miércoles, 3 de junio de 2020

15 El enfermo J. F. Sullivan. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO I.



15
 El enfermo
 J. F. Sullivan
Los mejores cuentos fantásticos no pertenecen a los autores más famosos (recuérdense las tibias incursiones de Dickens o Walter Scott).Donde ellos suelen fracasar, escritores más oscuros consiguen a veces dejar por lo menos un relato memorable. Quizá sea este el caso de J. F. SULLIVAN, de quien no hemos podido obtener datos biográficos. Sabemos solamente que «El Enfermo» se publicó por primera vez en 1894, en la revista londinense «Strand Magazine» —la misma que hizo célebre a Sherlock Holmes— y que Dorothy Sayers lo recogió en su antología Great Short Stories of Detection, Mystery and Horror.            
***
El único que guardaba silencio en nuestra table d’hóte era un hombre muy alto, devorado por la inquietud, que pasaba sin tocarlas la mayoría de las fuentes que se le ofrecían, y jugueteaba con las escasas migajas que comía, como si apenas advirtiera su presencia en el plato. Estaba sentado con el ceño fruncido, dolorosamente preocupado, y a todas luces sumido en sus propios pensamientos. El alemán satisfecho que estaba junto a él, acodado sobre la mesa, mondándose los dientes con una mano y llevándose con la otra a la boca grandes cucharadas de picadillo de carne, se esforzaba, en su bien masticado inglés, por hacerle intervenir en la conversación, pero su flaco interlocutor contestaba solo con monosílabos, o no daba respuesta alguna.
            Pero de pronto, mientras el alemán, con numerosos bufidos y gorgoteos, sorbía de su cuchara el helado, cuyo bol descansaba en la palma de su mano —sus codos, por supuesto, estaban siempre encima de la mesa—, el taciturno se volvió hacia él y le dijo:
            —Creo que será mejor que empiece a preparar su maleta. De lo contrario, le faltará tiempo cuando llegue el telegrama.
            —¿Telegrama? —dijo el alemán, en cuya garganta las palabras, el helado y un traga de vino disputaban la supremacía—. ¿Qué telegrama? ¿Cuál telegrama?
            —¡Oh! Sus almacenes de Hamburgo, usted sabe… el incendio… —Se interrumpió bruscamente y dijo—: ¡Ah, me olvidaba!… estaba pensando en voz alta, eso es todo.
            El alemán se atoró, tragó saliva, resopló y farfulló más que antes aún, pero su apremiante interrogatorio no obtuvo respuesta de su vecino; y por último, engullendo al mismo tiempo un higo, un trozo de queso, un mendrugo de pan y un sorbo de vino, se arrancó la servilleta del cuello y salió del comedor, tosiendo indignado.
            Al día siguiente no vi al hombre delgado. Pero a medianoche me despertaron un ruidoso pataleo y estentóreos gritos que sonaban en los corredores, seguidos de toses y estertores que se apagaron al descender la escalera, y reaparecieron en los escalones del pórtico. Era el alemán, que se marchaba en el tren nocturno. A la mañana siguiente, durante el desayuno, me enteré por el camarero de que el alemán había regresado a Hamburgo después de recibir un telegrama. Al parecer, había mostrado gran inquietud y agitación, y el botones le oyó hablar consigo mismo, muy excitado, de un incendio.
            Aquella noche, como quien cumple un deber, me encaminé al Casino; en el peristilo hallé al hombre delgado, que, con los brazos a la espalda, iba y venía muy lentamente; el cigarro que sostenía entre los dientes estaba irremediablemente apagado sin que él lo notara. Lo tiró de súbito y entró apresuradamente en el teatro; pero no parecía oír el concierto, y al cesar la música se incorporó, murmurando:
            —¡Vamos a ver cómo pierde sus siete mil libras ese pobre diablo!
            Se acercó febril a las mesas y fue rectamente a la segunda de la derecha, donde uno de los jugadores apostaba pequeñas pilas de monedas de oro… veinte pilas en cada tiro. En aquel momento acababa de ganar con la pila más alta, acertando un pleno, y de ese modo había aumentado considerablemente sus anteriores ganancias.
            —Yo le aconsejaría que dejase de jugar ahora —dijo el hombre delgado, parándose junto a la silla del jugador; pero este se limitó a mirarlo fijamente y siguió distribuyendo sus pilas de monedas en toda la mesa.
