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Filósofos, historiadores de las ciencias y de las matemáticas,
historiadores sociales que estudian la génesis de la moderna cultura
occidental, leen a Descartes. Los aplicados lo hacen en latín, que tantas veces
nos produce la impresión de ser su primera lengua. Husserl tituló sus
meditaciones «cartesianas». Pero la singularidad del caso se halla en otra
parte.
La gran mayoría de los franceses y francesas apenas leen estos
exigentes escritos. Como mucho, y desde la niñez, se les ha quedado esa definición
del yo, el cogito
que es muy posiblemente la más famosa de toda la filosofía. Sin embargo, la
conciencia francesa tanto pública como privada, la imagen que Francia cultiva y
proyecta de sí misma, las reivindicaciones de dominante racionalidad, lógica y
prestigio intelectual que hace Francia son «cartesianas» hasta la médula. La
contraseña «la
France c’est Descartes» [«Francia es Descartes»] o «notre père Descartes»
[«nuestro padre Descartes»] ha sido pregonada a los cuatro vientos tanto por la
izquierda como por la derecha, por radicales y conservadores. Del «método» y de
las reflexiones de Descartes se han apropiado creyentes tomistas y positivistas
agnósticos. Calles, plazas y colegios llevan el nombre del más discreto y
reservado de los hombres, que eligió vivir y producir buena parte de su obra en
Holanda y que murió en Suecia. «Soy francés, ergo cartesiano», proclamaron
algunos líderes comunistas en 1945. También lo habían hecho acólitos de Vichy
apenas hacía unos meses. Ninguna otra nación ha convertido a un
metafísico-algebrista en su tótem.
Abundan los comentarios doctos, las aclaraciones, las controversias en
torno a todas las facetas de las obras de René Descartes. Comenzaron mientras
él vivía y han continuado de forma ininterrumpida. Él mismo solicitó objeciones
y las insertó en sucesivas versiones de sus tratados. ¿Qué clásico de la
filosofía se ha beneficiado de una lectura más detenida que el Discurso del método
en la explicación línea por línea de Étienne Gilson? ¿Qué recensión se puede desear
que sea más atenta que la edición de Ferdinand Alquie de las Meditationes de prima philosophia?
Pero el atractivo de Descartes, su rayonnement, se extiende mucho más allá del examen
técnico, histórico o polémico. Ofrece constante ocasión para el brillo y la
creatividad literarios de otros. Permítanme citar dos ejemplos entre una
multitud.
La Note
conjointe sur M. Descartes de Charles Péguy, que quedó inconclusa
y data de los últimos días de su vida, en el verano de 1914, como es típico en
él, no es nada de eso. Saluda la «audace belle; et aussi noblement et modestement cavalière»
[«audacia bella, y también noble y modestamente desenvuelta»] del filósofo. La
sinuosa argumentación, sin embargo, tiene que ver con Corneille y Bergson y
pretendía ilustrar la convicción de Péguy de que las grandes filosofías son
cosechas profundamente enraizadas en la tierra nacional. Es la Note sur M. Bergson
—las «notas» de Péguy son monumentales—, un poco anterior, la que se centra en
el Discurso.
Es fundamental la cartesiana «denuncia del desorden», la percepción de la
condición lógica y humana como un «orden» divinamente refrendado. En la
exposición de Descartes hay lacunae, discontinuidades.
Pero una gran filosofía «no es aquella que no tiene brechas. Es aquella
que tiene ciudadelas». Por su parte, un prodigioso caminante y orgulloso
recluta, Péguy se centra en el matiz militar de la vida y la prosa de
Descartes. La suya era «una filosofía sin miedo». El movimiento cartesiano es
un movimiento «de avance, de regreso, de renovado avance». Inicialmente, el Discurso
marcha paso a paso, como haciendo la instrucción. Luego, en la parte IV, tiene
lugar «el más prodigioso salto hacia delante que quizá se haya dado jamás en la
historia de la metafísica» (el alineamiento del pensamiento válido con la
garantía divina). La genialidad del pensamiento cartesiano es haber tomado la
forma de la «acción deliberada». Por tanto, afirma Péguy que las primeras
palabras del Discurso
han resultado ser «el punto de partida de un inmenso tremor, de una marea, de
una inmensa ola circular en el océano del pensamiento».
No menos que Valéry, quien escribió a Gide en agosto de 1894 que el Discurso es
«sin duda la novela moderna como se podría hacer», apreciaba Alain a Descartes.
Este «educador de la Tercera República», maestro de maestros, Simone Weil
ardientemente entre ellos, acudió a Descartes una y otra vez. Como alguien cuya
declarada meta es «la buena conducta de la razón», donde «conducta» expresa
todas las inferencias del comportamiento moral y cívico. Pensar con claridad es
comportarse con responsabilidad. Nunca ha habido nadie, enseñaba Alain, que
haya «pensado más cerca de sí mismo» («nul n’a pensé plus près de soi»).
Nunca ha habido nadie que haya acertado más al localizar el latido de lo tangible,
la irrecusable presencia del mundo dentro de la abstracción (éste será el punto
de partida de Husserl). Al mismo tiempo y en esencia, el Discurso es «el poema de la
fe». No existe un texto más adulto; sin embargo, en su fuente de descubrimiento
y reverencia, hay «toujours
un mouvement d’enfance». Es precisamente este «movimiento de
infancia» lo que genera el asombro de René Descartes ante la palmaria evidencia
del mundo creado, abrumadora y no obstante misteriosa, ante las certidumbres de
las matemáticas, que se proyectan hacia delante. Como Aristóteles, pero con
mayor humildad, una virtud que Alain valoraba, el autor del Discurso y de las Meditaciones
está perpetuamente asombrado. Alain sabía que siempre que la prosa y la
sensibilidad francesas modernas alcanzan su cadencia nativa no está lejos el
precedente cartesiano.
Sin embargo, por lo que respecta a las teorías filosóficas y
científicas se puede decir que la primera lengua de Descartes es el latín. El Discurso es
una excepción, una obra dirigida al lego. Pero también es a menudo traducción
interiorizada del latín de Cicerón y Tácito. La anatomía, la inervación de su
flexible y aparentemente mundano lenguaje, son las del nombre y la sintaxis
latinos (Milton y Hobbes suministran ejemplos análogos). Los dilemas de la
transferencia son exactamente los que cita Heidegger cuando plantea la
imposibilidad de traducir la terminología filosófica griega y las perdurables
distorsiones causadas por las versiones erróneas o aproximadas. «Cogito ergo sum»
es a la vez más conciso y absoluto que su proverbial equivalente francés. Lo
mismo sucede con «Ego
cogito, ergo sum, sive existo», que sólo puede hallar un reflejo
imperfecto en «Donc
moi, qui pense, j’existe». Esprit está tan alejado de ingenium
como del Geist
hegeliano. Abarca memoria e imaginación, cosa que raison no hace. Formes y natures son
importaciones sacadas de versiones latinas de un Aristóteles medievalizado. La
decisión de Descartes de componer y publicar el Discurso en francés recuerda
la adopción de la lengua vernácula que hicieron Dante para su Comedia y
Galileo para sus diálogos, que Descartes había anotado. «Y si escribo en
francés, que es la lengua de mi país, antes que en latín […] es porque espero
que quienes se sirven de su razón natural pura juzguen mejor mis opiniones que
quienes sólo creen en los libros antiguos». Por el Discurso Descartes es, después
de Cicerón y los moralistas romanos, el primer filósofo que imagina y educa
para su obra a un público letrado general. Rememorando a Epicuro, incluirá a
las mujeres.
Su propia actitud hacia la literatura es ambigua. Virgilio, Horacio,
los Fastos
de Ovidio, las oraciones de Cicerón y las tragedias de Séneca son parte
integrante de Descartes. Confiesa éste que en su juventud estuvo «enamorado de
los poetas» («non
parvo Pöeseos amore incendebar»). Durante la noche de la
revelación ontológica, la del 10 al 11 de noviembre de 1619, el volumen que le
ofrecen en uno de sus tres sueños epifánicos es un Corpus poetarum. Incluye un
poema del galorromano Ausonio. Su verso «Quod vitae sectabor iter?»
[«¿Qué camino de la vida seguiré?»] indicará a Descartes el viaje y el
propósito de su vida. El precedente de Lucrecio es inconfundible en el atomismo
y en el concepto de caos tal como se expone en el Discurso. Como hemos visto,
Sócrates, en el momento de su muerte, se vuelve a Esopo y canta. El poema de
Hegel a Hölderlin es magistral. Hasta el final, Heidegger escribe versos.
Próximo a su fin en el gélido Estocolmo, Descartes compone poesías líricas para
un divertissement
que se celebraría en la corte de la reina Cristina. En todas partes, sin
embargo, Descartes subraya las diferencias que hay entre poética y filosofía,
entre la inspiración que impulsa las artes y la calculable metodología de las
ciencias. La ficción es la antítesis, a modo de canto de sirena, de las
verdades racionales. Exactamente igual que Freud, Descartes asigna la invención
poética a los sueños diurnos y a la infancia del hombre. No puede igualar,
mucho menos superar, la pura belleza de Euclides o de la geometría algebraica
tal como la imaginó el propio Descartes.
Esto hace que sea aún más notable la amplitud de las artes literarias
de Descartes, su grandeza ya sólo como escritor. Es un virtuoso del subjuntivo
y del pluscuamperfecto, anticipándose a Proust. Puede que las astutas
serenidades de Montaigne, especialmente en la Apología, instruyeran a
Descartes, pero la voz es enteramente la suya. Suyo es el ralentando táctico cuando la
argumentación se torna intrincada, el llamamiento a las objeciones, a las
críticas que hacen que las proposiciones se enrosquen hacia atrás mientras el
bajo continuo de la demostración empuja sin cesar hacia delante. Tanto el Discurso
como las Meditaciones
forman parte de ese arco de autobiografía intelectual y espiritual que se
extiende desde san Agustín hasta Rousseau y a Freud. No son unos tratados como los
de Spinoza o Kant. El ego autoescrutador de Descartes se hace inmanente al
amparo de una reticente urbanidad.
Como en Proust, la contraseña es recherche. Es testimonio de
ello la incompleta conversazione
de hacia 1647 sobre La
recherche de la verité. Está siempre el recurso, revolucionario
en la filosofía sistemática, a la primera persona del singular, a la génesis de
todas las verdades verificables en el yo disciplinado. Lo existencial es
anterior a lo cognitivo. Es a su vez de la evidencia del yo, dando a esta
expresión todo su peso, de donde brota la incuestionabilidad de la existencia
de Dios y la apuesta fenomenológica por su benévola garantía de un mundo
inteligible. La libertad humana y el concepto, de otro modo inexplicable, del
infinito, son las recompensas de esta certificación.
Obsérvense las hábiles ironías, la cadencia, literalmente la «caída»
del siguiente pasaje:
je comparais les écrits
des anciens païens que traitent des mœurs, à des palais fort superbes et fort
magnifiques qui n’étaient bâtis que sur du sable et de la boue; ils élèvent
fort haut les vertus et les font paraître estimables par dessus toutes les
choses qui sont au monde, mais ils n’enseignent pas assez à les connaître, et
souvent ce qu’ils appellent d’un si beau nom n’est qu’une insensibilité, ou un
orgueil, ou un désespoir, ou un parricide.
[yo comparaba los
escritos de los antiguos paganos que tratan de las costumbres con palacios
extremadamente soberbios y magníficos que sólo estaban construidos sobre arena
y barro; elevan muy alto las virtudes y las hacen parecer estimables por encima
de todas las cosas que hay en el mundo, pero no enseñan lo suficiente a
conocerlas, y a menudo lo que llaman por tan bello nombre no es más que
insensibilidad, orgullo, desesperación o parricidio].
El descenso de la insensibilité, casi un modernismo, al inesperado y
desconcertante parricide,
que acaso estuviera dirigido a ciertas inhumanidades estoicas, es una pincelada
estilística. O consideremos el paso que inspira a Husserl:
Examinant avec attention
ce que j’étais et voyant que je pouvais feindre que je n’avais aucun corps et
qu’il n’avait aucun monde ni aucun lieu où je fusse, mais que je ne pouvais pas
feindre pour cela que je n’étais point, et qu’au contraire de cela même que je
pensais à douter de la vérité des autres choses, il suivait très évidemment et
très certainemmet que j’étais […]
[Examinando con atención
lo que yo era y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo alguno y que no
había mundo alguno ni ningún lugar donde yo estuviese, pero que no por eso
podía fingir que yo no existía, y que de la misma contradicción de poder dudar
de la verdad de las demás cosas se seguía muy evidentemente y ciertamente que
yo existía].
