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El pozo y el péndulo
Edgar Allan Poe
Las
innumerables ediciones y estudios críticos, las imitaciones y plagio, la fama y
aun la popularidad, no han bastado para anular el hecho de que EDGAR ALLAN POE
(1809—1849) fue uno de los más grandes creadores americanos. La poesía le debe
una renovación parcial de sus métodos y algunas líneas que han de perdurar; la
novela policial, su origen mismo; el cuento, una clara delimitación de sus fines
y algunos inolvidables momentos de terror y asombro. Su vida estuvo signada por
la pobreza, el infortunio, el alcohol.
Su
muerte solitaria en Baltimore se agregó al misterio de su vida.
Impia
tortortum longas hic turbas furores
Sanguinis
innocui, non satiata, aluit.
Sospite
nunc patria, fracto nunc funeris antro,
Mors
ubi dira fuit vita salusque patent.
(Cuarteto
compuesto para las puertas de un mercado que debía levantarse sobre el terreno
del club de los Jacobinos, en París).
Me
sentía enfermo, enfermo de muerte tras aquella larga agonía, y cuando por fin
me desataron y me permitieron sentarme, creí perder el sentido. La sentencia
—la temida sentencia de muerte— fue la última frase que llegó claramente a mis
oídos. Después, el sonido de las voces inquisitoriales pareció fundirse en un
borroso, indefinido murmullo que suscitó en mi espíritu la idea de revolución,
quizá porque la asocié, en mi fantasía, con el ruido sordo de una rueda de
molino. Esto duró apenas un instante; luego no oí más nada. Durante un rato,
sin embargo, seguí viendo, pero ¡con qué terrible exageración! Vi los labios de
los jueces togados de negro. Me parecieron blancos —más blancos que la hoja en
que trazo estas palabras— y delgados hasta lo grotesco; delgados en la intensidad
de su expresión de firmeza, de inconmovible resolución, de severo desdén del
dolor humano. Vi que aún fluían de esos labios los decretos de aquello que para
mí era el destino. Los vi contorcerse en la modulación de palabras de muerte.
Los vi formar las sílabas de mi nombre; y me estremecí, porque ningún sonido
sucedía a esos gestos. Vi también, por escasos momentos de delirante horror, la
suave y casi imperceptible ondulación de los tapices negros que cubrían las
paredes del recinto. Y después mi mirada cayó en los siete altos cirios puestos
sobre la mesa. Al principio me mostraron el semblante de la caridad, me
parecieron esbeltos ángeles blancos dispuestos a salvarme; pero de pronto una
náusea atroz invadió mi espíritu, y sentí que cada fibra de mi cuerpo se
estremecía, como si hubiera tocado el cable de una batería galvánica, mientras
las figuras angélicas se convertían en espectros sin sentido con cabezas de
fuego, y comprendí que de ellos no me vendría ninguna ayuda. Y después se
deslizó en mi fantasía, como una melodiosa nota musical, la idea de lo dulce
que debía ser el reposo de la tumba. Esta idea vino pausada y furtiva, y me
pareció que pasaba mucho tiempo antes que yo la captara totalmente; mas en el
preciso instante en que mi espíritu, por fin, empezaba a experimentarla y
considerarla, las figuras de los jueces se desvanecieron, como por magia; los
altos cirios se disolvieron en la nada; sus llamas se extinguieron por
completo; prevaleció la oscuridad; todas las sensaciones parecieron engolfarse
en un tumultuoso descenso de locura, como si el alma bajara al Hades. Después
el silencio, la quietud, la noche, fueron el universo.
Me
había desmayado; sin embargo, no creo haber perdido del todo la conciencia. No
intentaré definir, ni aun describir, lo que de ella me restaba; pero no todo
estaba perdido. En el más profundo sueño, ¡no! En el delirio, ¡no! En un
desvanecimiento, ¡no! En la muerte, ¡no! Aun en la tumba, no todo está perdido.
