domingo, 7 de junio de 2020

2 El pozo y el péndulo Edgar Allan Poe.ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO II



 2
 El pozo y el péndulo
 Edgar Allan Poe

 

 

            Las innumerables ediciones y estudios críticos, las imitaciones y plagio, la fama y aun la popularidad, no han bastado para anular el hecho de que EDGAR ALLAN POE (1809—1849) fue uno de los más grandes creadores americanos. La poesía le debe una renovación parcial de sus métodos y algunas líneas que han de perdurar; la novela policial, su origen mismo; el cuento, una clara delimitación de sus fines y algunos inolvidables momentos de terror y asombro. Su vida estuvo signada por la pobreza, el infortunio, el alcohol.
            Su muerte solitaria en Baltimore se agregó al misterio de su vida.
            Impia tortortum longas hic turbas furores
            Sanguinis innocui, non satiata, aluit.
            Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro,
            Mors ubi dira fuit vita salusque patent.

            (Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debía levantarse sobre el terreno del club de los Jacobinos, en París).
            Me sentía enfermo, enfermo de muerte tras aquella larga agonía, y cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, creí perder el sentido. La sentencia —la temida sentencia de muerte— fue la última frase que llegó claramente a mis oídos. Después, el sonido de las voces inquisitoriales pareció fundirse en un borroso, indefinido murmullo que suscitó en mi espíritu la idea de revolución, quizá porque la asocié, en mi fantasía, con el ruido sordo de una rueda de molino. Esto duró apenas un instante; luego no oí más nada. Durante un rato, sin embargo, seguí viendo, pero ¡con qué terrible exageración! Vi los labios de los jueces togados de negro. Me parecieron blancos —más blancos que la hoja en que trazo estas palabras— y delgados hasta lo grotesco; delgados en la intensidad de su expresión de firmeza, de inconmovible resolución, de severo desdén del dolor humano. Vi que aún fluían de esos labios los decretos de aquello que para mí era el destino. Los vi contorcerse en la modulación de palabras de muerte. Los vi formar las sílabas de mi nombre; y me estremecí, porque ningún sonido sucedía a esos gestos. Vi también, por escasos momentos de delirante horror, la suave y casi imperceptible ondulación de los tapices negros que cubrían las paredes del recinto. Y después mi mirada cayó en los siete altos cirios puestos sobre la mesa. Al principio me mostraron el semblante de la caridad, me parecieron esbeltos ángeles blancos dispuestos a salvarme; pero de pronto una náusea atroz invadió mi espíritu, y sentí que cada fibra de mi cuerpo se estremecía, como si hubiera tocado el cable de una batería galvánica, mientras las figuras angélicas se convertían en espectros sin sentido con cabezas de fuego, y comprendí que de ellos no me vendría ninguna ayuda. Y después se deslizó en mi fantasía, como una melodiosa nota musical, la idea de lo dulce que debía ser el reposo de la tumba. Esta idea vino pausada y furtiva, y me pareció que pasaba mucho tiempo antes que yo la captara totalmente; mas en el preciso instante en que mi espíritu, por fin, empezaba a experimentarla y considerarla, las figuras de los jueces se desvanecieron, como por magia; los altos cirios se disolvieron en la nada; sus llamas se extinguieron por completo; prevaleció la oscuridad; todas las sensaciones parecieron engolfarse en un tumultuoso descenso de locura, como si el alma bajara al Hades. Después el silencio, la quietud, la noche, fueron el universo.
