sábado, 1 de agosto de 2020

12 Lázaro Leónidas Andreiev. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO IV.



12
Lázaro

Leónidas Andreiev
LEÓNIDAS ANDREIEV nació en 1871, en Orel, Rusia. Llevó una vida pobre y desdichada a la que alguna vez quiso poner fin por su propia mano. Su obra, en la que hay un dejo de cinismo y aún de morbosidad, tiene sin embargo extraordinaria fuerza. Citaremos, entre sus novelas, Judas Iscariote, La Risa Roja, Los Siete Ahorcados. Murió en Finlandia en 1919.

1

Cuando Lázaro salió del sepulcro, donde tres días y tres noches yaciera bajo el misterioso poder de la muerte, y, vuelto a la vida, tornó a su casa, no advirtieron sus deudos, al principio, las malignas rarezas que, con el tiempo, hicieron terrible hasta su nombre.
Alborozados con ese claro júbilo de verlo restituido a la vida, amigos y parientes prodigábanle caricias y halagos sin cesar y ponían el mayor esmero en tenerle a punto la comida y la bebida y ropas nuevas.
Vistiéronle hábitos suntuosos con los colores radiantes de la ilusión y la risa, y cuando él, semejante a un novio con su traje nupcial, volvió a sentarse entre los suyos a la mesa, y comió y bebió con ellos, lloraron todos de emoción y llamaron a los vecinos para que viesen al milagrosamente resucitado.
Y los vecinos acudieron y también se regocijaron; y vinieron también gentes desconocidas de remotas ciudades y aldeas y con vehementes exclamaciones expresaban su reverencia ante el milagro… Como enjambres de abejas revoloteaban sobre la casa de María y Marta.
Y lo que de nuevo se advertía en el rostro de Lázaro y en sus gestos, reputábanlo naturalmente como huellas de la grave enfermedad y de las conmociones padecidas. Era evidente que la labor destructora de la muerte, en el cadáver, había sido detenida por milagroso poder, pero no borrada del todo; y lo que ya la muerte lograra hacer con el rostro y el cuerpo de Lázaro, venía a ser cual el diseño inconcluso de un artista, bajo un fino cristal.
En las sienes de Lázaro, por debajo de sus ojos y en las demacradas mejillas, perduraba una densa y terrosa cianosis; y esa misma cianosis terrosa matizaba los largos dedos de sus manos y también en sus uñas, que le crecieran en el sepulcro, resaltaba ese mismo color azul, con tonos rojizos y oscuros. En algunos sitios, en los labios y en el cuerpo, habíasele resquebrajado la piel, tumefacta en el sepulcro, y en esos sitios mostraba tenues grietas rojizas, brillantes, cual espolvoreadas de diáfana mica. Y se había puesto obeso.
El cuerpo, hinchado en el sepulcro, conservaba aquellas monstruosas proporciones, aquellas protuberancias terribles, tras las cuales adivinábase la hedionda humedad de la putrefacción. Pero el cadavérico hedor de que estaban impregnados los hábitos sepulcrales de Lázaro, y, al parecer, su cuerpo todo, no tardó en desaparecer por completo y al cabo de algún tiempo amortiguóse tambien la cianosis de sus manos y su rostro y se igualaron aquellas hinchazones rojizas de su piel, aunque sin borrarse del todo. Con esa cara presentóse a la gente, en su segunda existencia; pero aquello parecía natural a quienes le habían visto en el sepulcro.
Lo mismo que la cara pareció haber cambiado también el carácter de Lázaro; pero tampoco eso asombró a nadie ni atrajo sobre él demasiado tiempo la atención. Hasta el día de su muerte, había sido Lázaro un hombre jovial y desenfadado, amigo de risas y burlas inocentes. Por esa su jovialidad simpática e inalterable, exenta de toda malignidad y sombra de mal humor, cobrárale tanto cariño el Maestro.
Ahora, en cambio, habíase vuelto serio y taciturno; jamás gastaba bromas a nadie ni coreaba con su risa las ajenas; y las palabras que rara vez salían de sus labios, eran las más sencillas, corrientes e indispensables y tan faltas de sustancia y enjundia, cual esos sonidos con que el animal expresa su dolor y su bienestar, la sed y el hombre. Palabras que un hombre puede pronunciar toda su vida, sin que nadie llegue a saber de que se duele o se alegra su profunda alma.
Así, con la faz de un cadáver, sobre el que, por espacio de tres días, señoreara la muerte en las tinieblas… vestido con sus nupciales ropas, brillantes de amarillo oro y sanguinolenta púrpura, pesado y silencioso, vuelto otro hasta el espanto, pero aún reconocible para todos… sentábase a la mesa del festín, entre sus amigos y deudos.
En anchas ondas, ora dulces, ora sonoramente aborrascadas surgían en torno a él, las ovaciones; y miradas, encendidas de amor, iban a posarse en su rostro, que aún conservaba la frialdad de la tumba; y la tibia mano de un amigo acariciaba la suya, pesada y azuleante. Tocaba la música. Habían llevado músicos y éstos tocaban cosas alegres; y vibraban címbalos y flautas, cítaras y guzlas. Como enjambres de abejas, bordoneaban… como cigarras estridentes… como pájaros, cantaban sobre la venturosa mansión de María y Marta.

2

Un imprudente levantó el velo. Con el soplo indiscreto de una palabra lanzada al azar, rompió el luminoso encanto y en toda su informe desnudez dejó ver la verdad. Aún no se concretara del todo en su mente la idea, cuando sus labios, sonriendo, preguntaron:
—¿Por que Lázaro, no nos cuentas… lo que viste allí?
Y todos guardaron silencio, sorprendidos de aquella pregunta. Parecía como si, por primera vez entonces, se diesen cuenta de que Lázaro había estado muerto tres días y miráronlo curiosos, aguardando su respuesta. Pero Lázaro callaba.
—¿No quieres contárnoslo? —insistió el preguntón con asombro—. ¡Tan terrible era aquello!
Y otra vez su pensamiento fuéle a la zaga a sus palabras; de haberle ido por delante, no habría formulado esa pregunta, que en aquel mismo instante, le destrozaba el corazón con irresistible pánico. Inquietáronse también todos y con ansia aguardaban las palabras de Lázaro; pero éste seguía guardando un silencio grave y frío y sus ojos tenían una mirada vaga. Y otra vez volvieron a notar, como al principio, aquella terrible cianosis de su rostro y aquella repugnante obesidad; sobre la mesa, como olvidadas por Lázaro, yacían sus manos, de un azul rojizo… y todas las miradas involuntariamente fijas, convergían en ellas, cual si de ellas aguardasen la respuesta anhelada. Y seguían tocando los músicos; pero no tardó en correrse hasta ellas el silencio y así como el agua apaga un rescoldo, también aquel silencio apagó los alegres compases. Callaron las flautas; callaron también los sonoros címbalos y las bordoneantes guzlas; y lo mismo que una cuerda que salta, gimió desmayada la canción… y como un trémulo, intermitente sonido, enmudeció también la cítara. Y todo quedó en silencio.
—¿No quieres decírnoslo? —repitió el preguntón, incapaz de contener su lengua. Reinaba el silencio y sobre la mesa descansaban inmóviles las azulosas, rojizas manos de Lázaro. Y he aquí que aquellas manos moviéronse levemente y todos respiraron aliviados y alzaron los ojos; y las fijaron en ellas, y todos a una, con una sola mirada, pesada y terrible, quedáronse contemplando al resurrecto Lázaro.
Era aquél el tercer día, después que Lázaro saliera del sepulcro. De entonces acá, muchos habían sentido el poder aniquilador de su mirada; pero ni aquellos que por ella quedaron destruidos para siempre ni aquellos otros que en las primordiales fuentes de la vida, tan misteriosas como la propia muerte, encontraron valor para afrontarla… jamás pudieron explicarse lo horrible que, invisible, yacía en el fondo de sus negras pupilas. Miraba Lázaro de un modo sencillo y sereno, sin deseo de descubrir cosa alguna, ni intención de decir nada… hasta miraba fríamente cual si fuese del todo ajeno al espectáculo de la vida. Y eran muchos los despreocupados que tropezaban con él y no lo notaban, y, luego, con asombro y pavor, reconocían quien era aquel hombre obeso y flemático que los rozaba con la orla de su lujosa y brillante túnica. Seguía brillando el sol cuando miraba él, y seguía manando, cantarina, la fuente y no perdían los cielos su color cerúleo; pero el hombre que caía bajo su mirada enigmática, ya no oía el rumor de la fuente ni reconocía los nativos cielos.
Unas veces, rompía a llorar con amargura; otras, desesperado, se arrancaba los cabellos y, como loco, gritaba pidiendo socorro; pero lo más frecuente era que, con toda calma e indiferencia, empezara a morirse y siguiera muriéndose durante largos años, muriéndose a vista de todos, muriéndose descolorido, bostezante y tedioso como un árbol que se va agotando en silencio sobre una tierra pedregosa. Y los primeros, los que gritaban y enloquecían, volvían luego a la vida; pero los otros… nunca.
—¿De modo, Lázaro, que no quieres contarnos lo que viste allí? —Por tercera vez repitió el preguntón. Pero ahora su voz era indiferente y brumosa y mortecina y un tedio gris miraba por sus ojos. Y sobre todas las caras extendióse como polvo, aquel mismo tedio mortal y con romo asombro miráronse unos a otros los comensales, sin comprender por que se habían reunido allí, en torno a aquella rica mesa. Dejaron de hablar. Con indiferencia pensaban que debían irse a sus casas, pero no podían sacudirse aquel pegajoso e indolente tedio, que paralizaba sus músculos, y continuaban sentados, apartados unos de otros, cual nebulosas lucecillas desparramadas por los nocturnos campos.
Pero a los músicos les habían pagado para que tocasen y volvieron a coger sus instrumentos y volvieron a surgir y saltar sus sones estudiadamente alegres, estudiadamente tristes. Toda aquella armonía vertíase sobre ellos, pero no sabían los comensales qué falta les hacía aquello ni a qué conducía el que aquellos individuos pulsasen las cuerdas, inflando los carrillos y soplasen en las tenues flautas y armasen aquel raro, discordante ruido.
—¡Qué mal tocan! —dijo uno.
Los músicos diéronse por ofendidos y se largaron. Detrás de ellos, uno tras otro, fuéronse también los comensales, porque ya estaba anocheciendo. Y cuando por los cuatro costados envolviólos la sombra, y ya empezaban a respirar a sus anchas… súbitamente, ante cada uno de ellos, con el fulgor de un relámpago, surgió la figura de Lázaro; rostro azuleante de muerto, vestidura nupcial lujosa y brillante y fría mirada, del fondo de la cual destilaba, inmóvil, algo espantoso. Cual petrificados quedáronse ellos en distintos sitios y la sombra los circundaba; pero en la sombra, con toda claridad, destacábase la terrible visión, la sobrenatural imagen de aquel que, por espacio de tres días yaciera bajo el enigmático poder de la muerte. Muerto estuvo tres días; tres veces salió y se puso el sol y él estaba muerto; jugaban los chicos, bordoneaba el agua en los guijarros, ardía el polvo, levantado en el camino por los pies de los viandantes… y él estaba muerto. Y ahora otra vez se hallaba entre los hombres…, los palpaba…, los miraba…, ¡los miraba!… Y por entre los negros redondeles de sus pupilas, como al través de opaco vidrio, miraba a las gentes el más incomprensible Allá.

