lunes, 8 de febrero de 2021

AL ESTE DEL EDÉN - JOHN STEINBECK


 

Al este del Edén, epopeya de resonancias bíblicas que inspiró la célebre película homónima dirigida por Elia Kazan y que contó con James Dean en el papel del mítico Cal Trask, narra las vicisitudes de dos familias a lo largo de tres generaciones, desde la guerra de secesión hasta la segunda guerra mundial, en el lejano valle Salinas, en la California septentrional. Tras acompañar a la familia Hamilton en su épico asentamiento en la región, el lector penetra en el sofocante mundo de los Trask, en el que el severo Adam -tras ser abandonado por su mujer, a quien nadie de la familia osa nombrar- intenta educar en el recto camino a sus hijos Cal y Aron, nuevos Caín y Abel, que entablan una pugna soterrada por el reconocimiento del padre. Cuando Cal se siente extrañamente atraído por la misteriosa Cathy Adams, que regenta el burdel más célebre de la región, la maldición caerá sobre el joven, en adelante condenado a permanecer al este de un elusivo Edén.

Fuente:


Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

 

AL ESTE DEL EDÉN  - JOHN  STEINBECK

 

 

TUSQUETS EDITORES

Colección Andanzas

Título original: East of Eden

Traducción de Vicente de Artadi

Impreso en España, Dic.  2002  

 

 

Pascal Covici

 

Querido Pat: 

Viniste a verme cuando estaba tallando una figurilla de madera, y me di­jiste: «¿Por qué no me haces algo? »

Te pregunté qué querías, y respondiste: «Una caja».

–Para qué?

–Para guardar cosas.

–¡Qué cosas?

–Todo lo que tengas –dijiste.

Bien, aquí tienes la caja que querías. Dentro he guardado casi todo lo que tengo, y todavía no está llena. En ella hay dolor y pasión, buenos y malos sentimientos y buenos y malos pensamientos, el placer del proyecto, algo de desesperación y el gozo indescriptible de la creación.

Y, por encima de todo, la gratitud y el afecto que siento por ti. Y aun así la caja no está colmada.

John

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

 

Capítulo 1

 

1

 

El valle Salinas se halla en la California septentrional. Es una ca­ñada larga y estrecha que se extiende entre dos cordilleras montaño­sas. Por su centro serpentea y ondula el río Salinas, hasta desembocar en la bahía de Monterrey.

Recuerdo los nombres que de niño ponía a las hierbas y flores misteriosas. Recuerdo dónde puede vivir un sapo y a qué hora se des­piertan los pájaros en verano, incluso cómo olían los árboles y las es­taciones; y también cómo andaban las personas, qué aspecto tenían y su olor. El recuerdo de los olores es muy enriquecedor.

Recuerdo que las montañas Gavilán, situadas en la parte oriental del valle, eran montañas luminosas y resplandecientes, tan llenas de sol y de encanto que incitaban a la ascensión de sus cálidas laderas con la misma atracción que pudiera ejercer el regazo de una madre querida. Incluso su mullida hierba parda las hacía más atractivas. Las montañas Santa Lucia se levantaban contra el cielo al oeste e impe­dían que se viese el mar abierto desde el valle. Eran unas cumbres ne­gras y amenazadoras, hostiles y peligrosas.

Siempre experimenté cierto sentimiento de temor hacia el oeste y de amor por el este. No alcanzo a comprender la procedencia de semejante idea, a no ser que estuviera relacionada con el hecho de que el día alboreaba sobre los picos de las Gavilán, mientras que la noche surgía tras el espinazo de las Santa Lu­cía. Es posible que el nacimiento y el ocaso del día tuvieran algo que ver con mis sentimientos hacia estas dos cadenas montañosas.

De ambos lados del valle fluían riachuelos provenientes de los ca­ñones montañosos, que iban a unir sus aguas a las del río Salinas. En los inviernos húmedos y lluviosos, los arroyos corrían a rebosar, y aumentaban de tal modo el caudal del río, que sus aguas hervían y ru­gían tumultuosas de ribera a ribera; en esas ocasiones el río era devas­tador: arrancaba las cercas de los campos e inundaba hectáreas enteras de terreno; arrastraba establos y casas, que seguían corriente abajo, flo­tando y bamboleándose; atrapaba vacas, cerdos y ovejas y los ahogaba en su agua pardusca y fangosa, empujando sus cadáveres hasta el mar. Luego, cuando llegaba la tardía primavera, el caudal del río menguaba y reaparecían las orillas arenosas. Y en verano casi desaparecía: bajo una empinada ribera, sólo quedaban algunos charcos en los lugares donde antes había profundos remolinos; volvían las eneas y las hier­bas, y los sauces se erguían, con los restos de la inundación sobre sus ramas superiores.

 

El Salinas sólo era un río la mitad del año. El sol del estío lo obligaba a meterse bajo tierra. No era muy bonito que diga­mos, pero era el único que teníamos, así es que nos jactábamos de él, contando lo peligroso que era en un invierno lluvioso y lo seco que estaba en un verano caluroso. Podemos jactamos de lo que sea, si no tenemos otra cosa. Quizá cuanto menos se tiene, más se siente uno in­clinado a ello.

