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La trama celeste
Adolfo Bioy Casares
ADOLFO
BIOY CASARES nació en Buenos Aires en 1914.
Es
autor de cuentos y novelas de género fantástico donde la perfección del
argumento se une a la sobriedad del estilo: «La Invención de Orel» (Premio
Municipal de Literatura), «El Perjurio de la Nieve», «Plan de Evasión», «La
Trama Celeste», «El Sueño de los Héroes».
Cuando
el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata,
desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas
comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente complicada y que
una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción
del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían
ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del
comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en
cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas
páginas escritas a máquina —«Las aventuras del capitán Morris»— firmadas
C. A. S. Transcribiré esas páginas:
LAS
AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS
Este
relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un
héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable
prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo
lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un
espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la busca,
interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:
Ésta
es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
Ésta
es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
Pero
la tumba de Arturo es desconocida.
También
podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el
tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la
astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados «pases», que se
emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus.
Sin
embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no tendrá los agrados de
la magia, tendrá los del método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural;
menos aún, el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.
Me
llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos
que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol
genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. «Una vez armenio,
siempre armenio». Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos
por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se
repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades,
ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada
belleza de nuestras mujeres, nos unen.
Soy,
además, hombre soltero, y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una
muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo —tranquila—
pero debo confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se
entretenía en hacer las funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria,
ella misma atendía el teléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certera
lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo apuntaba al azar de
las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y
organizaba mi vasto archivo. Tenía otra diversión no menos inocente: ir conmigo
al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.
Se
abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.
Mi
secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía,
impasible, una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los
enfermos. El joven militar se presentó sin vacilaciones —era el teniente
Kramer— y después de mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz
firme:
—¿Hablo?
—Le dije que hablara. Continuó:
—El
capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.
Tal
vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:
—A
sus órdenes.
—¿Cuándo
irá? —preguntó Kramer.
—Hoy
mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas…
—Lo
dejarán —declaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la
venia. Se retiró en el acto.
Miré
a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me
interpeló:
—¿Sabes
quién es la única persona que te interesa?
Tuve
la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina
salió del cuarto, corriendo.
Desde
hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de
llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscripta
—en griego, en latín y en español— la sentencia «Conócete a ti mismo» (nunca
sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a
través de una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos
ex libris en miles de volúmenes de mi
versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era un
metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones
postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o
egoístas.
Atendí
(confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar.
Habían
dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una
solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la
pieza ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta.
Adentro, muy cerca de la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron
jugaban al dominó.
Con
Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a
su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los
ojos azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable
patriotismo galés, una incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante
muchos años (los más felices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardes
estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las aventuras de los Mabinogion, y en seguida reponíamos
fuerzas tomando unos mates con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo;
cazaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba
cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo
iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna
vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más envejecedores
viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se
detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente
antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una
floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo con
fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no
sabemos qué decirnos.
El
país de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es
tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros.
Hasta en su apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído
sudamericano); más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo negro —muy
peinado, reluciente—, de mirada sagaz.
Al
verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado; ni siquiera en la
noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara, como para que oyeran
los que jugaban al dominó:
—Dame
esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.
Esto
me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:
—Tenemos
que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias
así —miró con gravedad a los dos hombres— prefiero callar. Dentro de pocos días
estaré en casa; entonces será un placer recibirte.
Creí
que la frase era una despedida. Morris agregó que «si no tenía apuro» me
quedara un rato.
—No
quiero olvidarme —continuó—. Gracias por los libros.
Murmuré
algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores; no
el de mandar libros a Ireneo.
Habló
de accidentes de aviación; negó que hubiera lugares —El Palomar, en Buenos
Aires; el Valle de los Reyes, en Egipto— que irradiaran corrientes capaces de
provocarlos.
En
sus labios, «el Valle de los Reyes» me pareció increíble. Le pregunté cómo lo
conocía.
—Son
las teorías del cura Moreau —repuso Morris—. Otros dicen que nos falta
disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La
aspiración del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de
las proezas de Mira, con el «Golondrina», una lata de conservas atada con
alumbres…
Le
pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo
quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.
