lunes, 1 de junio de 2020

13 El cuento del padre Meuron R. H. B aNTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO Ienson



13
 El cuento del padre Meuron
 R. H. Benson
Clérigo anglicano convertido al catolicismo, ordenado como tal, predicador de cierto renombre, R. H. BENSON nació en Inglaterra en 1871. Murió en 1914.Escribió relatos de tendencia mística y novelas históricas y modernas.       

El padre Meuron estuvo muy voluble durante la cena del sábado. Soltaba exclamaciones; hacía ademanes; sus vivos ojos negros centelleaban sobre sus rosadas mejillas; y yo nunca había visto sus cabellos tan erizados.
            Estaba sentado en el lugar más alejado de la mesa, que tenía forma de herradura, y yo pude, sin temor de ser oído, hacer notar su regocijo al sacerdote inglés que estaba a mi lado.
            El padre Brent sonrió.
            —Está ebrio de gloire —dijo—. A él le toca referir un cuento esta noche.
            Eso lo explicaba todo.
            Sin embargó, yo no tenía gran interés en oír su relato. Abrigaba la convicción de que estaría lleno de oropel y de doncellas que se desmayaban y terminaban sus días en un convento, bajo la dirección espiritual del padre Meuron; y cuando él ascendió a la tribuna, yo busqué un rincón penumbroso, un tanto apartado del semicírculo, donde podría quedarme dormido, con solo desearlo, sin provocar comentarios.
            En realidad, la narración me tomó totalmente desprevenido.
            Cuando todos hubimos ocupado nuestros sitios, y la pipa de Monseñor estuvo encendida, y el propio Monseñor estirado en su silla plegadiza, el francés comenzó su historia. La relató en su propio idioma, pero yo trataré de daros una versión tan fiel como sea posible.
            —Mi contribución a la serie de relatos —comenzó, sentado en el sillón de respaldo recto, en el centro del círculo, un tanto apartado de mí—, mi contribución a los relatos que van a referir estos buenos padres, es una historia de exorcismo. He aquí una cuestión con la que no estamos muy familiarizados actualmente los que vivimos en Europa. Diríase, y yo así lo creo, que la gracia tiene cierta facultad, acumulada en el transcurso de los siglos, de saturar con su fuerza aun a los objetos del mundo físico. Por numerosas que sean las rebeldías de los hombres, los sacrificios ofrecidos y las oraciones elevadas poseen la facultad de refrenar a Satanás e impedir sus más formidables manifestaciones. Aun en mi infortunado país, en este momento, a pesar de la apostasía que se ha extendido ampliamente y del culto deliberado de Satanás, la gracia palpita en el aire; y en efecto, rara vez sucede que un sacerdote tenga que lidiar con un caso de posesión demoníaca. En vuestra respetable Inglaterra también ocurre lo mismo; la piedad sencilla de los protestantes ha mantenido vivo, en cierta medida, el vigor del Evangelio. Aquí, en Italia, las cosas son un tanto distintas. Las viejas potestades han sobrevivido al asalto cristiano, y si bien no pueden vivir en la santa Roma, hay rincones donde perduran.
            Desde mi lugar vi que el padre Bianchi miraba furtivamente al narrador, y creí leer en esa mirada un involuntario asentimiento.
            —Sin embargo —prosiguió el francés, desdeñando majestuosamente encauzar por ahí su relato—, mi historia no acaece en este continente, sino en la islita de La Souffrière. Allá las circunstancias no son las de aquí. Cuando yo estuve en la isla, el año 1891, era un baluarte de las tinieblas. La gracia, si bien se había apoderado del corazón de los hombres, aún no había penetrado en la creación inferior. ¿Comprenden? Había muchas santas personas a quienes yo conocía, que frecuentaban los sacramentos y vivían devotamente, pero no todos eran de esa índole. Los antiguos ritos sobrevivían secretamente entre los negros, y las tinieblas… ¿Cómo diré?… la oscuridad se corporizaba.
            »No obstante, para los fines de mi relato… —El sacerdote buscó posición más cómoda en su asiento y juntó los dedos como si fueran instrumentos preciosos. Se divertía enormemente, y yo comprendí que estaba preparándose para una revelación.
