viernes, 22 de mayo de 2020

3 Alrededores de la ausencia Noël Devaulx. ANTOLOGÍA DE CUENTOS EXTRAÑOS.



3
 Alrededores de la ausencia
 Noël Devaulx
De NOËL DEVAULX, escritor francés contemporáneo, solo sabemos que es o ha sido viajante de comercio, que Jean Paulhan —en el postfacio a L’Auberge Parpillon— lo considera autor de «alegorías sin explicación y parábolas sin clave», «poeta oscuro», y que; acaso en contradicción con esos juicios, le debemos esta fábula transparente, plena de ternura y simple belleza.       Estaba leyendo en el quiosco chino cuando un campanilleo tan leve que habría podido creerse un engaño del viento me hizo dejar a un lado el libro y aguardar una confirmación. Y en efecto, luego se oyó un segundo llamado, aún más incierto y menos diverso de los ruidos del campo. Salí del pabellón echando pestes contra el intruso, algún vagabundo que acudía a mendigar pan antes del viernes, día en que se lo distribuye a los pobres, cuando vi una chiquilla de ocho a diez años que en puntas de pie trataba de alcanzar el cordón para llamar por tercera vez. Había dejado, junto a ella, una maletita como las que yo solía preparar de niño, para mis viajes imaginarios, pero envuelta en una funda que a mí no se me habría ocurrido y que daba visos de autenticidad a ese vagabundeo precoz. Por fin alcanzó el cordón provocando un sostenido repiqueteo que la dejó totalmente aturdida, tanto más cuanto que los postigos de la cocina restallaron y apareció en el umbral el ama de llaves, muy tiesa en su ropa de domingo y dispuesta a dar una lección a la descarada, sorprendida en flagrante delito. Me adelanté para evitar un drama, escoltado de cerca por Madame Grande Yvonne, nombre que la gobernanta debe a mi hermana mayor, de quien fue nodriza, y al cual se ha agregado el título de «Madame» para consagrar sus altas funciones.
            —¿A dónde vas, pequeña? —le pregunté con ese tono con que intentaba simular ante los pilletes ladrones y depredadores de nidos una severidad de propietario, y que reforzaba aún más la costumbre que tengo de aconsejar paternalmente a los niños.
            —Aquí —respondió.
            No pude disimular una sonrisa, y ella, que sin duda aguardaba ansiosamente el resultado de su treta, rompió a reír, tranquilizada, con una confianza que me conmovió.
            Del mismo lado de la reja y de las convenciones, Madame Grande Yvonne y yo examinamos estupefactos a aquella visitante extenuada pero decidida, encantadora aunque vestida como una pobre, y sin confesárnoslo ya habíamos consumado la mitad de la traición. Así entró ella en nuestra casa, en nuestras vidas —digo «nuestras» porque mi mayordomo con faldas fue conquistado tan rápidamente como su amo—, con tanta naturalidad como si siempre hubiéramos formado parte de su imperio infantil.
            Aquella misma noche, cuando se quedó dormida (cosa que conseguimos no sin dificultad, debido, creo, al enervamiento del viaje, o a nuestra torpeza, pues tan pronto la reñíamos como la acunábamos), celebramos un consejo, en el que después de haber cambiado graves reflexiones sobre la tristeza de los tiempos y el abandono de la infancia, y de haber examinado minuciosamente das hipótesis más pesimistas sobre el sentido moral de los padres, confeccionamos la lista del ajuar, de las provisiones y aun el programa de estudios, que no puedo releer sin reírme: estaba lejos de pensar que mi humilde colaboradora desempeñaría en esto un papel rector, por su competencia en los quehaceres domésticos y su conocimiento de las cosas del campo. A tal punto exageramos nuestras propias luces…
            La casa es lo más incómoda que se pueda imaginar y toda en corredores; una casa solariega que han desfigurado sucesivamente los granjeros que la arrendaron mucho tiempo y el gusto por un medioevo excesivo que profesaba la tía de quien la heredé. La fachada, un poco seca, cuidadosamente desahogada de rosales trepadores y de las asimetrías que en ella aclimataba la vida, es de un hermoso fin de siglo XV. Sobre el granito se destacan los marcos de la puerta y de las ventanas, en piedra azulada de Kersanton. Ese rostro terroso de ojeras profundas se rodea de geranios frescos y de rosas, como de una vieja beldad.
            A no ser por el absurdo de un quiosco chino de vidrios multicolores, por las yucas, por un presuntuoso jardín de invierno, el conjunto no estaría desprovisto de armonía. Un huerto rodeado de gruesos muros favorables a las plantas trepadoras, rebosante de flores y legumbres, prolonga la casa, de la que está separado por una zanja antaño unida al estanque, pero que hoy parece no tener otra razón de ser que esa encantadora pasarela sobre la que se abre la puerta de la torre. Una higuera se agobia hasta rozar las ventanas de la trascocina. Cada una de las tres entradas restantes se halla en mitad de un muro, de suerte que los cuadros están repartidos con tierna simetría entre dos alamedas perpendiculares. En el centro, los castaños circundan un estanque encenagado por las hojas muertas. El recinto está tan bien protegido por sus altos muros y el ruedo de árboles, que una mimosa ha consentido en instalarse en él, seducida por el zumbido de las abejas. Vista de aquí, con su ancho tejado que se inclina para abrigar la torrecilla, la casa cuya fachada es quizá demasiado grave me parece más dulce y más familiar.
            Este doble carácter de vieja barraca conmovedora y de mansión señorial vuelve a encontrarse en la disposición de sus dependencias. Raras son las habitaciones de acceso directo. Algunas se abren sobre la escalera de caracol, otras en corredores sombríos, limitados por las paredes de inmensas salas. Este loteo, practicado con tanto acierto como en los terrenos suburbanos, ha cortado en dos una gran chimenea o un ajimez cuyo arquibanco ha sido sacrificado. Es justo añadir que las paredes de abeto están cubiertas de falsos tapices a los que indefinidas hileras paralelas de leones rampantes dan cierta atmósfera heráldica.
            Los cuartos serían tristes si el paisaje que desde ellos se contempla no fuera una fuente siempre renovada de satisfacción y de paz. Una avenida majestuosa, concebida para el regreso de las partidas de caza sobre la blanda alfombra del otoño, donde ya no se aventuran las calesas, sube desde la hondonada donde se recata la casa solariega, y su larga procesión hacia la campiña a menudo brumosa lleva el espíritu a esas colinas boscosas al pie de las cuales se presiente el mar. Esta avenida casi regia, desproporcionada a la casa a donde conduce, dispone las hileras de sus hayas en una espaciosa nave central y en dos naves laterales que forman una masa frondosa y compacta, a la que se ordena todo el paisaje circundante. A cien pasos de la reja embiste bruscamente el muro cubierto de musgo, que a través de un pórtico ruinoso solo deja pasar la alameda central; y esta cruza sobre un terraplén lo que antaño fue un estanque. Lo divide esa elevación del terreno en dos saetines, entre los que trabajaba un molino: el molino es ahora la casa del cuidador, y el estanque una pradera. Olvidaba la exquisita capilla cubierta de un tejado tan bajo que de a trechos lo roza la hierba, y al que el único vitral levanta sin ceremonias para mirar curiosamente a las visitas.