—No
admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un
«Depuratum 6» y después un «Árnica 10000». Sos un caso típico de Árnica. No lo
olvides: dosis infinitesimales.
Me
retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres
semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá
descubra que mi sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según
nuestra costumbre, los dos viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el
tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba. Había salido, ¡había
olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!
Después
llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a
verlo cualquier tarde.
Me
recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay
naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los
peores venenos inventados por la alopatía no las abruman.
Al
entrar en esa pieza, tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría
que me sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado
y benigno, administrando con reposo los impedimenta
del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca encontré los mismos libros; los
mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que habían contemplado mi
agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared colgaba el
horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap
Rhys, conocido como «el fulgor y el poder y la dulzura de los varones del sur».
Traté
de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo
tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no
sabía qué responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita
decisión le pedí que si no le fatigaba me contara todo desde el principio.
Entonces
Ireneo Morris me relató su misteriosa historia.
Hasta
el 23 de junio pasado había sido probador de aeroplanos del ejército. Primero
cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba; últimamente había
conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar.
Me
dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había
hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su
resistencia era extraordinaria.
Tanto
había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente,
llegó a ejecutar uno solo.
Sacó
del bolsillo una libreta y en una hoja en blanca trazó una serie de líneas en
zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de
ángulos); después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle.
Declaró que yo poseía «el esquema clásico de sus pruebas».
Alrededor
del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguet: el
309 monoplaza de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente
francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante
secreto. Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes —«como lo había
hecho hoy»— y dibujó el esquema —«el mismo que yo tenía en el bolsillo»—.
Después se entretuvo en complicarlo; después —«en ese mismo escritorio donde
nosotros departíamos amigablemente»— imaginó esos agregados, los grabó en la
memoria.
El
23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris,
lluvioso. Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar.
Tuvo que esperar que lo sacaran. Caminó, para no enfermarse de frío; consiguió
que se le empaparan los pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano
de alas bajas, «nada del otro mundo, te aseguro». Lo inspeccionó someramente.
Morris me miró a los ojos y en voz baja me comunicó: «El asiento era estrecho,
notablemente incómodo». Recordó que el indicador de combustible marcaba «lleno»
y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que saludó con la
mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos metros
y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su «nuevo esquema de prueba».
Era
el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me
aseguró. Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de
pronto se le nubló la vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi
parte, olvidé el «compadrito» peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco
después de emprender los ejercicios nuevos, sintió que la vista se le nublaba;
se oyó decir «qué vergüenza, voy a perder el conocimiento»; embistió una vasta
mole oscura (quizá una nube); tuvo una visión efímera y feliz, como la visión
de un radiante paraíso… Apenas consiguió enderezar el aeroplano cuando estaba
por tocar el campo de aterrizaje.
Volvió
en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de
paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón; durante algunos segundos
creyó que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que
estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó
un rato en recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no
comprendía cómo había perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una
sola vez… De esto hablaré más adelante.
La
persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.
Dogmático
y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había
un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay
en el centro de cada hombre; y agregó algo en el sentido de que era un
infortunio encontrarla, porque el hombre siente lo decisiva que es para su
destino y la trata con temor y con torpeza, preparándose un futuro de ansiedad
y de monótona frustración. Afirmó que, para el hombre «como es debido», entre
las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni peligros. Le pregunté si la
enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró: «Es una mujer
plácida y maternal, pero bastante linda».
Continuó
su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo
una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó
frente a la máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un
oficial interrogó a Morris:
—¿Su
nombre?
No
le sorprendió esta pregunta. Pensó: «Mero formulismo». Dijo su nombre, y tuvo
el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía. Todos
los oficiales rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se
enfureció. Otro de los oficiales dijo:
—Podía
inventar algo menos increíble. —Ordenó al soldado de la máquina—: Escriba, no
más.
—¿Nacionalidad?
—Argentino
—afirmó sin vacilaciones.
—¿Pertenece
al ejército?
Tuvo
una ironía:
—Yo
soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados.
Se
rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente).
Continuó:
—Pertenezco
al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla 121.
—¿Con
base en, Montevideo? —preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.
—En
Palomar —respondió Morris.