            Me había desmayado; sin embargo, no creo haber perdido del todo la conciencia. No intentaré definir, ni aun describir, lo que de ella me restaba; pero no todo estaba perdido. En el más profundo sueño, ¡no! En el delirio, ¡no! En un desvanecimiento, ¡no! En la muerte, ¡no! Aun en la tumba, no todo está perdido. De lo contrario, no existiría la inmortalidad del hombre. Al despertar del más profundo reposo, desgarramos la telaraña de algún sueño. Sin embargo, un segundo más tarde (tan frágil puede haber sido esa red), ya no recordamos lo soñado. En el retorno a la vida, después de perder el sentido hay dos etapas: primera, la sensación de existencia mental o espiritual; segunda, la sensación de existencia física. Es probable que si al llegar a la segunda etapa pudiéramos recordar las impresiones de la primera, las halláramos elocuentes en remembranzas del abismo situado más allá. Y ese abismo es… ¿qué? ¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras de las del sepulcro? Pero si bien las impresiones de lo que he llamado la primera etapa no pueden ser recordadas a voluntad, ¿no vuelven acaso más tarde, después de largo intervalo, sin ser llamadas, y no nos preguntamos maravillados de dónde vienen? El que nunca se ha desmayado no descubre extraños palacios y rostros absurdamente familiares en el resplandor de las brasas; no ve flotando en el espacio las tristes visiones que no son dadas a los muchos; no medita en el perfume de una nueva flor; su cerebro no se siente turbado por el sentido de una melodía antes no escuchada. Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos por recordar, entre desesperadas tentativas de recoger algún testimonio de aquel estado de aparente aniquilación en que se había sumido mi alma, hubo momentos en que he creído estar a punto de lograrlo; breves, brevísimos instantes en que he conjurado recuerdos que, según lo asegura posteriormente mi razón lúcida, sólo podían referirse a aquel estado de aparente inconsciencia. Estas sombras de recuerdo hablan, indistintamente, de altas figuras que me levantaban y en silencio me llevaban abajo, abajo, más abajo, hasta que a la sola idea de lo interminable del descenso me oprimía un vértigo atroz. Hablan también de un incierto horror en el fondo de mi corazón, producido por su extraña inmovilidad. Después sobreviene una sensación de repentina quietud en todas las cosas; como si aquellos que en siniestro cortejo me llevaban hubieran sobrepasado en su descenso los límites de lo ilimitado, y descansaran de la fatiga de su tarea. Después recuerdo cierta chatura, cierta humedad, y luego todo es locura… la locura de una memoria que se afana entre cosas prohibidas.
            De pronto volvieron a mi alma el movimiento y el sonido: el tumultuoso movimiento de mi corazón, y, en mis oídos, el eco de su latir. Después una pausa en que todo queda en blanco. Y otra vez el sonido, el movimiento y el tacto: un hormigueo que me recorre todo el cuerpo. Luego la simple conciencia de existir, sin pensamiento; ese estado duró mucho. Más tarde, muy de súbito, el pensamiento, y con él un terror palpitante y ansiosos esfuerzos por comprender mi verdadera situación. Después, un vivo deseo de recaer en la insensibilidad. Luego una brusca resurrección del alma y un esfuerzo, exitoso, por moverme. Y en seguida un recuerdo total del proceso, de los jueces, de los tapices negros, de la sentencia, de mi debilidad y mi desmayo. A continuación, un olvido completo de todo lo que siguió; de todo lo que tras penosos esfuerzos he conseguido recordar vagamente un día más tarde.
            Hasta entonces no había abierto los ojos. Tenía la sensación de estar tendido de espaldas, sin ataduras. Extendí la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé así varios minutos, mientras me esforzaba por imaginar dónde estaba y qué cosa era yo. Anhelaba ver, pero no me atrevía. Temía la primera percepción de los objetos que me rodeaban, no porque imaginase ver cosas horribles, sino porque me aterraba la idea de que no hubiese nada que ver. Por fin, con salvaje desesperación, abrí los ojos. Mis peores presentimientos se confirmaron. La negrura de la noche eterna me rodeaba. Luché por respirar. La intensidad de las tinieblas parecía oprimirme sofocarme. La atmósfera era intolerablemente pesada. Permanecí inmóvil, y me esforcé por ejercitar mi razón. Recordé el proceso inquisitorial, y a partir de ese punto intenté deducir mi verdadero estado. La sentencia había sido pronunciada; y me parecía que desde entonces hubiese trascurrido un tiempo larguísimo. Sin embargo, en ningún momento me creí verdaderamente muerto. Semejante hipótesis, a pesar de cuanto se lee en las obras de ficción, es totalmente inconciliable con la existencia real; pero ¿dónde y en qué estado me hallaba? Los condenados a muerte, yo no lo ignoraba, perecían por lo general en los autos de fe, y uno de ellos se había llevado a cabo la noche misma del día en que me procesaron. ¿Acaso me habían encerrado nuevamente en mi calabozo, en espera del próximo sacrificio, que sólo se realizaría muchos meses más tarde? En seguida comprendí que no podía ser. Había una inmediata demanda de víctimas. Por otra parte, mi calabozo, así como todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía piso de piedra, y en él no faltaba por completo la luz.