De lo contrario, no existiría la inmortalidad del hombre. Al despertar del más
profundo reposo, desgarramos la telaraña de algún sueño. Sin embargo, un
segundo más tarde (tan frágil puede haber sido esa red), ya no recordamos lo
soñado. En el retorno a la vida, después de perder el sentido hay dos etapas:
primera, la sensación de existencia mental o espiritual; segunda, la sensación
de existencia física. Es probable que si al llegar a la segunda etapa
pudiéramos recordar las impresiones de la primera, las halláramos elocuentes en
remembranzas del abismo situado más allá. Y ese abismo es… ¿qué? ¿Cómo, por lo
menos, distinguir sus sombras de las del sepulcro? Pero si bien las impresiones
de lo que he llamado la primera etapa no pueden ser recordadas a voluntad, ¿no
vuelven acaso más tarde, después de largo intervalo, sin ser llamadas, y no nos
preguntamos maravillados de dónde vienen? El que nunca se ha desmayado no
descubre extraños palacios y rostros absurdamente familiares en el resplandor
de las brasas; no ve flotando en el espacio las tristes visiones que no son dadas
a los muchos; no medita en el perfume de una nueva flor; su cerebro no se
siente turbado por el sentido de una melodía antes no escuchada. Entre
frecuentes y reflexivos esfuerzos por recordar, entre desesperadas tentativas
de recoger algún testimonio de aquel estado de aparente aniquilación en que se
había sumido mi alma, hubo momentos en que he creído estar a punto de lograrlo;
breves, brevísimos instantes en que he conjurado recuerdos que, según lo
asegura posteriormente mi razón lúcida, sólo podían referirse a aquel estado de
aparente inconsciencia. Estas sombras de recuerdo hablan, indistintamente, de
altas figuras que me levantaban y en silencio me llevaban abajo, abajo, más
abajo, hasta que a la sola idea de lo interminable del descenso me oprimía un
vértigo atroz. Hablan también de un incierto horror en el fondo de mi corazón,
producido por su extraña inmovilidad. Después sobreviene una sensación de
repentina quietud en todas las cosas; como si aquellos que en siniestro cortejo
me llevaban hubieran sobrepasado en su descenso los límites de lo ilimitado, y
descansaran de la fatiga de su tarea. Después recuerdo cierta chatura, cierta
humedad, y luego todo es locura… la locura de una memoria que se afana entre
cosas prohibidas.
De
pronto volvieron a mi alma el movimiento y el sonido: el tumultuoso movimiento
de mi corazón, y, en mis oídos, el eco de su latir. Después una pausa en que
todo queda en blanco. Y otra vez el sonido, el movimiento y el tacto: un
hormigueo que me recorre todo el cuerpo. Luego la simple conciencia de existir,
sin pensamiento; ese estado duró mucho. Más tarde, muy de súbito, el
pensamiento, y con él un terror palpitante y ansiosos esfuerzos por comprender
mi verdadera situación. Después, un vivo deseo de recaer en la insensibilidad.
Luego una brusca resurrección del alma y un esfuerzo, exitoso, por moverme. Y
en seguida un recuerdo total del proceso, de los jueces, de los tapices negros,
de la sentencia, de mi debilidad y mi desmayo. A continuación, un olvido
completo de todo lo que siguió; de todo lo que tras penosos esfuerzos he
conseguido recordar vagamente un día más tarde.
Hasta
entonces no había abierto los ojos. Tenía la sensación de estar tendido de
espaldas, sin ataduras. Extendí la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo
y duro. La dejé así varios minutos, mientras me esforzaba por imaginar dónde
estaba y qué cosa era yo. Anhelaba ver, pero no me atrevía. Temía la primera
percepción de los objetos que me rodeaban, no porque imaginase ver cosas
horribles, sino porque me aterraba la idea de que no hubiese nada que ver. Por
fin, con salvaje desesperación, abrí los ojos. Mis peores presentimientos se
confirmaron. La negrura de la noche eterna me rodeaba. Luché por respirar. La
intensidad de las tinieblas parecía oprimirme sofocarme. La atmósfera era
intolerablemente pesada. Permanecí inmóvil, y me esforcé por ejercitar mi
razón. Recordé el proceso inquisitorial, y a partir de ese punto intenté
deducir mi verdadero estado. La sentencia había sido pronunciada; y me parecía que
desde entonces hubiese trascurrido un tiempo larguísimo. Sin embargo, en ningún
momento me creí verdaderamente muerto. Semejante hipótesis, a pesar de cuanto
se lee en las obras de ficción, es totalmente inconciliable con la existencia
real; pero ¿dónde y en qué estado me hallaba? Los condenados a muerte, yo no lo
ignoraba, perecían por lo general en los autos de fe, y uno de ellos se había
llevado a cabo la noche misma del día en que me procesaron. ¿Acaso me habían
encerrado nuevamente en mi calabozo, en espera del próximo sacrificio, que sólo
se realizaría muchos meses más tarde? En seguida comprendí que no podía ser.
Había una inmediata demanda de víctimas. Por otra parte, mi calabozo, así como
todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía piso de piedra, y en él no
faltaba por completo la luz.
