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El buque fantasma
Oliver Onions
El buque fantasma
Oliver Onions
Con el seudónimo de OLIVER ONIONS firmó toda su producción literaria el
escritor inglés George Oliver, nacido en 1873. Autor de novelas —The Odd-Job
Man (1903), Whom God has Sundered (1926) y otras— de tendencia
social o costumbrista, es quizá su producción menor, formada por cuentos
fantásticos y aun policiales, la llamada a perdurar.Un viejo tema revive con
maestría en este relato.I Mientras
Abel Keeling yacía en la cubierta del galeón —por donde tan solo el propio peso
de su cuerpo y su atezada mano extendida sobre los tablones le impedían rodar—
su mirada se extraviaba, pero volvía siempre a la campana suspendida del
pequeño campanario ornamental, a popa del palo mayor, y atascada por la
peligrosa inclinación del barco. La campana era de bronce fundido, con realces
casi obliterados que fueron antaño cabezas de querubines; pero el viento y la
espuma salina del mar habían depositado en ella una gruesa capa de verdín,
semejante a una hermosa y brillante capa de líquenes. Era ese color verde el
que gustaba a Abel Keeling.
En efecto, en cualquier
otro lugar del galeón donde descansaban sus ojos, solo encontraban blancura, la
blancura de la extrema edad. Había diversos grados en esa blancura: aquí
cintilaba como gránulos de sal, allá simulaba un blanco grisáceo de creta, y
más lejos la pátina amarillenta de la decadencia; pero en todas partes era la
inmóvil e inquietante blancura de las cosas sin vida. Sus jarcias estaban
blanqueadas como el heno seco; la mitad del cordaje conservaba su forma apenas
con mayor firmeza que las cenizas de un hilo por el que acaba de pasar el
fuego; sus maderos albeaban como descarnados huesos en la arena; y aun el
incienso silvestre con que por falta de alquitrán lo habían calafateado al
tocar puerto la última vez, estaba convertido en resina dura y descolorida que
brillaba como el cuarzo en las desfondadas junturas de los tablones. El sol era
todavía un broquel de plata, tan pálido detrás de la bruma inmóvil y blanca,
que ni una sola jarcia, ni un madero proyectaban sombra; y únicamente la cara y
las manos de Abel Keeling eran negras, carcomidas y carbonizadas por el
inexorable resplandor. El galeón era el María de la Torre, terriblemente
escorado de estribor, tanto que su palo mayor hundía una de sus vergas de acero
en el agua cristalina, y si hubiera conservado su palo de trinquete o algo más
que el roto muñón de la mesana, habría volcado de través. Muchos días atrás
habían desaparejado el palo mayor y pasado la vela por debajo de la quilla, en
la esperanza de que cegara la vía de agua. Y así sucedió, en parte, mientras el
galeón se deslizó sobre una banda; pero después, sin virar, empezó a deslizarse
sobre la banda opuesta, los cabos se rompieron y el barco arrastró en pos de sí
la vela, dejando una gran mancha en el mar de plata.
En efecto, el galeón se
deslizaba de costado, casi imperceptiblemente, escorándose cada vez más.
Escorándose como si lo atrajera una piedra imán. Y al principio, en verdad,
Abel Keeling pensó que era una piedra imán la que tironeaba de sus hierros,
arrastrándolo a través de la bruma gris que se extendía como un sudario sobre
el agua y que ocultó en pocos instantes la mancha dejada por la vela. Pero
después comprendió que no era eso. El movimiento se debía —seguramente— a la
corriente de aquel estrecho de tres millas de extensión. Tendido contra el
carro de un cañón, a punto de rodar por la cubierta, volvió a imaginar aquella
piedra imán. Pronto sucedería nuevamente lo que había sucedido durante los
últimos cinco días. Oiría los chillidos de los monos y el parloteo de las
cotorras, la alfombra de malezas verdes y amarillas avanzaría sobre el María
de la Torre a través del mar de mercurio, una vez más se elevaría la pared
de rocas, y los hombres correrían…
Pero no; esta vez los
hombres no correrían para soltar las defensas: No quedaba ninguno para hacerlo,
a menos que Bligh viviera aún. Quizá vivía. Poco antes del súbito anochecer del
día anterior había bajado hasta la mitad de la escalera real, después había
caído, permaneciendo un minuto inmóvil (muerto, supuso Abel Keeling,
observándolo desde el lugar que ocupaba junto a la cureña del cañón). Pero
luego se levantó otra vez y se encaminó tambaleando en dirección al castillo de
proa. Tambaleando y agitando sus largos brazos. Desde entonces Abel Keeling no
lo había visto. Seguramente había muerto en el castillo de proa durante la
noche. Si no estuviera muerto, habría vuelto a popa en busca de agua…
Al acordarse del agua,
Abel Keeling levantó la cabeza. Las delgadas fibras de músculos que rodeaban su
boca extenuada se contrajeron. Apretó levemente contra la cubierta la mano
ennegrecida por el sol como si quisiera comprobar el grado de inclinación de
aquella y lo estable de su propio equilibrio. El palo mayor estaba a unas siete
u ocho yardas de distancia… Encogió una de sus piernas rígidas, y sentado como
estaba, empezó a bajar la pendiente con una serie de enviones de su cuerpo.
