sábado, 23 de mayo de 2020

4 El buque fantasma Oliver Onions. Antología de Cuentos Extraños. Tomo 1



4
 El buque fantasma
 Oliver Onions
Con el seudónimo de OLIVER ONIONS firmó toda su producción literaria el escritor inglés George Oliver, nacido en 1873. Autor de novelas —The Odd-Job Man (1903), Whom God has Sundered (1926) y otras— de tendencia social o costumbrista, es quizá su producción menor, formada por cuentos fantásticos y aun policiales, la llamada a perdurar.Un viejo tema revive con maestría en este relato.I            Mientras Abel Keeling yacía en la cubierta del galeón —por donde tan solo el propio peso de su cuerpo y su atezada mano extendida sobre los tablones le impedían rodar— su mirada se extraviaba, pero volvía siempre a la campana suspendida del pequeño campanario ornamental, a popa del palo mayor, y atascada por la peligrosa inclinación del barco. La campana era de bronce fundido, con realces casi obliterados que fueron antaño cabezas de querubines; pero el viento y la espuma salina del mar habían depositado en ella una gruesa capa de verdín, semejante a una hermosa y brillante capa de líquenes. Era ese color verde el que gustaba a Abel Keeling.
            En efecto, en cualquier otro lugar del galeón donde descansaban sus ojos, solo encontraban blancura, la blancura de la extrema edad. Había diversos grados en esa blancura: aquí cintilaba como gránulos de sal, allá simulaba un blanco grisáceo de creta, y más lejos la pátina amarillenta de la decadencia; pero en todas partes era la inmóvil e inquietante blancura de las cosas sin vida. Sus jarcias estaban blanqueadas como el heno seco; la mitad del cordaje conservaba su forma apenas con mayor firmeza que las cenizas de un hilo por el que acaba de pasar el fuego; sus maderos albeaban como descarnados huesos en la arena; y aun el incienso silvestre con que por falta de alquitrán lo habían calafateado al tocar puerto la última vez, estaba convertido en resina dura y descolorida que brillaba como el cuarzo en las desfondadas junturas de los tablones. El sol era todavía un broquel de plata, tan pálido detrás de la bruma inmóvil y blanca, que ni una sola jarcia, ni un madero proyectaban sombra; y únicamente la cara y las manos de Abel Keeling eran negras, carcomidas y carbonizadas por el inexorable resplandor. El galeón era el María de la Torre, terriblemente escorado de estribor, tanto que su palo mayor hundía una de sus vergas de acero en el agua cristalina, y si hubiera conservado su palo de trinquete o algo más que el roto muñón de la mesana, habría volcado de través. Muchos días atrás habían desaparejado el palo mayor y pasado la vela por debajo de la quilla, en la esperanza de que cegara la vía de agua. Y así sucedió, en parte, mientras el galeón se deslizó sobre una banda; pero después, sin virar, empezó a deslizarse sobre la banda opuesta, los cabos se rompieron y el barco arrastró en pos de sí la vela, dejando una gran mancha en el mar de plata.
            En efecto, el galeón se deslizaba de costado, casi imperceptiblemente, escorándose cada vez más. Escorándose como si lo atrajera una piedra imán. Y al principio, en verdad, Abel Keeling pensó que era una piedra imán la que tironeaba de sus hierros, arrastrándolo a través de la bruma gris que se extendía como un sudario sobre el agua y que ocultó en pocos instantes la mancha dejada por la vela. Pero después comprendió que no era eso. El movimiento se debía —seguramente— a la corriente de aquel estrecho de tres millas de extensión. Tendido contra el carro de un cañón, a punto de rodar por la cubierta, volvió a imaginar aquella piedra imán. Pronto sucedería nuevamente lo que había sucedido durante los últimos cinco días. Oiría los chillidos de los monos y el parloteo de las cotorras, la alfombra de malezas verdes y amarillas avanzaría sobre el María de la Torre a través del mar de mercurio, una vez más se elevaría la pared de rocas, y los hombres correrían…
            Pero no; esta vez los hombres no correrían para soltar las defensas: No quedaba ninguno para hacerlo, a menos que Bligh viviera aún. Quizá vivía. Poco antes del súbito anochecer del día anterior había bajado hasta la mitad de la escalera real, después había caído, permaneciendo un minuto inmóvil (muerto, supuso Abel Keeling, observándolo desde el lugar que ocupaba junto a la cureña del cañón). Pero luego se levantó otra vez y se encaminó tambaleando en dirección al castillo de proa. Tambaleando y agitando sus largos brazos. Desde entonces Abel Keeling no lo había visto. Seguramente había muerto en el castillo de proa durante la noche. Si no estuviera muerto, habría vuelto a popa en busca de agua…
            Al acordarse del agua, Abel Keeling levantó la cabeza. Las delgadas fibras de músculos que rodeaban su boca extenuada se contrajeron. Apretó levemente contra la cubierta la mano ennegrecida por el sol como si quisiera comprobar el grado de inclinación de aquella y lo estable de su propio equilibrio. El palo mayor estaba a unas siete u ocho yardas de distancia… Encogió una de sus piernas rígidas, y sentado como estaba, empezó a bajar la pendiente con una serie de enviones de su cuerpo.