Una
idea temible me lanzó de pronto la sangre en torrentes contra el corazón, y
durante un breve período recaí en la insensibilidad. Al volver en mí, me
incorporé de un salto, temblando convulsivamente hasta la última fibra de mi
cuerpo. Extendí desesperado los brazos hacia arriba y a los costados, en todas
direcciones. No toqué nada, pero temía avanzar un paso, temía encontrarme con
las paredes de una tumba. De todos mis poros brotó la transpiración, concentrándose
sobre mi frente en grandes gotas heladas. Aquella agonía de suspenso se volvió
al fin intolerable; avancé cautelosamente, con los brazos extendidos y los ojos
desorbitados por el afán de percibir algún débil rayo de luz. Así anduve varios
pasos, sin hallar otra cosa que tinieblas y vacío. Respiré con más libertad.
Parecía evidente, por lo menos, que no me había tocado la más atroz de las
muertes.
Mientras
seguía avanzando sigilosamente, se apiñaron en mi memoria multitud de vagos
rumores que había oído sobre los horrores de Toledo. Extrañas historias se
contaban de los calabozos; siempre me habían parecido fábulas, pero de todas
maneras eran extrañas, y demasiado atroces para repetirlas, salvo en un
murmullo. ¿Me dejarían morir de hambre en aquel subterráneo mundo de tinieblas?
¿Me aguardaba acaso un destino aun más terrible? Yo conocía demasiado bien la
índole de mis jueces para dudar de que el resultado final fuese otro que la
muerte, y una muerte más cruel de lo habitual.
Lo
que más me preocupaba y me inquietaba era el procedimiento y la hora.
Mis
manos extendidas encontraron por fin un obstáculo sólido. Era una pared, al
parecer de piedra, muy lisa, pegajosa y fría. La seguí, pisando con esa
minuciosa desconfianza que he aprendido de ciertos relatos antiguos. Este
procedimiento, sin embargo, no me permitía calcular las dimensiones de mi
encierro, pues la pared parecía tan perfectamente uniforme que acaso sin
advertirlo yo caminaría en círculos, volviendo al punto de partida. Busqué,
pues, el puñal que llevaba en el bolsillo cuando fui conducido a la cámara
inquisitorial, pero ya no lo tenía; habían cambiado mi ropa por un sayo de
burda estameña. Yo pensaba introducir la hoja del puñal en algún pequeño
resquicio de la pared, para identificar mi punto de partida. Esta dificultad,
sin embargo, era trivial, aunque en el primer momento la creyera insuperable mi
desordenada fantasía. Luego arranqué un jirón del ruedo de mi sayo y lo
coloqué, bien extendido, formando ángulo recto con la pared. Recorriendo a
tientas los límites de mi encierro, tendría que encontrar por fuerza el trozo
de género al completar el circuito. Esto, por lo menos, fué lo que pensé; pero
no había contado con la extensión del calabozo ni con mi propia debilidad. El
terreno era húmedo y resbaloso. Avancé un trecho tambaleándome, hasta que
tropecé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado; y bien
pronto me sorprendió el sueño en el sitio donde había caído.
Al
despertar, estiré el brazo y hallé a mi lado un pan y un jarro con agua. Estaba
demasiado extenuado para reflexionar sobre esto, bebí y comí ávidamente. Poco
más tarde recomencé mi viaje en torno a la prisión y tras penosos esfuerzos
llegué por fin al trozo de tela. Hasta el momento de mi caída, había contado
cincuenta y dos pasos; ahora, cuarenta y ocho más. Cien en total. Calculando a
razón de dos pasos por yarda, supuse que el calabozo tenía cincuenta yardas de
perímetro. Sin embargo, había encontrado muchas salientes en la pared, y por lo
tanto no podía adivinar la forma del subterráneo; de que era un subterráneo,
estaba seguro.
Estas
búsquedas carecían casi de finalidad y, por cierto, de esperanza; pero una vaga
curiosidad me inducía a proseguirlas. Apartándome de la pared, decidí cruzar el
área de mi confinamiento. Al principio lo hice con suma cautela; pues el piso,
aunque en apariencia sólido, era resbaladizo y traicionero. Más tarde, sin
embargo, me armé de valor y no vacilé en pisar con firmeza, tratando, en lo
posible, de caminar en línea recta. Había avanzado de este modo unos diez o
doce pasos, cuando lo que quedaba del desgarrado ruedo de mi sayo se me enredó
en las piernas. Lo pisé, y caí violentamente de bruces.
En
la confusión que siguió a mi caída, no advertí al momento una circunstancia más
bien alarmante, que unos segundos más tarde, y mientras aún yacía postrado,
atrajo mi atención. Consistía en lo siguiente; mi barbilla descansaba sobre el
piso de la prisión, pero mis labios y la parte superior de mi cabeza, aunque
aparentemente a menor nivel que la mandíbula, no tocaban nada. Al mismo tiempo,
mi frente parecía bañada en un vapor pegajoso, y un peculiar olor a hongos
descompuestos llegaba a mis fosas nasales. Extendí el brazo, y me estremecí al
descubrir que había caído al borde mismo de un foso circular, cuya profundidad,
desde luego, no podía calcular en ese momento. Tanteando los ladrillos, un poco
por debajo del borde, logré arrancar un cascote y lo dejé caer al abismo.