Su aparato para recoger
agua estaba sujeto al palo mayor, cerca del campanario. Consistía en un lazo de
cuerda más bajo de un lado que del otro (pero eso era antes de que el mástil se
hubiera inclinado tanto en relación con el cenit) y ensebado en su extremo
inferior. Las nieblas duraban más en aquel estrecho que en alta mar, y el lazo
servía para recoger el rocío que se condensaba en los mástiles. Las gotas caían
en un pucherito de barro colocado en la cubierta.
Abel Keeling tomó el
cacharro y miró en su interior. Estaba lleno hasta un tercio de agua dulce.
Perfecto. Si Bligh, el contramaestre, había muerto, Abel Keeling, capitán del María
de la Torre, tendría más agua. Hundió dos dedos en el cacharro y se los
llevó a la boca. Repitió varias veces la operación. No se atrevía a acercar el
recipiente a los labios negros y llagados, recordando con espanto la agonía de
dolor que lo asaltaba días atrás cuando, tentado por el demonio, vació de un
trago, por la mañana, el contenido del cacharro y debió pasar el resto del día
sin agua… Humedeció una vez más sus dedos y los chupó; después permaneció
tendido contra el mástil, mirando ociosamente cómo caían las gotas de agua.
Bligh, desde luego, lo
habría explicado a su modo: era la Mano de Dios. Eso era suficiente para Bligh,
que la tarde anterior se había ido a proa, y a quien Abel Keeling recordaba
ahora, vagamente y a la distancia, como un fanático de voz profunda que
entonaba sus himnos mientras lanzaba, uno a uno, los cadáveres de la
tripulación a las honduras del mar. Bligh era de esa clase de hombres: aceptaba
las cosas sin discusión; se contentaba con tomar las cosas como venían y con
tener preparadas las defensas de cabos de acero cuando la pared rocosa surgía
de la bruma opalescente. Bligh, como las gotas de agua, tenía su Ley, que regía
para él y para nadie más…
De algún cabo podrido
descendió flotando una partícula de suciedad que entró en el cacharro. Abel
Keeling, apático, la vio moverse hacia la pared del recipiente. Cuando hundió
en él los dedos, el agua formó un pequeño remolino, arrastrando la brizna
consigo. Después el agua se aquietó, y una vez más aquella partícula se dirigió
hacia la pared de la vasija y se adhirió a ella, como si esta la atrajera.
Exactamente del mismo
modo, el galeón se deslizaba hacia la pared rocosa, hacia las malezas verdes y
amarillas, los monos y las cotorras. Llevado nuevamente al centro del canal
(mientras hubo hombres para realizar la maniobra) no tardó en deslizarse hacia
la pared apuesta. Una misma fuerza atraía a la brizna en el cacharro y al barco
en el mar estático. Era la Mano de Dios, según Bligh…
Abel Keeling, cuya mente
observaba a veces las cosas más pequeñas, y otras se hundía en el embotamiento,
no oyó al principio la voz temblorosa que se alzaba en el castillo de proa; una
voz que se acercaba y a la que parecía prestar acompañamiento el rumor del
agua.
Oh Tú, que a Jonás en el peztres días preservaste del dolorque fue un
presagio de tu muertey resucitando nuevamente… Era
Bligh, que cantaba uno de sus himnos:
Oh Tú, que a Noé salvaste de las aguas,Y a Abraham un día y otro díacuando
atravesaba Egiptoseñalaste el camino… La
voz calló, dejando incompleta la piadosa frase. Bligh, de todas maneras, estaba
vivo… Abel Keeling prosiguió sus vagas meditaciones.