            Su aparato para recoger agua estaba sujeto al palo mayor, cerca del campanario. Consistía en un lazo de cuerda más bajo de un lado que del otro (pero eso era antes de que el mástil se hubiera inclinado tanto en relación con el cenit) y ensebado en su extremo inferior. Las nieblas duraban más en aquel estrecho que en alta mar, y el lazo servía para recoger el rocío que se condensaba en los mástiles. Las gotas caían en un pucherito de barro colocado en la cubierta.
            Abel Keeling tomó el cacharro y miró en su interior. Estaba lleno hasta un tercio de agua dulce. Perfecto. Si Bligh, el contramaestre, había muerto, Abel Keeling, capitán del María de la Torre, tendría más agua. Hundió dos dedos en el cacharro y se los llevó a la boca. Repitió varias veces la operación. No se atrevía a acercar el recipiente a los labios negros y llagados, recordando con espanto la agonía de dolor que lo asaltaba días atrás cuando, tentado por el demonio, vació de un trago, por la mañana, el contenido del cacharro y debió pasar el resto del día sin agua… Humedeció una vez más sus dedos y los chupó; después permaneció tendido contra el mástil, mirando ociosamente cómo caían las gotas de agua.
            Bligh, desde luego, lo habría explicado a su modo: era la Mano de Dios. Eso era suficiente para Bligh, que la tarde anterior se había ido a proa, y a quien Abel Keeling recordaba ahora, vagamente y a la distancia, como un fanático de voz profunda que entonaba sus himnos mientras lanzaba, uno a uno, los cadáveres de la tripulación a las honduras del mar. Bligh era de esa clase de hombres: aceptaba las cosas sin discusión; se contentaba con tomar las cosas como venían y con tener preparadas las defensas de cabos de acero cuando la pared rocosa surgía de la bruma opalescente. Bligh, como las gotas de agua, tenía su Ley, que regía para él y para nadie más…
            De algún cabo podrido descendió flotando una partícula de suciedad que entró en el cacharro. Abel Keeling, apático, la vio moverse hacia la pared del recipiente. Cuando hundió en él los dedos, el agua formó un pequeño remolino, arrastrando la brizna consigo. Después el agua se aquietó, y una vez más aquella partícula se dirigió hacia la pared de la vasija y se adhirió a ella, como si esta la atrajera.
            Exactamente del mismo modo, el galeón se deslizaba hacia la pared rocosa, hacia las malezas verdes y amarillas, los monos y las cotorras. Llevado nuevamente al centro del canal (mientras hubo hombres para realizar la maniobra) no tardó en deslizarse hacia la pared apuesta. Una misma fuerza atraía a la brizna en el cacharro y al barco en el mar estático. Era la Mano de Dios, según Bligh…
            Abel Keeling, cuya mente observaba a veces las cosas más pequeñas, y otras se hundía en el embotamiento, no oyó al principio la voz temblorosa que se alzaba en el castillo de proa; una voz que se acercaba y a la que parecía prestar acompañamiento el rumor del agua.
Oh Tú, que a Jonás en el peztres días preservaste del dolorque fue un presagio de tu muertey resucitando nuevamente…           Era Bligh, que cantaba uno de sus himnos:
Oh Tú, que a Noé salvaste de las aguas,Y a Abraham un día y otro díacuando atravesaba Egiptoseñalaste el camino…        La voz calló, dejando incompleta la piadosa frase. Bligh, de todas maneras, estaba vivo… Abel Keeling prosiguió sus vagas meditaciones.
