CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
miércoles, 8 de mayo de 2019
S IGLO DE ORO SIGLO XVII I N T R O D U C C I Ó N. ÉPOCA BARROCA.
HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA.
S IGLO DE ORO
SIGLO XVII
I N T R O D U C C I Ó N
Si al comienzo de cada una de las épocas o períodos precedentes hemos
podido en breves líneas justificar una división o trazar los caracteres del momento,
al agrupar los escritores que componen este volumen bajo el epígrafe
de Época barroca sentimos el temor de muchas objeciones posibles. La denominación
es, sin embargo, de uso común y nos servimos de ella por evidentes
razones de comodidad, que han de contar con una generosa aportación —por
parte del lector— de todo un caudal de conocimientos indispensables; contando
con ellos hemos de'dispensarnos de entrar aquí en la definición de movimientos
o tendencias harto sabidos, pero también de enfrentar la discusión de
complejas cuestiones teóricas, que exigirían el ámbito de un largo ensayo. Los
problemas promovidos en tomo al Barroco durante las últimas décadas son de
tal índole y la literatura acumulada sobre ellos alcanza ya tal magnitud, que
no ya el comentarlos, sino tan sólo el resumirlos con un decoro mínimo precisaría
la totalidad de este volumen.
Una mirada de conjunto dirigida a la plenitud del siglo xvn nos proporciona
la evidencia de hallamos en una etapa literaria enteramente distinta de la
anterior, pero ya no es tan hacedero delimitar sus orillas. Situar a Cervantes
dentro del Barroco puede resultar tan arriesgado como emplazarlo en el Renacimiento;
como veremos enseguida, Cervantes realiza —a nuestro juicio— la
síntesis genial de ambos períodos, pero no faltan quienes le asignan con exclusividad
los caracteres de uno solo de ellos. Pfandl, por ejemplo, afirma que
Cervantes no era “nada barroco” mientras que Hatzfeld lo estudia de lleno
como a ta l2. La denominación de “literatura nacional española”, aplicada por
Pfandl a la de la época barroca, ha hecho fortuna ; en líneas generales parece
cierto que el siglo xvn supone la completa nacionalización de los temas y di-
1 Ludwig Pfandl, Historia de la Literatura Nacional Española en la Edad de Oro, Barcelona,
1933, pág. 246.
2 Helmut Hatzfeld, Estudios sobre-el Barroco, Madrid, 1964 (véanse también sus otros
estudios, citados luego),
rectrices alumbrados por el Renacimiento. Pero obsérvese también que, según
hemos tratado de explicar en los capítulos correspondientes, la síntesis realizada
por nuestros escritores de la segunda mitad del xvi entre Renacimiento y
medievalismo, italianismo y poesía popular, paganismo y religiosidad, universalidad
y tradición, representa una fusión personalísima, inequívocamente nuestra,
que no parece tener menores derechos a ser calificada de “nacional” que
la que luego florece durante el Barroco.
Si nos atenemos a las diferencias incuestionables entre ambas épocas, llegaremos
a la conclusión de que lo son tan sólo —y no han de faltarnos grandes
autoridades en nuestro apoyo— las que afectan a problemas de sola “técnica”,
es decir, de forma o de estilo, por decirlo con lenguaje tradicional; sencillamente,
la sobriedad, equilibrio y mesura del Renacimiento clásico se transforman
en las exuberancias estilísticas del Barroco bajo la conocida proliferación
de escritores cultistas y conceptistas. Pero también entonces el trazado de límites
resulta igualmente problemático y arbitrario. Hemos de ver cómo el cultismo
más extremo no es sino el proceso lógico e inevitable y el crecimiento
gradual de una tendencia culta provocada y desarrollada por el Renacimiento.
Emilio Carilla, que al comentar el peculiar emplazamiento de Cervantes, cede
a la más común tendencia de llamar al Barroco “reacción contra el arte renacentista”,
explica que aquél no rompió abiertamente con las claras líneas clasicistas:
“Hay reacciones más conscientes —dice—, más definidas, más irrespetuosas
que otras : dentro de este tipo debemos colocar el movimiento romántico,
mejor perfilado en los planos y sectores. El Barroco, con todas sus innovaciones,
fue más conservador..''3. Como que no fue, en efecto, reacción, sino
crecimiento y plenitud de una semilla sembrada y madurada durante todo el
siglo precedente ; y así son de imprecisas y fluidas —como las de una vida— las
distintas etapas de este proceso. El mismo crítico explica a continuación que
hasta el estudio de Pfandl no se había visto con toda nitidez y en su fuerte unidad
la peculiar fisonomía del Barroco. Efectivamente, durante largo tiempo
era el Siglo de Oro —dilatado sobre ambas centurias— lo que se veía formando
una unidad, de la cual el culteranismo y el conceptismo se estimaban como
viciosas excrecencias de última hora. Las modernas investigaciones, que han
acotado, analizado y valorado el Barroco como un fenómeno cultural de primer
orden, han rebatido aquella tradicional clasificación ; pero el que ésta pudiera
haber tenido vigencia durante tanto tiempo explica claramente que las
fronteras entre los dos siglos y estilos son tan porosas como convencionales;
no separan, sino que tienden puentes y vasos innumerables de comunicación.
La literatura sobre el Barroco en cualquiera de sus manifestaciones —abrumadora
ya, según hemos dicho— ha profundizado sagazmente en el estudie
3 Emilio Carilla, “Cervantes, testimonio de épocas artísticas”, en Estudios de literatura
española, Rosario, República Argentina, pág. 124.
de innumerables parcelas, pero quizá debido a su misma juventud y proliferación
está muy lejos todavía de llegar a resultados definitivos. Provisionalmente
y en apretada síntesis, por tratarse de caracteres sobradamente conocidos y glosados
hasta la saciedad, podemos resumir los rasgos más salientes del Barroco
en los siguientes puntos:
Sustitución de la severa y serena belleza clásica por un arte acumulativo,
que pretende impresionar los sentidos y la imaginación con estímulos poderosos,
fuera de lo común. Estos, estímulos pueden dirigirse al entendimiento —y
se manifiestan en retorcidas agudezas, imágenes brillantes, ideas ingeniosas y
todo género de novedades y audacias estilísticas, que constituyen lo que tradicionalmente
se viene denominando cultismo y conceptismo— o pueden apuntar
hacia el sentimiento, y entonces se valen de todos los medios capaces de
excitar el terror o la compasión, provocar la admiración o la sorpresa, sirviéndose
de temas maravillosos, pintorescos, grotescos o monstruosos.
Consecuencia de la anterior condición es la tendencia hacia lo exagerado y
desmedido; roto el freno que suponía la autoridad de los modelos y las normas
clásicas, el escritor no reconoce obstáculos a su deseo de personal originalidad
y se empeña en una porfía de hipérboles.
Violencia dinámica, movimiento, tensión, vehemencia y apresurada sucesión
de ideas y de imágenes, que reemplazan la tendencia estática, lógica y ordenada
del arte clásico.
Cultivo del contraste, claroscuro (en las artes plásticas), que se manifiesta
en lo literario con el enfrentamiento de contrarios, el placer de la antítesis, la
contraposición de lo hermoso y lo feo, lo religioso y lo sensual, lo refinado y
lo vulgar, lo trágico y lo cómico, lo estilizado y lo grosero.
Artificiosidad, rebuscamiento y afectación, nacidos de la búsqueda de lo
raro y original, que conducen a un arte de exquisitas excelencias formales y,
consecuentemente, dirigido a las minorías.
La falta de equilibrio en el carácter de los temas y en el empleo de los
medios expresivos, servida por el afán de contraste, conduce asimismo a dos
resultados contrapuestos : unas veces a la deformación caricaturesca de la realidad,
a la que desfigura por el camino de la degradación ; otras, a la idealización
estilizada, que es capaz de convertir en. objeto de refinada elaboración
hasta los seres más bajos y vulgares.
Convendría añadir, por lo que puedan aclarar los conceptos sobre el Barroco
—aunque no son aplicables sino a las artes plásticas—, alguno de los
caracteres fijados por Wolfflin como característicos del Barroco, y que ya se
han convertido en definiciones de uso común; a saber:
Sustitución de un arte lineal por el pintoresco; es decir, el objeto no se
precisa por medio de la línea y el dibujo sino de la masa y el color, que se
encargan de sugerir las formas.
Transición de la superficie a la profundidad y tendencia a superar la perspectiva
lineal, producida por planos superpuestos, mediante una sugestión de
movimiento que produce a su vez la impresión de profundidad.
Transición de la forma cerrada a la forma abierta ; el frontón triangular de
los edificios clásico-renacentistas se abre en sus vértices y se enrosca en complicadas
volutas.
Transición de la claridad a la oscuridad ; es decir, se sustituyen las formas
geométricamente definidas", por una ornamentación que difumina los contornos,
o los oculta por entero, o los extiende hasta confundirlos con el ambiente, o los
retuerce como en el caso de las llamadas columnas salomónicas.
Adviértase bien que, si cualquiera de los caracteres dichos puede caracterizar
con gran propiedad lo que convenimos en calificar de estilo barroco, no
es necesario suponer en cada caso la existencia de los demás ; es tan frecuente
la reunión de todos o varios de ellos como la presencia de otros cualesquiera
que puedan contradecirlos o anularlos ; lo más genuino del Barroco —lo mismo
que habremos de ver también en su día a propósito del fenómeno romántico—
es la existencia siempre amenazante de su antípoda, puesto que nada puede
en realidad definir tan justamente lo barroco como esta coexistencia, o
fusión o lucha de contrarios, de cuyo equilibrio o enfrentamiento se origina su
característica tensión. Así, por ejemplo, si el artificio típicamente barroco puede
limitar una determinada tendencia poética a una minoría, podemos ver a
su mismo lado cómo la exaltación sentimental o la exuberancia colorista o el
cultivo de lo maravilloso conducen a un arte de inequívoca filiación popular.