            Una idea temible me lanzó de pronto la sangre en torrentes contra el corazón, y durante un breve período recaí en la insensibilidad. Al volver en mí, me incorporé de un salto, temblando convulsivamente hasta la última fibra de mi cuerpo. Extendí desesperado los brazos hacia arriba y a los costados, en todas direcciones. No toqué nada, pero temía avanzar un paso, temía encontrarme con las paredes de una tumba. De todos mis poros brotó la transpiración, concentrándose sobre mi frente en grandes gotas heladas. Aquella agonía de suspenso se volvió al fin intolerable; avancé cautelosamente, con los brazos extendidos y los ojos desorbitados por el afán de percibir algún débil rayo de luz. Así anduve varios pasos, sin hallar otra cosa que tinieblas y vacío. Respiré con más libertad. Parecía evidente, por lo menos, que no me había tocado la más atroz de las muertes.
            Mientras seguía avanzando sigilosamente, se apiñaron en mi memoria multitud de vagos rumores que había oído sobre los horrores de Toledo. Extrañas historias se contaban de los calabozos; siempre me habían parecido fábulas, pero de todas maneras eran extrañas, y demasiado atroces para repetirlas, salvo en un murmullo. ¿Me dejarían morir de hambre en aquel subterráneo mundo de tinieblas? ¿Me aguardaba acaso un destino aun más terrible? Yo conocía demasiado bien la índole de mis jueces para dudar de que el resultado final fuese otro que la muerte, y una muerte más cruel de lo habitual.
            Lo que más me preocupaba y me inquietaba era el procedimiento y la hora.
            Mis manos extendidas encontraron por fin un obstáculo sólido. Era una pared, al parecer de piedra, muy lisa, pegajosa y fría. La seguí, pisando con esa minuciosa desconfianza que he aprendido de ciertos relatos antiguos. Este procedimiento, sin embargo, no me permitía calcular las dimensiones de mi encierro, pues la pared parecía tan perfectamente uniforme que acaso sin advertirlo yo caminaría en círculos, volviendo al punto de partida. Busqué, pues, el puñal que llevaba en el bolsillo cuando fui conducido a la cámara inquisitorial, pero ya no lo tenía; habían cambiado mi ropa por un sayo de burda estameña. Yo pensaba introducir la hoja del puñal en algún pequeño resquicio de la pared, para identificar mi punto de partida. Esta dificultad, sin embargo, era trivial, aunque en el primer momento la creyera insuperable mi desordenada fantasía. Luego arranqué un jirón del ruedo de mi sayo y lo coloqué, bien extendido, formando ángulo recto con la pared. Recorriendo a tientas los límites de mi encierro, tendría que encontrar por fuerza el trozo de género al completar el circuito. Esto, por lo menos, fué lo que pensé; pero no había contado con la extensión del calabozo ni con mi propia debilidad. El terreno era húmedo y resbaloso. Avancé un trecho tambaleándome, hasta que tropecé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado; y bien pronto me sorprendió el sueño en el sitio donde había caído.
            Al despertar, estiré el brazo y hallé a mi lado un pan y un jarro con agua. Estaba demasiado extenuado para reflexionar sobre esto, bebí y comí ávidamente. Poco más tarde recomencé mi viaje en torno a la prisión y tras penosos esfuerzos llegué por fin al trozo de tela. Hasta el momento de mi caída, había contado cincuenta y dos pasos; ahora, cuarenta y ocho más. Cien en total. Calculando a razón de dos pasos por yarda, supuse que el calabozo tenía cincuenta yardas de perímetro. Sin embargo, había encontrado muchas salientes en la pared, y por lo tanto no podía adivinar la forma del subterráneo; de que era un subterráneo, estaba seguro.
            Estas búsquedas carecían casi de finalidad y, por cierto, de esperanza; pero una vaga curiosidad me inducía a proseguirlas. Apartándome de la pared, decidí cruzar el área de mi confinamiento. Al principio lo hice con suma cautela; pues el piso, aunque en apariencia sólido, era resbaladizo y traicionero. Más tarde, sin embargo, me armé de valor y no vacilé en pisar con firmeza, tratando, en lo posible, de caminar en línea recta. Había avanzado de este modo unos diez o doce pasos, cuando lo que quedaba del desgarrado ruedo de mi sayo se me enredó en las piernas. Lo pisé, y caí violentamente de bruces.
