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La estatua de sal
Leopoldo Lugones
La estatua de sal
Leopoldo Lugones
Poeta de inagotables recursos verbales y pictóricos (Las Montañas del
Oro, Los Crepúsculos del Jardín, Lunario Sentimental, Odas Seculares, Poemas
Solariegos, Romances de Río Seco), historiador ocasional (Las Misiones
Jesuíticas), ensayista (El Payador), biógrafo de Ameghino y
Sarmiento, frustrado novelista (El Ángel de la Sombra), político y
estudioso, LEOPOLDO LUGONES cultivó también el cuento fantástico, con exacto
conocimiento de la técnica narrativa. Sus relatos están reunidos en dos libros:
Las Fuerzas Extrañas y Cuentos Fatales.Nació Lugones en Río Seco,
provincia de Córdoba, en 1871. Murió en el Tigre, en 1938. He aquí cómo refirió el peregrino la
verdadera historia del monje Sosistrato:
—Quien no ha pasado alguna
vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos
un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena
amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre
bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay
más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad
infinita, solo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómades que
trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas
cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto,
llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan
cubiertas de sal. El ocaso y la aurora confúndense en una misma tristeza. Solo
aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En
el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que
cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta
colación de dátiles fritos, uvas, agua del río y algunas veces vino de palmera.
Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son
buenos médicos. Cuando muere alguno, lo sepultan en las cuevas que hay debajo a
la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de
palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en
ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya
historia he prometido contaros. Ayúdeme Nuestra Señora del Carmelo y vosotros
escuchad con atención. Lo que vais a oír, me lo refirió palabra por palabra el
hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas,
donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios
lo haya acogido en su gracia. Amén.
Sosistrato era un monje
armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes
compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del
crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de
largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he
hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña
hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades.
Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de
plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos
próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos
desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de
sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitaron muchas pestes,
guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las
penitencias de los cenobitas. Y, sin embargo, los sacrificios y las oraciones
de los justos son los clavos del techo del universo.
Al cabo de treinta años de
austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la
santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos
monjes. Estos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin
Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi
transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos
palomas amigas, traíanle cada tarde algunos granos y se los daban a comer con
el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por
la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la
cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas
especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió
pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede
hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la
bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta,
ningún caminante había pasado por allí.
Pero una mañana, mientras
el monje rezaba con sus palomas, estas, asustadas de pronto, echaron a volar
abandonándolo. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna.
Sosistrato, después de saludarlo con santas palabras, lo invitó a reposar
indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si
estuviera anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas
que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.
Transcurrieron siete días.
El caminante refirió se peregrinación desde Cesárea a orillas del Mar Muerto,
terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.
—He visto los cadáveres de
las ciudades malditas —dijo una noche a su huésped—; he mirado humear el mar
como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la
castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado
gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.
—Cosa parecida cuenta
Juvencus en su tratado De Sodoma —dijo en voz baja Sosistrato.
—Sí, conozco el pasaje
—añadió el peregrino—. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta
que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado
que sería obra de caridad libertarla de su condena…
—Es la justicia de Dios
—exclamó el solitario
—¿No vino Cristo a redimir
también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? —replicó suavemente el
viajero, que parecía docto en letras sagradas—. ¿Acaso el bautismo no lava
igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?…
Después de estas palabras,
ambos entregáronse al sueño. Fue aquella la última noche que pasaron juntos. Al
siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de
Sosistrato; y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel
fingido peregrino era Satanás en persona.
El proyecto del maligno
fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del
santo. ¡Bautizar la estatua de sal, libertar de su suplicio aquel espíritu
encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En estas luchas
transcurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se
le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó
tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó,
costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus
piernas cansadas apenas podían sostenerlo. Así marchó durante dos días. Las
fieles palomas continuaban alimentándolo como de ordinario, y él rezaba mucho,
profundamente, pues aquella resolución afligíalo en extremo. Por fin, cuando
sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las
ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas,
era todo lo que restaba ya: trozos de arco, hileras de adobes carcomidos por la
sal y cimentados en betún… El monje reparó apenas en semejantes restos, que
procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente,
todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los
escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía,
la silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado
que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba
con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa
salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la
reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube.
Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento
soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban
los espectros de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a
la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro.
Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles
bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida
salía de aquella roca. El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre
igual desde hacía miles de años; y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto
que sudaba. Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La
cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de
peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado
de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el
misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno.
Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un
bosquecillo.
Cómo se verificó el acto,
no os lo voy a decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó
sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario
apareció una mujer, vieja como la eternidad, en vuelta en andrajos terribles,
de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que
había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el
pueblo réprobo que se levantaba en ella. Esos ojos vieron la combustión de los
azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos
andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; ¡esos pies
hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con
su voz antigua.
Ya no recordaba nada. Solo
una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de
aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño
negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de
pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su
visión reciente. Y el mar… el incendio… la catástrofe… las ciudades ardidas…
todo aquello se desvanecía en una clara visión de muerte. Iba a morir. Estaba
salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado!
Sosistrato temblaba,
formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de
desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y solo
este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol
descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los
días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una
resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago
amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido
actor en la catástrofe. Y esa mujer, ¡esa mujer le era conocida!
Entonces una ansia
espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral
resucitada:
—Mujer, respóndeme una
sola palabra.
—Habla… pregunta…
—¿Responderás?
—¡Sí, habla; me has
salvado!
Los ojos del anacoreta
brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las
montañas.
—Mujer, dime qué viste
cuando tu rostro se volvió para mirar.
Una voz anudada de
angustia, le respondió:
—Oh, no… ¡Por Elohim, no
quieras saberlo!
—¡Dime qué viste!
—No… no… ¡Sería el abismo!
—Yo quiero el abismo.
—Es la muerte…
—¡Dime qué viste!
—¡No puedo… no quiero!
—Yo te he salvado.
—No… no…
El sol acababa de ponerse.
—¡Habla!
La mujer se aproximó. Su
voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
—¡Por las cenizas de tus
padres!…
—¡Habla!
Entonces aquel espectro
aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato,
fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su
alma.
Bibliografía:
Título original: Antología del
cuento extraño 1
AA. VV., 1976
Selección y noticias
biográficas: Rodolfo Walsh
Traducción: Rodolfo Walsh
Editor digital: Ascheriit
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