La más aguda cuestión, probablemente, que ahora habremos de planteamos,
afecta a las razones que pueden explicar la aparición del Barroco, es decir, cómo
conduce a él, o se disuelve en él, el período renacentista. Es tendencia muy
común relacionar el barroquismo con las condiciones político-sociales españolas
del momento, y en especial con la decadencia y descomposición interior que
sobreviene en nuestro país a la_muerte de Felipe II. Por sobradamente conocidas
basta sólo con aludir aquí a dichas circunstancias: empobrecimiento económico
y financiero, fracasos políticos y militares, debilitación de los sentimientos
patrióticos y religiosos, disgregación interior con la separación definitiva
de Portugal y la rebelión de Cataluña, corrupción administrativa, ineptitud de
los monarcas que entregan el poder a la codicia y arbitrariedad de los válidos,
centralización abusiva de la administración, etc. España, que en la centuria
precedente había proclamado los ideales de una Monarquía universal como
cabeza de la unidad católica, ve hundirse sus propósitos en un total fracaso,
afianzada la Reforma en casi todos los países de Europa y arruinada en Westfalia
nuestra supremacía militar de casi dos siglos.
Esta decadencia y desconcierto interior en lo que a vida social y política
se refiere, puede explicar en buena parte —porque la justificación total nos
parece bastante más compleja— la existencia de los fuertes contrastes que
siempre han sorprendido a propios y extraños y que confieren esa facies particular
a la vida española : galantería y rufianería, miseria y esplendor, derroche
y angustia económica, idealismo y picaresca, refinamiento y vulgaridad, afán de
placer y exaltación religiosa, total despreocupación por los intereses públicos y
desaforado patrioterismo. Tan peregrinas antinomias pueden determinar a su ;
vez muchos aspectos del Barroco en lo que atañe a sus contrastes y atormentada
pugna de contrarios, pero sería difícil precisar si provocan una peculiar
actitud espiritual frente a las cosas o sirven tan sólo para ofrecerle al escritor
—o al pintor— de aquella época la abigarrada y varia gama temática que le
distingue.
Se alude siempre al pesimismo y desengaño que, al mismo tiempo, caracteriza
de modo tan peculiar la posición moral del escritor barroco ; en toda la
literatura de la época parece resonar como una voz inacallable la sentencia
bíblica del “vanitas vanitatum” : se repite hasta el tedio el tema del tiempo
fugaz, de las ruinas que fueron soberbios esplendores, de la belleza de la rosa
que se marchita en un instante, de la vida considerada como una vana ilusión ;
“la idea fundamental de La vida es sueño —recuerda Pfandl— la repitió Calderón
en nueve dramas diferentes” 4. Tal actitud se supone frecuentemente nacida
de la decadencia político-social que hemos resumido. Según tal interpretación
es esta decadencia y su consiguiente desequilibrio interior los que provocan
el fenómeno barroco con sus peculiares antítesis y su angustiado pesimismo;
lo que equivale a decir que el Barroco, considerado en su conjunto,
es el resultado de una situación político-social: el escritor condicionadó por
estas circunstancias, se expresa luego en apropiadas formas literarias —vehículo
de su actitud—, que son las del Barroco.
Pero semejante deducción, tan aparentemente lógica, puede ser muy discutible.
No parece que el descubrimiento del “vanitas vanitatum” sea una peculiaridad
barroca. En otro país cualquiera donde el ilusionado humanismo del Renacimiento
hubiera acallado por entero la voz del cristianismo tradicional, cabría
admitir mejor que la implantación de los ideales contrarreformistas hicieran
retroceder a su vez el optimismo renacentista y reinstalasen la pesimista
filosofía religiosa de la caducidad de lo terreno.
Pero en España no fue así. Precisamente la media centuria anterior había
presenciado la plenitud y desbordante difusión de la literatura religiosa en todas
sus variedades ; centenares de místicos y ascetas, de moralistas y predicadores,
en auténtica avalancha, habían proclamado en todos los tonos la apariencia
engañosa de las cosas y comparado la vida humana a una breve y mentirosa
representación teatral. La invención y amplísimo aprovechamiento del realismo
tremebundo para excitar los sentimientos piadosos no es obra de los escritores
barrocos, sino de los ascéticos del siglo xvi. Ignacio de Loyola, que no es ba4
Historia..., cit., pág. 247.
rroco sino contemporáneo del Emperador, se había servido en sus famosos·
Ejercicios espirituales de las más naturalistas descripciones, sobre todo en.
las penas del infierno, para mover las almas hacia el temor de Dios ; y el recurso
se hizo imprescindible en toda meditación piadosa. Ese sangriento realismo
que se complace sobre todo en las escenas de la Pasión y en los tormentos
de los mártires —y que ha permitido a Pfandl hablar con toda propiedad
de “crueldad devota” 5— y que se encarniza en la más desolada pintura de
nuestras postrimerías, en el más amargo inventario de las miserias del cuerpo
humano, es obra de nuestros escritores religiosos del siglo xvx. Precisamente
la época barroca los tuvo apenas, pues la decadencia y casi desaparición de la
literatura religiosa es uno de sus rasgos.
Parécenos, pues, que lá insistencia en estos motivos de la vanidad de lo
terreno y la rosa fugitiva es más bien una pervivencia del siglo anterior. Lo
que sucede es que el tema se seculariza, por decirlo así ; de las páginas de los
ascetas había saltado a la escena teatral, a los versos de los poetas y a los lienzos
de los pintores. Pero no creemos que esto suponga una intensificación del
tema, sino todo lo contrario. Un corral de comedias, con una bella actriz sobre
las tablas, no era el lugar más adecuado para meditar en la vanidad de lo terreno,
aunque se le invitara al espectador en décimas espléndidas. Los predicadores
se quejaban demasiadas veces, y no sólo de oficio, de que el teatro se
les llevaba la parroquia, para que no admitamos que decían verdad. El pesimismo,
durante el Barroco, se trocaba en teatro y en retórica lírica; era un
bello motivo que daba gravedad a muchos parlamentos; se le había absorbido
tan intensamente durante toda la centuria anterior, que formaba parte del
habla común y hasta de todo pensamiento habitual, aunque quizá no comprometía
demasiado las vivencias. Y es posible también que aquel pesimismo retórico
que alternaba en las comedias con las mayores desenvolturas, fuera un
buen aliado contra el ataque de los moralistas, que no perdonaban medio para
echar abajo el teatro6.
5 ídem, id., pág. 243.
6 La macabra pintura de Valdés Leal, que tantas veces se aduce como símbolo del
peculiar pesimismo del siglo xvu español, nos parece un tópico. Páginas innumerables de
la literatura religiosa del Quinientos le habían proporcionado cuantos modelos pudiera
apetecer, y de los más extremos. El xvu se complacía, sin duda alguna, en la pintura de
Magdalenas penitentes, pero las encarnaba en espléndidas mujeres a medio vestir, y la mirada
del espectador podía solazarse mucho más en la hermosura del sujeto que en los
instrumentos de penitencia de que se le rodeaba. El xvu encontró la manera de convertir
en espectáculo deleitoso el pesimismo que el Quinientos había tomado siempre como motivo
de grave meditación; esto podría revelarnos mucho de cómo los altos ideales se
habían convertido en rutina, en aparato exterior y en convenciones intocables, externamente
respetadas pero poco sentidas. Lo verdaderamente peculiar del xvu —a nuestro
juicio—· en materia de pesimismo y sátira de la realidad ambiente no hay que buscarlo
en las truculencias de Valdés Leal ni en los lamentos sobre la rosa efímera (el español se
apresuraba a aspirar su aroma antes de que se marchitara), sino en la denuncia de la hiCosa
muy diferente sería si se nos dijera que la decadencia y descomposición
del país había inspirado una fuerte corriente de literatura política, pesimista
y denunciadora de aquella grave realidad. Mas el caso es que no fue así.
Se aduce siempre a Quevedo y a Gracián, y también a Saavedra Fajardo ; pero
parece poco para todo un siglo de desdichas. El pesimismo de Gracián es un
problema temperamental, que tiene' por blanco mucho más que la realidad
presente la consideración intemporal de la tontería y la maldad humana; sus
quejas del momento político inmediato son muy reducidas. Saavedra, al considerar
los males políticos de su país, se queja mucho más de lo que califica de
perfidia y mala voluntad de los enemigos de su patria que de culpas propias;
sus censuras a los validos o la mala administración no son cosa mayor. Queda
Quevedo; Quevedo tenía clarísima conciencia de la ruina de la nación y de
cada una de sus causas y las denunció en la medida que le fue posible, a veces
en sólo un verso agazapado en una composición burlesca. Pero ni siquiera su
obra toda pu.ede bastar para definir un clima de pesimismo, de alerta y de
denuncia.
En cambio, frente a estos chispazos aislados existe un hecho cierto, que
quienes suponen al Barroco resultado de la decadencia o de la Contrarreforma
no consiguen satisfactoriamente explicar7. Cien años de literatura barroca propocresía
y la falsificación que tenían atenazada y corrompida la vida del país; ésa es
la gloria de Cervantes, y de Quevedo, y de casi toda la picaresca, y de algunos escritores
costumbristas, y hasta de muchos autores de entremeses, que entre burlas y zapatetas
desenmascaraban la farsa de muchas actitudes. Pero toda esta sátira ■—indudable y magnífica—
no producía una “ideología”, sino tan sólo una secuencia moral de escepticismo.
