AA. VV.
Antología del cuento extraño
AA.
VV., 1976
Selección
y noticias biográficas: Rodolfo Walsh
Traducción:
Rodolfo Walsh
Editor
digital: Ascheriit
1
J. D. Beresford
JOHN DAVYS BERESFORD nació en 1873, en Peterborough, Inglaterra. Murió hace
algunos años. Hijo de un pastor protestante, se radicó a los 18 años en
Londres, donde estudió arquitectura. Ejerció su profesión varios años antes de
dedicarse a las letras, lo que ocurrió hacia 1906. Publicó novelas y cuentos.El
más célebre de sus relatos —El Misántropo— ha recibido entre nosotros
los honores del plagio. Recibe ahora el más modesto de la traducción.
***
Después que volví del islote y
discutí el caso en sus distintos aspectos, empecé a preguntarme si aquel hombre
no me habría tomado por tonto. Pero, en lo más profundo de mi conciencia, creo
que no. Sin embargo, no puedo resistirme a la influencia de las risas que ha
despertado mi relato. Aquí, en tierra firme, todo parece improbable, grotesco,
estúpido. Pero en el islote la confesión de ese hombre resultaba absolutamente
convincente. El escenario es todo, y quizá yo deba agradecer que las
circunstancias que actualmente me rodean sean tan favorables a la normalidad.
Nadie aprecia más que yo el misterio de la vida; pero cuando ese misterio
implica dudar de uno mismo, me resulta más agradable olvidarlo. Naturalmente,
no quiero creer en esa historia. De lo contrario tendría que admitir que soy un
ser aborrecible. Y lo peor es que nunca acertaría a saber por qué soy
aborrecible.
Antes de mi viaje,
descartada la explicación fácil y trivial de que el hombre estaba loco,
habíamos recurrido a las dos alternativas inevitables: el Crimen, el Amor
Desengañado. Éramos humanos, éramos románticos, y tratábamos desesperadamente
de no ser demasiado vulgares.
Ya antes un hombre había
intentado lo mismo, y construyó o quiso construir una casa en el peñasco de
Gulland; pero antes de que transcurrieran quince días se vio derrotado en su
propósito, y lo que quedó de su construcción fue sacado de la isla y convertido
en una capilla de hojalata. Aún está ahí. Todos fuimos a Trevone, y meditamos
en torno a ella, abrigando la vaga esperanza de que alguno de nosotros, sin
saberlo, tuviera condiciones de psicometrista.
Nada resultó de esa
visita, salvo una ligera intensificación de aquellas teorías, que se estaban
volviendo un poco rancias. Comparamos el primitivo fracaso de treinta y cinco
años atrás, la frustrada tentativa, con el éxito presente. Porque este nuevo
misántropo había vivido en el Gulland todo el invierno, y aún vivía. En
realidad, el hecho de su presencia en ese terrible peñasco era aceptado ahora
por las gentes del lugar; para ellas, solo estaba un poco más loco que la
remuneradora, reincidente multitud de visitas que este año interrumpían su
viaje a Bedruthan con el propósito de pararse en la playa de Trevone y
contemplar estúpidamente la choza apenas visible que como una excrecencia de
forma cúbica se alzaba en aquel islote giboso y desolado.
Y eso lo hacíamos todos;
mirábamos, sin un propósito definido, y meditábamos mucho. Poseído por lo que a
la sazón me pareció un alocado espíritu de aventura, fui una noche a la
eminencia del Cabo Gunver, y vi una luz en la distante cabaña, como una mancha
de liquen dorado sobre el parásito del peñasco.
En aquella luz creí descubrir
cierta apariencia de humanidad; y eso, junto con una secreta simpatía por el
ermitaño —¿loco, criminal o amante desdichado?— que había huido del pestilente
contacto de la ubicua multitud, fue lo que acabó de decidirme. Era, en
realidad, una noche borrascosa, y yo me quedé hasta que la motita de luz
amarilla se extinguió y ya solo pude ver, de tanto en tanto, a través de las
tinieblas, un curvado dosel de espumas cuando el brazo del Faro de Trevone
tocaba un rincón desnudo del lóbrego peñasco.
No fue difícil arribar a
una decisión; pero mientras aguardaba la llegada del buen tiempo que permitiría
viajar al bote que de tanto en tanto llevaba provisiones a la isla, situada a
dos millas de tierra firme, sufrí alternados accesos de vacilación y nerviosidad.