            —Fue en 1891 —repitió— cuando fui allí, a ocupar, con otro de nuestros Padres, la casa misional. No les fastidiaré, caballeros, con el relato de nuestra llegada o de lo sucedido en los meses siguientes, aunque muchas de las cosas que vi me causaron asombro. Hasta aquel momento nunca me había parecido tan evidente el poder de los Sacramentos. En los países civilizados, como ya he sugerido, el aire está cargado de gracia. Cada ser no es más que una ola del profundo mar. Al que carece del favor de Dios no le falta Su gracia, presente en cada bocanada de aire que respira. En torno a él, hay templos, hay personas piadosas y religiosas; hay, a sus espaldas, siglos enteros de plegarias. Los edificios mismos en que entra, como nos ha explicado M. Huysmans, tienen la pátina de las oraciones. Aunque sea una criatura malvada, está aún en la casa de su Padre: y el retorno de la muerte a la vida no es, al fin y al cabo, un cruce del abismo. Pero allá, en La Souffriére no hay términos medios: todo es divino o satánico, negro o blanco, cristiano o infernal. Uno está, por decirlo así, en la ribera del mar, observando las rompientes de la gracia, y cada una de ellas es un milagro. Les digo que he visto a santos catecúmenos echar espumarajos por la boca, con los ojos en blanco, al caer sobre ellos el agua salvadora y salir de ellos lo que tenían en su interior. Como dice el Evangelio: “Spiritus conturbavit illum: et elisus in terram, volutabatur spumans”.
            El padre Meuron hizo una nueva pausa.
            Me interesó escuchar esta corroboración de evidencias llegadas a mis oídos en otras ocasiones. Más de un misionero me había contado lo mismo; y en sus relatos, yo había vislumbrado un paralelo de aquellos que nos dejaron los primeros predicadores de la fe cristiana en los primitivos tiempos de la Iglesia.
            —Yo era incrédulo, al principio —continuó el clérigo—, hasta que vi esas cosas con mis propios ojos. Un viejo sacerdote de la misión reprendió mi incredulidad. «Eres ignorante», me dijo; «aún tienes las ínfulas de los recién salidos del seminario». Y sus palabras, amigos míos, eran justas.
            »Un lunes por la mañana, estando reunidos en consejo, advertí que aquel viejo sacerdote tenía algo que decir. Se llamaba M. Lasserre. Guardó el más absoluto silencio hasta que quedaron resueltos todos los asuntos de poca monta, y entonces se encaró con el Padre Rector.
            »“Monseñor ha escrito”, dijo, “y me ha otorgado el permiso necesario para realizar esa diligencia que usted conoce, padre mío. Y me ordena llevar conmigo otro sacerdote. Solicito que sea el padre Meuron quien me acompañe. Este joven y celoso misionero necesita una lección”.
            »El padre Rector me miró con una sonrisa (yo estaba alelado), y luego miró al padre Lasserre y asintió con la cabeza, dándole su venia.
            »“El padre Lasserre le explicará todo”, dijo, incorporándose para rezar las oraciones.
            »El buen padre me explicó todo, como había dicho el Padre Rector.
            »Al parecer, se trataba de un exorcismo. Una mujer que vivía con su madre y con su esposo, dijo el padre Lasserre, había sido afligida por el demonio. Era una catecúmena, y durante varios meses se mostró muy devota y todo marchó perfectamente hasta que el demonio lanzó ese… ese asalto contra su alma. El padre Lasserre visitó a la mujer, la examinó y envió su informe al obispo, solicitándole permiso para exorcizarla; y ese permiso había llegado por la mañana.
            »No me atreví a decir al sacerdote que estaba errado, y que se trataba de un ataque de epilepsia. Yo había leído algunos libros, para adquirir conocimientos médicos, y todo lo que entonces oí pareció confirmar mi diagnóstico. Los síntomas estaban ahí, fáciles de descifrar. ¿Qué quieren ustedes? —El padre Meuron hizo nuevamente aquel pequeño gesto de que hablé antes—. En mi juventud, yo sabía más que todos los Padres de la Iglesia. ¡Aquellos achaques de endemoniados no eran más que afección al cerebro, sueños y fantasías!
            »Y si los exorcismos parecían dar resultado en esas gentes, ello era el efecto que ejercía en su imaginación la solemnidad del rito. Nada más.
            Rio con feroz ironía.
            —¡Ustedes lo saben todo, caballeros!
            Mis deseos de dormir se habían esfumado por completo. El sacerdote francés era más interesante de lo que yo pensara. Su aparatosidad se había disipado. Su voz temblaba un poco, mientras denunciaba su propio engreimiento, y empecé a preguntarme cómo se había producido ese cambio en su estado de ánimo.
            —Salimos aquella tarde —dijo, retomando el hilo de su relato—. La mujer vivía en el extremo más lejano de la isla, a un par de horas de viaje, quizá, porque el terreno era accidentado; y mientras caminábamos por el sendero, el padre Lasserre me contó algo más del caso.