            Ese nuevo mundo, con sus archipiélagos y sus colonias, fue apenas un bocado para nuestra fugitiva. Ya al día siguiente de su llegada, en un abrir y cerrar de ojos y en dos o tres excursiones vertiginosas, había explorado el dominio a su manera. Comprendí en seguida que, contrariamente a lo que yo imaginaba de una visión infantil (en la que me parecían preponderantes ciertos detalles que nosotros no habríamos advertido), era el conjunto lo que poseía para ella una fisonomía y sin duda un olor especial; y el afectuoso conocimiento que en nuestros mejores momentos tenemos de una casa, de un paisaje, debía ser, si no me engaño, su manera habitual de percibir.
            Lo cierto es que, una vez libre, cuando hubo adoptado el perro del molino, el bebé de la cuidadora y una coneja con una graciosa mancha en la nariz, debí ejercitar una tenacidad poco común para persistir en el interrogatorio que me había parecido hábil postergar hasta que descansara esa primera noche. Aun así, mis preguntas más premeditadas solo obtuvieron resultados irrisorios.
            Debí recurrir a la Grande Yvonne, cuyo empirismo apenas consiguió algunas ventajas secundarias. Concluimos que la niña debía ser huérfana, no porque esto respondiera a nuestros secretos deseos, sino porque cuando tratábamos de interrogarla sobre su madre, su mirada se clavaba a lo lejos, y esa palabra no despertaba en ella ninguno de los sentimientos violentos que habíamos temido. A juzgar por vagos indicios, nos pareció que pertenecía a una familia acomodada, pero su país, por mucho que insistiéramos, era imposible de identificar, y se reducía a un palomar suficientemente reconocible por su rumor de alas y a un camino interminable cuyo valladar estaba poblado de cantos.
            Apenas habíamos extraído de sus descripciones un dato utilizable cuando lo enredaba todo de nuevo mezclando elementos visiblemente imaginarios, o bien, no teniendo ojos más que para el presente, añadía: «Este es mi país», y llevaba la confusión a su colmo. Su equipaje no pudo suministrarnos indicios más coherentes: un perro de lana negra al que le faltaba un ojo y al que todas las noches había que acostar a su lado era, con un chaleco descosido, lo que en él había de más explícito. La funda no traía inicial. En aquel revoltijo reconocí también una budinera aplastada, un carretel vacío, los restos de un ajuar, cintas, hilo de seda rosa y una gruesa aguja de zurcir.
            Después de darle mil vueltas al asunto, decidí publicar un anuncio donde no sin repugnancia y contra la formal opinión del «Concejo» incluí su fotografía. Presté mi declaración ante los gendarmes y el secretario de la Alcaldía, quienes me escucharon con el más vivo interés. El secretario, antiguo patrón de barca, enternecido y deseoso de complacerme, tomó el asunto tan a pecho y desplegó tanto celo que bien pronto evité encontrarlo, cansado de enterarme diariamente de sus nuevos descubrimientos y de oírle decir que seguía una buena pista. Al mismo tiempo consulté a mi abogado en vista de una posible adopción.
            Bien pronto fue necesario aceptar la evidencia: la gramática y la aritmética le disgustaban tanto como la atraían los quehaceres domésticos y la cocina. No porque fuese poco dotada, sino porque sin duda su herencia la inclinaba más a los trabajos manuales que al estudio, contradiciendo una distinción natural en sus modales y manera de expresarse, que me había asombrado desde el primer momento. Me prestó un poco más de atención en botánica y geografía, en lo que yo mismo estaba muy flojo y reducido a los manuales. Su obediencia era ejemplar, mas resultaba tan evidente que se aburría, y se embrollaba de tan buena fe en la terminología más elemental, que después de haber perseverado honestamente un mes, variado mis métodos, amenizado la clase con sesiones de prestidigitación y gritos de animales —cosas todas estas por las que revelaba pronunciada afición—, debí inclinarme ante el cepillo y la gamuza. Pero si bien los quehaceres domésticos y las labores de aguja ejercían sobre ella tal seducción (lo que llenaba de orgullo el corazón de Madame Grande Yvonne), no por eso dejaba de ser el juego su verdadero elemento, y el vaciado de un flan o de una tarta no podía alejarla por mucho tiempo de un partido de croquet.
            Como yo vacilaba en darle por amigos a los ganapanes de la aldea, brutales y mentirosos, de suerte que los compañeros de su edad quedaban reducidos al chico del molino y al viejo podenco, sacaba de su propia cosecha los figurantes y el decorado de una comedia inagotable. La vida familiar y social: comidas, viajes, visitas, constituía el tema de una especie de ballet con transformaciones parecidas a las de un sueño, donde un poco de barro resultaba una torta de chocolate y una hoja de acebo un escalope; donde ella misma interpretaba los personajes más diversos: un guarda de tranvía, sugerido por una hilera de sillas; el salvaje emplumado y armado hasta los dientes, cuya vida primitiva transcurría bajo una alfombra sostenida por un palo de escoba; el ama de casa afligida por una criada insoportable, y esa misma criada charlando con el almacenero.
            Pero me equivocaría si dijera que esta pasión del juego era una pasión exclusiva, pues la Grande Yvonne, muy piadosa ella misma, me hizo notar desde los primeros días la inclinación que nuestra protegida mostraba por la plegaria. En efecto, ponía en ella la misma avidez, la misma energía infatigable que en sus pantomimas y en sus brincos. La capilla la había fascinado inmediatamente. Desde la muerte del capellán, yo no tenía autorización para conservar la hostia y rara vez se cantaba allí la misa. Pero tocábamos el Angelus y los granjeros vecinos se reunían para la oración de la tarde. Clara —es tarde para decir que se llamaba así, y sin embargo ese nombre no debía significar para mí, al cabo de tantos años, otra cosa que luz y paz—; Clara, apenas arrodillada, se sumía en un recogimiento tan profundo que la plegaria de los mayores, torpe o distraída, me asombraba de pronto como el aturdimiento de un ciego.
            A menudo, cuando la creíamos en el molino o paseando con el podenco, la sorprendíamos en una de esas conversaciones silenciosas que me parecían excesivamente graves para su edad, y de buena gana habría compartido yo el ingenuo temor, abrigado por Madame Grande Yvonne, de que los niños demasiado piadosos no estuviesen destinados al cielo. Sin embargo, una autoridad no menos considerable era de opinión diferente: el cura de la aldea, hombre excéntrico pero bueno, había empezado a dar clases particulares a Clara, abreviándole la enseñanza del catecismo con el fin de que ese mismo año pudiera tomar la primera comunión. Y cuando yo mismo iba a buscarla al presbiterio, los días en que mi trabajo no adelantaba, en que tenía necesidad de refrescar mis ideas, hablábamos de ese fervor que me parecía revelar una perturbadora discordancia en un carácter tan exuberante. Pero el anciano sacerdote, que durante mucho tiempo frecuentara la infancia más desheredada de las ciudades, había observado a menudo las mismas tendencias profundas, y pensaba que lo sobrenatural era la atmósfera ordinaria de esas almas que aún no han atesorado su amor ni su tiempo.