Y los soporté solo, porque había resuelto no mencionar mi aventura a ninguno de
los miembros de nuestro grupo, hasta que la excursión se hubiera realizado.
Pensarían que había salido a pescar. Y la llegada del botero, para anunciarme
que el viento y la marea eran favorables aquella mañana, dio a mi excusa la
necesaria verosimilitud. Yo lo había prevenido —y sobornado para que no diera a
mis amigos el menor indicio sobre el propósito de mi salida.
Mi nerviosidad no
disminuyó cuando al acercarnos a la roca vi la silueta de su único habitante
esperando nuestra llegada. Me consolé pensando que al ver al inusitado pasajero
de nuestra barca se pondría sobre aviso; pero me estremecí interiormente al
considerar la necesidad de emplear un saludo convencional si quería al mismo
tiempo presentarme y disculparme. Las formas consagradas por el uso civilizado
eran irremediablemente incapaces de expresar mi simpatía; lejos de ello, creía
yo, serían el síntoma inconfundible de la curiosidad. Me extrañó que nunca
hubiera recibido a otros visitantes entrometidos, como, en efecto, me lo había
asegurado explícitamente el barquero.
Mi desasosiego aumentó
cuando nos aproximamos a la única abertura entre afiladas rocas que, estando la
marea estacionaria, servía de puerto en miniatura. Tuve la impresión de que el
hombre que nos aguardaba al borde del agua me observaba. Y súbitamente me faltó
el ánimo. Resolví no molestarlo con mi presencia, permanecer en el bote
mientras descargaban la mercadería, y después volver con el barquero a Trevone.
Y seguí este plan con tal decisión que cuando atracamos al minúsculo
embarcadero, aparté obstinadamente la vista del hombre a quien venía a ver, y
contemplé con solemnidad el abultado lomo de Trevone, que ahora se me aparecía
bajo un aspecto enteramente nuevo.
La voz del ermitaño me
arrancó de una abstracción perfectamente sincera.
—Buen tiempo tenemos hoy
—dijo. Y me pareció descubrir en su acento cierta nerviosidad. Recordé que
había dirigido la misma observación a los boteros, que ahora transportaban el
cargamento a la cabaña.
Alcé la cabeza y me
encontré con su mirada. Me observaba, en efecto, con extraña concentración,
como si estuviera ansioso por captar el menor detalle de mi expresión.
—Muy bueno —asentí—. Pero
estos dos últimos días han sido detestables. Se habrá encontrado usted algo
desprovisto.
—He tomado mis
precauciones. Tengo algunas reservas, ¿comprende? ¿Se aloja allá? —preguntó,
señalando la bahía con un movimiento de cabeza.
—Por una semana o dos
—repuse, y empezamos a hablar de los campos aledaños a Harlyn, con el
entusiasmo de dos desconocidos que hallan un tópico común en una recepción
aburrida.
—¿Nunca ha estado usted en
el Gulland? —aventuró él, por fin, cuando ya los barqueros habían descargado
sus mercaderías y se disponían, evidentemente, a marcharse.
—No, es la primera vez
—contesté, vacilante, considerando que la invitación debía provenir de él. Pero
él dejó la cuestión indecisa:
—Es un condenado lugar, y
desde luego no hay nada que ver. No sé si le interesa a usted la pesca.
—Bastante —repuse con
entusiasmo.
—Del otro lado del peñasco
—prosiguió él—, hay aguas profundas. Cuando el tiempo es favorable, se pescan
unos róbalos espléndidos. —Hizo una pausa antes de añadir—: Esta tarde será
magnífica para pescar.
—Quizá podría volver…
—murmuré, pero el botero me interrumpió en seguida.
—Si quiere volver, tendrá
que ser mañana —advirtió—. Solo hay marea favorable cada doce horas.
—Bueno, si quiere usted
quedarse… —ofreció el ermitaño.
—¡Gracias! —repuse—. Es
usted muy amable. Me quedaré, encantado.
Y me quedé, dejando
claramente establecido que la barca vendría a buscarme a la mañana siguiente. A
primera vista, no había nada excesivamente extraño en el hombre del Gulland. Me
dijo que se llamaba William Copley, mas al parecer no estaba emparentado con
los Copley que yo conocía. Afeitado, habría parecido un inglés enteramente
vulgar pasando sus vacaciones en un lugar agreste.