7 El hecho de que la mayor decadencia interna coincida con el momento más espléndido
de nuestras letras y nuestras artes ha sorprendido siempre a todo observador, pero
no parece que ha recibido hasta el momento justificaciones convincentes; entre otras
muchas, es ésta una objeción muy grave contra quienes suponen al Barroco provocado
fundamentalmente por decadencias o corrientes religiosas. Otro aspecto debe ser mencionado
además. El Barroco, aunque sea un fenómeno de particular intensidad en nuestro
suelo porque encontraba tierra abonada —como tantas veces se ha dicho— en las
tradicionales condiciones del espíritu y el arte español, se extiende también, con mayor
o menor pujanza, por casi toda Europa, hasta en países cuyas circunstancias históricas
eran enteramente distintas, de las nuestras. La existencia incluso de un Barroco francés
—discutido, pero admitido ya— (véase luego la bibliografía), o de Barrocos protestantes
(Holanda, Alemania, Inglaterra), resta mucha autoridad a la argumentación a que venimos
aludiendo. El propio Hatzfeld enumera las distintas manifestaciones del Barroco europeo,
llegando a la conclusión de que fue un fenómeno general; cierto que lo supone producido
precisamente por la difusión del influjo español: “Nosotros creemos —dice— que
el barroco existe ciertamente como movimiento literario europeo, y que es el influjo que
el espíritu y estilo españoles ejercieron en todas partes, suplantando el carácter italiano
y clásico-antiguo de la literatura europea del siglo xvi” (“El predominio del espíritu español
en la literatura europea del siglo xvn”, en Revista de Filología Hispánica, III,
1941, págs. 9-23; la cita es de la página 10). Pero, aun admitida esta hipótesis, no es
menos cierto que países sin decadencia ni Contrarreforma podían absorber a la perfección
todo género de barroquismo, literario o plástico.
dujeron un volumen de teatro y espectáculo escénico superior a todo el resto
de nuestra historia. El escaso número de sus obras portadoras de ideas transcendentes
o de temas profundos equivoca a muchos acerca del carácter de esta
dramática; pero es preciso aclarar —admitiendo el riesgo de tan categórica
afirmación— que la inmensa mayoría de aquélla nació para diversión de un
pueblo hambriento de espectáculo y de placeres, para calmar la impaciencia
de los mosqueteros, como tenía que decir Lope. Asombra la casi absoluta ausencia
de alusiones a los angustiosos problemas del país en toda aquella inabarcable
producción de casi un siglo, atenta sólo a tramar conflictos novelescos
que encandilasen la atención del espectador ; cuando se alude a motivos patrióticos
es sólo para lanzar orgullosas jactancias que no parecen tener noción de la
realidad que les acecha.
La literatura española del siglo x v i i podría, a nuestro entender, considerarse
un resultado de las condiciones políticas y sociales si hubiera llevado a cabo
lo contrario de lo que sucedió, es decir: sobreponerse, y estrangular incluso, a
toda aquella enorme eclosión de literatura frívola e imponer un tono de didactismo
y de severidad prosaica, como había de hacer —no importa ahora con
qué calidad y tono—· el siglo x v i i i .
Sería vano —y nada más lejos de nuestra intención, que quisiéramos fuera
bien entendida— negar los mil posibles influjos que las circunstancias del seiscientos
ejercieron sobre el arte literario en cualquiera de sus manifestaciones;
pensar lo contrario sería una necedad. Lo que queremos decir es que eso que
llamamos literatura barroca —teatro, lírica, prosa barroca— es, en sus líneas
esenciales, un hecho literario. No conseguimos comprender cómo la decadencia
o la Contrarreforma pueden explicar el Polifemo o la poesía cultista en general
o el conceptismo de la prosa de Gracián, porque lo que hace a éste barroco
no es lo que dice, sino su estilo8.
Sabemos bien que una multitud de investigadores no acepta este diagnóstico,
y supone que lo barroco literario no sólo afecta sustancialmente a los
problemas de expresión, sino que comporta toda una actitud peculiar, “una
forma mentis, una concepción del mundo” ; pero deseamos decir, sencillamente,
que esta interpretación no es la nuestra, aunque no podamos aquí dar a nuestras
razones otros apoyos que las leves ideas sugeridas. Alejandro Cioranescu, profundo
investigador del Barroco, nos resume muy ventajosamente la posición
que defendemos —que es contraria a la suya y que intenta luego rebatir, explicando
en qué podría consistir aquella forma mentís—, y podemos servirnos
de sus mismas palabras: “Lo que hasta ahora ha llamado más la atención en
8 En su momento oportuno habremos de ver cómo los dos grandes conceptistas, Quevedo
y Gracián, se ejercitan en lo que alguien ha calificado con gran propiedad de
“furor ingenii” : un deseo desaforado de ostentar ingenio, una “voluntad de estilo”, que
muy frecuentemente se sobrepone a todo propósito de doctrina y busca su sola complacencia
en el deleite de la dificultad ·, en la que cifra también su superioridad y su
orgullo.
el Barroco literario —dice—, es sin duda la tendencia innovadora de su estilística,
la abundancia de las metáforas exageradas, de sus frecuentes hipérboles
y conceptos, sus contrastes perseguidos hasta obtenerse el total agotamiento
de los efectos posibles, una lengua atormentada y artificiosa, que pretende huir
de la propiedad del lenguaje común, por medio de mil refinamientos retóricos...
Esta explicación se funda, en la mayoría de los casos, en la necesidad, evidente
para los escritores que venían después del Renacimiento, de hacer, en sus
obras, otra cosa que los que les habían precedido, es decir, en el natural deseo
de novedad y de originalidad. Los poetas, como los artistas plásticos, volvían
a repetir temas e ideas conocidos de siempre y dichos ya mil veces, antes de ellos.
Para evitar la monotonía, debían buscar el medio de crear la ilusión de una
novedad. El problema del poeta barroco es el de cómo ‘atraer la atención del
lector, del lector de principios del siglo XVII, ya hastiado de la repetición de
los mismos tópicos. Ésta es la razón secreta de la poesía de Góngora y de todo
el arte barroco' ” 9. La cita, hecha por Cioranescu, de unas palabras de Dámaso
Alonso —son las subrayadas—, nos evita a nosotros hacerla, pero son ellas
las que resumen nuestra interpretación,0.
Dijimos en cierta ocasión, con el punzante temor de formular intuitivamente
un juicio demasiado absoluto, que ninguna época literaria había vivido, en
su conjunto —aceptamos las muy notables excepciones— tan alejada, o ajena,
a la realidad envolvente como el Barroco ; pero muchas lecturas posteriores nos
han acallado el temor. Entre las muy notables que han venido en nuestro socorro
podemos seleccionar estas palabras de Américo Castro, que definen inequívocamente
la época que nos ocupa como un fenómeno caracterizadamente
estético: “Una dificultad para caracterizar lo barroco viene de que tras ese
tipo de estilo —por lo demás multiforme— no percibimos un bloque de cultura
fácilmente caracterizable, esencialmente articulado con aquél, un sistema de
ideas o de formas de vida, según acontece dentro de esas moles de la civilización
europea que se llaman lo gótico, lo renacentista, lo neoclásico o lo romántico.
¿Hay acaso un pensar delimitadamente barroco, una filosofía barroca?
¿No renuncia lo barroco a sus modos de ser cuando interviene la razón, que es
secuencia y es límite? El hombre medio encuentra difícil, por otra parte, imaginar
fuera de la plástica temas ejemplares de barroquismo” 11 (nosotros añadiríamos
también “fuera de la literatura”, pues creemos que es evidente la intención
de Castro —vamos a verlo enseguida— de referirse a todo el conjunto
de fenómenos estéticos). Dice casi inmediatamente: “Hasta las personas de
9 Alejandro Cioranescu, El Barroco o el descubrimiento del drama, Universidad de
la Laguna, 1957, pág. 370.
10 Las palabras de Dámaso Alonso pertenecen a La lengua poética de Góngora, Madrid,
1935, pág. 33.
11 Américo Castro, “Las* complicaciones del arte barroco”, en Semblanzas y esludios
españoles, Princeton, N. J., 1956, págs, 386-387.
más leve cultura usan expresiones como ‘un hombre del Renacimiento’ ; se
sabe o se sospecha que eso quiere decir que los hombres de aquel ciclo de
civilización aspiraban a dominar el universo, poseían curiosidad y aptitudes
múltiples, junto con una vitalidad de tono aristocrático, que se alia con las
audacias de la razón o con el placer de los sentidos. El barroquismo, por el
contrario, apenas sugiere nada que no sea plástico, inmediatamente al menos”
n. Y añade más abajo : “Cuando se emprenda una historia ágilmente articulada
de dicho arte habrán de distinguirse dos momentos dentro de aquel
afán expresivo ; en el primero, la forma de expresión no pretende alejarse del
objeto que la integra ; en el segundo, la forma expresada, el estilo, incita a huir
del objeto presente y a pensar en algo nuevo y distinto, hasta el punto de
hacer perder de vista el punto inicial, de partida (la columna se salomoniza,
la metáfora adquiere vida propia)” 13. O lo que es lo mismo : la literatura vive
de sí misma M.
Cioranescu, a seguido de las palabras antes citadas, emprende la exposición
de sus ideas, comenzando por afirmar que no le satisface la sola explicación
del barroco como fenómeno de estilo, porque no encuentra razones suficientes
que justifiquen su advenimiento como reacción contra el clasicismo anterior,
todavía —dice— no agotado entonces entre nosotros. Pero el error está precisamente
en estimar como reacción lo que no es sino proceso y desarrollo de
lo que antecede; a propósito de Góngora podremos verlo con toda claridad.
La lírica del xvn molió, literalmente, el mismo mundo poético de ideas y motivos
que había colmado la lírica del quinientos. Los temas nuevos que el
siglo XVII incorpora son prácticamente inexistentes. Podría aducirse, aparentemente,
en contrario, la ascensión del mundo bajo y soez a la dignidad artística,
llevada a cabo por Quevedo, y por el mismo Góngora; pero aun en ello, el
motivo venía dado en el siglo xvi, y lo que aquéllos aportan es la intensificación,
la multiplicada violencia del procedimiento.