Dio
su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día
siguiente, ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o
que simulaban dudar, quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la
tierna presión de la enfermera, lo contuvieron. Los oficiales volvieron a la
tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le
dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier cosa para que
lo dejaran en paz.
¿Qué
se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué
simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la
enfermera lo tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente.
Respondió que no tenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos
de cólera, momentos en que estaba decidido a encarar con tranquilidad la
situación, y violentas reacciones en que se negaba a «entrar en ese juego
absurdo». A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el modo con que
la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, «y no es
fea, me entendés»; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó
irritadamente qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a
declarar a alguna persona de responsabilidad.
Cuando
vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente
Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.
A
eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de
toda la vida. Morris dijo con vergüenza que «después de una conmoción, el
hombre no es el mismo» y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos.
Reconoció que se incorporó en la cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar.
Le irritó:
—Vení,
hermano.
Kramer
se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:
—Teniente
Kramer, ¿conoce usted al sujeto?
La
voz era insidiosa. Morris dice que esperó —esperó que el teniente Kramer, con
una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma—…
Kramer contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído:
—Nunca
lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto.
Le
creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre
ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la
risa franca de Kramer, y la voz de un oficial que repetía: «A mí no me
sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un descaro…».
Con
Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor
violencia. Un libro —uno de los libros que yo le habría enviado— estaba debajo
de las sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste
simuló que no se conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no
creo íntegramente. Aclaro: no dudo de su coraje; sí de su velocidad
epigramática. Los oficiales opinaron que no era indispensable llamar a Faverio,
que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una inspiración; pensó que si las
amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían ante el general
Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un padre, o,
más bien, como un rectísimo padrastro.
Le
contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan
ridículo en el ejército argentino.
Morris
no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido
mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, «y usted sabe cómo les
gusta agrandar los peligros y lo cavilosas que son». La otra vez la enfermera
le había tomado la mano para convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora
Morris la miró en los ojos y le preguntó el significado del complot que había
contra él. La enfermera repitió lo que había oído: su afirmación de que el 23
había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar nadie había
probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado
por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún
aeroplano del ejército argentino. «¿Me creen espía?», preguntó con
incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera
respondió: «Creen que ha venido de algún país hermano». Morris le juró como
argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada y
continuó en el mismo tono de voz: «El uniforme es igual al nuestro; pero han
descubierto que las costuras son diferentes». Agregó: «Un detalle
imperdonable», y Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se
ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en la boca y la abrazó.
A
los pocos días la enfermera le comunicó: «Se ha comprobado que diste un
domicilio falso». Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el
ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del
recuerdo, de la amnesia. Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna
experiencia pasada; no pudo precisarla.
La
enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos
antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que
sostenían que era argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros,
fusilarlo.
—Con
tu insistencia de que sos argentino —dijo la mujer— ayudás a los que reclaman
tu muerte.
Morris
le confesó que por primera vez había sentido en su patria «el desamparo que
sienten los que visitan otros países». Pero seguía no temiendo nada.
La
mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera:
«Aunque te parezca ridículo, me gustaba verla contenta». La mujer le pidió que
«reconociera» que no era argentino. «Fue un golpe terrible, como si me dieran
una ducha. Le prometí complacerla, sin ninguna intención de cumplir la
promesa». Opuso dificultades:
—Digo
que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración
es falsa.
—No
importa —afirmó la enfermera—. Ningún país va a reconocer que manda espías.
Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen
los partidarios del destierro, si no es demasiado tarde.
Al
otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le
dijo:
—Es
un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.
Morris
me explicó:
—No
me quedaba nada que perder…
«Para
ver lo que sucedía», le dijo al oficial:
—Confieso
que soy uruguayo.
A
la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una
estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo
y llevaba instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:
—Si
era otra mujer, la azoto.
Su
declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la
enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya
identidad no podía revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su
favor.
—Me
dijo francamente —aseguró Morris— que trató de evitar la entrevista. Temía que
yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza
que nos quedaba. Me recomendó no ser intransigente.
—El
señor no vendrá al hospital —dijo la enfermera.
—Entonces
no hay nada que hacer —respondió Morris, con alivio.
