obras completas de Browning para ir a leerlas bajo los cipreses y los plátanos del cementerio, sentados en la hiedra, y fuimos felices esa noche. A la mañana siguiente, cuando nos aprontábamos a hacer maletas, telefonazo de un amigo portugués: pero si nadie va a Sintra en verano, está perpetuamente cubierto por una nube y llueve y llueve, y si el día que ustedes estuvieron había sol, quiere decir que es el único día de sol en la historia de los veranos en Sintra. Llamamos a la agencia y dijimos que no íbamos a tomar esa casa. Seguimos buscando. Dimos con un manoir en Setúbal, junto al mar, en un gran puerto de pescadores: casa auténticamente del XVIII, con muebles imperio portugués, olivar y naranjal privados, par de palmeras, la casa frente al mar, y al frente sesenta kilómetros de playa blanca desierta a la que cruzas en bote. Dijimos, claro, los turistas aquí no vienen porque es puerto industrial, donde hacen las mejores sardinas en conserva, pero nosotros, que somos «superiores», entendemos la belleza de lo no bello, de lo no pintoresco, tomamos la casa. Nos trasladamos con camas y petacas. Habíamos estado dos horas y comprendimos a los turistas, y nos dimos cuenta por qué este manoir fabuloso nos costaba tan poco al mes: entre nosotros y la playa había una carretera y una línea de ferrocarriles. Bueno, nadie nos había dicho que un poco más allá estaban todas las fábricas de sardinas en conserva de Portugal. Por la carretera pasaban constantemente los camiones y el traqueteo era infernal. Súmale, cada media hora, la pasada del tren que remecía la pobre casa dieciochesca hasta sus fundamentos. Súmale que el aire estaba viciado por el olor a sardina, y te paseas por el huerto de los naranjos junto a una maravillosa noria dieciochesca respirando sardinas en conserva. Pero era tan linda la casa que decidimos tratar de habituarnos, pero sólo resistimos una semana.

Al atardecer mi padre solía sentarse a escribir y miraba a mi madre bajar a una noria a buscar agua. De pronto, uno de esos días empieza a sentirse muy mal, la fiebre le sube a cuarenta grados... delirio, disentería. Llamaron a un médico que lo examinó y entendió inmediatamente qué pasaba. Acto seguido llevó a mi madre junto al pozo de donde ella había sacado agua:

—¿No ve? —le preguntó.

—No, nada —contestó ella—. Porque para no echar a perder el cuadro que Pepe ve desde la ventana de mi bajada a la noria con el cántaro al hombro, nunca me pongo anteojos.

La noria estaba infestada de sapos, pescados, guarisapos, anguilas, ratones y quizás qué más. Salieron corriendo de ahí, mi padre volando en fiebre. Llegaron a una casa en Venda do Pinheiro donde podría recuperarse. En cuanto se sanó, le sobrevino un violento ataque de úlcera que lo dejó en cama por tres semanas. Un verdadero calvario.

En ese tiempo trató de escribir, pero fue imposible; el ambiente lo hizo sentirse abrumado.

—Lo pasé pésimo, nadie nos cotizó, yo tenía una idea romántica de Portugal, era gran admirador del novelista Eça de Queirós, me imaginé cualquier cosa, menos lo que resultó —me contaba mi padre.

Ante tales problemas, parten raudos a Madrid. Allí deciden, finalmente, adoptar un hijo y empiezan con los trámites necesarios, engorrosos y largos, aunque Luis Guillermo de Perinat, amigo de mi madre, agiliza el proceso saltándose muchas de las formalidades requeridas. Están decididos a dar el paso, pero veo en un cuaderno de esa época las siguientes divagaciones de mi padre:

¿Vale la pena tener hijos? Isn’t it vastly overrated? Sé que no vale la pena ser hijo, en muchos sentidos, hasta que no aprendes que no tienes para qué amar tanto a tus padres, y entonces empiezas recién a compensar. Tener un hijo, por lo tanto, tiene que ser igualmente fatigoso.

Muchos años más tarde encontré un proyecto en relación a esas dudas sobre la paternidad: un «ensayo-novela» escrito en forma de carta para mí, cuando yo tenía dieciocho años, titulado Carta genealógica a mi hija. Remeció muchos de mis dolores escondidos, muchas dudas y, a la vez, mucho amor por la generosa elección de adoptarme y amarme sin obligación alguna.

Él tuvo una profunda empatía con mi condición, lo que asoció a su propio sentimiento de clochard. En eso éramos dos sin historia, aunque en la realidad él la tenía, nunca se sintió realmente parte de algo y el fantasma del clochard era su marca. De algún modo quería comparar mi frágil identidad social con la suya. Esa fragilidad, con sus angustias y rebeldías, le parecía una fuente de creatividad. Escribe sobre un posible ensayo:

Ciertos novelistas tuvieron que inventar, de alguna manera, un pasado, un origen, porque el propio no los satisfacía, y este origen creado, sobre todo en sus novelas, les proporcionaba cierta seguridad. Para examinar este problema de una manera no teórica, tengo la intención de recrear, como en una novela, la historia de mi propia familia, y analizar sus bajos y altos históricos y sociales, con especial atención en los personajes, períodos y situaciones de crisis y ruptura de su identidad social. Narraré esto en primera persona, reflejado en mi propia dolorosa experiencia de estas dudas de mí mismo que me vienen desde mi niñez, y de qué manera esta aparente falla, o debilidad, parece haber sido, en mi caso, una parte importante en la formación de mi vida imaginativa, y mi creación literaria.

Por otro lado, el otro ingrediente de esta Carta genealógica a mi hija es el hecho de que mi familia es muy característicamente chilena, familia troncal con la que está relacionada consanguíneamente casi toda la población de Chile. El fundador del apellido llegó a Chile en 1581, y en cuatro siglos de chilenidad su descendencia ha proliferado tanto, que descendientes de ese primer capitán de caballos del siglo XVI hay en todas las clases sociales del país y en todas las profesiones y regiones. En España, en cambio, Donoso es un apellido escaso, relegado a una pequeña región de Extremadura. Los Donoso en España no han sido ni prolíficos ni brillantes, pero en Chile es tan enorme y abigarrada la variedad de personajes producidos por la familia, desde corregidores y políticos hasta bandidos, militares y futbolistas, que resulta interesante examinar quiénes fueron algunos de ellos, y quiénes son.

