Al este del Edén, epopeya de resonancias bíblicas que inspiró la célebre película homónima dirigida por Elia Kazan y que contó con James Dean en el papel del mítico Cal Trask, narra las vicisitudes de dos familias a lo largo de tres generaciones, desde la guerra de secesión hasta la segunda guerra mundial, en el lejano valle Salinas, en la California septentrional. Tras acompañar a la familia Hamilton en su épico asentamiento en la región, el lector penetra en el sofocante mundo de los Trask, en el que el severo Adam -tras ser abandonado por su mujer, a quien nadie de la familia osa nombrar- intenta educar en el recto camino a sus hijos Cal y Aron, nuevos Caín y Abel, que entablan una pugna soterrada por el reconocimiento del padre. Cuando Cal se siente extrañamente atraído por la misteriosa Cathy Adams, que regenta el burdel más célebre de la región, la maldición caerá sobre el joven, en adelante condenado a permanecer al este de un elusivo Edén.
Fuente:
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
AL ESTE DEL EDÉN - JOHN STEINBECK
TUSQUETS EDITORES
Colección Andanzas
Título original: East of Eden
Traducción de Vicente de Artadi
Impreso en España, Dic.
2002
Pascal Covici
Querido Pat:
Viniste a verme cuando estaba tallando una figurilla de madera, y me
dijiste: «¿Por qué no me haces algo? »
Te pregunté qué querías, y respondiste: «Una caja».
–Para qué?
–Para guardar cosas.
–¡Qué cosas?
–Todo lo que tengas –dijiste.
Bien, aquí tienes la caja que querías. Dentro he guardado casi todo lo
que tengo, y todavía no está llena. En ella hay dolor y pasión, buenos y malos
sentimientos y buenos y malos pensamientos, el placer del proyecto, algo de
desesperación y el gozo indescriptible de la creación.
Y, por encima de todo, la gratitud y el afecto que siento por ti. Y
aun así la caja no está colmada.
John
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
1
El valle Salinas se halla en la California septentrional. Es una cañada
larga y estrecha que se extiende entre dos cordilleras montañosas. Por su
centro serpentea y ondula el río Salinas, hasta desembocar en la bahía de
Monterrey.
Recuerdo los nombres que de niño ponía a las hierbas y flores misteriosas.
Recuerdo dónde puede vivir un sapo y a qué hora se despiertan los pájaros en
verano, incluso cómo olían los árboles y las estaciones; y también cómo
andaban las personas, qué aspecto tenían y su olor. El recuerdo de los olores
es muy enriquecedor.
Recuerdo que las montañas Gavilán, situadas en la parte oriental del
valle, eran montañas luminosas y resplandecientes, tan llenas de sol y de
encanto que incitaban a la ascensión de sus cálidas laderas con la misma
atracción que pudiera ejercer el regazo de una madre querida. Incluso su
mullida hierba parda las hacía más atractivas. Las montañas Santa Lucia se levantaban
contra el cielo al oeste e impedían que se viese el mar abierto desde el
valle. Eran unas cumbres negras y amenazadoras, hostiles y peligrosas.
Siempre experimenté cierto sentimiento de temor hacia el oeste y de
amor por el este. No alcanzo a comprender la procedencia de semejante idea, a
no ser que estuviera relacionada con el hecho de que el día alboreaba sobre los
picos de las Gavilán, mientras que la noche surgía tras el espinazo de las
Santa Lucía. Es posible que el nacimiento y el ocaso del día tuvieran algo que
ver con mis sentimientos hacia estas dos cadenas montañosas.
De ambos lados del valle fluían riachuelos provenientes de los cañones
montañosos, que iban a unir sus aguas a las del río Salinas. En los inviernos
húmedos y lluviosos, los arroyos corrían a rebosar, y aumentaban de tal modo el
caudal del río, que sus aguas hervían y rugían tumultuosas de ribera a ribera;
en esas ocasiones el río era devastador: arrancaba las cercas de los campos e
inundaba hectáreas enteras de terreno; arrastraba establos y casas, que seguían
corriente abajo, flotando y bamboleándose; atrapaba vacas, cerdos y ovejas y
los ahogaba en su agua pardusca y fangosa, empujando sus cadáveres hasta el
mar. Luego, cuando llegaba la tardía primavera, el caudal del río menguaba y
reaparecían las orillas arenosas. Y en verano casi desaparecía: bajo una
empinada ribera, sólo quedaban algunos charcos en los lugares donde antes había
profundos remolinos; volvían las eneas y las hierbas, y los sauces se erguían,
con los restos de la inundación sobre sus ramas superiores.
El Salinas sólo era un río la mitad del año. El sol del estío lo
obligaba a meterse bajo tierra. No era muy bonito que digamos, pero era el único
que teníamos, así es que nos jactábamos de él, contando lo peligroso que era en
un invierno lluvioso y lo seco que estaba en un verano caluroso. Podemos
jactamos de lo que sea, si no tenemos otra cosa. Quizá cuanto menos se tiene,
más se siente uno inclinado a ello.
La parte del valle Salinas comprendida entre las montañas y el pie de
sus laderas es completamente llana porque antiguamente este valle fue el fondo
de una ensenada marina que se adentraba más de un centenar de kilómetros en la
costa. La desembocadura del río, en Moss Landing, fue hace siglos la entrada de
esta penetración marina. Una vez, a ochenta kilómetros valle abajo, mi padre
abrió un pozo. La perforadora encontró, primero, tierra superficial, luego
grava y por último, blanca arena marina, llena de conchas, y hasta algún
fragmento de huesos de ballena.