            »Al parecer, la mujer blasfemaba. “El yo inconsciente”, pensé para mis adentros, “tal como lo ha explicado M. Charcot. Una reafirmación del antiguo hábito de la mujer”.
            »Echaba espuma por la boca, y ponía los ojos en blanco. “Una afección cerebral”, me dije.
            »Le inspiraba terror el agua bendita; y tan fieramente se debatía, que nadie osaba echársela. “Porque le han enseñado a tenerle miedo”, argüí.
            »Y el buen padre hablaba, mirándome de reojo a las veces, y yo sonreía para mis adentros, convencido de que era un viejo simple, que no había estudiado los nuevos libros.
            »Se tranquilizaba después del anochecer, me dijo, y consentía en comer un poco. Casi todos sus ataques se producían al mediodía.
            »Al oírlo, sonreí nuevamente. Yo conocía el motivo. El calor la afectaba. Era natural (lo afirmaba la ciencia) que al caer la tarde se sosegara. Si fuese el poder de Satanás el que la dominaba, seguramente se pondría más furiosa en la oscuridad que en la luz. Así lo declaran las Escrituras.
            »Algo de esto dije al Padre Lasserre, como si se tratara de una pregunta, y él me miró.
            »“Tal vez, hermano”, dijo, “ella esté más cómoda en la oscuridad y tema la luz, y por eso se apacigua cuando se pone el sol”.
            »Yo torné a sonreír para mis adentros. “¡Cuánta piedad!”, me dije. “¡Y cuánta simpleza!”.
            »La casa donde vivían aquellos tres seres estaba un poco apartada de las demás. Era una vieja barraca a la que se habían mudado una semana antes, porque los vecinos ya no podían soportar los gritos de la mujer. Y nosotros llegamos antes de que anocheciera.
            »Era una tarde opaca, pesada y agobiante, y al avanzar por el sendero vi, a la izquierda, entre la maraña de árboles, la montaña humeante. Nos rodeaba un gran silencio, no se agitaba el viento, y cada hoja se recortaba en acero contra el cielo colérico.
            »Luego vimos el techo del cobertizo, allá abajo, y una nubecita de humo que escapaba por un agujero, pues no había chimenea.
            »“Nos sentaremos un rato aquí, hermano”, dijo mi amigo. “No entraremos en la casa hasta que anochezca”.
            »Sacó su breviario y empezó a rezar sus maitines y laudes, sentado en un tronco caído, al costado del sendero.
            »Todo estaba muy silencioso en torno. Yo experimentaba terribles distracciones, porque era hombre joven y me sentía muy excitado; y aunque estaba convencido de que no vería otra cosa que un ataque de epilepsia, no es esta cosa agradable de ver. Pero finalizaba mi primer nocturno cuando vi que el Padre Lasserre desviaba la vista del libro.
            »Estábamos sentados a unas treinta yardas del techo de la cabaña, construida en una depresión del terreno, de suerte que el techo de la misma quedaba al nivel del terreno en que nos hallábamos sentados. Debajo, había un pequeño espacio abierto, liso, de unas veinte yardas de ancho, y más allá se extendía nuevamente el bosque, y luego el humo de la aldea contra el cielo. Vi, también, el brocal de un pozo, junto al cual había un cubo; y parado junto a este un hombre, un negro, muy erguido, con una vasija en la mano.
            »Aquel sujeto se volvió en el instante en que yo miraba en su dirección; nos vio, y dejó caer la vasija, y yo alcancé a ver sus dientes blancos. El Padre Lasserre se incorporó y se llevó el dedo a los labios, asintió una o dos veces con la cabeza, señaló al oeste, donde el sol iba tocando el horizonte, y el individuo respondió, a su vez, con un movimiento de cabeza, y se inclinó para recoger la vasija.
            »La llenó con el agua del balde y regresó a la casa.
            »Miré al Padre Lasserre, y él devolvió mi mirada. “Dentro de cinco minutos”, dijo. “Ese es el marido. ¿No le ha visto las heridas?”.
            »Sólo le había visto los dientes, repuse, y mi amigo meneó nuevamente la cabeza y se dispuso a concluir su nocturno.
            El Padre Meuron hizo una nueva pausa dramática. Su rostro rubicundo parecía un poco más pálido que de costumbre a la luz de las bujías, aunque no había contado aún nada capaz de justificar su aparente horror. Evidentemente, algo se avecinaba.
