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El anticipador
Morley Roberts
El anticipador
Morley Roberts
MORLEY ROBERTS nació en Londres en 1857, murió en 1942. Sus andanzas en
distintos lugares del mundo —fue cowboy en los Estados Unidos, obrero
ferroviario, marinero en muchos mares— le dieron tema para un libro de
reminiscencias: The Western Avernus (1887). Publicó también numerosas
novelas, cuentos y obras teatrales. —Admitiré,
desde luego, que no se trata de un plagio —dijo ferozmente Carter Esplan—; será
el destino, el demonio, pero ¿es menos irritante por eso? ¡No, no!
Y se pasó la mano por el
cabello hasta erizarlo. Lo agitaba una febril excitación; una mancha roja ardía
en cada una de sus mejillas; se mordía el labio tembloroso.
—¡Maldito Burford, sus
padres y sus ascendientes! Las herramientas, para quien sabe manejarlas —añadió
después de una pausa durante la cual su amigo Vincent lo estudió con
curiosidad.
—La culpa es tuya, mi
querido salvaje —dijo Vincent—. Eres demasiado indolente. Recuerda, además, que
esas cosas (esas ideas, esos motivos) están en el aire. La originalidad no es
más que el arte de atrapar tempranas larvas. ¿Por qué no escribes las cosas
apenas las inventas?
—Hablas como un burgués,
como un viajante de comercio —repuso Esplan, disgustado—. ¿Por qué un manzano
no da manzanas apenas fecundadas sus llores? ¿A qué esperar el estío y las
influencias del viento y el cielo? ¿Por qué no salen polluelos de huevos recién
puestos? ¿Acaso el parto sigue inmediatamente a la concepción? ¿Y no sufrió
dolores la montaña para dar a luz un ratón? ¿Y por ventura…?
—¿… y por ventura, no
exigirán tus obras de genio una parte de la eternidad a que están destinadas?
—¡Tontería! —gruñó
Esplan—, pero tú conoces mi método. Yo capto la sugerencia, el flotante vilano
del pensamiento, tal vez el título; y luego lo dejo, quizá sin tomar una nota;
lo dejo al cerebro, a la conciencia subliminar, al yo subconsciente. El cuento
crece en la oscuridad del alma interior, perpetua e insomne. Quizá lo rechace
el tribunal artístico que en ella tiene su sede; quizá lo relegue. Yo, el yo
exterior, insignificante envoltorio de tendencias hereditarias, nada sé de él,
pero un día tomo la pluma y mi mano lo escribe. Este es el automatismo del
arte, y yo… yo no soy nada, soy apenas la última de las individualidades
ocultas en mí. ¡Quizá un tácito antecesor llega por mí a la palabra, y sin
embargo el Complejo Yo Esplan tiene que ser anticipado en esa forma!
Se incorporó y midió con
pasos irregulares el largo salón de fumar del club. Era evidente que sus
nervios estaban tensos y el desorden imperaba en su espíritu. Pero Vincent, que
era médico, veía más hondo. Esplan, en efecto, hablaba espasmódicamente y a
veces no acertaba con la palabra justa, lo que revelaba una perturbación de los
centros del habla.
«¿Será la morfina?
—pensó—. ¿La estará tomando nuevamente, y hoy le ha faltado su dosis?». Pero
Esplan estalló una vez más.
—No me importaría tanto si
Burford escribiera bien, pero no sabe escribir un cuento. Mira esa última
historia mía… es decir, suya. Yo la veía como una criatura impetuosa y
palpitante, que vibraba y cantaba, una verdadera Ménade, llena de sangre roja.
En sus manos, ni siquiera nació muerta; está diciendo a gritos que es un
muñeco, pierde el aserrín, se mueve como un maniquí, huele de lejos a cosa
fabricada. Mas ahora ya no puedo escribir ese cuento. Lo ha arruinado para
siempre. Es la tercera vez. ¡Maldito sea, y maldita mi suerte! Yo trabajo
cuando siento la necesidad de crear.
—Tomas muy en serio tu
vocación —dijo Vincent perezosamente—. Al fin y al cabo, ¿qué importa? ¿Qué son
los cuentos? ¿No son un opio para la vida de los cobardes? Preferiría inventar
algún pequeño instrumento, o construir un puente de tablas sobre un arroyo
fangoso, antes que escribir el mejor cuento del mundo.
Esplan se encaró con él.
—Bueno, bueno —dijo casi a
gritos—, el hombre que inventó el cloroformo fue grande, y quienes lo fabrican
son útiles. Lo que hacemos nosotros llámalo cloral, morfina, bromuro; lo que
quieras, pero damos alivio.
—Cuando sería mejor usar
vejigatorios…
—¡Qué estupidez! —contestó
Esplan con dureza—. En todo caso, tu charla es ociosa. Yo soy yo, los
escritores son escritores… pequeños, si quieres, pero un resultado y una
fuerza. Déjame descansar. No hables de tonterías ideales.