Durante muchos segundos lo oí rebotar en su descenso contra las paredes del
pozo; por fin hubo una brusca zambullida en el agua, seguida de ruidosos ecos.
En el mismo instante percibí un ruido semejante al de una puerta que se abriera
y cerrara rápidamente sobre mi cabeza, mientras un débil rayo de luz atravesaba
de súbito la oscuridad, para desvanecerse con igual rapidez.
Vi
claramente la muerte que se me había destinado, y me felicité del oportuno
accidente que me permitió salvarme. Un paso más que hubiera dado antes de mi
caída, habría dejado de existir para el mundo. Y la muerte que acababa de
eludir tenía ese mismo carácter que yo había considerado fabuloso y antojadizo
en las leyendas referentes a la Inquisición. Para las víctimas de su
despotismo, elegía la muerte con sus más atroces torturas físicas, o la muerte con
sus más espantosas agonías morales. A mí se me reservaban estas últimas. El
largo sufrimiento había destrozado mis nervios a tal punto que temblaba al oír
mi propia voz; de ese modo me había convertido en un sujeto muy apropiado para
la clase de tortura que me aguardaba.
Temblando
de pies a cabeza, retrocedí a tientas hasta la pared, resuelto a perecer allí
antes que afrontar los terrores de los pozos, que mi imaginación se
representaba ahora múltiples y distribuidos en diversos lugares de la mazmorra.
En otro estado de ánimo, quizá abría tenido valor para acabar en seguida mi
infortunio, lanzándome a uno de esos abismos; pero ahora estaba convertido en
el último de los cobardes. Por otra parte, no podía olvidar lo que había leído
acerca de esos pozos: la extinción instantánea de la vida no formaba parte de
su horrible designio.
La
agitación de mi espíritu me tuvo despierto muchas horas; mas al fin volví a
quedarme dormido. Al despertar, descubrí a mi lado, como antes, un pan y un
jarro de agua. Una sed ardiente me consumía; vacié el jarro de un trago. El
agua debía estar narcotizada, porque apenas la bebí me asaltó un sopor
irresistible. Un sueño profundo se apoderó de mí, un sueño semejante al de la
muerte. Cuánto duró, no sé; pero cuando abrí nuevamente los ojos, los objetos
que me rodeaban eran visibles. A la luz de un espectral resplandor sulfuroso,
cuyo origen no pude en un primer momento determinar, logré ver el tamaño y el
aspecto de la prisión.
Había
errado grandemente en el cálculo de su extensión. El perímetro total de sus
paredes no excedía las veinticinco yardas. Durante algunos minutos esa
circunstancia me deparó un mundo de vanas preocupaciones; vanas, digo, porque
en la terrible situación en que me hallaba, ¿qué podía ser menos importante que
las simples dimensiones de la mazmorra? Pero mi espíritu se tomaba un absurdo
interés por cosas insignificantes, y así realicé laboriosos esfuerzos por
explicar el error cometido en mi medición. La verdad se me apareció, por fin,
en un relámpago. En mi primera tentativa de exploración, había contado
cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí; en aquel momento debía
hallarme a uno o dos pasos del trozo de tela; a decir verdad, casi había
completado el recorrido en torno a mi encierro. Después dormí, y al despertar
debí volver sobre mis pasos. De ese modo atribuí al perímetro una longitud
doble de la que realmente tenía. Mi confusión de ánimo me impidió observar que
al iniciar el circuito la pared estaba a mi izquierda, mientras que al finalizarlo
estaba a mi derecha.
