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El cuento del padre Meuron
R. H. Benson
El cuento del padre Meuron
R. H. Benson
Clérigo anglicano convertido al catolicismo, ordenado como tal, predicador
de cierto renombre, R. H. BENSON nació en Inglaterra en 1871. Murió en
1914.Escribió relatos de tendencia mística y novelas históricas y modernas.
El padre Meuron estuvo muy voluble
durante la cena del sábado. Soltaba exclamaciones; hacía ademanes; sus vivos
ojos negros centelleaban sobre sus rosadas mejillas; y yo nunca había visto sus
cabellos tan erizados.
Estaba sentado en el lugar
más alejado de la mesa, que tenía forma de herradura, y yo pude, sin temor de
ser oído, hacer notar su regocijo al sacerdote inglés que estaba a mi lado.
El padre Brent sonrió.
—Está ebrio de gloire
—dijo—. A él le toca referir un cuento esta noche.
Eso lo explicaba todo.
Sin embargó, yo no tenía
gran interés en oír su relato. Abrigaba la convicción de que estaría lleno de
oropel y de doncellas que se desmayaban y terminaban sus días en un convento,
bajo la dirección espiritual del padre Meuron; y cuando él ascendió a la
tribuna, yo busqué un rincón penumbroso, un tanto apartado del semicírculo,
donde podría quedarme dormido, con solo desearlo, sin provocar comentarios.
En realidad, la narración
me tomó totalmente desprevenido.
Cuando todos hubimos ocupado
nuestros sitios, y la pipa de Monseñor estuvo encendida, y el propio Monseñor
estirado en su silla plegadiza, el francés comenzó su historia. La relató en su
propio idioma, pero yo trataré de daros una versión tan fiel como sea posible.
—Mi contribución a la
serie de relatos —comenzó, sentado en el sillón de respaldo recto, en el centro
del círculo, un tanto apartado de mí—, mi contribución a los relatos que van a
referir estos buenos padres, es una historia de exorcismo. He aquí una cuestión
con la que no estamos muy familiarizados actualmente los que vivimos en Europa.
Diríase, y yo así lo creo, que la gracia tiene cierta facultad, acumulada en el
transcurso de los siglos, de saturar con su fuerza aun a los objetos del mundo
físico. Por numerosas que sean las rebeldías de los hombres, los sacrificios
ofrecidos y las oraciones elevadas poseen la facultad de refrenar a Satanás e
impedir sus más formidables manifestaciones. Aun en mi infortunado país, en
este momento, a pesar de la apostasía que se ha extendido ampliamente y del
culto deliberado de Satanás, la gracia palpita en el aire; y en efecto, rara
vez sucede que un sacerdote tenga que lidiar con un caso de posesión demoníaca.
En vuestra respetable Inglaterra también ocurre lo mismo; la piedad sencilla de
los protestantes ha mantenido vivo, en cierta medida, el vigor del Evangelio.
Aquí, en Italia, las cosas son un tanto distintas. Las viejas potestades han
sobrevivido al asalto cristiano, y si bien no pueden vivir en la santa Roma,
hay rincones donde perduran.
Desde mi lugar vi que el
padre Bianchi miraba furtivamente al narrador, y creí leer en esa mirada un
involuntario asentimiento.
—Sin embargo —prosiguió el
francés, desdeñando majestuosamente encauzar por ahí su relato—, mi historia no
acaece en este continente, sino en la islita de La Souffrière. Allá las
circunstancias no son las de aquí. Cuando yo estuve en la isla, el año 1891,
era un baluarte de las tinieblas. La gracia, si bien se había apoderado del
corazón de los hombres, aún no había penetrado en la creación inferior.
¿Comprenden? Había muchas santas personas a quienes yo conocía, que
frecuentaban los sacramentos y vivían devotamente, pero no todos eran de esa
índole. Los antiguos ritos sobrevivían secretamente entre los negros, y las tinieblas…
¿Cómo diré?… la oscuridad se corporizaba.
