lunes, 18 de mayo de 2020

5 Filósofos, historiadores... George Steiner La poesía del pensamiento Del helenismo a Celan



5

Filósofos, historiadores de las ciencias y de las matemáticas, historiadores sociales que estudian la génesis de la moderna cultura occidental, leen a Descartes. Los aplicados lo hacen en latín, que tantas veces nos produce la impresión de ser su primera lengua. Husserl tituló sus meditaciones «cartesianas». Pero la singularidad del caso se halla en otra parte.
La gran mayoría de los franceses y francesas apenas leen estos exigentes escritos. Como mucho, y desde la niñez, se les ha quedado esa definición del yo, el cogito que es muy posiblemente la más famosa de toda la filosofía. Sin embargo, la conciencia francesa tanto pública como privada, la imagen que Francia cultiva y proyecta de sí misma, las reivindicaciones de dominante racionalidad, lógica y prestigio intelectual que hace Francia son «cartesianas» hasta la médula. La contraseña «la France c’est Descartes» [«Francia es Descartes»] o «notre père Descartes» [«nuestro padre Descartes»] ha sido pregonada a los cuatro vientos tanto por la izquierda como por la derecha, por radicales y conservadores. Del «método» y de las reflexiones de Descartes se han apropiado creyentes tomistas y positivistas agnósticos. Calles, plazas y colegios llevan el nombre del más discreto y reservado de los hombres, que eligió vivir y producir buena parte de su obra en Holanda y que murió en Suecia. «Soy francés, ergo cartesiano», proclamaron algunos líderes comunistas en 1945. También lo habían hecho acólitos de Vichy apenas hacía unos meses. Ninguna otra nación ha convertido a un metafísico-algebrista en su tótem.
Abundan los comentarios doctos, las aclaraciones, las controversias en torno a todas las facetas de las obras de René Descartes. Comenzaron mientras él vivía y han continuado de forma ininterrumpida. Él mismo solicitó objeciones y las insertó en sucesivas versiones de sus tratados. ¿Qué clásico de la filosofía se ha beneficiado de una lectura más detenida que el Discurso del método en la explicación línea por línea de Étienne Gilson? ¿Qué recensión se puede desear que sea más atenta que la edición de Ferdinand Alquie de las Meditationes de prima philosophia? Pero el atractivo de Descartes, su rayonnement, se extiende mucho más allá del examen técnico, histórico o polémico. Ofrece constante ocasión para el brillo y la creatividad literarios de otros. Permítanme citar dos ejemplos entre una multitud.
La Note conjointe sur M. Descartes de Charles Péguy, que quedó inconclusa y data de los últimos días de su vida, en el verano de 1914, como es típico en él, no es nada de eso. Saluda la «audace belle; et aussi noblement et modestement cavalière» [«audacia bella, y también noble y modestamente desenvuelta»] del filósofo. La sinuosa argumentación, sin embargo, tiene que ver con Corneille y Bergson y pretendía ilustrar la convicción de Péguy de que las grandes filosofías son cosechas profundamente enraizadas en la tierra nacional. Es la Note sur M. Bergson —las «notas» de Péguy son monumentales—, un poco anterior, la que se centra en el Discurso. Es fundamental la cartesiana «denuncia del desorden», la percepción de la condición lógica y humana como un «orden» divinamente refrendado. En la exposición de Descartes hay lacunae, discontinuidades.
Pero una gran filosofía «no es aquella que no tiene brechas. Es aquella que tiene ciudadelas». Por su parte, un prodigioso caminante y orgulloso recluta, Péguy se centra en el matiz militar de la vida y la prosa de Descartes. La suya era «una filosofía sin miedo». El movimiento cartesiano es un movimiento «de avance, de regreso, de renovado avance». Inicialmente, el Discurso marcha paso a paso, como haciendo la instrucción. Luego, en la parte IV, tiene lugar «el más prodigioso salto hacia delante que quizá se haya dado jamás en la historia de la metafísica» (el alineamiento del pensamiento válido con la garantía divina). La genialidad del pensamiento cartesiano es haber tomado la forma de la «acción deliberada». Por tanto, afirma Péguy que las primeras palabras del Discurso han resultado ser «el punto de partida de un inmenso tremor, de una marea, de una inmensa ola circular en el océano del pensamiento».
No menos que Valéry, quien escribió a Gide en agosto de 1894 que el Discurso es «sin duda la novela moderna como se podría hacer», apreciaba Alain a Descartes. Este «educador de la Tercera República», maestro de maestros, Simone Weil ardientemente entre ellos, acudió a Descartes una y otra vez. Como alguien cuya declarada meta es «la buena conducta de la razón», donde «conducta» expresa todas las inferencias del comportamiento moral y cívico. Pensar con claridad es comportarse con responsabilidad. Nunca ha habido nadie, enseñaba Alain, que haya «pensado más cerca de sí mismo» («nul n’a pensé plus près de soi»). Nunca ha habido nadie que haya acertado más al localizar el latido de lo tangible, la irrecusable presencia del mundo dentro de la abstracción (éste será el punto de partida de Husserl). Al mismo tiempo y en esencia, el Discurso es «el poema de la fe». No existe un texto más adulto; sin embargo, en su fuente de descubrimiento y reverencia, hay «toujours un mouvement d’enfance». Es precisamente este «movimiento de infancia» lo que genera el asombro de René Descartes ante la palmaria evidencia del mundo creado, abrumadora y no obstante misteriosa, ante las certidumbres de las matemáticas, que se proyectan hacia delante. Como Aristóteles, pero con mayor humildad, una virtud que Alain valoraba, el autor del Discurso y de las Meditaciones está perpetuamente asombrado. Alain sabía que siempre que la prosa y la sensibilidad francesas modernas alcanzan su cadencia nativa no está lejos el precedente cartesiano.
Sin embargo, por lo que respecta a las teorías filosóficas y científicas se puede decir que la primera lengua de Descartes es el latín. El Discurso es una excepción, una obra dirigida al lego. Pero también es a menudo traducción interiorizada del latín de Cicerón y Tácito. La anatomía, la inervación de su flexible y aparentemente mundano lenguaje, son las del nombre y la sintaxis latinos (Milton y Hobbes suministran ejemplos análogos). Los dilemas de la transferencia son exactamente los que cita Heidegger cuando plantea la imposibilidad de traducir la terminología filosófica griega y las perdurables distorsiones causadas por las versiones erróneas o aproximadas. «Cogito ergo sum» es a la vez más conciso y absoluto que su proverbial equivalente francés. Lo mismo sucede con «Ego cogito, ergo sum, sive existo», que sólo puede hallar un reflejo imperfecto en «Donc moi, qui pense, j’existe». Esprit está tan alejado de ingenium como del Geist hegeliano. Abarca memoria e imaginación, cosa que raison no hace. Formes y natures son importaciones sacadas de versiones latinas de un Aristóteles medievalizado. La decisión de Descartes de componer y publicar el Discurso en francés recuerda la adopción de la lengua vernácula que hicieron Dante para su Comedia y Galileo para sus diálogos, que Descartes había anotado. «Y si escribo en francés, que es la lengua de mi país, antes que en latín […] es porque espero que quienes se sirven de su razón natural pura juzguen mejor mis opiniones que quienes sólo creen en los libros antiguos». Por el Discurso Descartes es, después de Cicerón y los moralistas romanos, el primer filósofo que imagina y educa para su obra a un público letrado general. Rememorando a Epicuro, incluirá a las mujeres.
Su propia actitud hacia la literatura es ambigua. Virgilio, Horacio, los Fastos de Ovidio, las oraciones de Cicerón y las tragedias de Séneca son parte integrante de Descartes. Confiesa éste que en su juventud estuvo «enamorado de los poetas» («non parvo Pöeseos amore incendebar»). Durante la noche de la revelación ontológica, la del 10 al 11 de noviembre de 1619, el volumen que le ofrecen en uno de sus tres sueños epifánicos es un Corpus poetarum. Incluye un poema del galorromano Ausonio. Su verso «Quod vitae sectabor iter?» [«¿Qué camino de la vida seguiré?»] indicará a Descartes el viaje y el propósito de su vida. El precedente de Lucrecio es inconfundible en el atomismo y en el concepto de caos tal como se expone en el Discurso. Como hemos visto, Sócrates, en el momento de su muerte, se vuelve a Esopo y canta. El poema de Hegel a Hölderlin es magistral. Hasta el final, Heidegger escribe versos. Próximo a su fin en el gélido Estocolmo, Descartes compone poesías líricas para un divertissement que se celebraría en la corte de la reina Cristina. En todas partes, sin embargo, Descartes subraya las diferencias que hay entre poética y filosofía, entre la inspiración que impulsa las artes y la calculable metodología de las ciencias. La ficción es la antítesis, a modo de canto de sirena, de las verdades racionales. Exactamente igual que Freud, Descartes asigna la invención poética a los sueños diurnos y a la infancia del hombre. No puede igualar, mucho menos superar, la pura belleza de Euclides o de la geometría algebraica tal como la imaginó el propio Descartes.
Esto hace que sea aún más notable la amplitud de las artes literarias de Descartes, su grandeza ya sólo como escritor. Es un virtuoso del subjuntivo y del pluscuamperfecto, anticipándose a Proust. Puede que las astutas serenidades de Montaigne, especialmente en la Apología, instruyeran a Descartes, pero la voz es enteramente la suya. Suyo es el ralentando táctico cuando la argumentación se torna intrincada, el llamamiento a las objeciones, a las críticas que hacen que las proposiciones se enrosquen hacia atrás mientras el bajo continuo de la demostración empuja sin cesar hacia delante. Tanto el Discurso como las Meditaciones forman parte de ese arco de autobiografía intelectual y espiritual que se extiende desde san Agustín hasta Rousseau y a Freud. No son unos tratados como los de Spinoza o Kant. El ego autoescrutador de Descartes se hace inmanente al amparo de una reticente urbanidad.
Como en Proust, la contraseña es recherche. Es testimonio de ello la incompleta conversazione de hacia 1647 sobre La recherche de la verité. Está siempre el recurso, revolucionario en la filosofía sistemática, a la primera persona del singular, a la génesis de todas las verdades verificables en el yo disciplinado. Lo existencial es anterior a lo cognitivo. Es a su vez de la evidencia del yo, dando a esta expresión todo su peso, de donde brota la incuestionabilidad de la existencia de Dios y la apuesta fenomenológica por su benévola garantía de un mundo inteligible. La libertad humana y el concepto, de otro modo inexplicable, del infinito, son las recompensas de esta certificación.
Obsérvense las hábiles ironías, la cadencia, literalmente la «caída» del siguiente pasaje:
je comparais les écrits des anciens païens que traitent des mœurs, à des palais fort superbes et fort magnifiques qui n’étaient bâtis que sur du sable et de la boue; ils élèvent fort haut les vertus et les font paraître estimables par dessus toutes les choses qui sont au monde, mais ils n’enseignent pas assez à les connaître, et souvent ce qu’ils appellent d’un si beau nom n’est qu’une insensibilité, ou un orgueil, ou un désespoir, ou un parricide.
[yo comparaba los escritos de los antiguos paganos que tratan de las costumbres con palacios extremadamente soberbios y magníficos que sólo estaban construidos sobre arena y barro; elevan muy alto las virtudes y las hacen parecer estimables por encima de todas las cosas que hay en el mundo, pero no enseñan lo suficiente a conocerlas, y a menudo lo que llaman por tan bello nombre no es más que insensibilidad, orgullo, desesperación o parricidio].