            El Rector se inclinó hacia mí y susurró, poniendo la mano a modo de pantalla, y en relación con lo que el francés había referido minutos antes, que ningún sacerdote está autorizado a pronunciar un exorcismo sin especial consentimiento de su obispo. Yo asentí y le di las gracias.
            Los ojos del Padre Meuron recorrieron el círculo de oyentes con un fulgor terrible. Entrelazó las manos y prosiguió:
            —Cuando no se veía del sol más que el rojo borde sobre el mar, bajamos a la casa. El sendero llegaba a la altura del techo del cobertizo; después se replegaba y descendía, pasaba ante la ventana y desembocaba frente al cobertizo.
            »Al pasar frente a aquella ventana, en pos del Padre Lasserre, que llevaba su bolsa con el oficionario y el agua bendita, miré furtivamente, pero no vi otra cosa que el resplandor del fuego. Y no se oía ruido alguno. Eso me pareció terrible.
            »La puerta estaba cerrada cuando llegamos, y al alzar la mano el Padre Lasserre, oyóse en el interior un aullido de bestia.
            »Llamó a la puerta, y me miró.
            »“No es más que epilepsia”, dijo, y al decirlo sus labios se arrugaron.
            El Padre Meuron se interrumpió nuevamente y nos miró a todos con sonrisa irónica. Después entrelazó las manos por debajo de la barbilla, como un hombre aterrorizado.
            —No les diré todo lo que vi —prosiguió— cuando encendimos la vela y la pusimos sobre la mesa; apenas les contaré una pequeña parte. De lo contrario, queridos amigos, no tendrían buenos sueños… como no los tuve yo aquella noche.
            »Pero la mujer estaba sentada en un rincón, junto al fuego; los brazos atados con cuerdas al respaldo de una silla, y las piernas amarradas, también, a las patas de la misma silla.
            »Caballeros, esa criatura ya no parecía una mujer. El aullido del lobo brotaba de sus labios, pero en ese aullido había palabras. Al principio no comprendí, hasta que empezó a hablar en francés… y entonces sí comprendí… ¡Dios mío!
            »La espuma le caía de la boca como si fuera agua, y sus ojos… Pero ¡vamos! Yo me eché a temblar cuando le vi los ojos, empecé a volcar el agua bendita y tuve que ponerla sobre la mesa, junto a las velas. Había un plato de carne sobre la mesa, carnero asado según creo, y una hogaza de pan. ¡Recuerden eso, caballeros! ¡Esa carne y ese pan! Y parado allí, torné a decirme, como quien hace una profesión de fe, que no era más que un caso de epilepsia, o en el peor de los casos, de locura.
            »Amigos míos, probablemente pocos de entre ustedes conozcan la fórmula del exorcismo. No figura en el Ritual ni en el Pontifical, y yo mismo no puedo recordarla. Pero empezaba así.
            El francés se incorporó y quedó de espaldas al fuego, con el rostro en sombra.
            —El Padre Lasserre estaba aquí, donde yo estoy, con su sobrepelliz y su estola, y yo a su lado. Ahí, donde está mi sillón, estaba la mesa cuadrada, al alcance de la mano, con el pan, la carne, el agua bendita y la vela. Detrás de la mesa estaba la mujer; su esposo al lado de ella, a la izquierda, y la anciana madre ahí —señaló a la derecha con la mano—, ¡sobre el piso! Rezando su rosario y llorando… ¡llorando!
            »Cuando el Padre estuvo dispuesto, después de decir unas palabras a los otros, me indicó por señas que alzara nuevamente el agua bendita (en aquel instante la posesa estaba tranquila), y la roció.
            »Cuando levantó la mano, ella alzó los ojos, y había en ellos una expresión de terror, como si fueran a golpearla, y al caer las gotas saltó hacia adelante, y la silla saltó también. Su marido se abalanzó sobre ella y arrastró la silla al punto de partida. Pero ¡oh, Dios mío!, era terrible verlo: sus dientes brillaban como si estuviera sonriendo, pero las lágrimas corrían por su cara.
            »Entonces ella gimió como un niño dolorido. Como si el agua bendita la abrasara; alzó los ojos y clavó la mirada en su hombre, como rogándole que enjugara las gotas.
            »Y mientras sucedía todo esto, yo seguía diciéndome que no era otra cosa que el terror de su mente por el agua bendita… que era imposible que estuviese poseída por Satanás… que no era más que locura… ¡locura y epilepsia!
            »El Padre Lasserre siguió rezando sus oraciones, y yo dije “Amén”, y después recitó un salmo (Deus in nomine tuo salvum me fac) y después vino la primera exhortación al espíritu impuro, ordenándole que saliera, en nombre de los Misterios de la Encarnación y la Pasión.
