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El
que se enterró
Miguel de Unamuno
Filósofo, catedrático y filólogo, fugaz novelista poeta
y dramaturgo, pero sobre todo ensayista volcado hacia la realidad viva de las
cosas y principalmente de España, Don MIGUEL DE UNAMUNO puso un estilo
vigoroso, capaz de la diatriba pero también de la emoción, al servicio de un
pensamiento lúcido y original. De su obra numerosa y perdurable, citaremos: El Sentimiento Trágico de la Vida, Vida de
Don Quijote y Sancho Panza, Contra Esto y Aquello, Niebla, Tres Novelas
Ejemplares y un Prólogo, La Agonía del Cristianismo.
Nació en Bilbao en 1864. Murió en Salamanca en
1937.
Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió
mi amigo. El joven jovial, dicharachero y descuidado, habíase convertido en un
hombre tristón, taciturno y escrupuloso.
Sus momentos de abstracción eran frecuentes y
durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo.
Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la
extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de
resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas
inquisiciones emprendimos para adivinar la causa de aquel misterioso cambio de
carácter fueron inquisiciones infructuosas.
Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia
cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una
resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto; «Bueno, vas a saber lo
que me ha pasado, pero lo exijo, por lo que lo sea más Santo, que no se lo
cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme». Se lo prometí con toda
solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio, donde nos encerramos.
Desde antes de su cambio no había yo entrado en
aquel su cuarto de estudio. No se había modificado en nada, pero ahora me
pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su
estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan
sorprendente.
Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de
vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba
examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me
dijo, señalándomelo:
—Ahí sucedió la cosa.
Le miré sin comprenderle.
Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba
al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a
temblar. Yo no sabía que hacer.
Dos o tres veces intentó empezar a hablar y otras
tantas tuvo que dejarlo. Estuve a punto de rogarle que dejase su confesión,
pero la curiosidad pudo en mí más que la piedad, y es sabido que la curiosidad
es una de las cosas que más hacen al hombre cruel. Se quedó un momento con la
cabeza entre las manos y la vista baja; se sacudió luego como quien adopta una
súbita resolución, me miró fijamente y con unos ojos que no le conocía antes, y
empezó:
—Bueno; tú no vas a creerme ni palabra de lo que te
voy a contar, pero eso no importa. Contándotelo me libertaré de un grave peso,
y me basta.
No recuerdo que le contesté, y prosiguió:
—Hace cosa de año y medio, meses antes del
misterio, caí enfermo de terror. La enfermedad no se me conocía en nada ni tenía
manifestación externa alguna, pero me hacía sufrir horriblemente. Todo me
infundía miedo, y parecía envolverme una atmósfera de espanto. Presentía
peligros vagos. Sentía a todas horas la presencia invisible de la muerte, pero
de la verdadera muerte, es decir, del anonadamiento.
»Despierto, ansiaba porque llegase la hora de
acostarme a dormir, y una vez en la cama me sobrecogía la congoja de que el
sueño se adueñara de mí para siempre. Era una vida insoportable, terriblemente
insoportable. Y no me sentía ni siquiera con resolución para suicidarme, lo
cual pensaba yo entonces que sería un remedio. Llegué a temer por mi razón…».
—Tenía miedo, como lo tenía de todo. Y este miedo
fue creciendo de tal modo, que llegué a pasarme los días enteros en este cuarto
y en este sillón mismo en que ahora estoy sentado, con la puerta cerrada, y
volviendo a cada momento la vista atrás. Estaba seguro de que aquello no podía
prolongarse y de que se acercaba la catástrofe o lo que fuese. Y en efecto
llegó.
—¿Y cómo no consultaste con un especialista? —le
dije por decirle algo.
Aquí se detuvo un momento y pareció vacilar. —No te
sorprenda el que vacile —prosiguió— porque lo que vas a oír no me lo he dicho
todavía ni a mí mismo. El miedo era ya una cosa que me oprimía por todas
partes, que me ponía un dogal al cuello y amenazaba hacerme estallar el corazón
y la cabeza. Llegó un día, el siete de septiembre, en que me desperté en el
paroxismo del terror; sentía acorchados cuerpo y espíritu. Me preparé a morir
de miedo. Me encerré como todos los días aquí, me senté donde ahora estoy
sentado, y empecé a invocar a la muerte. Y es natural, llegó. —Advirtiéndome la
mirada, añadió tristemente—: Sí, ya sé lo que piensas, pero no me importa.