            —¡Hum! Nadie puede impedírselo, naturalmente —insistió el hombre delgado—. ¡Pero no diga que no le previne!
            Salió el cero; y el jugador —que desdeñaba las apuestas menores— perdió todas sus pequeñas pilas; pero siguió jugando: plenos, calles, cuadros, semiplenos; y nuevamente salió el cero, y allá se fueron sus montones de monedas. Entonces el jugador apostó una pila muy alta al cero… y el cero no salió; y así prosiguió hasta que desapareció todo su rimero de monedas, y cambió luego billete tras billete hasta que no le quedó ninguno. Entonces se incorporó lentamente, contempló con furia al hombre delgado, miró al croupier más próximo con una sonrisa espectral y desapareció (más tarde supe que había perdido siete mil libras).
            El hombre delgado comenzaba a interesarme. Colocó una moneda de cinco francos a manque, y ganó; repitió dos veces la apuesta y ganó; apostó dos veces a passe, y ganó. Quince o veinte veces jugó a color, a par o impar, y nunca dejó de ganar. Después apostó al negro las quince o veinte monedas de cinco francos que había ganado, diciéndole a un croupier:
            —Esta vez perderé —y el negro perdió. Colocó la moneda original en un pleno: el 15. Salió el 15. Dejó sobre la mesa los 175 francos que ganara y apostó su moneda de 5 francos al 9. Salió el 9.
            Los demás jugadores habían comenzado a reparar en él. Apostó discretamente al 1; varios lo siguieron y jugaron al mismo número. Salió el l. Dos veces repitió el procedimiento con otros números —y otros lo imitaron—, y esos números ganaron. Los croupiers cambiaron miradas y murmuraron unas pocas palabras entre sí. Uno de los chefs se levantó de su alta silla y se encaminó hacia el ganador con intención de hablarle; pero el ganador ya no estaba allí. Sus apuestas y ganancias, sin embargo, permanecían sobre la mesa, donde las había dejado. El chef recorrió las salas buscando al hombre delgado, pero en ninguna parte pudo hallarle. Yo lo había visto retirarse sosegadamente cuando el croupier gritó: «¡Uno!», y salir en silencio de la sala.
            A la mañana siguiente, después del desayuno, el hombre delgado estaba fumando un cigarrillo en la terraza del hotel, y una curiosidad irresistible me impulsó a hablarle.
            —Debo felicitarlo por la suerte que tuvo anoche —le dije.
            —¡Suerte, señor! —replicó el enjuto individuo sin apartar la mirada del pavimento. Su voz era sorda y en extremo dolorosa, desprovista de toda esperanza—. No es suerte, sino mala suerte… ¡condenada mala suerte, señor!
            —Ciertamente no pareció dar usted mucha importancia a su éxito, a juzgar por la manera en que abandonó sus apuestas y ganancias. Supongo que sabe usted que ganó una suma considerable, ¿verdad?
            —¿Si lo sé? Oh, perfectamente.
            —¿Y no llama suerte a eso?
            —No le llamo suerte, sencillamente porque no es suerte, y la suerte nada tiene que ver en ello —replicó el hombre delgado, mirándome lúgubremente—. Es certeza, y no otra cosa. Lamento mucho decirlo, pero sé con anticipación qué número va a salir.
            —¿Qué? ¿Siempre?
            —Siempre, sí… ¡maldito sea! ¡Esa es mi cruz, señor! ¿Cree usted que habría abandonado mi cómodo hogar para venir a mezclarme con un montón de extranjeros charlatanes, si el médico —¡un rayo lo parta!— no me lo hubiese ordenado? ¿Es eso lo que sugiere mi aspecto?
            —Bueno, no; debo admitir que no. En todo caso, confío en que su salud se restablecerá rápidamente.
            —No lo creo, señor. Cuando uno es lo bastante necio como para contraer alguna dolencia que los médicos no conocen, es difícil quitársela de encima. No me extrañaría que este malhadado conocimiento del futuro perdurase hasta que…
            —¿Conocimiento del futuro? Pero eso no puede considerarse una enfermedad…
            —¿Ah, no? ¡Ya lo creo que es una enfermedad, señor! Es anormal, ¿verdad? Bueno, lo que es anormal es una enfermedad, ¿cierto?