            »Caballeros, puedo jurarles que entonces sucedió algo, aunque no sé exactamente qué. La confusión se apoderó de mí, y una especie de oscuridad. No vi nada… Era como si estuviese muerto.
            El sacerdote alzó una mano temblorosa para enjugarse la traspiración de la frente. Un profundo silencio reinaba en el aposento. Miré a Monseñor, y vi que tenía la pipa a dos centímetros de la boca, que sus labios colgaban flojos y laxos, y que tenía los ojos fijos.
            —Cuando recuperé la noción de las cosas, el Padre Lasserre leía, en los Evangelios, cómo Nuestro Señor dio autoridad a Su Iglesia para echar a los espíritus malignos; y su voz no tembló una sola vez.
            —¿Y la mujer? —exclamó la voz ronca del Padre Brent.
            —¡Ah! ¡La mujer! ¡Dios mío! No lo sé. No la miré. Yo miraba el plato que estaba sobre la mesa; pero, por lo menos, ella había dejado de gritar.
            »Terminada la lectura de los Evangelios, el Padre Lasserre me dio el libro.
            »“¡Bah! ¡Padre!”, dijo. “No es más que epilepsia, ¿verdad?”.
            »Luego me llamó con la mano, y lo seguí, llevando el libro, hasta que estuvimos a un paso de la mujer. Pero yo no podía tener quieto el libro, temblaba, temblaba…
            El Padre Meuron extendió la mano.
            —Temblaba así, caballeros.
            »Él me arrebató el libro, brusco y colérico.
            »“Retírese”, dijo, poniendo el libro en la mano del esposo.
            »“Eso es”, dijo.
            »Me refugié tras la mesa y me apoyé en ella.
            »Entonces el Padre Lasserre… ¡Dios mío! ¡Qué coraje el de ese hombre!, colocó sus manos sobre la cabeza de la mujer. Ella alzó los dientes para morder, pero él era demasiado fuerte, y luego él leyó en el libro la segunda exhortación al espíritu impuro.
            »“¡Ecce crucum Domini! ¡He aquí la Cruz del Señor! ¡Huid, huestes adversas! ¡El león de la tribu de Judá ha prevalecido!”.
            »Caballeros —aquí el francés extendió las manos—, yo que estoy aquí puedo decirles que algo ocurrió, aunque solo Dios sabe qué. Yo, solo sé esto: que cuando la mujer gritó y se arrastró por el piso, la llama de la vela tomó por un instante el color del humo. Me dije que era el polvo levantado por el forcejeo, el sucio aliento de la enferma. Sí, caballeros, yo pensé lo mismo que ustedes piensan ahora. ¡Bah! No es más que un ataque de epilepsia, ¿verdad, señores?
            El viejo Rector se inclinó hacia adelante con gesto reprobatorio, pero el francés gesticulaba y echaba fuego por los ojos; hubo un murmullo en la sala, y el anciano sacerdote tornó a reclinarse en su asiento, y apoyó la barbilla en la mano.
            —Luego hubo una oración. Escuché: “Oremus”, pero no me atreví a mirar a la mujer. Yo tenía los ojos clavados en el pan y la carne; eran la única cosa limpia en aquella habitación terrible. Susurré para mis adentros: “Pan y carne, pan y carne”. Pensé en el refectorio de la casa misional.
            Vi que las manos del francés subían y bajaban, contraídas, y que apretaba los labios contra los dientes para impedir que temblaran. Tragó saliva una o dos veces.
            —Señores, juro por el Dios Todopoderoso que esto es lo que vi. Yo tenía los ojos clavados en el pan y la carne. Estaban ahí, bajo mis ojos, y sin embargo, vi también al buen Padre Lasserre inclinarse nuevamente hacia la mujer, y comenzar: “Exorciso te…”.
            »Y entonces ocurrió eso… eso…
            »El pan y la carne se corrompieron en gusanos ante mis ojos…
            El Padre Meuron se lanzó hacia adelante, giró sobre sus talones y se desplomó en su asiento, mientras los dos sacerdotes ingleses que estaban más cerca se incorporaban de un salto.
            Pocos minutos más tarde pudo decir que todo había terminado bien; que después de uno o dos incidentes que me tomo la libertad de omitir, se advirtió que la mujer había recobrado el dominio de su persona; y que el aparente paroxismo de la naturaleza que acompañara las palabras del tercer exorcismo se desvaneció tan pronto como había venido.
            Luego fuimos a rezar las oraciones nocturnas y fortalecernos contra el poder de las tinieblas.

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