La
enfermera siguió:
—La
primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien;
irás solo.
Se
sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.
—Lo
calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la
cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el
interior de la mano, y los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me
vieran.
La
enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes
de las tres y cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito
la dirección del señor.
—¿Tenés
el papel? —le pregunté.
—Sí,
creo que sí —respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente.
Era
un papelito azul; la dirección —Márquez 6890— estaba escrita con letra femenina
y firme («del «Sacré Coeur»», declaró Morris, con inesperada erudición).
—¿Cómo
se llama la enfermera? —inquirí por simple curiosidad.
Morris
pareció incómodo. Finalmente, dijo:
—La
llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido.
Continuó
su relato:
Llegó
la noche fijada pura la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A
las doce y media resolvió salir.
Le
pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su
cuarto. El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió
libremente. Se recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor,
había visto a un cabo. Después, siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una
escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró el anillo y salió.
Tomó
un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media
hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F. C. O. y
tomaron una calle arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o
seis cuadras se detuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y
de cúpulas, entre las casas bajas del barrio, blanca en la noche.
Creyó
que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.
—¿Debías
esperar afuera o adentro? —interrogué.
El
detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia.
Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con
peces, en la que caían tres chorros de agua.
Apareció
«un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación»
y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió
a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que
era admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero
que el otro le preguntó si tenía «el anillo del convivio».
—¿El
anillo del qué?… —preguntó Morris. Y continuó explicándome—: Imaginate ¿cómo se
me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?
El
hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó:
—Muéstreme
ese anillo.
Morris
tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo.
El
hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el
relato con aquiescencia; Morris aclara: «Como una explicación más o menos
hábil, pero falsa; seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría,
finalmente, la explicación verdadera, mi confesión».
Cuando
se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la
entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él.
Al
salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la
entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un
hueco, interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos
Aires sobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a
Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la dirección de su casa: Bolívar 971.
Se
bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran
todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo.
Quiso
poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían;
pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia
—su desgracia— para dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó
ruidos que parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes —uno seco,
otro fugaz— rítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura
humana. Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos
iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente a ese hombre soñoliento y
furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando. Se dijo: «Sí, el
rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi». Ahora recordaba el nombre. Ahora,
increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre
la compró, hacía más de quince años.
Grimaldi
irrumpió:
—¿Qué
quiere?
Morris
recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las
infructuosas indignaciones de su padre, que decía «lo voy a sacar con el
carrito de la Municipalidad», y le mandaba regalos para que se fuera.
—¿Está
la señorita Carmen Soares? —preguntó Morris, «ganando tiempo».
Grimaldi
blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse
los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó
un tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: «No
me ha reconocido».
En
seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a
puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta:
«Voy a levantar una denuncia en la seccional». Se preguntó qué significaba esa
ofensiva múltiple y envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él.
Decidió consultarme.
Si
me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un
taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo
ignoraba. Morris le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de
todo: de la policía, que deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los
extranjeros, que nos cambian el país y nunca aprenden a manejar. El chofer le
propuso que tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que tomara Vélez Sársfield
hasta cruzar las vías.
Se
detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras.
Morris ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y
Luzuriaga. El chofer le dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no
existía tal pasaje. No le contestó; caminó con seguridad por Luzuriaga hacia el
sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo estrepitosamente.
Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la
comisaría.
—Además
—le dije— descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los
que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso.
—Eso
me tenía sin inquietud —respondió Morris, y continuó el relato.
Caminó
una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer
seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió
sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle
Rochadale. Tomó Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían
interrumpirse las casas, y dejar lugar al pasaje Owen. Morris sintió como la
antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron; se encontró en
Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de la
International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.
Miró
la hora; le quedaban apenas veinte minutos.
Caminó
rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso
fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso
volver al parque Pereyra; no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que
se había perdido. Vio a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El
hombre no era del barrio. Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otro
hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y
también corrió. Morris y el chofer le preguntaron a gritos si sabía dónde
estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como si creyera que lo
asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir algo más,
pero Morris lo miró amenazadoramente.
Eran
las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a
Caseros y Entre Ríos.
En
el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin
atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El
centinela no lo detuvo.