12 ídem, id., pág. 387.
13 ídem, id., pág. 390.
14 El propio Américo Castro, en otro pasaje del estudio citado, y a propósito esta
vez de las artes plásticas, menciona un hecho que explica la tendencia hacia lo barroco
como un puro afán de novedad, una imperiosa necesidad de variar estímulos, sentida ya
muy adentro del siglo xvi; dice así: “La escultura ha sentido antes que las otras artes
la urgencia de agitar y agigantar sus bultos; lo que en la poesía es en la primera mitad
del siglo acento e insistencia, en la escultura es estiramiento, sacudida. De este modo,
lo que luego, muy tarde, ha de llamarse barroquismo asoma antes que en otra parte en
la escultura, sin conciencia alguna de ser un estilo peculiar (esto es muy importante),
como mera necesidad expresiva, suscitada por el torrente de pensar y de sentir nuevos
que cruza el momento quinientista. Ya en 1543 encuentro en el coro de San Marcos, de
León, una serie de figuras de patetismo y movilidad inquietantes. Su autor, Guillermo
Doncel o quienquiera que fuese, ha inscrito allí, como lema de la admirable creación,
una frase que juzgo esencial para lo que vengo diciendo: Omnia nova placent (todo lo
nuevo causa placer). Se tiene conciencia de la novedad, y se aperciben modos nuevos para
darlos a la luz y a la vida" (“Las complicaciones..,”, cit., págs. 388-389).
Lope, que contagió su lírica de barroquismo en más de una ocasión, mantuvo
una constante de fresca espontaneidad en el torrente de su dramática,
porque todo en sus manos era entonces una invención maravillosa : mundo nuevo
que saltaba a las tablas desde el venero de su genialidad. Mas cuando la
nueva generación, que compone el segundo ciclo dramático, llegó a la escena
y se encontró exprimidos todos los temas y modalidades posibles, se vio en la
precisión de barroquizar, de retomar los viejos asuntos gastados y someterlos
al tratamiento de las nuevas técnicas barrocas. El barroquismo —creemos que
éste es un hecho muy revelador— no se apoderó del teatro mientras fue relativamente
fácil incorporar a la comedia mundos inéditos.
El aislamiento intelectual de España durante el siglo xvn, tantas veces
comentado y que no parece pueda ponerse en duda, explica perfectamente la
excepcional vigencia de la literatura barroca ; no había ideas nuevas que exigieran
un modo nuevo y eficaz de expresión, y sólo era posible aderezar con
nuevas salsas los viejos manjares. Una distinta sensibilidad y una auténtica
renovación de pensamiento, de problemas, de preocupaciones, hubieran hallado
un nuevo estilo ; otra vez hemos de aludir a lo sucedido después durante el siglo
x v i i i . Pero el x v ii continuaba, resumía, epilogaba un mundo de problemas
que llevaban dos siglos de vigencia. Saavedra Fajardo, que algunos —equivocadamente
y leyendo la historia del revés, como dice un comentarista— han
supuesto un innovador, venía a compendiar el pensamiento político de dos centurias.
Asombra la casi inexistencia de problemas o temas nuevos que lleva
al teatro la dramática barroca; quizá tan sólo —¡y es tan tenue!·— el discutible
feminismo de Rojas. Por esto mismo es altamente revelador el hecho de
que los actuales exégetas del teatro Barroco hayan insistido casi exólusivamente,
para investigarlo y revalorizarlo, en problemas de construcción, es decir,
de técnica, y bellezas formales, metáforas, inéditos aciertos expresivos ; no
nos han descubierto apenas la existencia de ninguna renovación esencial que
afecte a capas profundas del espíritu.
El Barroco —perdónesenos de nuevo la excesiva simplificación de estas urgentes
generalizaciones— es literatura. Una literatura, sin embargo, de excepcional
calidad, que, con su buena porción de impurezas y excesos, produce
obras de incomparable belleza en todos los géneros literarios. Hay un lugar
aparte para Cervantes, que atesora en sus páginas filones de sensibilidad, de
pensamiento y hondura humana que aún parecen inagotables; pero ya hemos
visto cuán aventurado resulta calificar a Cervantes de barroco, no obstante
nuestra inclusión, puramente convencional, en este volumen15.
15 Sólo unos pocos títulos, entre la caudalosa literatura producida en todos los países
sobre el Barroco, nos es posible recoger aquí, además de los arriba mencionados : Benedetto
Croce, Storia dell’età barocca in Italia. Pensiero, poesía e letteratura; vita morale,
Bari, 1929; 2.a éd., Bari, 1946. Antoine Adam, “Baroque et préciosité”, en Revue des
Sciences Humaines, diciembre 1929, págs. 208-223. G. Zonta, “Rinascimento, aristotelismo
e Barocco”, en Giornale storico délia letteratura italiana, CIV, 1934, págs. 1-63 y
Las dos tendencias extremas —cultismo y conceptismo— de que se habla
inevitablemente como formas expresivas del Barroco, pertenecen a los más elementales
conocimientos de técnica literaria y no parece que sea necesario definirlos
aquí. Debe advertirse, sin embargo, que su tradicional oposición o antí-.
185-240. Eugenio d’Ors, El Barroco, Madrid (varias ediciones). J. Mark, “The uses of the
term baroque”, en Modern Language Review, XXXIII, 1938, págs. 547-563. Guillermo
Díaz-Plaja, El espíritu del Barroco (Tres interpretaciones), Barcelona, 1940. Pierre Kohler,
“Le classicisme français et le problème du baroque”, en Lettres de France, Lausana,
1943, págs. 49-138. Maria Luisa Caturla, “Flamígero y barroco”, en Revista de Ideas
Estéticas, I, 1943, págs. 13-20. Leo Spitzer, “El barroco español”, en Boletín del Instituto
de Investigaciones Históricas, Buenos Aires, XXVIII, 1943-1944, págs. 12-30. G. Marzot,
L’ingegno e il genio del Seicento, Florencia, 1944. Gonzague de Reynold, Le X V e siècle.
Le classique et le baroque, Montreal, 1944. Francisco Maldonado de Guevara, “El período
trentino y la teoría de los estilos”, en Revista de Ideas Estéticas, III, 1945, págs. 473-494
y IV, 1946, págs. 65-95. René Wellek, “The concept of Baroque in literary scholarship”,
en Journal of Aesthetics and Art Criticism, V, 1946, págs. 77-109. Emilio Orozco Diaz,
Temas del barroco (De poesía y pintura); Granada, 1947. Del mismo, Lección permanente
del barroco español, Madrid, 1952. Del mismo, “La literatura religiosa y el Barroco
(En torno al estilo de nuestros escritores místicos y ascéticos)”, en Revista de la Universidad
de Madrid, XI, 1962, núm. 42-43, págs. 411-474. E. Lafuente Ferrari, “La interpretación
del Barroco y sus valores españoles”, prólogo a la traducción española de El Ba- -
'rroco, arte de la Contrarreforma, de Werner Weisbach, Madrid, 1948, Carl J. Friederich,
The Age of the Baroque, trad, inglesa, Nueva York, 1948. Marcel Raymond, “Du baroquisme
et de la littérature en France au XVIe et XVIIe siècles”, en el volumen colectivo
La profondeur et le rythme, Paris, 1948. Helmut Hatzfeld, “A critical survey of the recent
Baroque Theories”, en Boletín del Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, IV, 1948, páginas
461-491. Del mismo, “A clarification of the Baroque problem in the romance literatures”,
en Comparative Literature, I, 1949, págs. 113-139. Del mismo, “Mis aportaciones
a la elucidación de la literatura barroca”, en Revista de la Universidad de Madrid, XI,
1962, núm. 42-43, págs. 349-372. Cario Calcaterra, “II problema del Barocco”, en Questioni
e correnti di storia letteraria, Milán,· 1949, págs. 405-501. L. Monguió, “Contribución a la
cronología de ‘Barroco’ y ‘Barroquismo’ en España”, en PMLA, LXIV, 1949, págs. 1227-
1231. Femand Desonay, “Baroque et baroquisme”, en Bibliothèque d’Humanisme et Renaissance,
XI, 1949, págs. 248-259. Václav Cerny, “Les origines européennes des études
baroquistes”, en Revue de Littérature Comparée, XXIV, 1950, págs. 25-45. Sister Mary
Julia Maggiorii, The Pensées of Pascal. A Study in baroque style, Washington, 1950. Afranio
Coutinho, Aspectos da literatura barroca, Rio de Janeiro, 1950. Stephen Gilman, “An
Introduction to the Ideology of the Baroque in Spain”, en Symposium, Syracuse, I y II,
1946. Del mismo, “La génesis de los estilos barrocos”, en su libro Cervantes y Avellaneda,
México, 1951. Charles Dedeyan, Position littéraire du baroque, Tübingen, 1951. E. B. O.