            —Porque la divisa de los hombres de negocios —me decía— trasciende en mucho su pensamiento: el oro es literalmente el pasado mezquino, el porvenir frío y temeroso. Nada obliga tanto a la Providencia como el espíritu de abandono, resorte de esas vidas nuevas y pródigas, y si el ángel que las asiste ve en el cielo la faz de Dios, ellas, en este mundo, ven a menudo ese ángel que las custodia.
            Se mostraba encantado de una réplica de Clara, sobre la que volvía a menudo. Para ilustrar una lección sobre los ángeles y mostrar que están siempre a nuestro lado en las circunstancias peligrosas, refería la aventura de un chiquillo que a pesar de hallarse sobre la acera estuvo a punto de ser aplastado por un acoplado sin gobierno. El vehículo, cargado de hierro, rozó al chico y, al parecer, le arrancó su cartera de colegial. A lo que Clara repuso:
            —Entonces habrá sido el ángel guardián quien sufrió el revolcón.
            El buen sacerdote, echándose a reír, no distó mucho de hallar una confirmación de sus puntos de vista allí donde yo, conociendo a la maliciosa chiquilla, sospechaba que se trataba de otra cosa enteramente distinta.
            De esta malicia que a veces lindaba con el descaro, yo mismo he conservado punzantes recuerdos, y a medida que el alivio de mi pena me permite evocarlos con mayor serenidad, más me asombra su profunda lección.
            Alarmado por el vacío que se producía en mi huerto y que comprometía la cosecha, en vez de reprender a la culpable, intenté neciamente vincular ese pecadillo a los grandes principios e hice de ello ocasión para un sermón en tres puntos digno del Vicario de Wakefield. Admití, como buen horticultor, que mis productos eran particularmente sabrosos, y la tentación muy comprensible, pero añadí que era preciso saber privarse de lo más agradable, no en previsión de las conservas de frutas que se preparan para el invierno —cosa que ese año sería imposible— sino por amor del buen Dios. Escuchó mi filípica sin decir palabra, con una compunción que me pareció poco auténtica. Luego no pensé más en el asunto.
            Poco después debíamos festejar el día de Santa Clara. La Grande Yvonne había empezado, con mucha anticipación, a encerrarse en el office con su ayudante de cocina, preparando sus recetas. Yo había ocultado cuidadosamente, para ofrecerlo a Clara la noche de la fiesta, un horno magnífico, algo más que un juguete, en el que se podía preparar una verdadera comida, provisto de una chimenea acodada con su correspondiente mariposa y de un reluciente escalfador, amén de los atizadores y un surtido de sartenes. Reconozco que en estas ocasiones la gobernanta y yo hacíamos gala de una gran emulación y acaso —quién sabe— un poco de celos. Y, cosa bastante divertida, manteníamos el uno respecto del otro, y ambos ante la niña, idéntico secreto.
            Asistí pues, pensando que ya llegaría mi turno, al triunfo de mi rival y aplaudí los pichones rellenos, las tartaletas de fresas silvestres, el monumental diplomático. Clara comió hasta hartarse, como si la hubiéramos tenido ayunando ocho días. Debí rechazar la mezquina e inoportuna idea de que mis consejos de mortificación no habían obtenido el resultado deseable. Madame Grande Yvonne, abrazada, halagada, ostentaba una alegría poco discreta, y aunque parezca cómico, yo tenía prisa por que llegara la noche.
            Ahora bien, ante el magnífico regalo que, según advertí, impresionaba a la concurrencia, Clara permaneció perfectamente insensible: «No sabía dónde poner un juguete tan pesado. Además, era un objeto inútil, ya que ella solía acercarse a la gran cocina de la casa e inclusive estaba autorizada a vigilar la sopa que hervía en el fogón, lo que era mucho más peligroso». Llegó a pretender que su muñeca preferida se quemaría al tocar el hornillo, o se rasgaría el vestido con los mangos de las sartenes. Yo no me atrevía a mirar a Madame Grande Yvonne. Pero cuando llegó la noche, al besarla antes de dormirse, interrogué a la pequeña Clara. Ella me escrutó con insolencia apenas disimulada, y repitiendo textualmente el sermón que yo temía no hubiese ejercido en ella el menor efecto, me aseguró que por amor a mí se había privado de aquello que le resultaba más agradable. Y dicho esto cayó sumida en profundo sueño, y tuve que aguardar hasta el día siguiente, después de una noche de humillantes reflexiones, para retractarme honorablemente y acabar con esa querella inútil.
            Naturalmente, el argumento de una chiquilla, por extravagante que fuese, no podía poner en tela de juicio, contra el sentimiento unánime de la Tradición, el valor de la ascesis. Pero me fue más fácil pensar que existieran ciertas almas superiores, almas de santos o de niños, para quienes los dones de Dios excluyen toda segunda intención, para quienes el Valde bonum de la Creación, lejos de ser un comunicado oficial o un slogan electoral, fuese una realidad comestible.
            En conjunto, sin embargo, la educación moral de mi pupila me proporcionaba menos sinsabores que la esfera de los conocimientos prácticos. Sin excesiva amargura delegué en el ama de llaves la enseñanza doméstica, pero cuando nos paseábamos los tres por el bosque, yo envidiaba sus disertaciones sobre el pico verde o el cucú, la hormiga león, la culebra y la comadreja, evidentemente plenas de leyenda y falsarias de la realidad, pero que Clara, es preciso reconocerlo, escuchaba sin fatigarse. Infinitamente curiosa de los animales, así como de los nombres familiares de las flores, que recogía en grandes ramilletes campestres, lo era aún más de los trabajos y las vidas de los campesinos. Y como era la época de la trilla, la Grande Yvonne la llevaba a dar grandes caminatas, a las que no me invitaban por temor de perturbar ese misterioso trabajo, al que rodeaba la atmósfera de espanto del sacerdocio antiguo. Al regreso, yo sabía qué eras habían visitado, en qué granjas habían bebido leche cuajada y saboreado hojuelas. El viento nos traía de los cuatro puntos del horizonte un zumbido de trilladoras, y siempre quedaba una, un poco más lejos, que no habían visitado, de suerte que Clara solo me dedicaba los días de lluvia.
            Entonces, en los ratos que le dejaban libres sus quehaceres en la cochera, en la cocina o en la capilla, la enseñanza de las artes que no me eran disputadas tendría, en justicia, que haberme resarcido de mis afrentas en otros dominios. Y en efecto, durante mucho tiempo creí que esa satisfacción me sería acordada. Infortunadamente, la pequeña Clara tenía el peor gusto imaginable. Lo ridículo, inclusive lo absurdo, la atraían invenciblemente. El quiosco chino, con sus vidrios de colores y su complicado techo, era su ideal en arquitectura, y poco a poco había atestado su cuarto de todos los bibelots que yo había proscrito del salón y relegado a las buhardillas, de donde desenterraba con infalible instinto los más atroces: un pozo de porcelana que se podía llenar de agua y cuyo mecanismo funcionaba aún, un barómetro con muñecos que trajo mi tía de unas vacaciones alpinas, una celda de carmelita cuyas paredes de vidrio dejaban ver hasta las pantuflas y el misal; más aún, bajo enormes globos de cristal, una multitud de caracolas, una colección de cruces, un arbusto petrificado.