3

Nadie se preocupaba de Lázaro, amigos y deudos, todos sin excepción, lo habían abandonado y el gran desierto que rodeaba la ciudad santa, llegaba hasta los umbrales mismos de su casa. Y en su casa se metía y en su cuarto se instalaba cual si fuese su mujer y apagaba los fuegos.
Nadie se preocupaba de Lázaro. Una tras otra, fuéronse de su lado sus hermanas… María y Marta… Resistióse mucho a hacerlo Marta, porque no sabía quien iría luego a alimentarlo y le daba lástima y lloraba y oraba. Pero una noche, habiéndose levantado en el desierto un huracán que, silbando, zarandeaba los cipreses sobre el techo, vistióse sus ropas con sigilo y con el mismo sigilo se fue. Seguro que Lázaro oiría el ruido de la puerta que, mal cerrada, volteaba sobre sus goznes bajo los intermitentes embates del viento… pero no se levantó ni salió a mirar. Y toda la noche, hasta ser de día, estuvieron zumbando sobre su cabeza los cipreses y crujiendo, quejumbrosa, la puerta, dando paso franco hasta el interior de la casa, al frío y ansiosamente galopante desierto.
Cual a un leproso huíanle todos y como a un leproso querían colgarle al cuello una campanilla, con el fin de evitar oportunamente su encuentro. Pero hubo quién, palideciendo, dijo que sería terrible eso de oír en el silencio de la noche, al pie de la ventana, el tintineo de la campanilla de Lázaro… y todos también, palideciendo, le dieron la razón.
Y como tampoco él se cuidaba de sí mismo, es posible que se hubiera muerto de hambre, si sus vecinos, por efecto de cierto temor, no se hubieran encargado de llevarle la comida. Valíanse para esto de los niños, que eran los únicos que no se asustaban de Lázaro; sino que, lejos de eso, burlábanse de él, como suelen hacerlo, con inocente crueldad, de todos los desdichados.
Mostrábansele indiferentes, y con la misma indiferencia pagaba Lázaro; no sentía el menor antojo de acariciar sus negras cabecitas ni mirar a sus ojillos, brillantes e ingenuos. Rendida al poder del tiempo y del desierto, derrumbóse su casa, y mucho hacía ya que se le fueran con sus vecinos sus hambrientas escuálidas cabras.
Desgarráronsele también sus lujosas vestiduras nupciales. Según se las pusiera aquel venturoso día, en que tocó la música, así las llevó sin mudárselas, cual si no advirtiese diferencia alguna entre lo nuevo y lo viejo, entre lo roto y lo entero. Aquellos vistosos colores se destiñeron y perdieron su brillo; los malignos perros de la ciudad y los agudos abrojos del desierto convirtieron en andrajos su delicado cíngulo.
Un día, que el implacable sol volviérase un verdugo de toda cosa viva y hasta los escorpiones permanecían amodorrados bajo sus piedras, conteniendo su loca ansia de morder, Lázaro, sentado inmóvil bajo los rayos solares, alzaba a lo alto su azulesco rostro y sus greñudas y salvajes barbazas.
Cuando todavía los hombres le hablaban, preguntáronle una vez:
—Pobre Lázaro, ¿es que te gusta estarte sentado, mirando al sol?
Y contestó él:
—Sí.
Tan grande debía de ser el frío de tres días en la tumba y tan profunda su tiniebla, que no había ya en la tierra calor ni luz bastantes a calentar a Lázaro y a iluminar las sombras de sus ojos, pensaban los preguntones y, suspirando, se alejaban.
Y cuando el globo rojizo, incandescente, se inclinaba hacia la tierra, salíase Lázaro al desierto e iba a plantarse frente al sol como si quisiera cogerlo. Siempre caminaba cara al sol, los que tuvieron ocasión de seguirlo y ver lo que hacía por las noches en el yermo, conservaban indelebles en la memoria la larga silueta de aquel hombre alto, sombrío sobre el rojo y enorme disco encendido del astro. Ahuyentábalos la noche con sus terrores y no llegaban a saber lo que hacía Lázaro en el desierto; pero su imagen negra sobre rojo, quedábaseles grabada en el cerebro, con caracteres imborrables. Como una fiera, que revuelve los ojos y se frota el hocico con sus patas, así también apartaban ellos la vista y se restregaban los ojos; pero la imagen de Lázaro quedaba impresa en ellos hasta la muerte.
Pero había individuos que vivián lejos y nunca habían visto a Lázaro y sólo tenían de él vagas referencias. Por efecto de esa curiosidad irresistible, más poderosa todavía que el miedo, aunque del miedo se nutre, con una íntima burla en el alma, llegábanse a Lázaro, que estaba sentado al sol, y lo interpelaban. Por aquel entonces, ya el aspecto exterior de Lázaro había mejorado y no resultaba tan imponente; así que, al pronto, ellos chascaban los dedos y pensaban que los habitantes de la ciudad santa eran unos estúpidos. Pero luego de terminarse el breve coloquio, cuando ya se iban a sus casas, mostraban un aspecto tal, que en seguida los habitantes de la ciudad santa los conocían y comentaban:
—Todavía hay locos que van a ver a Lázaro —y sonreían compasivos y alzaban al cielo los brazos. Llegaban, con estruendo de armas, valientes guerreros que no conocían el miedo; llegaban, con risas y canciones, jóvenes felices; y discretos publicanos, preocupados con el dinero, y los arrogantes ministros del templo detenían sus rebaños junto al hebreo Lázaro…, pero ninguno volvía de allí como había ido. La misma sombra terrible caía sobre las almas y confería un nuevo aspecto al viejo mundo conocido.
Así expresaban sus sentimientos aquellos que se prestaban aún a hablar:
«Todos los objetos, visibles para los ojos y tangibles para la mano, vuélvense vacíos, livianos y translúcidos… semejantes a claras sombras en la bruma nocturna, así se vuelven porque esa misma gran bruma que envuelve toda la creación, no iluminada por el sol ni por la luna, ni por las estrellas, que cual velo negro infinito arropa a la tierra como una madre, envolvíalos a todos; todos los cuerpos penetrábamos, así el hierro como la piedra y soltábanse las partes del cuerpo, faltas de encaje, y en lo hondo de esas partes penetraba también y disgregábanse las partes en partículas; porque ese gran vacío, que envuelve la creación no se colmaba ni con el sol ni con la luna o las estrellas, sino que imperaba sin límites, por doquiera calaba, separándolo todo, cuerpos de cuerpos y partes de partes; en el vacío hundían sus raíces los árboles y ellos tambien estaban vacíos; en el vacío, amenazando con espectral caída, gravitaban los templos, los palacios y las casas y ellos tambien estaban vacíos; y en el vacío agitábase inquieto el hombre y también resultaba vacío y leve cual una sombra: porque no existía el tiempo y el principio de cada cosa fundíase con su fin; apenas labraban un edificio y aun sus constructores daban martillazos; cuando ya se dejaban ver sus escombros y en el lugar de ellos, el vacío; apenas nacía una criatura, cuando ya sobre su cabeza ardían los blandones fúnebres y se apagaban y ya el vacío ocupaba el lugar del hombre y de los fúnebres blandones; y abrazado por el vacío y la sombra, temblaba sin esperanza el hombre ante el horror de lo Infinito».
Así decían aquellos que aún se prestaban a hablar. Pero es de suponer que aún habrían podido decir más aquellos otros que se negaban a hablar y en silencio morían.