            —Pero —dije yo—, ¿no le parece una enfermedad extraordinariamente inusitada?
            —Por supuesto —replicó el hombre delgado—, y eso empeora las cosas.
            —Pero ¿cuál es su origen?
            —¿Cuál había de ser? Esa dolencia elegante, que hoy está tan de moda: el agotamiento nervioso. Exceso de trabajo, señor, que trae por consecuencia una sobreexcitación de los tejidos cerebrales… esa es la jerga del caso. Le digo que es una enfermedad, señor; supongo que los antiguos profetas la padecieron; de todas maneras, yo la padezco, y le aseguro que no me gusta nada. Vine aquí para ver si el cambio de aire me sanaba.
            —Le ruego que me perdone —dije—, pero su caso es tan peculiar e interesante, que me veo obligado a preguntarle cuáles fueron las primeras manifestaciones del mal.
            —¡Oh! Lo de siempre: me sentía cansado y deprimido… no podía dormir… carecía de energía… me era imposible fijar las ideas. Un día, de pronto, cuando alguien me preguntó si creía que iba a durar el buen tiempo, respondí, con gran sorpresa de mi parte: «No, mañana a las tres de la tarde comenzará a llover y seguirá lloviendo toda la noche». Yo sabía que ocurriría así, señor; y cuando mi pronóstico se cumplió, me asaltaron muy diversos sentimientos.
            »En el primer momento me sentí sorprendido, luego asustado, después satisfecho; pero al fin prevaleció el miedo. No era una sensación agradable, señor; procuré convencerme de que no era más que una fantasía; pero las cosas pasaban como yo las preveía, y me vi obligado a creer.
            »Pues bien, señor, supongo que usted pensará:
            »“¡Qué maravilloso, tener un poder semejante! ¡Qué ventaja magnífica!”. Pero ¿lo es realmente? Créame, señor, su opinión sería otra si estuviera en mi lugar. ¡Ventaja, señor! ¿Le parece una ventaja prever todas las cosas desdichadas y horribles que le van a ocurrir a uno dentro de varios años, quizá, y aguardarlas y pensar continuamente en ellas hasta que ocurran? Es malo recordar una pasada desdicha cuando sus consecuencias aún persisten, pero muchísimo peor es verla anticipadamente, ¡verla crecer y crecer como un tren expreso que avanza desde lejos para aplastarlo a uno como una mosca!
            »¿Cómo? ¿Qué dice usted? ¿Que esa enfermedad tiene ciertas ventajas prácticas? Pero ¿de qué sirven, señor, cuando uno sabe todo lo que va a pasarle? Yo no quiero riquezas, señor; si las tuviera, no sabría qué hacer con ellas. Tengo lo suficiente para satisfacer todas mis necesidades: y tampoco quiero poder, señor, ni influencia; quiero estar tranquilo y vivir la vida, ¿y cómo diablos puede estar tranquilo y vivir la vida un hombre afligido por el don de la profecía? Le aseguro que mi conocimiento del futuro es como una pesadilla; y me torna maligno y vengativo; la única aplicación interesante que hallo a mi dolencia es preocupar a la gente hasta hacerle perder el seso. Usted, señor, por ejemplo, se sentiría muy incómodo —y es poco decir— si yo le contara lo que va a sucederle dentro de unos tres años. Pero de eso le haré gracia; y ya tiene motivo para estarme muy agradecido.
            Traté de sonreír con divertida incredulidad, pero no pude lograrlo. Ladeé levemente mi sombrero e hice dar un alegre brinco a mi cigarro, para demostrar mi indiferencia; pero pronto volví a enderezar aquel, y permití que el cigarro volviera a su seria posición acostumbrada. Di la espalda al hombre delgado y entré en la sala de lectura; tomé un ejemplar del Galignami, y me senté; y tardé cinco minutos en comprender que sostenía el periódico al revés.
            Entonces me levanté abruptamente, me dirigí de nuevo hacia el hombre delgado, y mirándolo con fijeza le dije:
            —Le agradeceré que me diga… —pero al llegar a la última palabra mi voz pareció a punto de extinguirse, y concluí de este modo—:… la hora.