            Me esforcé por corregir ese gusto vulgar. Tengo algunos buenos cuadros que en aquella época, es cierto, palidecían junto a inmensos mazacotes —el lado flaco de mi herencia— que no me atrevía a quitarme de encima antes de la desaparición total de mi parentela. Pero a mi Rouault y mi Cézanne, a pesar de todos mis esfuerzos por disuadirla, mi discípula prefería las abominables copias de Murillo y de Zurbarán que nos había impuesto la ascendencia española de mi tía. En mis álbumes, el único que gozaba de su buena opinión era Louis Lenain, por la figura del niño que disimula tras una chimenea o en la abertura de una puerta. Tímido, aunque curioso del mundo de los mayores abrumados por las preocupaciones, ese personaje ínfimo y por añadidura inútil agradaba a Clara en virtud de no sé qué secreta afinidad. En suma, solo admitía la pintura en la medida en que pudiese reconocer fácilmente el tema, y su repulsión por la Inmaculada Concepción que sirve de retablo al altar (repulsión tanto más sorprendente para mí cuanto que nada diferenciaba ese cuadro de los horrores del salón) se debía, según ella, a que la santa Virgen era irreconocible.
            Nuestra música, que siempre he considerado nuestra actividad más elevada y diferente de la de Virtudes y Serafines solo en esto: en que nos vemos obligados a volver las páginas, nuestra música le era igualmente extraña. Mal pianista, no podía yo aspirar a develarle sus arcanos. Solo toco para mí, y siempre que una especie de necesidad me impulse a revivir aquellas entre mis obras predilectas que están por azar al alcance de mi mano. Esto no impidió que me sintiera profundamente lastimado cuando al concluir aquella Alemanda de Mozart que me había costado varias semanas de estudio, o tal exquisita melodía que preludia una Suite de Bach y que me parecía cargada de cosas inefables, la veía defraudada, como si le hubiese ofrecido, para engañarla, el papel cuidadosamente plegado de un bombón o la cáscara vacía de una naranja. Pero cesé de atribuir esa indiferencia a la mala calidad de mi ejecución cuando después de comprar un gramófono le hice escuchar a Horowitz y a Gieseking. Porque la frase o la cadencia perturbadoras a las que mi vida me parece tan ligada que sigo con angustia la curva que las lleva a resolverse, cuando quería comprobar si la habían conmovido, me valían una mirada de profunda conmiseración.
            Felizmente, pasábamos el anochecer sentados en un banco de piedra delante de la casa y Madame Grande Yvonne respetaba nuestro coloquio. Mirando las estrellas, que son un frágil vínculo entre la tierra y el cielo, rivalizábamos en desentrañar las formas más diversas en las nubes ya vacilantes, en los árboles, sobre todo en los abetos, donde esas formas se prodigan. Y mis ocasionales hallazgos atenuaban quizá el desfavorable juicio que se formaba Clara de mis dones.
            A medida que se modificaban, una a una, mis ideas sobre la educación de las niñas, nos acercábamos a la fecha fijada para la primera comunión. Ella se mostraba tan recoleta que me costaba trabajo deshacerme de las necias aprensiones que ya he mencionado, y según esta inquietud, renovaba otra, descubría en el fondo de mis menores alegrías el temor, a decir verdad nunca adormecido, de que la pequeña Clara me fuese reclamada. Un sentimiento de precariedad echaba a perder hasta sus muestras de ternura.
            Una noche en que la preocupación del trabajo que estaba realizando me tenía despierto más tarde de lo habitual, creí oír un ligero roce en el descanso, contra la puerta de mi cuarto. Sin duda había soñado, entre dormido y despierto, e iba a dormirme definitivamente esta vez cuando un ruido de pasos, discreto pero prolongado, me aterrorizó. Sabe Dios qué ideas atravesaron mi espíritu en aquel instante. La más tranquilizadora era que la niña, no pudiendo conciliar el sueño e ignorando los temores nocturnos, bajaba a la cochera para entregarse a su juego favorito. Porque esa cochera tiene una extraña ubicación dentro de la misma casa. Es un recinto inmenso, que se extiende a todo lo ancho del edificio, con una puerta que desemboca en el aguilón. Desde el interior se llega a ella a través de un pasaje abovedado y de varios peldaños, bajo la escalera de caracol. Guarda tres vehículos antiguos: una diligencia inglesa, una jardinera y una calesa que constituían, como fácilmente se adivina, una fuente de apasionantes aventuras, indefinidamente renovadas. Me incorporé y salí silenciosamente. Desde el descanso que domina la hélice de piedra vi entonces, en mitad de la escalera, iluminada de espalda por la luna que entraba por una saetera, a Clara, sentada en camisa de dormir y con los cabellos aureolados de luz. No muy seducido por este nuevo capricho, pensé mandarla a dormir, cuando un cuchicheo me detuvo. Clara rezaba, velando sobre la casa y sin duda sobre mí mismo. Me invadió un extraño sentimiento de respeto y volví a mi lecho en silencio.
            Por lo demás, el mundo invisible con que ella estaba tan familiarizada y que irrita nuestros ojos de carne parecía desplazar sus fronteras a su arbitrio. Y aunque mis impresiones sean tan frágiles cuanto es posible y, fríamente consideradas, el buen sentido las rechace con violencia, debo reconocer que en algunos raros momentos pude creer que la atmósfera de la casa estaba llena de presencias, o bien yo salía del sueño con un soplo sobre los ojos.
            Sin embargo, las cosas seguían su curso habitual. Madame Grande Yvonne se aprestaba a superar en mucho las hazañas de la fiesta de Santa Clara. La víspera de la solemnidad, los preparativos se multiplicaron febrilmente; los cristales y la platería brillaban sobre el aparador; la costurera hilvanaba un pliegue, retocaba un frunce, secundada por nuestra postulante, cuya piedad no le impedía, en absoluto, mirarse al espejo. Nos acostamos muy tarde en la emoción del júbilo del siguiente día.
            Pero a la mañana no la encontramos. No estaba en su cama, ni orando en la escalera, ni en el fondo del break, ni en el huerto. Los granjeros salieron a buscarla, en automóvil o en bicicleta. Yo telefoneé a las gendarmerías y puse sobre aviso a los pescadores que habían sido sus amigos. Luego, muy rápidamente, comprendimos que se había ido como vino y que a esa hora estaría llamando a otra reja, contestando: «Aquí es» y llevando a otros su alegría.
            Sin convicción me dirigí a los periódicos y a las agencias, y vi nuevamente al secretario de la Alcaldía, quien debió abandonar una pista todavía fresca para lanzarse a una búsqueda diametralmente opuesta.
            No obstante, una cosa permanecía inconcebible para Madame Grande Yvonne y para mí: que ella se hubiera sustraído, no a nuestras torpes atenciones, sino a ese don de Dios al que la sentíamos tan maravillosamente predispuesta. Hasta que pocos días más tarde cayó bajo mis ojos una frase de la Epístola a los Hebreos que me hizo renunciar a toda búsqueda:
            «No olvidéis la hospitalidad. Al practicarla, algunos —sin saberlo— han albergado ángeles».
fUENTE:
Título original: Antología del cuento extraño 1