Había seis metros de arena, y luego reaparecía la tierra negra, donde
se encontró un pedazo de pino rojo, cuya madera imperecedera no se pudre jamás.
Antes de convertirse en un pequeño mar interior, el valle tuvo que ser
una selva. Y todas esas cosas habían ocurrido exactamente bajo nuestros pies. A
veces, de noche, me parecía sentir la presencia del mar y de la selva de pinos
rojos anterior a él.
En las grandes extensiones de tierra llana que constituían el centro
del valle, el suelo era fértil, y la tierra buena alcanzaba gran profundidad.
Requería sólo un invierno con muchas lluvias para que se cubriese de flores y
hierba. La cantidad de flores que brotaban tras un invierno lluvioso era
increíble. Todo el fondo del valle y las laderas de las montañas aparecían
alfombrados de altramuces y amapolas.
En cierta ocasión, una mujer me dijo que las flores de colores vivos
parecen todavía más brillantes si se mezclan con unas cuantas flores blancas
que las hagan resaltar. Cada pétalo de altramuz azul está ribeteado de blanco,
de modo que un prado lleno de altramuces es del azul más intenso que pueda
imaginarse. Y entre ellos, como grandes manchas coloreadas, se veían grupos de
amapolas californianas. Estas son también de un color llameante, que no es ni
anaranjado ni oro; si el oro puro estuviese en estado líquido y pudiese formar
una espuma, esa espuma áurea tendría el color de las amapolas.
Al terminar la estación de estas flores, aparecía la mostaza amarilla,
que crecía hasta alcanzar una gran altura. Cuando mi abuelo llegó al valle, la
mostaza era tan alta que, por encima de las flores amarillas, sólo era posible
ver la cabeza de un hombre si éste iba montado a caballo. En las tierras altas
la hierba estaba salpicada de botones de oro, rosados beleños y violetas
amarillas de pistilos negros. Y cuando la estación se hallaba ya algo avanzada,
se veían hileras rojas y amarillas de pinceles indios. Estas flores crecían
únicamente en lugares abiertos y soleados.
Bajo los grandes robles sombríos y tenebrosos florecía el culantrillo,
de agradable aroma, y bajo las márgenes musgosas de los riachuelos colgaban
verdaderos haces de helechos de cinco hojas y áureos dorsos. Había también
campanillas y linternillas, blancas como la leche y de aspecto casi pecaminoso,
y tan raras y mágicas que, cuando un niño encontraba una, se sentía señalado
como objeto de una gracia especial durante todo el día.
Cuando llegaba junio, las hierbas dominaban y empezaban a volverse
pardas, y las montañas también, pero su color no era exactamente pardo, sino
una mezcolanza de oro, azafrán y rojo, un color que no se puede describir. Y
desde esta época hasta las siguientes lluvias, la tierra se resecaba y los
arroyos dejaban de fluir. En la tierra llana se formaban grietas, y el río
Salinas desaparecía bajo sus arenas. El viento soplaba por el valle, levantando
polvo mezclado con briznas de paja, y se volvía más fuerte e impetuoso a medida
que bajaba hacia el sur, para cesar totalmente a la caída de la noche. Era un
viento áspero y nervioso, y las partículas de polvo que arrastraba se introducían
en la piel y quemaban los ojos. Los campesinos llevaban gafas protectoras y se
cubrían la nariz con un pañuelo para evitar que les penetrara el polvo.
La tierra del valle era profunda y rica, pero las laderas de los montes
se hallaban sólo recubiertas por una delgada capa de tierra vegetal, no más
profunda que las raíces de la hierba; y cuanto más se ascendía por las laderas,
más delgada se hacía esa capa, a través de la cual asomaba ya la roca desnuda,
hasta que al llegar al límite de las matas y matorrales, no era ya más que una
especie de grava rocosa que reflejaba cegadoramente la ardiente luz del sol.
He mencionado los años de abundancia, cuando llovía copiosamente. Pero
había también años de sequía, que sembraban el terror en el valle. El agua
estaba sujeta a un ciclo de treinta años. Había cinco o seis años lluviosos y
maravillosos, en los que la tierra reventaba de hierba. Luego venían seis o
siete años regulares, en los que la lluvia no era muy abundante. Y por último,
venían los años secos, en los que la lluvia brillaba por su ausencia: la tierra
se secaba y las hierbas se asomaban tímidamente hasta una mísera altura, y en
el valle aparecían grandes espacios pelados; los robles adquirían una corteza
áspera y la artemisa se volvía gris; la tierra se resquebrajaba, las fuentes se
secaban y el ganado mordisqueaba apáticamente las ramitas secas.
Entonces, los granjeros y rancheros maldecían el valle Salinas. Las
vacas enflaquecían y llegaban incluso a morirse de hambre. La gente tenía que
llevar el agua en barricas hasta las granjas para poder beber el precioso
líquido. Algunas familias lo vendían todo por una cantidad irrisoria, y
emigraban. Y durante estos años de sequía, la gente siempre se olvidaba de los
años de abundancia, mientras que durante los años lluviosos se borraba por
completo de su memoria el recuerdo de los años secos. Siempre sucedía lo mismo.
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