El descenso de la insensibilité, casi un modernismo, al inesperado y desconcertante parricide, que acaso estuviera dirigido a ciertas inhumanidades estoicas, es una pincelada estilística. O consideremos el paso que inspira a Husserl:
Examinant avec attention ce que j’étais et voyant que je pouvais feindre que je n’avais aucun corps et qu’il n’avait aucun monde ni aucun lieu où je fusse, mais que je ne pouvais pas feindre pour cela que je n’étais point, et qu’au contraire de cela même que je pensais à douter de la vérité des autres choses, il suivait très évidemment et très certainemmet que j’étais […]
[Examinando con atención lo que yo era y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo alguno ni ningún lugar donde yo estuviese, pero que no por eso podía fingir que yo no existía, y que de la misma contradicción de poder dudar de la verdad de las demás cosas se seguía muy evidentemente y ciertamente que yo existía].
Se hace que feindre (fingere) engendre su propia refutación. La escandalosa totalidad de la duda, la abolición del cuerpo humano y del mundo que ya no habita —un experimento mental cuyo extremismo surrealista raya en la locura— es deliberadamente encubierta por la elegancia de la gramática de Descartes (où je fusse). Es inmediatamente atenuada por la renovada apelación a la ficción, a feindre. Nótese también la matizada verificación que pasa de «evidentemente» a «ciertamente».
El dormir y los sueños preocupan a Descartes. Complican unas distinciones cruciales entre razonamiento e imaginación: «Pour ce que nos raisonnements ne sont jamais si évidents ni si entiers pendant le sommeil que pendant la veille, bien que quelquefois nos imaginations soient alors autant et plus vives et expresses…» [«porque nuestros razonamientos no son nunca tan evidentes ni tan enteros durante el sueño como durante la vigilia, aunque a veces nuestras imaginaciones sean entonces tan vivas y expresas o más…»]. Aquí «vivacidad», con sus implicaciones de velocidad, conduce directamente a expresses, una compleja palabra que combina claridad y rapidez. Estos aciertos, en alguien que no había tenido «jamais l’humour portée à faire des livres» [«nunca un talante inclinado a hacer libros»], cuyos aplazamientos y recurso al anonimato recuerdan en ocasiones los de la Educación de Henry Adam.
El Barroco se deleita en las ilusiones: ópticas, escénicas, psíquicas, en el trompe-l’œil arcádico o macabro. De ahí, la obra maestra de Corneille, La ilusión cómica; La vida es sueño, de Calderón; las que enmarcan La fierecilla domada o que activan El sueño de una noche de verano. De ahí también la obsesión iconográfica con Narciso.
El tropo de Descartes es uno de los más fascinantes. En su Meditatio prima invoca a un «genium aliquem malignum, eundemque summe potentem & callidum» [«algún genio maligno y en extremo poderoso y astuto»], un engañador de poder supremo capaz de hacer ilusorias en su totalidad las percepciones de Descartes, rigurosamente deducidas. Capaz de convertir en unos mendaces fantasmas lo que habíamos creído que era la realidad y su orden racional. El tono de Descartes conserva la calma pero la tensión epistemológica y espiritual es palpable. Este mauvais génie podría salir de Gógol o de Poe. El error representa al mal. La amenaza de la irracionalidad cósmica ejerce presión sobre el privilegio, ganado con esfuerzo, del cogito. En la Segunda meditación se hace un exorcismo. Ceder a este «más poderoso de los engañadores» sería sucumbir, como dice Gouhier, a «un mito metódicamente pesimista de un todopoderoso que se burla del mundo y cuya ironía desespera al pensamiento», lo empuja a un gnosticismo más sombrío que el de Kafka. La refutación se halla en el axioma de que la perfección de Dios no puede albergar engaño, de que «Dieu n’est point trompeur». La deidad de Descartes no quiere engañar ni enloquecer al intelecto humano, aunque por supuesto podría hacerlo. Él ha creado y hecho inteligibles unas verdades eternas de las cuales son ejemplo los teoremas y las pruebas matemáticas (¿podría Dios alterarlos?, una cuestión controvertida).
Ya algunos críticos contemporáneos repararon en la circularidad de la argumentación de Descartes, una circularidad análoga a la de la célebre «prueba» aristotélica de la existencia de Dios. En última instancia, la invocación de Descartes de certidumbre es más un imperativo moral que una demostración cognitiva. Al interpretar el error y la ilusión como imperfecciones a las que el Todopoderoso es inmune, el modelo cartesiano equipara la verdad a la bondad (bonté). Los precedentes son agustinianos y tomistas. El coste es una marmórea estasis en la imagen de Dios resultante. Tampoco la amenaza del maligno ilusionista ha sido totalmente refutada. El «demonio de la perversidad» de Poe está agazapado en las sombras. El melodrama metafísico es allí como en las torturadas dudas de Hamlet sobre si el Fantasma es verdad o un engaño diabólico. Hay un toque de súplica en la Meditatio sexta: «Et eo enim quod Deus non sit fallax, sequitur omnino in talibus me non falli» [«pues de que Dios no es engañador se sigue necesariamente que no me engaño en esto»]. El enunciado es siempre el de una primera persona, del yo en una «historia de su propia mente», un título que Descartes consideró. La odisea interior por mares aún no explorados anticipa la de Hegel y la de Schelling. Así, las virtudes literarias de Descartes confieren fragilidad, una recurrente vena de Angst [miedo, angustia] psicológica, al drama de la razón.
Tal vez sólo un poeta que preste profunda atención a la filosofía puede volver a captar esa condición. En la obra de Durs Grünbein Vom Schnee [De la nieve] (2003), subtitulada «Descartes en Alemania», la voz de un metafísico y sus sueños encienden la imaginación de un gran poeta. Una serie de cuarenta y dos poemas se encuentra con René Descartes y lo circunda en la cabaña donde remachó sus demostraciones y pruebas lógicas de la categoría sustantiva del yo. El paisaje está cubierto de una nieve implacable, vista, por así decirlo, a través de la trigonometría cartesiana. Un frío que hiela hasta los huesos asedia la famosa estufa a cuyo intermitente fulgor Descartes cavilaba, dormitaba y soñaba. Soldados merodeadores, lobos hambrientos, la cruel misère de los acosados aldeanos amenazan constantemente su soledad, la paz que el filósofo considera indispensable para su búsqueda. Su criado Gillot, a modo de Sancho Panza, duerme con una muchacha del pueblo, trayendo así el mundo demasiado cerca. Los duendes más insidiosos, sin embargo, se filtran desde dentro. Descartes sufre accesos de malestar, de destemplanza febril. Su cuerpo, fortificado solamente por el bastión de largas horas en cama, es a la vez el garante de su cuestionada identidad y el enemigo natural del intelecto puro y cortante como el hielo. La nieve se cuela por todas las ranuras del álgebra y la física cartesianas, traza dibujos geométricos:

Er modelliert, wohin er fällt.
Er rundet auf und ab und übersetzt in schöne Kurven,
wofür Physik dann, schwalbenflink, die Formel findet.
Monsieur, bedenkt, was Euch engeht, verliert Ihr Zeit.
Für Euch hat es, für Euch die ganze Nacht geschneit.

[Modela allí donde cae.
Redondea de arriba abajo y traduce en hermosas curvas para las que la física luego,
rauda cual golondrina, encuentra la fórmula.
Monsieur, reflexionad sobre lo que se os escapa si perdéis vuestro tiempo.
Para vos, para vos ha nevado toda la noche].
«No soy nada excepto Geist [espíritu]». El autor del Discurso sólo puede sustantivar su ego en el acto de escribir. Es una marmota en una madriguera de papel. Con magistral penetración, Grünbein refleja tanto las espectrales incertidumbres como los destellos de revelación que hay en los sueños de Descartes. ¿Puede un sueño soñarse a sí mismo? El filósofo recuerda el relámpago que desveló el cogito:

Ich war erlöst. Ich war ein neuer Mensch. Erst jetzt
war ich mich sicher: ja René — du bist, du bist.
[Estaba salvado. Era un hombre nuevo. Sólo entonces
estuve seguro de mí: sí, René, eres, eres].
En «René» se pretende que oigamos la epifanía del «renacimiento». Sin embargo, esta luminosa toma de conciencia termina en penumbra. «¿Yo soy yo» o ese hoc corpus meum [este cuerpo mío] (no se puede pasar por alto el eco sacramental) no es nada más que un fantasma, la sombra burlona que aparece en un sueño? Fuera de la cabaña, además, como haciendo escarnio del gran navegador de las ideas, prevalecen la guerra, la injusticia y la miseria. Un cuento de invierno enteramente alemán. Pero un poético «paisaje interior» del pensamiento con el que sólo pueden competir el Monsieur Teste de Valéry y un personaje de Paul Bourget, el Adrien Sixte de El discípulo.
Considerar a Hegel como un escritor raya en lèse-majesté. ¿Hay algún gran filósofo aparentemente menos estiloso, más adverso al «lenguaje ingenioso» y a la elegancia —«geistreiche Sprache»— tal como la veía en los philosophes franceses? Los amigos corregían la tortuosa sintaxis de Hegel, tantas veces derivada de conferencias poco claras, laboriosamente pronunciadas, abundante en repelentes neologismos y locuciones suabas. El joven Heine, incluso antes de un breve contacto personal en 1822, estuvo entre los primeros de los muchos que parodiaron el plúmbeo lenguaje del maestro. Pero en lo fundamental no se trata aquí de acabado literario, retórico, ni de grata fluidez, ni mucho menos de inspiración poética.
Confirman el hechizo de Hegel el volumen y la excelencia del comentario, solamente superado por el que ha generado Platón. Su influencia en la filosofía, la teoría política, el pensamiento social, ha sido, aunque sólo fuera a través del marxismo, global. Sin embargo, desde la época de los contemporáneos de Hegel hasta la actualidad, la respuesta, contraria como en Goethe, positiva como en Lukács o Kojève, ha hecho frente a la cuestión de la inteligibilidad. La Fenomenología, lo que dice Hegel sobre lógica, ¿hay que entenderlo en cualquier sentido normal? ¿Pretende comunicar lo más íntimo de sus doctrinas? El caso de la prosa de Heidegger, tan complejamente antihegeliana, ha legitimizado y oscurecido al mismo tiempo el asunto. El tema de la deliberada falta de claridad —Mallarmé y los surrealistas leen a Hegel— es pertinente. ¿Es la inteligibilidad una categoría de la teoría hegeliana que deliberadamente se evita revelar, una potencialidad que se mantiene en suspenso como el verbo en la sintaxis alemana, una promesa abierta que el lector sólo puede intuir? Esta eventualidad exasperaba a Bertrand Russell pero tal vez inspiró a Husserl. Lo que es más importante, ¿contribuye el «complejo Hegel» a iniciar esas inaccesibilidades que caracterizan el modernismo? La dificultad de la Fenomenología y la Enzyklopädie ¿prepara la de Mallarmé, Joyce o Paul Celan, el desplazamiento del lenguaje del eje de lo inmediato, o el significado parafraseable que encontramos en Lacan o en Derrida (un anotador de Hegel)? ¿Tenemos que leer a Hegel como tratamos de leer, pongamos, Finnegans Wake o Parte de nieve de Celan? No obstante, Hegel era un pedagogo hasta la médula y su aspiración no era simplemente la influencia académica sino un papel magistral en los asuntos públicos y privados. ¿Es posible conciliar lo hermético con lo didáctico?
La «Note sur la langue et la termonologie hégeliennes» de Alexandre Koyré está fechada en 1931. Marca un intenso renacer de los estudios hegelianos a la luz de la ideología soviética y de la crisis social, cada vez más profunda, en el Occidente capitalista (el célebre «fin de la Historia» de Hegel). Koyré pregunta si necesitamos un Hegel-Lexikon al estilo de los glosarios que Platón y Aristóteles tenían a su disposición. ¿Cómo debemos interpretar la insistencia de Hegel en la concreción cuando no existe un lenguaje más abstracto? A juicio de Koyré, se nos invita a aprender a pensar de otra manera, como hace el físico en la antiintuitiva esfera de la relatividad o la indeterminación. El estilo de Hegel, ocasionalmente acentuado por la jerga provinciana, busca inhibir las trilladas facilidades de lo coloquial. Hegel se propone dar conciencia manifiesta a la historia interna de los términos filosóficos y psicológicos, un proceso de anatomía genética que es el de la razón realizando «trabajos forzados». Así, la autoconstrucción de la conciencia humana, el hacer real el Geist, tiene lugar mediante procesos lingüísticos como el acto adánico de dar nombre a las cosas, al que Hegel hace alusión específicamente. Dar nombre despierta al espíritu de la anárquica acumulación de sueños y fábulas (véase el Cratilo de Platón). La historia del lenguaje, la vida del lenguaje son al mismo tiempo la historia y la vida del espíritu humano. O, como dice el propio Hegel, el lenguaje es «la visible invisibilidad del espíritu», aunque a Derrida le preocupa si «espíritu» o esprit se acercan a la traducción de Geist.