Sí, la Ley de la vida de
Bligh era llamar a las cosas la Mano de Dios; pero la Ley de Abel Keeling era
diferente; ni mejor ni peor, sino diferente. La Mano de Dios, que atraía las
brisas y los galeones, debía obrar mediante otro sistema; y los ojos de Abel
Keeling se clavaron una vez más, desganados, en el cacharro, como si el sistema
estuviera allí. Después extravió el sentido, y cuando lo recobró había perdido
todo contacto con sus anteriores ideas.
El remo, por supuesto, esa
era la solución. Con él, los hombres podían reírse de las calmas chichas. Ahora
solo lo usaban las pinazas y las galeras, aunque había tenido sus ventajas.
Pero los remos (que es como decir un sistema, porque si uno quiere, puede
sostener que la Mano de Dios empuña el timón, así como el Soplo de Dios llena
la vela); los remos eran anticuados, pertenecían al pasado, y usarlos equivalía
a abandonar todo lo que era bueno y nuevo, volver a la época en que el espolón
de proa era el arma más poderosa de los barcos, cuando estos pasaban un día o
dos en el mar antes de volver a puerto en busca de provisiones. Remos… no. Abel
Keeling era de los hombres nuevos, los hombres que juraban en nombre de las
andanadas de sacres y aculebrines, acostumbrados a pasarse semanas y meses sin
avistar tierra. Quizá algún día el ingenio de hombres como él inventaría un
barco impulsado no por remos (porque los remos no podían penetrar en los mares
remotos del mundo) ni tampoco por velas (porque los hombres que confiaban en
las velas se encontraban de pronto en un estrecho de tres millas de anchura,
sin un soplo de brisa, suspendidos entre las nubes y el agua, derivando hacia
un muro rocoso), sino un barco… un barco…
A Noé y a sus hijoshabló Dios diciendo:«Firmo un pacto con vosotrosy con
vuestra descendencia…». Era
Bligh nuevamente, que ambulaba por el combes. La mente de Abel Keeling volvió a
quedar en blanco. Después, despacio, muy despacio, con la misma lentitud con
que crecían las gotas en el lazo de cuerda, sus pensamientos tomaron forma
nuevamente.
¿Una galeaza? No. La
galeaza quería ser dos cosas a la vez y no era la una ni la otra. Este barco,
que la mano del hombre construiría alguna vez para que la Mano de Dios lo
guiase, absorbería y conservaría la fuerza del viento, almacenándola como
almacenaba sus provisiones. Permanecería inmóvil cuando quisiera, cuando
quisiera avanzaría. Volvería contra sí misma la fuerza de la calma chicha y de
la tormenta. Porque, naturalmente, su fuerza debía ser el viento, viento
almacenado, una bolsa de los vientos, como en la fábula de los niños; un chorro
de viento dirigido contra el agua, a popa, impulsando el agua en un sentido y
el barco en otro, actuando por reacción. Tendría una cámara de viento, donde
este sería introducido por medio de bombas. Para Bligh sería también la Mano de
Dios esa fuerza impulsora del barco del futuro que Abel Keeling, tendido entre
el palo mayor y la campana, volviendo de tanto en tanto los ojos desde los
cenicientos tablones al vívido cardenillo verde de la campana, presentía
vagamente…
El rostro de Bligh,
curtido por el sol y devastado desde adentro por la fe que lo consumía,
apareció en lo alto de la escalera del alcázar. Su voz palpitaba incontrolable:
Y ya no queda en la tierraun lugar de refugio,ni en el mar ni en el ríoque
fluye bajo tierra.
II
Bligh cerraba los ojos, como contemplando su éxtasis interior. Tenía la
cabeza echada hacia atrás, y sus cejas subían y bajaban con expresión
atormentada. Su ancha boca permaneció abierta cuando su himno fue bruscamente
interrumpido: en algún lugar, en la trémula luminosidad de la niebla, el canto
fue retomado desde su nota final: un bramido ventoso, ronco y lúgubre,
alarmante y sostenido, creció y reverberó a través del estrecho. Bligh se
estremeció. A tientas, como un ciego, se alejó de la escalera del alcázar, y
Abel Keeling vio detrás de sí su figura escuálida, que parecía más alta por la
inclinación de la cubierta. Y al extinguirse aquel sonido vasto y hueco, Bligh
se echó a reír en su demencia.