Se hace que feindre
(fingere)
engendre su propia refutación. La escandalosa totalidad de la duda, la
abolición del cuerpo humano y del mundo que ya no habita —un experimento mental
cuyo extremismo surrealista raya en la locura— es deliberadamente encubierta
por la elegancia de la gramática de Descartes (où je fusse). Es
inmediatamente atenuada por la renovada apelación a la ficción, a feindre.
Nótese también la matizada verificación que pasa de «evidentemente» a
«ciertamente».
El dormir y los sueños preocupan a Descartes. Complican unas
distinciones cruciales entre razonamiento e imaginación: «Pour ce que nos raisonnements ne sont jamais
si évidents ni si entiers pendant le sommeil que pendant la veille, bien que
quelquefois nos imaginations soient alors autant et plus vives et expresses…»
[«porque nuestros razonamientos no son nunca tan evidentes ni tan enteros
durante el sueño como durante la vigilia, aunque a veces nuestras imaginaciones
sean entonces tan vivas y expresas o más…»]. Aquí «vivacidad», con sus
implicaciones de velocidad, conduce directamente a expresses, una compleja
palabra que combina claridad y rapidez. Estos aciertos, en alguien que no había
tenido «jamais
l’humour portée à faire des livres» [«nunca un talante inclinado
a hacer libros»], cuyos aplazamientos y recurso al anonimato recuerdan en
ocasiones los de la Educación
de Henry Adam.
El Barroco se deleita en las ilusiones: ópticas, escénicas, psíquicas,
en el trompe-l’œil
arcádico o macabro. De ahí, la obra maestra de Corneille, La ilusión cómica; La vida es sueño,
de Calderón; las que enmarcan La fierecilla domada o que activan El sueño de una noche de verano.
De ahí también la obsesión iconográfica con Narciso.
El tropo de Descartes es uno de los más fascinantes. En su Meditatio prima
invoca a un «genium
aliquem malignum, eundemque summe potentem & callidum»
[«algún genio maligno y en extremo poderoso y astuto»], un engañador de poder
supremo capaz de hacer ilusorias en su totalidad las percepciones de Descartes,
rigurosamente deducidas. Capaz de convertir en unos mendaces fantasmas lo que
habíamos creído que era la realidad y su orden racional. El tono de Descartes
conserva la calma pero la tensión epistemológica y espiritual es palpable. Este
mauvais génie
podría salir de Gógol o de Poe. El error representa al mal. La amenaza de la
irracionalidad cósmica ejerce presión sobre el privilegio, ganado con esfuerzo,
del cogito.
En la Segunda
meditación se hace un exorcismo. Ceder a este «más poderoso de
los engañadores» sería sucumbir, como dice Gouhier, a «un mito metódicamente
pesimista de un todopoderoso que se burla del mundo y cuya ironía desespera al
pensamiento», lo empuja a un gnosticismo más sombrío que el de Kafka. La
refutación se halla en el axioma de que la perfección de Dios no puede
albergar engaño, de que «Dieu n’est point trompeur». La deidad de Descartes no
quiere engañar ni enloquecer al intelecto humano, aunque por supuesto podría
hacerlo. Él ha creado y hecho inteligibles unas verdades eternas de las cuales
son ejemplo los teoremas y las pruebas matemáticas (¿podría Dios alterarlos?, una
cuestión controvertida).
Ya algunos críticos contemporáneos repararon en la circularidad de la
argumentación de Descartes, una circularidad análoga a la de la célebre
«prueba» aristotélica de la existencia de Dios. En última instancia, la
invocación de Descartes de certidumbre es más un imperativo moral que una
demostración cognitiva. Al interpretar el error y la ilusión como
imperfecciones a las que el Todopoderoso es inmune, el modelo cartesiano
equipara la verdad a la bondad (bonté). Los precedentes son agustinianos y tomistas. El
coste es una marmórea estasis en la imagen de Dios resultante. Tampoco la
amenaza del maligno ilusionista ha sido totalmente refutada. El «demonio de la
perversidad» de Poe está agazapado en las sombras. El melodrama metafísico es
allí como en las torturadas dudas de Hamlet sobre si el Fantasma es verdad o un
engaño diabólico. Hay un toque de súplica en la Meditatio sexta: «Et eo enim quod Deus non
sit fallax, sequitur omnino in talibus me non falli» [«pues de
que Dios no es engañador se sigue necesariamente que no me engaño en esto»]. El
enunciado es siempre el de una primera persona, del yo en una «historia de su
propia mente», un título que Descartes consideró. La odisea interior por mares
aún no explorados anticipa la de Hegel y la de Schelling. Así, las virtudes
literarias de Descartes confieren fragilidad, una recurrente vena de Angst
[miedo, angustia] psicológica, al drama de la razón.
Tal vez sólo un poeta que preste profunda atención a la filosofía puede
volver a captar esa condición. En la obra de Durs Grünbein Vom Schnee [De la nieve]
(2003), subtitulada «Descartes en Alemania», la voz de un metafísico y sus
sueños encienden la imaginación de un gran poeta. Una serie de cuarenta y dos
poemas se encuentra con René Descartes y lo circunda en la cabaña donde remachó
sus demostraciones y pruebas lógicas de la categoría sustantiva del yo. El
paisaje está cubierto de una nieve implacable, vista, por así decirlo, a través
de la trigonometría cartesiana. Un frío que hiela hasta los huesos asedia la
famosa estufa a cuyo intermitente fulgor Descartes cavilaba, dormitaba y
soñaba. Soldados merodeadores, lobos hambrientos, la cruel misère de los acosados
aldeanos amenazan constantemente su soledad, la paz que el filósofo considera indispensable
para su búsqueda. Su criado Gillot, a modo de Sancho Panza, duerme con una
muchacha del pueblo, trayendo así el mundo demasiado cerca. Los duendes más
insidiosos, sin embargo, se filtran desde dentro. Descartes sufre accesos de
malestar, de destemplanza febril. Su cuerpo, fortificado solamente por el
bastión de largas horas en cama, es a la vez el garante de su cuestionada
identidad y el enemigo natural del intelecto puro y cortante como el hielo. La
nieve se cuela por todas las ranuras del álgebra y la física cartesianas, traza
dibujos geométricos:
Er modelliert, wohin er
fällt.
Er rundet auf und ab und
übersetzt in schöne Kurven,
wofür Physik dann,
schwalbenflink, die Formel findet.
Monsieur, bedenkt, was Euch
engeht, verliert Ihr Zeit.
Für Euch hat es, für Euch
die ganze Nacht geschneit.
[Modela allí donde cae.
Redondea de arriba abajo y traduce en hermosas curvas para las
que la física luego,
rauda cual golondrina, encuentra la fórmula.
Monsieur, reflexionad sobre lo que se os escapa si perdéis vuestro tiempo.
Para vos, para vos ha nevado toda la noche].
«No soy nada excepto Geist [espíritu]». El autor del Discurso sólo puede
sustantivar su ego en el acto de escribir. Es una marmota en una madriguera de
papel. Con magistral penetración, Grünbein refleja tanto las espectrales
incertidumbres como los destellos de revelación que hay en los sueños de
Descartes. ¿Puede un sueño soñarse a sí mismo? El filósofo recuerda el
relámpago que desveló el cogito:
Ich war erlöst. Ich war ein
neuer Mensch. Erst jetzt
war ich mich sicher: ja
René — du bist, du bist.
[Estaba salvado. Era un hombre nuevo. Sólo entonces
estuve seguro de mí: sí, René, eres, eres].
En «René» se pretende que oigamos la epifanía del «renacimiento». Sin
embargo, esta luminosa toma de conciencia termina en penumbra. «¿Yo soy yo» o
ese hoc corpus meum
[este cuerpo mío] (no se puede pasar por alto el eco sacramental) no es nada
más que un fantasma, la sombra burlona que aparece en un sueño? Fuera de la
cabaña, además, como haciendo escarnio del gran navegador de las ideas,
prevalecen la guerra, la injusticia y la miseria. Un cuento de invierno
enteramente alemán. Pero un poético «paisaje interior» del pensamiento con el
que sólo pueden competir el Monsieur Teste de Valéry y un personaje de Paul Bourget,
el Adrien Sixte de El
discípulo.
Considerar a Hegel como un escritor raya en lèse-majesté. ¿Hay algún gran
filósofo aparentemente menos estiloso, más adverso al «lenguaje ingenioso» y a
la elegancia —«geistreiche
Sprache»— tal como la veía en los philosophes franceses? Los
amigos corregían la tortuosa sintaxis de Hegel, tantas veces derivada de
conferencias poco claras, laboriosamente pronunciadas, abundante en repelentes
neologismos y locuciones suabas. El joven Heine, incluso antes de un breve
contacto personal en 1822, estuvo entre los primeros de los muchos que
parodiaron el plúmbeo lenguaje del maestro. Pero en lo fundamental no se trata
aquí de acabado literario, retórico, ni de grata fluidez, ni mucho menos de
inspiración poética.
Confirman el hechizo de Hegel el volumen y la excelencia del
comentario, solamente superado por el que ha generado Platón. Su influencia en
la filosofía, la teoría política, el pensamiento social, ha sido, aunque sólo
fuera a través del marxismo, global. Sin embargo, desde la época de los
contemporáneos de Hegel hasta la actualidad, la respuesta, contraria como en
Goethe, positiva como en Lukács o Kojève, ha hecho frente a la cuestión de la
inteligibilidad. La Fenomenología,
lo que dice Hegel sobre lógica, ¿hay que entenderlo en cualquier sentido
normal? ¿Pretende comunicar lo más íntimo de sus doctrinas? El caso de la prosa
de Heidegger, tan complejamente antihegeliana, ha legitimizado y oscurecido al
mismo tiempo el asunto. El tema de la deliberada falta de claridad —Mallarmé y
los surrealistas leen a Hegel— es pertinente. ¿Es la inteligibilidad una
categoría de la teoría hegeliana que deliberadamente se evita revelar, una
potencialidad que se mantiene en suspenso como el verbo en la sintaxis alemana,
una promesa abierta que el lector sólo puede intuir? Esta eventualidad
exasperaba a Bertrand Russell pero tal vez inspiró a Husserl. Lo que es más
importante, ¿contribuye el «complejo Hegel» a iniciar esas inaccesibilidades
que caracterizan el modernismo? La dificultad de la Fenomenología y la Enzyklopädie
¿prepara la de Mallarmé, Joyce o Paul Celan, el desplazamiento del lenguaje del
eje de lo inmediato, o el significado parafraseable que encontramos en Lacan o
en Derrida (un anotador de Hegel)? ¿Tenemos que leer a Hegel como tratamos de
leer, pongamos, Finnegans
Wake o Parte
de nieve de Celan? No obstante, Hegel era un pedagogo hasta la
médula y su aspiración no era simplemente la influencia académica sino un papel
magistral en los asuntos públicos y privados. ¿Es posible conciliar lo
hermético con lo didáctico?
La «Note sur la langue et la termonologie hégeliennes» de Alexandre
Koyré está fechada en 1931. Marca un intenso renacer de los estudios hegelianos
a la luz de la ideología soviética y de la crisis social, cada vez más
profunda, en el Occidente capitalista (el célebre «fin de la Historia» de
Hegel). Koyré pregunta si necesitamos un Hegel-Lexikon al estilo de los
glosarios que Platón y Aristóteles tenían a su disposición. ¿Cómo debemos
interpretar la insistencia de Hegel en la concreción cuando no existe un
lenguaje más abstracto? A juicio de Koyré, se nos invita a aprender a pensar de
otra manera, como hace el físico en la antiintuitiva esfera de la relatividad o
la indeterminación. El estilo de Hegel, ocasionalmente acentuado por la jerga
provinciana, busca inhibir las trilladas facilidades de lo coloquial. Hegel se
propone dar conciencia manifiesta a la historia interna de los términos
filosóficos y psicológicos, un proceso de anatomía genética que es el de la
razón realizando «trabajos forzados». Así, la autoconstrucción de la conciencia
humana, el hacer real el Geist, tiene lugar mediante procesos lingüísticos como el
acto adánico de dar nombre a las cosas, al que Hegel hace alusión
específicamente. Dar nombre despierta al espíritu de la anárquica acumulación
de sueños y fábulas (véase el Cratilo de Platón). La historia del lenguaje, la vida del
lenguaje son al mismo tiempo la historia y la vida del espíritu humano. O, como
dice el propio Hegel, el lenguaje es «la visible invisibilidad del espíritu»,
aunque a Derrida le preocupa si «espíritu» o esprit se acercan a la
traducción de Geist.