Sin embargo, si el dar nombre y expresar de forma inteligible validan el yo y abren la conciencia a la racionalidad, también pueden oscurecerlos y dispersarlos. En la sorprendente fórmula de Hegel, «nos oímos ser». Este incesante proceso de audición ontológica depende totalmente del lenguaje. A su vez, la comunicación con otros, aun siendo imperfecta, devuelve a sí mismo al yo oído. Este movimiento recíproco es dialéctico en el sentido más profundo de la palabra. La lengua alemana posee una capacidad peculiar para moverse entre sujeto y predicado de manera reversible. Puede hacer fructífera la circularidad (una maniobra heideggeriana clave). Al jugar con las contigüidades y diferencias entre bekannt y erkannt, lo «conocido» y lo «reconocido», Hegel nos recuerda que el conocimiento no es necesariamente reconocimiento o cognición. De ahí la necesidad de una nueva terminología, una necesidad acentuada por las revoluciones sociales, políticas e ideológicas en medio de las cuales compone Hegel sus obras. Por ello las acuñaciones hegelianas o su uso idioléctico de términos como el famoso y polisémico Aufheben (sublate?)[3] o Meinung [opinión, suposición], que contiene implícitamente mein [mío]. De ahí la activación de la dinámica latente en Er-innerung [recuerdo], Ein-bildung [imaginación], Ver-mittelung [comunicación] o Ein-fluss [influencia], nombres cuyo «movimiento verbal» había sido robado u olvidado por una difusión desatenta. Derrida se sumerge alegremente en esta vorágine hegeliana. Lo que, perezosamente, se juzgaba fijo, eterno en lo conceptual, ese legado platónico, se hace real y fluido en la apertura de las palabras. En alemán luterano, Hegel dice que es «el Lutero de la filosofía»; hay que devolver al presente las energías del comienzo, pero sin darles una apariencia arcaica. La inestabilidad, la resistente novedad del estilo filosófico reflejan, encarnan esa imposibilidad de estar asentado, esa carencia de hogar que implica el estar dentro de una crisis («historia»), la idea perdurable de Hegel.
Alexandre Kojève prestó gran atención al indispensable análisis de Koyré. Sus propias leçons sobre la Fenomenología, una explication de texte línea por línea, a veces palabra por palabra, se extendieron desde 1933 hasta 1939. La influencia de este seminario en la vida intelectual en Francia y fuera de Francia sigue sin ser superada. Rebasó los límites de las esferas de los grandes académicos. Entre los hechizados oyentes de Kojève figuraban antropólogos, expertos en ciencias políticas, sociólogos, historiadores, metafísicos. También figuraban escritores, entre ellos Breton, el surrealista a tiempo parcial Queneau (quien habría de editar las notas de Kojève) y Anouilh, cuya Antígona es casi un retoño directo. El sueño de Sartre de ser a la vez un Spinoza y un Stendhal halló un acicate en el tratamiento que Kojève dio a Hegel. El seminario inspiró a Raymond Aaron y fue la fuente de la fenomenología francesa que se desarrolla en Merleau-Ponty. Kojève intercambió opiniones sobre Hegel con Leo Strauss, preparando de este modo ciertos aspectos del neoconservadurismo estadounidense. Este pródigo estímulo, con su papel en la literatura, proviene del hecho de que las exigentes abstracciones de Kojève tienen como estructura profunda y subtexto las tensiones políticas, la inminente catástrofe de aquellos años malditos.
Al igual que en la literatura, también en la filosofía las intensidades del comentario pueden convertirse en «actos de arte». Adquieren una talla autónoma. Incluso en la página escrita, la voz de Kojève ejerce su autoridad hipnótica, aunque él insiste en que todo entendimiento de Hegel es solamente «posibilidad», que cada proposición expresa, incluidas las suyas propias, es provisional y está en un movimiento inconcluso (véanse las interpretaciones de Shakespeare que hace William Empson en Structure of complex words). Las afirmaciones de Hegel se niegan («sublate») unas a otras conforme se desarrolla la argumentación. Decir, como intuyó Parménides, es decir lo que no es. La negación es el garante axiomático de la libertad. De ahí el imperativo positivo de la muerte: «Il faut mourir en homme pour être un homme» [«Hay que morir como un hombre para ser un hombre»]. Malraux y Sartre entrarán en detalles. La abolición de uno mismo es concomitante con la renovación. Las esculturas «autodestructivas» de Tinguely se desploman dando lugar a un luminoso significado. Como el hombre y la mujer sin in-quiétude, Un-ruhe, in-quietud en esencia, su lenguaje y el de Hegel debe articular la inestabilidad. Considérese Al faro, de Virginia Woolf. Muchos de los enunciados clave de Hegel son equívocos, «titilantes». Se resisten a la comprensión inmediata o normativa. Todavía hay en nosotros vestigios de la mudez de los animales. Logramos nuestra humanidad a través de actos de habla, nacidos de nuestro desarraigo. La relevancia para la literatura, para el arte expresionista, es evidente.
Las abstracciones, las idealizaciones son intentos de negar pero también de habitar el mundo real. La retórica platónicocristiana, el Logos juanino aliena (esa Entfremdung que tantas consecuencias tendría) la conciencia tanto respecto de sí misma como respecto de la realidad concreta. Estas estrategias de idealizar el distanciamiento convierten todos los modos de romanticismo en una cháchara desaliñada. Stricto sensu la conciencia debe volver al silencio. Beckett no está lejos. Sin embargo, sólo el lenguaje puede revelar el ser. Por tanto, para Hegel la literatura sí crea (se señala con sutileza en el estudio de Peter Szondi sobre la poética de Hegel). El mundo que la literatura universal edifica tiene su origen en la épica, vive en la tragedia y muere en la comedia. El paradigma es el que se despliega de Homero a Sófocles y de Sófocles a Aristófanes. La filosofía, sin embargo, está por encima hasta de la gran literatura. «La historia existe para que los filósofos puedan alcanzar la sabiduría escribiendo un libro que contenga el conocimiento absoluto». De esta extravagante máxima se deriva la idea de Mallarmé de le Livre, «que es el objeto del Universo». Quizá también la embriaguez de la totalidad que hay en el Zaratustra de Nietzsche y en los Cantos de Pound. Sin embargo, allí donde logra la suprema autorrealización un concepto articulado suprime la singularidad vital de lo que concibe. El concepto «memoriza» dónde y cuándo fue borrado el objeto, exactamente como hace el Narrador de Proust. Esto permite a Hegel hacer una de sus más profundas sugerencias. En el terror revolucionario y en su ansia de historicidad está «die Furie des Verschwindens» («la furia de la desaparición»). Kojève cita este dicho como un «ideograma de texto». El más famoso es el de la lechuza de Minerva, que sólo inicia su vuelo al anochecer. Se necesita un gran escritor para hallar semejantes figurae.
En su meollo, la interpretación de Kojève es casi violentamente política. Considera la Fenomenología napoleónico-estalinista. Platón, Hegel, Heidegger y el propio Alexandre Kojève ejemplifican la tentación del pensador por el despotismo autoritario, por el deseo de «convertirse en el sabio del Estado» o, en el caso concreto de Heidegger, en «el Führer del Führer». La culminación de la historia que saluda Hegel en Napoleón, Kojève la reencarna en Stalin, en esa totalidad de control racionalizado y utopía secularizada que hace del estalinismo al mismo tiempo la cúspide y la clausura de la historia. Esta perspectiva inspira la dilucidación que hace Kojève de la dialéctica amo/criado en la Fenomenología de Hegel, la parábola filosófica más influyente después de la caverna de Platón. En esta célebre narración, el rigor analítico adquiere una vitalidad escénica y una tensión difícil de definir pero en cierto modo lírica. Podría resultar ilustrativo llevar al teatro una recitación del texto de Hegel en conjunción con La señorita Julia de Strindberg, Las criadas de Genet y El señor Puntila y su criado Matti de Brecht, con las Leçons de Kojève como notas de programa.
Fue en medio de la finalidad estalinista como Georg Lukács produjo su El joven Hegel, una monografía monumental publicada en 1948. Las sobriedades de Hegel habían ayudado a desvincular a Lukács de la exuberancia expresionista de sus propios primeros ensayos. Ahora se pregunta a sí mismo qué recursos lingüísticos son esenciales en los procesos mentales de la Fenomenología. Las triples repeticiones, por ejemplo, representan la construcción triádica subyacente, la interrelación entre la subjetividad, la objetividad y el absoluto del Geist, en el cual ambas están subsumidas. ¿Cómo —se pregunta Lukács— puede la gramática exteriorizar el tránsito de la conciencia a la autoconciencia y luego a la conceptualización razonada, cuando este tránsito tiene lugar tanto dentro de la inmediatez del yo como en su encuentro con los demás? La cuestión habría de preocupar a Husserl y a Sartre. Alcanza una expresión inolvidable en el monólogo de la prisión en Ricardo II de Shakespeare:
No obstante, voy a intentar realizarlo. Compararé mi cerebro a la hembra de mi espíritu, y mi espíritu al varón de mi cerebro; ambos engendrarán una generación de pensamientos, que a su vez engendran a otras […]. Los mejores, como los que se relacionan con las cosas divinas, están mezclados de escrúpulos y suscitan antagonismos con las palabras.
Lukács percibe en la prosa de Hegel «un vibrato ininterrumpido» que hace la exposición «difícil y oscura». Pero hay también momentos estelares de acierto literario, como en la descripción que hace Hegel de la polis griega. Si El sobrino de Rameau de Diderot es el único texto moderno al que se alude en la Fenomenología, es precisamente porque Hegel estaba resuelto a establecer sus propios modos de dialéctica en acción.
Hegel es el primer filósofo occidental que equipara la excelencia humana con el trabajo. No con la acumulación de capital o la expansión comercial que predican Adam Smith y los fisiócratas, sino con el trabajo como el instrumento con el cual los hombres y mujeres construyen su mundo real. Donde Schelling vuelve los ojos a la Odisea, Hegel parece interiorizar Robinson Crusoe. El trabajo humano, tanto manual como espiritual, define la realización de lo conceptual. Esta idea se traslada a la textura de un tratado hegeliano. El lector tiene que trabajar para abrirse camino por él. Sólo el laborioso en el sentido etimológico puede activar la comprensión. La recepción pasiva es inútil. A través del duro trabajo de la asimilación concentrada, «la inquietud deviene orden» en nuestra conciencia. El Hell-Dunkel, el chiaroscuro de la prosa de Hegel apunta hacia unos procesos todavía inconclusos, hacia un inestable compromiso con unas condiciones sociales y unas contradicciones ideológicas (que el marxismo afirmará resolver). El riesgo de Hegel es hacer de la perplejidad inicial, de las eventualidades polisémicas, una incitación a seguir prestando atención. Los posteriores y voluminosos escritos de Lukács, en especial su Estética, intrínsecamente inacabada, serán reflejo de esta estrategia, de esta apuesta por la paciencia. Con todo el respeto que nos merece Descartes, la claridad y la elegancia son, en relación con el pensamiento, unos ideales traicioneros.