Borgerhoff, “Mannerism and baroque. A simple plea”, en Comparative literature, V,
Í 953, págs. 323-331. Odette de Mourges, “Metaphysical, Baroque and Precieux Poetry”,
Oxford, 1953. Franco Simone, “Attualità délia disputa sulla poesía francesa dell’età barocca”,
en Messana, II, 1953, págs. 3-12. Del mismo, “I contributi europei all’identificazione
del barocco francese”, en Comparative literature, VI, 1954, págs. 1-25. S. Lupi,
“Barocco, problema aperto”, en Convivium, 1954, págs. 235-242, Lowry Nelson, “Góngora
and Milton: toward a definition of the Baroque”, en Comparative literature, VI,
tesis está hoy en entredicho ; sus puntos de contacto, y aun sus coincidencias,
son muy numerosas, y los tradicionales conceptos sobre esta materia están en
estos momentos sujetos a revisión. El conceptismo, menos estudiado en su esencia
y desarrollo que el cultismo, espera todavía una sistematización rigurosa
que permita llegar a conclusiones decisivas. Pero, de todos modos, es ya muy
claro el rumbo de las actuales investigaciones. Aunque se trata, probablemente
de una posición un tanto extrema, nos parece del mayor interés el análisis de
Alexander A. Parker, cuya orientación queda sintetizada en las líneas siguientes:
“El culteranismo —dice— me parece ser un refinamiento del conceptismo,
injiriendo en él la tradición latinizante. El conceptismo es la base del
gongorismo ; más todavía, es la base de todo el estilo barroco europeo. La
verdadera relación entre el barroco literario español y el inglés no ha de buscarse,
como tantas veces se ha dicho, en el estilo hinchado de los eufuistas,
sino en los poetas metafísicos, los cuales, siendo conceptistas por excelencia,
hubieran entusiasmado a Gracián. El conceptismo, pues, es el fenómeno primario
en el estilo literario del barroco”
16.
Hatzfeld, años hace, había ya rozado ligeramente el tema de la relación de
los poetas metafísicos ingleses con el barroco español, pero refiriéndose más a
la posible comunidad de ideas místico-religiosas que a semejanzas formales17.
También Menéndez Pidal, al comentar en breves páginas los caracteres de
conceptistas y culteranos, alude a sus puntos de coincidencia en sucinta pero
inequívoca afirmación: “Oscuridad, arcanidad, es principio que aparece como
1954, págs. 53-63. Jean Rousset, La littérature de l'art baroque en France, París,'1954. L.
Vincenti, “Interpretazione del barocco tedesco”, en Rivista di Studi Germanici, I, 1955,
págs. 39-72. G. J. Geers, “La base psicológica del barroco”, en Asomante, Puerto Rico,
núm. 3, 1956. Imbrie Buffun, Studies in the Baroque from Montaigne to Rotrou, Yale
University Press, New Haven, 1957, Luciano Anceschi, La poetica del Barocco letterario
in Europa, Milán, 1958. Michel Tapie, Baroque et classicisme, París, 1958. Oreste Macri,
“La historiografía del barroco literario español”, en Thesaurus, Bogotá, XV, 1960, páginas
1-70. A. Valbuena Briones, “El Barroco, arte hispánico”, en Thesaurus, XV, 1960,
págs. 235-246. Gustav René Hocke, El manierismo en el arte europeo de 1560 a 1650 y
en el actual, trad, española, Madrid, 1961. J. Krynen, “Théologie du baroque espagnol”,
en Letter atura, IX, Roma, 1961, págs. 55-57. J. L. Alonso-Misol, “En torno al concepto
de Barroco”, en Revista de la Universidad de Madrid, XI, 1962, núm. 42-43, págs. 321-
347. Guillermo de Torre, “Sentido y vigencia del barroco español”, en Studia Philologica.
Homenaje ofrecido, a Dámaso Alonso, III, 1963, págs. 489-507. Joaquín de Entrambasaguas,
“La transformación española del Renacimiento en el Barroco”, en Poesía Española,
Madiid, 1963, núm. 121, págs. 17-20. V. Cerny, “Teoría política y literatura del Barroco”,
en Atlántida, II, 1964, págs. 488-512. A. Monner Sans de Heras, “Los poetas ‘metafísicos’
y el barroco”, en Revista de la Universidad del Litoral, Buenos Aires, 1964, número
59, págs. 155-162.
16 Alexander A. Parker, “La ‘agudeza’ en algunos sonetos de Quevedo. Contribución
al estudio del conceptismo”, en Estudios dedicados a Menéndez Pidal, III, Madrid, 1952,
págs, 345-360 (la cita es de las págs. 347-348).
17 “El predominio del espíritu español,..”, cit., págs. 21-22.
fundamental en la teoría del culteranismo y del conceptismo, estilos al fin y
al cabo hermanos” 18.
18 “Oscuridad, dificultad entre culteranos y conceptistas”, en Castilla. La tradición. El
idioma, 3.a· ed., Madrid, 1955, pág. 230. Cfr. además : Manuel Muñoz Cortés, “Aspectos
estilísticos de Vélez de Guevara en su Diablo Cojuelo", en Revista de Filología Española
XXVII, 1943, págs. 48-76.
martes, 7 de mayo de 2019
EL PASO A NIVEL Freeman Wills Crofts.
EL
PASO A NIVEL
Freeman Wills Crofts
Freeman Wills Crofts FRSA fue un autor de misterio angloirlandés, mejor recordado por el personaje del inspector Joseph French. Crofts, ingeniero ferroviario de formación, introdujo temas ferroviarios en muchas de sus historias, que se destacaron por su intrincada planificación. Wikipedia
DUNSTAN Thwaite se estremeció
involuntariamente al contemplar el paso a nivel, porque allí era donde aquella
misma noche se proponía asesinar a su enemigo, John Dunn.
Era un lugar adecuado para su
propósito. Una curva cerrada y varias filas de abetos impedían ver y oír la
llegada de los trenes. Las velocidades eran grandes en aquella zona y, por
contar sólo con cuatro o cinco segundos para prevenirse, el menor descuido o
vacilación podían resultar fatales. Un accidente, en tal lugar, no engendraría
sospecha alguna.
Además, el cruce era particular.
No había guardabarreras ni casilla y la casa más próxima era la del propio
Thwaite. Incluso desde ésta, los árboles impedían su visión. El camino que
atravesaba la vía del ferrocarril continuaba hasta el terreno que se extendía
detrás de la vivienda de Thwaite, para unirse allí a la carretera principal. El
cruce se usaba pocas veces. Por ser peligroso, apenas había tráfico rodado y
las barreras se mantenían bajadas. Se colocaron unos pasadizos, que eran
utilizados casi exclusivamente por peatones que deseaban atajar hasta la
cercana estación. Pero aun éstos eran pocos y a la hora que Thwaite pensaba
actuar no habría ninguno.
Tal como lo había planeado,
encontraría pocas dificultades para llevar a cabo el crimen. No existía la
menor probabilidad de ser descubierto. El asunto era seguro, completamente
seguro. Un poco de cuidado, unos minutos desagradables y volvería a ser un
hombre libre.
John Dunn lo había tenido
atormentado durante cinco años. Durante cinco años había padecido por no ver el
medio de escapar de él. Hasta su salud había peligrado y se había visto
obligado a recurrir a los calmantes para poder dormir por las noches. Ahora
había llegado al límite de resistencia. John Dunn debía morir.
Aunque esto no hacía más
soportable la situación, la realidad era que todo el conflicto había sido
originado por el propio Thwaite. Éste había ido subiendo de la nada, hasta
entonces, con facilidad. Huérfano muy niño, había tenido que ganarse pronto la
vida. Por una afortunada casualidad, había encontrado empleo en las oficinas de
una importante fábrica de acero, donde trabajó, con un solo objetivo, hasta ver
sus esfuerzos coronados por el éxito. A los 35 años, fue nombrado contable. Y,
si no hubiera sido por su único acto suicida, su porvenir hubiera quedado
asegurado.
El hecho había ocurrido cinco
años antes, cuando ocupaba el puesto de ayudante de su anciano y bonachón
predecesor. Thwaite se disponía a «hacer una buena boda», como suele decirse.
La hermosa señorita Lorraine no sólo era uno de los puntales de la sociedad
local, sino que de ella se decía que tenía bien forrado el bolsillo. Ninguna de
sus amistades podía explicarse que aceptara a un hombre de la condición de
Thwaite. Algunos decían que era una auténtica novela de puro amor, y otros, más
escépticos, que estaba segura de haber apostado por un ganador. Para Thwaite al
menos, la boda parecía brillante, pero pronto descubrió que iba a resultarle
cara. Los preparativos eran tan costosos, que se encontró con esta alternativa:
obtener más dinero o perder a Hilda Lorraine. De pronto, se le presentó la
oportunidad y perdió la cabeza. Un ligero descuido de uno de los directores,
aprovechado instantáneamente en beneficio propio, una hábil manipulación de los
libros en las mismas narices de su débil superior, y mil libras limpias, del
dinero de la Compañía, se abrieron camino hasta los bolsillos de Thwaite. No es
necesario decir que había esperado reponerlas después de la boda, pero, antes
de que tuviera tiempo de hacerlo, la pérdida fue descubierta. Las sospechas
recayeron sobre otro empleado. No se pudo comprobar nada contra aquel
desgraciado, pero, sin escándalo, se le puso en la calle.
Thwaite había presenciado todo
aquello y guardado silencio. La cosa le hubiera salido bien… a no ser por un
detalle. Nadie supo nada ni sospechó nada, excepto su inmediato subordinado,
John Dunn. Y Dunn se abrió camino, como un gusano, entre los libros, hasta que
descubrió la prueba.
Sin embargo, no hizo uso de su
información, al menos como debería haberlo hecho un honrado empleado. En lugar
de ello, habló secretamente con Thwaite. Y cien libras esterlinas cambiaron de
manos.
Aquellas cien libras, junto con
la conciencia de su poder, bastaron para satisfacer a Dunn el primer año.
Después se celebró una segunda entrevista. Thwaite había obtenido un aumento de
sueldo y la señora Thwaite había llevado dinero al matrimonio. Dunn regresó a
su casa con doscientas cincuenta libras en la cartera.
El asunto había continuado de
aquel modo durante cinco años. Las exigencias de Dunn aumentaban continuamente
y nada hacía suponer que alguna vez fueran a cesar; nada, excepto una cosa: el
remedio a que Thwaite se disponía ahora a recurrir.