            El hombre delgado sonrió de un modo mefistofélico: sabía perfectamente que yo no había ido a preguntarle la hora. Con súbita y violenta resolución de no hacer el tonto, comencé a hablar una vez más sobre lo ocurrido en la mesa de ruleta.
            —La gente del Casino —dije— estará intrigada.
            —Sí —contestó—. ¡Los administradores se están ocupando en el asunto, y parecen bastante inquietos! Uno de ellos vendrá a visitarme esta tarde para traerme un cheque por el importe de mis ganancias y preguntarme qué pienso hacer. Por supuesto, han comprendido que puedo arruinarlos si me lo propongo; pero mi conducta los ha desconcertado. Anoche, con solo quererlo, habría podido hacer saltar la banca en todas las mesas… pero no es ese mi propósito. Quiero fastidiarlos. Si es usted un hombre curioso, le invito a presenciar la entrevista.
            Acepté ansiosamente… Cualquier cosa, con tal de distraerme. Después del almuerzo acompañé al hombre delgado a su cuarto y quince minutos más tarde vino el camarero para anunciar que un caballero deseaba hablarle.
            —Hágalo subir —dijo. El visitante entró.
            —¿Usted está ansioso… muy ansioso por conversar conmigo? —dijo el hombre delgado sentándose cómodamente en su sillón—. Le escucho, pues; mi amigo, aquí presente, no nos estorba; puede hablar libremente en su presencia.
            El visitante titubeó, y por fin dijo:
            —He traído a Monsieur las ganancias que olvidó anoche en la mesa. Este cheque…
            —¡Ah, muchas gracias! —dijo el hombre delgado—, pero en este momento no lo necesito. Si quiere usted guardármelo… o, mejor aún, destinarlo a beneficio de los pobres de los alrededores… ¿eh?
            El alto empleado del Casino parecía azorado y se pasaba los dedos por la barba. Hubo un silencio, embarazoso para el funcionario; el hombre delgado, en cambio, se esforzaba por reprimir una sonrisa.
            —¿Monsieur se propone quedarse mucho tiempo en Montecarlo? —preguntó el alto empleado, muy incómodo.
            —Pues… Aún no lo he decidido, en realidad —repuso alegremente el hombre delgado.
            —¡Ah! Entonces… ¿Monsieur se propone hacernos el honor de visitar nuevamente nuestras mesas?
            —Bueno, tampoco me he trazado ningún plan sobre ese particular.
            El alto empleado seguía acariciándose la barba con los dedos, desolado; la expresión de ansiedad de su rostro era evidente y dolorosa. Miró primero al hombre delgado y después a mí.
            Monsieur podría… este… ¿quizá estaría dispuesto a aceptar un pequeño convenio con respecto a su partida? —dijo por fin y con voz un tanto ronca—. La administración siempre es liberal y…
            —Oh, no necesito dinero —respondió jovialmente el hombre delgado—. Ya lo habrán adivinado ustedes anoche, cuando abandoné mis ganancias.
            —¡Eso es cierto, a fe mía! —dijo el funcionario—. Pero la verdad es que… Monsieur parece gozar de muy buena estrella… una chance extraordinaria…
            —Suerte, quiere decir usted, por supuesto. Pero no se trata de suerte, mi querido señor; es, simplemente, conocimiento del futuro… Eso es todo. ¿Quiere tener la bondad de clavar la mirada en la esquina de esa casa de la costanera? Yo le diré quiénes van a pasar por ahí antes de que aparezcan. Un hombre gordo con abrigo pardo… ahí lo tiene usted; tres señoras y un perrito… ahí están; un policía y un gendarme, llevando un paquete blanco; un perro blanco; ahora pasará una mujer con una gran cesta.
            No había la menor posibilidad de que el hombre delgado pudiera ver a los peatones antes de que aparecieran por detrás de la casa. El alto empleado del Casino palideció y se rascó la nariz.
            —Ya ve usted —prosiguió el hombre delgado— que no es «suerte». ¡Diablos, ojalá lo fuese! Bueno, quizá se le haya ocurrido a usted que puedo predecir cada uno de los lances de las salas de juego —clavaba los ojos centelleantes en el funcionario (cuyo rostro parecía más alargado por la consternación que reflejaba), y parecía sonreír interiormente mientras hablaba—, que puedo comunicar ese conocimiento a otros… a todos los concurrentes a las salas de juego… ¿no es así? Podría hacer saltar la banca de todas las mesas, todos los días, hasta que ustedes se vieran obligados a cerrar el negocio; piense en eso, mi querido señor… ¡cállese! Podría barrer con todo, sin más trámite; ¡saque usted la cuenta! ¿O ya lo ha hecho?