            En la confusión que siguió a mi caída, no advertí al momento una circunstancia más bien alarmante, que unos segundos más tarde, y mientras aún yacía postrado, atrajo mi atención. Consistía en lo siguiente; mi barbilla descansaba sobre el piso de la prisión, pero mis labios y la parte superior de mi cabeza, aunque aparentemente a menor nivel que la mandíbula, no tocaban nada. Al mismo tiempo, mi frente parecía bañada en un vapor pegajoso, y un peculiar olor a hongos descompuestos llegaba a mis fosas nasales. Extendí el brazo, y me estremecí al descubrir que había caído al borde mismo de un foso circular, cuya profundidad, desde luego, no podía calcular en ese momento. Tanteando los ladrillos, un poco por debajo del borde, logré arrancar un cascote y lo dejé caer al abismo. Durante muchos segundos lo oí rebotar en su descenso contra las paredes del pozo; por fin hubo una brusca zambullida en el agua, seguida de ruidosos ecos. En el mismo instante percibí un ruido semejante al de una puerta que se abriera y cerrara rápidamente sobre mi cabeza, mientras un débil rayo de luz atravesaba de súbito la oscuridad, para desvanecerse con igual rapidez.
            Vi claramente la muerte que se me había destinado, y me felicité del oportuno accidente que me permitió salvarme. Un paso más que hubiera dado antes de mi caída, habría dejado de existir para el mundo. Y la muerte que acababa de eludir tenía ese mismo carácter que yo había considerado fabuloso y antojadizo en las leyendas referentes a la Inquisición. Para las víctimas de su despotismo, elegía la muerte con sus más atroces torturas físicas, o la muerte con sus más espantosas agonías morales. A mí se me reservaban estas últimas. El largo sufrimiento había destrozado mis nervios a tal punto que temblaba al oír mi propia voz; de ese modo me había convertido en un sujeto muy apropiado para la clase de tortura que me aguardaba.
            Temblando de pies a cabeza, retrocedí a tientas hasta la pared, resuelto a perecer allí antes que afrontar los terrores de los pozos, que mi imaginación se representaba ahora múltiples y distribuidos en diversos lugares de la mazmorra. En otro estado de ánimo, quizá abría tenido valor para acabar en seguida mi infortunio, lanzándome a uno de esos abismos; pero ahora estaba convertido en el último de los cobardes. Por otra parte, no podía olvidar lo que había leído acerca de esos pozos: la extinción instantánea de la vida no formaba parte de su horrible designio.
            La agitación de mi espíritu me tuvo despierto muchas horas; mas al fin volví a quedarme dormido. Al despertar, descubrí a mi lado, como antes, un pan y un jarro de agua. Una sed ardiente me consumía; vacié el jarro de un trago. El agua debía estar narcotizada, porque apenas la bebí me asaltó un sopor irresistible. Un sueño profundo se apoderó de mí, un sueño semejante al de la muerte. Cuánto duró, no sé; pero cuando abrí nuevamente los ojos, los objetos que me rodeaban eran visibles. A la luz de un espectral resplandor sulfuroso, cuyo origen no pude en un primer momento determinar, logré ver el tamaño y el aspecto de la prisión.
            Había errado grandemente en el cálculo de su extensión. El perímetro total de sus paredes no excedía las veinticinco yardas. Durante algunos minutos esa circunstancia me deparó un mundo de vanas preocupaciones; vanas, digo, porque en la terrible situación en que me hallaba, ¿qué podía ser menos importante que las simples dimensiones de la mazmorra? Pero mi espíritu se tomaba un absurdo interés por cosas insignificantes, y así realicé laboriosos esfuerzos por explicar el error cometido en mi medición. La verdad se me apareció, por fin, en un relámpago. En mi primera tentativa de exploración, había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí; en aquel momento debía hallarme a uno o dos pasos del trozo de tela; a decir verdad, casi había completado el recorrido en torno a mi encierro. Después dormí, y al despertar debí volver sobre mis pasos. De ese modo atribuí al perímetro una longitud doble de la que realmente tenía. Mi confusión de ánimo me impidió observar que al iniciar el circuito la pared estaba a mi izquierda, mientras que al finalizarlo estaba a mi derecha.