Sin embargo, si el dar nombre y expresar de forma inteligible validan
el yo y abren la conciencia a la racionalidad, también pueden oscurecerlos y
dispersarlos. En la sorprendente fórmula de Hegel, «nos oímos ser». Este
incesante proceso de audición ontológica depende totalmente del lenguaje. A su
vez, la comunicación con otros, aun siendo imperfecta, devuelve a sí mismo al
yo oído. Este movimiento recíproco es dialéctico en el sentido más profundo de
la palabra. La lengua alemana posee una capacidad peculiar para moverse entre
sujeto y predicado de manera reversible. Puede hacer fructífera la circularidad
(una maniobra heideggeriana clave). Al jugar con las contigüidades y
diferencias entre bekannt
y erkannt,
lo «conocido» y lo «reconocido», Hegel nos recuerda que el conocimiento no es
necesariamente reconocimiento o cognición. De ahí la necesidad de una nueva
terminología, una necesidad acentuada por las revoluciones sociales, políticas
e ideológicas en medio de las cuales compone Hegel sus obras. Por ello las
acuñaciones hegelianas o su uso idioléctico de términos como el famoso y
polisémico Aufheben
(sublate?)[3] o Meinung
[opinión, suposición], que contiene implícitamente mein [mío]. De ahí la
activación de la dinámica latente en Er-innerung [recuerdo], Ein-bildung [imaginación], Ver-mittelung
[comunicación] o Ein-fluss
[influencia], nombres cuyo «movimiento verbal» había sido robado u olvidado por
una difusión desatenta. Derrida se sumerge alegremente en esta vorágine
hegeliana. Lo que, perezosamente, se juzgaba fijo, eterno en lo conceptual, ese
legado platónico, se hace real y fluido en la apertura de las palabras. En
alemán luterano, Hegel dice que es «el Lutero de la filosofía»; hay que
devolver al presente las energías del comienzo, pero sin darles una apariencia
arcaica. La inestabilidad, la resistente novedad del estilo filosófico
reflejan, encarnan esa imposibilidad de estar asentado, esa carencia de hogar
que implica el estar dentro de una crisis («historia»), la idea perdurable de
Hegel.
Alexandre Kojève prestó gran atención al indispensable análisis de
Koyré. Sus propias leçons
sobre la Fenomenología,
una explication de
texte línea por línea, a veces palabra por palabra, se
extendieron desde 1933 hasta 1939. La influencia de este seminario en la vida
intelectual en Francia y fuera de Francia sigue sin ser superada. Rebasó los
límites de las esferas de los grandes académicos. Entre los hechizados oyentes
de Kojève figuraban antropólogos, expertos en ciencias políticas, sociólogos,
historiadores, metafísicos. También figuraban escritores, entre ellos Breton,
el surrealista a tiempo parcial Queneau (quien habría de editar las notas de
Kojève) y Anouilh, cuya Antígona es casi un retoño directo. El sueño de Sartre de
ser a la vez un Spinoza y un Stendhal halló un acicate en el tratamiento que
Kojève dio a Hegel. El seminario inspiró a Raymond Aaron y fue la fuente de la
fenomenología francesa que se desarrolla en Merleau-Ponty. Kojève intercambió
opiniones sobre Hegel con Leo Strauss, preparando de este modo ciertos aspectos
del neoconservadurismo estadounidense. Este pródigo estímulo, con su papel en
la literatura, proviene del hecho de que las exigentes abstracciones de Kojève
tienen como estructura profunda y subtexto las tensiones políticas, la
inminente catástrofe de aquellos años malditos.
Al igual que en la literatura, también en la filosofía las intensidades
del comentario pueden convertirse en «actos de arte». Adquieren una talla
autónoma. Incluso en la página escrita, la voz de Kojève ejerce su autoridad
hipnótica, aunque él insiste en que todo entendimiento de Hegel es solamente
«posibilidad», que cada proposición expresa, incluidas las suyas propias, es
provisional y está en un movimiento inconcluso (véanse las interpretaciones de
Shakespeare que hace William Empson en Structure of complex words).
Las afirmaciones de Hegel se niegan («sublate») unas a otras conforme se desarrolla la
argumentación. Decir, como intuyó Parménides, es decir lo que no es. La
negación es el garante axiomático de la libertad. De ahí el imperativo positivo
de la muerte: «Il
faut mourir en homme pour être un homme» [«Hay que morir como un
hombre para ser un hombre»]. Malraux y Sartre entrarán en detalles. La
abolición de uno mismo es concomitante con la renovación. Las esculturas
«autodestructivas» de Tinguely se desploman dando lugar a un luminoso
significado. Como el hombre y la mujer sin in-quiétude, Un-ruhe,
in-quietud en esencia, su lenguaje y el de Hegel debe articular la
inestabilidad. Considérese Al faro, de Virginia Woolf. Muchos de los enunciados
clave de Hegel son equívocos, «titilantes». Se resisten a la comprensión
inmediata o normativa. Todavía hay en nosotros vestigios de la mudez de los
animales. Logramos nuestra humanidad a través de actos de habla, nacidos de
nuestro desarraigo. La relevancia para la literatura, para el arte
expresionista, es evidente.
Las abstracciones, las idealizaciones son intentos de negar pero
también de habitar el mundo real. La retórica platónicocristiana, el Logos
juanino aliena (esa Entfremdung
que tantas consecuencias tendría) la conciencia tanto respecto de sí misma como
respecto de la realidad concreta. Estas estrategias de idealizar el
distanciamiento convierten todos los modos de romanticismo en una cháchara
desaliñada. Stricto
sensu la conciencia debe volver al silencio. Beckett no está
lejos. Sin embargo, sólo el lenguaje puede revelar el ser. Por tanto, para
Hegel la literatura sí crea (se señala con sutileza en el estudio de Peter
Szondi sobre la poética de Hegel). El mundo que la literatura universal edifica
tiene su origen en la épica, vive en la tragedia y muere en la comedia. El
paradigma es el que se despliega de Homero a Sófocles y de Sófocles a
Aristófanes. La filosofía, sin embargo, está por encima hasta de la gran
literatura. «La historia existe para que los filósofos puedan alcanzar la
sabiduría escribiendo un libro que contenga el conocimiento absoluto». De esta
extravagante máxima se deriva la idea de Mallarmé de le Livre, «que es el objeto
del Universo». Quizá también la embriaguez de la totalidad que hay en el Zaratustra
de Nietzsche y en los Cantos
de Pound. Sin embargo, allí donde logra la suprema autorrealización un concepto
articulado suprime la singularidad vital de lo que concibe. El concepto
«memoriza» dónde y cuándo fue borrado el objeto, exactamente como hace el
Narrador de Proust. Esto permite a Hegel hacer una de sus más profundas
sugerencias. En el terror revolucionario y en su ansia de historicidad está «die Furie des
Verschwindens» («la furia de la desaparición»). Kojève cita este
dicho como un «ideograma de texto». El más famoso es el de la lechuza de
Minerva, que sólo inicia su vuelo al anochecer. Se necesita un gran escritor
para hallar semejantes figurae.
En su meollo, la interpretación de Kojève es casi violentamente
política. Considera la Fenomenología
napoleónico-estalinista. Platón, Hegel, Heidegger y el propio Alexandre Kojève
ejemplifican la tentación del pensador por el despotismo autoritario, por el
deseo de «convertirse en el sabio del Estado» o, en el caso concreto de
Heidegger, en «el Führer del Führer». La culminación de la historia que saluda
Hegel en Napoleón, Kojève la reencarna en Stalin, en esa totalidad de control
racionalizado y utopía secularizada que hace del estalinismo al mismo tiempo la
cúspide y la clausura de la historia. Esta perspectiva inspira la dilucidación
que hace Kojève de la dialéctica amo/criado en la Fenomenología de Hegel, la
parábola filosófica más influyente después de la caverna de Platón. En esta
célebre narración, el rigor analítico adquiere una vitalidad escénica y una
tensión difícil de definir pero en cierto modo lírica. Podría resultar
ilustrativo llevar al teatro una recitación del texto de Hegel en conjunción
con La señorita
Julia de Strindberg, Las criadas de Genet y El señor Puntila y su criado Matti
de Brecht, con las Leçons
de Kojève como notas de programa.
Fue en medio de la finalidad estalinista como Georg Lukács produjo su El joven Hegel,
una monografía monumental publicada en 1948. Las sobriedades de Hegel habían
ayudado a desvincular a Lukács de la exuberancia expresionista de sus propios
primeros ensayos. Ahora se pregunta a sí mismo qué recursos lingüísticos son
esenciales en los procesos mentales de la Fenomenología. Las triples
repeticiones, por ejemplo, representan la construcción triádica subyacente, la
interrelación entre la subjetividad, la objetividad y el absoluto del Geist, en el
cual ambas están subsumidas. ¿Cómo —se pregunta Lukács— puede la gramática
exteriorizar el tránsito de la conciencia a la autoconciencia y luego a la
conceptualización razonada, cuando este tránsito tiene lugar tanto dentro de la
inmediatez del yo como en su encuentro con los demás? La cuestión habría de
preocupar a Husserl y a Sartre. Alcanza una expresión inolvidable en el
monólogo de la prisión en Ricardo II de Shakespeare:
No obstante, voy a
intentar realizarlo. Compararé mi cerebro a la hembra de mi espíritu, y mi
espíritu al varón de mi cerebro; ambos engendrarán una generación de
pensamientos, que a su vez engendran a otras […]. Los mejores, como los que se
relacionan con las cosas divinas, están mezclados de escrúpulos y suscitan
antagonismos con las palabras.
Lukács percibe en la prosa de Hegel «un vibrato ininterrumpido» que
hace la exposición «difícil y oscura». Pero hay también momentos estelares de
acierto literario, como en la descripción que hace Hegel de la polis griega. Si
El sobrino de Rameau
de Diderot es el único texto moderno al que se alude en la Fenomenología, es precisamente
porque Hegel estaba resuelto a establecer sus propios modos de dialéctica en
acción.
Hegel es el primer filósofo occidental que equipara la excelencia
humana con el trabajo.
No con la acumulación de capital o la expansión comercial que predican Adam
Smith y los fisiócratas, sino con el trabajo como el instrumento con el cual
los hombres y mujeres construyen su mundo real. Donde Schelling vuelve los ojos
a la Odisea,
Hegel parece interiorizar Robinson Crusoe. El trabajo humano, tanto manual como
espiritual, define la realización de lo conceptual. Esta idea se traslada a la
textura de un tratado hegeliano. El lector tiene que trabajar para abrirse camino
por él. Sólo el laborioso en el sentido etimológico puede activar la
comprensión. La recepción pasiva es inútil. A través del duro trabajo de la
asimilación concentrada, «la inquietud deviene orden» en nuestra conciencia. El
Hell-Dunkel,
el chiaroscuro
de la prosa de Hegel apunta hacia unos procesos todavía inconclusos, hacia un
inestable compromiso con unas condiciones sociales y unas contradicciones
ideológicas (que el marxismo afirmará resolver). El riesgo de Hegel es hacer de
la perplejidad inicial, de las eventualidades polisémicas, una incitación a
seguir prestando atención. Los posteriores y voluminosos escritos de Lukács, en
especial su Estética,
intrínsecamente inacabada, serán reflejo de esta estrategia, de esta apuesta
por la paciencia. Con todo el respeto que nos merece Descartes, la claridad y
la elegancia son, en relación con el pensamiento, unos ideales traicioneros.