            AA. VV., 1976

            Selección y noticias biográficas: Rodolfo Walsh

            Traducción: Rodolfo Walsh


            Editor digital: Ascheriit

jueves, 21 de mayo de 2020

2 La estatua de sal Leopoldo Lugones.



2
 La estatua de sal
 Leopoldo Lugones
Poeta de inagotables recursos verbales y pictóricos (Las Montañas del Oro, Los Crepúsculos del Jardín, Lunario Sentimental, Odas Seculares, Poemas Solariegos, Romances de Río Seco), historiador ocasional (Las Misiones Jesuíticas), ensayista (El Payador), biógrafo de Ameghino y Sarmiento, frustrado novelista (El Ángel de la Sombra), político y estudioso, LEOPOLDO LUGONES cultivó también el cuento fantástico, con exacto conocimiento de la técnica narrativa. Sus relatos están reunidos en dos libros: Las Fuerzas Extrañas y Cuentos Fatales.Nació Lugones en Río Seco, provincia de Córdoba, en 1871. Murió en el Tigre, en 1938.         He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:
            —Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, solo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómades que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora confúndense en una misma tristeza. Solo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, agua del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, lo sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme Nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír, me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios lo haya acogido en su gracia. Amén.
            Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitaron muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y, sin embargo, los sacrificios y las oraciones de los justos son los clavos del techo del universo.
            Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas, traíanle cada tarde algunos granos y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.
            Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, estas, asustadas de pronto, echaron a volar abandonándolo. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarlo con santas palabras, lo invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviera anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.
            Transcurrieron siete días. El caminante refirió se peregrinación desde Cesárea a orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.
            —He visto los cadáveres de las ciudades malditas —dijo una noche a su huésped—; he mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.
            —Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma —dijo en voz baja Sosistrato.
            —Sí, conozco el pasaje —añadió el peregrino—. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena…
            —Es la justicia de Dios —exclamó el solitario
            —¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? —replicó suavemente el viajero, que parecía docto en letras sagradas—. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?…
            Después de estas palabras, ambos entregáronse al sueño. Fue aquella la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato; y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satanás en persona.
            El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, libertar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En estas luchas transcurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
            Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerlo. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándolo como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíalo en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
            Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya: trozos de arco, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún… El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.
            Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.
            Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años; y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba. Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo.
            Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, en vuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo que se levantaba en ella. Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; ¡esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua.
            Ya no recordaba nada. Solo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar… el incendio… la catástrofe… las ciudades ardidas… todo aquello se desvanecía en una clara visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado!
            Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y solo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer, ¡esa mujer le era conocida!
            Entonces una ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
            —Mujer, respóndeme una sola palabra.
            —Habla… pregunta…
            —¿Responderás?
            —¡Sí, habla; me has salvado!
            Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
            —Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.
            Una voz anudada de angustia, le respondió:
            —Oh, no… ¡Por Elohim, no quieras saberlo!
            —¡Dime qué viste!
            —No… no… ¡Sería el abismo!
            —Yo quiero el abismo.
            —Es la muerte…
            —¡Dime qué viste!
            —¡No puedo… no quiero!
            —Yo te he salvado.
            —No… no…
            El sol acababa de ponerse.
            —¡Habla!
            La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
            —¡Por las cenizas de tus padres!…
            —¡Habla!
            Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.
Bibliografía:

Título original: Antología del cuento extraño 1

            AA. VV., 1976

            Selección y noticias biográficas: Rodolfo Walsh

            Traducción: Rodolfo Walsh

            Editor digital: Ascheriit

miércoles, 20 de mayo de 2020

El misántropo J. D. Beresford



AA. VV.
 Antología del cuento extraño 1
Antología del cuento extraño
  Título original: Antología del cuento extraño 1

            AA. VV., 1976

            Selección y noticias biográficas: Rodolfo Walsh

            Traducción: Rodolfo Walsh

            Editor digital: Ascheriit

           
             