Calculé que su edad
oscilaba entre los treinta y los cuarenta años.
Solo dos cosas me parecieron
un poco extrañas durante aquella tarde que pasamos dedicados a una exitosa
pesca. La primera, su intensa mirada indagadora, que parecía sondearlo a uno
hasta lo más profundo. La segunda, una inexplicable devoción por un ritual muy
singular. A medida que crecía nuestra intimidad, iba dejando de lado la
cortesía formal que le imponía su calidad de anfitrión; pero siempre insistía
en un detalle que en un comienzo supuse no era más que la convencional
ceremonia de dejar paso a su huésped.
Nada podía inducirle a
adelantárseme. Marchó detrás de mí incluso cuando me llevó a conocer los
pequeños recovecos de su isla (el único metro cuadrado enteramente plano en
toda la extensión de la misma era el piso de la choza). Pero después observé
que aquella peculiaridad iba aún más lejos, y que ni por un solo instante
quería volverme la espalda.
Ese descubrimiento me
intrigó. Yo excluía aún la explicación de la locura. Los modales y la
conversación de Copley eran convincentemente normales. Pero recaí en aquellas
dos sugerencias que ya se habían formulado, y las perfeccioné. Imposible evitar
la inferencia de que este hombre, de algún modo, me temía; mas no acertaba a
decidir si era un fugitivo de la justicia —alguna clase de justicia—, o de la
venganza; quizá de una «vendetta». Ambas teorías parecían explicar su
mirada intensa e inquisitiva. Deduje que su deseo de sentirse acompasado se
había vuelto tan fuerte, que había resuelto afrontar el riesgo de que yo fuera
un emisario enviado por alguna persona exquisitamente romántica (a mi modo de
ver) que deseaba la muerte de Copley. Recordé algunas de las maravillosas
fantasías de los novelistas y me deleité con ellas. Me pregunté si podría hacer
hablar a Copley convenciéndolo de mi inocencia. ¡Cómo me estremeció esta perspectiva!
Pero la explicación vino
sin esfuerzo de mi parte. Me envió fuera de la cabaña mientras preparaba la
cena, una cena excelente, dicho sea de paso. En seguida comprendí sus motivos:
no podía arreglárselas para cocinar y poner la mesa sin darme la espalda. Una
cosa, sin embargo, me intrigó un poco: tan pronto como salí, bajó la cortina de
la pequeña ventana cuadrada.
Naturalmente, yo no puse
reparos. Bajé al borde del mar —era una tarde espléndida— y esperé hasta que me
llamó. Permaneció en la puerta de la choza hasta que llegué a unos pocos pies
de distancia; después retrocedió y tomó asiento de espaldas a la pared.
Mientras cenábamos
hablamos de la pesca de la tarde, pero cuando encendimos la pipa, acabada la
cena, dijo de pronto:
—No veo por qué no he de
decírselo.
Como un necio, aprobé
ansiosamente. Me habría sido tan fácil disuadirlo…
—Empezó cuando yo era niño
—dijo—. Mi madre me encontró llorando en el jardín. Y yo solo pude decirle que
Claude, mi hermano mayor, tenía un aspecto «horrible». Durante varios días, en
efecto, verlo me resultó intolerable. Pero como yo era un niño perfectamente
normal, esta pequeña manía no inquietó demasiado a mis padres. Creyeron que
Claude me había hecho una mueca y me había asustado. Pero al fin mi padre me dio
una tunda.
»Esa paliza debió servirme
de advertencia. Sea como fuere, hasta que tuve casi diecisiete años no volví a
mencionar a nadie mi peculiaridad. Estaba avergonzado de ella, desde luego. Y
en cierto modo, aún lo estoy.
Se interrumpió, bajando la
vista; apartó el plato y cruzó los brazos sobre la mesa. Yo desfallecía, por
preguntarle algo, pero temía interrumpirlo. Después de vacilar un instante,
levantó la cabeza y clavó en la mía su mirada, pero desprovista ya de aquella
expresión inquisitiva. Más bien parecía buscar comprensión.