            Era indudable que el alto empleado lo había hecho; estaba mortalmente pálido, y sus ojos parecían los de un loco; el hombre delgado, entretanto, sonreía alegremente, erguido en su silla, y no le quitaba la mirada de encima.
            —Pero… indudablemente… Monsieur… mon Dieu… ¿Monsieur es tan duro de corazón como para trazarse un plan tan terrible? ¿Hemos ofendido a Monsieur de algún modo? Estamos a las órdenes de Monsieur. Cualquier cosa que podamos hacer para serle gratos… cualquier cosa… ¡estamos a su disposición! ¿Monsieur querría aceptar una participación en la empresa… una participación muy grande? ¿Una cuarta parte… la mitad? ¿Monsieur nos hará el honor de integrar la administración?
            El hombre delgado sonrió suavemente.
            —¡Oh, cielos, no! —dijo, complacido—. No tengo ambiciones en ese sentido. Realmente, aún no tengo un plan definido. Quizá me divierta en las mesas —el alto empleado hizo una mueca, y sus dientes castañetearon—, quizá nunca vuelva a entrar allí. Solo Dios lo sabe.
            —Pero, por lo menos, ¿Monsieur me hará su promesa de abstenerse de comunicar sus terribles predicciones a otras personas… a la multitud? ¿Tendrá la bondad de prometerme que…?
            —Oh, en realidad no puedo prometerle nada. ¿Por qué habría de hacerlo?
            —Pero, reflexione usted… Usted no nos odia, ¿verdad, Monsieur?
            —Oh, no, Dios mío —dijo, muy satisfecho, el hombre delgado—. En absoluto. Ustedes me han entretenido gratuitamente con espléndidos conciertos y cosas parecidas. La administración me inspira simpatía. Cualquier cosa que yo haga, tendrá el único propósito de divertirme… Claro está que las consecuencias pueden ser desastrosas para ustedes, aunque con esto no quiero decir que forzosamente han de serlo, ¿me comprende?
            El alto empleado se levantó, pálido y azorado. Se pasó la mano por la frente, húmeda de transpiración. Se encaminó a la puerta, titubeó, volvióse, después hizo una reverencia y salió lentamente.
            —La cosa atormentará a esta gente, ¿sabe usted? Estarán terriblemente preocupados, ¿verdad? Eso es lo que quiero; los dejaré perplejos… ¿comprende? Seré una espada suspendida sobre su cabeza; ¡estarán siempre temblando de miedo a que yo aparezca, a que organice una empresa para informar a los jugadores, cuáles son los números que van a ganar!
            En su rostro consumido se dibujó una sonrisa. Luego añadió:
            —A decir verdad, me iré esta noche; pero le diré al gerente del hotel que tal vez regrese muy pronto; ¡ellos lo sabrán, y se divertirán mucho!
            Aquella noche no pude cenar; después, no logré mantener mi pipa encendida; tampoco me fue posible oír el concierto del Casino; las palabras del hombre delgado, «De eso le haré gracia, y ya tiene motivo para estarme agradecido», zumbaban en mi cabeza, hasta que al fin me sentí mareado. Tres o cuatro veces me dirigí a su puerta para buscarlo y suplicarle me dijera en seguida qué era lo que me iba a ocurrir; pero no pude juntar valor para oírlo. Lo detestaba; eso, sin embargo, no remediaba nada. Por la noche se iría… ¿y yo lo dejaría ir, llevándose el secreto, para no verlo acaso nunca más? Entonces me dije: «¡No seas necio! ¡Haz de cuenta que todo esto es una estúpida impostura o un sueño!», y me desvestí y acosté; pero inmediatamente torné a levantarme y a vestirme. Él viajaría hacia el oeste, en el tren nocturno. Bajé, pagué la cuenta y ordené que cargaran mi equipaje en el ómnibus que combinaba con aquel tren.
            Sonrió nuevamente cuando me vio subir al ómnibus, y dijo:
            —Ha resuelto partir en forma muy inesperada, ¿verdad? Espero que no haya recibido ninguna mala noticia.