Me
había engañado también con respecto a la forma del recinto. Al avanzar a
tientas, había encontrado muchos ángulos, y por eso lo imaginé sumamente
irregular; a tal extremo es poderoso el efecto de una total oscuridad sobre
alguien que despierta de un letargo o del sueño. Aquellos ángulos pertenecían
simplemente a algunas leves depresiones, o nichos, situados a intervalos
regulares. La forma general de la prisión era cuadrada. Lo que yo había tomado
por obra de albañilería parecíame ahora hierro, o algún otro metal, en grandes
planchas, cuyas suturas o uniones formaban las depresiones. Toda la superficie
de este recinto metálico estaba crudamente pintarrajeada con las horrendas y
repulsivas invenciones a que ha dado origen la macabra superstición de los
monjes. Figuras de monstruos de amenazante aspecto, formas de esqueletos y
otras imágenes aun más temibles cubrían y desfiguraban las paredes. Observé que
los contornos de esos engendros eran bastante nítidos, pero los colores parecían
borrosos y desvaídos por efectos de la humedad. Ahora vi también el piso, que
era de piedra. En el centro bostezaba el foso circular a cuyas fauces había
escapado; era el único del calabozo. Vi todo esto borrosamente y tras muchos
esfuerzos, pues mi situación había cambiado mucho durante el sueño. Ahora yacía
de espaldas, extendido, sobre una baja plataforma de madera, a la que estaba
amarrado por una larga correa semejante a una cincha. Ésta daba muchas vueltas
en torno a mi cuerpo y mis extremidades, sin dejarme en libertad otra cosa que
la cabeza y el brazo izquierdo en la medida necesaria para que, con mucho
trabajo, pudiese tomar el alimento de un plato de barro, puesto a mi lado sobre
el piso. Vi con horror que el jarro había sido retirado. Con horror, digo,
porque me consumía una sed intolerable. Al parecer, mis perseguidores se
proponían estimular esa sed: el alimento del plato era carne fuertemente
sazonada.
Alzando
la mirada, examiné el techo de mi prisión. Estaba a unos treinta o cuarenta
pies de altura, y en su construcción no se diferenciaba mucho de las paredes.
En uno de sus paneles, sin embargo, una singularísima figura acaparó mi
interés. Era la pintada figura del Tiempo, tal como es comúnmente representado,
pero en lugar de una hoz empuñaba lo que a primera vista me pareció imagen de
un péndulo enorme como los que suelen verse en los relojes antiguos. Había
algo, sin embargo, en el aspecto de esa máquina, que me incitó a observarla con
más atención. Y al alzar los ojos para mirarla con fijeza (pues estaba
justamente sobre mí), me pareció que se movía. Un instante después esa fantasía
se confirmó. Su balanceo era breve y, desde luego, lento. Estuve contemplándola
unos minutos, con cierto temor, pero más bien con asombro. Cansado al fin de su
monótono movimiento, volví los ojos a los demás objetos de mi prisión.
Un
leve ruido atrajo mi atención, y al mirar hacia el piso vi varias ratas enormes
que lo cruzaban. Habían salido del pozo, que estaba a mi derecha, en el límite
de mi campo visual. Acudían en tropel, apresuradamente, con ojos voraces,
atraídas por el olor de la carne. Me costó mucho trabajo ahuyentarlas.
Debió
transcurrir media hora, acaso una —yo llevaba una cuenta muy imperfecta del
tiempo— antes de que alzara nuevamente la vista. Lo que vi entonces me dejó
perplejo. El balanceo del péndulo había aumentado casi en una yarda. Como
consecuencia natural, su velocidad era mucho más grande. Pero lo que
fundamentalmente me inquietaba era la idea de que había descendido en forma
perceptible. Y ahora observé, con espanto que no necesito describir, que su
extremo inferior estaba formado por una media luna de reluciente acero, de un
pie de largo; las puntas estaban hacia arriba, y el borde inferior era
evidentemente tan afilado como una navaja. También a semejanza de una navaja,
parecía maciza y pesada, ensanchándose a partir del filo hasta convertirse en
una estructura sólida y gruesa en su parte superior. Estaba suspendida de una
fuerte vara de bronce, y el todo silbaba al hendir el aire. Ya no podía dudar
del género de muerte que me había preparado el ingenio torturador de los
monjes. Los agentes inquisitoriales me sabían enterado de la existencia del
pozo —el pozo, cuyos horrores habían destinado a un hereje tan empedernido como
yo—; el pozo, símbolo del infierno, que era, según los rumores, la Última Thule
de todos los castigos: El más fortuito de los accidentes me había salvado de
caer, y yo sabía que la sorpresa, la asechanza, formaban parte importante del
aparato grotesco de esas muertes en las mazmorras. Yo no había caído. Lanzarme
al abismo, no entraba en sus planes demoníacos. Por lo tanto, no habiendo otra
alternativa, me aguardaba una muerte diferente y más suave.
¡Más
suave! Casi sonreí, en mi agonía, al pensar en las circunstancias a las que
aplicaba ese calificativo.
¿A
qué relatar las largas, interminables horas de horror sobrehumano en cuyo
transcurso conté las oscilaciones de la cuchilla? Bajaba cada vez más, pulgada
a pulgada, línea a línea, en un descenso sólo apreciable a intervalos que
parecían siglos. Pasaron días —acaso muchos días— antes de que se balanceara lo
bastante cerca de mí como para abanicarme con su aliento acre. El olor del
afilado acero penetraba en mi nariz. Oré, fatigué al cielo con mis plegarias,
suplicando que bajara más rápido. Me volví loco, frenético, y forcejeé tratando
de levantarme, de ir al encuentro de la temible cimitarra. Luego me quedé
bruscamente tranquilo, sonriendo a esa muerte centelleante, como un niño ante
un juguete raro.