4

Por aquel tiempo había en Roma un escultor famoso. Del barro, el mármol y el bronce creaba cuerpos de dioses y hombres y era tal su divina belleza que todos la reputaban sin igual.
Él, sin embargo, no estaba satisfecho de sus obras y afirmaba que aún había algo más bello que no podía reproducirse ni en el mármol ni en el bronce.
—Aún no pude captar el fulgor de la Tuna —decía— ni tampoco el del sol… y mis mármoles no tienen alma ni mis bellos bronces, vida. —Y cuando las noches de luna, vagaba despacio el artista por la ciudad y, recortando las negras sombras de los cipreses, se deslizaba con su blanco jirón bajo la luna, los amigos que se lo encontraban, echábanse a reír afectuosamente y decían:
—¿Es que andas tras de cazar el fulgor de la luna, Aurelio? ¿Por qué no te trajiste un cesto?
Y él, también riendo, señalaba a sus ojos:
—Estos son mis cestos, en los que recojo la luz de la luna y el resplandor del sol.
Y era verdad; brillaba en sus ojos la luna y el sol resplandecía en ellos. Sólo que no podía trasladarlos al mármol y aquél era el luminoso dolor de su vida.
Procedía de antiguo linaje patricio, estaba casado con una mujer de buena condición, tenía hijos y no podía sufrir deficiencia de ninguna clase.
Luego que hubo llegado a sus oídos la vaga fama de Lázaro, consultó con su mujer y sus amigos y emprendió la larga peregrinación a Judea, al solo fin de ver con sus propios ojos a aquel hombre milagrosamente resucitado. Sentíase por aquel entonces un tanto aburrido y esperaba reavivar con aquel viaje su adormecida atención. Cuanto le habían referido del resucitado, no fue parte a intimidarlo; había meditado mucho sobre la muerte, y aunque no le resultaba simpática, menos simpáticos le eran todavía aquellos que la descartaban de su vida.
—A este lado… la bellísima vida; a este otro… la enigmática muerte —pensaba él— y nada mejor podía discurrir el hombre que lo vivo…, alegrarse con la vida y la belleza es lo vivo. Y hasta sentía cierto presuntuoso deseo; ver a Lázaro con la verdad de sus ojos y volver a la vida su alma de igual modo que volviera su cuerpo. Lo cual le parecía tanto más fácil cuanto que aquellos rumores sobre el resucitado, raros y medrosos, no expresaban toda la verdad acerca de él y solamente de un modo confuso prevenían contra algo espantoso.
Ya se levantaba Lázaro de la piedra para seguir al sol que iba a ocultarse en el desierto, cuando hubo de llegarse a él un opulento romano, seguido de un esclavo armado, y en voz recia, le dijo:
—¡Lázaro!
Y reparó Lázaro en el bello arrogante rostro nimbado por la fama y las radiantes vestiduras y las gemas que centelleaban al sol. Los rojizos rayos del astro daban a la cabeza y a la cara un cierto parecido con el bronce vagamente brillante… y Lázaro lo advirtió. Sentóse dócilmente en su sitio y agobiado, bajó la vista.
—Sí… no tienes nada de bello, mi pobre Lázaro —dijo lentamente el romano, jugando con su cadenilla de oro—. Incluso terrible pareces, mi pobre amigo; y la muerte no anduvo perezosa el día que tan imprudentemente caíste en sus brazos. Pero estás inflado como un tonel y los gordos son gente buenaza, por lo general —decía el gran César— y no me explico por qué la gente te tiene tanto miedo. ¿Me permitirás pasar la noche en tu casa? Es tarde ya y no tengo posada.
Nadie hasta entonces pidiérale hospitalidad por una noche en su casa al resucitado.
—Yo no tengo casa —dijo Lázaro.
—Yo soy algo marcial y puedo dormir sentado —respondióle el romano—. Encenderemos lumbre…
—Yo no tengo fuego.
—Pues entonces, nos sentaremos en la sombra, como dos amigos y conversaremos. Pienso que tendrás algo de vino…
—Yo no tengo vino.
El romano echóse a reír.
—Ahora comprendo por que estás tan sombrío y descontento de tu segunda vida. ¡Te falta el vino! Bien…; es igual, nos pasaremos sin él; mira, hay manantiales cuyas aguas se suben a la cabeza lo mismo que el falerno.
Despidió con un gesto al esclavo y ambos se quedaron solos. Y de nuevo rompió a hablar el escultor; pero habríase dicho que, juntamente con el sol declinante, íbase la vida de sus palabras y quedábanse pálidas y hueras… cual si se tambaleasen sobre sus mal seguros pies, como si resbalasen y cayesen, ebrias de un vino de pena y desesperanza. Y dejáronse ver negros resquicios entre ellas…, cual remotas alusiones al gran vacío y a la gran tiniebla.
—¡Ahora soy tu huésped y no me ofenderás, Lázaro! —dijo—. La hospitalidad es un deber, incluso para quién estuvo muerto tres días. ¡Porque tres días, según me han dicho, estuviste en el sepulcro!… ¡Oh y qué frío debe de hacer allí!… Allí debiste aprender esa mala costumbre de prescindir del fuego, aún en invierno… Con lo amante que soy yo de la luz… y lo pronto que oscurece aquí… Tienes un diseño muy interesante de cejas y frente; se diría las calcinadas ruinas de un palacio, después de un terremoto. ¿Pero por qué vas vestido de un modo tan raro y feo? Yo he visto a los recién casados en vuestro país y hay que ver como van vestidos… de un modo tan ridículo… ¡Tan horrible!… Pero ¿acaso eres tú uno de ellos?
Ocultábase ya el sol, negras sombras gigantescas venían del oriente…; cual pies enormes y descalzos hacían crujir la arena y un leve escalofrío corríase por la espalda.
—En la sombra pareces todavía más grande, Lázaro; se diría que has engordado en este instante. ¿No será que te alimenta la sombra?… Pero yo daría algo por tener aquí fuego…, por poco que fuere…, solamente unas brasas… Si no estuviera esto tan oscuro, diría que me estás mirando, Lázaro… Sí, no hay duda que me miras… Porque lo siento…; sí…, y ahora te has sonreído.
Hízose de noche y el aire se llenó de una pesada negrura.
—¡Qué gusto mañana, cuando vuelva a salir el sol!… Porque has de saber que yo soy un gran escultor, por lo menos eso dicen mis amigos. Yo creo…; sí…, eso se llama crear…; pero para eso necesito la luz del día. Infundo vida al frío mármol, moldeo en el fuego el sonoro bronco, en el radiante, cálido fuego. ¿Por qué me has tocado con tu mano?
—Vámonos —dijo Lázaro—. Eres mi huésped.
Y ambos se encaminaron a la casa. Y la larga noche tendióse por la tierra. No aguardaba el esclavo a su señor y marchó en su busca cuando ya iba alto el sol. Y vio con asombro, cara a los quemantes rayos del sol, que estaban sentados, uno junto al otro, Lázaro y su amo, y fijos en lo alto los ojos, callaban. Echóse a llorar el esclavo y gritó recio:
—Señor, ¿qué te pasa? ¡Señor!
Aquel mismo día regresó el escultor a Roma. Todo el camino fue Aurelio ensimismado y silencioso, mirándolo todo de hito en hito… la gente, los barcos, el mar…, y habríase dicho que hacía esfuerzos por recordar algo. Sobrevino en el mar una recia tempestad y todo el tiempo que duró estúvose Aurelio sobre cubierta mirando las olas que se encrespaban y caían. Al llegar a su casa chocóles a sus deudos el terrible cambio que sufriera; pero él los tranquilizó diciéndoles estas ambiguas palabras:
—Lo encontré.
Y sin quitarse aquel sucio traje con que hiciera el camino, puso inmediatamente manos a la obra, y el mármol plegábase dócil, retumbando bajo los recios martillazos. Larga y tensamente estuvo trabajando el artista, sin siquiera interrumpir su labor para tomar un bocado, hasta que, al fin, una mañana anunció estar ya terminada su obra y mandó llamar a los amigos, severos estimadores y expertos en achaques de buen gusto. Y en tanto llegaban, vistióse ropas suntuosas, de fiesta, brillantes de oro rubio, rojas de púrpura.
—He ahí lo que he creado —dijo pensativo. Miraron sus amigos y la sombra del más profundo agravio cubrió sus semblantes. Era aquello algo monstruoso, sin forma conocida habitual, pero no exento de cierto aire novedoso, de cosa nunca vista. Sobre una tenue, encorvada florecilla, o algo semejante, posábase torcido y raro, el ciego, informe y arrugado pecho de alguien vuelto hacia adentro, de unos trazos que pugnaban impotentes por huir de sí mismos. Y al azar, por debajo de uno de esos salientes, bárbaramente clamantes, veíase una mariposa admirablemente esculpida, de alitas translúcidas, como temblando en impotente ansia de volar.
—¿Por que esa admirable mariposa, Aurelio? —preguntó uno, indeciso.
—No sé —respondióle el escultor.
Pero era preciso decir la verdad; y uno de los amigos, aquel que quería más a Aurelio, con tono firme dijo:
—¡Eso es algo informe, mi pobre amigo! Hay que destruirlo. Dame acá el martillo. —Y de dos martillazos destrozó al monstruoso grupo, dejando sólo aquella mariposa, admirablemente esculpida.
A partir de aquel día, ya no volvió Aurelio a crear nada. Con absoluta indiferencia miraba el mármol y el bronce y todas sus divinas creaciones anteriores, en las cuales anidara la belleza inmortal. Pensando despertarle su antiguo fervor por el trabajo, vivificar su alma mortecina, lleváronlo a contemplar las más bellas obras de otros artistas…, pero no sacudió ante ellas su apatía y la sonrisa no vino a caldear sus cerrados labios. Y sólo, después que le hubieron hablado largo y tendido de la belleza, objetó cansado y bostezante:
—Pues para que lo sepáis, todo eso es… mentira.
Pero de día, en cuanto brillaba el sol, salíase a su espléndido jardín construido con un alarde de arte y buscando allí un lugar adonde no hiciese sombra, entregaba su desnuda cabeza y sus nublados ojos a su brillo y su flama. Revoloteaban por allí mariposas rojas y blancas; en la marmórea fuente corría, chapoteaba el agua, manando de las crispadas fauces de un sátiro; y él se estaba allí sentado, sin moverse… cual pálido trasunto de aquel que en la profunda lejanía, en las mismas puertas del pedregoso yermo, permanecía así también, sentado y sin moverse, bajo los ardientes rayos del sol.