            Sí, la Ley de la vida de Bligh era llamar a las cosas la Mano de Dios; pero la Ley de Abel Keeling era diferente; ni mejor ni peor, sino diferente. La Mano de Dios, que atraía las brisas y los galeones, debía obrar mediante otro sistema; y los ojos de Abel Keeling se clavaron una vez más, desganados, en el cacharro, como si el sistema estuviera allí. Después extravió el sentido, y cuando lo recobró había perdido todo contacto con sus anteriores ideas.
            El remo, por supuesto, esa era la solución. Con él, los hombres podían reírse de las calmas chichas. Ahora solo lo usaban las pinazas y las galeras, aunque había tenido sus ventajas. Pero los remos (que es como decir un sistema, porque si uno quiere, puede sostener que la Mano de Dios empuña el timón, así como el Soplo de Dios llena la vela); los remos eran anticuados, pertenecían al pasado, y usarlos equivalía a abandonar todo lo que era bueno y nuevo, volver a la época en que el espolón de proa era el arma más poderosa de los barcos, cuando estos pasaban un día o dos en el mar antes de volver a puerto en busca de provisiones. Remos… no. Abel Keeling era de los hombres nuevos, los hombres que juraban en nombre de las andanadas de sacres y aculebrines, acostumbrados a pasarse semanas y meses sin avistar tierra. Quizá algún día el ingenio de hombres como él inventaría un barco impulsado no por remos (porque los remos no podían penetrar en los mares remotos del mundo) ni tampoco por velas (porque los hombres que confiaban en las velas se encontraban de pronto en un estrecho de tres millas de anchura, sin un soplo de brisa, suspendidos entre las nubes y el agua, derivando hacia un muro rocoso), sino un barco… un barco…
A Noé y a sus hijoshabló Dios diciendo:«Firmo un pacto con vosotrosy con vuestra descendencia…».            Era Bligh nuevamente, que ambulaba por el combes. La mente de Abel Keeling volvió a quedar en blanco. Después, despacio, muy despacio, con la misma lentitud con que crecían las gotas en el lazo de cuerda, sus pensamientos tomaron forma nuevamente.
            ¿Una galeaza? No. La galeaza quería ser dos cosas a la vez y no era la una ni la otra. Este barco, que la mano del hombre construiría alguna vez para que la Mano de Dios lo guiase, absorbería y conservaría la fuerza del viento, almacenándola como almacenaba sus provisiones. Permanecería inmóvil cuando quisiera, cuando quisiera avanzaría. Volvería contra sí misma la fuerza de la calma chicha y de la tormenta. Porque, naturalmente, su fuerza debía ser el viento, viento almacenado, una bolsa de los vientos, como en la fábula de los niños; un chorro de viento dirigido contra el agua, a popa, impulsando el agua en un sentido y el barco en otro, actuando por reacción. Tendría una cámara de viento, donde este sería introducido por medio de bombas. Para Bligh sería también la Mano de Dios esa fuerza impulsora del barco del futuro que Abel Keeling, tendido entre el palo mayor y la campana, volviendo de tanto en tanto los ojos desde los cenicientos tablones al vívido cardenillo verde de la campana, presentía vagamente…
            El rostro de Bligh, curtido por el sol y devastado desde adentro por la fe que lo consumía, apareció en lo alto de la escalera del alcázar. Su voz palpitaba incontrolable:
Y ya no queda en la tierraun lugar de refugio,ni en el mar ni en el ríoque fluye bajo tierra.
II        
Bligh cerraba los ojos, como contemplando su éxtasis interior. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y sus cejas subían y bajaban con expresión atormentada. Su ancha boca permaneció abierta cuando su himno fue bruscamente interrumpido: en algún lugar, en la trémula luminosidad de la niebla, el canto fue retomado desde su nota final: un bramido ventoso, ronco y lúgubre, alarmante y sostenido, creció y reverberó a través del estrecho. Bligh se estremeció. A tientas, como un ciego, se alejó de la escalera del alcázar, y Abel Keeling vio detrás de sí su figura escuálida, que parecía más alta por la inclinación de la cubierta. Y al extinguirse aquel sonido vasto y hueco, Bligh se echó a reír en su demencia.
