Lisboa,
1967
Viajan en un
barco de carga, por doscientos dólares cada uno, desde Nueva York a Lisboa.
Llegan a este limbo delicioso que creían que era Portugal, pero les va muy mal.
Primero, la tragedia de no poder encontrar casa. Mi padre, con sus visiones
románticas de villas dieciochescas, estaba muy decepcionado y todo lo que veía era feo. Por esto van a Sintra.
Sintra es
divino, pared con musgo, mucha hortensia en la sombra de los castaños, mucho
Lord Byron slept here, mucho Browning enterrado en el cementerio, mucha flor,
mucho verde, mucha estatua musgosa: in other words, a place after my own heart.
Alquilamos una casita divina en la calle a la que llegabas por una escalinata
desde la plaza, entre castaños y guindos, con una
gran vista sobre el castillo. Volvimos a Lisboa ebrios de romanticismo, esa
noche nos compramos las obras completas de Browning para ir a leerlas bajo los
cipreses y los plátanos del cementerio, sentados en la hiedra, y fuimos felices
esa noche. A la mañana siguiente, cuando nos aprontábamos a hacer maletas,
telefonazo de un amigo portugués: pero si nadie va a Sintra en verano, está perpetuamente cubierto por una nube y llueve y llueve,
y si el día que ustedes estuvieron había sol, quiere decir que es el único día
de sol en la historia de los veranos en Sintra. Llamamos a la agencia y dijimos
que no íbamos a tomar esa casa. Seguimos buscando. Dimos con un manoir en Setúbal,
junto al mar, en un gran puerto de pescadores: casa auténticamente del XVIII,
con muebles imperio portugués, olivar y naranjal
privados, par de palmeras, la casa frente al mar, y al frente sesenta
kilómetros de playa blanca desierta a la que cruzas en bote. Dijimos, claro,
los turistas aquí no vienen porque es puerto industrial, donde hacen las
mejores sardinas en conserva, pero nosotros, que somos «superiores», entendemos
la belleza de lo no bello, de lo no pintoresco, tomamos la casa. Nos
trasladamos con camas y petacas. Habíamos estado dos
horas y comprendimos a los turistas, y nos dimos cuenta por qué este manoir
fabuloso nos costaba tan poco al mes: entre nosotros y la playa había una
carretera y una línea de ferrocarriles. Bueno, nadie nos había dicho que un
poco más allá estaban todas las fábricas de sardinas en conserva de Portugal.
Por la carretera pasaban constantemente los camiones
y el traqueteo era infernal. Súmale, cada media hora, la pasada del tren que
remecía la pobre casa dieciochesca hasta sus fundamentos. Súmale que el aire
estaba viciado por el olor a sardina, y te paseas por el huerto de los naranjos
junto a una maravillosa noria dieciochesca respirando sardinas en conserva.
Pero era tan linda la casa que decidimos tratar de habituarnos, pero sólo
resistimos una semana.
Al atardecer
mi padre solía sentarse a escribir y miraba a mi madre bajar a una noria a
buscar agua. De pronto, uno de esos días empieza a sentirse muy mal, la fiebre
le sube a cuarenta grados... delirio, disentería. Llamaron a un médico que lo
examinó y entendió inmediatamente qué pasaba. Acto seguido llevó a mi madre
junto al pozo de donde ella había sacado agua:
—No, nada
—contestó ella—. Porque para no echar a perder el cuadro que Pepe ve desde la
ventana de mi bajada a la noria con el cántaro al hombro, nunca me pongo
anteojos.
La noria
estaba infestada de sapos, pescados, guarisapos, anguilas, ratones y quizás qué
más. Salieron corriendo de ahí, mi padre volando en fiebre. Llegaron a una casa
en Venda do Pinheiro donde podría recuperarse. En
cuanto se sanó, le sobrevino un violento ataque de úlcera que lo dejó en cama
por tres semanas. Un verdadero calvario.
En ese tiempo
trató de escribir, pero fue imposible; el ambiente lo hizo sentirse abrumado.
—Lo pasé
pésimo, nadie nos cotizó, yo tenía una idea romántica de Portugal, era gran
admirador del novelista Eça de Queirós, me imaginé cualquier cosa, menos lo que resultó —me contaba mi padre.
Ante tales
problemas, parten raudos a Madrid. Allí deciden, finalmente, adoptar un hijo y
empiezan con los trámites necesarios, engorrosos y largos, aunque Luis
Guillermo de Perinat, amigo de mi madre, agiliza el proceso saltándose muchas
de las formalidades requeridas. Están decididos a dar el paso, pero veo en un
cuaderno de esa época las siguientes divagaciones de
mi padre:
¿Vale la pena
tener hijos? Isn’t it vastly overrated? Sé que no vale la pena ser hijo, en
muchos sentidos, hasta que no aprendes que no tienes para qué amar tanto a tus
padres, y entonces empiezas recién a compensar. Tener un hijo, por lo tanto,
tiene que ser igualmente fatigoso.