Quiero, exhumando ciertos recuerdos, refiriéndome a ciertos personajes clave, a ciertos lugares y acontecimientos, pintar un cuadro de mi propia sensación de ambigüedad social y de la de mi familia, que tanto sentí en mi adolescencia y que ahora me parece un fenómeno interesante desde el punto de vista literario.

Por otra parte, este salvataje del pasado familiar se lo quiero ofrecer a mi hija, que no lo tiene, como regalo, ya que será libre para asumirlo como pasado que le pertenece o para rechazarlo completamente: es en el momento de ejercer esa opción, me parece, que adquirirá una identidad social fuerte.

Como se ve, estos serán los elementos que conformarán, más tarde, Conjeturas sobre la memoria de mi tribu. A pesar de incluir el análisis de situaciones políticas, sociales y literarias, será esencialmente un trabajo literario. No tendrá nada de científico. Por el contrario, querrá que todo friso sea visto a través de la emoción y de la imaginación; demostrar así que esa debilidad identitaria que tan profundamente sintió en su adolescencia no es más que una de las tantas formas de la marginalidad, en cierto sentido necesarias, para el creador.

Y llega el día cuando mis padres se convierten en mis padres. Me adoptaron en Madrid y mis nombres en la partida de nacimiento española dicen María del Pilar Rodríguez Núñez. Atrás, en una nota explicativa, se ve escrito: «apellidos a modo identificatorio». De manera que mi nombre lo llevaba desde antes, el mismo que mi madre adoptiva. Fui bautizada así por las monjas que dirigían la Inclusa de Madrid, hogar de acogida donde fui dejada.

¿Coincidencia?

¿Destino?

No lo sé.

Les fui entregada a los tres meses de vida y ese mismo día, conmigo como hija, mis padres se trasladaron a vivir a Pollensa, en la isla de Mallorca.

Comienza aquí, entonces, mi historia junto a ellos.


FUENTE:

 

Formato

Libro físico

Autor

Pilar Donoso

Editorial

Alfaguara

Categoría

Biografía

Tema

Chileno

Colección

Hispánica

Año

Sin información

Idioma

Español

N° páginas

440

Encuadernación

Tapa blanda

Peso

Sin información

Isbn

9562397165

Isbn13

9789562397162


viernes, 12 de febrero de 2021

De la crueldad del Dante ya hablaremos...

 



De la crueldad del Dante ya hablaremos, así como de su orgullo ilimitado que le lleva a considerarse descendiente de los Frangipani, antiquísima estirpe de pura sangre romana, los primeros edificadores de Florencia.

***

Poco más o menos por aquel entonces traba amistad con Guido Cavalcanti, que le lleva ocho o nueve años y es muy distinto de él. Pertenece de verdad a una noble familia, es poeta de segundo orden y un diletante, amigo de camorra que intenta asesinar a Corso Donati y, sobre todo, hombre a quien no agrada la Beatriz real y verdadera, el supremo pecado para el Dante. Guido sufre la pena de destierro precisamente cuando Dante es uno de los priores de la ciudad, y quien le anuncia el fallecimiento de Beatriz, corno ya veremos. Y, por si fuera poco, tiene fama de homosexual; pero Dante lo libra de la condena y recurre a la argucia de fingir que el viaje al Infierno comenzó meses antes de la muerte de su amigo.

***

Cuando el Dante contaba dieciocho años y Beatriz diecisiete, va es la segunda esposa de Simone dei Bardi, personaje florentino de mucha más edad qua la pareja. Este saludo ha sido objeto de toda clase de especulaciones: desde la sencilla fórmula de cortesía hasta la manifestación de un afecto o de una gratitud por los versos que ya había escrito el poeta en su honor y alabanza. Este segundo encuentro será la última comunicación entre ambos, pues, aun cuando lo siguieron otros, Beatriz le ignoró por completo. El poeta había fingido amar a otras mujeres — ya trataremos de este tema —, "y por esta razón, por aquellos comentarios que parecía que me acusasen de vicioso, aquella gentilísima, al pasar un día, me negó su dulcísimo saludo".

¿Cómo podemos interpretar este acto1? Beatriz es una mujer casada, posiblemente con una vida matrimonial frustrada por la enorme diferencia de edad con el marido. Posiblemente sintiera celos de las otras mujeres que cortejara el Dante, unos celos originados por el platonismo de su afecto, pues "verdaderamente es conocido por ella tu secreto desde largo tiempo". Beatriz tendría por Dante esa femenina complacencia de la mujer que se sabe objeto de un amor que no podrá ser nunca materializado Ella también idealizará al Dante, y cuando le lleguen noticias de que anda con otras mujeres se retirará por celos o por no ser enojosa. Concretamente, el Dante dice:

"Esa nuestra Beatrice oyó, de algunas personas que hablaban de ti, que la mujer que te he nombrado tenía por tu causa alguna mala fama; por eso esta gentilísima, contraria a todo lo que no sea honesto, no se dignó saludar tu persona, temendo non fosse noiosa."

También podemos suponer que Beatriz temiera verse envuelta en el pequeño escándalo que provocaban los versos del poeta y no quisieran la comparasen con las mujeres a quienes iban dedicados.

Pero existen motivos para sospechar que Beatriz fue indiferente a los amores del Dante, aun cuando se rompa el encanto de la leyenda.

Veamos ahora la escena de los esponsales, cuando ambos coinciden en una fiesta de bodas a la que arrastra al Dante su amigo Guido Cavalcanti. Toda Florencia debía conocer los sentimientos fiel poeta; tan pronto como se ven, un grupo de señoras comienza a cuchichear y brotan las risitas, grupo que "hablando con aquella gentilísima se burlaban de mí". Y una de las que participa en la burla es Beatriz. Entre lágrimas comenta su amado:

"Si esa mujer supiese mi condición, no creo que se burlase así de mi persona."