Gadamer utiliza la interpretación como Leitmotiv. Siguiendo a Aristóteles y a Heidegger, considera la experiencia misma como un acto interpretativo, hermenéutico. «Leemos» el mundo y nuestro lugar en él igual que leemos un texto, tratando de deducir un significado. Gadamer se encuentra con Hegel en numerosos momentos. El lenguaje de Hegel nos encamina al inevitable abismo entre lo que hemos dicho y lo que queríamos decir. Hegel se propone alienar al lenguaje respecto de sus mendaces facilidades y de su estasis, exactamente como hacen Hölderlin o Mallarmé. Ese momento «mesiánico» en el cual coinciden la intención y la verdad, el momento fuera de la historia en el que la conciencia se hará Geist, está siempre atormentadoramente fuera de nuestro alcance. No es sólo el virgiliano «tantae molis erat, se ipsam cognoscere mentem» [«tan gigantesca fue la empresa de la mente de conocerse a sí misma»][4] lo que nos dice que la introspección falsea porque tiene que verbalizar sus hallazgos. Hay un perenne peligro de que la abstracción, la conceptualización articulada, conlleve una pérdida de sustancia. Nuestros análisis explicativos se vacían de vida. Los contemporáneos se mofaban del «francamente acartonado Hegel» o deploraban, como hizo Goethe, su «maraña esotérica». Pero Hegel estaba lidiando con una paradoja fundamental: que la sustancia es borrada por aquello que la define y nombra. Únicamente la gran literatura puede conservar el ser dentro de la designación. Es por esta razón por la que no hay otra epistemología en la que la literatura y las artes desempeñen un papel comparable. ¿Qué otra voz se habría atrevido a poner a la Antígona de Sófocles por encima del personaje evangélico de Jesús? Gadamer plantea una estimulante conjetura. El derrumbamiento parcial del sistema hegeliano, los fallos parciales de su lenguaje, trasladarán a los grandes novelistas y poetas de la era moderna muchas de las tareas y tácticas de la sensibilidad generadas por la filosofía alemana. Pero el impulso a «fracasar mejor» sigue presente en Hegel, cuyo lenguaje filosófico «pervivirá, mientras siga siendo lenguaje, en el habla humana». ¿No es verdad que, en cierto sentido, totalmente serio, la Fenomenología es una de las principales novelas del siglo XIX?
Como Lukács, Ernst Bloch leyó y enseñó a Hegel en el ambiente despóticamente vulgar y sin embargo también utópico de una sociedad cuasi estalinista. Su Subjekt-Objekt de 1951 pone de manifiesto esta circunstancia. El tono es cualquier cosa menos gris. Muchas de las frases de Hegel «son como vasijas llenas de una bebida fuerte y ardiente, pero la vasija no tiene asas, o sólo pocas». Si la sintaxis hegeliana fractura el uso habitual, es simplemente «porque tiene cosas inauditas que decir, sobre las cuales la gramática hasta ahora no ha tenido dominio alguno». Como en Hölderlin, hay en Hegel «una especie de gótico ateniense». Casi en todas partes son indispensables las repelentes locuciones de Hegel. Hablan de un esfuerzo volcánico. El lector tiene que dar su aquiescencia «si desea experimentar el viaje más remoto que ha existido hasta el momento». No menos que en Heráclito o en Píndaro, los «relámpagos de significado» se originan en las tinieblas.
Siempre que era factible, Adorno cedía a los encantos de la oscuridad. Hasta sus trabajos académicos sobre Kierkegaard y Husserl coquetean con la impenetrabilidad. ¿Echó una ojeada ambigua al hermetismo cabalístico de Walter Benjamin? Las cortinas de humo de Adorno tiñen de cierta ironía su paródica polémica contra la «jerga» de Heidegger. Hay no obstante una empatía real en sus Drei Studien zu Hegel (1963). No es en tono peyorativo como Adorno admite que el significado de ciertos elementos en Hegel sigue siendo inseguro y «hasta ahora no ha sido establecido con certeza por arte hermenéutica alguna». En la filosofía de primer orden, Hegel es quizá el ejemplo más destacado de un escritor con el cual no siempre se puede saber de manera inequívoca de qué está hablando. El paralelismo es el de la prosa de Hölderlin, en esos mismísimos años. Las discrepancias entre «los momentos didáctico-dinámicos y los de afirmación conservadora» se dejan sin resolver o «diferidas» en el sentido que Derrida da a este término. La actitud del lector es la exigida por la gran poesía, por una obra como las Elegías de Duino de Rilke. Así pues, sugiere Adorno, hay en Hegel pasajes «en los cuales no hay, en sentido estricto, nada que entender». Como siempre en Adorno, la analogía configuradora es la del significado de la música, imposible de parafrasear.
No es posible expresar la historicidad del pensamiento, la conciencia inserta en el movimiento histórico, en la gramatología algebraica de Descartes. Lingüísticamente, además, el principio de negación de Hegel libera. Tal como lo interpreta Adorno, Hegel es el adversario par excellence del Tractatus de Wittgenstein. Es precisamente para aquello de lo que no podemos hablar para lo que la filosofía debe esforzarse por hallar expresión. En frase célebre, Hegel dijo de la oscuridad de Heráclito que era necesaria y vital «aunque hacía que las matemáticas parecieran fáciles».
A lo largo de todo este ensayo nos tropezamos con una polaridad. Hay pensadores, sobre todo en la línea angloamericana, que insisten en la claridad, en la comunicación directa. Están por otra parte —entre ellos Plotino, los idealistas alemanes, Heidegger— los que ven en los neologismos, en las densidades sintácticas, en la opacidad estilística, las condiciones necesarias del discernimiento original. ¿Por qué repetir lo que se ha dicho claramente antes? El dilema es familiar a los rompehielos de la literatura, a Rimbaud, a Joyce, a Pound, que apremia al lenguaje a «hacer algo nuevo». Hegel produce «antitextos» dirigidos a chocar con la materia inerte del lugar común. Son, dice Adorno, «películas de pensamiento», que requieren ser experimentadas más que comprendidas. Toda buena lectura de Hegel es «un experimento».
Hegel puso en tela de juicio la traducción, que es «como vino del Rhin que ha perdido su bouquet». En una carta de 1805 se impone la tarea «de enseñar a la filosofía a hablar alemán», a completar un desarrollo iniciado por Lutero (véase T. Bodammer, Hegels Deutung der Sprache [La interpretación hegeliana del lenguaje], 1969). Tiene posibilidades para ello como ninguna otra lengua moderna. Sólo el griego antiguo poseía unos recursos comparables. Considérese la inagotable resonancia de una palabra como Urteil, «juicio» pero también «origen». ¿Qué otra nación adscribe a Dichtung [poesía] los valores a la vez estéticos, teóricos y casi corpóreos, la densidad de dicht [apretado], implícitos en alemán? Sólo esta lengua restablece esa fusión de lo lírico con lo analítico que otorga a los enunciados presocráticos su perdurable hechizo.
En todo ello es esencial la literatura. Lo mismo que Homero y Hesíodo «crean» el panteón griego, la historia de la poesía y el drama prepara al intelecto humano para su recepción de la religión y la filosofía. No podemos igualar la Ilíada ni a Aristófanes, pero su finalidad es indispensable para despejar el terreno a la metafísica. Esta compleja interdependencia persiste. No tendríamos la Fenomenología sin Shakespeare, Cervantes y Defoe. Esta evolución simbiótica es la circunstancia decisiva, aunque siempre provisional, de la libertad humana.
La relación es recíproca. Me he referido ya a la dramaturgia de «amo/criado» de Hegel, donde Knecht tiene más connotaciones de sumisión que «criado». El contexto, en la sección A de la IV parte de la Fenomenología, es la lucha para llegar a una auténtica conciencia de uno mismo. Esta dialéctica exige reconocimiento por parte del «otro», por una conciencia rival. «El otro» —según Hegel y Rimbaud l’autre lleva una carga específica— encarna, paradójicamente, una imagen especular que es también autónoma. En ausencia, como la de nuestra sombra, privaría a la identidad de sustancia. Esta reciprocidad es reforzada por la lógica y la poesía de la muerte. El aceptar la muerte y el infligir la muerte al «otro». Muy posiblemente fue la lucha de Jacob y el ángel, con su clímax de designación, del otorgamiento de una identidad, lo que subyace al escenario agonal de Hegel.
El amo objetiva su propio ser en relación con el del criado, al que trata como una «cosa» (Ding), pero cuyo reconocimiento le es indispensable. La percepción contraria de su Knecht es que el amo tiene que buscar y dar sustancia a su ego. Su autoridad proviene del hecho de que está dispuesto a poner su vida en peligro, de que su código es el del (¿arcaico?) heroísmo. Su aceptación de la autoaniquilación determina su rango magistral y la diferencia ontológico-social que lo separa de su criado. Pero desde dentro de su servidumbre, y ésta es la formidable jugada de Hegel, el Knecht descubre, se ve obligado a descubrir, el poder dinámico del trabajo. La conciencia, que es por así decirlo estática o inocente en Don Quijote, actúa, «trabaja» en Sancho Panza. Es a través de trabajo como el Knecht se le hace totalmente necesario a su amo. El servicio genera su propia forma de dominio, una inversión que emancipa la conciencia de sí mismo del Knecht. Este dominio nunca es completo. Sufre la elusión de la muerte, de ese riesgo heroico que legitima la autoridad del amo. Pero contiene el potencial de la revolución social. En última instancia, el trabajo es más poderoso, más progresista que el sacrificio caballeresco. Mientras que el Herr depende del «otro» para dar validez a su yo, el criado llega a hacer realidad la conciencia desde dentro del estatus objetivo de su tarea.
Estas equivocaciones dramáticas, esta «lucha a muerte», salen a escena en la prosa de Hegel, una prosa que es performativa del combate y cuyos significados exigen que se batalle con ellos. El duelo es incesante: el encuentro de Jacob dura toda la noche de la historia. Pero a fin de cuentas es la fuerza de turbina del trabajo desde dentro de la servidumbre lo que prepara, lo que hace ineluctable el avance social y psicológico de la humanidad. Esta idea, acaso incipiente en los antiguos estoicos, pone en marcha no solamente el socialismo y el marxismo sino también aspectos destacados de la teoría capitalista. Hallará una inhumana parodia en el logo de los campos de concentración nazis: «Arbeit macht frei» [«El trabajo libera»].
Hay al menos cuatro respuestas virtuosistas en la cámara de ecos literaria u órbita de la parábola hegeliana. Añadirán las dimensiones del conflicto de clases y del antagonismo radical y la servidumbre en la sexualidad.
El criminal pas de deux de La señorita Julia de Strindberg (1888) combina ambas cosas. Las tensiones sociales y la presión sexual inducen un explosivo intercambio de papeles, una inversión de las relaciones de poder en una perspectiva característicamente hegeliana. Julia se convierte en la ramera de su lacayo, pero su imperioso masoquismo renueva el abyecto servilismo de éste. Las barreras de clase son infranqueables. La relación sexual, de hecho, agudiza la desigualdad. «Yo podría hacerte condesa. Tú nunca podrás hacerme conde a mí». Strindberg adopta la piedra de toque hegeliana. El sirviente no está dispuesto a morir con el ama y, mucho menos, por ella. La prerrogativa de la muerte sacrificial le pertenece a ella. Cuando el conde llama para pedir las botas, Jean sucumbe inmediatamente. Elige la autoconservación, que es la estrategia del Knecht. Invita a Julia a suicidarse. Como en la Fenomenología, la impotencia es supervivencia y contiene la mecánica de futuridad negada al Herr.