Al principio había pensado en el
procedimiento más lógico para escapar.
—Supongo que no se le habrá
ocurrido pensar que está usted conmigo en el mismo barco, Dunn —le dijo—. Usted
ha tenido conocimiento del delito y ha guardado silencio. Es un cómplice. Si me
envía a la cárcel, usted será arrastrado conmigo.
Pero Dunn no había hecho sino
sonreír con malicia.
—Vamos, señor Thwaite —le había
dicho—, no me hace usted justicia.
Thwaite recordaba, como si
hubiera sido ayer, la mezcla de burla y astucia que contenía la expresión de
los ojos de aquel hombre.
—Yo acabaría de descubrirlo el
día que presentara el informe. ¿Comprende? Lo había sospechado desde el
principio, pero no había podido probarlo. Les diré que este mismo día había
estado revisando los libros antiguos y, por primera vez, había encontrado la
prueba. En eso no hay ninguna complicidad, señor Thwaite. No hay más que un
pobre empleado que cumple un deber desagradable por el bien de la compañía.
Thwaite había lanzado una
maldición… y había pagado. Y ahora la realidad era que, después de cuatro años
de matrimonio, no le llegaba el dinero. Cierto que su mujer había aportado
algo, pero no tanto como se rumoreaba. Y, además, sostenía que era deber de su
marido traer dinero. Exigía una casa cara, un coche caro, criados caros,
fiestas, cenas y teatros en la ciudad. Thwaite, por otro lado, tenía que
mantenerse a la altura de su propia posición y no podía hacerlo con el continuo
gasto que Dunn representaba. Suprimido Dunn, podría arreglárselas.
—Ayer fui a Penborough y eché un
vistazo a la exposición de Sirius —le había dicho su mujer dos noches antes—.
Es un buen coche, Dunstan. No sé por qué no podemos comprarlo ahora. Si
verdaderamente estás tan mal de dinero como pretendes, podemos adquirirlo a
plazos.
—No quiero esperar con plazos
—respondió Thwaite—, porque nunca se sabe lo que es de uno ni la situación en
que está.
—Es posible que no quieras tú
—había dicho su esposa con acritud—, pero ¿y yo? ¿Te parece bien que vaya por
ahí con un «Austin» del año de la nana mientras todas mis amigas exhiben
«Singers», «Daimlers» y «Lincolns»? Mira a Myra Turner, con su «Rolls Royce»
nuevo. Te digo que es irritante, y, lo que es más, no pienso consentirlo.
—Ya lo sé, Hilda —contestó
Thwaite con cansancio—. Sé que tienes derecho a ello y será tuyo con el tiempo.
Pero tendremos que esperar. Créeme, no tengo el dinero necesario.
El rostro de su esposa asumió una
expresión de frialdad que él conocía y temía. Habían tenido ya muchas
discusiones similares.
—No quiero inmiscuirme en tus
secretos —le dijo con voz dura y cortante—. Aunque estés manteniendo a otra
mujer, no te haré preguntas. Pero una cosa te aseguro: es que si tú no encargas
este automóvil, lo haré yo. No sé por qué hay que tener en cuenta tus gustos y
no los míos. Supongo que, al menos, podrás pagar el primer plazo, ¿no?
Thwaite suspiró. Sus labios
estaban sellados, porque sabía que su esposa tenía toda la razón. No había sido
la escasez de dinero o la imposibilidad de comprar automóviles caros lo que
había convertido a una camarada leal en una extraña y a su feliz matrimonio en
una pesadilla, sino la falta de confianza de ella en él: el saber que había
varios cientos de libras al año, de cuyo uso su marido no podía responder.
Hilda Thwaite no era tonta, y los primeros intentos de su marido de echarle
tierra a los ojos no habían hecho sino confirmar sus sospechas. Sin embargo, él
estaba convencido que de no ser por los problemas monetarios, podrían reanudar
sus antiguas y felices relaciones. Aquí era donde aparecía John Dunn.
¡Cielo santo, cómo odiaba a aquel
hombre! El recuerdo del paso a nivel volvió a su imaginación. La idea no era
nueva. Semanas antes se había imaginado, con pavorosos detalles, lo que allí
podía ocurrir. Su plan había tomado vida cuando el médico le recetó los
somníferos, y lo primero que se le ocurrió fue dar a su enemigo una dosis
concentrada. Pero luego pensó que aquello era demasiado arriesgado y que había
un procedimiento más sutil. Teniendo a mano el paso a nivel, sólo necesitaría
darle una pequeña dosis de la droga.
Thwaite permitió a su imaginación
repasar el plan completo y, con algo parecido al horror, se sintió arrastrado
por fuerzas que podían más que su voluntad. Como el personaje que creó Allan
Poe, le pareció que las paredes de su cámara se cerraban sobre él.
A la mañana siguiente, Thwaite titubeaba
aún, pero había sido el propio Dunn quien había decidido la situación. Los dos
hombres se hallaban en el despacho particular de Thwaite hablando de negocios.
—Siento molestarle, señor Thwaite
—dijo Dunn con voz sibilante, una vez tratados los asuntos de la compañía—,
pero de nuevo estoy en un apuro a causa de mi hijo, que se ha metido en un lío
y tiene que pagar quinientas libras si no quiere que le arresten. He pensado
que tal vez pueda usted ayudarme.
Por razones sólo de él conocidas,
las exigencias de Dunn siempre tomaban la forma de ayuda para un hijo
imaginario. En la primera ocasión, cuando Thwaite le había señalado la evidente
inexactitud de sus palabras, Dunn la había admitido de buena gana, pero con
cínica insolencia había formulado en los mismos términos sus subsiguientes
peticiones.
—¡Al diablo su hijo! —respondió
Thwaite en voz baja, pues a pesar de que la estancia era amplia debía de tener
cuidado de no ser oído—. ¿Es que no puede decir sin rodeos lo que quiere?
—Pues sin rodeo, señor Thwaite
—accedió amistosamente su subordinado—, quinientas libras. No es mucho entre
caballeros.
Thwaite sintió deseos de
arrojarse al cuello de aquel tipejo y, lentamente, acabar con su miserable
vida.
—¿Quinientas? —repitió—. ¿No
querrá la luna por casualidad? Porque tantas probabilidades tiene de conseguir
una cosa como la otra.
Dunn hizo ademán de lavarse las
manos.
—Vamos, vamos, señor Thwaite
—silbó—. Vamos, señor. ¡Qué cosa más absurda! Para un caballero como usted,
quinientas libras no son nada. ¿No irá usted a poner dificultades por una
minucia semejante?
—No piense que las va a conseguir
de mí —dijo Thwaite con firmeza—. Y le diré por qué. Porque no las tengo.
Podría darle una pequeña cantidad, pero no quinientas libras. Ya puede dejar de
contar con ellas.
Dunn sonrió malignamente. Éste
era el estado de cosas que más le divertía.
—Quinientas, señor Thwaite
—murmuró—. No será usted capaz de privar a un pobre hombre del dinero que le
pertenece, ¿verdad?
Thwaite lo miró con fijeza.
—No sea idiota —le aconsejó—. En
los últimos cinco años le he pagado unas tres mil libras y ya estoy harto. No
vaya demasiado lejos.
El rostro de Dunn asumió una
expresión de inocencia ultrajada.
—¿Demasiado lejos, señor Thwaite?
Por nada del mundo quisiera ponerle en un apuro. No hubiera mencionado esta
pequeñez de no saber que puede usted contar con esta cantidad sin dificultades.
Me ofende usted, señor.
—Sin dificultades, ¿eh? Puesto
que sabe tanto, dígame cómo.
Dunn sonrió con malicia.
—Nunca me hubiera atrevido a
sugerirle nada, señor Thwaite, pero puesto que me pide su opinión, la cosa
cambia. Ya que me pregunta, ¿qué le parece dejar para otra vez la compra del
«Sirios»? El «Austin» es todavía un buen coche. Mucha gente daría cualquier
cosa por tener un «Austin» de hace cinco años.
Thwaite lanzó un juramento.
—¿Cómo diablos está enterado de
esto? —gruñó.
—No tiene nada de particular
—repuso Dunn con suavidad—. Todo el mundo sabe que la señora Thwaite ha estado
probando el nuevo coche y no es difícil adivinar la razón.
En aquel momento fue cuando
Thwaite decidió llevar a cabo su plan. Fingió reflexionar y se revolvió
nerviosamente en el asiento.
—Bueno, no hablemos de ello aquí.
Haré lo que pueda —dijo—. Venga mañana por la noche y estudiaremos el asunto.
«A la noche siguiente su mujer
iba a hacer una visita a la ciudad», reflexionó Thwaite.
—Y, oiga usted —añadió—, tráigase
esas cifras de Maxwell. Más vale que exista una razón oficial para su visita.
Hasta aquí todo iba bien y
Thwaite comprobó que Dunn no sospechaba nada. Naturalmente, no tenía por qué
sospechar. No era la primera vez que iba a casa de Thwaite con un fin parecido.
A la tarde siguiente, Thwaite
hizo los sencillos preparativos que eran necesarios. Ya se había guardado en el
bolsillo billetes de cincuenta libras, y ahora se aseguró de que su libro de
cheques, fechado al día, estaba en su caja fuerte. A continuación escribió una
carta a su agente de Bolsa, archivó la copia al carbón y quemó el original.
Después llenó el frasco de whisky con
cantidad suficiente para dos vasos y echó en él la mitad de uno de sus
somníferos. Se ocupó de que hubiera a mano una botella de whisky sin abrir, un sifón, agua y dos vasos. En el bolsillo
exterior derecho de su abrigo, colgado en el pasillo junto a la puerta, puso un
martillo y en el izquierdo una linterna eléctrica. Por último, adelantó diez
minutos el reloj de pared y el suyo de pulsera. Después se sentó a esperar.