Se contradice con ello de que estaba enterada desde hacía tiempo; si lo sabía en efecto, la burla es lo más cruel y grosero que puede darse. Tal vez tomó parte por una cobardía infinita. Sea por lo que fuere, la burla de Beatriz es la anécdota más dolorosa de la vida del Dante.


***

Dante fue un hombre reflexivo en demasía; de ahí que sus consejos de moderación, de calma y hasta de doblez fueran interpretados por algunos como signos de cobardía.

***

A los cinco años del fallecimiento de Beatriz se casa con Gemma Donati, una hermosa muchacha florentina, de la que tiene seis hijos y una hija, que profesará en un convento. El papel de Gemma es oscuro. Posiblemente se queda en Florencia durante buena parte del destierro, para salvar lo poco que quede del patrimonio familiar; es la mujer que no comparte la gloria ni la imaginación del marido, y a buen seguro conocería la existencia de Beatriz. Dante no le dedica ni un solo verso, y muy poco sabemos de ella. Hablará con ternura y cierto orgullo del abuelo Cacciaguida, pues al parecer era de noble linaje. Ignoramos si Gemma pertenecería a la noble familia de los Donati, aun cuando de serlo lo hubiera voceado el Dante, tan amigo de genealogías y blasones.

***



DANTE. LA DIVINA COMEDIA.

DA POLENTA LUCA.

jueves, 11 de febrero de 2021

Iowa, 1965-1967. CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.

 

 


Iowa, 1965-1967

 

En aquellos años la narrativa latinoamericana era poco difundida en Estados Unidos. Había muy pocas traducciones de las obras que se estaban escribiendo. La poesía, en cambio, era mucho más accesible y valorada. De modo que cuando mi padre propuso a la Universidad de Iowa hacer un curso sobre narrativa latinoamericana contemporánea, sus colegas lo miraron sorprendidos.

Fui el primero en hablar de literatura latinoamericana. Me preguntaron por qué quería enseñar «Spanish literature» y no «Spanish poetry» y les dije: «I will show you». Insistí y me salí con la mía.

Consiguió, no sin dificultad, todos los libros que quería enseñar. Fue el primero en nombrar a Sábato, a Cortázar y a Borges en esa universidad. Creó dos talleres literarios, un seminario sobre Proust y otro sobre escritura, al que no asistieron demasiados alumnos, aunque entre ellos estuvo el escritor John Wideman, hoy autor de una decena de destacadas novelas.

Años después, en un seminario de homenaje a los setenta años de mi padre, John Wideman recordó lo definitorio que fueron para él estos talleres y lo sorprendente que José Donoso era como profesor. Destacó especialmente sus técnicas y las formas que sugería a sus alumnos para acercarse a la literatura:

Describiré una típica clase. Ésta funcionaba como una pequeña democracia. Pepe se mantenía muy quieto y alerta. No existía la jerarquía, la razón por la que estábamos ahí se debía a que éramos todos escritores, nadie tenía asignado un rol privilegiado. Pienso que tanto como aprender a escribir, Pepe nos enseñó a leer, desde muchas perspectivas.

Se entregaban los manuscritos y éstos eran estudiados minuciosamente por el profesor y por el resto de los alumnos. Cada clase era una sorpresa, pues estaba dedicada al escritor cuyo trabajo se estaba discutiendo, se entablaba un diálogo de dos o más horas sobre ese texto. El regalo de Pepe fue proveernos de ese entorno, de ese encuentro.

Otro ángulo particular era que el manuscrito sometido a discusión en el taller no tenía firma, ninguna referencia. Durante el debate los lectores siempre tenían la última palabra. Pepe, de alguna manera, reproducía para nosotros la situación como de hecho son leídos los manuscritos en el mundo, pues cuando uno escribe un libro no puede viajar para explicar cómo debe leerse. Así que en este taller de escritura, los manuscritos debían hablar por sí mismos, todas las respuestas a las preguntas debían estar en sus páginas.

A mi padre siempre le gustó ser profesor. Disfrutaba especialmente enseñar a apreciar la lectura, a descifrarla, a interpretar el mundo escondido detrás de cada novela particular y única. Cuando vuelve definitivamente a Chile, en 1980, creará nuevamente un taller literario que funcionará de ese mismo modo y que motivará a toda una generación a escribir y a publicar sus trabajos.

Iowa era entonces un lugar de gran efervescencia intelectual, confluyendo importantes escritores y personalidades del mundo literario a través de conferencias y seminarios. Eran profesores de la universidad autores como Nelson Algren y Vance Bourjaily; el novelista irlandés Bill Murria, el filipino Ben Santos y con quien fueron grandes amigos, Kurt Vonnegut Jr., autor de obras tan populares como Mother Night (Madre noche), Cat’s Cradle (Cuna de gato), Slaughterhouse Five (Matadero cinco).

Su fama crecía cada vez más. Su taller era el más popular y concurrido, y de él salieron grandes escritores, como John Irving (El mundo según Garp), Gail Godwin (The Old Woman), John Casey (An American Romance) y Nicholas Meyer (Elemental, Doctor Freud).

Una noche fueron invitados a una fiesta organizada por Jane y Kurt Vonnegut en honor a Saul Bellow —autor de Herzog y futuro Premio Nobel—, quien dictaba una conferencia en la universidad. La fiesta resultó muy animada, se compartió el amor por la literatura, la amistad, la comida y la bebida.

Entre los invitados estaba Nelson Algren con su mujer, Betty. Algren, que despertó mucha curiosidad y entusiasmo por su bullado romance unos años antes con Simone de Beauvoir y por la dedicatoria que ella le había hecho en su libro más famoso, Los mandarines, hizo que todos estuvieran pendientes de sus palabras. Algren hablaba románticamente sobre la pobreza y dijo que prefería a los pobres latinoamericanos porque «tenían dignidad».