Gadamer utiliza la interpretación como Leitmotiv. Siguiendo a Aristóteles
y a Heidegger, considera la experiencia misma como un acto interpretativo,
hermenéutico. «Leemos» el mundo y nuestro lugar en él igual que leemos un
texto, tratando de deducir un significado. Gadamer se encuentra con Hegel en
numerosos momentos. El lenguaje de Hegel nos encamina al inevitable abismo
entre lo que hemos dicho y lo que queríamos decir. Hegel se propone alienar al
lenguaje respecto de sus mendaces facilidades y de su estasis, exactamente como
hacen Hölderlin o Mallarmé. Ese momento «mesiánico» en el cual coinciden la
intención y la verdad, el momento fuera de la historia en el que la conciencia
se hará Geist,
está siempre atormentadoramente fuera de nuestro alcance. No es sólo el
virgiliano «tantae
molis erat, se ipsam cognoscere mentem» [«tan gigantesca fue la
empresa de la mente de conocerse a sí misma»][4] lo que nos dice
que la introspección falsea porque tiene que verbalizar sus hallazgos. Hay un
perenne peligro de que la abstracción, la conceptualización articulada,
conlleve una pérdida de sustancia. Nuestros análisis explicativos se vacían de
vida. Los contemporáneos se mofaban del «francamente acartonado Hegel» o
deploraban, como hizo Goethe, su «maraña esotérica». Pero Hegel estaba lidiando
con una paradoja fundamental: que la sustancia es borrada por aquello que la
define y nombra. Únicamente la gran literatura puede conservar el ser dentro de
la designación. Es por esta razón por la que no hay otra epistemología en la
que la literatura y las artes desempeñen un papel comparable. ¿Qué otra voz se
habría atrevido a poner a la Antígona de Sófocles por encima del personaje
evangélico de Jesús? Gadamer plantea una estimulante conjetura. El
derrumbamiento parcial del sistema hegeliano, los fallos parciales de su
lenguaje, trasladarán a los grandes novelistas y poetas de la era moderna
muchas de las tareas y tácticas de la sensibilidad generadas por la filosofía
alemana. Pero el impulso a «fracasar mejor» sigue presente en Hegel, cuyo
lenguaje filosófico «pervivirá, mientras siga siendo lenguaje, en el habla
humana». ¿No es verdad que, en cierto sentido, totalmente serio, la Fenomenología
es una de las principales novelas del siglo XIX?
Como Lukács, Ernst Bloch leyó y enseñó a Hegel en el ambiente
despóticamente vulgar y sin embargo también utópico de una sociedad cuasi
estalinista. Su Subjekt-Objekt
de 1951 pone de manifiesto esta circunstancia. El tono es cualquier cosa menos
gris. Muchas de las frases de Hegel «son como vasijas llenas de una bebida
fuerte y ardiente, pero la vasija no tiene asas, o sólo pocas». Si la sintaxis
hegeliana fractura el uso habitual, es simplemente «porque tiene cosas
inauditas que decir, sobre las cuales la gramática hasta ahora no ha tenido
dominio alguno». Como en Hölderlin, hay en Hegel «una especie de gótico
ateniense». Casi en todas partes son indispensables las repelentes locuciones
de Hegel. Hablan de un esfuerzo volcánico. El lector tiene que dar su aquiescencia
«si desea experimentar el viaje más remoto que ha existido hasta el momento».
No menos que en Heráclito o en Píndaro, los «relámpagos de significado» se
originan en las tinieblas.
Siempre que era factible, Adorno cedía a los encantos de la oscuridad.
Hasta sus trabajos académicos sobre Kierkegaard y Husserl coquetean con la
impenetrabilidad. ¿Echó una ojeada ambigua al hermetismo cabalístico de Walter
Benjamin? Las cortinas de humo de Adorno tiñen de cierta ironía su paródica
polémica contra la «jerga» de Heidegger. Hay no obstante una empatía real en
sus Drei Studien zu
Hegel (1963). No es en tono peyorativo como Adorno admite que el
significado de ciertos elementos en Hegel sigue siendo inseguro y «hasta ahora
no ha sido establecido con certeza por arte hermenéutica alguna». En la
filosofía de primer orden, Hegel es quizá el ejemplo más destacado de un
escritor con el cual no siempre se puede saber de manera inequívoca de qué está
hablando. El paralelismo es el de la prosa de Hölderlin, en esos mismísimos
años. Las discrepancias entre «los momentos didáctico-dinámicos y los de
afirmación conservadora» se dejan sin resolver o «diferidas» en el sentido que
Derrida da a este término. La actitud del lector es la exigida por la gran
poesía, por una obra como las Elegías de Duino de Rilke. Así pues, sugiere Adorno, hay
en Hegel pasajes «en los cuales no hay, en sentido estricto, nada que
entender». Como siempre en Adorno, la analogía configuradora es la del
significado de la música, imposible de parafrasear.
No es posible expresar la historicidad del pensamiento, la conciencia
inserta en el movimiento histórico, en la gramatología algebraica de Descartes.
Lingüísticamente, además, el principio de negación de Hegel libera. Tal como lo
interpreta Adorno, Hegel es el adversario par excellence del Tractatus de
Wittgenstein. Es precisamente para aquello de lo que no podemos hablar para lo
que la filosofía debe esforzarse por hallar expresión. En frase célebre, Hegel
dijo de la oscuridad de Heráclito que era necesaria y vital «aunque hacía que
las matemáticas parecieran fáciles».
A lo largo de todo este ensayo nos tropezamos con una polaridad. Hay
pensadores, sobre todo en la línea angloamericana, que insisten en la claridad,
en la comunicación directa. Están por otra parte —entre ellos Plotino, los
idealistas alemanes, Heidegger— los que ven en los neologismos, en las
densidades sintácticas, en la opacidad estilística, las condiciones necesarias
del discernimiento original. ¿Por qué repetir lo que se ha dicho claramente
antes? El dilema es familiar a los rompehielos de la literatura, a Rimbaud, a
Joyce, a Pound, que apremia al lenguaje a «hacer algo nuevo». Hegel produce
«antitextos» dirigidos a chocar con la materia inerte del lugar común. Son,
dice Adorno, «películas de pensamiento», que requieren ser experimentadas más
que comprendidas. Toda buena lectura de Hegel es «un experimento».
Hegel puso en tela de juicio la traducción, que es «como vino del Rhin
que ha perdido su bouquet».
En una carta de 1805 se impone la tarea «de enseñar a la filosofía a hablar
alemán», a completar un desarrollo iniciado por Lutero (véase T. Bodammer, Hegels Deutung der Sprache
[La interpretación hegeliana del lenguaje], 1969). Tiene posibilidades para
ello como ninguna otra lengua moderna. Sólo el griego antiguo poseía unos
recursos comparables. Considérese la inagotable resonancia de una palabra como Urteil,
«juicio» pero también «origen». ¿Qué otra nación adscribe a Dichtung [poesía] los valores
a la vez estéticos, teóricos y casi corpóreos, la densidad de dicht
[apretado], implícitos en alemán? Sólo esta lengua restablece esa fusión de lo
lírico con lo analítico que otorga a los enunciados presocráticos su perdurable
hechizo.
En todo ello es esencial la literatura. Lo mismo que Homero y Hesíodo
«crean» el panteón griego, la historia de la poesía y el drama prepara al
intelecto humano para su recepción de la religión y la filosofía. No podemos
igualar la Ilíada
ni a Aristófanes, pero su finalidad es indispensable para despejar el terreno a
la metafísica. Esta compleja interdependencia persiste. No tendríamos la Fenomenología
sin Shakespeare, Cervantes y Defoe. Esta evolución simbiótica es la
circunstancia decisiva, aunque siempre provisional, de la libertad humana.
La relación es recíproca. Me he referido ya a la dramaturgia de
«amo/criado» de Hegel, donde Knecht tiene más connotaciones de sumisión que «criado».
El contexto, en la sección A de la IV parte de la Fenomenología, es la lucha
para llegar a una auténtica conciencia de uno mismo. Esta dialéctica exige
reconocimiento por parte del «otro», por una conciencia rival. «El otro» —según
Hegel y Rimbaud l’autre
lleva una carga específica— encarna, paradójicamente, una imagen especular que
es también autónoma. En ausencia, como la de nuestra sombra, privaría a la
identidad de sustancia. Esta reciprocidad es reforzada por la lógica y la
poesía de la muerte. El aceptar la muerte y el infligir la muerte al «otro».
Muy posiblemente fue la lucha de Jacob y el ángel, con su clímax de designación,
del otorgamiento de una identidad, lo que subyace al escenario agonal de Hegel.
El amo objetiva su propio ser en relación con el del criado, al que
trata como una «cosa» (Ding),
pero cuyo reconocimiento le es indispensable. La percepción contraria de su Knecht es
que el amo tiene que buscar y dar sustancia a su ego. Su autoridad proviene del
hecho de que está dispuesto a poner su vida en peligro, de que su código es el
del (¿arcaico?) heroísmo. Su aceptación de la autoaniquilación determina su
rango magistral y la diferencia ontológico-social que lo separa de su criado.
Pero desde dentro de su servidumbre, y ésta es la formidable jugada de Hegel,
el Knecht
descubre, se ve obligado a descubrir, el poder dinámico del trabajo. La conciencia, que es
por así decirlo estática o inocente en Don Quijote, actúa, «trabaja» en Sancho
Panza. Es a través de trabajo como el Knecht se le hace totalmente necesario a su amo. El
servicio genera su propia forma de dominio, una inversión que emancipa la
conciencia de sí mismo del Knecht. Este dominio nunca es completo. Sufre la elusión
de la muerte, de ese riesgo heroico que legitima la autoridad del amo. Pero
contiene el potencial de la revolución social. En última instancia, el trabajo
es más poderoso, más progresista que el sacrificio caballeresco. Mientras que
el Herr
depende del «otro» para dar validez a su yo, el criado llega a hacer realidad
la conciencia desde dentro del estatus objetivo de su tarea.
Estas equivocaciones dramáticas, esta «lucha a muerte», salen a escena
en la prosa de Hegel, una prosa que es performativa del combate y cuyos
significados exigen que se batalle con ellos. El duelo es incesante: el
encuentro de Jacob dura toda la noche de la historia. Pero a fin de cuentas es
la fuerza de turbina del trabajo desde dentro de la servidumbre lo que prepara,
lo que hace ineluctable el avance social y psicológico de la humanidad. Esta
idea, acaso incipiente en los antiguos estoicos, pone en marcha no solamente el
socialismo y el marxismo sino también aspectos destacados de la teoría
capitalista. Hallará una inhumana parodia en el logo de los campos de
concentración nazis: «Arbeit
macht frei» [«El trabajo libera»].
Hay al menos cuatro respuestas virtuosistas en la cámara de ecos
literaria u órbita de la parábola hegeliana. Añadirán las dimensiones del
conflicto de clases y del antagonismo radical y la servidumbre en la
sexualidad.
El criminal pas
de deux de La señorita Julia de Strindberg (1888) combina ambas
cosas. Las tensiones sociales y la presión sexual inducen un explosivo
intercambio de papeles, una inversión de las relaciones de poder en una
perspectiva característicamente hegeliana. Julia se convierte en la ramera de
su lacayo, pero su imperioso masoquismo renueva el abyecto servilismo de éste.
Las barreras de clase son infranqueables. La relación sexual, de hecho, agudiza
la desigualdad. «Yo podría hacerte condesa. Tú nunca podrás hacerme conde a
mí». Strindberg adopta la piedra de toque hegeliana. El sirviente no está
dispuesto a morir con el ama y, mucho menos, por ella. La prerrogativa de la
muerte sacrificial le pertenece a ella. Cuando el conde llama para pedir las
botas, Jean sucumbe inmediatamente. Elige la autoconservación, que es la
estrategia del Knecht.
Invita a Julia a suicidarse. Como en la Fenomenología, la impotencia
es supervivencia y contiene la mecánica de futuridad negada al Herr.