—Señor, ¿la ancha boca de
la tumba tiene lengua para alabarte? Ah, otra vez…
Nuevamente el cavernoso
sonido dominó el aire, más potente y cercano. En seguida se oyó otro ruido, un
pausado latir, latir, latir… Después volvió el silencio.
—El mismo Leviatán ha
alzado su voz en alabanza —sollozó Bligh.
Abel Keeling no levantó la
cabeza. Había vuelto el recuerdo de aquel día en que, antes de que se alzaran
sobre el estrecho las brumas del amanecer, vació de un trago el cacharro de
agua que constituía su única ración hasta la noche. Durante esa agonía de sed
había visto formas y escuchado sonidos con ojos y oídos que no eran los suyos,
mortales, y aun en sus intermitencias de lucidez, cuando sabía que eran
alucinaciones, esas formas y esos sonidos regresaban… Había oído las campanas
dominicales en su casa de Kent, los gritos de los niños en sus juegos, las
despreocupadas canciones de los hombres en su trabajo cotidiano, y la risa y
los chismes de las mujeres cuando tendían la ropa blanca en el seto o
distribuían el pan en grandes bandejas.
Esas voces habían
tintineado en su cerebro interrumpidas de tanto en tanto por los quejidos de
Bligh y de otros dos hombres que aún vivían entonces. Algunas de las voces que
escuchara habían estado silenciosas en la tierra muchos años, pero Abel
Keeling, torturado por la sed, las había oído con la misma claridad con que oía
ahora ese gemido sordo y lúgubre y esa pulsación intermitente que llenaba el
estrecho de alarma.
—¡Alabado sea! ¡Alabado
sea! ¡Alabado sea! —deliraba Bligh.
Después una campana
pareció sonar en los oídos de Abel Keeling, y como si algo se hubiera zafado en
el mecanismo de su cerebro, en su fantasía surgió otra imagen: la partida del María
de la Torre, saludado por un bullicio de campanas, de estridentes gaitas,
de valerosas trompetas. Entonces no era un galeón blanco de lepra. La bruñida
voluta de su proa centelleaba; el dorado de la campana, de los corredores de
popa, de las cinceladas linternas relucía al sol; y sus cofas y el pabellón de
guerra en el combés estaban ornados de pintados escudos y emblemas. Llevaba
cosidos a las velas vistosos leones rampantes de seda escarlata, y de la verga
mayor, ahora sumergida en el agua, colgaba el pendón de dos colas, con la
Virgen y el Niño bordados…
De pronto le pareció oír
una voz cercana que decía: «Y medio… siete… siete y medio…» y en un centelleo
la imagen de su cerebro cambió. Ahora estaba de nuevo en su casa, enseñando a
su hijo, el joven Abel, a lanzar la sonda desde el esquife en que se habían
alejado del puerto.
—Siete y medio… —parecía
gritar el muchacho. Los labios ennegrecidos de Abel Keeling murmuraron:
—¡Muy buen tiro, Abel! Muy
buen tiro.
—Y medio… siete… siete y
medio… siete… siete.
—Ah —murmuró Abel
Keeling—, ese tiro no fue tan bueno. Dame la sondaleza. Debes lanzarla así… eso
es. Pronto navegarás conmigo en el María de la Torre. Ya conoces las
estrellas y el movimiento de los planetas. Mañana te enseñaré a usar el
astrolabio…
Durante uno o dos minutos
siguió murmurando. Después se quedó dormido. Cuando volvió a un estado de
semiconsciencia, oyó nuevamente un sonido de campanas, débil al principio,
después más fuerte y convertido al fin en un potente clamor que resonaba sobre
su cabeza. Era Bligh. Bligh, en otro ataque de delirio, había aferrado la
cuerda de la campana y la hacía repicar como un demente. La cuerda se rompió en
sus dedos, pero él siguió agitándola con la mano, al tiempo que clamaba:
—Con un arpa y un
instrumento de diez cuerdas… ¡el Cielo y la Tierra alaben tu Nombre!
Y clamaba a voz en cuello
y sacudía la enmohecida campana de bronce.
—¡Ah del barco! ¿Qué
barco es ese?
Parecía un verdadero
saludo que salía de la bruma. Pero Abel Keeling conocía esas voces que surgían
de las brumas. Venían de barcos que no existían.
—Sí, pon un buen vigía y
no pierdas de vista la brújula —volvió a murmurar, hablando con su hijo.