»No obstante, para los
fines de mi relato… —El sacerdote buscó posición más cómoda en su asiento y
juntó los dedos como si fueran instrumentos preciosos. Se divertía enormemente,
y yo comprendí que estaba preparándose para una revelación.
—Fue en 1891 —repitió—
cuando fui allí, a ocupar, con otro de nuestros Padres, la casa misional. No
les fastidiaré, caballeros, con el relato de nuestra llegada o de lo sucedido
en los meses siguientes, aunque muchas de las cosas que vi me causaron asombro.
Hasta aquel momento nunca me había parecido tan evidente el poder de los
Sacramentos. En los países civilizados, como ya he sugerido, el aire está
cargado de gracia. Cada ser no es más que una ola del profundo mar. Al que
carece del favor de Dios no le falta Su gracia, presente en cada bocanada de
aire que respira. En torno a él, hay templos, hay personas piadosas y
religiosas; hay, a sus espaldas, siglos enteros de plegarias. Los edificios
mismos en que entra, como nos ha explicado M. Huysmans, tienen la pátina
de las oraciones. Aunque sea una criatura malvada, está aún en la casa de su
Padre: y el retorno de la muerte a la vida no es, al fin y al cabo, un cruce
del abismo. Pero allá, en La Souffriére no hay términos medios: todo es divino
o satánico, negro o blanco, cristiano o infernal. Uno está, por decirlo así, en
la ribera del mar, observando las rompientes de la gracia, y cada una de ellas
es un milagro. Les digo que he visto a santos catecúmenos echar espumarajos por
la boca, con los ojos en blanco, al caer sobre ellos el agua salvadora y salir
de ellos lo que tenían en su interior. Como dice el Evangelio: “Spiritus
conturbavit illum: et elisus in terram, volutabatur spumans”.
El padre Meuron hizo una
nueva pausa.
Me interesó escuchar esta
corroboración de evidencias llegadas a mis oídos en otras ocasiones. Más de un
misionero me había contado lo mismo; y en sus relatos, yo había vislumbrado un
paralelo de aquellos que nos dejaron los primeros predicadores de la fe
cristiana en los primitivos tiempos de la Iglesia.
—Yo era incrédulo, al
principio —continuó el clérigo—, hasta que vi esas cosas con mis propios ojos.
Un viejo sacerdote de la misión reprendió mi incredulidad. «Eres ignorante», me
dijo; «aún tienes las ínfulas de los recién salidos del seminario». Y sus
palabras, amigos míos, eran justas.
»Un lunes por la mañana,
estando reunidos en consejo, advertí que aquel viejo sacerdote tenía algo que
decir. Se llamaba M. Lasserre. Guardó el más absoluto silencio hasta que
quedaron resueltos todos los asuntos de poca monta, y entonces se encaró con el
Padre Rector.
»“Monseñor ha escrito”,
dijo, “y me ha otorgado el permiso necesario para realizar esa diligencia que
usted conoce, padre mío. Y me ordena llevar conmigo otro sacerdote. Solicito
que sea el padre Meuron quien me acompañe. Este joven y celoso misionero
necesita una lección”.
»El padre Rector me miró
con una sonrisa (yo estaba alelado), y luego miró al padre Lasserre y asintió
con la cabeza, dándole su venia.
»“El padre Lasserre le
explicará todo”, dijo, incorporándose para rezar las oraciones.
»El buen padre me explicó
todo, como había dicho el Padre Rector.
»Al parecer, se trataba de
un exorcismo. Una mujer que vivía con su madre y con su esposo, dijo el padre
Lasserre, había sido afligida por el demonio. Era una catecúmena, y durante
varios meses se mostró muy devota y todo marchó perfectamente hasta que el
demonio lanzó ese… ese asalto contra su alma. El padre Lasserre visitó a la
mujer, la examinó y envió su informe al obispo, solicitándole permiso para
exorcizarla; y ese permiso había llegado por la mañana.