Mi padre, en total desacuerdo, le alegó que ninguna miseria podía ser digna. A Nelson Algren no pareció importarle nada su molestia y siguió hablando como si nada. Pero mi madre, a pesar de las advertencias que mi padre le había hecho antes de llegar a la fiesta y de exigirle que no fuera a tocar el tema de la Simone de Beauvoir, de todas formas lo hizo y lo recuerda así:

Mi tentación fue más grande que mis buenos propósitos y le pregunté a Algren por ella. Con tino, como «al pasar», a propósito de algo muy pertinente según yo. «¡A propósito de nada!», me dijo Pepe más tarde, entre furioso y divertido por el resultado de mi indiscreción. Algren me contestó sin inmutarse y habló de ella con gran entusiasmo y admiración: «Beauvoir is quite a guy... we had great times together, I showed her the electric chair and everything... yea, Beauvoir is quite a guy...» («La Beauvoir es una chica estupenda... lo pasamos muy bien juntos, yo le mostré la silla eléctrica y todo... sí, la Beauvoir es una chica estupenda»).

A la fiesta llegaron también Gail Godwin, con aspecto de femme fatale, y John Irving, dos de las figuras más importantes de la narrativa norteamericana de los ochenta. También estaban entre el grupo que rodeaba a Saul Bellow, Lenny y Paul Schrader. Lenny era alumno de mi padre y Paul estudiaba cine (luego sería uno de los más renombrados directores cinematográficos, sus películas Taxi Driver y American Gigolo lo consagraron como guionista y director).

Era una época llena de inquietudes, nuevas ideas y grandes amistades que dejaría huellas para siempre. En una carta a su suegro, fechada el 22 de enero de 1966, le cuenta:

Hay proyectos cada dos minutos... no sé cuál de todos resultará. Espero que los más grandiosos, porque algunos, de veras, son realmente grandiosos y muy interesantes. Pero como usted siempre se ríe de mí porque vivo haciendo proyectos, aunque no puede negar que algunos por lo menos me resultan, no le voy a contar nada hasta que haya algún resultado.

Este semestre será más lo que voy a enseñar que lo que voy a escribir. Tengo que hacer un seminario sobre la novela latinoamericana en traducción al inglés, que será interesante, pero que significa bastante trabajo de investigación. En fin, no puedo quejarme. Pocos la tendrán tan buena como yo. Además, me voy a enseñar a mí mismo Coronación, lo que es buena propaganda. Ha estado nevando y el lago está helado y todo alrededor es blanco.

Por entonces comienza a tomar forma en su cabeza un proyecto que le ofrece a la Universidad de Iowa: un taller literario latinoamericano, para el cual pretende becar a quince novelistas de la región con cinco mil dólares, además de gastos de viaje. El propósito es que dejen de hacer trabajos para subsistir y puedan instalarse en Iowa dedicados exclusivamente a la escritura. El primer año trabajarían bajo su dirección y, luego, bajo la de otros escritores.

Si resulta el proyecto latinoamericano, yo tendría a mi cargo el primer taller, con un sueldo de quince mil dólares al año por lo menos. Además, casi con seguridad tendría que hacer un viaje por toda Latinoamérica dando a conocer el proyecto, «feeling around» y haciendo listas de las posibles personas interesadas en venir y otra con los posibles profesores. Estoy muy contento, significará que podremos ahorrar bastante dinero, lo que nos asegurará un pasar más o menos discreto para los años venideros y no ser nunca más un «príncipe consorte», como sé que algunas malas lenguas han dicho de mí. Significará, creo, unos cuantos años de ausencia de Chile... pero en este momento no quiero, o por lo menos no tengo interés en volver a Chile a seguir arrastrándome en una vida miserable, llena de sobresaltos sobre el mañana. Estoy en el momento más productivo de mi vida. Buenas o malas, el año pasado escribí y terminé dos novelas. No me puedo quejar.

Con tanta actividad, la escritura de El obsceno pájaro de la noche se le hace cada vez más complicada. Mi madre, mientras tanto, ha encontrado qué hacer. Toma cursos de literatura, filosofía y religión. Su gran capacidad para las relaciones sociales le permite crearse un mundo propio y ser querida por todos. En un libro muy posterior, el famoso escritor John Irving, entonces alumno, recuerda a mi madre paseando por los jardines de la universidad y confiesa haber sentido una especie de amor platónico por ella.

En esta época nace también su larga amistad con Jane, la mujer de Kurt Vonnegut, a quien acompañará más tarde en sus últimos días, durante una estadía en Washington.

Mi madre escribe:

Pepe anda como león enjaulado con El pájaro royéndole el alma y no puede llegar a escribir. Es tanto lo que se muere por hacerlo que va de nuevo a tratar de organizarse empezando ahora con las tres semanas de vacaciones que va a tener. Pepe siente que se le secó con tanto tiempo, cuatro años, de no poder escribirlo y lo ha dejado, al menos por el momento, aunque es lo único que quiere hacer.

Los tratamientos de fertilidad continúan y aprovechan la estadía en Iowa para consultar a algunos especialistas.

El doctor aquí ha pedido que le den a María Pilar la píldora del doctor sueco, y parece que aunque es difícil conseguirla se la van a dar, quizás. Este hecho me friega bastante porque va a ser desagradable viajar en el verano por Latinoamérica con una mujer en las primeras etapas de preñez, es sabido que la píldora sueca produce nacimientos múltiples: trillizos lo menos, a veces hasta cuatrillizos, y no me veo volviendo a Chile con cuatro Donositos llenándome los brazos.

Para mi madre la preocupación de su posible esterilidad tiene una connotación más dolorosa, pero trata de restarle importancia, al menos frente a sus padres.

Si no tengo guagua ahora, me voy a Extremadura, de donde salieron los Donoso, y adopto allí una niñita, y luego a Castilla la Vieja, de donde salieron los Serrano, y adopto un niñito y ya... me dejo de tanta complicación.