La parte del valle Salinas comprendida entre las montañas y el pie de sus laderas es completamente llana porque antiguamente este valle fue el fondo de una ensenada marina que se adentraba más de un cen­tenar de kilómetros en la costa. La desembocadura del río, en Moss Landing, fue hace siglos la entrada de esta penetración marina. Una vez, a ochenta kilómetros valle abajo, mi padre abrió un pozo. La per­foradora encontró, primero, tierra superficial, luego grava y por últi­mo, blanca arena marina, llena de conchas, y hasta algún fragmento de huesos de ballena.

Había seis metros de arena, y luego reaparecía la tierra negra, donde se encontró un pedazo de pino rojo, cuya madera imperecedera no se pudre jamás.

Antes de convertirse en un pequeño mar interior, el valle tuvo que ser una selva. Y todas esas cosas habían ocurrido exactamente bajo nuestros pies. A veces, de noche, me parecía sentir la presencia del mar y de la selva de pinos rojos anterior a él.

 

En las grandes extensiones de tierra llana que constituían el centro del valle, el suelo era fértil, y la tierra buena alcanzaba gran profundi­dad. Requería sólo un invierno con muchas lluvias para que se cu­briese de flores y hierba. La cantidad de flores que brotaban tras un invierno lluvioso era increíble. Todo el fondo del valle y las laderas de las montañas aparecían alfombrados de altramuces y amapolas.

En cierta ocasión, una mujer me dijo que las flores de colores vivos pare­cen todavía más brillantes si se mezclan con unas cuantas flores blan­cas que las hagan resaltar. Cada pétalo de altramuz azul está ribeteado de blanco, de modo que un prado lleno de altramuces es del azul más intenso que pueda imaginarse. Y entre ellos, como grandes manchas coloreadas, se veían grupos de amapolas californianas. Estas son tam­bién de un color llameante, que no es ni anaranjado ni oro; si el oro puro estuviese en estado líquido y pudiese formar una espuma, esa espuma áurea tendría el color de las amapolas.

Al terminar la estación de estas flores, aparecía la mostaza amarilla, que crecía hasta alcanzar una gran altura. Cuando mi abuelo llegó al valle, la mostaza era tan alta que, por encima de las flores amarillas, sólo era posible ver la ca­beza de un hombre si éste iba montado a caballo. En las tierras altas la hierba estaba salpicada de botones de oro, rosados beleños y viole­tas amarillas de pistilos negros. Y cuando la estación se hallaba ya algo avanzada, se veían hileras rojas y amarillas de pinceles indios. Estas flores crecían únicamente en lugares abiertos y soleados.

Bajo los grandes robles sombríos y tenebrosos florecía el culantri­llo, de agradable aroma, y bajo las márgenes musgosas de los riachue­los colgaban verdaderos haces de helechos de cinco hojas y áureos dorsos. Había también campanillas y linternillas, blancas como la leche y de aspecto casi pecaminoso, y tan raras y mágicas que, cuando un niño encontraba una, se sentía señalado como objeto de una gra­cia especial durante todo el día.

 

Cuando llegaba junio, las hierbas dominaban y empezaban a volverse pardas, y las montañas también, pero su color no era exactamente pardo, sino una mezcolanza de oro, azafrán y rojo, un color que no se puede describir. Y desde esta época hasta las siguientes llu­vias, la tierra se resecaba y los arroyos dejaban de fluir. En la tierra llana se formaban grietas, y el río Salinas desaparecía bajo sus arenas. El viento soplaba por el valle, levantando polvo mezclado con briznas de paja, y se volvía más fuerte e impetuoso a medida que bajaba ha­cia el sur, para cesar totalmente a la caída de la noche. Era un viento áspero y nervioso, y las partículas de polvo que arrastraba se introdu­cían en la piel y quemaban los ojos. Los campesinos llevaban gafas protectoras y se cubrían la nariz con un pañuelo para evitar que les penetrara el polvo.

 

La tierra del valle era profunda y rica, pero las laderas de los mon­tes se hallaban sólo recubiertas por una delgada capa de tierra vegetal, no más profunda que las raíces de la hierba; y cuanto más se ascendía por las laderas, más delgada se hacía esa capa, a través de la cual aso­maba ya la roca desnuda, hasta que al llegar al límite de las matas y matorrales, no era ya más que una especie de grava rocosa que refle­jaba cegadoramente la ardiente luz del sol.

 

He mencionado los años de abundancia, cuando llovía copiosamente. Pero había también años de sequía, que sembraban el terror en el valle. El agua estaba sujeta a un ciclo de treinta años. Había cinco o seis años lluviosos y maravillosos, en los que la tierra reventaba de hierba. Luego venían seis o siete años regulares, en los que la lluvia no era muy abundante. Y por último, venían los años secos, en los que la lluvia brillaba por su ausencia: la tierra se secaba y las hierbas se aso­maban tímidamente hasta una mísera altura, y en el valle aparecían grandes espacios pelados; los robles adquirían una corteza áspera y la artemisa se volvía gris; la tierra se resquebrajaba, las fuentes se secaban y el ganado mordisqueaba apáticamente las ramitas secas.

Entonces, los granjeros y rancheros maldecían el valle Salinas. Las vacas enfla­quecían y llegaban incluso a morirse de hambre. La gente tenía que llevar el agua en barricas hasta las granjas para poder beber el precioso líquido. Algunas familias lo vendían todo por una cantidad irrisoria, y emigraban. Y durante estos años de sequía, la gente siempre se olvi­daba de los años de abundancia, mientras que durante los años llu­viosos se borraba por completo de su memoria el recuerdo de los años secos. Siempre sucedía lo mismo.

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