1


  El misántropo
 J. D. Beresford

JOHN DAVYS BERESFORD nació en 1873, en Peterborough, Inglaterra. Murió hace algunos años. Hijo de un pastor protestante, se radicó a los 18 años en Londres, donde estudió arquitectura. Ejerció su profesión varios años antes de dedicarse a las letras, lo que ocurrió hacia 1906. Publicó novelas y cuentos.El más célebre de sus relatos —El Misántropo— ha recibido entre nosotros los honores del plagio. Recibe ahora el más modesto de la traducción.          
***
Después que volví del islote y discutí el caso en sus distintos aspectos, empecé a preguntarme si aquel hombre no me habría tomado por tonto. Pero, en lo más profundo de mi conciencia, creo que no. Sin embargo, no puedo resistirme a la influencia de las risas que ha despertado mi relato. Aquí, en tierra firme, todo parece improbable, grotesco, estúpido. Pero en el islote la confesión de ese hombre resultaba absolutamente convincente. El escenario es todo, y quizá yo deba agradecer que las circunstancias que actualmente me rodean sean tan favorables a la normalidad. Nadie aprecia más que yo el misterio de la vida; pero cuando ese misterio implica dudar de uno mismo, me resulta más agradable olvidarlo. Naturalmente, no quiero creer en esa historia. De lo contrario tendría que admitir que soy un ser aborrecible. Y lo peor es que nunca acertaría a saber por qué soy aborrecible.
            Antes de mi viaje, descartada la explicación fácil y trivial de que el hombre estaba loco, habíamos recurrido a las dos alternativas inevitables: el Crimen, el Amor Desengañado. Éramos humanos, éramos románticos, y tratábamos desesperadamente de no ser demasiado vulgares.
            Ya antes un hombre había intentado lo mismo, y construyó o quiso construir una casa en el peñasco de Gulland; pero antes de que transcurrieran quince días se vio derrotado en su propósito, y lo que quedó de su construcción fue sacado de la isla y convertido en una capilla de hojalata. Aún está ahí. Todos fuimos a Trevone, y meditamos en torno a ella, abrigando la vaga esperanza de que alguno de nosotros, sin saberlo, tuviera condiciones de psicometrista.
            Nada resultó de esa visita, salvo una ligera intensificación de aquellas teorías, que se estaban volviendo un poco rancias. Comparamos el primitivo fracaso de treinta y cinco años atrás, la frustrada tentativa, con el éxito presente. Porque este nuevo misántropo había vivido en el Gulland todo el invierno, y aún vivía. En realidad, el hecho de su presencia en ese terrible peñasco era aceptado ahora por las gentes del lugar; para ellas, solo estaba un poco más loco que la remuneradora, reincidente multitud de visitas que este año interrumpían su viaje a Bedruthan con el propósito de pararse en la playa de Trevone y contemplar estúpidamente la choza apenas visible que como una excrecencia de forma cúbica se alzaba en aquel islote giboso y desolado.
            Y eso lo hacíamos todos; mirábamos, sin un propósito definido, y meditábamos mucho. Poseído por lo que a la sazón me pareció un alocado espíritu de aventura, fui una noche a la eminencia del Cabo Gunver, y vi una luz en la distante cabaña, como una mancha de liquen dorado sobre el parásito del peñasco.
            En aquella luz creí descubrir cierta apariencia de humanidad; y eso, junto con una secreta simpatía por el ermitaño —¿loco, criminal o amante desdichado?— que había huido del pestilente contacto de la ubicua multitud, fue lo que acabó de decidirme. Era, en realidad, una noche borrascosa, y yo me quedé hasta que la motita de luz amarilla se extinguió y ya solo pude ver, de tanto en tanto, a través de las tinieblas, un curvado dosel de espumas cuando el brazo del Faro de Trevone tocaba un rincón desnudo del lóbrego peñasco.
            No fue difícil arribar a una decisión; pero mientras aguardaba la llegada del buen tiempo que permitiría viajar al bote que de tanto en tanto llevaba provisiones a la isla, situada a dos millas de tierra firme, sufrí alternados accesos de vacilación y nerviosidad. Y los soporté solo, porque había resuelto no mencionar mi aventura a ninguno de los miembros de nuestro grupo, hasta que la excursión se hubiera realizado. Pensarían que había salido a pescar. Y la llegada del botero, para anunciarme que el viento y la marea eran favorables aquella mañana, dio a mi excusa la necesaria verosimilitud. Yo lo había prevenido —y sobornado para que no diera a mis amigos el menor indicio sobre el propósito de mi salida.
            Mi nerviosidad no disminuyó cuando al acercarnos a la roca vi la silueta de su único habitante esperando nuestra llegada. Me consolé pensando que al ver al inusitado pasajero de nuestra barca se pondría sobre aviso; pero me estremecí interiormente al considerar la necesidad de emplear un saludo convencional si quería al mismo tiempo presentarme y disculparme. Las formas consagradas por el uso civilizado eran irremediablemente incapaces de expresar mi simpatía; lejos de ello, creía yo, serían el síntoma inconfundible de la curiosidad. Me extrañó que nunca hubiera recibido a otros visitantes entrometidos, como, en efecto, me lo había asegurado explícitamente el barquero.
            Mi desasosiego aumentó cuando nos aproximamos a la única abertura entre afiladas rocas que, estando la marea estacionaria, servía de puerto en miniatura. Tuve la impresión de que el hombre que nos aguardaba al borde del agua me observaba. Y súbitamente me faltó el ánimo. Resolví no molestarlo con mi presencia, permanecer en el bote mientras descargaban la mercadería, y después volver con el barquero a Trevone. Y seguí este plan con tal decisión que cuando atracamos al minúsculo embarcadero, aparté obstinadamente la vista del hombre a quien venía a ver, y contemplé con solemnidad el abultado lomo de Trevone, que ahora se me aparecía bajo un aspecto enteramente nuevo.
            La voz del ermitaño me arrancó de una abstracción perfectamente sincera.
            —Buen tiempo tenemos hoy —dijo. Y me pareció descubrir en su acento cierta nerviosidad. Recordé que había dirigido la misma observación a los boteros, que ahora transportaban el cargamento a la cabaña.
            Alcé la cabeza y me encontré con su mirada. Me observaba, en efecto, con extraña concentración, como si estuviera ansioso por captar el menor detalle de mi expresión.
            —Muy bueno —asentí—. Pero estos dos últimos días han sido detestables. Se habrá encontrado usted algo desprovisto.
            —He tomado mis precauciones. Tengo algunas reservas, ¿comprende? ¿Se aloja allá? —preguntó, señalando la bahía con un movimiento de cabeza.
            —Por una semana o dos —repuse, y empezamos a hablar de los campos aledaños a Harlyn, con el entusiasmo de dos desconocidos que hallan un tópico común en una recepción aburrida.