            Me había engañado también con respecto a la forma del recinto. Al avanzar a tientas, había encontrado muchos ángulos, y por eso lo imaginé sumamente irregular; a tal extremo es poderoso el efecto de una total oscuridad sobre alguien que despierta de un letargo o del sueño. Aquellos ángulos pertenecían simplemente a algunas leves depresiones, o nichos, situados a intervalos regulares. La forma general de la prisión era cuadrada. Lo que yo había tomado por obra de albañilería parecíame ahora hierro, o algún otro metal, en grandes planchas, cuyas suturas o uniones formaban las depresiones. Toda la superficie de este recinto metálico estaba crudamente pintarrajeada con las horrendas y repulsivas invenciones a que ha dado origen la macabra superstición de los monjes. Figuras de monstruos de amenazante aspecto, formas de esqueletos y otras imágenes aun más temibles cubrían y desfiguraban las paredes. Observé que los contornos de esos engendros eran bastante nítidos, pero los colores parecían borrosos y desvaídos por efectos de la humedad. Ahora vi también el piso, que era de piedra. En el centro bostezaba el foso circular a cuyas fauces había escapado; era el único del calabozo. Vi todo esto borrosamente y tras muchos esfuerzos, pues mi situación había cambiado mucho durante el sueño. Ahora yacía de espaldas, extendido, sobre una baja plataforma de madera, a la que estaba amarrado por una larga correa semejante a una cincha. Ésta daba muchas vueltas en torno a mi cuerpo y mis extremidades, sin dejarme en libertad otra cosa que la cabeza y el brazo izquierdo en la medida necesaria para que, con mucho trabajo, pudiese tomar el alimento de un plato de barro, puesto a mi lado sobre el piso. Vi con horror que el jarro había sido retirado. Con horror, digo, porque me consumía una sed intolerable. Al parecer, mis perseguidores se proponían estimular esa sed: el alimento del plato era carne fuertemente sazonada.
            Alzando la mirada, examiné el techo de mi prisión. Estaba a unos treinta o cuarenta pies de altura, y en su construcción no se diferenciaba mucho de las paredes. En uno de sus paneles, sin embargo, una singularísima figura acaparó mi interés. Era la pintada figura del Tiempo, tal como es comúnmente representado, pero en lugar de una hoz empuñaba lo que a primera vista me pareció imagen de un péndulo enorme como los que suelen verse en los relojes antiguos. Había algo, sin embargo, en el aspecto de esa máquina, que me incitó a observarla con más atención. Y al alzar los ojos para mirarla con fijeza (pues estaba justamente sobre mí), me pareció que se movía. Un instante después esa fantasía se confirmó. Su balanceo era breve y, desde luego, lento. Estuve contemplándola unos minutos, con cierto temor, pero más bien con asombro. Cansado al fin de su monótono movimiento, volví los ojos a los demás objetos de mi prisión.
            Un leve ruido atrajo mi atención, y al mirar hacia el piso vi varias ratas enormes que lo cruzaban. Habían salido del pozo, que estaba a mi derecha, en el límite de mi campo visual. Acudían en tropel, apresuradamente, con ojos voraces, atraídas por el olor de la carne. Me costó mucho trabajo ahuyentarlas.
            Debió transcurrir media hora, acaso una —yo llevaba una cuenta muy imperfecta del tiempo— antes de que alzara nuevamente la vista. Lo que vi entonces me dejó perplejo. El balanceo del péndulo había aumentado casi en una yarda. Como consecuencia natural, su velocidad era mucho más grande. Pero lo que fundamentalmente me inquietaba era la idea de que había descendido en forma perceptible. Y ahora observé, con espanto que no necesito describir, que su extremo inferior estaba formado por una media luna de reluciente acero, de un pie de largo; las puntas estaban hacia arriba, y el borde inferior era evidentemente tan afilado como una navaja. También a semejanza de una navaja, parecía maciza y pesada, ensanchándose a partir del filo hasta convertirse en una estructura sólida y gruesa en su parte superior. Estaba suspendida de una fuerte vara de bronce, y el todo silbaba al hendir el aire. Ya no podía dudar del género de muerte que me había preparado el ingenio torturador de los monjes. Los agentes inquisitoriales me sabían enterado de la existencia del pozo —el pozo, cuyos horrores habían destinado a un hereje tan empedernido como yo—; el pozo, símbolo del infierno, que era, según los rumores, la Última Thule de todos los castigos: El más fortuito de los accidentes me había salvado de caer, y yo sabía que la sorpresa, la asechanza, formaban parte importante del aparato grotesco de esas muertes en las mazmorras. Yo no había caído. Lanzarme al abismo, no entraba en sus planes demoníacos. Por lo tanto, no habiendo otra alternativa, me aguardaba una muerte diferente y más suave.
            ¡Más suave! Casi sonreí, en mi agonía, al pensar en las circunstancias a las que aplicaba ese calificativo.
            ¿A qué relatar las largas, interminables horas de horror sobrehumano en cuyo transcurso conté las oscilaciones de la cuchilla? Bajaba cada vez más, pulgada a pulgada, línea a línea, en un descenso sólo apreciable a intervalos que parecían siglos. Pasaron días —acaso muchos días— antes de que se balanceara lo bastante cerca de mí como para abanicarme con su aliento acre. El olor del afilado acero penetraba en mi nariz. Oré, fatigué al cielo con mis plegarias, suplicando que bajara más rápido. Me volví loco, frenético, y forcejeé tratando de levantarme, de ir al encuentro de la temible cimitarra. Luego me quedé bruscamente tranquilo, sonriendo a esa muerte centelleante, como un niño ante un juguete raro.