            —Señor, ¿la ancha boca de la tumba tiene lengua para alabarte? Ah, otra vez…
            Nuevamente el cavernoso sonido dominó el aire, más potente y cercano. En seguida se oyó otro ruido, un pausado latir, latir, latir… Después volvió el silencio.
            —El mismo Leviatán ha alzado su voz en alabanza —sollozó Bligh.
            Abel Keeling no levantó la cabeza. Había vuelto el recuerdo de aquel día en que, antes de que se alzaran sobre el estrecho las brumas del amanecer, vació de un trago el cacharro de agua que constituía su única ración hasta la noche. Durante esa agonía de sed había visto formas y escuchado sonidos con ojos y oídos que no eran los suyos, mortales, y aun en sus intermitencias de lucidez, cuando sabía que eran alucinaciones, esas formas y esos sonidos regresaban… Había oído las campanas dominicales en su casa de Kent, los gritos de los niños en sus juegos, las despreocupadas canciones de los hombres en su trabajo cotidiano, y la risa y los chismes de las mujeres cuando tendían la ropa blanca en el seto o distribuían el pan en grandes bandejas.
            Esas voces habían tintineado en su cerebro interrumpidas de tanto en tanto por los quejidos de Bligh y de otros dos hombres que aún vivían entonces. Algunas de las voces que escuchara habían estado silenciosas en la tierra muchos años, pero Abel Keeling, torturado por la sed, las había oído con la misma claridad con que oía ahora ese gemido sordo y lúgubre y esa pulsación intermitente que llenaba el estrecho de alarma.
            —¡Alabado sea! ¡Alabado sea! ¡Alabado sea! —deliraba Bligh.
            Después una campana pareció sonar en los oídos de Abel Keeling, y como si algo se hubiera zafado en el mecanismo de su cerebro, en su fantasía surgió otra imagen: la partida del María de la Torre, saludado por un bullicio de campanas, de estridentes gaitas, de valerosas trompetas. Entonces no era un galeón blanco de lepra. La bruñida voluta de su proa centelleaba; el dorado de la campana, de los corredores de popa, de las cinceladas linternas relucía al sol; y sus cofas y el pabellón de guerra en el combés estaban ornados de pintados escudos y emblemas. Llevaba cosidos a las velas vistosos leones rampantes de seda escarlata, y de la verga mayor, ahora sumergida en el agua, colgaba el pendón de dos colas, con la Virgen y el Niño bordados…
            De pronto le pareció oír una voz cercana que decía: «Y medio… siete… siete y medio…» y en un centelleo la imagen de su cerebro cambió. Ahora estaba de nuevo en su casa, enseñando a su hijo, el joven Abel, a lanzar la sonda desde el esquife en que se habían alejado del puerto.
            —Siete y medio… —parecía gritar el muchacho. Los labios ennegrecidos de Abel Keeling murmuraron:
            —¡Muy buen tiro, Abel! Muy buen tiro.
            —Y medio… siete… siete y medio… siete… siete.
            —Ah —murmuró Abel Keeling—, ese tiro no fue tan bueno. Dame la sondaleza. Debes lanzarla así… eso es. Pronto navegarás conmigo en el María de la Torre. Ya conoces las estrellas y el movimiento de los planetas. Mañana te enseñaré a usar el astrolabio…
            Durante uno o dos minutos siguió murmurando. Después se quedó dormido. Cuando volvió a un estado de semiconsciencia, oyó nuevamente un sonido de campanas, débil al principio, después más fuerte y convertido al fin en un potente clamor que resonaba sobre su cabeza. Era Bligh. Bligh, en otro ataque de delirio, había aferrado la cuerda de la campana y la hacía repicar como un demente. La cuerda se rompió en sus dedos, pero él siguió agitándola con la mano, al tiempo que clamaba:
            —Con un arpa y un instrumento de diez cuerdas… ¡el Cielo y la Tierra alaben tu Nombre!
            Y clamaba a voz en cuello y sacudía la enmohecida campana de bronce.
            ¡Ah del barco! ¿Qué barco es ese?
            Parecía un verdadero saludo que salía de la bruma. Pero Abel Keeling conocía esas voces que surgían de las brumas. Venían de barcos que no existían.
            —Sí, pon un buen vigía y no pierdas de vista la brújula —volvió a murmurar, hablando con su hijo.