Pero así como a veces un
hombre dormido se incorpora en el lecho, o se levanta y empieza a caminar, del
mismo modo Abel Keeling, con las manos y las rodillas apoyadas sobre cubierta,
miró por encima del hombro. En alguna profunda región de su espíritu tuvo
conciencia de que la inclinación de la cubierta se había vuelto más peligrosa,
pero su cerebro recibió la advertencia y la olvidó en seguida. Sus ojos se
clavaban en una niebla luminosa y desconcertante. El escudo del sol era de una
plata más ardiente; debajo, el mar se esfumaba en radiantes evaporaciones. Y
entre el sol y el mar, suspendido en la bruma, no más sustancial que las vagas
sombras que pasan ante los ojos encandilados, flotaba espectralmente una forma
piramidal. Abel Keeling se pasó la mano por los ojos, pero cuando la retiró la
sombra aún estaba allí, deslizándose lentamente hacia la popa del María de
la Torre. Y a medida que la observaba, su forma iba cambiando. La espectral
silueta gris con forma de pirámide pareció disolverse en cuatro segmentos
verticales, de altura levemente decreciente. El más próximo a la popa del María
de la Torre era el más alto, y el de la izquierda el más bajo. Parecía la
sombra de una gigantesca flauta de cañas, en la que hubiera resonado poco antes
aquel son cóncavo y plañidero.
Y mientras miraba con ojos
engañados, nuevamente fueron engañados sus oídos:
—¡Ah del barco! ¿Qué
barco es ese? ¿Es un barco?… Oye, dame el altavoz… —Y en seguida un ladrido
metálico—: ¡Ea! ¿Quién diablos son ustedes? ¿No tocaron una campana?
Tóquenla de nuevo, hagan algún ruido…
Todo esto llegó
borrosamente a los oídos de Abel Keeling, como a través de un intenso zumbido.
Después creyó oír una risa breve e intrigada, seguida por un diálogo que venía
de algún lugar situado entre el mar y el cielo.
—Oye, Ward, pellízcame,
¿quieres? Dime qué ves allí. Quiero saber si estoy despierto.
—¿Qué veo adónde?
—Hacia la serviola de
estribor. (Para ese ventilador; no puedo oírme pensar). ¿Ves algo? No me digas
que es ese maldito Holandés… No me vengas con esa vieja historia de
Vanderbecken. Cuéntame algo más creíble, para empezar; algo sobre una serpiente
marina… Oíste la campana, ¿verdad? Calla un momento… escucha.
Nuevamente se alzaba la
voz de Bligh:
Este es el pacto que celebro:de ahora en adelante, nuncadestruiré el mundo
nuevamentepor el agua como antaño… La
voz de Bligh tornó a extinguirse en los oídos de Abel Keeling.
—Oh, por las barbas del
profeta —dijo la voz que parecía venir de entre el cielo y el mar. Después
habló más fuerte—. Escuchen —dijo con deliberada cortesía—, si eso es
un barco, ¿por qué no nos dicen dónde se celebra la mascarada? Se nos ha
descompuesto la radio, y no estábamos enterados… Oh, ves eso, Ward, ¿no? ¡Por
favor, dígannos qué diablos son ustedes!
Una vez más Abel Keeling
se había movido como un sonámbulo, incorporándose junto a los maderos del
campanario, mientras Bligh caía hecho un bulto sobre cubierta. El movimiento de
Abel Keeling derribó el cacharro, que rodó por cubierta, en pos del diminuto
arroyo de su contenido, y quedó encajado allí donde el inmóvil y rebosante mar
formaba; por así decirlo, una cadena con la esculpida balaustrada del alcázar:
un eslabón el borde todavía reluciente, después un balaustre oscuro, después
otro eslabón reluciente. Por un momento apenas, Abel Keeling reflexionó que lo
que había lanzado a Bligh hacia la popa era el ascenso del agua en el combés,
que ahora estaba enteramente sumergido. Después fue absorbido una vez más por
su sueño, por las voces, por aquella silueta entre las brumas, que había tomado
nuevamente la forma de una pirámide.