5

Y hete aquí que hubo de llamar a Lázaro a su palacio, el propio divino Augusto.
Vistieron suntuosamente a Lázaro, con solemnes atavíos nupciales, como si el tiempo los legitimase y hasta el fin de sus días hubiese de seguir siendo el navío de una novia ignorada. Parecía como si a un viejo y podrido féretro que ya empezaba a pudrirse y deshacerse, le hubiesen dado capa de oro y colgádole nuevos y alegres cascabeles. Y triunfalmente llevándolo entre todos, todos ataviados y brillantes, cual si de verdad fuese aquel un viaje de bodas y trompeteaban los batidores en sus trompetas pidiendo paso para el legado del emperador. Pero desiertos estaban los caminos de Lázaro; su país entero maldecía ya el nombre del resucitado y el pueblo huía al solo anuncio de su aproximación terrible. Las trompetas eran las únicas que sonaban y el desierto les respondía con sus largos ecos.
Lleváronlo luego por el mar. Y fue el más lujoso y el más triste navío que jamás se hubiese reflejado en las ondas del Mediterráneo. Muchos pasajeros iban a bordo de él, pero resultaba silencioso como una tumba y parecía cual si llorase el agua, al hendirla la aguda y esbelta proa. Solo iba allí sentado Lázaro, expuesta al sol la frente; escuchaba el rumor de las olas y callaba mientras lejos de él, en confuso enjambre de tristes sombras, sentábanse y bostezaban marineros y embajadores. Si en aquellos momentos hubiese estallado una tempestad y desgarrado el viento las rojas velas, es seguro que el bajel habríase hundido, sin que ninguno de los que a bordo llevaba hubiese tenido fuerzas ni deseo de luchar por su vida. Haciendo un supremo esfuerzo, asomábanse algunos a la borda y fijaban ansiosos la vista en el azul, diáfano abismo… ¿No se deslizarían por entre las ondas los hombros rosados de una náyade?… ¿No retozaría en ellas, levantando con sus cascos ruidosos surtidores, algún ebrio centauro, loco de alegría? Pero desierto estaba el mar y mudo y vacío el ecuóreo abismo.
Indiferente recorrió Lázaro las calles de la ciudad eterna. Habríase dicho que toda su riqueza, sus grandes edificios, erigidos por titanes, todo aquel brillo y belleza de un vivir refinado…, eran para él apenas otra cosa que el eco del viento en el desierto, el reflejo de las muertas inestables arenas. Rodaban las carrozas, pasaban densos grupos de gentes recias, gallardas, bellas y altivas, fundadoras de la ciudad eterna y orgullosas partícipes de su vida; sonaban canciones…, reían las fuentes y las mujeres con su risa perlada…, filosofaban los borrachos… y los que no lo estaban escuchaban sus discursos, y los cascos de los corceles aporreaban a más y mejor las piedras del pavimento. Y rodeado por doquiera de alegre rumor, cual un frío manchón de silencio, cruzaba la ciudad el sombrío, pesado Lázaro, sembrando a su paso el desánimo, sombra y una vaga, consuntiva pena.
—¿Quién se atreve a estar triste en Roma? —murmuraban los ciudadanos y fruncían el ceño; pero ya, al cabo de dos días, nadie ignoraba en la curiosa Roma al milagrosamente resucitado y con terror se apartaban de él.
Pero también allí había muchos osados que querían probar sus fuerzas y Lázaro acudía dócilmente a sus imprudentes llamadas. Ocupado en los asuntos de Estado, tardó el emperador en recibirlo y por espacio de siete días enteros anduvo el milagrosamente resucitado por entre la muchedumbre.
Y una vez hubo de llegarse Lázaro a un alegre borracho y éste riendo con sus rojos labios, lo saludó diciendo:
—¡Ven acá, Lazaro, y bebe!… ¡Que Augusto no podrá contener la risa, cuando te vea borracho!
Y reían aquellas mujeres desnudas, borrachas, y ponían pétalos de rosa en las azulosas manos de Lázaro. Pero no bien fijaban los borrachos sus ojos en los ojos de Lázaro… ya se había acabado para siempre su alegría. Toda su vida seguían ya borrachos; no bebían ya, pero no se les pasaba la jumera… y en vez de esa jovial locuacidad que el vino infunde, sueños espantables ensombrecían sus mentes infelices. Sueños horribles venían a ser el único pábulo de sus almas desatentadas. Sueños horribles, lo mismo de noche que de día, tenían los cautivos de sus monstruosos engendros y la muerte misma era menos horrible que aquellos sus fieros pródromos.
Pasó una vez Lázaro por delante de una parejita de jóvenes, que se amaban y eran bellísimos en su amor. Estrechando ufano y recio entre sus brazos a su amada, dijo el joven con honda compasión:
—Míranos, Lázaro, y alégrate con nosotros. ¿Hay acaso en la vida algo más poderoso que el amor?
Y miró Lázaro. Y toda su vida siguieron ellos amándose, pero su amor se les volvió triste y sombrío cual aquellos cipreses sepulcrales, cuyas raíces se nutren de la podredumbre de las tumbas y cuyas agudas y negras copas tiéndense afanosamente al cielo en la plácida hora vespertina. Lanzados por la misteriosa fuerza de la vida uno en brazos del otro, iban sus besos mezclados con lágrimas, su placer, con dolor, y ambos sentíanse como dos esclavos; cual dos sumisos esclavos de la vida exigente y servidores sin rechistar de la amenazante silenciosa Nada. Eternamente unidos, eternamente separados, chisporroteaban como chispas y como chispas se apagaban en la ilimitada oscuridad.
Y pasó Lázaro junto a un orgulloso sabio y el sabio le dijo:
—Yo ya sé todo cuanto puedas decir de horrible, Lázaro… ¿Con qué podrías tu asustarme ya?
Pero al cabo de breve tiempo, ya sintió el sabio que conocer lo horrible… no es todavía lo horrible y que la visión de la muerte… no es todavía la muerte. Y sintió asimismo que la sabiduría y la necedad vienen a ser iguales ante la faz de lo Infinito, porque el Infinito no sabe nada de ellas. Y borróse el lindero entre visión y ceguera, entre verdad y mentira, entre el arriba y el abajo, y su pensamiento informe quedóse colgando en el vacío. Y entonces llevóse el sabio las manos a la cana cabeza y clamó, desolado:
—¡Ay, que no puedo pensar! ¡Que no puedo pensar!
Así perecía, ante la mirada indiferente del milagrosamente resucitado, todo cuanto contribuye a afianzar la vida, el pensamiento y su gozo. Y empezaron los hombres a decir que era peligroso llevarlo a presencia del emperador y que era preferible matarlo y enterrarlo en secreto y decirle al César que había desaparecido no se sabía dónde. Y ya se afilaban los cuchillos y jóvenes leales al poder de la vida, apréstabanse con abnegación al homicidio… cuando Augusto mandó que a la mañana siguiente le llevasen a Lázaro y con ello frustró aquellos planes crueles.
Pero ya que era imposible eliminar del todo a Lázaro acordaron los cortesanos atenuar por lo menos la penosa impresión que producía su rostro. Y a ese fin, reunieron hábiles artistas que, toda la noche trabajaron modelando la cabeza de Lázaro. Le recortaron las barbas, y se las rizaron, dándoles una apariencia grata y bella. Desagradable resultaba aquel mortal viso azul de sus brazos y su cara y con colorete se lo quitaron; blanqueáronle las manos y le arrebolaron las mejillas. Repelentes resultaban aquellas arrugas que el sufrimiento marcara en su rostro senil y se las quitaron y borraron del todo y sobre aquel fondo limpio grabáronle con finos pinceles las arrugas de una benévola risa y de una jovialidad simpática y bonachona.
Con absoluta indiferencia sometióse Lázaro a cuanto quisieron hacerle y quedó pronto convertido en un anciano naturalmente gordo, guapo, apacible y cariñoso abuelo de numerosos nietos. Aún no huyera de sus labios la sonrisa con que contara d divertidos chascarrillos, aún perduraba en el rabillo del ojo una mansa ternura senil… tal hacía pensar. Pero a quitarle sus vestiduras nupciales, no se atrevieron, como tampoco lograron cambiarle los ojos…, aquellos cristalillos opacos y terribles, al trasluz de los cuales miraba a las gentes el propio inescrutable Allá.