Mi padre decide dejar de lado El obsceno pájaro de la noche para escribir Este domingo. Lo termina un año más tarde, en 1966. Es una historia en la que pensaba desde hacía mucho tiempo, basada, en parte, en las ansias caritativas de su madre que la hacían ir a las poblaciones más pobres de Chile, con objeto de proteger y sentirse necesitada.

Logra terminar este libro entre su estadía en Iowa y su viaje a Cuernavaca, México, donde van a pasar dos meses de vacaciones una vez terminado el primer semestre universitario, y posteriormente en las vacaciones de Navidad. Inmediatamente, la editorial de Alfred Knopf la compra. Entusiastas informes de sus lectores la encuentran superior a Coronación.

Aprovecha de saldar cuentas con la Editorial Zig-Zag por el adelanto del viaje a Italia, a quienes envía una carta el 19 de marzo de 1966:

Tengo en mi poder copia del contrato por Tres metros de cuerda y un título posterior, El obsceno pájaro de la noche. Pues bien, no voy a escribir Tres metros de cuerda y probablemente tampoco nunca terminaré El obsceno pájaro de la noche. Siento que se me secó finalmente, luego de tantos años de angustias de no poder escribirlo, o de poder hacerlo sólo a ratos.

Les ofrezco a cambio mi novela Este domingo, que ya ha sido aceptada por Alfred Knopf Inc.

Finalmente, la novela será publicada por la Editorial Zig-Zag en castellano, y en inglés por la Editorial Alfred A. Knopf.

Ese mismo día, agitado, le escribe a su padre:

Esto no es una carta, es una nota apuradísima y urgentísima. Es necesario que en la próxima media hora después de recibir esta carta, usted, papá, lleve Este domingo a los derechos de autor en la Universidad de Chile, y la inscriba como propiedad mía. En caso de que legalmente no lo pueda hacer, mi suegro tiene un poder notarial mío, para ocuparse de todos mis asuntos, y entonces que lo haga él.

Es necesario hacer esto porque, aunque quiero que esto sea secreto, los señores de Zig-Zag están urdiendo cosas siniestras.

Le ruego entonces que hable con la Georgina Durán, y que me inscriba los derechos de Este domingo como míos, en la sección Derechos de Autor en la Biblioteca Nacional.

Un abrazo y apúrese.

Pepe

Alberto Pérez, un gran amigo desde la infancia, recibe una carta de mi madre:

A partir del 24 de mayo, más o menos, nos vamos a México, donde Donoso piensa darle a una nueva órbita. En México sale también este año una «nouvelle» que escribió a principios del año pasado y que se llama Ríe el eterno lacayo. Como verás, después de un bloqueo de cinco años, los aires foráneos lo fertilizaron a tal extremo que en un año escribió dos libros, así que con tan bello antecedente volvemos por unos tres meses estas vacaciones a México para luego volver a Iowa.

La nouvelle que estaba escribiendo terminará siendo El lugar sin límites, comenzada un tiempo antes en México, durante su estadía en la casa de Carlos Fuentes.

Mientras pasan sus vacaciones en Cuernavaca, son visitados por mis abuelos maternos y alteran el ambiente ya bastante frágil en ese momento. Mi padre está sintiendo toda clase de temores y su visión del mundo es apocalíptica, como suele ocurrir cada vez que terminaba un libro.

Estoy en pésimo estado. Tal vez la úlcera, tal vez María Pilar parlanchina ayer en la mañana es lo que me tiene de pésimo humor y hace imposible concentrarme. De pronto, estoy entero dudando de todo, la literatura especialmente. ¿Vale la pena? ¿Es lo que quiero? ¿No es la gran farándula ante mí mismo? What the hell! ¿Y mi matrimonio vale la pena?

¿Quiero a María Pilar? ¿No es una cárcel para mí? ¿No es ella la que me está destruyendo poco a poco, no soy yo el que la está dejando que me destruya?

¿O me estoy destruyendo yo a través de ella?

Estoy desesperado, con ganas de irme a alguna parte donde no haya responsabilidad por mi tiempo, de nada, de nadie, donde no oiga la máquina, donde no la oiga a ella, estoy desesperado por un blow-off salvaje. Eso es lo que me tiene la úlcera en tan mal estado.

Es lo que me hace odiar y detestarlo todo, esta casa, María Pilar, mis suegros, mi literatura, mi trabajo, mis amigos, todo, absolutamente todo. Lo ideal sería decirle a Carlos Fuentes: «Vamos...», y parrandear una semana: volver con la salud hecha polvo, con un hangover feroz, pero repuesto espiritualmente, daría mi vida por hacerlo así. Creo que volver a Iowa va a ser sumamente difícil desde este punto de vista, y ya me estoy comenzando a atemorizar.

El trabajo durante el semestre en Iowa se le hace muy pesado y los dolores de úlcera lo torturan. Los médicos lo revisan y las radiografías indican que la úlcera está cerrada y que son las cicatrices las que le producen el dolor que siente. Lo tratan con tranquilizantes.

Resultado, ando como zombi, se puede caer la casa encima de mí, puede haber guerra atómica, asesinato del Papa, lo que sea, y yo plácido y sonriente como un buda. Estoy muy aburrido con esta invalidez, y a veces sueño con algo paradisíaco, como comerme una naranja o tomar una coca-cola helada. Tengo cuarenta y un años. Estoy entrando en lo que puede y debe ser la fase más productiva de mi vida, en que crearé, probablemente, todo aquello sobre lo cual estará basado mi nombre y mi seguridad futura, y es necesario pelear contra la enfermedad, contra la escasez de medios, contra todas las torpezas de la vida, para aprovechar esta década de riqueza que se me está abriendo.

La guerra de Vietnam es la arista desagradable de Estados Unidos en ese momento. Pero en un ambiente universitario como en el que viven, casi no existen personas a favor de la política exterior de Johnson, de modo que todos marchan en protestas y hay muchos activistas. Por supuesto, mi padre se da cuenta de que viven en un mundo muy distinto del americano medio, proguerra de Vietnam; aquel que no oye razones, pues todo le suena a comunismo. El hecho de vivir en un país donde exista tal fermento de protesta, lo hace odiar su política exterior, pero no a Estados Unidos ni a su gente. Por el contrario, mi madre es apasionadamente politiquera y vibra con todo lo que está pasando.