Hubo
otro intervalo de total insensibilidad. Debió ser breve, porque cuando recobré
el sentido no advertí un descenso perceptible en el péndulo. Pero quizá haya
sido largo, pues había demonios que observaban mis desvanecimientos y que podían
detener a voluntad la vibración del péndulo. Además, al volver en mí, me sentía
indeciblemente enfermo y débil, como después de un largo período de inanición.
Aun entre esas agonías, la naturaleza humana ansía un poco de alimento. Con un
doloroso esfuerzo estiré el brazo izquierdo, cuanto lo permitían mis ligaduras,
y me apoderé de los restos que me habían dejado las ratas. Al llevármelos a la
boca, irrumpió en mi cerebro, formada a medias, una idea en que se aunaban la
alegría y la esperanza. Pero en seguida comprendí que había muerto antes de
formularla.que podían detener a voluntad la vibración del péndulo. Además, al
volver en mí, me sentía indeciblemente enfermo y débil, como después de un
largo período de inanición. Aun entre esas agonías, la naturaleza humana ansía
un poco de alimento. Con un doloroso esfuerzo estiré el brazo izquierdo, cuanto
lo permitían mis ligaduras, y me apoderé de los restos que me habían dejado las
ratas. Al llevármelos a la boca, irrumpió en mi cerebro, formada a medias, una
idea en que se aunaban la alegría y la esperanza. Pero en seguida comprendí que
había muerto antes de formularla. En vano me esforcé por completarla… por
recobrarla. El prolongado sufrimiento había aniquilado casi todas las potencias
de mi alma. Era un imbécil, un idiota.
El
péndulo oscilaba en ángulo recto con el eje longitudinal de mi cuerpo. Advertí
que se había colocado la cuchilla de manera que atravesara la zona del corazón.
Primero rozaría la tela de de desgarrar aquellas paredes de hierro, durante
varios minutos se limitaría a rozar mi túnica. En esa idea me detuve. No me
atreví a proseguir mis reflexiones. Me demoré en ella con obstinación, como si
al hacerlo pudiese detener allí el descenso del acero. Me obligué a reflexionar
en el sonido de la media luna al atravesar la tela, en esa extraña sensación de
temblor que produce en los nervios la fricción de la tela. Pensé en todas estas
frivolidades hasta que me castañetearon los dientes.
Bajaba,
incesantemente bajaba. Con frenético placer comparé su velocidad vertical con
su desplazamiento horizontal. A derecha —a izquierda— a un lado —a otro— con el
aullido de un espíritu maldito; hacia mi corazón, con el paso sigiloso del
tigre. Yo reía o aullaba, según predominara una de esas ideas o la otra.
Abajo,
segura, inexorablemente ¡abajo! Ya oscilaba a tres pulgadas de mi pecho. Luché
violentamente, furiosamente, por liberar el brazo izquierdo, que sólo podía
mover desde el codo hasta la mano Con grandes esfuerzos podía llevar ésta desde
el plato puesto junto a mí hasta la boca, pero no más lejos. Si lograba romper
las ligaduras que me sujetaban por encima del codo, trataría de sujetar el
péndulo y detenerlo. Tanto habría valido querer sujetar un alud.
Abajo
—más abajo aún—, incesante, inevitable. A cada oscilación, contenía el aliento
y forcejeaba. Cada vez que pasaba sobre mí, me encogía convulsivamente. Mis
ojos seguían su ascenso con las ansias de una inútil desesperación; se cerraban
espasmódicamente antes del descenso, aunque la muerte habría sido un indecible
alivio. Pero aun se estremecían mis nervios al pensar cuán leve era el descenso
del mecanismo que bastaría para lanzar sobre mi pecho esa hoja filosa y
reluciente. Era la esperanza lo que hacía temblar mis nervios, encoger mi
cuerpo. Era la esperanza —la esperanza que triunfa en el potro del tormento—,
que aún en los calabozos de la Inquisición habla al oído de los condenados a
muerte.
Advertí
que en diez o doce oscilaciones más la cuchilla rozaría mi ropa, y con esta
seguridad entró súbitamente en mi espíritu la vigilante y aplomada calma de la
desesperación. Por primera vez en muchas horas —acaso días— medité. Recordé que
el vendaje o ligadura que me envolvía era de una sola pieza, formado por una
sola cuerda. El primer golpe de la afilada cuchilla a través de cualquier parte
de la correa la desgarraría de modo que acaso podría desahogarme de ella por
medio de la mano izquierda. Pero, cuán terrible, en ese caso, la proximidad del
acero. ¡Cuán mortífero el resultado de la más leve sacudida! ¿Era posible,
además, que los ayudantes del verdugo no hubieran previsto y anulado esa
posibilidad? ¿Era posible que la ligadura me atravesara el pecho en la
trayectoria del péndulo? Temiendo ver fracasada mi última y remota esperanza,
alcé la cabeza lo suficiente como para verme el pecho. Las ataduras me
circundaban el cuerpo y las piernas en todas direcciones, salvo por donde debía
pasar la fatal cuchilla.