6

No impresionaron a Lázaro lo más mínimo los imperiales aposentos. Cual si no advirtiese la diferencia entre su derruida casa, a cuyos umbrales llegaba el desierto, y aquel sólido y bello palacio de mármol…; con esa misma indiferencia miraba y no miraba, al pasar.
Y los recios pisos de mármol parecían volverse bajo sus pies semejantes a las movedizas arenas del yermo y aquella muchedumbre de gentes bien vestidas y arrogantes convertíase en algo así como la vacuidad del aire, bajo su mirada. No lo miraban a los ojos al pasar, temiendo quedar sometidos al terrible poder de sus pupilas; pero cuando por el pesado ruido de sus pisadas sentían que ya pasaba de largo… erguían la frente y con medrosa curiosidad contemplaban la figura de aquel anciano sombrío, corpulento, levemente encorvado, que despacio se adentraba en el propio corazón del imperial palacio.
Si la muerte misma hubiera pasado ante ellos, no los hubiera aterrado más; porque hasta entonces sólo los muertos habían conocido a la muerte, y los vivos sólo de la vida habían, y no había puente alguno entre una y otra. Pero aquel hombre extraordinario conocía a la muerte y tenía una significación ambigua y terriblemente maldita.
—¡Va a matar a nuestro grande, divino Augusto! —pensaban los cortesanos llenos de pavor y lanzaban impotentes maldiciones a la zaga de Lázaro, el cual lentamente y con indiferencia absoluta seguía adelante, adentrándose cada vez más en las honduras del palacio.
Ya estaba también informado el César de la clase de hombre que era Lázaro, y aprestábase a recibirlo. Pero era hombre varonil, sentía toda la magnitud de su enorme e invencible poder y en su fatal entrevista a solas con el milagrosamente resucitado no quería apoyarse en la débil ayuda de la gente. Solo con él, cara a cara los dos, recibió el César a Lázaro.
—No levantes hasta mí tu mirada, Lázaro —ordenóle cuando aquél entró en la cámara—. Me han dicho que tu rostro es semejante al de Medusa y que conviertes en piedra a quien miras. Pero yo quiero mirarte a ti y hablar contigo antes que me conviertas en piedra —añadió con imperial jovialidad, no exenta de terror.
Y llegándose a Lázaro contempló de hito en hito su rostro y sus extrañas vestiduras nupciales. Y padeció el engaño del artístico aliño, aunque su mirar seguía siendo agudo e insolente.
—¡Vaya! Al parecer, no tienes nada de espantoso, respetable anciano. Pero tanto peor para la gente el que lo horrible asuma tan respetable y simpático aspecto. Hablemos ahora.
Sentóse Augusto e interrogando con la mirada tanto como con la palabra, inició el diálogo:
—¿Por que no me has saludado, al entrar?
Lázaro con indiferencia, contestóle:
—No sabía que hubiera que hacerlo.
—Pero ¿quién eres tú?
Con cierto esfuerzo respondió Lázaro:
—Yo he sido un muerto.
—Bien. Ya lo he oído decir. Pero y ahora ¿quién eres?
Lázaro tardó en responder y al cabo repitió con indiferencia y vaguedad:
—Yo he sido un muerto.
—Escúchame, desconocido —dijo el emperador, expresando clara y severamente lo que ya antes pensara— mi imperio es un imperio de vivos; mi pueblo, un pueblo de vivos y no de muertos. Y tú estás de más aquí. No sé quién seas, no sé lo que allí hayas visto…; pero si mientes, abominaré de tu mentira; y si dices verdad…, abominaré de tu verdad. Siento en mi pecho el palpitar de la vida; en mis manos, el poder… y mis altivos pensamientos, igual que las águilas, recorren con sus alas el espacio. Y allí, a mis espaldas, bajo la salvaguardia de mi poderío, bajo las redes de las leyes por mí promulgadas, viven y trabajan y se alegran los hombres. ¿No oyes esta portentosa armonía de la vida? ¿No oyes ese grito de guerra que lanzan las gentes a la faz del que pasa, provocándole a lucha?
Augusto extendió los brazos en actitud de rezo y solemnemente exclamó:
—¡Bendita seas, grande, divina vida!
Pero Lázaro callaba; y con severidad creciente, continuó el emperador:
—Tú estás de más aquí. Tú, despojo lamentable, medio roído por la muerte, infundes a los hombres tristeza y aversión a la vida; tú, como la oruga de los campos, devoras la pingüe mies de la alegría y dejas la baba de la desesperación y el encono. Tu verdad es semejante al puñal tinto en sangre de nocturno asesino… y como a un asesino voy a entregarte al verdugo. Pero antes quiero mirarte a los ojos. Puede que sólo a los cobardes metan miedo y a los valientes les despierten ansias de combate y victoria…, y, si así fuere, no serás digno del suplicio, sino de un premio… Mírame también tú a mí, Lázaro.
Y al principio parecióle al divino Augusto que era un amigo el que lo miraba… que así era de mansa, de tiernamente halagadora la mirada de Lázaro. No terror, sino una dulce serenidad prometía, y a una tierna amante, a una compasiva hermana… o a una madre parecíase lo Infinito. Pero sus abrazos volvíanse cada vez más fuertes y ya la respiración faltábale a los labios ávidos de besos y ya por entre el suave talle del cuerpo asomaban los férreos huesos, apretados en férreo círculo… y unas garras de no se sabía quién rozaban el corazón y en él se clavaban.
—¡Oh, qué dolor! —exclamó el divino Augusto—. ¡Pero mira, Lázaro, mira!
Lentamente abrióse una pesada puerta, cerrada de siglos y por el creciente resquicio, entróse fría y tranquilamente el amenazante horror de lo Infinito. Y he aquí que como dos sombras penetraron allí el inabarcable vacío y la inabarcable tiniebla, y apagaron el sol; lleváronse la tierra de debajo de los pies y la techumbre de sobre las cabezas. Y dejó de doler el desgarrado corazón.
—Mira, mira, Lázaro —ordenó Augusto, tambaleándose.
Detúvose el tiempo y terriblemente se juntaron el principio y el fin de toda cosa. Aún recién levantado el trono, de Augusto derrumbóse y ya el vacío vino a ocupar el lugar del trono y de Augusto. Sin duda alguna, desplomóse Roma y una nueva ciudad vino a ocupar su puesto y también, a su vez, se la tragó el vacío. Cual colosales espectros, caían y desaparecían en el vacío ciudades, imperios y países y con indiferencia se los tragaban, sin hartarse, las negras fauces de lo Infinito.
—Deténte —ordenó el emperador. Y ya en su voz vibraba la indiferencia e inertes colgaban sus manos y en su afanosa lucha con la creciente tiniebla encendíanse y se apagaban sus aquilinos ojos.
—Me has matado, Lázaro —dijo de un modo vago y bostezante.
Y aquellas palabras de desesperanza lo salvaron. Acordóse del pueblo, a cuya defensa venía obligado y un agudo, salvador dolor penetró en su corazón agonizante. «¡Condenados a perecer! —pensó con pena—. Sombras luminosas en la tiniebla de lo infinito —pensó con espanto—, frágiles arterias con hervorosa sangre, corazones que saben del dolor y la gran alegría —pensó con ternura».
Y así pensando y sintiendo, inclinando la balanza ya del lado de la vida, ya del lado de la muerte, volvióse con lentitud a la vida para en sus dolores y sus goces, encontrar amparo contra las tinieblas del vacío y el espanto de lo Infinito.
—¡No; no me has matado, Lázaro! —dijo con firmeza—. ¡Pero yo voy a matarte a ti! ¡Ven acá!
Aquella noche, comió y bebió con especial fruición el divino Augusto. Mas de cuando en cuando flaqueábale en el aire la levantada mano y un opaco brillo deslucía el radiante fulgor de sus ojos aquilinos… otras el horror corríale en doloroso escalofrío por las piernas. Vencido, pero no muerto, esperando fríamente su hora, cual una negra sombra permaneció toda su vida a su cabecera, imperando por las noches y cediendo dócilmente los claros días, a los sufrimientos y goces del vivir.
Al día siguiente, por orden del emperador, con un hierro candente quemáronle a Lázaro los ojos y lo volvieron a su tierra. A quitarle la vida no fue osado el divino Augusto.
Volvió Lázaro a su desierto y acogiólo el desierto con sus vientos de alentar sibilante y su calcinante sol. De nuevo se sentó sobre la piedra, levantando a lo alto sus greñudas barbas salvajes y dos negros huecos en lugar de sus quemados ojos, miraban estúpida y terriblemente al cielo. En la lejanía, zumbaba y rebullíase inquieta la ciudad santa; pero en su proximidad todo estaba yermo y mudo; nadie se acercaba al lugar donde dejaba correr los días el milagrosamente resucitado y hacía ya mucho tiempo que los vecinos abandonaran su casa.
Traspasado por el hierro candente hasta lo hondo del meollo, su maldita fama manteníase allí como en emboscada; como desde una emboscada lanzaba él miles de ojos invisibles sobre el hombre… y ya no osaba nadie mirar a Lázaro.
Pero al atardecer, cuando enrojeciendo y guiñando, declinaba el Sol hacia su ocaso, lentamente íbase tras él el ciego Lázaro. Tropezaba con los guijos y caía, obeso y débil; a duras penas se levantaba y seguía andando; y sobre el rojo fondo del poniente, su negro torso y sus tendidos brazos, dábanle un prodigioso parecido con la cruz.
Y sucedió que salió un día al desierto y ya no volvió más. Así por lo visto, acabó la segunda vida de Lázaro, el que había pasado tres días bajo el misterioso poder de la muerte y resucitado milagrosamente después.
(Tomado de las Obras Completas de Andreiev, traducidas del ruso por Rafael Cansinos Assens, y publicadas en la colección Obras Eternas de Editorial Aguilar, que ha autorizado la inclusión de este cuento en la presente edición).