            Hubo otro intervalo de total insensibilidad. Debió ser breve, porque cuando recobré el sentido no advertí un descenso perceptible en el péndulo. Pero quizá haya sido largo, pues había demonios que observaban mis desvanecimientos y que podían detener a voluntad la vibración del péndulo. Además, al volver en mí, me sentía indeciblemente enfermo y débil, como después de un largo período de inanición. Aun entre esas agonías, la naturaleza humana ansía un poco de alimento. Con un doloroso esfuerzo estiré el brazo izquierdo, cuanto lo permitían mis ligaduras, y me apoderé de los restos que me habían dejado las ratas. Al llevármelos a la boca, irrumpió en mi cerebro, formada a medias, una idea en que se aunaban la alegría y la esperanza. Pero en seguida comprendí que había muerto antes de formularla.que podían detener a voluntad la vibración del péndulo. Además, al volver en mí, me sentía indeciblemente enfermo y débil, como después de un largo período de inanición. Aun entre esas agonías, la naturaleza humana ansía un poco de alimento. Con un doloroso esfuerzo estiré el brazo izquierdo, cuanto lo permitían mis ligaduras, y me apoderé de los restos que me habían dejado las ratas. Al llevármelos a la boca, irrumpió en mi cerebro, formada a medias, una idea en que se aunaban la alegría y la esperanza. Pero en seguida comprendí que había muerto antes de formularla. En vano me esforcé por completarla… por recobrarla. El prolongado sufrimiento había aniquilado casi todas las potencias de mi alma. Era un imbécil, un idiota.
            El péndulo oscilaba en ángulo recto con el eje longitudinal de mi cuerpo. Advertí que se había colocado la cuchilla de manera que atravesara la zona del corazón. Primero rozaría la tela de de desgarrar aquellas paredes de hierro, durante varios minutos se limitaría a rozar mi túnica. En esa idea me detuve. No me atreví a proseguir mis reflexiones. Me demoré en ella con obstinación, como si al hacerlo pudiese detener allí el descenso del acero. Me obligué a reflexionar en el sonido de la media luna al atravesar la tela, en esa extraña sensación de temblor que produce en los nervios la fricción de la tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta que me castañetearon los dientes.
            Bajaba, incesantemente bajaba. Con frenético placer comparé su velocidad vertical con su desplazamiento horizontal. A derecha —a izquierda— a un lado —a otro— con el aullido de un espíritu maldito; hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre. Yo reía o aullaba, según predominara una de esas ideas o la otra.
            Abajo, segura, inexorablemente ¡abajo! Ya oscilaba a tres pulgadas de mi pecho. Luché violentamente, furiosamente, por liberar el brazo izquierdo, que sólo podía mover desde el codo hasta la mano Con grandes esfuerzos podía llevar ésta desde el plato puesto junto a mí hasta la boca, pero no más lejos. Si lograba romper las ligaduras que me sujetaban por encima del codo, trataría de sujetar el péndulo y detenerlo. Tanto habría valido querer sujetar un alud.
            Abajo —más abajo aún—, incesante, inevitable. A cada oscilación, contenía el aliento y forcejeaba. Cada vez que pasaba sobre mí, me encogía convulsivamente. Mis ojos seguían su ascenso con las ansias de una inútil desesperación; se cerraban espasmódicamente antes del descenso, aunque la muerte habría sido un indecible alivio. Pero aun se estremecían mis nervios al pensar cuán leve era el descenso del mecanismo que bastaría para lanzar sobre mi pecho esa hoja filosa y reluciente. Era la esperanza lo que hacía temblar mis nervios, encoger mi cuerpo. Era la esperanza —la esperanza que triunfa en el potro del tormento—, que aún en los calabozos de la Inquisición habla al oído de los condenados a muerte.
            Advertí que en diez o doce oscilaciones más la cuchilla rozaría mi ropa, y con esta seguridad entró súbitamente en mi espíritu la vigilante y aplomada calma de la desesperación. Por primera vez en muchas horas —acaso días— medité. Recordé que el vendaje o ligadura que me envolvía era de una sola pieza, formado por una sola cuerda. El primer golpe de la afilada cuchilla a través de cualquier parte de la correa la desgarraría de modo que acaso podría desahogarme de ella por medio de la mano izquierda. Pero, cuán terrible, en ese caso, la proximidad del acero. ¡Cuán mortífero el resultado de la más leve sacudida! ¿Era posible, además, que los ayudantes del verdugo no hubieran previsto y anulado esa posibilidad? ¿Era posible que la ligadura me atravesara el pecho en la trayectoria del péndulo? Temiendo ver fracasada mi última y remota esperanza, alcé la cabeza lo suficiente como para verme el pecho. Las ataduras me circundaban el cuerpo y las piernas en todas direcciones, salvo por donde debía pasar la fatal cuchilla.