            —¿Nunca ha estado usted en el Gulland? —aventuró él, por fin, cuando ya los barqueros habían descargado sus mercaderías y se disponían, evidentemente, a marcharse.
            —No, es la primera vez —contesté, vacilante, considerando que la invitación debía provenir de él. Pero él dejó la cuestión indecisa:
            —Es un condenado lugar, y desde luego no hay nada que ver. No sé si le interesa a usted la pesca.
            —Bastante —repuse con entusiasmo.
            —Del otro lado del peñasco —prosiguió él—, hay aguas profundas. Cuando el tiempo es favorable, se pescan unos róbalos espléndidos. —Hizo una pausa antes de añadir—: Esta tarde será magnífica para pescar.
            —Quizá podría volver… —murmuré, pero el botero me interrumpió en seguida.
            —Si quiere volver, tendrá que ser mañana —advirtió—. Solo hay marea favorable cada doce horas.
            —Bueno, si quiere usted quedarse… —ofreció el ermitaño.
            —¡Gracias! —repuse—. Es usted muy amable. Me quedaré, encantado.
            Y me quedé, dejando claramente establecido que la barca vendría a buscarme a la mañana siguiente. A primera vista, no había nada excesivamente extraño en el hombre del Gulland. Me dijo que se llamaba William Copley, mas al parecer no estaba emparentado con los Copley que yo conocía. Afeitado, habría parecido un inglés enteramente vulgar pasando sus vacaciones en un lugar agreste.
            Calculé que su edad oscilaba entre los treinta y los cuarenta años.
            Solo dos cosas me parecieron un poco extrañas durante aquella tarde que pasamos dedicados a una exitosa pesca. La primera, su intensa mirada indagadora, que parecía sondearlo a uno hasta lo más profundo. La segunda, una inexplicable devoción por un ritual muy singular. A medida que crecía nuestra intimidad, iba dejando de lado la cortesía formal que le imponía su calidad de anfitrión; pero siempre insistía en un detalle que en un comienzo supuse no era más que la convencional ceremonia de dejar paso a su huésped.
            Nada podía inducirle a adelantárseme. Marchó detrás de mí incluso cuando me llevó a conocer los pequeños recovecos de su isla (el único metro cuadrado enteramente plano en toda la extensión de la misma era el piso de la choza). Pero después observé que aquella peculiaridad iba aún más lejos, y que ni por un solo instante quería volverme la espalda.
            Ese descubrimiento me intrigó. Yo excluía aún la explicación de la locura. Los modales y la conversación de Copley eran convincentemente normales. Pero recaí en aquellas dos sugerencias que ya se habían formulado, y las perfeccioné. Imposible evitar la inferencia de que este hombre, de algún modo, me temía; mas no acertaba a decidir si era un fugitivo de la justicia —alguna clase de justicia—, o de la venganza; quizá de una «vendetta». Ambas teorías parecían explicar su mirada intensa e inquisitiva. Deduje que su deseo de sentirse acompasado se había vuelto tan fuerte, que había resuelto afrontar el riesgo de que yo fuera un emisario enviado por alguna persona exquisitamente romántica (a mi modo de ver) que deseaba la muerte de Copley. Recordé algunas de las maravillosas fantasías de los novelistas y me deleité con ellas. Me pregunté si podría hacer hablar a Copley convenciéndolo de mi inocencia. ¡Cómo me estremeció esta perspectiva!
            Pero la explicación vino sin esfuerzo de mi parte. Me envió fuera de la cabaña mientras preparaba la cena, una cena excelente, dicho sea de paso. En seguida comprendí sus motivos: no podía arreglárselas para cocinar y poner la mesa sin darme la espalda. Una cosa, sin embargo, me intrigó un poco: tan pronto como salí, bajó la cortina de la pequeña ventana cuadrada.
            Naturalmente, yo no puse reparos. Bajé al borde del mar —era una tarde espléndida— y esperé hasta que me llamó. Permaneció en la puerta de la choza hasta que llegué a unos pocos pies de distancia; después retrocedió y tomó asiento de espaldas a la pared.
            Mientras cenábamos hablamos de la pesca de la tarde, pero cuando encendimos la pipa, acabada la cena, dijo de pronto:
            —No veo por qué no he de decírselo.
            Como un necio, aprobé ansiosamente. Me habría sido tan fácil disuadirlo…
            —Empezó cuando yo era niño —dijo—. Mi madre me encontró llorando en el jardín. Y yo solo pude decirle que Claude, mi hermano mayor, tenía un aspecto «horrible». Durante varios días, en efecto, verlo me resultó intolerable. Pero como yo era un niño perfectamente normal, esta pequeña manía no inquietó demasiado a mis padres. Creyeron que Claude me había hecho una mueca y me había asustado. Pero al fin mi padre me dio una tunda.
            »Esa paliza debió servirme de advertencia. Sea como fuere, hasta que tuve casi diecisiete años no volví a mencionar a nadie mi peculiaridad. Estaba avergonzado de ella, desde luego. Y en cierto modo, aún lo estoy.
            Se interrumpió, bajando la vista; apartó el plato y cruzó los brazos sobre la mesa. Yo desfallecía, por preguntarle algo, pero temía interrumpirlo. Después de vacilar un instante, levantó la cabeza y clavó en la mía su mirada, pero desprovista ya de aquella expresión inquisitiva. Más bien parecía buscar comprensión.
            —Se lo dije al rector de mi escuela —prosiguió—. Era un hombre excelente, y se mostró muy comprensivo; tomó en serio todo lo que yo le conté y me aconsejó que consultara a un oculista. Fui en las vacaciones con mi padre (ahora le había dado una explicación más razonable de mi problema). Me llevó al mejor oculista de Londres. El oculista demostró un interés enorme, y ello prueba que debe haber algo de cierto en todo esto. No puede ser simple imaginación, porque realmente me encontró un defecto en la vista; algo enteramente nuevo, según él. Una nueva forma de astigmatismo; pero, desde luego, me indicó que ninguna clase de lentes podría serme útil.
            —Pero ¿cómo…? —interrumpí, incapaz ya de contener mi curiosidad.
            Copley vaciló y bajó los ojos.
            —El astigmatismo, como usted sabe —dijo—, es «un defecto visual (repito la definición del diccionario; la sé de memoria, y a menudo vuelvo a pensar en ella, azorado) que hace que las imágenes de los ejes que poseen cierta dirección se vean borrosamente, mientras que las de ejes perpendiculares a los anteriores se ven con nitidez». En mi caso, ocurre que mi vista es perfectamente normal salvo cuando miro a alguien por encima del hombro.
            Alzó la cabeza, con expresión casi patética. Advertí su esperanza de que yo comprendiera sin nuevas explicaciones.
            Pero no pude ocultar mi desconcierto. ¿Qué relación existía entre ese insignificante defecto visual y la reclusión de Copley en la roca de Gulland?