El título mismo que puso Brecht a su obra El señor Puntila y su criado Matti
manifiesta una contigüidad con Hegel. La parábola a modo de cuento popular, de
1948, se inspira en la dialéctica hegeliana. Pero aquí lo crucial «es la
formación de un antagonismo de clase entre Puntila y Matti». Como en la Fenomenología,
sin embargo, la lucha profundamente arraigada es la lucha por la identidad:
«¿Eres un hombre? Antes dijiste que eras chófer. Ya ves, te he pillado en un
renuncio». «Hay distintas opiniones acerca de qué es un hombre». El amo
borracho ¿es igual que el amo sobrio? Sólo los indigentes y los explotados
pueden estar seguros de su humanidad. Es testimonio de ello el saludo de Matti
al arenque salado, la miserable ración sin la cual no se talarían los bosques
de pinos, ni se sembrarían los campos, ni se podrían a funcionar las máquinas.
«Si yo fuera comunista —dice Puntila—, le haría la vida imposible a Puntila». Pero
la verdadera venganza y la misión del Knecht son más profundas. Abandonará a su Herr
dejándolo desvalido. Se convertirá en su propio amo:
Den guten Herrn finden sie
geschwind
wenn sie erst ihre eigen
Herren sind.
[Un buen señor enseguida encontrará
cuando sus propios señores ellos serán].
Al asumir Matti la soberanía sobre uno mismo que es el comunismo dará
inicio el ciclo milenario del escenario de Hegel.
En ninguna parte es esto más venenoso que en Las criadas de Jean Genet,
obra asimismo escrita a finales de la década de los cuarenta. Genet añade un
giro histriónico a las dualidades de Hegel. Su intención era que las hermanas
lesbianas fueran interpretadas por adolescentes homosexuales, por chaperos como
los que había conocido en reformatorios y cárceles. La palabra francesa bonnes, que
significa criadas y «buenas», apunta al ritual metamórfico de las Euménides. La
obra, sugiere Genet, se podría llevar a escena en Epidauro. Es una estilizada
danza de la muerte (ecos de Strindberg) en la que las protagonistas hegelianas
intercambian identidades como intercambian prendas de vestir. Las criadas
es un manual de odios. ¿Cuáles son, nos desafía Genet, los ligamentos del odio
no sólo entre amo y criado sino dentro de la comunidad de servidumbre y
sometimiento? ¿Se le ha pasado por alto a la Fenomenología la dialéctica de
la humillación, a la que el Herr somete a su Knecht pero a la cual es
sometido a su vez por la necesidad vital que tiene de ser servido? «Me
aplastáis bajo el peso de vuestra humildad», dice la señora. La fidelidad de
las doncellas, masoquista pero encubiertamente rebelde, halaga y al mismo
tiempo amenaza la despótica dependencia del amo. Allí donde Hegel infiere un
duelo no librado, Genet recurre al chantaje. Lo que sabe el Knecht de las intimidades de
su Herr,
lo que saben las doncellas de las frivolidades eróticas de su ama, les confiere
un poder corrupto y corruptor. Astutamente, Solange y Claire —la angélica y la
luminosa— representan una comedia dentro de la comedia, un dúo de espejos
demoníacos: «Estoy harta de ese espantoso espejo que refleja mi imagen como un
hedor pútrido». La histeria homicida de las bonnes da a la señora una
momentánea ventaja, aunque ficticia. La torsión culminante desmiente a Hegel.
La señora se retira a una vida privilegiada y ostentosa. Son sus sirvientas las
que celebran las ceremonias de la muerte sacrificial. Pero expresan una idea
fundamental inaccesible al amo:
Je haïs les domestiques. J’en haïs l’espèce odieuse et vile.
Les domestiques n’appartiennent pas à l’humanité. Ils coulent. Ils sont une exhalaison qui traîne dans nos chambres, dans nos
corridors, qui nous pénètre, nous entre par la bouche, qui nous corrompt. Moi
je vous vomit.
[Odio a los criados. Odio
su especie aborrecible y vil. Los criados no forman parte de la humanidad. Se
deslizan. Son una exhalación que se arrastra por nuestras habitaciones, por
nuestros pasillos, que nos penetra, nos entra por la boca, nos corrompe. Yo os
vomito].
De esta infernal conciencia de uno mismo no viene la gracia salvadora
del trabajo, de la futuridad proletaria, sino que su recompensa es el suicidio.
¿Qué hubiera hecho Hegel con esto de haber estado entre el público?
Samuel Beckett lee con detenimiento a los filósofos. Mantuvo frecuentes
intercambios con Schopenhauer. Ningún equivalente del díptico hegeliano de Herr y Knecht es
más rico que el de Pozzo y Lucky en Esperando a Godot (1952).
Lucky es casi literalmente un perro apaleado, pero un perro capaz de
morder. De nuevo la pregunta temática es «¿qué es el hombre?». A regañadientes,
el esclavizador Pozzo reconoce la humanidad marginal de los dos vagabundos,
pero ¿hasta qué punto es humano Lucky? Sujeto a su correa, ejecuta los sádicos
mandatos de su amo. ¿Se puede tratar así a un ser humano?, pregunta Vladimir.
Pozzo admite que su dominio y el sometimiento del esclavo podrían haber sido al
revés. Aunque es desdichado, Lucky proporciona a su atormentador la
tranquilidad que tanto necesita en cuanto a su propia condición e identidad (el
esencial pendulum
hegeliano). Si Lucky se esfuerza por despertar la compasión de su amo es para
poder conservar su dependencia, que le da la vida: «para que no le deje», dice
aquél. Radicalizando toda autoridad, Pozzo ordena «pensar» a su Knecht: «Pense». Este
imperativo trasciende el cogito cartesiano. En Hegel el pensamiento equivale a la
génesis de la conciencia, con la potencialidad de la libertad. La alegoría de
Beckett es una alegoría de la coacción.
Ante este ultimátum, Lucky rompe a hablar. El habla no solamente define
la humanidad: es el arma, la única pero enormemente trascendental, al alcance
del esclavo. El torrencial monólogo de Lucky pone en evidencia la pobreza de la
jerga de Pozzo. Su arranque es una parodia de la epistemología, de las
especulaciones teológicas, de las sospechosas profundidades de la psicología
moderna. Su fracturada letanía de repeticiones, su tartamudeante avalancha, constituyen
un détour de force
lingüístico no superado en la literatura y deconstruye de manera suprema el
musicalizado soliloquio de Molly en Ulises. Su retórica autonegadora insinúa lo que el
lenguaje podría haber sido, lo que aún podría llegar a ser, si se liberara de
los banales límites del significado. Tras soltar este torrente de «actos de
habla» seudogramaticales, este subversivo remedo de Lucky vuelve a un mutismo
comatoso. Su impresionante locuacidad concluye en la palabra inachevé. Lo cual es definitorio
de la propia obra. No queda nada más que su sombrero pisoteado, que ahora lleva
Vladimir. Más de una vez, el fin de partida beckettiano parece mirar hacia el
tropo hegeliano del fin de la historia.
El triple encuentro de Hegel, Hölderlin y Heidegger con Sófocles es una
cima en el encuentro de la filosofía y la literatura. La filosofía lee la
suprema poesía y es leída por ella. Las dos intuyen un terreno común, el que da
origen al arte y a la música del pensamiento, las cuales dan forma a nuestra
visión del significado del mundo (der Weltsinn).
En otra parte he tratado de hacer justicia a la polémica interpretación
hegeliana de la Antígona
de Sófocles (Antígonas,
1984). Para Hegel, este drama era «en todos los sentidos, la más consumada obra
de arte que jamás ha producido el empeño humano». En sus últimas conferencias,
Hegel vuelve a la dramatis
persona de Antígona, «la más noble de las figuras que han
aparecido en la Tierra». La hipérbole alcanza su punto culminante cuando Hegel
aduce que la muerte de Antígona representa una lucidez abnegada y un heroísmo
más allá del Gólgota. Jesús pudo poner su confianza en la resurrección y en la
recompensa infinita. Antígona entró libremente en las tinieblas de la extinción
absoluta, un abismo aún más aterrador por la posibilidad de que su postura
hubiera estado equivocada, de que no se ajustara a la voluntad de los dioses.
Como ningún otro texto, Antígona hace gráficas las polaridades, las tesis
antagonistas fundamentales para la evolución de la conciencia humana. Plantea
en términos dialécticos los ideales en conflicto del Estado y el individuo, de
la ley cívica y la jurisdicción política contrarias a los dictados primordiales
de la solidaridad familiar. La obra expresa con vehemencia casi escandalosa las
reivindicaciones del amor fraterno en oposición a los del eros y el matrimonio
convencionales. El bajo continuo de estos enfrentamientos es el choque
ontológico entre mujeres y hombres, entre la vejez y la juventud. No existe
ningún eje de antítesis determinantes que la obra de Sófocles, prodigiosamente
compacta, no exponga.
Las interpretaciones de Hegel evolucionarán en un proceso emblemático
de la maduración de la conciencia a través de la polémica narrada en la Fenomenología.
El reexamen convence a Hegel de que el paradigma sofocleano es todavía más
tenso de lo que imaginaba en un principio. Es sólo dentro de la polis y en
virtud del choque del individuo con el Staat como es posible definir
unos valores éticos contrarios y acercarlos a la síntesis del Absoluto, es decir,
a una politeia
en la cual exista una colaboración creativa entre las lealtades familiares y
cívicas. La formulación de Franz Rosenzweig es acertada: «Al principio fueron
los dolores de parto del alma humana, al final es la filosofía del Estado de
Hegel». Para Hegel, «la divina Antígona» y la tragedia en la cual sufre su
pasión constituyeron la validación política de decisivos dogmas de su propia
filosofía del espíritu y de la historia. El «ajuste» estaba consumado.
Fue la insistencia que hay en la hermenéutica de Hegel en el equilibrio
dialéctico lo que tuvo el impacto más inmediato y controvertido.
Indudablemente, los sucesivos comentarios y paráfrasis de Hegel contienen una
apología de Creonte. Esta defensa sigue a la construcción de un equilibrio perfecto,
a la definición hegeliana de la tragedia como un conflicto en el que «las dos
partes tienen razón». Se precisa una interpretación simétrica de Sófocles para
que la síntesis se logre, para que la historia avance. La justificación
hegeliana de la encarnación del Estado en Creonte, un Estado sin el cual el
individuo privado, aun desafiándolo, no podría alcanzar la conciencia de sí
mismo, casi con toda certeza va contra la pietas sofocleana. Es
testimonio de ello el castigo infligido al tirano. No obstante, es la fuerza,
la agudeza de la mala interpretación de Hegel, si lo es, lo que ha llamado la
atención e impuesto la revalorización. Hasta los críticos de Hegel se inclinan
a coincidir en que ninguna de las dos posturas religioso-morales que la Antígona
dramatiza puede por sí misma ser la correcta sin reconocer aquello mismo que la
limita y la refuta.
Escrita, como si dijéramos, en la corte de Creonte, es decir, bajo la
ocupación nazi, la Antígona
de Anouilh adopta la interpretación hegeliana. Creonte y Antígona están en un
fatal equilibrio. Es tal la habilidad retórica y escénica de la puesta en
escena de Anouilh que la censura nazi autorizó la representación y el
dramaturgo llegó a ser acusado de colaboracionismo. La puesta en escena real
inclina sutilmente el contrapeso. Creonte derrota a Antígona en el debate. Si
ella opta por la insurrección y la muerte no es por piedad trascendental y
convicción moral sino por repugnancia adolescente. Es la vulgaridad
paternalista y condescendiente de Creonte, es el tedio mundano que traerá el
matrimonio lo que desencadena su gesto suicida. Sófocles entrega a Creonte a
una espantosa soledad. En la obra de Anouilh, un joven paje recuerda al
decepcionado déspota sus obligaciones públicas. Hay quienes deben ensuciarse las
manos para que la vida continúe. Hay una importante reunión prevista para las
cinco. Este detalle no sólo mitiga la soledad de Creonte: proclama una estoica
aceptación del deber y los imperativos de lo político vitales para Hegel. Es
esta implícita apología lo que Brecht satirizará acerbamente en su Antígona 48,
una versión antihegeliana que vuelve a la fuente griega y a la metamórfica
versión hölderliniana de Sófocles.