viernes, 31 de julio de 2020

11 LA FUENTE DE LAS FLORES DE DURAZNO T’ao Yuan-Ming T’AO YUAN-MING, delicado poeta chino, nació en el año 365 y murió en el 427 de nuestra era. Breve tiempo funcionario, prefirió el retiro de su hogar y su jardín. Su filosofía está compendiada en el siguiente canto fúnebre compuesto por él: «Si existe la vida, es necesaria la muerte./ Morir demasiado pronto no es un destino cruel./ Ayer era un hombre con todos vosotros,/ ahora estoy con las sombras./ El alma vuela y parte no se sabe adónde,/ el cuerpo inerte yace en el ataúd./ Mis hijas llamarán a su padre en vano,/ mis amigos llorarán inclinándose./ Yo no sabré de lo verdadero y lo falso / no sentiré el bien ni el mal/ Dentro de diez mil años/ ¿quién pensará en mi vergüenza o en mi gloria?/ El único pesar que traigo de la vida/ es no haber bebido suficiente vino». Bajo la dinastía de las Tsin, un hombre de Wu-Ling, pescador de oficio, se extravió siguiendo un río y ya no sabía cuánto camino había recorrido. De improviso descubrió un bosque de durazneros en flor que se alzaba en ambas orillas, a varios centenares de pasos, sin que hubiese allí un árbol de otra especie diferente. Los matorrales florecidos eran bellos y perfumados y los pétalos caídos cubrían el suelo. El pescador, después de admirar el espectáculo, reanudó su camino, queriendo llegar al extremo del bosque. Este terminaba en la fuente misma del río. Allí encontró una montaña. En la montaña había un pequeño túnel a través del cual le pareció ver luz. Abandonando entonces su barca, entró en esa caverna. Al principio era muy angosta, permitiendo apenas el paso de un hombre. Mas cuando hubo recorrido varias decenas de pasos arribó de pronto a un espacio descubierto y claro. El terreno era llano; la planicie se extendía a la distancia y se veían hermosas casas. Había campos bien cultivados y bellos estanques, bosquecillos de moreras y de bambúes. Los caminos eran numerosos; por doquier se oían cantar los gallos y ladrar los perros. Pero los hombres y las mujeres que iban y venían, paseando o trabajando, vestían como extranjeros. Y todos, desde los ancianos de cabellos amarillentos hasta los niños desgreñados, tenían aspecto apacible y feliz. Cuando descubrieron al pescador, se quedaron asombrados. Le preguntaron de dónde venía, y él les contó. Entonces lo invitaron a entrar en una casa donde le ofrecieron vino y mataron una gallina para obsequiarlo. Y cuando en la aldea se supo que había llegado un hombre, todos vinieron para hablarle e interrogarlo. En cuanto a ellos mismos, le explicaron que sus antepasados, huyendo de las agitaciones de su época, trayendo a sus mujeres, niños y amigos, habían venido a refugiarse en ese rincón perdido de donde jamás volvieron a salir y donde no tenían ningún contacto con el mundo de afuera. Preguntaron al pescador que dinastía reinaba entonces en China; ni siquiera habían oído hablar de la dinastía Han, y mucho menos de las siguientes. El pescador les contó en detalle cuanto sabía, y ellos lo escuchaban suspirando. Luego los demás habitantes lo invitaron uno tras otro a sus casas y todos le ofrecieron bebidas y alimentos. Después de permanecer allí algunos días, el pescador se dispuso a partir. Entonces esos hombres del interior de la montaña le suplicaron que no hablara de ellos. A la salida encontró su barca y emprendió el regreso, señalando cuidadosamente su itinerario. Cuando arribó a la ciudad, se presentó al prefecto y le narró to sucedido. El prefecto despachó a sus hombres para reconocer el camino. Buscaron las señales del pescador, pero bien pronto se extraviaron y no pudieron encontrar el buen camino. Lieu Tseu-Ki, de Nan-Yang, letrado de mucho mérito, oyendo entusiasmado referir esta historia, quiso ir personalmente. Pero sus indagaciones no tuvieron éxito. Poco más tarde enfermó y murió, y no hubo desde entonces quien saliera en busca de la fuente. (Traducido de la ANTHOLOGIE RAISONNÉE: DE LA LITTÉRATURE CHINOISE de G. Margoulies).