El título mismo que puso Brecht a su obra El señor Puntila y su criado Matti manifiesta una contigüidad con Hegel. La parábola a modo de cuento popular, de 1948, se inspira en la dialéctica hegeliana. Pero aquí lo crucial «es la formación de un antagonismo de clase entre Puntila y Matti». Como en la Fenomenología, sin embargo, la lucha profundamente arraigada es la lucha por la identidad: «¿Eres un hombre? Antes dijiste que eras chófer. Ya ves, te he pillado en un renuncio». «Hay distintas opiniones acerca de qué es un hombre». El amo borracho ¿es igual que el amo sobrio? Sólo los indigentes y los explotados pueden estar seguros de su humanidad. Es testimonio de ello el saludo de Matti al arenque salado, la miserable ración sin la cual no se talarían los bosques de pinos, ni se sembrarían los campos, ni se podrían a funcionar las máquinas. «Si yo fuera comunista —dice Puntila—, le haría la vida imposible a Puntila». Pero la verdadera venganza y la misión del Knecht son más profundas. Abandonará a su Herr dejándolo desvalido. Se convertirá en su propio amo:


Den guten Herrn finden sie geschwind
wenn sie erst ihre eigen Herren sind.
[Un buen señor enseguida encontrará
cuando sus propios señores ellos serán].

Al asumir Matti la soberanía sobre uno mismo que es el comunismo dará inicio el ciclo milenario del escenario de Hegel.
En ninguna parte es esto más venenoso que en Las criadas de Jean Genet, obra asimismo escrita a finales de la década de los cuarenta. Genet añade un giro histriónico a las dualidades de Hegel. Su intención era que las hermanas lesbianas fueran interpretadas por adolescentes homosexuales, por chaperos como los que había conocido en reformatorios y cárceles. La palabra francesa bonnes, que significa criadas y «buenas», apunta al ritual metamórfico de las Euménides. La obra, sugiere Genet, se podría llevar a escena en Epidauro. Es una estilizada danza de la muerte (ecos de Strindberg) en la que las protagonistas hegelianas intercambian identidades como intercambian prendas de vestir. Las criadas es un manual de odios. ¿Cuáles son, nos desafía Genet, los ligamentos del odio no sólo entre amo y criado sino dentro de la comunidad de servidumbre y sometimiento? ¿Se le ha pasado por alto a la Fenomenología la dialéctica de la humillación, a la que el Herr somete a su Knecht pero a la cual es sometido a su vez por la necesidad vital que tiene de ser servido? «Me aplastáis bajo el peso de vuestra humildad», dice la señora. La fidelidad de las doncellas, masoquista pero encubiertamente rebelde, halaga y al mismo tiempo amenaza la despótica dependencia del amo. Allí donde Hegel infiere un duelo no librado, Genet recurre al chantaje. Lo que sabe el Knecht de las intimidades de su Herr, lo que saben las doncellas de las frivolidades eróticas de su ama, les confiere un poder corrupto y corruptor. Astutamente, Solange y Claire —la angélica y la luminosa— representan una comedia dentro de la comedia, un dúo de espejos demoníacos: «Estoy harta de ese espantoso espejo que refleja mi imagen como un hedor pútrido». La histeria homicida de las bonnes da a la señora una momentánea ventaja, aunque ficticia. La torsión culminante desmiente a Hegel. La señora se retira a una vida privilegiada y ostentosa. Son sus sirvientas las que celebran las ceremonias de la muerte sacrificial. Pero expresan una idea fundamental inaccesible al amo:
Je haïs les domestiques. J’en haïs l’espèce odieuse et vile. Les domestiques n’appartiennent pas à l’humanité. Ils coulent. Ils sont une exhalaison qui traîne dans nos chambres, dans nos corridors, qui nous pénètre, nous entre par la bouche, qui nous corrompt. Moi je vous vomit.
[Odio a los criados. Odio su especie aborrecible y vil. Los criados no forman parte de la humanidad. Se deslizan. Son una exhalación que se arrastra por nuestras habitaciones, por nuestros pasillos, que nos penetra, nos entra por la boca, nos corrompe. Yo os vomito].
De esta infernal conciencia de uno mismo no viene la gracia salvadora del trabajo, de la futuridad proletaria, sino que su recompensa es el suicidio. ¿Qué hubiera hecho Hegel con esto de haber estado entre el público?
Samuel Beckett lee con detenimiento a los filósofos. Mantuvo frecuentes intercambios con Schopenhauer. Ningún equivalente del díptico hegeliano de Herr y Knecht es más rico que el de Pozzo y Lucky en Esperando a Godot (1952).
Lucky es casi literalmente un perro apaleado, pero un perro capaz de morder. De nuevo la pregunta temática es «¿qué es el hombre?». A regañadientes, el esclavizador Pozzo reconoce la humanidad marginal de los dos vagabundos, pero ¿hasta qué punto es humano Lucky? Sujeto a su correa, ejecuta los sádicos mandatos de su amo. ¿Se puede tratar así a un ser humano?, pregunta Vladimir. Pozzo admite que su dominio y el sometimiento del esclavo podrían haber sido al revés. Aunque es desdichado, Lucky proporciona a su atormentador la tranquilidad que tanto necesita en cuanto a su propia condición e identidad (el esencial pendulum hegeliano). Si Lucky se esfuerza por despertar la compasión de su amo es para poder conservar su dependencia, que le da la vida: «para que no le deje», dice aquél. Radicalizando toda autoridad, Pozzo ordena «pensar» a su Knecht: «Pense». Este imperativo trasciende el cogito cartesiano. En Hegel el pensamiento equivale a la génesis de la conciencia, con la potencialidad de la libertad. La alegoría de Beckett es una alegoría de la coacción.
Ante este ultimátum, Lucky rompe a hablar. El habla no solamente define la humanidad: es el arma, la única pero enormemente trascendental, al alcance del esclavo. El torrencial monólogo de Lucky pone en evidencia la pobreza de la jerga de Pozzo. Su arranque es una parodia de la epistemología, de las especulaciones teológicas, de las sospechosas profundidades de la psicología moderna. Su fracturada letanía de repeticiones, su tartamudeante avalancha, constituyen un détour de force lingüístico no superado en la literatura y deconstruye de manera suprema el musicalizado soliloquio de Molly en Ulises. Su retórica autonegadora insinúa lo que el lenguaje podría haber sido, lo que aún podría llegar a ser, si se liberara de los banales límites del significado. Tras soltar este torrente de «actos de habla» seudogramaticales, este subversivo remedo de Lucky vuelve a un mutismo comatoso. Su impresionante locuacidad concluye en la palabra inachevé. Lo cual es definitorio de la propia obra. No queda nada más que su sombrero pisoteado, que ahora lleva Vladimir. Más de una vez, el fin de partida beckettiano parece mirar hacia el tropo hegeliano del fin de la historia.
El triple encuentro de Hegel, Hölderlin y Heidegger con Sófocles es una cima en el encuentro de la filosofía y la literatura. La filosofía lee la suprema poesía y es leída por ella. Las dos intuyen un terreno común, el que da origen al arte y a la música del pensamiento, las cuales dan forma a nuestra visión del significado del mundo (der Weltsinn).
En otra parte he tratado de hacer justicia a la polémica interpretación hegeliana de la Antígona de Sófocles (Antígonas, 1984). Para Hegel, este drama era «en todos los sentidos, la más consumada obra de arte que jamás ha producido el empeño humano». En sus últimas conferencias, Hegel vuelve a la dramatis persona de Antígona, «la más noble de las figuras que han aparecido en la Tierra». La hipérbole alcanza su punto culminante cuando Hegel aduce que la muerte de Antígona representa una lucidez abnegada y un heroísmo más allá del Gólgota. Jesús pudo poner su confianza en la resurrección y en la recompensa infinita. Antígona entró libremente en las tinieblas de la extinción absoluta, un abismo aún más aterrador por la posibilidad de que su postura hubiera estado equivocada, de que no se ajustara a la voluntad de los dioses.
Como ningún otro texto, Antígona hace gráficas las polaridades, las tesis antagonistas fundamentales para la evolución de la conciencia humana. Plantea en términos dialécticos los ideales en conflicto del Estado y el individuo, de la ley cívica y la jurisdicción política contrarias a los dictados primordiales de la solidaridad familiar. La obra expresa con vehemencia casi escandalosa las reivindicaciones del amor fraterno en oposición a los del eros y el matrimonio convencionales. El bajo continuo de estos enfrentamientos es el choque ontológico entre mujeres y hombres, entre la vejez y la juventud. No existe ningún eje de antítesis determinantes que la obra de Sófocles, prodigiosamente compacta, no exponga.
Las interpretaciones de Hegel evolucionarán en un proceso emblemático de la maduración de la conciencia a través de la polémica narrada en la Fenomenología. El reexamen convence a Hegel de que el paradigma sofocleano es todavía más tenso de lo que imaginaba en un principio. Es sólo dentro de la polis y en virtud del choque del individuo con el Staat como es posible definir unos valores éticos contrarios y acercarlos a la síntesis del Absoluto, es decir, a una politeia en la cual exista una colaboración creativa entre las lealtades familiares y cívicas. La formulación de Franz Rosenzweig es acertada: «Al principio fueron los dolores de parto del alma humana, al final es la filosofía del Estado de Hegel». Para Hegel, «la divina Antígona» y la tragedia en la cual sufre su pasión constituyeron la validación política de decisivos dogmas de su propia filosofía del espíritu y de la historia. El «ajuste» estaba consumado.
Fue la insistencia que hay en la hermenéutica de Hegel en el equilibrio dialéctico lo que tuvo el impacto más inmediato y controvertido. Indudablemente, los sucesivos comentarios y paráfrasis de Hegel contienen una apología de Creonte. Esta defensa sigue a la construcción de un equilibrio perfecto, a la definición hegeliana de la tragedia como un conflicto en el que «las dos partes tienen razón». Se precisa una interpretación simétrica de Sófocles para que la síntesis se logre, para que la historia avance. La justificación hegeliana de la encarnación del Estado en Creonte, un Estado sin el cual el individuo privado, aun desafiándolo, no podría alcanzar la conciencia de sí mismo, casi con toda certeza va contra la pietas sofocleana. Es testimonio de ello el castigo infligido al tirano. No obstante, es la fuerza, la agudeza de la mala interpretación de Hegel, si lo es, lo que ha llamado la atención e impuesto la revalorización. Hasta los críticos de Hegel se inclinan a coincidir en que ninguna de las dos posturas religioso-morales que la Antígona dramatiza puede por sí misma ser la correcta sin reconocer aquello mismo que la limita y la refuta.
Escrita, como si dijéramos, en la corte de Creonte, es decir, bajo la ocupación nazi, la Antígona de Anouilh adopta la interpretación hegeliana. Creonte y Antígona están en un fatal equilibrio. Es tal la habilidad retórica y escénica de la puesta en escena de Anouilh que la censura nazi autorizó la representación y el dramaturgo llegó a ser acusado de colaboracionismo. La puesta en escena real inclina sutilmente el contrapeso. Creonte derrota a Antígona en el debate. Si ella opta por la insurrección y la muerte no es por piedad trascendental y convicción moral sino por repugnancia adolescente. Es la vulgaridad paternalista y condescendiente de Creonte, es el tedio mundano que traerá el matrimonio lo que desencadena su gesto suicida. Sófocles entrega a Creonte a una espantosa soledad. En la obra de Anouilh, un joven paje recuerda al decepcionado déspota sus obligaciones públicas. Hay quienes deben ensuciarse las manos para que la vida continúe. Hay una importante reunión prevista para las cinco. Este detalle no sólo mitiga la soledad de Creonte: proclama una estoica aceptación del deber y los imperativos de lo político vitales para Hegel. Es esta implícita apología lo que Brecht satirizará acerbamente en su Antígona 48, una versión antihegeliana que vuelve a la fuente griega y a la metamórfica versión hölderliniana de Sófocles.