Ya conociera la Fenomenología directamente, ya filtrada a través de
Schelling y de los hegelianos daneses, la respuesta de Kierkegaard a la
interpretación hegeliana de Antígona fue altamente imaginativa. Proyecta una Antígona
suya propia en O lo
uno o lo otro. Para Kierkegaard, la culpa trágica es una culpa
heredada. La hija de Edipo sabe que es fruto del incesto. Este conocimiento, a
la vez insoportable y santificado, la convierte en «una muerta viviente». Es su
vínculo con su padrehermano y su sino lo que determina la suerte de esta «novia
del silencio» (Cordelia nunca está lejos). Se da un giro más a la Angst
kierkegaardiana: su Antígona no está segura de que Edipo sea plenamente
consciente de su condición parricida e incestuosa. Antígona y su secreto hacen
de ella una completa extraña en la casa del ser. Sólo en la muerte puede hallar
una morada. Será ella la que fuerce la torpe mano de Creonte. Sólo su muerte
puede detener la contaminación transmitida por la culpa heredada que Antígona
perpetuaría consumando su amor por Hemón.
En una línea ajena a Hegel pero familiar a san Agustín y a Pascal,
Kierkegaard intenta recurrir a la paradoja de la culpa inocente. Guardaban
relación con esto las circunstancias biográficas de Kierkegaard: su ruptura con
Regine Olsen y lo que adivinaba del momento de blasfemia desesperada de su
padre.
Si añadimos al fantaseo de Kierkegaard la exégesis
filosófico-hermenéutica que hizo Hölderlin de Sófocles, junto con el análisis
heideggeriano de esa oda coral de Antígona que él considera el momento decisivo de la
civilización occidental (volveré sobre esta exégesis); si tenemos presente lo
que dicen Brecht, Anouilh y Derrida sobre Antígona en el Glas de
1974, es bien evidente la fascinación de la «interfaz» entre lo filosófico y lo
poético iniciada por la interpretación hegeliana de la obra.
Pero hay en Hegel otros aspectos en los que se otorga un brillante
«estilo» a la argumentación abstracta o diagnóstica. Accedemos al pensamiento
en producción. Las conferencias sobre la Filosofía de la historia
pronunciadas entre 1822 y 1831 contienen una descripción perturbadoramente
gráfica de Abraham. Hegel veía en él la sospechosa fuente de un perdurable
desarraigo, del rechazo judío de cualquier comodidad con la communitas social y política.
Al mismo tiempo, Hegel se sentía atraído por el carácter absoluto del
monoteísmo mosaico. En las religiones orientales, hasta la luz es sensual y de
este mundo: a partir de entonces, sin embargo, la luz es Jehová, «la pura
unicidad». «La naturaleza ha sido rebajada a creación», una formulación
sorprendente. De este feroz monismo surge la fatalidad de la exclusión:
solamente puede haber un
pueblo elegido. En un lenguaje de creciente intensidad, Hegel identifica el
judaísmo mosaico con la totalidad de lo espiritual: «Vemos en los judíos una
dura servidumbre relacionada con el pensamiento puro». Como enseñó Spinoza —la
referencia es rara en Hegel—, la ley mosaica es punitiva. Pero protege al judío
de toda aceptación de la mundanidad. Esta apropiación divina hizo de Israel una
comunidad pero no un Estado. De ahí la rápida escisión de los dos reinos. La
prosa de Hegel remeda la división, una polaridad sigue a otra. Una antinomia
orgánica debilita al judaísmo: «So rein geistig der objektive Gott gedacht wird, so gebunden und
ungeistig ist noch die subjektive Seite der Verehrung desselben»
[«Por muy espiritualmente puro que se conciba al Dios objetivo, el lado
subjetivo de la veneración del mismo sigue siendo limitado y poco espiritual»].
El florecimiento de la subjetividad y el del Estado-nación sólo llegarán con el
helenismo y el cristianismo. Es el concepto de nación lo que desterrará la
superstición y la ritualizada condición de paria.
Podríamos citar numerosas páginas similares, llenas de apremio y de
concisión, con fuertes vientos de argumentación autoexploradora en sus velas.
¿Dónde, excepto en la gran poesía, drama o ficción, estamos más cerca de las
inmediateces, de las desnudas energías del «pensamiento sentido»? La expresión
es torpe y poco afortunada. Ésa, insistiría Hegel, no es la cuestión.
La teoría política ha producido y utilizado una prosa soberana.
Pensemos en Maquiavelo, en Milton cuando habla del regicidio o de esa gran
música que Yeats oía en Edmund Burke.
Los escritos de Marx constituyen un coloso. Por su volumen, por el
espectro de géneros literarios, por la diversidad de sus voces. La sensibilidad
de Marx era libresca, textual, oficinesca por excelencia. Las bibliotecas, los
archivos, las salas de lectura públicas eran su terreno natural y su campo de
batalla. Destilaba letra impresa. A su muerte, el material no publicado ascendía
a más de mil páginas manuscritas. Es en este sentido en el que es pertinente el
controvertido judaísmo de Karl Marx. Su inmersión en la palabra escrita generó
a su vez una estrategia de elucidación, de comentario exegético, de disputa
semántica en todo análoga a la de la práctica rabínica y el debate talmúdico.
La apelación partidista a declaraciones canónicas, secularmente santificadas,
la acritud del conflicto y del litigio dogmáticos que impregnarán la historia y
el sino del marxismoleninismo nacen directamente de la retórica analítica y
profética de Marx. En las peleas intestinas del comunismo, con frecuencia
homicidas, son decisivas la cita, la crítica textual y la referencia. Esto
implicará una extensa literatura secundaria y terciaria. El cabecilla comunista
y sus adversarios herejes, ya se trate de Lenin, de Stalin, de Trotski o
incluso de Enver Hoxha, se sienten llamados a producir escritos teóricos, a
demostrar que son «hombres de libros» (en modo alguno son de desdeñar Lenin
cuando habla del empiriocriticismo, Trotski de literatura, Stalin de
lingüística).
No ha habido ninguna imagen del hombre, ningún modelo de la historia,
ningún programa político-social más escrito que el marxismo. Ninguno, desde la Torá, más
nutrido de un linaje de codificación textual, de verdades «sinaíticas», que
condujo de Marx y Engels a Lenin y Stalin y, en una importante ramificación, al
«libro rojo» de Mao. Con el hundimiento del marxismo-leninismo, un hundimiento
que refleja el de la teología en Occidente, ha entrado probablemente en su
epílogo, en lo que he llamado su «pospalabra», la herencia de una auctoritas
escrita que se remonta a los Libros de Moisés y a los presocráticos, una
veneración por el libro, resumido en el tropo del «Libro de la Vida». Marx pone
en tela de juicio todas las instituciones y relaciones de poder, desecha las
ilusiones autoengañosas y el infantilismo de la religión; su refutación de las
ideologías en competencia es despiadada; su desprecio por los tópicos de las
convenciones sociales, no sometidos a examen, es implacable. Pero en ningún
momento cuestiona la capacidad del lenguaje, del discurso escrito
especialmente, para representar, para analizar, para modificar la realidad
individual y colectiva, para reconfigurar la condición humana. La subversión
nietzscheana del rango de las proposiciones, el profético desacoplamiento de
significante y significado que hace Mallarmé, la sistemática deconstrucción
freudiana de significados e intenciones declarados, son ajenos al logocentrismo
clásico de Marx. «Las ideas —enseñaba— no existen al margen del lenguaje». Como
Heráclito, a quien estudió, Marx tenía por axiomático que «el rayo del
pensamiento», al alcanzar el rollo o el tomo, el volumen completo o el
opúsculo, el manual o el poema, podía irradiar el espíritu durmiente de hombres
y mujeres, elevándolos a la humanidad (los regímenes marxistas están anclados
en el alfabetismo). Es precisamente esta fe en la omnipotencia de la palabra la
que inspiró las ciegas ferocidades de la censura comunista y los brutales
esfuerzos del comunismo por crear un nuevo lenguaje (la «neolengua» de Orwell).
En el «mundo libre», la licencia ha sido a menudo indiferencia. ¿Qué potentado
de la Casa Blanca tendría en cuenta, mucho menos temería, un epigrama de
Mandelstam? La imagen de Marx en la rotonda de la British Library es totémica.
Es una celebración, ahora casi borrada, de la creencia de que «en el principio
era la Palabra».
El repertorio estilístico de Marx era múltiple. Sus tempranas
ambiciones fueron literarias y características de la generación posromántica.
Entre ellas había un proyecto de traducir los Libri tristium de Ovidio (¿una
alusión al exilio?); una novela cómica, Escorpión y Félix; una
fantasía teatral, Oulanem;
poesía lírica y descuidadas baladas que culminan en los Wilder Lieder de 1841. Volveré
sobre la tesis doctoral de Marx sobre Epicuro y Demócrito, con su timbre
académico más o menos convencional. Inédita durante largo tiempo, la crítica Des hegelischen
Staatsrecht muestra ya las cualidades —la apretada argumentación
y la concisa ironía— que habrían de distinguir las obras maduras de Marx.
Compuesta en colaboración con Engels, La sagrada familia (1845) dirigió «contra Bruno Bauer y
sus consortes» esos instrumentos de permanente sarcasmo, de despectiva
agresividad que hicieron de Marx el más eminente virtuoso del oprobio después
de Juvenal y Swift. Ese virtuosismo es una vez más característico del ataque de
1847 contra Proudhon, la Miseria de la filosofía. Es imposible identificar la
exacta división de la autoría en el Manifiesto comunista, lanzado con Engels en 1848. Raras
veces ha logrado el discurso programático, exhortativo, un extremo y un impacto
más vehementes y memorables. La estructura gramatical, el accelerando de la secuencia
proposicional, la síntesis de diagnóstico y certidumbre profética convierten
este opúsculo en una de las declaraciones más influyentes de toda la historia.
Las Tesis
de Lutero en Wittenberg fueron un elemento del arsenal de Marx. La descripción
de La lucha de
clases en Francia (1850) y El 18 brumario de Luis Bonaparte,
publicado dos años después, son, una vez más, otra cosa. Funden precisión
analítica, sátira, control teórico e inmediateces de furia de una manera
comparable a lo mejor de Tácito. Ya sólo estos panfletos épicos asegurarían la
talla de Marx en la poética del pensamiento.
Su periodismo era torrencial y con frecuencia inspirado. El doctor Marx
colaboró con la prensa de Viena con ciento setenta y cinco artículos. Se han
hecho estudios eruditos sobre Marx como analista militar y sobre sus
comentarios de la Guerra Civil americana. De 1857 en adelante ocuparon a Marx
sus borradores y notas enciclopédicas para la summa de economía política, en
realidad una antropología filosófica. Este material conocido como Grundrisse
no sería publicado hasta 1953. Culminaría en los dos primeros volúmenes de El capital
(1867-1879). Pocos leen o han leído alguna vez las secciones posteriores de
este coloso incompleto. Contiene mucho material inflexiblemente técnico y
estadístico. Sin embargo, en medio de sus arenosas extensiones a modo de
inventario económico-sociológico, surgen esos destellos de ira clarividente, de
promesa escatológica que forman parte integrante del genio de Marx. En una
forma condensada y publicista, están también presentes en la llamada Crítica al programa de
Gotha de 1875. Añádase a todo esto la profusa correspondencia de
Marx con su propia gama de estilos: público y familiar, de apoyo y polémico,
forense y franco. Una prodigalidad de «actos de habla» que han cambiado nuestro
mundo (para mejor y para peor). En Marx son constantes las interacciones entre
literatura y filosofía política. Sus pasiones literarias y su crítica
literaria, sus contribuciones a la teoría del drama clásico y de la novela, su
lectura omnívora de obras clásicas y modernas —como un famoso «ratón de
biblioteca»— han sido estudiadas de manera magistral (véase S. S. Prawer, Marx and world literature
[Marx y la literatura universal], 1976). La desconfianza de Marx por los
escritos programáticos, engagés, su formulación del «efecto Balaam» por el cual
las producciones reales de un novelista o poeta contradicen y niegan su
ideología expresa, han sido fuente de una estética teórica y crítica, como en
Lukács y en Sartre. La atención de Marx a la literatura era universal. Abarcaba
desde el sensacionalismo chillón de Los misterios de París de Eugène Sue hasta las cumbres de
la tragedia griega. Max lee a Esquilo en el original al final mismo de su vida.