—Por supuesto
—volvía a quejarse una de las voces, siempre a través del confuso zumbido que
llenaba los oídos de Abel Keeling—, por supuesto, no podemos apuntarle con
un cuatro-pulgadas… Y desde luego, Ward, yo no creo en ellos. ¿Llamamos al viejo
A. B.? Tal vez esto interese a Su Científica Majestad el Capitán.
—Oh, baja un bote y
rema hacia él… dentro de él… sobre él… a… través de él…
—Mira a nuestros
muchachos apiñados allá. Lo han visto. Mejor no dar una orden que tú sabes que
no será obedecida…
Abel Keeling, aferrado al
campanario, comenzaba a interesarse en su sueño. Porque si bien no conocía su
estructura, aquel espejismo era la forma de un barco. Una proyección, sin duda,
de sus anteriores reflexiones. Y eso era extraño… Aunque no tanto, quizá. Sabía
que aquello no existía realmente; solo su apariencia existía; pero las cosas
debían existir de ese modo antes de existir en realidad. Antes de existir, el María
de la Torre había sido una forma en la imaginación de algún hombre; antes
de eso, algún soñador había soñado la forma de un buque de remos; y aun antes,
allá lejos en el alba y la infancia del mundo, antes de que el hombre se
aventurase a atravesar el agua sobre un par de leños, algún vidente había
columbrado en una visión el esquema de la balsa. Y puesto que esa forma que
flotaba ante sus ojos era una forma de su sueño, él, Abel Keeling, era dueño de
ella. Su mismo ser pensante la había concebido, y había sido botada en el
océano ilimitable de su propia alma…
Y nunca he de olvidareste mi convenio celebradoentre tú y yo y toda
carnemientras dure el mundo… Cantaba
Bligh, en éxtasis.
Pero así como el que
sueña, aun en el sueño, suele escribir en la pared contigua una clave, una
palabra que mañana le recuerde su visión perdida, así Abel Keeling empezó a
buscar una señal como prueba para mostrar a quienes fuesen ajenos a su visión.
El mismo Bligh buscaba eso… no podía estarse callado en su éxtasis, tendido
sobre cubierta, sino que elevaba, en un arpa y en un instrumento de diez
cuerdas, como él decía, apasionados amenes y alabanzas a su Hacedor. Lo mismo
Abel Keeling. Habría sido el Amén de su vida alabar a Dios, no con un arpa,
sino por medio de un barco que llevara su propia energía impulsora, que
almacenara el viento o su equivalente como almacenaba sus provisiones, algo
arrancado al caos y a la inercia, algo ordenado y disciplinado y subordinado a
la voluntad de Abel Keeling… Y allí estaba, esa forma de barco de un gris
espectral, con sus cuatro tubos verticales, que, vistos ahora de frente y de
igual longitud, parecían un órgano fantasma. Y los tripulantes espectrales de
ese barco hablaban nuevamente…
La interrumpida cadena de
plata junto a la balaustrada del alcázar ahora se había vuelto continua, y los
balaústres formaban con sus propios reflejos inmóviles el esqueleto de un pez.
El agua volcada del cacharro se había secado, y el cacharro había desaparecido.
Abel Keeling se paró junto al mástil, erguido como Dios creó al hombre. Con su
mano de cuero golpeó la campana. Aguardó un minuto y gritó:
—¡Ah del barco!… ¡Ah del
barco! ¿Qué barco es ese?
III
No tenemos conciencia en el sueño de que estamos jugando un juego, cuyo
principio y cuyo fin están en nosotros mismos. En este sueño de Abel Keeling
una voz replicó:
—Bueno, ha recobrado el
habla… ¡Eh! ¿Qué son ustedes?
En voz alta y clara Abel
Keeling dijo:
—¿Es eso un barco?
La voz contestó con una
risa nerviosa:
—Somos un barco,
¿verdad, Ward? Ya no me siento muy seguro… Sí, por supuesto, este es un barco.
Por nosotros no hay cuidado. La cuestión es quién diablos son ustedes.
No todas las palabras que
utilizaban aquellas voces eran inteligibles para Abel Keeling; y sin saber por
qué, algo en el tono de aquella última frase le recordó el honor debido al María
de la Torre. Blanco de llagas y al término de su vida estaba el galeón,
pero Abel Keeling era todavía el custodio de su dignidad. La voz tenía un
acento juvenil; no estaba bien que jóvenes lenguas se movieran en desprecio de
su galeón. Habló con dureza.
—¿Sois el capitán de esa
nave?
—Oficial de guardia
—volvieron a él flotando las palabras—. El capitán está abajo.
—Entonces id a buscarlo.
Los amos hablan con los amos —respondió Abel Keeling.