Era necesario tomar toda clase de
precauciones. Naturalmente, se originarían sospechas y sus actos tenían que
estar a prueba de cualquier investigación de la policía. Thwaite sabía que en
la oficina existía el convencimiento de que Dunn ejercía un misterioso poder
sobre él. A Dunn se le permitían cosas que a ningún otro empleado le serían
toleradas. Pero Thwaite tendría una buena coartada, porque podría demostrar que
no había salido de su casa.
Pasada la necesidad de actuar,
descubrió que apenas podía soportar el peso del horror que lentamente se iba
apoderando de él. Como casi todo el mundo, había leído casos de asesinatos y se
había maravillado ante los errores que cometen los asesinos para su propia
perdición. Ahora, aunque el crimen sólo existía en su imaginación, comprendía
perfectamente esos errores. Bajo la presión de semejantes emociones, era
difícil pensar. Le pareció ver a Dunn ante él, sano y salvo, sin que el menor
pensamiento de la muerte cruzara por su mente. Le pareció verse a sí mismo
levantar el brazo, le pareció oír el ruido sordo del martillo al caer sobre el
cráneo de su víctima, contemplar la caída del cuerpo, y por último, su
inmovilidad. ¡El cadáver de Dunn! Todo su cuerpo muerto, excepto sus ojos. En
la imaginación de Thwaite, los ojos permanecían con vida, mirándole con
reproche, siguiéndole allá donde fuera. Se estremeció. ¡Cielos! Sí cometía aquel
acto, ¿volvería alguna vez a tener paz?
Sacó la botella de whisky, se sirvió una buena dosis y la
bebió casi de un trago. Inmediatamente, las cosas volvieron a adquirir su
perspectiva normal. Se había dejado dominar por los nervios, Él no era de los
que se acobardan por nada. Un poco de valor, diez minutos desagradables, y
luego… ¡la seguridad, el final de todas sus preocupaciones, la felicidad de su
hogar, la confianza en el futuro! Cuando media hora después llamaron a la
puerta y hacía pasar a Dunn, Thwaite era, una vez más, dueño de sí mismo.
Con el objeto de que lo oyera la
criada, saludó a su visitante con cordialidad.
—Se trata de esas cifras de
Maxwell, ¿verdad? Las resolveremos en seguida. —Después, con la puerta ya
cerrada, prosiguió—: Sáquelas y les pondré el visto bueno, Dunn. Es inútil
tomar precauciones a medias. Oficialmente, usted ha venido a trabajar en ellas
y así lo haremos.
Los dos hombres se pusieron a
trabajar como si se encontraran en el despacho de Thwaite en la fábrica. Quince
minutos después habían terminado y Dunn volvió a introducirse los papeles en el
bolsillo. Thwaite se apoyó en el respaldo de su silla.
—Y ahora tratemos del otro asunto
—dijo lentamente mientras los ojos de Dunn brillaban con avaricia—. Por cierto
—añadió levantándose como si hubiera olvidado algo—, ¿quiere beber algo? Aunque
hayamos de tener una discusión desagradable, no hay por qué pelear.
En los astutos ojos de su
enemigo, la desconfianza luchó con el deseo.
—No quiero beber nada esta noche
—dijo vacilante.
—No sea estúpido —dijo Thwaite
con rudeza—. ¿De qué tiene miedo? ¿Cree que le voy a envenenar? —añadió
pasándole el frasco y los vasos desde el otro extremo de la mesa—. Sirva lo
mismo para los dos. Añada usted mismo el sifón y no sea más necio de lo que acostumbra
ser.
Triunfó el deseo, como Thwaite
sabía que triunfaría. Él bebió primero y luego Dunn; sus recelos se calmaron
ante aquella demostración de buena fe. La dosis era pequeña, la cuarta parte de
lo normal para cada uno, pero cumpliría con su cometido. En Thwaite, por estar
acostumbrado, no produciría ningún efecto. A Dunn le produciría sueño. Su
anfitrión no deseaba dormirlo, sino sólo que quedara abotagado y dejara de
estar en guardia.
Thwaite comprobó con satisfacción
que las primeras medidas marchaban bien. Ahora tenía que preocuparse con que ni
la menor noción de lo que pensaba hacer cruzara por la mente de aquel hombre.
Se inclinó hacia delante en tono confidencial.
—Escúcheme, Dunn —le dijo en el
tono que un hombre de mundo adoptaría para hablar con un igual—. Es
completamente inútil que insista usted en recibir quinientas libras. No las
tengo y no hay más que hablar. Eso ya se lo he dicho. Pero de todas formas,
quiero ayudarlo. ¿Le basta con esto?
Sacó el fajo de billetes de su
bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Después se dirigió al archivo y extrajo de él
la copia de la carta que había dirigido a su agente de Bolsa. Dunn se apoderó
de los billetes y muy despacio, acariciándolos como si su simple contacto le
proporcionara placer, comenzó a contar.
—¿Cincuenta? —articuló
secamente—. Usted siempre con sus bromas.
—Lea esta carta —dijo Thwaite con
impaciencia.
Dunn lo hizo muy lentamente.
Después, muy lentamente también, terminó de beber su vaso de whisky y habló.
—¿Una venta de acciones por valor
de doscientas cincuenta libras? Está usted de muy buen humor esta noche, señor
Thwaite.
—¡Trescientas, Dunn! Trescientas
libras. Seis veces este fajo de billetes. ¡Medítelo, amigo! Y no le digo que
necesariamente sea lo último que le doy —añadió—. No sea tonto, Dunn. Acepte
trescientas para ir tirando y dé las gracias.
Los labios de Dunn dibujaron su
maligna sonrisa.
—Quinientas, señor Thwaite
—repitió—. Mi hijo.
Thwaite se puso en pie de un
salto y comenzó a recorrer de un extremo a otro la habitación.
—Pero, ¡maldita sea!, ¿no le he
dicho que no las tengo? ¿Es que no me cree? Mire —sacó sus llaves y
dirigiéndose a la caja fuerte empotrada en un rincón de la habitación, sacó su
libro de cheques del interior y lo lanzó con gesto dramático sobre la mesa—;
compruébelo usted mismo, está completamente al día.
Una vez más Dunn habló con voz
sibilante.
—¿Un libro, señor Thwaite? Me
sorprende usted, señor. Un hombre con su habilidad para manejar los libros no
debería pretender que un amigo creyera lo que hay escrito en uno de ellos.
Thwaite experimentó un ligero
alivio. El muy estúpido le estaba facilitando la tarea. Por lo tanto no hizo
caso del sarcasmo.
—Bien, ya le he hecho mi oferta
—dijo—. Cincuenta libras en efectivo ahora y doscientas cincuenta más en cuanto
mi agente consiga vender. ¿Lo toma o lo deja? Le advierto, sin embargo, que si
no acepta no conseguirá nada. He llegado al límite de mi paciencia y voy a
poner fin a este asunto.
—¿Me permite preguntarle cómo?
—Pues sí, Dunn. Le voy a permitir
que revele lo que sabe. De aquello hace ya cinco años y yo he servido bien a la
compañía desde entonces. Les he ahorrado bastante más de mil libras. Venderé
esta casa y devolveré el dinero con el interés que se haya acumulado. Cumpliré
mi condena, que no será muy grave en estas circunstancias, y después me iré al
extranjero con otro nombre y empezaré de nuevo.
—¿Y su esposa, señor?
—¿A usted qué demonios le
importa? —exclamó Thwaite colérico volviéndose hacia su invitado. En seguida
añadió con más calma—: Ya que le interesa saberlo, mi esposa saldrá antes que
yo del país. Me estará esperando cuando yo termine mi condena. Me esperará dos
o tres años, no puede ser más. Eso es lo que ocurrirá. Puede usted llevarse sus
trescientas libras. Le daré trescientas libras al año. O puede elegir la otra
alternativa.
Dunn permaneció sentado mirándole
con expresión abotagada. La droga comenzaba a surtir efecto. Thwaite
experimentó por un momento el temor de haberle administrado demasiada cantidad.
—Bueno —dijo con rudeza mirando
al reloj; era ya casi la hora—. ¿Qué decide? ¿Lo toma o lo deja?
—Quinientas —persistió Dunn con
voz ronca—. Quiero quinientas. Ni un penique menos.
—De acuerdo —repuso
inmediatamente Thwaite—. Punto final. Ahora puede irse y hacer lo que quiera.
He terminado con usted.
Dunn lo miró con ojos
inexpresivos y se echó a reír con descaro.
—No hay miedo, no ha terminado
conmigo, señor Thwaite —murmuró—. Nada de eso. Usted no es tan idiota. Vamos,
pague. —Lentamente extendió una mano temblorosa—. Quinientas.
Thwaite lo miró seriamente,
preocupado ya.
—¿No se encuentra bien, Dunn?
¿Quiere un poco más de whisky?
Sin esperar respuesta, abrió la
botella nueva y le sirvió una segunda dosis. Su subordinado vació el vaso de un
trago y pareció reponerse un poco.
—Es extraño, señor Thwaite
—dijo—, pero, efectivamente, he sentido un ligero mareo. Ya estoy mejor.
Indigestión, supongo.
—Supongo que sí. Bueno, si va
usted a volver en este tren, ya es hora de que se vaya. Reflexione sobre el
asunto y comuníqueme mañana lo que haya decidido. Llévese las cincuenta libras
de todos modos.
Dunn titubeó, pero no pudo
resistir a los billetes y los introdujo lentamente en uno de sus bolsillos.
Luego consultó su reloj y después miró el de pared.
—Su reloj está adelantado
—declaró—. Todavía tenemos diez minutos.
—¿Adelantado? Me parece que no.