Ya conociera la Fenomenología directamente, ya filtrada a través de Schelling y de los hegelianos daneses, la respuesta de Kierkegaard a la interpretación hegeliana de Antígona fue altamente imaginativa. Proyecta una Antígona suya propia en O lo uno o lo otro. Para Kierkegaard, la culpa trágica es una culpa heredada. La hija de Edipo sabe que es fruto del incesto. Este conocimiento, a la vez insoportable y santificado, la convierte en «una muerta viviente». Es su vínculo con su padrehermano y su sino lo que determina la suerte de esta «novia del silencio» (Cordelia nunca está lejos). Se da un giro más a la Angst kierkegaardiana: su Antígona no está segura de que Edipo sea plenamente consciente de su condición parricida e incestuosa. Antígona y su secreto hacen de ella una completa extraña en la casa del ser. Sólo en la muerte puede hallar una morada. Será ella la que fuerce la torpe mano de Creonte. Sólo su muerte puede detener la contaminación transmitida por la culpa heredada que Antígona perpetuaría consumando su amor por Hemón.
En una línea ajena a Hegel pero familiar a san Agustín y a Pascal, Kierkegaard intenta recurrir a la paradoja de la culpa inocente. Guardaban relación con esto las circunstancias biográficas de Kierkegaard: su ruptura con Regine Olsen y lo que adivinaba del momento de blasfemia desesperada de su padre.
Si añadimos al fantaseo de Kierkegaard la exégesis filosófico-hermenéutica que hizo Hölderlin de Sófocles, junto con el análisis heideggeriano de esa oda coral de Antígona que él considera el momento decisivo de la civilización occidental (volveré sobre esta exégesis); si tenemos presente lo que dicen Brecht, Anouilh y Derrida sobre Antígona en el Glas de 1974, es bien evidente la fascinación de la «interfaz» entre lo filosófico y lo poético iniciada por la interpretación hegeliana de la obra.
Pero hay en Hegel otros aspectos en los que se otorga un brillante «estilo» a la argumentación abstracta o diagnóstica. Accedemos al pensamiento en producción. Las conferencias sobre la Filosofía de la historia pronunciadas entre 1822 y 1831 contienen una descripción perturbadoramente gráfica de Abraham. Hegel veía en él la sospechosa fuente de un perdurable desarraigo, del rechazo judío de cualquier comodidad con la communitas social y política. Al mismo tiempo, Hegel se sentía atraído por el carácter absoluto del monoteísmo mosaico. En las religiones orientales, hasta la luz es sensual y de este mundo: a partir de entonces, sin embargo, la luz es Jehová, «la pura unicidad». «La naturaleza ha sido rebajada a creación», una formulación sorprendente. De este feroz monismo surge la fatalidad de la exclusión: solamente puede haber un pueblo elegido. En un lenguaje de creciente intensidad, Hegel identifica el judaísmo mosaico con la totalidad de lo espiritual: «Vemos en los judíos una dura servidumbre relacionada con el pensamiento puro». Como enseñó Spinoza —la referencia es rara en Hegel—, la ley mosaica es punitiva. Pero protege al judío de toda aceptación de la mundanidad. Esta apropiación divina hizo de Israel una comunidad pero no un Estado. De ahí la rápida escisión de los dos reinos. La prosa de Hegel remeda la división, una polaridad sigue a otra. Una antinomia orgánica debilita al judaísmo: «So rein geistig der objektive Gott gedacht wird, so gebunden und ungeistig ist noch die subjektive Seite der Verehrung desselben» [«Por muy espiritualmente puro que se conciba al Dios objetivo, el lado subjetivo de la veneración del mismo sigue siendo limitado y poco espiritual»]. El florecimiento de la subjetividad y el del Estado-nación sólo llegarán con el helenismo y el cristianismo. Es el concepto de nación lo que desterrará la superstición y la ritualizada condición de paria.
Podríamos citar numerosas páginas similares, llenas de apremio y de concisión, con fuertes vientos de argumentación autoexploradora en sus velas. ¿Dónde, excepto en la gran poesía, drama o ficción, estamos más cerca de las inmediateces, de las desnudas energías del «pensamiento sentido»? La expresión es torpe y poco afortunada. Ésa, insistiría Hegel, no es la cuestión.
La teoría política ha producido y utilizado una prosa soberana. Pensemos en Maquiavelo, en Milton cuando habla del regicidio o de esa gran música que Yeats oía en Edmund Burke.
Los escritos de Marx constituyen un coloso. Por su volumen, por el espectro de géneros literarios, por la diversidad de sus voces. La sensibilidad de Marx era libresca, textual, oficinesca por excelencia. Las bibliotecas, los archivos, las salas de lectura públicas eran su terreno natural y su campo de batalla. Destilaba letra impresa. A su muerte, el material no publicado ascendía a más de mil páginas manuscritas. Es en este sentido en el que es pertinente el controvertido judaísmo de Karl Marx. Su inmersión en la palabra escrita generó a su vez una estrategia de elucidación, de comentario exegético, de disputa semántica en todo análoga a la de la práctica rabínica y el debate talmúdico. La apelación partidista a declaraciones canónicas, secularmente santificadas, la acritud del conflicto y del litigio dogmáticos que impregnarán la historia y el sino del marxismoleninismo nacen directamente de la retórica analítica y profética de Marx. En las peleas intestinas del comunismo, con frecuencia homicidas, son decisivas la cita, la crítica textual y la referencia. Esto implicará una extensa literatura secundaria y terciaria. El cabecilla comunista y sus adversarios herejes, ya se trate de Lenin, de Stalin, de Trotski o incluso de Enver Hoxha, se sienten llamados a producir escritos teóricos, a demostrar que son «hombres de libros» (en modo alguno son de desdeñar Lenin cuando habla del empiriocriticismo, Trotski de literatura, Stalin de lingüística).
No ha habido ninguna imagen del hombre, ningún modelo de la historia, ningún programa político-social más escrito que el marxismo. Ninguno, desde la Torá, más nutrido de un linaje de codificación textual, de verdades «sinaíticas», que condujo de Marx y Engels a Lenin y Stalin y, en una importante ramificación, al «libro rojo» de Mao. Con el hundimiento del marxismo-leninismo, un hundimiento que refleja el de la teología en Occidente, ha entrado probablemente en su epílogo, en lo que he llamado su «pospalabra», la herencia de una auctoritas escrita que se remonta a los Libros de Moisés y a los presocráticos, una veneración por el libro, resumido en el tropo del «Libro de la Vida». Marx pone en tela de juicio todas las instituciones y relaciones de poder, desecha las ilusiones autoengañosas y el infantilismo de la religión; su refutación de las ideologías en competencia es despiadada; su desprecio por los tópicos de las convenciones sociales, no sometidos a examen, es implacable. Pero en ningún momento cuestiona la capacidad del lenguaje, del discurso escrito especialmente, para representar, para analizar, para modificar la realidad individual y colectiva, para reconfigurar la condición humana. La subversión nietzscheana del rango de las proposiciones, el profético desacoplamiento de significante y significado que hace Mallarmé, la sistemática deconstrucción freudiana de significados e intenciones declarados, son ajenos al logocentrismo clásico de Marx. «Las ideas —enseñaba— no existen al margen del lenguaje». Como Heráclito, a quien estudió, Marx tenía por axiomático que «el rayo del pensamiento», al alcanzar el rollo o el tomo, el volumen completo o el opúsculo, el manual o el poema, podía irradiar el espíritu durmiente de hombres y mujeres, elevándolos a la humanidad (los regímenes marxistas están anclados en el alfabetismo). Es precisamente esta fe en la omnipotencia de la palabra la que inspiró las ciegas ferocidades de la censura comunista y los brutales esfuerzos del comunismo por crear un nuevo lenguaje (la «neolengua» de Orwell). En el «mundo libre», la licencia ha sido a menudo indiferencia. ¿Qué potentado de la Casa Blanca tendría en cuenta, mucho menos temería, un epigrama de Mandelstam? La imagen de Marx en la rotonda de la British Library es totémica. Es una celebración, ahora casi borrada, de la creencia de que «en el principio era la Palabra».
El repertorio estilístico de Marx era múltiple. Sus tempranas ambiciones fueron literarias y características de la generación posromántica. Entre ellas había un proyecto de traducir los Libri tristium de Ovidio (¿una alusión al exilio?); una novela cómica, Escorpión y Félix; una fantasía teatral, Oulanem; poesía lírica y descuidadas baladas que culminan en los Wilder Lieder de 1841. Volveré sobre la tesis doctoral de Marx sobre Epicuro y Demócrito, con su timbre académico más o menos convencional. Inédita durante largo tiempo, la crítica Des hegelischen Staatsrecht muestra ya las cualidades —la apretada argumentación y la concisa ironía— que habrían de distinguir las obras maduras de Marx. Compuesta en colaboración con Engels, La sagrada familia (1845) dirigió «contra Bruno Bauer y sus consortes» esos instrumentos de permanente sarcasmo, de despectiva agresividad que hicieron de Marx el más eminente virtuoso del oprobio después de Juvenal y Swift. Ese virtuosismo es una vez más característico del ataque de 1847 contra Proudhon, la Miseria de la filosofía. Es imposible identificar la exacta división de la autoría en el Manifiesto comunista, lanzado con Engels en 1848. Raras veces ha logrado el discurso programático, exhortativo, un extremo y un impacto más vehementes y memorables. La estructura gramatical, el accelerando de la secuencia proposicional, la síntesis de diagnóstico y certidumbre profética convierten este opúsculo en una de las declaraciones más influyentes de toda la historia. Las Tesis de Lutero en Wittenberg fueron un elemento del arsenal de Marx. La descripción de La lucha de clases en Francia (1850) y El 18 brumario de Luis Bonaparte, publicado dos años después, son, una vez más, otra cosa. Funden precisión analítica, sátira, control teórico e inmediateces de furia de una manera comparable a lo mejor de Tácito. Ya sólo estos panfletos épicos asegurarían la talla de Marx en la poética del pensamiento.
Su periodismo era torrencial y con frecuencia inspirado. El doctor Marx colaboró con la prensa de Viena con ciento setenta y cinco artículos. Se han hecho estudios eruditos sobre Marx como analista militar y sobre sus comentarios de la Guerra Civil americana. De 1857 en adelante ocuparon a Marx sus borradores y notas enciclopédicas para la summa de economía política, en realidad una antropología filosófica. Este material conocido como Grundrisse no sería publicado hasta 1953. Culminaría en los dos primeros volúmenes de El capital (1867-1879). Pocos leen o han leído alguna vez las secciones posteriores de este coloso incompleto. Contiene mucho material inflexiblemente técnico y estadístico. Sin embargo, en medio de sus arenosas extensiones a modo de inventario económico-sociológico, surgen esos destellos de ira clarividente, de promesa escatológica que forman parte integrante del genio de Marx. En una forma condensada y publicista, están también presentes en la llamada Crítica al programa de Gotha de 1875. Añádase a todo esto la profusa correspondencia de Marx con su propia gama de estilos: público y familiar, de apoyo y polémico, forense y franco. Una prodigalidad de «actos de habla» que han cambiado nuestro mundo (para mejor y para peor). En Marx son constantes las interacciones entre literatura y filosofía política. Sus pasiones literarias y su crítica literaria, sus contribuciones a la teoría del drama clásico y de la novela, su lectura omnívora de obras clásicas y modernas —como un famoso «ratón de biblioteca»— han sido estudiadas de manera magistral (véase S. S. Prawer, Marx and world literature [Marx y la literatura universal], 1976). La desconfianza de Marx por los escritos programáticos, engagés, su formulación del «efecto Balaam» por el cual las producciones reales de un novelista o poeta contradicen y niegan su ideología expresa, han sido fuente de una estética teórica y crítica, como en Lukács y en Sartre. La atención de Marx a la literatura era universal. Abarcaba desde el sensacionalismo chillón de Los misterios de París de Eugène Sue hasta las cumbres de la tragedia griega. Max lee a Esquilo en el original al final mismo de su vida. Shakespeare es una referencia perpetua. No es sólo el melodrama del dinero en Shylock y en Timón de Atenas, su obra preferida, lo que fascinaba a Marx. Es la dinámica de la historia en Shakespeare y la incomparable percepción de las relaciones de poder que hay en las obras romanas y en Macbeth. No menos que sus contemporáneos alemanes, Marx estaba empapado de Goethe. Le parecía ejemplar la franqueza sardónica de Mefistófeles y sopesaba las alegorías de las finanzas en Fausto II. Marx se identifica casi con la manera clandestina en que el joven Goethe utiliza a Prometeo. Prawer demuestra que hasta en trabajos periodísticos de Marx como Herr Vogt (1860), hay referencias a Pope, Sterne, Samuel Butler, Dickens, Dante, Voltaire, Rabelais, Victor Hugo y Calderón. El marxismo es una «lectura del mundo».