Shakespeare es una referencia perpetua. No es sólo el melodrama del dinero en
Shylock y en Timón
de Atenas, su obra preferida, lo que fascinaba a Marx. Es la
dinámica de la historia en Shakespeare y la incomparable percepción de las
relaciones de poder que hay en las obras romanas y en Macbeth. No menos que sus
contemporáneos alemanes, Marx estaba empapado de Goethe. Le parecía ejemplar la
franqueza sardónica de Mefistófeles y sopesaba las alegorías de las finanzas en
Fausto II.
Marx se identifica casi con la manera clandestina en que el joven Goethe
utiliza a Prometeo. Prawer demuestra que hasta en trabajos periodísticos de
Marx como Herr Vogt
(1860), hay referencias a Pope, Sterne, Samuel Butler, Dickens, Dante,
Voltaire, Rabelais, Victor Hugo y Calderón. El marxismo es una «lectura del
mundo».
Balzac nunca deja de cautivar y asombrar a Karl Marx. Mucho antes que
el propio Marx, Balzac entendió el concepto de plusvalía. En su Gobsek ve Marx
el agudo discernimiento psicológico de que la avaricia capitalista es una forma
de senilidad prematura. Sobre todo, en la Comedia humana está la
imparcialidad del verdadero realismo, una clarividencia que subvierte
radicalmente la intención legitimista y reaccionaria de Balzac. Es de Balzac,
aduce Gramsci, de quien toma Marx la cardinal definición de la religión como
«el opio del pueblo».
El Pecksniff de Dickens, la descripción de la miseria y la injusticia
social en Oliver
Twist, Tupman en Los papeles del Club Pickwick y Martin Chuzzelwit sirven
a Marx y a Engels de abreviaturas cuando satirizan a sus adversarios o plasman
su protesta social. Como otros artistas destacados, Dickens alcanzó la
«universalidad concreta», la ejemplificación de verdades históricas y sociales
a través de un personaje de ficción y de una situación narrativa. Para Marx,
confiere validez a la paradoja aristotélica que consiste en que la ficción
posea una verdad que supera a la de la historia.
Las relaciones de Marx con Heine fueron breves pero complejas. Y lo
fueron más aún por el encubierto judaísmo de los dos y por el interés,
apasionado si bien periodístico, que sentía Heine por la filosofía idealista
alemana. La admiración de Marx por la talla poética de Heine se alternaba con
la compasión condescendiente y la repugnancia burguesa por el modo de vida
bohemio de Heine (al igual que ese otro iconoclasta, Freud, Marx era un
conservador por lo que respecta a las costumbres privadas). Por su parte, Heine
había abandonado en buena medida su radicalismo juvenil y hallaba reprensibles
las brutalidades polémicas de Marx. No obstante, a través de Heine, Marx llega
a comprender aspectos de la creación lírica. En el primer tomo de El capital
se recuerda a Heine como un amigo y como un hombre de excepcional valentía.
Marx conocía las fatales debilidades de Heine como Heidegger conocía las de
Paul Celan.
Las citas de Dante y las alusiones a éste son numerosas y mordaces. En
respuesta a un condescendiente editorial del London Times, Marx invoca la
altisonante profecía de Cacciaguida: «¡Feliz Dante, otro miembro de esa mísera
clase denominada “refugiados políticos” a quien sus enemigos no podrían
amenazar con la desdicha de un editorial del Times! ¡Afortunado el Times, que
se libró de un “asiento reservado” en su infierno!». Un pasaje del Paraíso
ilustra la tesis de Marx de que «un precio implica por tanto que una mercancía
es intercambiable por dinero y también que tiene que ser intercambiada de ese
modo». Un verso de Dante envía al Capital a su enorme periplo.
Es este modo de echar mano de la literatura en nombre de un pensamiento
económico y político a menudo abstractamente técnico lo que resulta
sorprendente. Algunas pinceladas sacadas del Don Carlos y del Guillermo Tell
de Schiller inspiran la sensibilidad de Marx. Se oye sonar el poderoso tañido
de la «Glocke»
[«campana»] schilleriana cuando Marx trata el fundamental tema del trabajo
productivo. Una carta a su hija Jenny alude al Fausto de Goethe, a Felix Holt,
de George Eliot, y a Shirley,
de Charlotte Brontë.
El programa y la voz de Marx habían de ser trascendentes. Su rechazo de
la Tendenzliteratur,
la literatura que tiene «un palpable designio sobre nosotros» de carácter
ideológico, será un obstáculo para los dogmas leninista-estalinistas del
«realismo social». El lugar de Shakespeare, de Goethe, de Balzac se reafirman
en el panteón comunista en Literatura y revolución de Trotski. La diferenciación
entre realismo clásico, ya homérico, y naturalismo moderno en la línea de Zola
es fundamental para Lukács y multitud de críticos menores. El giro marxista,
además, tiene efectos mucho más allá del comunismo real. Los estudios de Walter
Benjamin sobre el fetichismo, sobre la metrópolis, sobre la reproducción
técnica del arte, se derivan de Marx. Al igual que los temas rectores de Orwell
cuando habla del alfabetismo y de Dickens. Un lector ecléctico como Edmund
Wilson se inspira en gran medida en Marx, como también hace Lionel Trilling
cuando sitúa la ficción en su entorno social. La atención incisiva de Jane
Austen en la clase, la propiedad y los ingresos la convierten en nuestra
novelista protomarxista y, en Los despojos de Pontyon o en La copa dorada de Henry James,
hay algo más que un toque de marxismo. Toda la plataforma de litérature engagée de Sartre
es un ejercicio de «marxismo antimarxista». Lo mismo sucede con los numerosos
avances sociológico-estéticos clave de la Escuela de Frankfurt, muy
especialmente en Adorno. Los esfuerzos occidentales por negociar entre la
teoría marxista y el psicoanálisis generan una verdadera industria. Ya sea para
estar de acuerdo o para rechazar, interpretamos según Marx, al igual que según
Freud.
En frase célebre, Marx apela a la filosofía no sólo para entender el
mundo sino para transformarlo. ¿Cuántas veces nos paramos a pensar en la
orgullosa inmensidad de ese dictado? Marx está convencido de que el pensamiento
puede
cambiar el mundo, de que no existe una fuerza mayor. De ahí el mínimo papel de
la muerte en el marxismo, mientras que en el fascismo es destacado.
No obstante, Marx se ocupó con gran detenimiento de la tradición
filosófica, especulativa. Cualquier estudio de cómo Marx se vale de Hegel y, en
menor medida, de Feuerbach debe abarcar sus escritos in toto. Los philosophes
de la Ilustración, Voltaire, Diderot, Rousseau, proporcionan un subtexto
recurrente. Adam Smith, Ricardo, Bentham (a quien Marx ironiza) son justamente
considerados filósofos. El mismo Marx vuelve a trazar las líneas entre teoría
político-económica y argumentos metafísicos, una revisión que puede apuntar a
Aristóteles. A veces, como en su demolición de Proudhon y en su incómodo rechazo
de Stirner, Marx atribuye a la «filosofía» un aura casi peyorativa. En otro
lugar está escrupulosamente atento. La filosofía antigua impregna su formación
académica. Para los jóvenes hegelianos, la era posterior a la muerte del
maestro parecía paralela a la del pensamiento griego después de Aristóteles. El
estoicismo, el epicureísmo, el escepticismo y el ejemplo de los cínicos
ofrecían interpretaciones contrapuestas de la condición humana en un clima de
decadencia religiosa y despotismo político comparable al de Europa en las
décadas de 1830 y 1840. El propio Marx preguntaba cómo podría ser la conciencia
del individuo en un contexto posterior a totalidades filosóficas como las de
Aristóteles y Hegel. Le fascinaba la transición de Grecia a Roma. «La muerte de
un héroe se asemeja a la puesta del sol, no al reventón de una rana que se ha
atracado en exceso». Epicuro y Lucrecio, socavadores de la religión, son
fundamentales en la tesis doctoral de Marx sobre la Differenz der demokritischen und epikureischen
Naturphilosophie [Diferencia entre la filosofía natural de
Demócrito y la de Epicuro] (el texto ha llegado hasta nosotros en forma
incompleta). Es evidente la preferencia por Epicuro. En él, el joven Marx
percibe un robusto humanismo, un esfuerzo por emanciparnos de la superstición y
del miedo a los dioses. El determinismo atomista de Demócrito anula la libertad
humana. A la luz de la evolución posterior, el antimaterialismo de la tesis de
Marx es llamativo. También lo son las florituras estilísticas: «Lo mismo que
Zeus creció en medio de los tumultuosos choques armados de los cretenses creció
el mundo en medio de los resonantes juegos de guerra de los átomos». «Lucrecio
nos presenta la guerra omnium
contra omnes [de todos contra todos] […] una naturaleza despojada
de Dios y un Dios despojado del mundo». Los cuadernos muestran un pormenorizado
estudio de Parménides, de Empédocles, de la recensión plutarquina de la doxa griega.
Encontramos la comparación de Sócrates con Cristo recurrente en Hegel y capital
para Kierkegaard. Marx comparte el culto romántico a Prometeo, que es «el santo
y mártir más noble del calendario filosófico». Un calendario que debe, como
hemos visto, trasmutar el pensamiento en acción.
La prosa de Marx se vale de muchas voces. Es un maestro del epigrama:
«La crítica no es una pasión de la cabeza: es la cabeza de la pasión». Puede
ser emblemático: «Si una nación entera pudiera sentir vergüenza, sería el león
agazapándose antes de saltar». Lo lapidario es un formato clave: «Lutero reemplazó
la servidumbre a través de la devoción por la servidumbre a través de la
convicción», «La resurrección alemana será anunciada por el canto del gallo
galo». Todo Ernst Bloch y toda la utopía radical están condensados en aquello
de «Yo no soy nada, debería serlo todo» de Marx. Hay un toque sutil, eco de los
Diálogos
de Luciano, según el cual debiera la esperanza y el programa de revolución
dejar que «la humanidad se separe jovialmente (heiter) de su pasado». Muchas
cosas de Marx han pasado al acervo general del lenguaje: «Ser radical es
entender una cosa en sus raíces. Además, para el hombre la raíz es el hombre
mismo».
Cuando se trataba de pathos social, Marx podía igualar a Victor Hugo, a Sue o
a Dickens en sus peores momentos lacrimosos. El 27 de septiembre de 1862
apareció en Die
Presse una estampa de los desempleados ingleses. Un padre
arruinado vive en una casita con sus dos hijas. La hilandería donde trabaja
cierra. «Ahora la familia ya no tiene medio de ganarse la vida. Paso a paso la
miseria los arrastraba al abismo. Cada hora los acercaba más a la tumba».
Pronto yace una niña muerta de hambre; su hermana apenas tiene fuerzas para
narrar el horror de su muerte. El guardián del asilo de los pobres sabrá, «para
satisfacción suya», que no tiene ninguna culpa. El jurado coronará la solemne
comedia con el veredicto «muerta por el azote de Dios» («Gestorben in folge der Heimsuchung von Gott»).
Una implícita referencia al Ugolino de Dante prepara el sarcástico uso de la Komödie. Y
obsérvese el juego de palabras en Heimsuchung. En la actualidad, el término significa
«persecución» o «aflicción». Aquí se utiliza como representación del azote
divino.
La traducción es impotente ante la volcánica respuesta al ataque de
Karl Heinzen contra Hegel en octubre de 1847. Marx invoca la vituperante
grosería y las brutalidades del siglo XVI, la flagelante cadencia
de Rabelais:
Platt, grossprahlend,
brambasierend, thrasonisch, prätentios-derb im Angriff, gegen fremde Derbheit
hysterisch empfindsam; das Schwert mit ungeheuer Kraftvergeudung schwingend und
weit ausholend, urn es flach niederfallen zu lassen; beständig Sitte predigend,
beständig die Sitte verletzend; pathetisch und gemeinin komischer Verstrickung;
nur um die Sache bekümmert, stets an der Sache vorbeistreifend; dem
Volksverstand kleinbürgerlische, gelehrte Halbbildung, der Wissenschaft
sogennanten «gesunden Menschenverstand» mit gleichem Dunkel entgegenhaltend; in
haltlose Breite mit einer gewissen selbstgefälligen Leichtigkeit sich
ergiessend; plebejische Form für spiessbürgerlischen Inhalt; ringend mit der
Schriftsprache, um ihr einen sozusagen rein körperlichem Charakter zu geben…
tobend gegen die Reaktion, reagierend gegen de Fortschritt… Herr Heinzen hat das Verdienst einer
der Wiederhersteller der grobianische Literatur, und nach dieser Seite hin eine
der deutschen Schwalben des herrannahenden Völkerfrühling zu sein.