Para escribir con tranquilidad, mi padre decide pasar otra temporada en México, en Guanajuato. Viven durante cuatro meses en una casa increíble, una mansión dejada por opulentos mineros al abandonar las minas de plata de esa región.

De vuelta en Iowa persiste la imperiosa necesidad de encontrar el tiempo para retomar El obsceno pájaro de la noche. Un día, mi madre lo sorprendió con cajas llenas de papeles, en dirección a la biblioteca de la universidad. Eran los diarios que él escribía desde 1951 y las cartas de amor entre ellos. Iba a vender todo para irse a vivir a Europa. Estos cuadernos, que se conservan hasta hoy en la universidad, darán, treinta y cinco años más tarde, mucho de que hablar al ser revelados por un periodista de manera sensacionalista y poco académica.

Con la venta de todo ese material, mi padre compró los pasajes que los llevarán a Europa, donde sus vidas darán otro vuelco.

El 20 de mayo de 1967 parten rumbo a Europa. Entonces escribe a Alberto Pérez:

Llego a Madrid, de modo que si estás allá nos veremos y, como dice la divina Gabriela, «hablaremos por una eternidad». Nuestro plan: tenemos plata como para vivir un año y medio, más o menos, en España sin trabajar, yo escribiendo y terminando mi mágnum opus El obsceno pájaro de la noche.

Pensamos hacer nuestra vida alternando temporadas de sólo escribir en España, con temporadas de trabajar y rellenar las faltriqueras en USA. Chile is out. Probablemente for ever. Vendimos nuestra casa de Los Dominicos, con eso compraremos algo permanente allá. Con la plata de los libros y de las traducciones de María Pilar, y las temporadas de enseñanza en USA, y teniendo casa, nos será fácil hacer nuestra vida en Europa. Adoptaremos una niñita. Capaz que le pongamos Monserrat y le digamos «la Monsy», para que en Chile nos encuentren ridículos y siúticos.

No nos conformamos, eso sí, con pasar la vida separados de una de las poquísimas personas que queremos de verdad. Eres el único amigo (fuera de algunos profesionales, como Carlos Fuentes) que tengo. El único con quien me sé comunicar enteramente. Y verás, lejos de los terrores chilenos, floreceremos los tres. Además, podemos casar a tu hijo Albertito a temprana edad con la Monsy, que será una catalana que mande fuerza para que lo dome. Y así, poco a poco, nosotros iremos adoptando más y más niñitas, para írselas entregando núbiles a tus hijos, que emigrarán en masa a nuestra vera.

Te queremos, como siempre, los dos.

Pepe

El destino hará que esta niña, que seré yo, se llame Pilar, sea madrileña y termine entregándose, no núbil, en Chile, a su primo hermano Cristóbal Donoso, creando así un lazo sanguíneo directo de mi descendencia con mi padre.

Saben que quieren vivir en Europa pero no dónde, piensan en Mallorca, pues una tía de mi madre vive ahí y les conseguiría una casa, o bien en algún pueblo que sea barato y cerca de Madrid o de Barcelona. Piensan en Aranjuez, melancólico y otoñal, decadente, pero mi padre teme que sea demasiado muerto. Le escribe nuevamente a Alberto Pérez sobre las alternativas de destino.

Quizás Salamanca sería posible, y hay vida de pueblo y es todo baratísimo. Me atrae la idea de tomar cursos, dicen que en letras es lo mejorcito de España. ¿Qué otro sitio se te ocurre, que se avenga con nuestra bolsa y nuestros gustos, un tanto tiesos y académicos? Tanto María Pilar como yo vamos a tomar cursos. ¿Te das cuenta de que me conozco toda la poesía inglesa del mundo, pero que a Lope y Calderón no los ubico para nada y que el Quijote lo he leído a regañadientes...? Y uno se puede ir a pasar sendos week-ends a Madrid a frivolear un poco de vez en cuando, o a Lisboa.

Lisboa será la decisión final que tomen. A mis padres les parecía un destino romántico y también el lugar que mejor se adecuaba a su situación económica.

Ahora tengo que dar la gran novela que los críticos me reclaman y que pienso que no tengo por qué escribir, pero que tengo tantas ganas de escribir que no me atrevo, y ahora tengo el tiempo y la plata; básicamente, de conferencias, ahorros, comiendo mucho hamburger steak, y por la Universidad de Iowa que me compró en unos buenos miles de dólares mis manuscritos y mi carteggio. Y voy a tener que hacerlo, o enfrentarme con la posibilidad de hacerlo.

De manera que listos para dejar Estados Unidos, preparando la partida y definiendo bien qué hacer, la nostalgia de Chile renace en él ante la perspectiva cada vez más lejana de volver. El tiempo que lleva sin ver a sus padres, a la Nana, a sus sobrinos lo entristece. Sabe que lo difícil no es ir, lo difícil es volver a salir, es desprenderse una vez más de todas las cosas que tendría que dejar atrás para seguir viviendo la vida que lleva.

Así escribe a sus padres en abril de 1967:

Aunque todos los días hablamos de ustedes y de mi Nana y los echamos de menos, las posibilidades de verlos de nuevo en un futuro más o menos cercano se alejan y se alejan cada vez más.

¿No hay posibilidades de que ustedes vayan a Europa a vernos?

Nosotros ya preparando el viaje a Europa. Es una lástima que resulte complicado mandar cosas a Chile, porque acabamos de regalar muchas cosas que quizás hubieran sido útiles allá. Me acuerdo de otros tiempos, de las maletas que llegaban de Europa, de los canastos inmensos llenos de cosas que nos parecían maravillosas, y es una experiencia que, yo creo, azuzó mi Wanderlust. Me gustaría que mis sobrinos también la tuvieran. Las etiquetas en las maletas de mi abuelita, esos baúles de mi tía Raquel Echaurren, los maletones de mí tía Clara y de mi tía Tránsito —estoy viendo Valparaíso—. La Palisse escrito con tinta.