Apenas
había dejado caer la cabeza a su posición primera, cuando centelleó en mi
espíritu algo que sólo puedo describir adecuadamente como la no formulada mitad
de aquella idea, deliberación a que antes aludí, que flotaba mutilada e
indecisa en mi cerebro cuando me llevé el alimento a los labios abrasados.
Ahora la idea se presentaba íntegra —débil, apenas cuerda, apenas definida—,
pero íntegra. Con la nerviosa energía de la desesperación, intenté
inmediatamente ponerla en práctica.
Desde
hacía muchas horas, en la vecindad inmediata de la baja plataforma donde yo
estaba tendido, pululaban las ratas. Eran feroces, osadas, voraces; sus pupilas
rojas me miraban centelleando. Parecían dispuestas a convertirme en su presa
apenas me quedara inmóvil. ¿A qué alimento están habituadas en el pozo?, me
pregunté.
A
pesar de mis esfuerzos por impedirlo, habían devorado todo el contenido del
plato, salvo un pequeño residuo. Yo me había habituado a agitar la mano sobre
el plato en un movimiento de vaivén; mas al fin, la inconsciente uniformidad de
ese ademán anuló sus efectos. En su glotonería, llegaban las ratas a clavarme
sus agudos colmillos en los dedos. Con los restos que quedaban de la carne
aceitosa y condimentada, froté minuciosamente mis ligaduras, hasta donde pude
alcanzarlas; después, levantando la mano del piso, me quedé inmóvil y sin
respirar.
Al
principio, el cambio, la interrupción del movimiento, sorprendió y aterró a las
hambrientas alimañas. Retrocedieron alarmadas; muchas buscaron el pozo. Pero
esto duró sólo un momento. No en vano había contado con su voracidad. Al
observar mi inmovilidad, una o dos de las más audaces saltaron a la plataforma
y husmearon mis ataduras. Como si ésta fuese la señal para un ataque en masa,
las demás se precipitaron desde el pozo en renovado tropel. Se encaramaron a
las tablas, desbordaron la plataforma, saltaron en centenares sobre mi cuerpo.
El mesurado movimiento del péndulo no las perturbaba. Eludiendo sus golpes,
empezaron a atacar el untado correaje. Se apretujaban, pululaban sobre mí en
montones crecientes. Se retorcían sobre mi garganta; sus labios fríos buscaban
mis labios. Yo me sentía casi asfixiado por su peso multitudinario; un asco
indecible me dilataba el pecho, helando, pesado y viscoso, mi corazón. Sin
embargo, estaba seguro de que en un minuto más cesaría la lucha. Percibía
claramente cómo se aflojaban las ataduras. Sabía que ya estaban cortadas en más
de un lugar. Con resolución sobrehumana me quedé quieto.
No
había errado en mis cálculos. No había esperado en vano. Por fin me sentí
libre. La correa colgaba en tiras de mi cuerpo. Pero el golpe del péndulo me
pesaba ya sobre el pecho.
Había
rasgado la tela del sayo y el lino de la camisa. Osciló dos veces más y una
aguda sensación de dolor recorrió todos mis nervios. Pero había llegado el
momento de escapar. A un ademán mío, mis salvadoras huyeron tumultuosamente.
Con un movimiento firme pero cauteloso y lateral, encogido y lento, escapé al
abrazo de las ligaduras y al filo de la cimitarra. Por el momento, al menos,
estaba libre.
¡Libre!
…Y en las garras de la Inquisición. Apenas había descendido de mi lecho de
horror al piso de piedra del calabozo, cuando el movimiento de la máquina
infernal cesó y advertí que una fuerza invisible la izaba a través del techo.
Ésta fue una lección que aprendí con desesperación. Indudablemente, se
vigilaban todos mis movimientos. ¡Libre!… Sólo había escapado a la muerte, a
una forma de tortura, para recaer en otra acaso peor que la muerte. Dominado
por esa idea, miré nerviosamente en torno, escrutando las barreras de hierro
que me circundaban. Era evidente que algo inusitado —un cambio que en el primer
instante no pude advertir con claridad— había ocurrido en el recinto. Durante
varios minutos de ensoñada y temblorosa abstracción, me sumí en vanas y
desconectadas conjeturas. En ese período comprendí, por primera vez, el origen
de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Procedía de una fisura, de media
pulgada de ancho aproximadamente, que se extendía por todo el perímetro de la
prisión, en la base de las paredes, que de ese modo parecían —y en efecto
estaban— totalmente separadas del piso. Intenté, desde luego en vano, mirar a
través de esa abertura.