Muchos años
más tarde encontré un proyecto en relación a esas dudas sobre la paternidad: un «ensayo-novela» escrito en forma de
carta para mí, cuando yo tenía dieciocho años, titulado Carta
genealógica a mi hija. Remeció muchos de mis dolores escondidos, muchas
dudas y, a la vez, mucho amor por la generosa elección de adoptarme y amarme
sin obligación alguna.
Él tuvo una
profunda empatía con mi condición, lo que asoció a su propio sentimiento de clochard. En eso éramos dos sin
historia, aunque en la realidad él la tenía, nunca se sintió realmente parte de
algo y el fantasma del clochard era su marca. De algún
modo quería comparar mi frágil identidad social con la suya. Esa fragilidad,
con sus angustias y rebeldías, le parecía una fuente de creatividad. Escribe
sobre un posible ensayo:
Ciertos
novelistas tuvieron que inventar, de alguna manera, un
pasado, un origen, porque el propio no los satisfacía, y este origen creado,
sobre todo en sus novelas, les proporcionaba cierta seguridad. Para examinar
este problema de una manera no teórica, tengo la intención de recrear, como en
una novela, la historia de mi propia familia, y analizar sus bajos y altos
históricos y sociales, con especial atención en los personajes, períodos y
situaciones de crisis y ruptura de su identidad
social. Narraré esto en primera persona, reflejado en mi propia dolorosa
experiencia de estas dudas de mí mismo que me vienen desde mi niñez, y de qué
manera esta aparente falla, o debilidad, parece haber sido, en mi caso, una
parte importante en la formación de mi vida imaginativa, y mi creación
literaria.
Por otro lado,
el otro ingrediente de esta Carta genealógica a mi hija es el hecho de que mi familia
es muy característicamente chilena, familia troncal con la que está relacionada
consanguíneamente casi toda la población de Chile. El fundador del apellido
llegó a Chile en 1581, y en cuatro siglos de chilenidad su descendencia ha
proliferado tanto, que descendientes de ese primer capitán de caballos del
siglo XVI hay en todas las clases sociales del país y
en todas las profesiones y regiones. En España, en cambio, Donoso es un
apellido escaso, relegado a una pequeña región de Extremadura. Los Donoso en
España no han sido ni prolíficos ni brillantes, pero en Chile es tan enorme y
abigarrada la variedad de personajes producidos por la familia, desde
corregidores y políticos hasta bandidos, militares y futbolistas, que resulta
interesante examinar quiénes fueron algunos de ellos,
y quiénes son.
Quiero,
exhumando ciertos recuerdos, refiriéndome a ciertos personajes clave, a ciertos
lugares y acontecimientos, pintar un cuadro de mi propia sensación de
ambigüedad social y de la de mi familia, que tanto sentí en mi adolescencia y
que ahora me parece un fenómeno interesante desde el punto de vista literario.
Por otra
parte, este salvataje del pasado familiar se lo
quiero ofrecer a mi hija, que no lo tiene, como regalo, ya que será libre para
asumirlo como pasado que le pertenece o para rechazarlo completamente: es en el
momento de ejercer esa opción, me parece, que adquirirá una identidad social
fuerte.
Como se ve,
estos serán los elementos que conformarán, más tarde, Conjeturas
sobre la memoria de mi tribu. A pesar de
incluir el análisis de situaciones políticas, sociales y literarias, será
esencialmente un trabajo literario. No tendrá nada de científico. Por el
contrario, querrá que todo friso sea visto a través de la emoción y de la
imaginación; demostrar así que esa debilidad identitaria que tan profundamente
sintió en su adolescencia no es más que una de las tantas formas de la
marginalidad, en cierto sentido necesarias, para el
creador.
Y llega el día
cuando mis padres se convierten en mis padres. Me
adoptaron en Madrid y mis nombres en la partida de nacimiento española dicen
María del Pilar Rodríguez Núñez. Atrás, en una nota explicativa, se ve escrito:
«apellidos a modo identificatorio». De manera que mi nombre lo llevaba desde
antes, el mismo que mi madre adoptiva. Fui bautizada
así por las monjas que dirigían la Inclusa de Madrid, hogar de acogida donde
fui dejada.
¿Coincidencia?
¿Destino?
No lo sé.
Les fui
entregada a los tres meses de vida y ese mismo día, conmigo como hija, mis
padres se trasladaron a vivir a Pollensa, en la isla de Mallorca.
Comienza aquí,
entonces, mi historia junto a ellos.
FUENTE:
Formato
Libro físico
Autor
Editorial
Categoría
Biografía
Tema
Chileno
Colección
Hispánica
Año
Sin información
Idioma
Español
N° páginas
440
Encuadernación
Tapa blanda
Peso
Sin información
Isbn
9562397165
Isbn13
9789562397162
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