            Apenas había dejado caer la cabeza a su posición primera, cuando centelleó en mi espíritu algo que sólo puedo describir adecuadamente como la no formulada mitad de aquella idea, deliberación a que antes aludí, que flotaba mutilada e indecisa en mi cerebro cuando me llevé el alimento a los labios abrasados. Ahora la idea se presentaba íntegra —débil, apenas cuerda, apenas definida—, pero íntegra. Con la nerviosa energía de la desesperación, intenté inmediatamente ponerla en práctica.
            Desde hacía muchas horas, en la vecindad inmediata de la baja plataforma donde yo estaba tendido, pululaban las ratas. Eran feroces, osadas, voraces; sus pupilas rojas me miraban centelleando. Parecían dispuestas a convertirme en su presa apenas me quedara inmóvil. ¿A qué alimento están habituadas en el pozo?, me pregunté.
            A pesar de mis esfuerzos por impedirlo, habían devorado todo el contenido del plato, salvo un pequeño residuo. Yo me había habituado a agitar la mano sobre el plato en un movimiento de vaivén; mas al fin, la inconsciente uniformidad de ese ademán anuló sus efectos. En su glotonería, llegaban las ratas a clavarme sus agudos colmillos en los dedos. Con los restos que quedaban de la carne aceitosa y condimentada, froté minuciosamente mis ligaduras, hasta donde pude alcanzarlas; después, levantando la mano del piso, me quedé inmóvil y sin respirar.
            Al principio, el cambio, la interrupción del movimiento, sorprendió y aterró a las hambrientas alimañas. Retrocedieron alarmadas; muchas buscaron el pozo. Pero esto duró sólo un momento. No en vano había contado con su voracidad. Al observar mi inmovilidad, una o dos de las más audaces saltaron a la plataforma y husmearon mis ataduras. Como si ésta fuese la señal para un ataque en masa, las demás se precipitaron desde el pozo en renovado tropel. Se encaramaron a las tablas, desbordaron la plataforma, saltaron en centenares sobre mi cuerpo. El mesurado movimiento del péndulo no las perturbaba. Eludiendo sus golpes, empezaron a atacar el untado correaje. Se apretujaban, pululaban sobre mí en montones crecientes. Se retorcían sobre mi garganta; sus labios fríos buscaban mis labios. Yo me sentía casi asfixiado por su peso multitudinario; un asco indecible me dilataba el pecho, helando, pesado y viscoso, mi corazón. Sin embargo, estaba seguro de que en un minuto más cesaría la lucha. Percibía claramente cómo se aflojaban las ataduras. Sabía que ya estaban cortadas en más de un lugar. Con resolución sobrehumana me quedé quieto.
            No había errado en mis cálculos. No había esperado en vano. Por fin me sentí libre. La correa colgaba en tiras de mi cuerpo. Pero el golpe del péndulo me pesaba ya sobre el pecho.
            Había rasgado la tela del sayo y el lino de la camisa. Osciló dos veces más y una aguda sensación de dolor recorrió todos mis nervios. Pero había llegado el momento de escapar. A un ademán mío, mis salvadoras huyeron tumultuosamente. Con un movimiento firme pero cauteloso y lateral, encogido y lento, escapé al abrazo de las ligaduras y al filo de la cimitarra. Por el momento, al menos, estaba libre.
            ¡Libre! …Y en las garras de la Inquisición. Apenas había descendido de mi lecho de horror al piso de piedra del calabozo, cuando el movimiento de la máquina infernal cesó y advertí que una fuerza invisible la izaba a través del techo. Ésta fue una lección que aprendí con desesperación. Indudablemente, se vigilaban todos mis movimientos. ¡Libre!… Sólo había escapado a la muerte, a una forma de tortura, para recaer en otra acaso peor que la muerte. Dominado por esa idea, miré nerviosamente en torno, escrutando las barreras de hierro que me circundaban. Era evidente que algo inusitado —un cambio que en el primer instante no pude advertir con claridad— había ocurrido en el recinto. Durante varios minutos de ensoñada y temblorosa abstracción, me sumí en vanas y desconectadas conjeturas. En ese período comprendí, por primera vez, el origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Procedía de una fisura, de media pulgada de ancho aproximadamente, que se extendía por todo el perímetro de la prisión, en la base de las paredes, que de ese modo parecían —y en efecto estaban— totalmente separadas del piso. Intenté, desde luego en vano, mirar a través de esa abertura.