»No me atreví a decir al
sacerdote que estaba errado, y que se trataba de un ataque de epilepsia. Yo
había leído algunos libros, para adquirir conocimientos médicos, y todo lo que
entonces oí pareció confirmar mi diagnóstico. Los síntomas estaban ahí, fáciles
de descifrar. ¿Qué quieren ustedes? —El padre Meuron hizo nuevamente aquel
pequeño gesto de que hablé antes—. En mi juventud, yo sabía más que todos los
Padres de la Iglesia. ¡Aquellos achaques de endemoniados no eran más que
afección al cerebro, sueños y fantasías!
»Y si los exorcismos
parecían dar resultado en esas gentes, ello era el efecto que ejercía en su
imaginación la solemnidad del rito. Nada más.
Rio con feroz ironía.
—¡Ustedes lo saben todo,
caballeros!
Mis deseos de dormir se
habían esfumado por completo. El sacerdote francés era más interesante de lo
que yo pensara. Su aparatosidad se había disipado. Su voz temblaba un poco, mientras
denunciaba su propio engreimiento, y empecé a preguntarme cómo se había
producido ese cambio en su estado de ánimo.
—Salimos aquella tarde
—dijo, retomando el hilo de su relato—. La mujer vivía en el extremo más lejano
de la isla, a un par de horas de viaje, quizá, porque el terreno era
accidentado; y mientras caminábamos por el sendero, el padre Lasserre me contó
algo más del caso.
»Al parecer, la mujer
blasfemaba. “El yo inconsciente”, pensé para mis adentros, “tal como lo ha
explicado M. Charcot. Una reafirmación del antiguo hábito de la mujer”.
»Echaba espuma por la
boca, y ponía los ojos en blanco. “Una afección cerebral”, me dije.
»Le inspiraba terror el
agua bendita; y tan fieramente se debatía, que nadie osaba echársela. “Porque
le han enseñado a tenerle miedo”, argüí.
»Y el buen padre hablaba,
mirándome de reojo a las veces, y yo sonreía para mis adentros, convencido de
que era un viejo simple, que no había estudiado los nuevos libros.
»Se tranquilizaba después
del anochecer, me dijo, y consentía en comer un poco. Casi todos sus ataques se
producían al mediodía.
»Al oírlo, sonreí
nuevamente. Yo conocía el motivo. El calor la afectaba. Era natural (lo
afirmaba la ciencia) que al caer la tarde se sosegara. Si fuese el poder de
Satanás el que la dominaba, seguramente se pondría más furiosa en la oscuridad
que en la luz. Así lo declaran las Escrituras.
»Algo de esto dije al
Padre Lasserre, como si se tratara de una pregunta, y él me miró.
»“Tal vez, hermano”, dijo,
“ella esté más cómoda en la oscuridad y tema la luz, y por eso se apacigua
cuando se pone el sol”.
»Yo torné a sonreír para
mis adentros. “¡Cuánta piedad!”, me dije. “¡Y cuánta simpleza!”.
»La casa donde vivían
aquellos tres seres estaba un poco apartada de las demás. Era una vieja barraca
a la que se habían mudado una semana antes, porque los vecinos ya no podían
soportar los gritos de la mujer. Y nosotros llegamos antes de que anocheciera.
»Era una tarde opaca,
pesada y agobiante, y al avanzar por el sendero vi, a la izquierda, entre la
maraña de árboles, la montaña humeante. Nos rodeaba un gran silencio, no se
agitaba el viento, y cada hoja se recortaba en acero contra el cielo colérico.
»Luego vimos el techo del
cobertizo, allá abajo, y una nubecita de humo que escapaba por un agujero, pues
no había chimenea.
»“Nos sentaremos un rato
aquí, hermano”, dijo mi amigo. “No entraremos en la casa hasta que anochezca”.