Podía ver las dos figuras,
chatas y sin relieve, paradas en una estructura alta y angosta provista de una
barandilla. Uno de ellos silbó por lo bajo y pareció abanicarse la cara; pero
el otro murmuró algo sordamente, ante una especie de chimenea. Después las dos
siluetas se convirtieron en tres. Hubo cuchicheos, como de consulta, y en
seguida habló una nueva voz. Al oír su vibración y su acento, un súbito temblor
recorrió el cuerpo de Abel Keeling. Se preguntó qué fibra hería aquella voz en
los olvidados recovecos de su memoria.
—¡Ea! —gritó esta
voz nueva, aunque vagamente recordada—. ¿Qué ocurre? Escuche. Este es el
destructor británico Seapink, que salió de Devonport en octubre último,
y no tiene nada de particular. ¿Quiénes son ustedes?
—El María de la Torre,
que zarpó del puerto de Rye el día de Santa Ana, y ahora con solo dos hombres…
Una exclamación lo
interrumpió.
—¿De dónde? —dijo
temblorosa aquella voz que conmovía tan extrañamente a Abel Keeling, mientras
Bligh estallaba en gemidos de renovado éxtasis.
—Del puerto de Rye, en el
condado de Sussex… ¡Ea, prestad atención; de lo contrario no podréis oírme
mientras luchen el espíritu y el cuerpo de ese hombre! ¡Eh! ¿Estáis ahí?
Las voces se habían
convertido en un débil murmullo; y la forma del buque se había desvanecido ante
los ojos de Abel Keeling. Los llamó a gritos una y otra vez. Quería enterarse
de la estructura y manejo de la cámara de viento…
—¡La cámara de viento!
—gritó atormentado por el temor de perder la revelación tan próxima—. Quiero
que me digáis cómo funciona…
Como un eco volvieron a él
las palabras, pronunciadas con acento de incomprensión:
—¿La cámara de viento?
—… lo que impulsa al barco
—quizá no sea viento; un arco de acero tendido también conserva la fuerza— la
fuerza que almacenáis, para moveros a voluntad a través de la calma y las
tormentas…
—¿Tú entiendes lo que
dice?
—Oh, en el momento
menos pensado nos despertaremos…
—Un momento, ya sé. Las
máquinas. Quiere saber algo de nuestras máquinas. Si seguimos así, acabará por
pedirnos la documentación de a bordo. ¡El puerto de Rye!… Bueno, nada se pierde
con seguirle la corriente. Veamos qué saca en limpio de todo esto. ¡Ah del
barco! —retornó la voz a Abel Keeling, un poco más fuerte ahora, como
llevada por un viento cambiante, y hablando cada vez más de prisa—. No es
viento, sino vapor, ¿me oye? Vapor. Vapor de agua en ocho calderas Yarrow.
Vapor, v-a-p-o-r. ¿Comprende? Y tenemos motores gemelos de triple expansión,
son cuatro mil caballos de fuerza. 430 revoluciones por minuto. ¿Entendido?
¿Quiere saber algo de nuestro armamento, señor fantasma?
Abel Keeling murmuraba
temeroso para sus adentros. Le irritaba que palabras percibidas en su propio
sueño no tuviesen significado para él ¿Cómo le llegaban en su sueño palabras
que estando despierto no conocía?
—En cuanto a armamento
—prosiguió la voz que turbaba tan profundamente los recuerdos de Abel Keeling— tenemos
dos tubos lanzatorpedos Whitehead, tres seis libras en la cubierta
superior, y ese que ve junto a la torre de mando es un doce libras. Olvidaba
mencionar que el buque es de acero níquel, que llevamos unas sesenta toneladas
de hulla en las carboneras, y que nuestra velocidad máxima es aproximadamente
de treinta nudos y cuarto. ¿Quiere subir a bordo?
Pero la voz siguió
hablando, aún más rápida y febril, como para llenar de cualquier modo el
silencio, y la figura que hablaba se inclinaba ansiosamente hacia adelante
sobre la barandilla.
—¡Uf! Me alegro de que
esto haya ocurrido en plena luz del día —murmuró otra voz.
—Ojalá estuviera seguro
de que está ocurriendo… ¡Pobre viejo fantasma!
—Supongo que se
mantendría de pie aunque la cubierta estuviese en posición vertical. ¿Crees que
se hundirá, o que simplemente se disolverá en el aire?