            Pero así como a veces un hombre dormido se incorpora en el lecho, o se levanta y empieza a caminar, del mismo modo Abel Keeling, con las manos y las rodillas apoyadas sobre cubierta, miró por encima del hombro. En alguna profunda región de su espíritu tuvo conciencia de que la inclinación de la cubierta se había vuelto más peligrosa, pero su cerebro recibió la advertencia y la olvidó en seguida. Sus ojos se clavaban en una niebla luminosa y desconcertante. El escudo del sol era de una plata más ardiente; debajo, el mar se esfumaba en radiantes evaporaciones. Y entre el sol y el mar, suspendido en la bruma, no más sustancial que las vagas sombras que pasan ante los ojos encandilados, flotaba espectralmente una forma piramidal. Abel Keeling se pasó la mano por los ojos, pero cuando la retiró la sombra aún estaba allí, deslizándose lentamente hacia la popa del María de la Torre. Y a medida que la observaba, su forma iba cambiando. La espectral silueta gris con forma de pirámide pareció disolverse en cuatro segmentos verticales, de altura levemente decreciente. El más próximo a la popa del María de la Torre era el más alto, y el de la izquierda el más bajo. Parecía la sombra de una gigantesca flauta de cañas, en la que hubiera resonado poco antes aquel son cóncavo y plañidero.
            Y mientras miraba con ojos engañados, nuevamente fueron engañados sus oídos:
            ¡Ah del barco! ¿Qué barco es ese? ¿Es un barco?… Oye, dame el altavoz… —Y en seguida un ladrido metálico—: ¡Ea! ¿Quién diablos son ustedes? ¿No tocaron una campana? Tóquenla de nuevo, hagan algún ruido
            Todo esto llegó borrosamente a los oídos de Abel Keeling, como a través de un intenso zumbido. Después creyó oír una risa breve e intrigada, seguida por un diálogo que venía de algún lugar situado entre el mar y el cielo.
            Oye, Ward, pellízcame, ¿quieres? Dime qué ves allí. Quiero saber si estoy despierto.
            —¿Qué veo adónde?
            Hacia la serviola de estribor. (Para ese ventilador; no puedo oírme pensar). ¿Ves algo? No me digas que es ese maldito Holandés… No me vengas con esa vieja historia de Vanderbecken. Cuéntame algo más creíble, para empezar; algo sobre una serpiente marina… Oíste la campana, ¿verdad? Calla un momento… escucha.
            Nuevamente se alzaba la voz de Bligh:
Este es el pacto que celebro:de ahora en adelante, nuncadestruiré el mundo nuevamentepor el agua como antaño…         La voz de Bligh tornó a extinguirse en los oídos de Abel Keeling.
            Oh, por las barbas del profeta —dijo la voz que parecía venir de entre el cielo y el mar. Después habló más fuerte—. Escuchen —dijo con deliberada cortesía—, si eso es un barco, ¿por qué no nos dicen dónde se celebra la mascarada? Se nos ha descompuesto la radio, y no estábamos enterados… Oh, ves eso, Ward, ¿no? ¡Por favor, dígannos qué diablos son ustedes!
            Una vez más Abel Keeling se había movido como un sonámbulo, incorporándose junto a los maderos del campanario, mientras Bligh caía hecho un bulto sobre cubierta. El movimiento de Abel Keeling derribó el cacharro, que rodó por cubierta, en pos del diminuto arroyo de su contenido, y quedó encajado allí donde el inmóvil y rebosante mar formaba; por así decirlo, una cadena con la esculpida balaustrada del alcázar: un eslabón el borde todavía reluciente, después un balaustre oscuro, después otro eslabón reluciente. Por un momento apenas, Abel Keeling reflexionó que lo que había lanzado a Bligh hacia la popa era el ascenso del agua en el combés, que ahora estaba enteramente sumergido. Después fue absorbido una vez más por su sueño, por las voces, por aquella silueta entre las brumas, que había tomado nuevamente la forma de una pirámide.
            Por supuesto —volvía a quejarse una de las voces, siempre a través del confuso zumbido que llenaba los oídos de Abel Keeling—, por supuesto, no podemos apuntarle con un cuatro-pulgadas… Y desde luego, Ward, yo no creo en ellos. ¿Llamamos al viejo A. B.? Tal vez esto interese a Su Científica Majestad el Capitán.