—Se lo dije al rector de
mi escuela —prosiguió—. Era un hombre excelente, y se mostró muy comprensivo;
tomó en serio todo lo que yo le conté y me aconsejó que consultara a un
oculista. Fui en las vacaciones con mi padre (ahora le había dado una
explicación más razonable de mi problema). Me llevó al mejor oculista de
Londres. El oculista demostró un interés enorme, y ello prueba que debe haber
algo de cierto en todo esto. No puede ser simple imaginación, porque realmente me
encontró un defecto en la vista; algo enteramente nuevo, según él. Una nueva
forma de astigmatismo; pero, desde luego, me indicó que ninguna clase de lentes
podría serme útil.
—Pero ¿cómo…? —interrumpí,
incapaz ya de contener mi curiosidad.
Copley vaciló y bajó los
ojos.
—El astigmatismo, como
usted sabe —dijo—, es «un defecto visual (repito la definición del diccionario;
la sé de memoria, y a menudo vuelvo a pensar en ella, azorado) que hace que las
imágenes de los ejes que poseen cierta dirección se vean borrosamente, mientras
que las de ejes perpendiculares a los anteriores se ven con nitidez». En mi
caso, ocurre que mi vista es perfectamente normal salvo cuando miro a alguien
por encima del hombro.
Alzó la cabeza, con
expresión casi patética. Advertí su esperanza de que yo comprendiera sin nuevas
explicaciones.
Pero no pude ocultar mi
desconcierto. ¿Qué relación existía entre ese insignificante defecto visual y
la reclusión de Copley en la roca de Gulland?
Expresé mi perplejidad con
un fruncimiento de cejas.
—Pero, no comprendo…
—dije.
Él vació su pipa y empezó
a raspar el hornillo con su cortaplumas.
—Mi astigmatismo es
también moral —dijo—. O por lo menos, me da cierta clase de penetración moral.
Me parece inevitable darle ese nombre. En algunos casos he demostrado… —Bajó la
voz. Al parecer, estaba absorto en la operación de limpiar su pipa, que miraba
fijamente.
»Normalmente, ¿comprende
usted?, cuando miro a las personas frente a frente, las veo como todos los
demás. Pero cuando las miro por encima del hombro… ¡oh! Entonces veo todos sus
vicios y defectos. Sus rostros permanecen en cierto sentido iguales, es decir,
perfectamente reconocibles, pero deformados… bestiales. Ahí tiene, por ejemplo,
el caso de mi hermano Claude. Era un muchacho de agradable aspecto. Pero cuando
yo lo miré… de esa manera… tenía una nariz como un loro, parecía al mismo
tiempo débil y voraz… y vicioso. —Se interrumpió, estremeciéndose levemente, y
después prosiguió—: Ahora sabemos que era así. Acaba de cometer un desfalco en
la Bolsa. Una vulgar estafa…
»Después fue Denison, el
rector de mi escuela. Un hombre tan decente, en apariencia. Nunca lo miré de
ese modo hasta que terminó mi último año de estudios. Yo me había acostumbrado,
con más o menos dificultad, a no mirar nunca por encima del hombro, ¿comprende
usted? Pero a menudo caía en la trampa. Y este fue, uno de esos casos. Yo
integraba el equipo de fútbol de la escuela, que aquel día jugaba contra “Old
Boys”. En el momento de entrar en la cancha, Denison me gritó: “Buena suerte,
muchacho”, y yo me olvidé y lo miré por encima del hombro…
Yo aguardaba, suspenso, y
al advertir que no seguía, lo apremié:
—¿Él también era… así?
—Copley asintió.
—Era débil, pobre diablo.
No había nada de malo en sus ojos, pero estaban en pugna con su boca; no sé si
usted me entiende. Cuatro años más tarde se habría producido un terrible
escándalo en la escuela si no hubieran echado tierra a cierto asunto. Denison
se vio obligado a salir del país.
»Después, si quiere usted
más ejemplos, estaba el oculista… Un hombre atlético, espléndido. Desde luego,
me pidió que lo mirara por encima del hombro, para ponerme a prueba. Me
preguntó qué veía; yo se lo dije, con bastante aproximación. Por un instante se
puso pálido. Era un sensual, ¿comprende usted? Y cuando yo lo miré de ese modo,
me pareció un viejo cerdo sucio.