—Probablemente se
hunda… sin oleaje… Oigan… Ahí está el otro…
En efecto, Bligh cantaba
nuevamente:
Señor, tú nos conocesy sabes que si el triunfoobtenemos de tu manosin
sentir dolor ni pena,bien poco lo apreciamos.Pero tras la suerte adversaes mil
veces más preciosotodo don que recibimos… —¡Pero,
oh, miren… miren… miren al otro! Diablos, ¿no es un tipo magnífico? ¡Miren!
En efecto, Abel Keeling,
transfigurado como un profeta en el momento del rapto, acababa de sentir su
cerebro inundado por la blanquísima luz de la perfecta comprensión; de recibir
aquello que él y su sueño habían estado esperando. Como si Dios hubiese grabado
sus líneas en su cerebro, conoció aquel barco del futuro. Lo conoció
milagrosamente, totalmente, como conocen las cosas aquellos que ya bajan al
sepulcro y aceptan con un gesto de natural asentimiento las imposibilidades de
la vida. Desde las bocas ardientes de sus ocho calderas hasta la última gota de
sus lubricadores, desde el montaje de sus máquinas hasta las recámaras de sus
cañones de tiro rápido. Calculó su arqueo, tomó su posición, leyó las
distancias de tiro en el telémetro, y vivió la vida de quien lo comandaba. Ya
mañana no olvidaría la revelación, como había olvidado tantas otras veces,
porque al fin había visto el agua bajo sus pies y sabía que no restaba para él
ningún mañana en este mundo…
Y aun en aquel momento,
cuando solo quedaban uno o dos gránulos en su reloj de arena, indomable,
insaciable, soñando sueño sobre sueño, se sintió incapaz de morir sin saber
más. Le quedaban dos preguntas por formular, y aun una tercera pregunta, la más
fundamental. Y solo disponía de un instante. Estridente se oyó su voz:
—¡Oídme! Este viejo barco,
el María de la Torre, no puede hacer treinta nudos y cuarto, pero aun
así puede navegar. ¿Qué más hace el vuestro? ¿Se eleva sobre las aguas, como
las aves que surcan el espacio?
—Santo Dios, cree que
esto es un avión… No, no vuela…
—¿Y puede sumergirse, como
los peces del mar?
—No… Esos son los
submarinos… Esto no es un submarino.
Pero Abel Keeling ya no lo
escuchaba. Lanzó una risa de júbilo.
—Oh, treinta nudos, y en
la superficie del agua… ¿nada más que eso? ¡Ja, ja, ja!… Mi barco, os digo…
navegará… ¡Cuidado ahí abajo! ¡Acuñad ese cañón!
El grito brotó súbito y
alerta, al tiempo que se oía en las entrañas de la nave un rumor sordo y un temblor
siniestro sacudía al galeón.
—¡Por Dios!, se han
soltado los cañones… Es el fin…
—¡Acuñad ese cañón y
amarrad los otros! —gritó nuevamente la voz de Abel Keeling, como si hubiera
alguien para obedecerle.
Se había abrazado a los
maderos del campanario, pero en mitad de la orden siguiente su voz bruscamente
se quebró. La silueta de su barco, por un instante olvidada, apareció
nuevamente ante sus ojos. Llegaba el fin, y aún no había formulado la pregunta
decisiva, el temor de cuya respuesta le torturaba el rostro y parecía a punto
de hacerle estallar el corazón.
—Un momento… el que habló
conmigo… el capitán —gritó con voz penetrante—, ¿está ahí todavía?
—Sí, sí —repuso la
otra voz, enferma de suspenso—. ¡Oh, pronto!
Por un instante se
mezclaron indescriptiblemente roncos gritos de muchas voces, un golpe seco, un
rodar sobre planchas de madera, un estallido de tablones, un gorgoteo y una
zambullida; el cañón bajo el cual había estado Abel Keeling acababa de cortar
sus amarras podridas, precipitándose por la cubierta y arrastrando consigo el
cuerpo inconsciente de Bligh. La cubierta quedó vertical, y por un instante más
Abel Keeling se aferró al campanario.
—No puedo ver vuestro
rostro —gritó—, pero me parece conocer vuestra voz. ¿Cómo os llamáis?
En un desgarrado sollozo
vino la respuesta:
—Keeling… Abel Keeling… ¡Oh, Dios mío!
Y el grito de triunfo de Abel
Keeling, dilatado hasta convertirse en un «¡Hurra!» de victoria, se perdió en
el descenso vertical del María de la Torre, que dejó el estrecho vacío,
salvo por el ígneo resplandor del sol y la última humosa evaporación de las
brumas.
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