            En el tren abrí veinte veces la boca para preguntarle qué me ocurriría de allí a tres años, y por fin la pregunta brotó tumultuosa de mis labios.
            —Oh… ¿eso? —dijo—. ¿Aún no ha olvidado esas palabras lanzadas al azar? Oh, vamos, hay que olvidarlas; no nos preocupemos por eso. ¡Ya lo sabrá a su debido tiempo, se lo aseguro! —Sonrió y meneó varias veces la cabeza—. Ahora le diré lo que pienso hacer yo. Esto lo divertirá. En París hay un multimillonario norteamericano que se ha embarcado en tremendas operaciones financieras… Ha invertido todo su caudal en cierta especulación.
            »Supe esta noticia por una carta de un amigo mío que vive en París. El conocimiento de lo que sucede alrededor de mí en el presente solo me llega por las vías ordinarias; esta maldita enfermedad mía solo me permite ver el futuro… ¡condenada sea! Pues bien, preveo que esa operación rematará en el más espantoso desastre, a menos que el norteamericano siga determinado curso de acción; y yo le diré esto, pero no le diré cuáles son las providencias que debe adoptar… ¿comprende? ¡Le haré salir canas verdes!
            —¡Realmente es usted muy vengativo! —exclamé a pesar mío.
            Toda su expresión cambió de pronto. Pareció desfigurarse, víctima de un terror invencible.
            —Hace aproximadamente dos meses —dijo— la anticipación de lo que me ocurrirá dentro de siete años entró en mi espíritu por primera vez, como un dardo. Lo que me espera es más terrible de lo que jamás hubiera imaginado… ¡y ocurrirá! Tanto he pensado en ello estos dos últimos meses, que por momentos me pregunto si no estoy loco. Antes de esta terrible enfermedad, yo era un hombre robusto… ¡Míreme ahora!
            »Esta presciencia me ha agriado, me ha corroído. Suelo pasarme despierto la noche entera, meditando en lo que vendrá, hasta que a veces cedo al impulso de gritar.
            »Me he tornado maligno: mi única diversión es hacer sufrir a los demás un poco de lo que yo sufro. Recurro a ese entretenimiento para no pensar en mi propia angustia. Ahí tiene usted su caso, por ejemplo… eso que le ocurrirá a usted dentro de tres años, el 19 de marzo… No lo olvide… ¡el 19 de marzo! No es tan horrible como mi propio destino… ¡pero, en conciencia, mi querido señor, es lo bastante atroz como para estremecerse! No puede usted evitarlo, es indudable que ocurrirá… pero ¡vamos!, es una de esas cosas en las que más vale no insistir; olvidémosla, pues, y pasemos a otro asunto. Vea usted a ese jefe de estación, ahí parado: dentro de tres semanas le sucederá algo muy agradable; en realidad, me gustaría bajar y decírselo todo, pero no hablo muy bien el francés. Bueno, bueno, ahora lamento no saberlo; ¡qué desventaja tan grande es no saber hablar un idioma!
            Dejé que siguiera parloteando, pero sin oír lo que decía. ¿Debía negarme a conocer mi destino, descender en la primera estación y escapar precipitadamente? ¿O suplicarle que me lo dijera por el amor de Dios? ¿O quizá obligarlo a que me lo revelara, amenazando matarlo a menos que…? ¡Bah! Él sabía que yo no podía matarlo; sabía que le quedaban siete años de vida, por lo menos… hasta que le sobreviniera aquella calamidad.
            Decidí, pues, mantenerme en contacto con él; viajar con él a París, y no perderlo nunca de vista; y en Marsella nos alojamos en el mismo hotel. Le oí decir al camarero que pensaba marcharse en el tren de la noche siguiente: pero al otro día descubrí que se había ido en el tren de la mañana. Tomé el primer tren a París, y recurrí a todos los planes imaginables para encontrarlo; durante tres semanas le seguí la pista; después la perdí.
            ¡De manera, pues, que allá estaba ese 19 de marzo, para el que solo faltaban tres años, suspendido sobre mí! Luché duramente por apartar la idea de mi espíritu, ocupándome en toda clase de cosas; pero el recuerdo volvía a intervalos con tanta fuerza que durante semanas enteras no lograba conciliar el sueño por las noches. Comencé a encanecer prematuramente, y mi cara se tornó descolorida y surcada de arrugas.