11
La fuente de las flores de durazno

T’ao Yuan-Ming

T’AO YUAN-MING, delicado poeta chino, nació en el año 365 y murió en el 427 de nuestra era. Breve tiempo funcionario, prefirió el retiro de su hogar y su jardín. Su filosofía está compendiada en el siguiente canto fúnebre compuesto por él:

«Si existe la vida, es necesaria la muerte./ Morir demasiado pronto no es un destino cruel./ Ayer era un hombre con todos vosotros,/ ahora estoy con las sombras./ El alma vuela y parte no se sabe adónde,/ el cuerpo inerte yace en el ataúd./ Mis hijas llamarán a su padre en vano,/ mis amigos llorarán inclinándose./ Yo no sabré de lo verdadero y lo falso / no sentiré el bien ni el mal/ Dentro de diez mil años/ ¿quién pensará en mi vergüenza o en mi gloria?/ El único pesar que traigo de la vida/ es no haber bebido suficiente vino».

 

Bajo la dinastía de las Tsin, un hombre de Wu-Ling, pescador de oficio, se extravió siguiendo un río y ya no sabía cuánto camino había recorrido. De improviso descubrió un bosque de durazneros en flor que se alzaba en ambas orillas, a varios centenares de pasos, sin que hubiese allí un árbol de otra especie diferente. Los matorrales florecidos eran bellos y perfumados y los pétalos caídos cubrían el suelo.

El pescador, después de admirar el espectáculo, reanudó su camino, queriendo llegar al extremo del bosque. Este terminaba en la fuente misma del río. Allí encontró una montaña. En la montaña había un pequeño túnel a través del cual le pareció ver luz.

Abandonando entonces su barca, entró en esa caverna. Al principio era muy angosta, permitiendo apenas el paso de un hombre. Mas cuando hubo recorrido varias decenas de pasos arribó de pronto a un espacio descubierto y claro.

El terreno era llano; la planicie se extendía a la distancia y se veían hermosas casas. Había campos bien cultivados y bellos estanques, bosquecillos de moreras y de bambúes. Los caminos eran numerosos; por doquier se oían cantar los gallos y ladrar los perros. Pero los hombres y las mujeres que iban y venían, paseando o trabajando, vestían como extranjeros. Y todos, desde los ancianos de cabellos amarillentos hasta los niños desgreñados, tenían aspecto apacible y feliz.

Cuando descubrieron al pescador, se quedaron asombrados. Le preguntaron de dónde venía, y él les contó. Entonces lo invitaron a entrar en una casa donde le ofrecieron vino y mataron una gallina para obsequiarlo. Y cuando en la aldea se supo que había llegado un hombre, todos vinieron para hablarle e interrogarlo.

En cuanto a ellos mismos, le explicaron que sus antepasados, huyendo de las agitaciones de su época, trayendo a sus mujeres, niños y amigos, habían venido a refugiarse en ese rincón perdido de donde jamás volvieron a salir y donde no tenían ningún contacto con el mundo de afuera.

Preguntaron al pescador que dinastía reinaba entonces en China; ni siquiera habían oído hablar de la dinastía Han, y mucho menos de las siguientes.

El pescador les contó en detalle cuanto sabía, y ellos lo escuchaban suspirando. Luego los demás habitantes lo invitaron uno tras otro a sus casas y todos le ofrecieron bebidas y alimentos.

Después de permanecer allí algunos días, el pescador se dispuso a partir. Entonces esos hombres del interior de la montaña le suplicaron que no hablara de ellos. A la salida encontró su barca y emprendió el regreso, señalando cuidadosamente su itinerario. Cuando arribó a la ciudad, se presentó al prefecto y le narró to sucedido. El prefecto despachó a sus hombres para reconocer el camino. Buscaron las señales del pescador, pero bien pronto se extraviaron y no pudieron encontrar el buen camino.

Lieu Tseu-Ki, de Nan-Yang, letrado de mucho mérito, oyendo entusiasmado referir esta historia, quiso ir personalmente. Pero sus indagaciones no tuvieron éxito. Poco más tarde enfermó y murió, y no hubo desde entonces quien saliera en busca de la fuente.

(Traducido de la ANTHOLOGIE RAISONNÉE: DE LA LITTÉRATURE CHINOISE de G. Margoulies).


miércoles, 29 de julio de 2020

10 El que se enterró Miguel de Unamuno. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO IV.



10
El que se enterró

Miguel de Unamuno
Filósofo, catedrático y filólogo, fugaz novelista poeta y dramaturgo, pero sobre todo ensayista volcado hacia la realidad viva de las cosas y principalmente de España, Don MIGUEL DE UNAMUNO puso un estilo vigoroso, capaz de la diatriba pero también de la emoción, al servicio de un pensamiento lúcido y original. De su obra numerosa y perdurable, citaremos: El Sentimiento Trágico de la Vida, Vida de Don Quijote y Sancho Panza, Contra Esto y Aquello, Niebla, Tres Novelas Ejemplares y un Prólogo, La Agonía del Cristianismo.
Nació en Bilbao en 1864. Murió en Salamanca en 1937.

Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió mi amigo. El joven jovial, dicharachero y descuidado, habíase convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso.
Sus momentos de abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para adivinar la causa de aquel misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas.
Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto; «Bueno, vas a saber lo que me ha pasado, pero lo exijo, por lo que lo sea más Santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme». Se lo prometí con toda solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio, donde nos encerramos.
Desde antes de su cambio no había yo entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado en nada, pero ahora me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan sorprendente.
Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo, señalándomelo:
—Ahí sucedió la cosa.
Le miré sin comprenderle.
Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía que hacer.
Dos o tres veces intentó empezar a hablar y otras tantas tuvo que dejarlo. Estuve a punto de rogarle que dejase su confesión, pero la curiosidad pudo en mí más que la piedad, y es sabido que la curiosidad es una de las cosas que más hacen al hombre cruel. Se quedó un momento con la cabeza entre las manos y la vista baja; se sacudió luego como quien adopta una súbita resolución, me miró fijamente y con unos ojos que no le conocía antes, y empezó:
—Bueno; tú no vas a creerme ni palabra de lo que te voy a contar, pero eso no importa. Contándotelo me libertaré de un grave peso, y me basta.
No recuerdo que le contesté, y prosiguió:
—Hace cosa de año y medio, meses antes del misterio, caí enfermo de terror. La enfermedad no se me conocía en nada ni tenía manifestación externa alguna, pero me hacía sufrir horriblemente. Todo me infundía miedo, y parecía envolverme una atmósfera de espanto. Presentía peligros vagos. Sentía a todas horas la presencia invisible de la muerte, pero de la verdadera muerte, es decir, del anonadamiento.
»Despierto, ansiaba porque llegase la hora de acostarme a dormir, y una vez en la cama me sobrecogía la congoja de que el sueño se adueñara de mí para siempre. Era una vida insoportable, terriblemente insoportable. Y no me sentía ni siquiera con resolución para suicidarme, lo cual pensaba yo entonces que sería un remedio. Llegué a temer por mi razón…».
—Tenía miedo, como lo tenía de todo. Y este miedo fue creciendo de tal modo, que llegué a pasarme los días enteros en este cuarto y en este sillón mismo en que ahora estoy sentado, con la puerta cerrada, y volviendo a cada momento la vista atrás. Estaba seguro de que aquello no podía prolongarse y de que se acercaba la catástrofe o lo que fuese. Y en efecto llegó.
—¿Y cómo no consultaste con un especialista? —le dije por decirle algo.
Aquí se detuvo un momento y pareció vacilar. —No te sorprenda el que vacile —prosiguió— porque lo que vas a oír no me lo he dicho todavía ni a mí mismo. El miedo era ya una cosa que me oprimía por todas partes, que me ponía un dogal al cuello y amenazaba hacerme estallar el corazón y la cabeza. Llegó un día, el siete de septiembre, en que me desperté en el paroxismo del terror; sentía acorchados cuerpo y espíritu. Me preparé a morir de miedo. Me encerré como todos los días aquí, me senté donde ahora estoy sentado, y empecé a invocar a la muerte. Y es natural, llegó. —Advirtiéndome la mirada, añadió tristemente—: Sí, ya sé lo que piensas, pero no me importa.
Y prosiguió:
—A la hora de estar aquí sentado, con la cabeza entre las manos y los ojos fijos en un punto vago más allá de la superficie de esta mesa, sentí que se abría la puerta y que entraba cautelosamente un hombre. No quise levantar la mirada. Oía los golpes del corazón y apenas podía respirar. El hombre se detuvo y se quedó ahí, detrás de esa silla que ocupas, de pie, y sin duda mirándome.
»Cuando pasó un breve rato me decidí a levantar los ojos y mirarlo. Lo que entonces pasó por mí fue indecible; no hay para expresarlo palabra alguna en el lenguaje de los hombres que no se mueren sino una sola vez. El que estaba ahí, de pie, delante mío, era yo, yo mismo, por lo menos en imagen. Figúrate que estando delante de un espejo, la imagen que de ti refleja en el cristal se desprende de éste, toma cuerpo y se te viene encima…».
—Sí, una alucinación… —murmuré.
—De eso ya hablaremos —dijo y siguió:
—Pero la imagen del espejo ocupa la postura que ocupas y sigue tus movimientos, mientras que aquel, mi yo de fuera estaba de pie, y yo, el yo de dentro de mí, estaba sentado.
»Por fin el otro se sentó también, se sentó donde tú estás sentado ahora, puso los codos sobre la mesa como tú los tienes, se cogió la cabeza, como tú la tienes, y se quedó mirándome como me estás ahora mirando».
Temblé sin poder remediarlo al oírle esto, y él, tristemente, me dijo:
—No, no tengas también tú miedo; soy pacífico.
Y siguió:
—Así estuvimos un momento, mirándonos a los ojos el otro y yo, es decir, así estuve un rato mirándome a los ojos. El terror se había transformado en otra cosa muy extraña y que no soy capaz de definirte; era el colmo de la desesperación resignada. Al poco rato sentí que el suelo se me iba de debajo de los pies, que el sillón se me desvanecía, que el aire iba enrareciéndose, las cosas todas que tenía a la vista, incluso mi otro yo, se iban esfumando, y al oír al otro murmurar muy bajito y con los labios cerrados: «Emilio, Emilio», sentí la muerte. Y me morí.
Yo no sabía que hacer al oírle esto. Me dieron tentaciones de huir, pero la curiosidad venció en mí al miedo. Y él continuó:
—Cuando al poco rato volví en mí, es decir, cuando al poco rato volví al otro, o sea, resucité, me encontré sentado ahí, donde tú te encuentras ahora sentado y donde el otro se había sentado antes, de codos en la mesa y cabeza entre las palmas contemplándome a mí mismo, que estaba donde ahora estoy.
»Mi conciencia, mi espíritu, había pasado del uno al otro, del cuerpo primitivo a su exacta reproducción. Y me vi, o vi mi anterior cuerpo, lívido y rígido, es decir, muerto. Había asistido a mi propia muerte. Y se me había limpiado el alma de aquel extraño terror. Me encontraba triste, muy triste, abismáticamente triste, pero sereno y sin temor a nada. Comprendí que tenía que hacer algo; no podía quedar así y aquí el cadáver de mi pasado.
»Con toda tranquilidad reflexioné lo que me convenía hacer. Me levanté de esa silla, y tomándome el pulso, quiero decir, tomando el pulso al otro, me convencí de que ya no vivía.
»Salí del cuarto dejándolo aquí encerrado, bajé a la huerta, y con un pretexto me puse a abrir una gran zanja. Ya sabes que siempre me ha gustado hacer ejercicio en la huerta. Despaché a los criados y esperé la noche. Y cuando la noche llegó cargué a mi cadáver a cuestas y lo enterré en la zanja. El pobre perro me miraba con ojos de terror, pero de terror humano; era, pues, su mirada una mirada humana. Le acaricié diciéndole: “No comprendemos nada de lo que pasa amigo, y en el fondo no es esto más misterioso que cualquier otra cosa…”».
—Me parece una reflexión demasiado filosófica para ser dirigida a un perro —le dije.
—¿Y por qué? —replicó—. ¿O es que crees que la filosofía humana es más profunda que la perruna?
—Lo que creo es que no lo entendería.
—Ni tú tampoco, y eso que no eres perro.
—Hombre, sí, yo lo entiendo.
—¡Claro, y me crees loco!…
Y como yo callara, añadió:
—Te agradezco ese silencio. Nada odio más que la hipocresía. Y en cuanto a eso de las alucinaciones, he de decirte que todo cuanto percibimos no es otra cosa, y que no son sino alucinaciones nuestras impresiones todas. La diferencia es de orden práctico. Si vas por un desierto consumiéndote de sed y de pronto oyes el murmurar del agua de una fuente y ves el agua, todo esto no pasa de alucinación. Pero si arrimas a ella tu boca y bebes y la sed se te apaga, llamas a esta alucinación una impresión verdadera, de realidad. Lo cual quiere decir que el valor de nuestras percepciones se estima por su efecto práctico. Y por su efecto práctico, efecto que has podido observar por ti mismo, es por lo que estimo lo que aquí me sucedió y acabo de contarte. Porque tú ves bien que yo, siendo él mismo, soy, sin embargo, otro.
—Esto es evidente…
—Desde entonces las cosas siguen siendo para mí las mismas, pero las veo con otro sentimiento. Es como si hubiese cambiado el tono, el timbre de todo. Vosotros creéis que soy yo el que he cambiado y a mí me parece que lo que ha cambiado es todo lo demás.
—Como caso de psicología… —murmuré.
—¿De psicología? ¡Y de metafísica experimental!
—¿Experimental? —exclamé.
—Ya lo creo. Pero aún falta algo. Ven conmigo.
Salimos de su cuarto y me llevó a un rincón de la huerta. Empecé a temblar como un azogado, y él, que me observó, dijo:
—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡También tú! ¡Ten valor, racionalista!
Me percaté entonces de que llevaba un azadón consigo. Empezó a cavar con él mientras yo seguía clavado al suelo por un extraño sentimiento, mezcla de terror y de curiosidad. Al cabo de un rato se descubrió la cabeza y parte de los hombros de un cadáver humano, hecho ya casi esqueleto. Me lo señaló con el dedo diciéndome:
—¡Mírame!
Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Volvió a cubrir el hueco. Yo no me movía.
—¿Pero qué te pasa, hombre? —dijo sacudiéndome el brazo.
Creí despertar de una pesadilla. Lo miré con una mirada que debió de ser el colmo del espanto.
—Sí —me dijo—, ahora piensas en un crimen; es natural. ¿Pero has oído tú de alguien que haya desaparecido sin que se sepa su paradero? ¿Crees posible un crimen así sin que se descubra al cabo? ¿Me crees criminal?
—Yo no creo nada —le contesté.
—Ahora has dicho la verdad; tú no crees en nada y por no creer en nada no te puedes explicar cosa alguna, empezando por las más sencillas. Vosotros, los que os tenéis por cuerdos, no disponéis de más instrumentos que la lógica, y así vivís a obscuras…
—Bueno —le interrumpí—, ¿y todo esto qué significa?
¡Ya salió aquello! Ya estás buscando la solución o la moraleja. ¡Pobres locos! Se os figura que el mundo es una charada o un jeroglífico cuya solución hay que hallar. No, hombre, no; esto no tiene solución alguna, esto no es ningún acertijo ni se trata aquí de simbolismo alguno. Esto sucedió tal cual te lo he contado, y si no me lo quieres creer, allá tú.
Después que Emilio me contó esto y hasta su muerte, volví a verle muy pocas veces, porque rehuía su presencia. Me daba miedo. Continuó con su carácter mudado, pero haciendo una vida regular y sin dar el menor motivo a que se le creyese loco.
Lo único que hacía era burlarse de la lógica y de la realidad. Se murió tranquilamente, de pulmonía, y con gran valor. Entre sus papeles dejó un relato circunstanciado de cuanto me había contado y un tratado sobre la alucinación. Para nosotros fue siempre un misterio la existencia de aquel cadáver en el rincón de la huerta, existencia que se pudo comprobar.
En el tratado a que hago referencia sostenía, según me dijeron, que a muchas, a muchísimas personas les ocurren durante la vida sucesos trascendentales, misteriosos, inexplicables, pero que no se atreven a revelar por miedo a que se les tenga por locos.
«La lógica —dice— es una institución social y la que se llama locura una cosa completamente privada. Si pudiéramos leer en las almas de los que nos rodean veríamos que vivimos envueltos en un mundo de misterios tenebrosos, pero palpables».
(Extraído de De Esto y Aquello, t. II, por gentileza de Editorial Sudamericana S. A., Buenos Aires).

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