Y prosiguió:
—A la hora de estar aquí sentado, con la cabeza
entre las manos y los ojos fijos en un punto vago más allá de la superficie de
esta mesa, sentí que se abría la puerta y que entraba cautelosamente un hombre.
No quise levantar la mirada. Oía los golpes del corazón y apenas podía
respirar. El hombre se detuvo y se quedó ahí, detrás de esa silla que ocupas,
de pie, y sin duda mirándome.
»Cuando pasó un breve rato me decidí a levantar los
ojos y mirarlo. Lo que entonces pasó por mí fue indecible; no hay para
expresarlo palabra alguna en el lenguaje de los hombres que no se mueren sino
una sola vez. El que estaba ahí, de pie, delante mío, era yo, yo mismo, por lo
menos en imagen. Figúrate que estando delante de un espejo, la imagen que de ti
refleja en el cristal se desprende de éste, toma cuerpo y se te viene encima…».
—Sí, una alucinación… —murmuré.
—De eso ya hablaremos —dijo y siguió:
—Pero la imagen del espejo ocupa la postura que
ocupas y sigue tus movimientos, mientras que aquel, mi yo de fuera estaba de
pie, y yo, el yo de dentro de mí, estaba sentado.
»Por fin el otro se sentó también, se sentó donde
tú estás sentado ahora, puso los codos sobre la mesa como tú los tienes, se
cogió la cabeza, como tú la tienes, y se quedó mirándome como me estás ahora
mirando».
Temblé sin poder remediarlo al oírle esto, y él,
tristemente, me dijo:
—No, no tengas también tú miedo; soy pacífico.
Y siguió:
—Así estuvimos un momento, mirándonos a los ojos el
otro y yo, es decir, así estuve un rato mirándome a los ojos. El terror se
había transformado en otra cosa muy extraña y que no soy capaz de definirte;
era el colmo de la desesperación resignada. Al poco rato sentí que el suelo se
me iba de debajo de los pies, que el sillón se me desvanecía, que el aire iba
enrareciéndose, las cosas todas que tenía a la vista, incluso mi otro yo, se
iban esfumando, y al oír al otro murmurar muy bajito y con los labios cerrados:
«Emilio, Emilio», sentí la muerte. Y me morí.
Yo no sabía que hacer al oírle esto. Me dieron
tentaciones de huir, pero la curiosidad venció en mí al miedo. Y él continuó:
—Cuando al poco rato volví en mí, es decir, cuando
al poco rato volví al otro, o sea, resucité, me encontré sentado ahí, donde tú
te encuentras ahora sentado y donde el otro se había sentado antes, de codos en
la mesa y cabeza entre las palmas contemplándome a mí mismo, que estaba donde
ahora estoy.
»Mi conciencia, mi espíritu, había pasado del uno
al otro, del cuerpo primitivo a su exacta reproducción. Y me vi, o vi mi
anterior cuerpo, lívido y rígido, es decir, muerto. Había asistido a mi propia
muerte. Y se me había limpiado el alma de aquel extraño terror. Me encontraba
triste, muy triste, abismáticamente triste, pero sereno y sin temor a nada.
Comprendí que tenía que hacer algo; no podía quedar así y aquí el cadáver de mi
pasado.
»Con toda tranquilidad reflexioné lo que me
convenía hacer. Me levanté de esa silla, y tomándome el pulso, quiero decir,
tomando el pulso al otro, me convencí de que ya no vivía.
»Salí del cuarto dejándolo aquí encerrado, bajé a
la huerta, y con un pretexto me puse a abrir una gran zanja. Ya sabes que
siempre me ha gustado hacer ejercicio en la huerta. Despaché a los criados y
esperé la noche. Y cuando la noche llegó cargué a mi cadáver a cuestas y lo
enterré en la zanja. El pobre perro me miraba con ojos de terror, pero de
terror humano; era, pues, su mirada una mirada humana. Le acaricié diciéndole:
“No comprendemos nada de lo que pasa amigo, y en el fondo no es esto más
misterioso que cualquier otra cosa…”».
—Me parece una reflexión demasiado filosófica para ser
dirigida a un perro —le dije.
—¿Y por qué? —replicó—. ¿O es que crees que la
filosofía humana es más profunda que la perruna?
—Lo que creo es que no lo entendería.
—Ni tú tampoco, y eso que no eres perro.
—Hombre, sí, yo lo entiendo.