Al
levantarme, renunciando a mi intento, el misterio de la alteración del recinto
se, deshizo instantáneamente en mi inteligencia. He observado ya que si bien el
contorno de las figuras de las paredes era bastante neto, sus colores parecían
borrosos e indefinidos. Ahora esos colores habían asumido y seguían asumiendo
un brillo intenso y alarmante, que daba a las espectrales y monstruosas
imágenes un aspecto capaz de estremecer nervios aun más firmes que los míos.
Ojos demoníacos, de salvaje y atroz vivacidad, aparecían en lugares donde antes
no se veían, me miraban desde mil direcciones y centelleaban con el cárdeno
brillo de un fuego que, por más que esforzara mi imaginación, no podía
considerar irreal.
¡Irreal!…
Casi en seguida llegaron a mis fosas nasales emanaciones de hierro recalentado.
Un olor sofocante invadió la prisión. Un brillo más profundo a cada instante se
asentaba en los ojos que contemplaban mi tormento. Un carmesí más intenso se
difundía por las pintadas y sangrientas atrocidades de las paredes. Empecé a
jadear, falto de aliento. Ya no cabía dudar de los designios de mis verdugos,
los más implacables, los más demoníacos entre los hombres. Me alejé del metal
incandescente, hacia el centro de la celda. Ante la idea de la ígnea
destrucción que me amenazaba, el recuerdo de la frescura del pozo inundó mi
alma como un bálsamo. Me precipité a su borde mortífero. Forcé mis ojos para
sondear sus profundidades. El brillo del techo encendido iluminaba sus más
ocultos recovecos. Sin embargo, durante un instante increíble, mi espíritu se
negó a comprender el significado de lo que veía. Por fin esa visión penetró en
mi alma, se hundió en ella con violencia, ardió en mi razón estremecida. ¡Ah,
quién me diera una voz para narrar el horror! ¡Cualquier horror menos ése! Con
un aullido huí del borde y hundí el rostro en las manos, sollozando
amargamente.
El
calor aumentaba rápidamente. Una vez más alcé la vista, temblando como si fuese
víctima de la fiebre. Se había producido un segundo cambio en la celda, y ahora
se trataba evidentemente de un cambio de forma. Como antes, fue inútil, al
principio, que tratara de percibir o comprender lo que estaba ocurriendo. Pero
mis dudas no se prolongaron mucho tiempo. Mi doble escapada enardecía la
venganza inquisitorial; ya no había manera de eludir al Rey de los Terrores.
Hasta ese momento el recinto había sido cuadrado. Ahora advertí que dos de sus
ángulos de hierro eran agudos, y los otros dos, en consecuencia, obtusos. El
temible contraste aumentaba rápidamente —con un rumor sordo. Un instante más
tarde la forma de la prisión se había trocado en un rombo. Pero la alteración
no paraba allí, y yo ni esperaba ni deseaba que parase allí. Me sentía
impulsado a apretar los rojos muros contra mi pecho, como una vestidura de paz
eterna—. ¡La muerte —dije—, cualquier género de muerte menos la del pozo!
¡Necio de mí! ¿No adivinaba que el fin de esos hierros candentes era justamente
empujarme hacia el pozo? ¿Podía acaso resistir su ardor?; y en el mejor de los
casos, ¿podía resistir su presión? Y ahora el rombo se hacía cada vez más
estrecho, con una rapidez que no me dejaba tiempo para meditaciones. Su centro,
es decir su parte más ancha, estaba exactamente sobre el abismo. Retrocedí,
pero las movibles paredes me empujaron irresistiblemente. Por fin ya no quedó
sobre el piso de la prisión un palmo de terreno para mi cuerpo llagado y
retorcido. Cesó la lucha, pero la agonía de mi alma halló desahogo en un largo,
penetrante y postrer grito de desesperación. Me sentí tambalear sobre el borde…
desvié la mirada…
Entonces
se oyó un murmullo discordante de voces humanas. ¡Se oyó un son estridente como
el de muchos clarines! ¡Se oyó un estruendo áspero, como el de un millar de
truenos! ¡Las ígneas paredes retrocedieron! Un brazo extendido aferró el mío en
el instante en que caía, desvanecido, al abismo. Era el brazo del general
Lasalle. El ejército francés había entrado en Toledo. La Inquisición estaba en
manos de sus enemigos.
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