            Oh, baja un bote y rema hacia él… dentro de él… sobre él… a… través de él…
            Mira a nuestros muchachos apiñados allá. Lo han visto. Mejor no dar una orden que tú sabes que no será obedecida
            Abel Keeling, aferrado al campanario, comenzaba a interesarse en su sueño. Porque si bien no conocía su estructura, aquel espejismo era la forma de un barco. Una proyección, sin duda, de sus anteriores reflexiones. Y eso era extraño… Aunque no tanto, quizá. Sabía que aquello no existía realmente; solo su apariencia existía; pero las cosas debían existir de ese modo antes de existir en realidad. Antes de existir, el María de la Torre había sido una forma en la imaginación de algún hombre; antes de eso, algún soñador había soñado la forma de un buque de remos; y aun antes, allá lejos en el alba y la infancia del mundo, antes de que el hombre se aventurase a atravesar el agua sobre un par de leños, algún vidente había columbrado en una visión el esquema de la balsa. Y puesto que esa forma que flotaba ante sus ojos era una forma de su sueño, él, Abel Keeling, era dueño de ella. Su mismo ser pensante la había concebido, y había sido botada en el océano ilimitable de su propia alma…
Y nunca he de olvidareste mi convenio celebradoentre tú y yo y toda carnemientras dure el mundo…            Cantaba Bligh, en éxtasis.
            Pero así como el que sueña, aun en el sueño, suele escribir en la pared contigua una clave, una palabra que mañana le recuerde su visión perdida, así Abel Keeling empezó a buscar una señal como prueba para mostrar a quienes fuesen ajenos a su visión. El mismo Bligh buscaba eso… no podía estarse callado en su éxtasis, tendido sobre cubierta, sino que elevaba, en un arpa y en un instrumento de diez cuerdas, como él decía, apasionados amenes y alabanzas a su Hacedor. Lo mismo Abel Keeling. Habría sido el Amén de su vida alabar a Dios, no con un arpa, sino por medio de un barco que llevara su propia energía impulsora, que almacenara el viento o su equivalente como almacenaba sus provisiones, algo arrancado al caos y a la inercia, algo ordenado y disciplinado y subordinado a la voluntad de Abel Keeling… Y allí estaba, esa forma de barco de un gris espectral, con sus cuatro tubos verticales, que, vistos ahora de frente y de igual longitud, parecían un órgano fantasma. Y los tripulantes espectrales de ese barco hablaban nuevamente…
            La interrumpida cadena de plata junto a la balaustrada del alcázar ahora se había vuelto continua, y los balaústres formaban con sus propios reflejos inmóviles el esqueleto de un pez. El agua volcada del cacharro se había secado, y el cacharro había desaparecido. Abel Keeling se paró junto al mástil, erguido como Dios creó al hombre. Con su mano de cuero golpeó la campana. Aguardó un minuto y gritó:
            —¡Ah del barco!… ¡Ah del barco! ¿Qué barco es ese?
III      
No tenemos conciencia en el sueño de que estamos jugando un juego, cuyo principio y cuyo fin están en nosotros mismos. En este sueño de Abel Keeling una voz replicó:
            Bueno, ha recobrado el habla… ¡Eh! ¿Qué son ustedes?
            En voz alta y clara Abel Keeling dijo:
            —¿Es eso un barco?
            La voz contestó con una risa nerviosa:
            Somos un barco, ¿verdad, Ward? Ya no me siento muy seguro… Sí, por supuesto, este es un barco. Por nosotros no hay cuidado. La cuestión es quién diablos son ustedes.
            No todas las palabras que utilizaban aquellas voces eran inteligibles para Abel Keeling; y sin saber por qué, algo en el tono de aquella última frase le recordó el honor debido al María de la Torre. Blanco de llagas y al término de su vida estaba el galeón, pero Abel Keeling era todavía el custodio de su dignidad. La voz tenía un acento juvenil; no estaba bien que jóvenes lenguas se movieran en desprecio de su galeón. Habló con dureza.
            —¿Sois el capitán de esa nave?
            Oficial de guardia —volvieron a él flotando las palabras—. El capitán está abajo.
            —Entonces id a buscarlo. Los amos hablan con los amos —respondió Abel Keeling.