Pidió brandy. Después de
beberlo, su aspecto cambió un poco. Sonrió.
—Acaso no vuelva a
suceder. Si sucede, creeré que Burford se obstina en cruzarse en mi camino.
Tendré que…
—¿Eliminarlo? —preguntó
Vincent.
—No. Trabajar más rápido.
Pronto escribiré algo. Algo que indudablemente le encantaría echar a perder.
La conversación cambió y
poco después los amigos se separaron. Esplan se dirigió a su departamento de
Bloomsbury. Durante algunos minutos caminó ociosamente por la sala, pero luego
sintió en el cerebro el impulso de escribir. Le escocían los dedos, un estado
de ánimo semiautomático se apoderaba de él. Se sentó y escribió, primero
lentamente, después más rápido, y por último con furia.
Eran las tres de la tarde
cuando empezó a trabajar. A las diez seguía sentado ante el escritorio, poblado
por las cenizas de innumerables pipas. A intervalos se alisaba con las manos
húmedas los cabellos erizados. Sus ojos cambiaban como ópalos: a veces
centelleaban y casi ardían, a veces se volvían opacos. Él mismo cambiaba con
cada frase; pronunciaba en alta voz lo que escribía; cada pensamiento se
reflejaba en su rostro pálido y móvil. Reía y gemía. En el punto culminante de
su narración, le corrieron lágrimas por la cara y borraron el ya indescifrable
manuscrito. Pero a las once se levantó, rígido y tambaleante. Con dificultad
recogió del piso las páginas sin numerar, y las ordenó. Después se desplomó en
su asiento.
—¡Es bueno, es bueno!
—decía, sonriendo—. ¡Qué extraño demonio soy! Mis callados antecesores reviven
fantásticamente en mí. Es extraño, infernalmente extraño. El hombre no es más
que un micrófono, y loco por añadidura. ¿Cuánto tiempo estuve madurando esto
que acabo de escribir? El cuento es viejo y al mismo tiempo nuevo. Se lo
mandaré a Gibbon. A él le gustará. Pequeña bestia, pequeño horror, pequeño
cerdo, con un divino anillo de oro de inteligencia crítica en el sucio hocico.
Bebió medio vaso de whisky
y se echó en la cama. Su imaginación corría alocadamente.
—Mi ego está un poco
fisurado —dijo—. Debo cuidarme.
Y antes de dormirse
pronunció conscientes tonterías. Ideas incongruentes se eslabonaban en su
cerebro; se burló de la necedad de su imaginación, y sin embargo tenía miedo.
Por fin tomó morfina en una dosis tan grande, que le afectó el nervio óptico.
Relámpagos subjetivos brillaron en la oscuridad de su cuarto. Soñó con un
Burford gigantesco y brutal, que usaba un gran diamante en la pechera de la
camisa.
—Comprado merced a la
transmisión de mis pensamientos —dijo. Pero al mirarse advirtió que él tenía
una joya al más grande, y pronto su alma se disolvió en la contemplación de sus
rayos, hasta que su conciencia fue disipada por una divina absorción en el
Nirvana de la Luz.
Cuando despertó, al día
siguiente, era ya avanzada la tarde. Estaba destrozado por el trabajo de la
víspera, y aunque mucho menos irritable, caminaba con inseguridad. La molestia
de mandar su cuento a Gibbon le resultó casi insuperable; pero lo envió, y
después tomó un taxímetro que lo llevó a su club, donde permaneció varias
horas, casi en estado comatoso.
Dos días más tarde recibió
una nota del jefe de redacción. Le devolvía su cuento. Era bueno, pero…
«Hace varias semanas
Burford me envió otro con el mismo tema, y lo acepté».
Esplan golpeó contra la
repisa de la chimenea su mano delgada y blanca, haciéndola sangrar. Aquella
noche se embriagó con champaña. El espumoso vino pareció corroer, morder y
retorcer hasta el último nervio y la última célula de su cerebro. Su
irritabilidad se volvió tan extrema que se quedó al acecho de sutiles e
imaginarias ofensas, y meditó mórbidamente sobre el aspecto de inocentes
desconocidos. Pagó al camarero el doble de lo que había consumido, no porque lo
mereciera especialmente, sino porque comprendió que la menor señal de
descontento por parte de aquel hombre podría originar en él un estallido de
irreprimible cólera.
Al día siguiente se
encontró con Burford en Piccadilly, y pasó junto a él sin saludarlo, con una amarga
sonrisa.
—No me atrevo a dirigirle
la palabra —murmuró—. ¡No me atrevo…!