La
enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo:
—La
impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que
aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu
falta de confianza en su persona, lo ofendió.
Dudaba
de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.
La
situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero
habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.
Escribió
una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse:
dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a
preocuparse.
Idibal
visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella —«no hacia el
desagradable espía»— la promesa de que «las mejores influencias intervendrían
activamente en el asunto». El plan era que obligaran a Morris a intentar una
reproducción realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le
permitieran reproducir la prueba que, según él, había cumplido el día del
accidente.
Las
mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos
plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga
de Morris al Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las
influencias insistieron en que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del
accidente.
Idibal,
después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó
radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había
fijado para el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.
La
mujer lo miró ansiosamente y le dijo:
—Te
espero en la Colonia. En cuanto «despegues», enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés?
Lo
prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: «Me parecía que me
llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia». Ignoraba que se
despedían.
Como
estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.
—Esos
días fueron bravos —comentó—. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y
truqueando de lo lindo con los centinelas.
—Si
vos no jugás al truco —le dije.
Fue
una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.
—Bueno:
poné cualquier juego de naipes —respondió sin inquietarse.
Yo
estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían
hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local.
Continuó:
—Me
creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba
tan loco que llegué a creer que la había olvidado…
Lo
interpreté:
—¿Tratabas
de imaginar su cara y no podías?
—¿Cómo
adivinaste? —no aguardó mi contestación. Continuó el relato:
Una
mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo
esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. «Parecía un duelo
—dijo Morris—, un duelo o una ejecución». Dos o tres mecánicos abrieron el
hangar y empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, «un serio competidor del
doble-faetón, créeme».
Lo
puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al
Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo
que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la
estratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y
decirles: «Señores, esto se acabó». Por apatía dejó que los acontecimientos
siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo esquema de prueba.
Corrió
unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del
ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado,
a perder el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el
conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano.
Cuando
volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto
alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que
estaba detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era
una alucinación.
Completé
su pensamiento:
—Una
alucinación que tenías en el instante de despertar.
Supo
que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres
o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo
accidente lo avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado
hasta el Uruguay.
Reflexionó:
«Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días».
Lo
atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.
Idibal
no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. «Me
creerás loco —me dijo—. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que
sabía la historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme».
Le
pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después
(pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara
tanto) volvió; el jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna
persona de ese nombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo había dejado el
empleo. El practicante volvió a la madrugada y le dijo que el jefe de personal
ya se había retirado.
Soñaba
con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla.
Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella.
Le
dijeron que ninguna persona llamada Idibal «trabajaba ni había trabajado en el
establecimiento».
La
nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección
«Al margen de los deportes y el turf» le interesaba. «Me dio la loca y pedí los
libros que me mandaste». Le respondieron que nadie le había mandado libros.
(Estuve
a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado
nada).
Pensó
que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por
eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le
dijeron que era tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche
atroz y vastísima, pensando que nunca le traerían el anillo…
—Pensando
—agregué— que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal.
—No
pensé en eso —afirmó honestamente—. Pero pasé la noche como un desequilibrado.
Al otro día me trajeron el anillo.
—¿Lo
tenés? —le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.
—Sí
—respondió—. En lugar seguro.
Abrió
un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía
una vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve
en colores: un busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se
trataba de la efigie de alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en
la materia, me atrevo a afirmar que ese anillo era una pieza de valor.
Una
mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una mesa.
El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó
sobre la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a
escribir. Un oficial dictó: «Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina;
regimiento: tercero; escuadrilla: novena; base: El Palomar».
Le
pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran
el nombre; esta era una segunda declaración; «sin embargo —me dijo— se notaba
algún progreso»; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su
regimiento, a su escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron
cuál fue su paradero desde el 23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde
había dejado el Breguet 304 («El número no era 304 —aclaró Morris—. Era 309»;
este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine… Cuando dijo
que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23 ocurrió en El
Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo
habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle.
Pero
ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de
haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban —comprendió con
renovado furor— de haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable
conjuración continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque.
Gesticulante
y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran
sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse.
—Pensé
que la situación había mejorado —dijo—. Los traidores volvían a poner cara de
amigos.