»Sacó su breviario y
empezó a rezar sus maitines y laudes, sentado en un tronco caído, al costado
del sendero.
»Todo estaba muy
silencioso en torno. Yo experimentaba terribles distracciones, porque era
hombre joven y me sentía muy excitado; y aunque estaba convencido de que no
vería otra cosa que un ataque de epilepsia, no es esta cosa agradable de ver.
Pero finalizaba mi primer nocturno cuando vi que el Padre Lasserre desviaba la
vista del libro.
»Estábamos sentados a unas
treinta yardas del techo de la cabaña, construida en una depresión del terreno,
de suerte que el techo de la misma quedaba al nivel del terreno en que nos
hallábamos sentados. Debajo, había un pequeño espacio abierto, liso, de unas
veinte yardas de ancho, y más allá se extendía nuevamente el bosque, y luego el
humo de la aldea contra el cielo. Vi, también, el brocal de un pozo, junto al
cual había un cubo; y parado junto a este un hombre, un negro, muy erguido, con
una vasija en la mano.
»Aquel sujeto se volvió en
el instante en que yo miraba en su dirección; nos vio, y dejó caer la vasija, y
yo alcancé a ver sus dientes blancos. El Padre Lasserre se incorporó y se llevó
el dedo a los labios, asintió una o dos veces con la cabeza, señaló al oeste,
donde el sol iba tocando el horizonte, y el individuo respondió, a su vez, con
un movimiento de cabeza, y se inclinó para recoger la vasija.
»La llenó con el agua del
balde y regresó a la casa.
»Miré al Padre Lasserre, y
él devolvió mi mirada. “Dentro de cinco minutos”, dijo. “Ese es el marido. ¿No
le ha visto las heridas?”.
»Sólo le había visto los
dientes, repuse, y mi amigo meneó nuevamente la cabeza y se dispuso a concluir
su nocturno.
El Padre Meuron hizo una
nueva pausa dramática. Su rostro rubicundo parecía un poco más pálido que de
costumbre a la luz de las bujías, aunque no había contado aún nada capaz de justificar
su aparente horror. Evidentemente, algo se avecinaba.
El Rector se inclinó hacia
mí y susurró, poniendo la mano a modo de pantalla, y en relación con lo que el
francés había referido minutos antes, que ningún sacerdote está autorizado a
pronunciar un exorcismo sin especial consentimiento de su obispo. Yo asentí y
le di las gracias.
Los ojos del Padre Meuron
recorrieron el círculo de oyentes con un fulgor terrible. Entrelazó las manos y
prosiguió:
—Cuando no se veía del sol
más que el rojo borde sobre el mar, bajamos a la casa. El sendero llegaba a la
altura del techo del cobertizo; después se replegaba y descendía, pasaba ante
la ventana y desembocaba frente al cobertizo.
»Al pasar frente a aquella
ventana, en pos del Padre Lasserre, que llevaba su bolsa con el oficionario y
el agua bendita, miré furtivamente, pero no vi otra cosa que el resplandor del
fuego. Y no se oía ruido alguno. Eso me pareció terrible.
»La puerta estaba cerrada
cuando llegamos, y al alzar la mano el Padre Lasserre, oyóse en el interior un
aullido de bestia.
»Llamó a la puerta, y me
miró.
»“No es más que
epilepsia”, dijo, y al decirlo sus labios se arrugaron.
El Padre Meuron se
interrumpió nuevamente y nos miró a todos con sonrisa irónica. Después
entrelazó las manos por debajo de la barbilla, como un hombre aterrorizado.
—No les diré todo lo que
vi —prosiguió— cuando encendimos la vela y la pusimos sobre la mesa; apenas les
contaré una pequeña parte. De lo contrario, queridos amigos, no tendrían buenos
sueños… como no los tuve yo aquella noche.