            Podía ver las dos figuras, chatas y sin relieve, paradas en una estructura alta y angosta provista de una barandilla. Uno de ellos silbó por lo bajo y pareció abanicarse la cara; pero el otro murmuró algo sordamente, ante una especie de chimenea. Después las dos siluetas se convirtieron en tres. Hubo cuchicheos, como de consulta, y en seguida habló una nueva voz. Al oír su vibración y su acento, un súbito temblor recorrió el cuerpo de Abel Keeling. Se preguntó qué fibra hería aquella voz en los olvidados recovecos de su memoria.
            —¡Ea! —gritó esta voz nueva, aunque vagamente recordada—. ¿Qué ocurre? Escuche. Este es el destructor británico Seapink, que salió de Devonport en octubre último, y no tiene nada de particular. ¿Quiénes son ustedes?
            —El María de la Torre, que zarpó del puerto de Rye el día de Santa Ana, y ahora con solo dos hombres…
            Una exclamación lo interrumpió.
            —¿De dónde? —dijo temblorosa aquella voz que conmovía tan extrañamente a Abel Keeling, mientras Bligh estallaba en gemidos de renovado éxtasis.
            —Del puerto de Rye, en el condado de Sussex… ¡Ea, prestad atención; de lo contrario no podréis oírme mientras luchen el espíritu y el cuerpo de ese hombre! ¡Eh! ¿Estáis ahí?
            Las voces se habían convertido en un débil murmullo; y la forma del buque se había desvanecido ante los ojos de Abel Keeling. Los llamó a gritos una y otra vez. Quería enterarse de la estructura y manejo de la cámara de viento…
            —¡La cámara de viento! —gritó atormentado por el temor de perder la revelación tan próxima—. Quiero que me digáis cómo funciona…
            Como un eco volvieron a él las palabras, pronunciadas con acento de incomprensión:
            —¿La cámara de viento?
            —… lo que impulsa al barco —quizá no sea viento; un arco de acero tendido también conserva la fuerza— la fuerza que almacenáis, para moveros a voluntad a través de la calma y las tormentas…
            —¿Tú entiendes lo que dice?
            Oh, en el momento menos pensado nos despertaremos
            Un momento, ya sé. Las máquinas. Quiere saber algo de nuestras máquinas. Si seguimos así, acabará por pedirnos la documentación de a bordo. ¡El puerto de Rye!… Bueno, nada se pierde con seguirle la corriente. Veamos qué saca en limpio de todo esto. ¡Ah del barco! —retornó la voz a Abel Keeling, un poco más fuerte ahora, como llevada por un viento cambiante, y hablando cada vez más de prisa—. No es viento, sino vapor, ¿me oye? Vapor. Vapor de agua en ocho calderas Yarrow. Vapor, v-a-p-o-r. ¿Comprende? Y tenemos motores gemelos de triple expansión, son cuatro mil caballos de fuerza. 430 revoluciones por minuto. ¿Entendido? ¿Quiere saber algo de nuestro armamento, señor fantasma?
            Abel Keeling murmuraba temeroso para sus adentros. Le irritaba que palabras percibidas en su propio sueño no tuviesen significado para él ¿Cómo le llegaban en su sueño palabras que estando despierto no conocía?
            En cuanto a armamento —prosiguió la voz que turbaba tan profundamente los recuerdos de Abel Keeling— tenemos dos tubos lanzatorpedos Whitehead, tres seis libras en la cubierta superior, y ese que ve junto a la torre de mando es un doce libras. Olvidaba mencionar que el buque es de acero níquel, que llevamos unas sesenta toneladas de hulla en las carboneras, y que nuestra velocidad máxima es aproximadamente de treinta nudos y cuarto. ¿Quiere subir a bordo?
            Pero la voz siguió hablando, aún más rápida y febril, como para llenar de cualquier modo el silencio, y la figura que hablaba se inclinaba ansiosamente hacia adelante sobre la barandilla.
            ¡Uf! Me alegro de que esto haya ocurrido en plena luz del día —murmuró otra voz.
            Ojalá estuviera seguro de que está ocurriendo… ¡Pobre viejo fantasma!
            Supongo que se mantendría de pie aunque la cubierta estuviese en posición vertical. ¿Crees que se hundirá, o que simplemente se disolverá en el aire?