            Mis amigos me dijeron que presentaba un aspecto lamentable; y mi invencible melancolía los apartaba de mi lado.
            Un día viajaba en el Ferrocarril del Distrito, frente a frente con el único ocupante del coche. Era un hombre regordete, de aspecto satisfecho; tenía un aire que me pareció familiar. De pronto comenzó a mirarme con fijeza; después una expresión de gran angustia mental pasó por su rostro.
            —¿Estuvo usted alguna vez en Montecarlo? —preguntó.
            Una convicción crecía en mi espíritu.
            —Sí —repliqué—, ¡infortunadamente para mí!
            Colocó nerviosamente su mano sobre la mía; parecía muy apiadado.
            —¿En marzo… hace dos años? —preguntó.
            —Sí… ¡maldito sea el día!
            —¿Me conoce usted? —preguntó con voz temblorosa.
            —Sí —respondí, casi a gritos, incorporándome—. Usted es el monstruo que… ¿Me dirá ahora lo que va a ocurrirme dentro de un año… el 19 de marzo?
            Guardó silencio; se pasó la mano por la frente, como esforzándose ahincadamente por recordar; y después me miró de un modo tan indefenso, tan lleno de remordimiento, tan suplicante, que sentí que mi expresión de odio mortal se mitigaba y mis puños cerrados se abrían. Volvió a poner su mano sobre la mía, y dijo con voz desfalleciente:
            —No puedo recordar nada, ninguna de las cosas que preví durante mi enfermedad. Al regresar a Londres, mi mente curó de su estado anormal, y todo el futuro se desvaneció. Recuerdo que predije algo que le ocurriría a usted en alguna fecha dada, pero eso es todo.
            Me miró y se estremeció; no era necesario que me dijese cuán cambiado me encontraba.
            —¡Haga la prueba! —dije roncamente.
            Una vez más trató de recordar… pero en vano. De pronto se me ocurrió que ahora había llegado mi oportunidad de vengarme; evidentemente había olvidado que a él también le aguardaba un horrible destino de allí a cinco años. Sonreí interiormente, con demoníaco placer, y comencé a elegir las palabras con que le recordaría la futura catástrofe… pero él seguía mirándome con aquel derrotado gesto de arrepentimiento y piedad; y me fue imposible decírselo. Se cubrió el rostro con las manos, y las lágrimas corrieron por entre sus dedos. Yo guardaba silencio.
            —¿Por qué no me mata? —dijo.
            Más tarde, animándose súbitamente, añadió:
            —Quizá esa visión del futuro no era más que una fantasía… ¡una simple alucinación mental! Seguramente… ¡es imposible que haya sido otra cosa!
            —¿Recuerda usted los números de la mesa de ruleta? —dije—. ¿Y la gente que pasaba por la rambla? ¿Y el telegrama del alemán?
            —Haré lo posible por recordar —dijo—. Día y noche trataré de recordar. Aquí tiene mi dirección… Venga a quedarse conmigo; de ese modo, si en algún momento surge el recuerdo, estará usted cerca para oírlo. ¡Qué demonio debo de haber sido por aquella época…! Quisiera saber por qué. ¿Qué pudo cambiarme de ese modo? ¡Eso era ajeno a mi naturaleza!
            Aquella era mi oportunidad para iluminarlo; pero guardé silencio.
            Hace un año que trata de recordar, incesantemente. Está otra vez devorado por la inquietud, casi tanto como cuando lo conocí.
            Los tres últimos meses he permanecido constantemente a su lado, escrutando su rostro para descubrir la primera vislumbre del recuerdo; pero en vano. Una y otra vez, en mis momentos de horror, he estado a punto de decirle cuál es el destino que a él le aguarda, dentro de cuatro años… pero no lo he hecho. A veces me siento medio loco. Estoy muy enfermo y me he convertido en un anciano de treinta y cuatro años. Él está sentado, junto a mí, sosteniéndome la mano, y me lee un libro.
            De tanto en tanto lo recorre un estremecimiento, deja de leer, se pasa la mano por el entrecejo fruncido. El sol se pone en un banco de nubes. Hoy es el 18 de marzo.






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