»El verdadero golpe de
gracia —prosiguió después de un intervalo— fue la ruptura de mi compromiso con
Helen. Estábamos terriblemente enamorados, y yo le conté mi problema. Se mostró
muy comprensiva, y también, creo, algo sentimental y romántica. Creía que yo
era víctima de un hechizo. En todo caso, según su teoría, si yo alguna vez
llegaba a ver, mirando de ese modo, a alguien verdaderamente sano y normal,
terminarían mis tribulaciones… se rompería el hechizo. Y naturalmente ella
quería ser ese alguien. No resistí demasiado a sus ruegos. Supongo que la
quería. De todas maneras, yo pensaba que ella era la perfección y que sería
sencillamente imposible encontrarle defectos. Cedí, pues, y la miré de ese
modo…
Su voz tenía ahora una
monótona entonación de abatimiento, como si el relato de la tragedia final de
su vida le hubiera traído la indiferencia de la desesperación.
—La miré —prosiguió— y vi
una criatura sin mentón, con ojos perrunos y aguachentos. Una muchacha fiel y
pegajosa… ¡uff! No puedo… Nunca volví a hablarle.
»Eso me derrumbó, ¿sabe
usted? Después, ya cesó de importarme. Empecé a mirar a todo el mundo de esa
manera, hasta que sentí la necesidad de alejarme de los seres humanos. Estaba
viviendo en un mundo de bestias. Los fuertes eran viciosos y criminales; y los
débiles eran detestables. No podía soportarlo. Al fin, tuve que venir aquí para
apartarme de todos.
En aquel momento se me
ocurrió una idea.
—¿Alguna vez se ha mirado
al espejo? —le pregunté.
Asintió.
—No soy mejor que los
demás —dijo—. Por eso me he dejado crecer esta sucia barba. Aquí no tengo
espejo.
—¿Y no puede usted caminar
entre los hombres con el cuello rígido, por así decirlo, mirándolos de frente?
—La tentación es demasiado
fuerte —dijo Copley—. Y crece cada vez más. Supongo que en parte obedece a
simple curiosidad; pero, en parte, a la momentánea sensación de superioridad
que uno experimenta. Cuando los ve de esa manera, olvida cómo es usted por dentro.
Pero al cabo de un tiempo se siente asqueado.
—Y usted… —dije y vacilé.
Quería saber, pero me dominaba un miedo terrible—. Usted —empecé nuevamente—…
¿aún no me ha mirado… a mí… de esa manera?
—Aún no —dijo.
—¿Cree usted que…?
—Probablemente. No lo
parece, desde luego. Pero los otros tampoco.
—¿No tiene la menor idea
de cómo me vería, si me mirase así?
—En absoluto. He tratado
de adivinarlo, pero no puedo.
—¿Quiere usted…?
—Ahora no —respondió
ásperamente—. Cuando esté a punto de irse, quizá.
—¿Está usted seguro,
entonces…?
Asintió, con atroz
seguridad. Me fui a dormir, pensando si la teoría de Helen no sería cierta, y
si acaso yo no podría deshacer el hechizo del infortunado Copley.
A la mañana siguiente,
poco después de las once, vinieron a buscarme los boteros.
Yo había dominado en parte
el sentimiento de supersticioso terror que me asaltara la noche antes, y no
había repetido mi ruego a Copley; él, por su parte, tampoco se había ofrecido a
indagar en los rincones tenebrosos de mi alma.
Me acompañó hasta el
embarcadero y me estrechó la mano cordialmente, pero no me dijo que volviera a
visitarlo.
Y luego, en el preciso
instante en que la barca se ponía en movimiento, se volvió hacia la cabaña y me
miró por sobre el hombro. Fue solo una mirada, muy rápida.
—Un momento —ordené a los
barqueros, e incorporándome lo llamé:
—¡Eh, Copley! —grité.
Él se volvió para mirarme
de frente, y advertí que su cara estaba transfigurada. Tenía una expresión de
estúpido asco y repugnancia, semejante a la que yo había visto, cierta vez, en
la cara de un niño idiota acometido de náuseas.
Me dejé caer en el bote y
le volví la espalda. Entonces me pregunté si era así como él mismo se había
visto en el espejo. Mas a partir de entonces solo me he preguntado qué vio él
en mí… Y jamás podré volver para preguntárselo.
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