—¡Claro, y me crees loco!…
Y como yo callara, añadió:
—Te agradezco ese silencio. Nada odio más que la
hipocresía. Y en cuanto a eso de las alucinaciones, he de decirte que todo
cuanto percibimos no es otra cosa, y que no son sino alucinaciones nuestras
impresiones todas. La diferencia es de orden práctico. Si vas por un desierto
consumiéndote de sed y de pronto oyes el murmurar del agua de una fuente y ves
el agua, todo esto no pasa de alucinación. Pero si arrimas a ella tu boca y
bebes y la sed se te apaga, llamas a esta alucinación una impresión verdadera,
de realidad. Lo cual quiere decir que el valor de nuestras percepciones se
estima por su efecto práctico. Y por su efecto práctico, efecto que has podido
observar por ti mismo, es por lo que estimo lo que aquí me sucedió y acabo de
contarte. Porque tú ves bien que yo, siendo él mismo, soy, sin embargo, otro.
—Esto es evidente…
—Desde entonces las cosas siguen siendo para mí las
mismas, pero las veo con otro sentimiento. Es como si hubiese cambiado el tono,
el timbre de todo. Vosotros creéis que soy yo el que he cambiado y a mí me
parece que lo que ha cambiado es todo lo demás.
—Como caso de psicología… —murmuré.
—¿De psicología? ¡Y de metafísica experimental!
—¿Experimental? —exclamé.
—Ya lo creo. Pero aún falta algo. Ven conmigo.
Salimos de su cuarto y me llevó a un rincón de la
huerta. Empecé a temblar como un azogado, y él, que me observó, dijo:
—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡También tú! ¡Ten valor,
racionalista!
Me percaté entonces de que llevaba un azadón
consigo. Empezó a cavar con él mientras yo seguía clavado al suelo por un
extraño sentimiento, mezcla de terror y de curiosidad. Al cabo de un rato se
descubrió la cabeza y parte de los hombros de un cadáver humano, hecho ya casi
esqueleto. Me lo señaló con el dedo diciéndome:
—¡Mírame!
Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Volvió a cubrir
el hueco. Yo no me movía.
—¿Pero qué te pasa, hombre? —dijo sacudiéndome el
brazo.
Creí despertar de una pesadilla. Lo miré con una
mirada que debió de ser el colmo del espanto.
—Sí —me dijo—, ahora piensas en un crimen; es
natural. ¿Pero has oído tú de alguien que haya desaparecido sin que se sepa su
paradero? ¿Crees posible un crimen así sin que se descubra al cabo? ¿Me crees
criminal?
—Yo no creo nada —le contesté.
—Ahora has dicho la verdad; tú no crees en nada y
por no creer en nada no te puedes explicar cosa alguna, empezando por las más
sencillas. Vosotros, los que os tenéis por cuerdos, no disponéis de más
instrumentos que la lógica, y así vivís a obscuras…
—Bueno —le interrumpí—, ¿y todo esto qué significa?
¡Ya salió aquello! Ya estás buscando la solución o
la moraleja. ¡Pobres locos! Se os figura que el mundo es una charada o un
jeroglífico cuya solución hay que hallar. No, hombre, no; esto no tiene
solución alguna, esto no es ningún acertijo ni se trata aquí de simbolismo
alguno. Esto sucedió tal cual te lo he contado, y si no me lo quieres creer,
allá tú.
Después que Emilio me contó esto y hasta su muerte,
volví a verle muy pocas veces, porque rehuía su presencia. Me daba miedo.
Continuó con su carácter mudado, pero haciendo una vida regular y sin dar el
menor motivo a que se le creyese loco.
Lo único que hacía era burlarse de la lógica y de
la realidad. Se murió tranquilamente, de pulmonía, y con gran valor. Entre sus
papeles dejó un relato circunstanciado de cuanto me había contado y un tratado
sobre la alucinación. Para nosotros fue siempre un misterio la existencia de
aquel cadáver en el rincón de la huerta, existencia que se pudo comprobar.
En el tratado a que hago referencia sostenía, según
me dijeron, que a muchas, a muchísimas personas les ocurren durante la vida
sucesos trascendentales, misteriosos, inexplicables, pero que no se atreven a
revelar por miedo a que se les tenga por locos.
«La lógica —dice— es una institución social y la
que se llama locura una cosa completamente privada. Si pudiéramos leer en las
almas de los que nos rodean veríamos que vivimos envueltos en un mundo de
misterios tenebrosos, pero palpables».
(Extraído de De Esto y Aquello, t. II, por gentileza
de Editorial Sudamericana S. A., Buenos Aires).
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