[Perogrullesco,
jactancioso, grandilocuente, pretenciosamente áspero al atacar, histéricamente
sensible a la aspereza ajena; blandiendo la espada con gran desgaste de energía
sólo para dejarla caer; constantemente predicando civilidad, constantemente
insultando las buenas maneras; patético y vulgar en risible mezcla; interesado
únicamente por lo que tiene a mano pero siempre errando el tiro; oponiendo al
sentido común una semicultura pequeñoburguesa aprendida; derramando una plétora
incontrolada de autocomplaciente trivialidad; forma plebeya y untuoso contenido
de medio pelo; batallando con la palabra escrita para darle sustancia corpórea
[…] bramando contra la reacción, reaccionando contra el progreso […]. El señor
Heinzen tiene el mérito de ser el restablecedor de la literatura rufianesca y
en ese sentido una de las golondrinas alemanas que anuncian la proximidad de la
primavera populista].
¿Estamos leyendo a Céline? Días después Marx reanuda su ataque usando
citas de Trabajos de
amor perdidos y Troilo y Cresida (a Marx le complacía Tersites). Dentro
de las artes del escarnio erudito, son comparables las refutaciones de Proudhon
que hace Marx en Miseria
de la filosofía, obra escrita en francés. Proudhon es
caricaturizado como un falso Prometeo, «un extraño santo tan flojo en lógica
como en economía política». El título del segundo capítulo llama la atención:
«La metafísica de la economía política». Para Karl Marx, la economía política
tal como se desarrolla a partir de Adam Smith y Ricardo es una filosofía. Es un
análisis y una visión sistemáticos de la justicia, de la ética y de lo racional
tan completos como la República
y las Leyes
de Platón. Y es muy indicativo del alfabetismo imaginativo de Marx y de su
rechazo de los límites artificiales el hecho de que este opúsculo, a menudo
técnico, se cierre con una vehemente cita de la novela histórica de George Sand
Jean Ziska.
El 18 brumario de
Luis Napoleón sigue siendo un clásico de la ironía
y de la ira. Su segunda frase se hizo proverbial: cuando Hegel sugirió que los
acontecimientos y agentes decisivos ocurren dos veces, olvidó añadir que «lo
hacen una vez como tragedia y la otra como farsa». En las crisis de 1848-1851,
Marx percibe una macabra parodia de 1789. «La revolución social del XIX no puede sacar su inspiración creativa del pasado, sino únicamente del
futuro». Debe «dejar que los muertos entierren a sus muertos»; los ecos de las
Escrituras son un bajo continuo frecuente en el lenguaje de Marx, como lo son
también las mordaces alusiones a la historia antigua:
Der 2 Dezember traf sie
wie ein Blitzstrahl aus heitern Himmel, und die Völker, die in Epochen
kleinmütiger Verstimmung sich gern ihre innere Angst von den lautesten Schreiern
übertaüben lassen, werden sie vielleicht überzeugt haben, dass die Zeiten
vorüber sind, wo das Geschnatter von Gänsen das Kapitol retten konnte.
[El 2 de diciembre cayó
sobre ellos como un rayo del cielo sereno, y los pueblos que en épocas de malhumor
pusilánime dejan gustosamente que los gritadores más estruendosos ensordezcan
sus miedos interiores se habrán convencido, tal vez, de que han pasado los
tiempos en que el graznar de los gansos podía salvar al Capitolio].
Las ironías se hacen más profundas: «Una banda de soldados borrachos
dispara sobre los burgueses fanáticos de la ley y el orden en sus balcones,
haciéndolos pedazos; su santuario familiar es violado; sus hogares bombardeados
como pasatiempo, todo ello en nombre de la propiedad privada, de la familia, de
la religión y del orden». Los demócratas de la cámara de diputados «creen en
las trompetas que derribaron las murallas de Jericó» pero produjeron sólo una
retórica quejumbrosa e impotente. ¿En qué consistía la ventaja de Luis Napoleón?
«Como bohemio, como Lumpenproletarier»
—la cáustica denominación de un proletario con artificiosos harapos—, podía
usar los medios más groseros y vulgares. Su siniestra mediocridad fue el
instrumento mismo de su éxito. Sigue una frase dragontina que se enrosca para
soltar su veneno en diez abstracciones latinizantes: ¡en un clamoroso estado de
«confusión, fusión, revisión, prorrogación, constitución, conspiración,
coalición, emigración, usurpación y revolución, la burguesía resuella y resopla
un fin terrorista más que un terror sin fin!». La conclusión es exactamente
profética veinte años antes de 1871: «Cuando el manto imperial descienda
finalmente sobre los hombros de Luis Bonaparte, la figura en bronce de Napoleón
caerá de lo alto de la columna de Vendôme». Si hay una poética de la ira
burlona, está aquí.
El romanticismo y el siglo XIX estaban obsesionados
por el ideal y por el prestigio de la epopeya. Chateaubriand, poseído de épicos
designios, traduce El
paraíso perdido. Wordsworth aspira a la epopeya interiorizada en El preludio
y en La excursión.
Las series de La
comedia humana de Balzac y de Los Rougon-Macquart de Zola
proclaman dimensiones épicas. La leyenda de los siglos de Victor Hugo había de ser un
panorama épico de toda la historia. Al final de su carrera, Hugo compone
epopeyas teológicoapocalípticas que rivalizan con Dante y Milton. Pensamos en El anillo y el libro
de Browning o en Dynasts
de Hardy. La pintura de historia y la arquitectura posrománticas y las
titánicas partituras de Mahler y Bruckner están caracterizadas por unas
inmensidades panópticas. ¿De qué otro modo podía la sensibilidad responder a la
saga napoleónica y al gigantismo de la revolución industrial, competir con
ellos? Tres veces, además, se hizo realidad plenamente el sueño épico: en Moby Dick,
en Guerra y paz
y en El anillo
de Wagner.
La opera
omnia de Karl Marx se puede entender como una epopeya del
pensamiento, como una Odisea
salida de la oscuridad rumbo a las lejanas costas de la justicia y la felicidad
humana. Hasta en los textos económico-sociológicos especializados hay un
redoble de tambor subyacente, una cadencia de marcha hacia el mañana (véanse Los magos de
Hugo o el impulso inicial de las sinfonías de Beethoven). Este movimiento hacia
delante se nutre, como en las profecías del indignado Amós, de una airada
esperanza. Cuando los manuscritos de 1844 aducen un mundo en el que se
intercambiará confianza por confianza y no dinero por dinero, el dinamismo que
los anima es mesiánico. No menos que la Odisea de Homero o la Eneida, el
relato analítico y crítico de Marx tiene como su arquetipo un viaje de regreso
a la patria. Ernst Bloch lo resume de manera memorable: un lugar «que irradia
infancia y donde nadie ha estado todavía: la tierra natal». El que este viaje
haya conducido al despotismo y al sufrimiento, a una injusticia y una
corrupción monstruosas; el que tratara en vano de negar lo que Hegel había
denominado la esencia trágica de la historia, no invalida la grandeza del
sueño. Refuta pero no devalúa el homenaje que el socialismo utópico rinde al
potencial de la humanidad para el altruismo y la mejora. Cuando llegue la
verdadera revolución, proclama Tolstói, «el tipo humano medio se elevará a las
alturas de un Aristóteles, un Goethe o un Marx». El Manifiesto acude a Shakespeare:
con el derrocamiento del viejo orden, «todo lo sólido se transforma en aire».
La cita de La
tempestad, el saludo a Aristóteles y a Goethe no son florituras
ornamentales. Hablan de una de las grandes y trágicas aventuras del espíritu
humano, de la filosofía en su intento de transmutarse en esa otra voz de la
poesía que es la acción. «En el principio era el hecho».
¿Qué se puede añadir a los voluminosos estudios del genio lingüístico
de Nietzsche, de un virtuosismo estilístico tan innovador como su filosofía,
dos originalidades que están entretejidas? Un sofista rapsódico para sus
detractores, el más hipnótico de los pensadores para sus seguidores de todo el
mundo. Hay quizá un aspecto que requiere ser subrayado.
A la manera de los presocráticos, a los que él tanto apreciaba,
Nietzsche es el filósofo en cuyos escritos se funden la especulación abstracta,
la poesía y la música. La música impregna la existencia de Nietzsche. Él
compone. Gustav Mahler, entre otros, pone música a sus palabras. Nietzsche escribe
poesía. Su antiética, su antimetafísica, configuran la modernidad. Lo que
suponemos son triples interacciones entre canto, doxa y poema en Pitágoras o
Parménides se hacen reales en Nietzsche. Son esenciales para su crítica del
racionalismo socrático y de la filosofía académica. En él, la poesía y la
música del pensamiento son literales.
Los Idilios
de Mesina son siete poesías líricas ligeras que se han fechado en
1882 y no dejan de mostrar influencia de Heine. Pulsan cuerdas típicamente
nietzscheanas: el ansia de dormir del insomne, el hechizo de los pájaros
volando, las estrellas mediterráneas. Emerge una importante polémica: «¿La
razón? Un mal asunto», del todo inferior a «cantar, bromear e interpretar Lieder».
Nietzsche se mofa de sus propias evocaciones poéticas: «¿Tú, un poeta? ¿Estás
mal de la cabeza?». Pero el pájaro carpintero cuyo picoteo ha dado origen a la
métrica de Nietzsche no será negado: «¡Sí, mein Herr, eres poeta!». Tres
años después se vería que el pájaro tenía razón.
El «Nachtwandler
Lied», la canción y el nocturno del Caminante Nocturno,
constituye el clímax y el final de Así habló Zaratustra. Se insiste en que está concebida
para ser cantada:
Oh Mensch! Gib Acht!
Was spricht die tiefe
Mitternacht?
«Ich schlief, ich schlief,
aus tiefen Traum bin ich
erwacht: —
die Welt ist tief,
und tiefer als der Tag
gedacht,
tief ist ihr Weh—
Lust, tiefer noch als
Herzeleid:
Weh spricht: Vergeh!
Doch alle Lust will
Ewigkeit—
—will tiefe, tiefe Ewigkeit!»
[¡Oh hombre! ¡Presta atención!
¿Qué dice la profunda medianoche?
«Yo dormía, dormía,
de profundo sueño he despertado:
el mundo es profundo,
y más profundo de lo que pensó el día,
profundo es su dolor,
el deseo, más profundo aún que el dolor de corazón:
dijo el dolor: ¡desaparece!
¡Pero todo deseo quiere eternidad
quiere profunda, profunda eternidad!»]
Estos once versos están saturados de profundidad y de las tinieblas de
medianoche, de las penumbras entre el sueño y la vigilia. La profundidad,
filosófica o poética, es a su vez un modo de oscuridad. No es a la luz del día
—y Nietzsche había sido un servidor de lo auroral y del mediodía— como el mundo
revela su profundidad. Una profundidad de sufrimiento (Weh), de deseo (una imperfecta
traducción de Lust,
que representa el conatus
en el sentido de Spinoza, lo que hay de libidinal en la conciencia y en el alma
humana). Ningún dolor de nuestro corazón (Herzeleid) es tan profundo
como esos impulsos o apetitos primarios opuestos. La tristeza, el dolor,
reclaman transitoriedad. Pero el Lust quiere eternidad, «profunda, profunda eternidad».
Pues es la fuerza vital que está más allá del bien y del mal.
Es difícil citar una poesía breve que se halle bajo mayor presión
emocional e intelectual. La estructura anafórica está ya a más de mitad de
camino de la música. La compleja puntuación es un medio de notación musical.
¿Es una tontería oír el pensamiento en contralto? Aquí, ontología y
poesía se animan la una a la otra soberanamente. En este texto se podría apoyar
la argumentación aducida en este ensayo.
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