Lo
visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no
tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: «No creo una palabra de las
acusaciones, hermano». Se abrazaron, efusivos. GAlgún día —pensó Morris—
aclararía el asunto». Le pidió a Kramer que me viera.
Me
atreví a preguntar.
—Decime
una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?
—El
título no lo recuerdo —sentenció gravemente—. En tu nota está consignado.
Yo
no le había escrito ninguna nota.
Lo
ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja
de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:
La
letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de
imprenta; éstas eran «inglesas». Leí:
Acuso
recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin
duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje «Owen» sino
en la calle Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación
con mucho interés. Por ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan
solícitas manos femeninas y dentro de poco me repondré; entonces tendré el
gusto de verlo.
Le
envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo
leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.
Me
despedí de Morris. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me
interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no
le había escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las
obras de Blanqui.
Sobre
«mi carta» debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris
felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el
«cambio» de tratamiento y no se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2)
juro que soy inocente de la frase «Acuso recibo de su atenta»; 3) en cuanto a
escribir Owen entre comillas, me asombra y lo propongo a la atención del
lector.
Mi
ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde
muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada
producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura
enciclopédica, era imprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi
vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura
francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta
y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de
Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca.
Pocos
días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había
concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de
Richet de Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la
Rocheia, de Lodge, de Hogden, de Alberto el Grande. Me interesaban
especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones; con relación
a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel Sludge Home, quien, a
instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante una
concurrencia compuesta exclusivamente de «baronets», intentó unos pases que se
emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En
cuanto a esos nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni
cadáveres, me permito dudar.
El
«misterio» de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo
ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre
temas políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan
la política y la sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que
el espíritu se adormezca en largas tendencias.
Una
madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo
borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo,
con títulos y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por
quince pesos.
En
la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído
íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es «L’Éternité par les
Astres» un poema en prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo
tomo.
En
ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris.
Fui
a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan
la calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre.
Fui
a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; había —esa tarde— una poética
luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas
y transparentes. Además la calle no está cerca de los talleres del
F. C. O. Está cerca del puente de la Noria.
Fui
a los talleres del F. C. O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan
B. Justo y Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. «Siga por
Rivadavia —me dijeron— hasta Cuzco. Después cruce las vías». Como era
previsible, allí no existe ninguna calle Márquez; la calle que Morris denomina
Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en el número 6890 —ni en el resto de
la calle— hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano; el hecho no
tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La inexistencia de
iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle es
la mencionada por Morris… Pero esto se verá después.
Hallé
también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario:
son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán.
No
tuve que visitar especialmente el pasaje Owen: vivo en él. Cuando Morris se
encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales
del barrio obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco
de la calle Perdriel.
Volví
a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle
Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía
calles de esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún
símbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le
hablaba en serio. Finalmente, me preguntó:
—¿Cómo
querés que uno se fije en esas cosas?
Le
di la razón.
—Sin
embargo, sería importante… —insistí—. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar
si junto a la cruz no había alguna figura.
—Tal
vez —murmuró—, tal vez un…
—¿Un
trapecio? —insinué—. Sí, un trapecio —dijo sin convicción.
—¿Simple
o cruzado por una línea?
—Verdad
—exclamó—. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me
acordaba nada… De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un
trapecio cruzado por una línea con puntas dobladas.
Hablaba
animadamente.
—¿Y
te fijaste en alguna estatua de santos?
—Viejo
—exclamó con reprimida impaciencia—. No me habías pedido que levantara el
inventario.
Le
dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y
que me repitiese el nombre de la enfermera.
Volví
a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría
ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me
interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a
la calle.
Me
senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:
Habrá
infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos
mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro,
lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en
un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la
misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza,
hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable
superioridad de un adjetivo feliz.
El
23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi
igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las
primeras diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una
perspicacia y una educación que Morris no poseía.
Remontó
vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el
hospital, sugiere el verano; el «calor tremendo» que lo abrumó durante los
interrogatorios, lo confirma.
Morris
da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó.
Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no
existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por
laberintos de la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen…
Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro
origen no es galés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de
ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El Carlos Alberto
Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra «Owen», porque
le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris
declaró su nombre.