»Pero la mujer estaba
sentada en un rincón, junto al fuego; los brazos atados con cuerdas al respaldo
de una silla, y las piernas amarradas, también, a las patas de la misma silla.
»Caballeros, esa criatura
ya no parecía una mujer. El aullido del lobo brotaba de sus labios, pero en ese
aullido había palabras. Al principio no comprendí, hasta que empezó a hablar en
francés… y entonces sí comprendí… ¡Dios mío!
»La espuma le caía de la
boca como si fuera agua, y sus ojos… Pero ¡vamos! Yo me eché a temblar cuando
le vi los ojos, empecé a volcar el agua bendita y tuve que ponerla sobre la
mesa, junto a las velas. Había un plato de carne sobre la mesa, carnero asado
según creo, y una hogaza de pan. ¡Recuerden eso, caballeros! ¡Esa carne y ese
pan! Y parado allí, torné a decirme, como quien hace una profesión de fe, que
no era más que un caso de epilepsia, o en el peor de los casos, de locura.
»Amigos míos,
probablemente pocos de entre ustedes conozcan la fórmula del exorcismo. No
figura en el Ritual ni en el Pontifical, y yo mismo no puedo recordarla. Pero
empezaba así.
El francés se incorporó y
quedó de espaldas al fuego, con el rostro en sombra.
—El Padre Lasserre estaba
aquí, donde yo estoy, con su sobrepelliz y su estola, y yo a su lado. Ahí,
donde está mi sillón, estaba la mesa cuadrada, al alcance de la mano, con el
pan, la carne, el agua bendita y la vela. Detrás de la mesa estaba la mujer; su
esposo al lado de ella, a la izquierda, y la anciana madre ahí —señaló a la
derecha con la mano—, ¡sobre el piso! Rezando su rosario y llorando… ¡llorando!
»Cuando el Padre estuvo
dispuesto, después de decir unas palabras a los otros, me indicó por señas que
alzara nuevamente el agua bendita (en aquel instante la posesa estaba
tranquila), y la roció.
»Cuando levantó la mano,
ella alzó los ojos, y había en ellos una expresión de terror, como si fueran a
golpearla, y al caer las gotas saltó hacia adelante, y la silla saltó también.
Su marido se abalanzó sobre ella y arrastró la silla al punto de partida. Pero
¡oh, Dios mío!, era terrible verlo: sus dientes brillaban como si estuviera
sonriendo, pero las lágrimas corrían por su cara.
»Entonces ella gimió como
un niño dolorido. Como si el agua bendita la abrasara; alzó los ojos y clavó la
mirada en su hombre, como rogándole que enjugara las gotas.
»Y mientras sucedía todo
esto, yo seguía diciéndome que no era otra cosa que el terror de su mente por
el agua bendita… que era imposible que estuviese poseída por Satanás… que no
era más que locura… ¡locura y epilepsia!
»El Padre Lasserre siguió
rezando sus oraciones, y yo dije “Amén”, y después recitó un salmo (Deus in
nomine tuo salvum me fac) y después vino la primera exhortación al espíritu
impuro, ordenándole que saliera, en nombre de los Misterios de la Encarnación y
la Pasión.
»Caballeros, puedo
jurarles que entonces sucedió algo, aunque no sé exactamente qué. La confusión
se apoderó de mí, y una especie de oscuridad. No vi nada… Era como si estuviese
muerto.
El sacerdote alzó una mano
temblorosa para enjugarse la traspiración de la frente. Un profundo silencio
reinaba en el aposento. Miré a Monseñor, y vi que tenía la pipa a dos
centímetros de la boca, que sus labios colgaban flojos y laxos, y que tenía los
ojos fijos.
—Cuando recuperé la noción
de las cosas, el Padre Lasserre leía, en los Evangelios, cómo Nuestro Señor dio
autoridad a Su Iglesia para echar a los espíritus malignos; y su voz no tembló
una sola vez.