Balzac nunca deja de cautivar y asombrar a Karl Marx. Mucho antes que el propio Marx, Balzac entendió el concepto de plusvalía. En su Gobsek ve Marx el agudo discernimiento psicológico de que la avaricia capitalista es una forma de senilidad prematura. Sobre todo, en la Comedia humana está la imparcialidad del verdadero realismo, una clarividencia que subvierte radicalmente la intención legitimista y reaccionaria de Balzac. Es de Balzac, aduce Gramsci, de quien toma Marx la cardinal definición de la religión como «el opio del pueblo».
El Pecksniff de Dickens, la descripción de la miseria y la injusticia social en Oliver Twist, Tupman en Los papeles del Club Pickwick y Martin Chuzzelwit sirven a Marx y a Engels de abreviaturas cuando satirizan a sus adversarios o plasman su protesta social. Como otros artistas destacados, Dickens alcanzó la «universalidad concreta», la ejemplificación de verdades históricas y sociales a través de un personaje de ficción y de una situación narrativa. Para Marx, confiere validez a la paradoja aristotélica que consiste en que la ficción posea una verdad que supera a la de la historia.
Las relaciones de Marx con Heine fueron breves pero complejas. Y lo fueron más aún por el encubierto judaísmo de los dos y por el interés, apasionado si bien periodístico, que sentía Heine por la filosofía idealista alemana. La admiración de Marx por la talla poética de Heine se alternaba con la compasión condescendiente y la repugnancia burguesa por el modo de vida bohemio de Heine (al igual que ese otro iconoclasta, Freud, Marx era un conservador por lo que respecta a las costumbres privadas). Por su parte, Heine había abandonado en buena medida su radicalismo juvenil y hallaba reprensibles las brutalidades polémicas de Marx. No obstante, a través de Heine, Marx llega a comprender aspectos de la creación lírica. En el primer tomo de El capital se recuerda a Heine como un amigo y como un hombre de excepcional valentía. Marx conocía las fatales debilidades de Heine como Heidegger conocía las de Paul Celan.
Las citas de Dante y las alusiones a éste son numerosas y mordaces. En respuesta a un condescendiente editorial del London Times, Marx invoca la altisonante profecía de Cacciaguida: «¡Feliz Dante, otro miembro de esa mísera clase denominada “refugiados políticos” a quien sus enemigos no podrían amenazar con la desdicha de un editorial del Times! ¡Afortunado el Times, que se libró de un “asiento reservado” en su infierno!». Un pasaje del Paraíso ilustra la tesis de Marx de que «un precio implica por tanto que una mercancía es intercambiable por dinero y también que tiene que ser intercambiada de ese modo». Un verso de Dante envía al Capital a su enorme periplo.
Es este modo de echar mano de la literatura en nombre de un pensamiento económico y político a menudo abstractamente técnico lo que resulta sorprendente. Algunas pinceladas sacadas del Don Carlos y del Guillermo Tell de Schiller inspiran la sensibilidad de Marx. Se oye sonar el poderoso tañido de la «Glocke» [«campana»] schilleriana cuando Marx trata el fundamental tema del trabajo productivo. Una carta a su hija Jenny alude al Fausto de Goethe, a Felix Holt, de George Eliot, y a Shirley, de Charlotte Brontë.
El programa y la voz de Marx habían de ser trascendentes. Su rechazo de la Tendenzliteratur, la literatura que tiene «un palpable designio sobre nosotros» de carácter ideológico, será un obstáculo para los dogmas leninista-estalinistas del «realismo social». El lugar de Shakespeare, de Goethe, de Balzac se reafirman en el panteón comunista en Literatura y revolución de Trotski. La diferenciación entre realismo clásico, ya homérico, y naturalismo moderno en la línea de Zola es fundamental para Lukács y multitud de críticos menores. El giro marxista, además, tiene efectos mucho más allá del comunismo real. Los estudios de Walter Benjamin sobre el fetichismo, sobre la metrópolis, sobre la reproducción técnica del arte, se derivan de Marx. Al igual que los temas rectores de Orwell cuando habla del alfabetismo y de Dickens. Un lector ecléctico como Edmund Wilson se inspira en gran medida en Marx, como también hace Lionel Trilling cuando sitúa la ficción en su entorno social. La atención incisiva de Jane Austen en la clase, la propiedad y los ingresos la convierten en nuestra novelista protomarxista y, en Los despojos de Pontyon o en La copa dorada de Henry James, hay algo más que un toque de marxismo. Toda la plataforma de litérature engagée de Sartre es un ejercicio de «marxismo antimarxista». Lo mismo sucede con los numerosos avances sociológico-estéticos clave de la Escuela de Frankfurt, muy especialmente en Adorno. Los esfuerzos occidentales por negociar entre la teoría marxista y el psicoanálisis generan una verdadera industria. Ya sea para estar de acuerdo o para rechazar, interpretamos según Marx, al igual que según Freud.
En frase célebre, Marx apela a la filosofía no sólo para entender el mundo sino para transformarlo. ¿Cuántas veces nos paramos a pensar en la orgullosa inmensidad de ese dictado? Marx está convencido de que el pensamiento puede cambiar el mundo, de que no existe una fuerza mayor. De ahí el mínimo papel de la muerte en el marxismo, mientras que en el fascismo es destacado.
No obstante, Marx se ocupó con gran detenimiento de la tradición filosófica, especulativa. Cualquier estudio de cómo Marx se vale de Hegel y, en menor medida, de Feuerbach debe abarcar sus escritos in toto. Los philosophes de la Ilustración, Voltaire, Diderot, Rousseau, proporcionan un subtexto recurrente. Adam Smith, Ricardo, Bentham (a quien Marx ironiza) son justamente considerados filósofos. El mismo Marx vuelve a trazar las líneas entre teoría político-económica y argumentos metafísicos, una revisión que puede apuntar a Aristóteles. A veces, como en su demolición de Proudhon y en su incómodo rechazo de Stirner, Marx atribuye a la «filosofía» un aura casi peyorativa. En otro lugar está escrupulosamente atento. La filosofía antigua impregna su formación académica. Para los jóvenes hegelianos, la era posterior a la muerte del maestro parecía paralela a la del pensamiento griego después de Aristóteles. El estoicismo, el epicureísmo, el escepticismo y el ejemplo de los cínicos ofrecían interpretaciones contrapuestas de la condición humana en un clima de decadencia religiosa y despotismo político comparable al de Europa en las décadas de 1830 y 1840. El propio Marx preguntaba cómo podría ser la conciencia del individuo en un contexto posterior a totalidades filosóficas como las de Aristóteles y Hegel. Le fascinaba la transición de Grecia a Roma. «La muerte de un héroe se asemeja a la puesta del sol, no al reventón de una rana que se ha atracado en exceso». Epicuro y Lucrecio, socavadores de la religión, son fundamentales en la tesis doctoral de Marx sobre la Differenz der demokritischen und epikureischen Naturphilosophie [Diferencia entre la filosofía natural de Demócrito y la de Epicuro] (el texto ha llegado hasta nosotros en forma incompleta). Es evidente la preferencia por Epicuro. En él, el joven Marx percibe un robusto humanismo, un esfuerzo por emanciparnos de la superstición y del miedo a los dioses. El determinismo atomista de Demócrito anula la libertad humana. A la luz de la evolución posterior, el antimaterialismo de la tesis de Marx es llamativo. También lo son las florituras estilísticas: «Lo mismo que Zeus creció en medio de los tumultuosos choques armados de los cretenses creció el mundo en medio de los resonantes juegos de guerra de los átomos». «Lucrecio nos presenta la guerra omnium contra omnes [de todos contra todos] […] una naturaleza despojada de Dios y un Dios despojado del mundo». Los cuadernos muestran un pormenorizado estudio de Parménides, de Empédocles, de la recensión plutarquina de la doxa griega. Encontramos la comparación de Sócrates con Cristo recurrente en Hegel y capital para Kierkegaard. Marx comparte el culto romántico a Prometeo, que es «el santo y mártir más noble del calendario filosófico». Un calendario que debe, como hemos visto, trasmutar el pensamiento en acción.
La prosa de Marx se vale de muchas voces. Es un maestro del epigrama: «La crítica no es una pasión de la cabeza: es la cabeza de la pasión». Puede ser emblemático: «Si una nación entera pudiera sentir vergüenza, sería el león agazapándose antes de saltar». Lo lapidario es un formato clave: «Lutero reemplazó la servidumbre a través de la devoción por la servidumbre a través de la convicción», «La resurrección alemana será anunciada por el canto del gallo galo». Todo Ernst Bloch y toda la utopía radical están condensados en aquello de «Yo no soy nada, debería serlo todo» de Marx. Hay un toque sutil, eco de los Diálogos de Luciano, según el cual debiera la esperanza y el programa de revolución dejar que «la humanidad se separe jovialmente (heiter) de su pasado». Muchas cosas de Marx han pasado al acervo general del lenguaje: «Ser radical es entender una cosa en sus raíces. Además, para el hombre la raíz es el hombre mismo».
Cuando se trataba de pathos social, Marx podía igualar a Victor Hugo, a Sue o a Dickens en sus peores momentos lacrimosos. El 27 de septiembre de 1862 apareció en Die Presse una estampa de los desempleados ingleses. Un padre arruinado vive en una casita con sus dos hijas. La hilandería donde trabaja cierra. «Ahora la familia ya no tiene medio de ganarse la vida. Paso a paso la miseria los arrastraba al abismo. Cada hora los acercaba más a la tumba». Pronto yace una niña muerta de hambre; su hermana apenas tiene fuerzas para narrar el horror de su muerte. El guardián del asilo de los pobres sabrá, «para satisfacción suya», que no tiene ninguna culpa. El jurado coronará la solemne comedia con el veredicto «muerta por el azote de Dios» («Gestorben in folge der Heimsuchung von Gott»). Una implícita referencia al Ugolino de Dante prepara el sarcástico uso de la Komödie. Y obsérvese el juego de palabras en Heimsuchung. En la actualidad, el término significa «persecución» o «aflicción». Aquí se utiliza como representación del azote divino.
La traducción es impotente ante la volcánica respuesta al ataque de Karl Heinzen contra Hegel en octubre de 1847. Marx invoca la vituperante grosería y las brutalidades del siglo XVI, la flagelante cadencia de Rabelais:
Platt, grossprahlend, brambasierend, thrasonisch, prätentios-derb im Angriff, gegen fremde Derbheit hysterisch empfindsam; das Schwert mit ungeheuer Kraftvergeudung schwingend und weit ausholend, urn es flach niederfallen zu lassen; beständig Sitte predigend, beständig die Sitte verletzend; pathetisch und gemeinin komischer Verstrickung; nur um die Sache bekümmert, stets an der Sache vorbeistreifend; dem Volksverstand kleinbürgerlische, gelehrte Halbbildung, der Wissenschaft sogennanten «gesunden Menschenverstand» mit gleichem Dunkel entgegenhaltend; in haltlose Breite mit einer gewissen selbstgefälligen Leichtigkeit sich ergiessend; plebejische Form für spiessbürgerlischen Inhalt; ringend mit der Schriftsprache, um ihr einen sozusagen rein körperlichem Charakter zu geben… tobend gegen die Reaktion, reagierend gegen de Fortschritt… Herr Heinzen hat das Verdienst einer der Wiederhersteller der grobianische Literatur, und nach dieser Seite hin eine der deutschen Schwalben des herrannahenden Völkerfrühling zu sein.