Porque
no existieron allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible
Grimaldi.
La
relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció.
Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y
Hamílcar.
Alguien
preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español.
¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados
intermedios?
El
anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris
estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado,
reconoció la piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de
Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos
iguales en el museo de Lavigerie?
Además
—Idibal, o Iddibal— el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con
peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último —«horresco
referens»— están los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta
como el insaciable Moloch…
Pero
volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de
Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las
historias de estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen,
las leyendas celtas no ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos
Alberto Servian pudo adelantarse; pudo llegar antes que yo a las obras
políticas.
Estoy
orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición
de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó «L’Éternite
par les Astres». Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el
bochornoso barrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen.
Morris
fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás
vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió
sus viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra «pase», leí:
«Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se
provocan apariciones y desapariciones». Pensé que las manos tal vez no fueran
indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por
ejemplo, con aviones.
Mi
teoría es que el «nuevo esquema de prueba» coincide con algún pase (las dos
veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo).
Allí
supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su
ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma
secreta. Él no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.
Cuando
volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba
que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía
esta crueldad: «Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca
te interesaste en mí». La última línea estaba escrita con evidente saña; decía:
«Kramer se interesa en mí; soy feliz».
Tuve
un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí
a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en
su casa, pero atendido por «solícitas manos femeninas». Creo conocer su
intimidad; creo conocer esas manos.
Lo
visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar,
incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le
dije que no. Le oí hablar de la enfermera.
No
es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me
incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según
la imagen de mi «ex libris», o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me
ilusiona, tal vez, la idea de aprovechar una experiencia que el otro Servian,
en su dicha, no ha adquirido.
Pero
éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me preocupa.
Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un
modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los
jefes, la degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir.
Si
le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado.
Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la
humanidad sobre ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer,
además, que Morris tenía un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción
repugne a los sentimientos del «gentleman» (alias, infalible, del
«cambrioleur»); la conciencia del humanista la aprueba. Finalmente, me es grato
señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris está más
dispuesto a escuchar mis planes de evasión.
Nosotros,
los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo
indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar
una reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo.
C. A. S.
El
relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua
leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo
lleva, pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo
Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de
casualidad.
Desde
el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.
Un
grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera
del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.
El
3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después visitaríamos
una «fazenda» interesantísima.
Seguido
de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie de «jockey» bajó.
Era el capitán Morris.
Pagó
el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era
secretario, o sirviente, de un contrabandista.
No
acompañé a mis amigos a visitar la «fazenda». Morris me contó sus aventuras:
tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los
rivales; cruce de ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y
mujeres… Sin duda exageró su astucia y su valor. No podré exagerar su
monotonía.
De
pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a
investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.
Recogí
pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas
veces fue visto en la región, «entre principios de septiembre y fines de
diciembre». El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en
Yaguarao; después pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del
caballo.
Sin
embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y
detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares,
compañeros de armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora
capitán Kramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo atestiguan.
La
explicación es evidente:
En
varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23
de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil.
Otro, que salió de otro Buenos Aires, hizo unos «pases» con su aeroplano y se
encontró en el Buenos Aires de otro mundo (donde no existía Gales y donde
existía Cartago; donde espera Idibal). Ese Ireneo Morris subió después en el
Dewotine, volvió a hacer los «pases», y cayó en este Buenos Aires. Como era
idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron. Pero no era el
mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio, con
el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309.
Después, con el doctor Servian de acompañante, intenta los pases de nuevo y
desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la
sobrina de Servian y a la cartaginesa.
Alegar
a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue, tal
vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de
un clásico; por ejemplo: «según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre
los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales»
(Cicerón, «Primeras Académicas», II, XVII); o: «Henos aquí, en Bauli, cerca de
Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número infinito de lugares exactamente
iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos nombres, revestidas de
los mismos honores, que hayan pasado por las mismas circunstancias, y en
ingenio, en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este mismo
tema?».
Finalmente,
para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y
esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán
increíbles. Se preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y
no a otras regiones, a los mares o a los desiertos. La única respuesta que
puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi incumbencia, es que tal vez estos mundos
sean como haces de espacios y de tiempos paralelos.
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