—¿Y la mujer? —exclamó la
voz ronca del Padre Brent.
—¡Ah! ¡La mujer! ¡Dios
mío! No lo sé. No la miré. Yo miraba el plato que estaba sobre la mesa; pero,
por lo menos, ella había dejado de gritar.
»Terminada la lectura de
los Evangelios, el Padre Lasserre me dio el libro.
»“¡Bah! ¡Padre!”, dijo.
“No es más que epilepsia, ¿verdad?”.
»Luego me llamó con la
mano, y lo seguí, llevando el libro, hasta que estuvimos a un paso de la mujer.
Pero yo no podía tener quieto el libro, temblaba, temblaba…
El Padre Meuron extendió
la mano.
—Temblaba así, caballeros.
»Él me arrebató el libro,
brusco y colérico.
»“Retírese”, dijo,
poniendo el libro en la mano del esposo.
»“Eso es”, dijo.
»Me refugié tras la mesa y
me apoyé en ella.
»Entonces el Padre
Lasserre… ¡Dios mío! ¡Qué coraje el de ese hombre!, colocó sus manos sobre la
cabeza de la mujer. Ella alzó los dientes para morder, pero él era demasiado
fuerte, y luego él leyó en el libro la segunda exhortación al espíritu impuro.
»“¡Ecce crucum Domini!
¡He aquí la Cruz del Señor! ¡Huid, huestes adversas! ¡El león de la tribu de
Judá ha prevalecido!”.
»Caballeros —aquí el
francés extendió las manos—, yo que estoy aquí puedo decirles que algo ocurrió,
aunque solo Dios sabe qué. Yo, solo sé esto: que cuando la mujer gritó y se
arrastró por el piso, la llama de la vela tomó por un instante el color del
humo. Me dije que era el polvo levantado por el forcejeo, el sucio aliento de
la enferma. Sí, caballeros, yo pensé lo mismo que ustedes piensan ahora. ¡Bah!
No es más que un ataque de epilepsia, ¿verdad, señores?
El viejo Rector se inclinó
hacia adelante con gesto reprobatorio, pero el francés gesticulaba y echaba
fuego por los ojos; hubo un murmullo en la sala, y el anciano sacerdote tornó a
reclinarse en su asiento, y apoyó la barbilla en la mano.
—Luego hubo una oración.
Escuché: “Oremus”, pero no me atreví a mirar a la mujer. Yo tenía los
ojos clavados en el pan y la carne; eran la única cosa limpia en aquella
habitación terrible. Susurré para mis adentros: “Pan y carne, pan y carne”.
Pensé en el refectorio de la casa misional.
Vi que las manos del
francés subían y bajaban, contraídas, y que apretaba los labios contra los
dientes para impedir que temblaran. Tragó saliva una o dos veces.
—Señores, juro por el Dios
Todopoderoso que esto es lo que vi. Yo tenía los ojos clavados en el pan y la
carne. Estaban ahí, bajo mis ojos, y sin embargo, vi también al buen Padre
Lasserre inclinarse nuevamente hacia la mujer, y comenzar: “Exorciso te…”.
»Y entonces ocurrió eso…
eso…
»El pan y la carne se
corrompieron en gusanos ante mis ojos…
El Padre Meuron se lanzó
hacia adelante, giró sobre sus talones y se desplomó en su asiento, mientras
los dos sacerdotes ingleses que estaban más cerca se incorporaban de un salto.
Pocos minutos más tarde
pudo decir que todo había terminado bien; que después de uno o dos incidentes
que me tomo la libertad de omitir, se advirtió que la mujer había recobrado el
dominio de su persona; y que el aparente paroxismo de la naturaleza que
acompañara las palabras del tercer exorcismo se desvaneció tan pronto como
había venido.
Luego fuimos a rezar las
oraciones nocturnas y fortalecernos contra el poder de las tinieblas.
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