            Expresé mi perplejidad con un fruncimiento de cejas.
            —Pero, no comprendo… —dije.
            Él vació su pipa y empezó a raspar el hornillo con su cortaplumas.
            —Mi astigmatismo es también moral —dijo—. O por lo menos, me da cierta clase de penetración moral. Me parece inevitable darle ese nombre. En algunos casos he demostrado… —Bajó la voz. Al parecer, estaba absorto en la operación de limpiar su pipa, que miraba fijamente.
            »Normalmente, ¿comprende usted?, cuando miro a las personas frente a frente, las veo como todos los demás. Pero cuando las miro por encima del hombro… ¡oh! Entonces veo todos sus vicios y defectos. Sus rostros permanecen en cierto sentido iguales, es decir, perfectamente reconocibles, pero deformados… bestiales. Ahí tiene, por ejemplo, el caso de mi hermano Claude. Era un muchacho de agradable aspecto. Pero cuando yo lo miré… de esa manera… tenía una nariz como un loro, parecía al mismo tiempo débil y voraz… y vicioso. —Se interrumpió, estremeciéndose levemente, y después prosiguió—: Ahora sabemos que era así. Acaba de cometer un desfalco en la Bolsa. Una vulgar estafa…
            »Después fue Denison, el rector de mi escuela. Un hombre tan decente, en apariencia. Nunca lo miré de ese modo hasta que terminó mi último año de estudios. Yo me había acostumbrado, con más o menos dificultad, a no mirar nunca por encima del hombro, ¿comprende usted? Pero a menudo caía en la trampa. Y este fue, uno de esos casos. Yo integraba el equipo de fútbol de la escuela, que aquel día jugaba contra “Old Boys”. En el momento de entrar en la cancha, Denison me gritó: “Buena suerte, muchacho”, y yo me olvidé y lo miré por encima del hombro…
            Yo aguardaba, suspenso, y al advertir que no seguía, lo apremié:
            —¿Él también era… así? —Copley asintió.
            —Era débil, pobre diablo. No había nada de malo en sus ojos, pero estaban en pugna con su boca; no sé si usted me entiende. Cuatro años más tarde se habría producido un terrible escándalo en la escuela si no hubieran echado tierra a cierto asunto. Denison se vio obligado a salir del país.
            »Después, si quiere usted más ejemplos, estaba el oculista… Un hombre atlético, espléndido. Desde luego, me pidió que lo mirara por encima del hombro, para ponerme a prueba. Me preguntó qué veía; yo se lo dije, con bastante aproximación. Por un instante se puso pálido. Era un sensual, ¿comprende usted? Y cuando yo lo miré de ese modo, me pareció un viejo cerdo sucio.
            »El verdadero golpe de gracia —prosiguió después de un intervalo— fue la ruptura de mi compromiso con Helen. Estábamos terriblemente enamorados, y yo le conté mi problema. Se mostró muy comprensiva, y también, creo, algo sentimental y romántica. Creía que yo era víctima de un hechizo. En todo caso, según su teoría, si yo alguna vez llegaba a ver, mirando de ese modo, a alguien verdaderamente sano y normal, terminarían mis tribulaciones… se rompería el hechizo. Y naturalmente ella quería ser ese alguien. No resistí demasiado a sus ruegos. Supongo que la quería. De todas maneras, yo pensaba que ella era la perfección y que sería sencillamente imposible encontrarle defectos. Cedí, pues, y la miré de ese modo…
            Su voz tenía ahora una monótona entonación de abatimiento, como si el relato de la tragedia final de su vida le hubiera traído la indiferencia de la desesperación.
            —La miré —prosiguió— y vi una criatura sin mentón, con ojos perrunos y aguachentos. Una muchacha fiel y pegajosa… ¡uff! No puedo… Nunca volví a hablarle.
            »Eso me derrumbó, ¿sabe usted? Después, ya cesó de importarme. Empecé a mirar a todo el mundo de esa manera, hasta que sentí la necesidad de alejarme de los seres humanos. Estaba viviendo en un mundo de bestias. Los fuertes eran viciosos y criminales; y los débiles eran detestables. No podía soportarlo. Al fin, tuve que venir aquí para apartarme de todos.
            En aquel momento se me ocurrió una idea.
            —¿Alguna vez se ha mirado al espejo? —le pregunté.
            Asintió.
            —No soy mejor que los demás —dijo—. Por eso me he dejado crecer esta sucia barba. Aquí no tengo espejo.
            —¿Y no puede usted caminar entre los hombres con el cuello rígido, por así decirlo, mirándolos de frente?
            —La tentación es demasiado fuerte —dijo Copley—. Y crece cada vez más. Supongo que en parte obedece a simple curiosidad; pero, en parte, a la momentánea sensación de superioridad que uno experimenta. Cuando los ve de esa manera, olvida cómo es usted por dentro. Pero al cabo de un tiempo se siente asqueado.
            —Y usted… —dije y vacilé. Quería saber, pero me dominaba un miedo terrible—. Usted —empecé nuevamente—… ¿aún no me ha mirado… a mí… de esa manera?
            —Aún no —dijo.
            —¿Cree usted que…?
            —Probablemente. No lo parece, desde luego. Pero los otros tampoco.
            —¿No tiene la menor idea de cómo me vería, si me mirase así?
            —En absoluto. He tratado de adivinarlo, pero no puedo.
            —¿Quiere usted…?
            —Ahora no —respondió ásperamente—. Cuando esté a punto de irse, quizá.
            —¿Está usted seguro, entonces…?
            Asintió, con atroz seguridad. Me fui a dormir, pensando si la teoría de Helen no sería cierta, y si acaso yo no podría deshacer el hechizo del infortunado Copley.
            A la mañana siguiente, poco después de las once, vinieron a buscarme los boteros.
            Yo había dominado en parte el sentimiento de supersticioso terror que me asaltara la noche antes, y no había repetido mi ruego a Copley; él, por su parte, tampoco se había ofrecido a indagar en los rincones tenebrosos de mi alma.
            Me acompañó hasta el embarcadero y me estrechó la mano cordialmente, pero no me dijo que volviera a visitarlo.
            Y luego, en el preciso instante en que la barca se ponía en movimiento, se volvió hacia la cabaña y me miró por sobre el hombro. Fue solo una mirada, muy rápida.
            —Un momento —ordené a los barqueros, e incorporándome lo llamé:
            —¡Eh, Copley! —grité.
            Él se volvió para mirarme de frente, y advertí que su cara estaba transfigurada. Tenía una expresión de estúpido asco y repugnancia, semejante a la que yo había visto, cierta vez, en la cara de un niño idiota acometido de náuseas.
            Me dejé caer en el bote y le volví la espalda. Entonces me pregunté si era así como él mismo se había visto en el espejo. Mas a partir de entonces solo me he preguntado qué vio él en mí… Y jamás podré volver para preguntárselo.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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