Yo he trabajado mucho este año, me han tocado alumnos que son unos linces, hay seis que están terminando novelas, y estoy absolutamente agotado, y sobre todo frustrado por no haber escrito nada mío.

Este domingo sale aquí en el otoño y Kurt Vonnegut, que es probablemente el más conocido de los escritores, me va a hacer la crítica para el New York Times. Le ha encantado el libro, de modo que tengo esperanzas de que le vaya mejor que a Coronación.

Bueno, mis viejos queridos, hay tanto que contar, que mejor no seguir, tanto que echar de menos, tanto que esperar, sobre todo volver a verlos.

Mi madre, a su vez, escribe a sus padres:

Aunque si no cambiamos de planes, lo que como dolorosamente saben por experiencia es muy posible, partiremos en un barco de carga desde Nueva York hacia Lisboa los primeros días de junio.

Fuente:

Formato
Libro físico
Editorial
Categoría
Biografía
Tema
Chileno
Colección
Hispánica
Año
Sin información
Idioma
Español
N° páginas
440
Encuadernación
Tapa blanda
Peso
Sin información
Isbn
9562397165

Isbn13
9789562397162

lunes, 8 de febrero de 2021

AL ESTE DEL EDÉN - JOHN STEINBECK


 

Al este del Edén, epopeya de resonancias bíblicas que inspiró la célebre película homónima dirigida por Elia Kazan y que contó con James Dean en el papel del mítico Cal Trask, narra las vicisitudes de dos familias a lo largo de tres generaciones, desde la guerra de secesión hasta la segunda guerra mundial, en el lejano valle Salinas, en la California septentrional. Tras acompañar a la familia Hamilton en su épico asentamiento en la región, el lector penetra en el sofocante mundo de los Trask, en el que el severo Adam -tras ser abandonado por su mujer, a quien nadie de la familia osa nombrar- intenta educar en el recto camino a sus hijos Cal y Aron, nuevos Caín y Abel, que entablan una pugna soterrada por el reconocimiento del padre. Cuando Cal se siente extrañamente atraído por la misteriosa Cathy Adams, que regenta el burdel más célebre de la región, la maldición caerá sobre el joven, en adelante condenado a permanecer al este de un elusivo Edén.

Fuente:


Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

 

AL ESTE DEL EDÉN  - JOHN  STEINBECK

 

 

TUSQUETS EDITORES

Colección Andanzas

Título original: East of Eden

Traducción de Vicente de Artadi

Impreso en España, Dic.  2002  

 

 

Pascal Covici

 

Querido Pat: 

Viniste a verme cuando estaba tallando una figurilla de madera, y me di­jiste: «¿Por qué no me haces algo? »

Te pregunté qué querías, y respondiste: «Una caja».

–Para qué?

–Para guardar cosas.

–¡Qué cosas?

–Todo lo que tengas –dijiste.

Bien, aquí tienes la caja que querías. Dentro he guardado casi todo lo que tengo, y todavía no está llena. En ella hay dolor y pasión, buenos y malos sentimientos y buenos y malos pensamientos, el placer del proyecto, algo de desesperación y el gozo indescriptible de la creación.

Y, por encima de todo, la gratitud y el afecto que siento por ti. Y aun así la caja no está colmada.

John

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

 

Capítulo 1

 

1

 

El valle Salinas se halla en la California septentrional. Es una ca­ñada larga y estrecha que se extiende entre dos cordilleras montaño­sas. Por su centro serpentea y ondula el río Salinas, hasta desembocar en la bahía de Monterrey.

Recuerdo los nombres que de niño ponía a las hierbas y flores misteriosas. Recuerdo dónde puede vivir un sapo y a qué hora se des­piertan los pájaros en verano, incluso cómo olían los árboles y las es­taciones; y también cómo andaban las personas, qué aspecto tenían y su olor. El recuerdo de los olores es muy enriquecedor.

Recuerdo que las montañas Gavilán, situadas en la parte oriental del valle, eran montañas luminosas y resplandecientes, tan llenas de sol y de encanto que incitaban a la ascensión de sus cálidas laderas con la misma atracción que pudiera ejercer el regazo de una madre querida. Incluso su mullida hierba parda las hacía más atractivas. Las montañas Santa Lucia se levantaban contra el cielo al oeste e impe­dían que se viese el mar abierto desde el valle. Eran unas cumbres ne­gras y amenazadoras, hostiles y peligrosas.

Siempre experimenté cierto sentimiento de temor hacia el oeste y de amor por el este. No alcanzo a comprender la procedencia de semejante idea, a no ser que estuviera relacionada con el hecho de que el día alboreaba sobre los picos de las Gavilán, mientras que la noche surgía tras el espinazo de las Santa Lu­cía. Es posible que el nacimiento y el ocaso del día tuvieran algo que ver con mis sentimientos hacia estas dos cadenas montañosas.

De ambos lados del valle fluían riachuelos provenientes de los ca­ñones montañosos, que iban a unir sus aguas a las del río Salinas. En los inviernos húmedos y lluviosos, los arroyos corrían a rebosar, y aumentaban de tal modo el caudal del río, que sus aguas hervían y ru­gían tumultuosas de ribera a ribera; en esas ocasiones el río era devas­tador: arrancaba las cercas de los campos e inundaba hectáreas enteras de terreno; arrastraba establos y casas, que seguían corriente abajo, flo­tando y bamboleándose; atrapaba vacas, cerdos y ovejas y los ahogaba en su agua pardusca y fangosa, empujando sus cadáveres hasta el mar. Luego, cuando llegaba la tardía primavera, el caudal del río menguaba y reaparecían las orillas arenosas. Y en verano casi desaparecía: bajo una empinada ribera, sólo quedaban algunos charcos en los lugares donde antes había profundos remolinos; volvían las eneas y las hier­bas, y los sauces se erguían, con los restos de la inundación sobre sus ramas superiores.