Y Burford, que no
alcanzaba a comprender, se sintió ultrajado. Él mismo odiaba a Esplan con el
odio de un rival que se siente desplazado y aventajado. Sabía que su trabajo
carecía de la diabólica precisión de Esplan… de la frase brillante, el toque
justo de color, el certero impulso que culmina en el final perfecto, la
convicción amarga y exacta, el conocimiento de los hombres que proviene de la
herencia, la exaltada experiencia que alega intuiciones recibidas. Era, bien lo
sabía, un exitoso fracaso, y su ambición superaba a la de Esplan. Trepador,
voraz y presumido, su vacuidad era notoria aun antes de que Esplan la pusiera
de relieve con la seguridad de su estilo.
—Él toma lo que yo hago y
lo hace mejor —repetíase Burford—. Tiene mala intención.
Y cuando Esplan publicó su
último cuento, y el mundo recordó —para olvidarla en seguida a la luz
deslumbrante de esas páginas magistrales— la fría pasta del bibelot de
Burford, este sintió que el odio crecía en su interior. Pero se contuvo
momentáneamente y siguió su camino pequeño y laborioso.
El éxito del cuento y el
amargo eclipse de Burford ayudaron mucho a Esplan, quien tal vez se habría
recobrado, de no mediar otras influencias nocivas para su vida. Entre ellas la
muerte de cierta mujer, cuya amistad con él nadie conocía. Esplan se aferró a
la morfina, que, a medida que aumentaban las dosis, lo conduciría al desastre.
Y en efecto, el desastre
se produjo, por fin. Burford hizo publicar dos cuentos, muy superiores a lo que
acostumbraba escribir, en una revista que hasta ese momento había sido
territorio exclusivo de Esplan. Eran los mismos temas que Esplan acababa de
imaginar y estaba a punto de escribir. El escozor de este último golpe lo sacó
de quicio: pensó en el asesinato; lo planeó con brutalidad, después con
sutileza, y llegó a sentirse dominado por la idea, hasta que su vida se trocó
en la flor de ese motivo insano. El hecho de que un comentarista señalara la
estrecha afinidad entre la obra de los dos escritores y, exaltando el genio de
Esplan, colocara al uno por encima de toda crítica y al otro por debajo de todo
elogio, no modificó en nada la situación.
Pero la amarga exactitud
de la crítica enloqueció a Burford. Castañeteando los dientes, detestando su
propio trabajo, odió aun más al hombre que había pulverizado su presunción.
Sentía deseos de destruir. ¿Cómo hacerlo?
Esplan llevaba una vida
subracional. Era un maniático homicida, con una víctima preseñalada. Concebía y
escribía planes. Sus cuentos eran variaciones sobre el asesinato. Imaginaba
medios de ejecutarlo, los buscaba en otros libros. A veces corría el peligro de
creer que ya había cometido el crimen. En un momento de locura estuvo a punto
de entregarse a la policía por ese asesinato anticipado. Así ardía y se
consumía su imaginación ante el sendero que se había trazado.
—Lo haré, lo haré
—murmuraba, y en el club los hombres hablaban de él.
—Mañana —dijo, pero
después lo postergó. Debía planearlo con arte. Lo dejó para que germinase en su
fértil cerebro. Y por fin, cuando ya había empezado a escribirlo, la acción,
iluminada por extrañas circunstancias, fue creciendo ante él. Ese asesinato
despertaría un mundo de resplandores, inaugurando una época en la historia del
crimen. Aun cuando el rojo planeta se viera convulsionado por las guerras, aun
entonces los demás querrían oír esa historia increíble y verdadera, penetrar en
ella, dilucidar el método y el crecimiento de los medios y el motivo. Sonreía
solo en la calle, y reía con risa aguda en su cuarto de fugaces visiones. Por
la noche transitaba las solitarias callejuelas próximas, ponderando con ansia
el borbollón de sus encontrados pensamientos; y apoyado en las rejas de
frondosos jardines, veía fantasmas en las sombras de la luna y los invitaba a
conversar. Se convirtió en un pájaro nocturno. Era raro verlo.
—Mañana —dijo por último.
Mañana daría el primer paso. Se frotó las manos y soltó a reír, ya cerca de su
casa, en una plaza solitaria, al tramar los últimos detalles sutiles que su
imaginación multiplicaba.
—¡Está bien, basta, basta!
—gritó a su fantasía enloquecida, segregada de él—. Ya está hecho.
Y las sombras que lo
rodeaban eran muy oscuras. Se volvió en dirección a su casa.
Entonces le llegó la inmortalidad
con extraño aparato. Le pareció que su alma ardiente y oprimida estallaba en su
angosto cerebro chispeando maravillosamente. Hubo alrededor un diluvio de
luces, relámpagos en un cielo rosado, un espantoso trueno. El firmamento se
abrió en un blanquísimo resplandor. Vio cosas inimaginables. Giró sobre sí
mismo, se llevó la mano a la cabeza herida y cayó pesadamente en un charco de
su propia sangre.
Y el Anticipador,
aterrorizado, huyó por una callejuela.
Notas [1] Llámanse así, en
Rusia, los religiosos de avanzada edad. <<
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