            Al levantarme, renunciando a mi intento, el misterio de la alteración del recinto se, deshizo instantáneamente en mi inteligencia. He observado ya que si bien el contorno de las figuras de las paredes era bastante neto, sus colores parecían borrosos e indefinidos. Ahora esos colores habían asumido y seguían asumiendo un brillo intenso y alarmante, que daba a las espectrales y monstruosas imágenes un aspecto capaz de estremecer nervios aun más firmes que los míos. Ojos demoníacos, de salvaje y atroz vivacidad, aparecían en lugares donde antes no se veían, me miraban desde mil direcciones y centelleaban con el cárdeno brillo de un fuego que, por más que esforzara mi imaginación, no podía considerar irreal.
            ¡Irreal!… Casi en seguida llegaron a mis fosas nasales emanaciones de hierro recalentado. Un olor sofocante invadió la prisión. Un brillo más profundo a cada instante se asentaba en los ojos que contemplaban mi tormento. Un carmesí más intenso se difundía por las pintadas y sangrientas atrocidades de las paredes. Empecé a jadear, falto de aliento. Ya no cabía dudar de los designios de mis verdugos, los más implacables, los más demoníacos entre los hombres. Me alejé del metal incandescente, hacia el centro de la celda. Ante la idea de la ígnea destrucción que me amenazaba, el recuerdo de la frescura del pozo inundó mi alma como un bálsamo. Me precipité a su borde mortífero. Forcé mis ojos para sondear sus profundidades. El brillo del techo encendido iluminaba sus más ocultos recovecos. Sin embargo, durante un instante increíble, mi espíritu se negó a comprender el significado de lo que veía. Por fin esa visión penetró en mi alma, se hundió en ella con violencia, ardió en mi razón estremecida. ¡Ah, quién me diera una voz para narrar el horror! ¡Cualquier horror menos ése! Con un aullido huí del borde y hundí el rostro en las manos, sollozando amargamente.
            El calor aumentaba rápidamente. Una vez más alcé la vista, temblando como si fuese víctima de la fiebre. Se había producido un segundo cambio en la celda, y ahora se trataba evidentemente de un cambio de forma. Como antes, fue inútil, al principio, que tratara de percibir o comprender lo que estaba ocurriendo. Pero mis dudas no se prolongaron mucho tiempo. Mi doble escapada enardecía la venganza inquisitorial; ya no había manera de eludir al Rey de los Terrores. Hasta ese momento el recinto había sido cuadrado. Ahora advertí que dos de sus ángulos de hierro eran agudos, y los otros dos, en consecuencia, obtusos. El temible contraste aumentaba rápidamente —con un rumor sordo. Un instante más tarde la forma de la prisión se había trocado en un rombo. Pero la alteración no paraba allí, y yo ni esperaba ni deseaba que parase allí. Me sentía impulsado a apretar los rojos muros contra mi pecho, como una vestidura de paz eterna—. ¡La muerte —dije—, cualquier género de muerte menos la del pozo! ¡Necio de mí! ¿No adivinaba que el fin de esos hierros candentes era justamente empujarme hacia el pozo? ¿Podía acaso resistir su ardor?; y en el mejor de los casos, ¿podía resistir su presión? Y ahora el rombo se hacía cada vez más estrecho, con una rapidez que no me dejaba tiempo para meditaciones. Su centro, es decir su parte más ancha, estaba exactamente sobre el abismo. Retrocedí, pero las movibles paredes me empujaron irresistiblemente. Por fin ya no quedó sobre el piso de la prisión un palmo de terreno para mi cuerpo llagado y retorcido. Cesó la lucha, pero la agonía de mi alma halló desahogo en un largo, penetrante y postrer grito de desesperación. Me sentí tambalear sobre el borde… desvié la mirada…
            Entonces se oyó un murmullo discordante de voces humanas. ¡Se oyó un son estridente como el de muchos clarines! ¡Se oyó un estruendo áspero, como el de un millar de truenos! ¡Las ígneas paredes retrocedieron! Un brazo extendido aferró el mío en el instante en que caía, desvanecido, al abismo. Era el brazo del general Lasalle. El ejército francés había entrado en Toledo. La Inquisición estaba en manos de sus enemigos.

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