 

El Salinas sólo era un río la mitad del año. El sol del estío lo obligaba a meterse bajo tierra. No era muy bonito que diga­mos, pero era el único que teníamos, así es que nos jactábamos de él, contando lo peligroso que era en un invierno lluvioso y lo seco que estaba en un verano caluroso. Podemos jactamos de lo que sea, si no tenemos otra cosa. Quizá cuanto menos se tiene, más se siente uno in­clinado a ello.

La parte del valle Salinas comprendida entre las montañas y el pie de sus laderas es completamente llana porque antiguamente este valle fue el fondo de una ensenada marina que se adentraba más de un cen­tenar de kilómetros en la costa. La desembocadura del río, en Moss Landing, fue hace siglos la entrada de esta penetración marina. Una vez, a ochenta kilómetros valle abajo, mi padre abrió un pozo. La per­foradora encontró, primero, tierra superficial, luego grava y por últi­mo, blanca arena marina, llena de conchas, y hasta algún fragmento de huesos de ballena.

Había seis metros de arena, y luego reaparecía la tierra negra, donde se encontró un pedazo de pino rojo, cuya madera imperecedera no se pudre jamás.

Antes de convertirse en un pequeño mar interior, el valle tuvo que ser una selva. Y todas esas cosas habían ocurrido exactamente bajo nuestros pies. A veces, de noche, me parecía sentir la presencia del mar y de la selva de pinos rojos anterior a él.

 

En las grandes extensiones de tierra llana que constituían el centro del valle, el suelo era fértil, y la tierra buena alcanzaba gran profundi­dad. Requería sólo un invierno con muchas lluvias para que se cu­briese de flores y hierba. La cantidad de flores que brotaban tras un invierno lluvioso era increíble. Todo el fondo del valle y las laderas de las montañas aparecían alfombrados de altramuces y amapolas.

En cierta ocasión, una mujer me dijo que las flores de colores vivos pare­cen todavía más brillantes si se mezclan con unas cuantas flores blan­cas que las hagan resaltar. Cada pétalo de altramuz azul está ribeteado de blanco, de modo que un prado lleno de altramuces es del azul más intenso que pueda imaginarse. Y entre ellos, como grandes manchas coloreadas, se veían grupos de amapolas californianas. Estas son tam­bién de un color llameante, que no es ni anaranjado ni oro; si el oro puro estuviese en estado líquido y pudiese formar una espuma, esa espuma áurea tendría el color de las amapolas.

Al terminar la estación de estas flores, aparecía la mostaza amarilla, que crecía hasta alcanzar una gran altura. Cuando mi abuelo llegó al valle, la mostaza era tan alta que, por encima de las flores amarillas, sólo era posible ver la ca­beza de un hombre si éste iba montado a caballo. En las tierras altas la hierba estaba salpicada de botones de oro, rosados beleños y viole­tas amarillas de pistilos negros. Y cuando la estación se hallaba ya algo avanzada, se veían hileras rojas y amarillas de pinceles indios. Estas flores crecían únicamente en lugares abiertos y soleados.

Bajo los grandes robles sombríos y tenebrosos florecía el culantri­llo, de agradable aroma, y bajo las márgenes musgosas de los riachue­los colgaban verdaderos haces de helechos de cinco hojas y áureos dorsos. Había también campanillas y linternillas, blancas como la leche y de aspecto casi pecaminoso, y tan raras y mágicas que, cuando un niño encontraba una, se sentía señalado como objeto de una gra­cia especial durante todo el día.

 

Cuando llegaba junio, las hierbas dominaban y empezaban a volverse pardas, y las montañas también, pero su color no era exactamente pardo, sino una mezcolanza de oro, azafrán y rojo, un color que no se puede describir. Y desde esta época hasta las siguientes llu­vias, la tierra se resecaba y los arroyos dejaban de fluir. En la tierra llana se formaban grietas, y el río Salinas desaparecía bajo sus arenas. El viento soplaba por el valle, levantando polvo mezclado con briznas de paja, y se volvía más fuerte e impetuoso a medida que bajaba ha­cia el sur, para cesar totalmente a la caída de la noche. Era un viento áspero y nervioso, y las partículas de polvo que arrastraba se introdu­cían en la piel y quemaban los ojos. Los campesinos llevaban gafas protectoras y se cubrían la nariz con un pañuelo para evitar que les penetrara el polvo.

 

La tierra del valle era profunda y rica, pero las laderas de los mon­tes se hallaban sólo recubiertas por una delgada capa de tierra vegetal, no más profunda que las raíces de la hierba; y cuanto más se ascendía por las laderas, más delgada se hacía esa capa, a través de la cual aso­maba ya la roca desnuda, hasta que al llegar al límite de las matas y matorrales, no era ya más que una especie de grava rocosa que refle­jaba cegadoramente la ardiente luz del sol.

 

He mencionado los años de abundancia, cuando llovía copiosamente. Pero había también años de sequía, que sembraban el terror en el valle. El agua estaba sujeta a un ciclo de treinta años. Había cinco o seis años lluviosos y maravillosos, en los que la tierra reventaba de hierba. Luego venían seis o siete años regulares, en los que la lluvia no era muy abundante. Y por último, venían los años secos, en los que la lluvia brillaba por su ausencia: la tierra se secaba y las hierbas se aso­maban tímidamente hasta una mísera altura, y en el valle aparecían grandes espacios pelados; los robles adquirían una corteza áspera y la artemisa se volvía gris; la tierra se resquebrajaba, las fuentes se secaban y el ganado mordisqueaba apáticamente las ramitas secas.

Entonces, los granjeros y rancheros maldecían el valle Salinas. Las vacas enfla­quecían y llegaban incluso a morirse de hambre. La gente tenía que llevar el agua en barricas hasta las granjas para poder beber el precioso líquido. Algunas familias lo vendían todo por una cantidad irrisoria, y emigraban. Y durante estos años de sequía, la gente siempre se olvi­daba de los años de abundancia, mientras que durante los años llu­viosos se borraba por completo de su memoria el recuerdo de los años secos. Siempre sucedía lo mismo.

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