            Probablemente se hunda… sin oleaje… Oigan… Ahí está el otro…
            En efecto, Bligh cantaba nuevamente:
Señor, tú nos conocesy sabes que si el triunfoobtenemos de tu manosin sentir dolor ni pena,bien poco lo apreciamos.Pero tras la suerte adversaes mil veces más preciosotodo don que recibimos…    ¡Pero, oh, miren… miren… miren al otro! Diablos, ¿no es un tipo magnífico? ¡Miren!
            En efecto, Abel Keeling, transfigurado como un profeta en el momento del rapto, acababa de sentir su cerebro inundado por la blanquísima luz de la perfecta comprensión; de recibir aquello que él y su sueño habían estado esperando. Como si Dios hubiese grabado sus líneas en su cerebro, conoció aquel barco del futuro. Lo conoció milagrosamente, totalmente, como conocen las cosas aquellos que ya bajan al sepulcro y aceptan con un gesto de natural asentimiento las imposibilidades de la vida. Desde las bocas ardientes de sus ocho calderas hasta la última gota de sus lubricadores, desde el montaje de sus máquinas hasta las recámaras de sus cañones de tiro rápido. Calculó su arqueo, tomó su posición, leyó las distancias de tiro en el telémetro, y vivió la vida de quien lo comandaba. Ya mañana no olvidaría la revelación, como había olvidado tantas otras veces, porque al fin había visto el agua bajo sus pies y sabía que no restaba para él ningún mañana en este mundo…
            Y aun en aquel momento, cuando solo quedaban uno o dos gránulos en su reloj de arena, indomable, insaciable, soñando sueño sobre sueño, se sintió incapaz de morir sin saber más. Le quedaban dos preguntas por formular, y aun una tercera pregunta, la más fundamental. Y solo disponía de un instante. Estridente se oyó su voz:
            —¡Oídme! Este viejo barco, el María de la Torre, no puede hacer treinta nudos y cuarto, pero aun así puede navegar. ¿Qué más hace el vuestro? ¿Se eleva sobre las aguas, como las aves que surcan el espacio?
            Santo Dios, cree que esto es un avión… No, no vuela…
            —¿Y puede sumergirse, como los peces del mar?
            No… Esos son los submarinos… Esto no es un submarino.
            Pero Abel Keeling ya no lo escuchaba. Lanzó una risa de júbilo.
            —Oh, treinta nudos, y en la superficie del agua… ¿nada más que eso? ¡Ja, ja, ja!… Mi barco, os digo… navegará… ¡Cuidado ahí abajo! ¡Acuñad ese cañón!
            El grito brotó súbito y alerta, al tiempo que se oía en las entrañas de la nave un rumor sordo y un temblor siniestro sacudía al galeón.
            ¡Por Dios!, se han soltado los cañones… Es el fin…
            —¡Acuñad ese cañón y amarrad los otros! —gritó nuevamente la voz de Abel Keeling, como si hubiera alguien para obedecerle.
            Se había abrazado a los maderos del campanario, pero en mitad de la orden siguiente su voz bruscamente se quebró. La silueta de su barco, por un instante olvidada, apareció nuevamente ante sus ojos. Llegaba el fin, y aún no había formulado la pregunta decisiva, el temor de cuya respuesta le torturaba el rostro y parecía a punto de hacerle estallar el corazón.
            —Un momento… el que habló conmigo… el capitán —gritó con voz penetrante—, ¿está ahí todavía?
            Sí, sí —repuso la otra voz, enferma de suspenso—. ¡Oh, pronto!
            Por un instante se mezclaron indescriptiblemente roncos gritos de muchas voces, un golpe seco, un rodar sobre planchas de madera, un estallido de tablones, un gorgoteo y una zambullida; el cañón bajo el cual había estado Abel Keeling acababa de cortar sus amarras podridas, precipitándose por la cubierta y arrastrando consigo el cuerpo inconsciente de Bligh. La cubierta quedó vertical, y por un instante más Abel Keeling se aferró al campanario.
            —No puedo ver vuestro rostro —gritó—, pero me parece conocer vuestra voz. ¿Cómo os llamáis?
            En un desgarrado sollozo vino la respuesta:
            Keeling… Abel Keeling… ¡Oh, Dios mío!
            Y el grito de triunfo de Abel Keeling, dilatado hasta convertirse en un «¡Hurra!» de victoria, se perdió en el descenso vertical del María de la Torre, que dejó el estrecho vacío, salvo por el ígneo resplandor del sol y la última humosa evaporación de las brumas.

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