[Perogrullesco, jactancioso, grandilocuente, pretenciosamente áspero al atacar, histéricamente sensible a la aspereza ajena; blandiendo la espada con gran desgaste de energía sólo para dejarla caer; constantemente predicando civilidad, constantemente insultando las buenas maneras; patético y vulgar en risible mezcla; interesado únicamente por lo que tiene a mano pero siempre errando el tiro; oponiendo al sentido común una semicultura pequeñoburguesa aprendida; derramando una plétora incontrolada de autocomplaciente trivialidad; forma plebeya y untuoso contenido de medio pelo; batallando con la palabra escrita para darle sustancia corpórea […] bramando contra la reacción, reaccionando contra el progreso […]. El señor Heinzen tiene el mérito de ser el restablecedor de la literatura rufianesca y en ese sentido una de las golondrinas alemanas que anuncian la proximidad de la primavera populista].
¿Estamos leyendo a Céline? Días después Marx reanuda su ataque usando citas de Trabajos de amor perdidos y Troilo y Cresida (a Marx le complacía Tersites). Dentro de las artes del escarnio erudito, son comparables las refutaciones de Proudhon que hace Marx en Miseria de la filosofía, obra escrita en francés. Proudhon es caricaturizado como un falso Prometeo, «un extraño santo tan flojo en lógica como en economía política». El título del segundo capítulo llama la atención: «La metafísica de la economía política». Para Karl Marx, la economía política tal como se desarrolla a partir de Adam Smith y Ricardo es una filosofía. Es un análisis y una visión sistemáticos de la justicia, de la ética y de lo racional tan completos como la República y las Leyes de Platón. Y es muy indicativo del alfabetismo imaginativo de Marx y de su rechazo de los límites artificiales el hecho de que este opúsculo, a menudo técnico, se cierre con una vehemente cita de la novela histórica de George Sand Jean Ziska.
El 18 brumario de Luis Napoleón sigue siendo un clásico de la ironía y de la ira. Su segunda frase se hizo proverbial: cuando Hegel sugirió que los acontecimientos y agentes decisivos ocurren dos veces, olvidó añadir que «lo hacen una vez como tragedia y la otra como farsa». En las crisis de 1848-1851, Marx percibe una macabra parodia de 1789. «La revolución social del XIX no puede sacar su inspiración creativa del pasado, sino únicamente del futuro». Debe «dejar que los muertos entierren a sus muertos»; los ecos de las Escrituras son un bajo continuo frecuente en el lenguaje de Marx, como lo son también las mordaces alusiones a la historia antigua:
Der 2 Dezember traf sie wie ein Blitzstrahl aus heitern Himmel, und die Völker, die in Epochen kleinmütiger Verstimmung sich gern ihre innere Angst von den lautesten Schreiern übertaüben lassen, werden sie vielleicht überzeugt haben, dass die Zeiten vorüber sind, wo das Geschnatter von Gänsen das Kapitol retten konnte.
[El 2 de diciembre cayó sobre ellos como un rayo del cielo sereno, y los pueblos que en épocas de malhumor pusilánime dejan gustosamente que los gritadores más estruendosos ensordezcan sus miedos interiores se habrán convencido, tal vez, de que han pasado los tiempos en que el graznar de los gansos podía salvar al Capitolio].
Las ironías se hacen más profundas: «Una banda de soldados borrachos dispara sobre los burgueses fanáticos de la ley y el orden en sus balcones, haciéndolos pedazos; su santuario familiar es violado; sus hogares bombardeados como pasatiempo, todo ello en nombre de la propiedad privada, de la familia, de la religión y del orden». Los demócratas de la cámara de diputados «creen en las trompetas que derribaron las murallas de Jericó» pero produjeron sólo una retórica quejumbrosa e impotente. ¿En qué consistía la ventaja de Luis Napoleón? «Como bohemio, como Lumpenproletarier» —la cáustica denominación de un proletario con artificiosos harapos—, podía usar los medios más groseros y vulgares. Su siniestra mediocridad fue el instrumento mismo de su éxito. Sigue una frase dragontina que se enrosca para soltar su veneno en diez abstracciones latinizantes: ¡en un clamoroso estado de «confusión, fusión, revisión, prorrogación, constitución, conspiración, coalición, emigración, usurpación y revolución, la burguesía resuella y resopla un fin terrorista más que un terror sin fin!». La conclusión es exactamente profética veinte años antes de 1871: «Cuando el manto imperial descienda finalmente sobre los hombros de Luis Bonaparte, la figura en bronce de Napoleón caerá de lo alto de la columna de Vendôme». Si hay una poética de la ira burlona, está aquí.
El romanticismo y el siglo XIX estaban obsesionados por el ideal y por el prestigio de la epopeya. Chateaubriand, poseído de épicos designios, traduce El paraíso perdido. Wordsworth aspira a la epopeya interiorizada en El preludio y en La excursión. Las series de La comedia humana de Balzac y de Los Rougon-Macquart de Zola proclaman dimensiones épicas. La leyenda de los siglos de Victor Hugo había de ser un panorama épico de toda la historia. Al final de su carrera, Hugo compone epopeyas teológicoapocalípticas que rivalizan con Dante y Milton. Pensamos en El anillo y el libro de Browning o en Dynasts de Hardy. La pintura de historia y la arquitectura posrománticas y las titánicas partituras de Mahler y Bruckner están caracterizadas por unas inmensidades panópticas. ¿De qué otro modo podía la sensibilidad responder a la saga napoleónica y al gigantismo de la revolución industrial, competir con ellos? Tres veces, además, se hizo realidad plenamente el sueño épico: en Moby Dick, en Guerra y paz y en El anillo de Wagner.
La opera omnia de Karl Marx se puede entender como una epopeya del pensamiento, como una Odisea salida de la oscuridad rumbo a las lejanas costas de la justicia y la felicidad humana. Hasta en los textos económico-sociológicos especializados hay un redoble de tambor subyacente, una cadencia de marcha hacia el mañana (véanse Los magos de Hugo o el impulso inicial de las sinfonías de Beethoven). Este movimiento hacia delante se nutre, como en las profecías del indignado Amós, de una airada esperanza. Cuando los manuscritos de 1844 aducen un mundo en el que se intercambiará confianza por confianza y no dinero por dinero, el dinamismo que los anima es mesiánico. No menos que la Odisea de Homero o la Eneida, el relato analítico y crítico de Marx tiene como su arquetipo un viaje de regreso a la patria. Ernst Bloch lo resume de manera memorable: un lugar «que irradia infancia y donde nadie ha estado todavía: la tierra natal». El que este viaje haya conducido al despotismo y al sufrimiento, a una injusticia y una corrupción monstruosas; el que tratara en vano de negar lo que Hegel había denominado la esencia trágica de la historia, no invalida la grandeza del sueño. Refuta pero no devalúa el homenaje que el socialismo utópico rinde al potencial de la humanidad para el altruismo y la mejora. Cuando llegue la verdadera revolución, proclama Tolstói, «el tipo humano medio se elevará a las alturas de un Aristóteles, un Goethe o un Marx». El Manifiesto acude a Shakespeare: con el derrocamiento del viejo orden, «todo lo sólido se transforma en aire». La cita de La tempestad, el saludo a Aristóteles y a Goethe no son florituras ornamentales. Hablan de una de las grandes y trágicas aventuras del espíritu humano, de la filosofía en su intento de transmutarse en esa otra voz de la poesía que es la acción. «En el principio era el hecho».
¿Qué se puede añadir a los voluminosos estudios del genio lingüístico de Nietzsche, de un virtuosismo estilístico tan innovador como su filosofía, dos originalidades que están entretejidas? Un sofista rapsódico para sus detractores, el más hipnótico de los pensadores para sus seguidores de todo el mundo. Hay quizá un aspecto que requiere ser subrayado.
A la manera de los presocráticos, a los que él tanto apreciaba, Nietzsche es el filósofo en cuyos escritos se funden la especulación abstracta, la poesía y la música. La música impregna la existencia de Nietzsche. Él compone. Gustav Mahler, entre otros, pone música a sus palabras. Nietzsche escribe poesía. Su antiética, su antimetafísica, configuran la modernidad. Lo que suponemos son triples interacciones entre canto, doxa y poema en Pitágoras o Parménides se hacen reales en Nietzsche. Son esenciales para su crítica del racionalismo socrático y de la filosofía académica. En él, la poesía y la música del pensamiento son literales.
Los Idilios de Mesina son siete poesías líricas ligeras que se han fechado en 1882 y no dejan de mostrar influencia de Heine. Pulsan cuerdas típicamente nietzscheanas: el ansia de dormir del insomne, el hechizo de los pájaros volando, las estrellas mediterráneas. Emerge una importante polémica: «¿La razón? Un mal asunto», del todo inferior a «cantar, bromear e interpretar Lieder». Nietzsche se mofa de sus propias evocaciones poéticas: «¿Tú, un poeta? ¿Estás mal de la cabeza?». Pero el pájaro carpintero cuyo picoteo ha dado origen a la métrica de Nietzsche no será negado: «¡Sí, mein Herr, eres poeta!». Tres años después se vería que el pájaro tenía razón.
El «Nachtwandler Lied», la canción y el nocturno del Caminante Nocturno, constituye el clímax y el final de Así habló Zaratustra. Se insiste en que está concebida para ser cantada:
Oh Mensch! Gib Acht!
Was spricht die tiefe Mitternacht?
«Ich schlief, ich schlief,
aus tiefen Traum bin ich erwacht: —
die Welt ist tief,
und tiefer als der Tag gedacht,
tief ist ihr Weh—
Lust, tiefer noch als Herzeleid:
Weh spricht: Vergeh!
Doch alle Lust will Ewigkeit—
—will tiefe, tiefe Ewigkeit!»

[¡Oh hombre! ¡Presta atención!
¿Qué dice la profunda medianoche?
«Yo dormía, dormía,
de profundo sueño he despertado:
el mundo es profundo,
y más profundo de lo que pensó el día,
profundo es su dolor,
el deseo, más profundo aún que el dolor de corazón:
dijo el dolor: ¡desaparece!
¡Pero todo deseo quiere eternidad
quiere profunda, profunda eternidad!»]

Estos once versos están saturados de profundidad y de las tinieblas de medianoche, de las penumbras entre el sueño y la vigilia. La profundidad, filosófica o poética, es a su vez un modo de oscuridad. No es a la luz del día —y Nietzsche había sido un servidor de lo auroral y del mediodía— como el mundo revela su profundidad. Una profundidad de sufrimiento (Weh), de deseo (una imperfecta traducción de Lust, que representa el conatus en el sentido de Spinoza, lo que hay de libidinal en la conciencia y en el alma humana). Ningún dolor de nuestro corazón (Herzeleid) es tan profundo como esos impulsos o apetitos primarios opuestos. La tristeza, el dolor, reclaman transitoriedad. Pero el Lust quiere eternidad, «profunda, profunda eternidad». Pues es la fuerza vital que está más allá del bien y del mal.
Es difícil citar una poesía breve que se halle bajo mayor presión emocional e intelectual. La estructura anafórica está ya a más de mitad de camino de la música. La compleja puntuación es un medio de notación musical. ¿Es una tontería oír el pensamiento en contralto? Aquí, ontología y poesía se animan la una a la otra soberanamente. En este texto se podría apoyar la argumentación aducida en este ensayo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

FILOSOFÍA Y LITERATURA

  FILOSOFÍA Y LITERATURA. Ejemplos de Novelas Filosóficas: "El Extranjero" de Albert Camus Resumen: La historia de Meursault, un h...

Páginas