—Thwaite miró su reloj de pulsera—. No, debe usted estar atrasado. Mire.
Dunn pareció quedar desconcertado
y se puso en pie, tambaleándose ligeramente. Thwaite se felicitó. Aquél era el
estado de cosas que había esperado conseguir.
—Todavía no está usted bien del
todo —dijo—. Lo acompañaré a la estación. Espéreme mientras voy a ponerme el
abrigo.
Ahora que había llegado el
momento, Thwaite se sentía despejado y sereno, dueño de sus nervios y de la
situación. Al ponerse el abrigo palpó el martillo que había introducido en él.
—Vamos. Saldremos por aquí. Deme
el brazo.
El despacho en que se hallaban
daba a un pasillo, que conducía desde el vestíbulo principal a una puerta
lateral que abría al jardín. Ésta fue la puerta que abrió Thwaite, y cuando
hubieron salido la cerró silenciosamente a su espalda. Cuando volviera, lo
haría con el mismo silencio, alteraría la hora de los dos relojes, se dirigiría
haciendo ruido a la puerta principal, daría las buenas noches a alguien
invisible y cerraría de un portazo. Inmediatamente llamaría al timbre, con la
excusa de que se disponía a trabajar hasta muy tarde y quería más café, y
cuando entrara la criada le haría reparar en la hora, cuando quería que se lo
sirviera. Todo esto dejaría bien claro, primero, que él no había abandonado la
casa, y segundo, que su víctima había abandonado la casa con la hora justa para
coger el tren. Admitidos estos dos hechos, su inocencia quedaría establecida
sin ningún género de duda.
Los dos hombres avanzaron
lentamente cogidos del brazo. Ahora estaban en medio de la oscuridad de los
arbustos. Thwaite conocía cada metro de terreno y sólo para caso de emergencia
había llevado consigo la linterna. Una ligera y cortada brisa se abrió paso,
gimiendo, entre los pinos y les dio en el rostro. Entre los arbustos hubo un
ligero movimiento. Un conejo, quizás. O un gato… El corazón de Thwaite comenzó
a latir aceleradamente.
Era una noche serena, pero de una
intensa oscuridad. Cuando abandonaron la casa, un tren de mercancías avanzaba
despacio por la vía. Thwaite se regocijó. ¡Su aliado! A aquella hora esos
trenes pasaban continuamente y él había contado con uno de ellos para borrar
las huellas de su crimen. Un golpe en la cabeza con el martillo —por llevar sombrero
su enemigo no habría derramamiento de sangre— y después sólo sería necesario
colocar su cuerpo sobre las vías, cerca del paso a nivel, y el tren haría el
resto. Unos cuantos minutos de angustia, y luego… ¡La seguridad!
Ahora avanzaban por el camino lateral
hasta la puerta. Ahora llegaban a ésta, la dejaban atrás, llegaban a la
pradera. A menos de veinte metros estaba el paso a nivel.
Mientras recorrían aquellos
veinte metros, le pareció a Thwaite que había perdido su personalidad. Desde
fuera, él, el verdadero Thwaite, observaba a aquel autómata que era su misma
imagen. Su cerebro estaba en blanco. Aquel autómata tenía que haber algo, algo
terrible y con él contemplaba su actuación con desapasionado interés. Llegaron
al cruce y se detuvieron junto al postigo. Sólo el gemido del viento y el ruido
del motor de un automóvil rompían la quietud de la noche. Thwaite empuñó el
martillo. Había llegado el momento.
Y entonces tuvo un sobresalto.
Por su mente cruzó una idea espantosa que lo aturdió como si hubiera recibido
un golpe. ¡No podía hacerlo! Había cometido un error. Se había traicionado. Al
menos por aquella noche, Dunn estaba tan seguro como si estuviese rodeado de
una legión de ángeles armados con espadas flamígeras.
¡Sus llaves! Se las había dejado
en la caja fuerte. Sin ellas no podía entrar en casa. Tendría que llamar. Y si
había salido, nadie creería que no había llegado al menos hasta el cruce.
Estaba demasiado cerca de la casa. Thwaite se apoyó en el postigo, recordando
amargamente el vanidoso convencimiento que había sentido de su superioridad al
recordar los errores cometidos por los asesinos.
Pero en seguida lo invadió una
oleada de alivio, con intensidad casi dolorosa. ¿Y si no lo hubiera recordado?
Un minuto más y hubiera sido un asesino que huía de la justicia. Estaría con la
cuerda al cuello. Nada hubiera podido salvarlo.
Su reacción ante tal cúmulo de
sensaciones fue de completo anonadamiento y comprendió que no podía soportar un
segundo más la proximidad de Dunn. Con voz insegura le deseó buenas noches y,
dando media vuelta, atravesó, tambaleándose, la pradera. Paseó de arriba abajo
por espacio de diez minutos hasta conseguir tranquilizarse y, luego, pulsó el
timbre.
—Gracias, Jane —dijo
automáticamente, como quien obra en sueños—. He ido a acompañar al señor Dunn
hasta el cruce y me he dejado olvidadas las llaves.
El alivio que sintió por haberse
librado de cometer un error, había sido instantáneo. Ahora, con gran sorpresa
suya, sentía surgir en su interior otro alivio más profundo. ¡No era un
asesino! Ahora comenzaba a comprender en toda su magnitud el horror del crimen.
Sintió que su visión contenía la verdad. Si hubiera hecho lo que se proponía,
nunca se hubiera visto libre de los ojos de Dunn. ¿Paz, seguridad, felicidad?
¡Nunca las hubiera conocido! Hubiera cambiado su situación presente por una
esclavitud diez veces mayor.
Con el corazón gozoso y lleno de
gratitud, se acostó. Y gozoso y lleno de gratitud, se levantó al día siguiente.
Pondría fin a toda aquella espantosa pesadilla. Aquel mismo día se confiaría al
director, aceptaría el castigo y volvería a tener paz.
Pero, durante el desayuno, la
tragedia descendió sobre él. Jane entró en la habitación con los ojos
desorbitados.
—¿Se ha enterado de la noticia,
señor? —exclamó—. Acaba de decírmelo el lechero. El señor Dunn murió anoche,
¡lo atropellaron en el cruce! Los peones lo encontraron esta mañana,
horriblemente mutilado.
Lentamente, el rostro de Thwaite
adquirió un color ceniciento. ¿Qué fue lo que la noche anterior había dicho a
la sirvienta? Ya empezaba a mirarlo con curiosidad. ¿Qué estaría pensando?
Con un esfuerzo sobrehumano,
consiguió reponerse.
—¡Cielo santo! —exclamó con tono
de horror levantándose de la mesa—. ¡Dunn muerto! ¡Por Dios, Jane, qué cosa más
horrible! Me acercaré allí.
Así lo hizo, para descubrir que
el cadáver había sido conducido a una casilla de peones camineros cercana y que
la policía se había hecho cargo de la situación. Cuando apareció Thwaite, el
sargento lo saludó.
—Un lamentable asunto, señor
Thwaite —dijo—. Usted conocía al muerto, ¿verdad, señor?
—¿Qué si lo conocía? —repuso
Thwaite—. Claro que lo conocía. Trabajaba en mi oficina. Anoche mismo vino a
verme para tratar de cosas de negocios. Esto debió sucederle inmediatamente
después de despedirse de mí. ¡Espantoso! Para mí ha sido un gran golpe.
—Lo comprendo —dijo amablemente
el sargento—. Pero los accidentes no se pueden prever, señor.
—Ya lo sé, sargento. Sin embargo,
me ha impresionado porque me siento un poco responsable. Había bebido una copa
de más. Yo le ofrecí algo de beber, pero era evidente que no estaba
acostumbrado al alcohol. Desde luego, le afectó muy poco, pero me pareció mejor
acompañarlo y dejarlo en la estación.
Los ojos del sargento cambiaron
de expresión.
—¡Ah! ¿Salió usted con él? ¿Y lo acompañó
hasta la estación?
—No. Me pareció que el aire
fresco le hacía reaccionar y lo dejé antes de llegar al cruce.
¿Era aquélla la mirada normal del
sargento, o era que… ya…?
Aquel día le interrogaron. Fueron
a verlo a la oficina y es de suponer que se entrevistaron con la servidumbre.
Thwaite dijo la verdad: que había ido con Dunn hasta el postigo y que allí lo
había dejado. Tomaron notas y se fueron.
Al día siguiente volvieron.
Durante el juicio la defensa hizo
hincapié en el hecho de que Thwaite había ido, abiertamente, al cruce y de que
no había intentado ocultar su acción, ni a la criada ni a la policía. Pero la
defensa no logró explicar por qué se encontró una droga en los residuos del
frasco de whisky y en el estómago del
muerto; ni el hecho de que el reloj del estudio hubiera adelantado diez minutos
desde la cena, cuando Jane había advertido que estaba en hora. No logró tampoco
ocultar el significado de una hoja, manuscrita, que se halló en un sobre
sellado en casa de Dunn, en la que habían sido anotadas cifras de dinero
recibidas. Ni de las cantidades que, en ciertas fechas, habían desaparecido de
la cuenta corriente de Thwaite para aparecer, días después, en la de Dunn. Por
último, la defensa no consiguió ofrecer una explicación convincente a dos
puntos: primero, a que —como se deducía por unas manchas oscuras aparecidas en
cierta máquina— la tragedia se hubiera producido siete minutos antes de que
Thwaite llamara al timbre de su casa; segundo, a que el martillo, con las
huellas dactilares de Thwaite, se encontrara en el bolsillo del abrigo que
llevaba puesto aquella noche.
Durante la última mañana de su
vida, Thwaite dijo al capellán toda la verdad. Después dio muestras del valor
que se esperaba de él.
domingo, 5 de mayo de 2019
LA DURA CRÍTICA DE PASOLINI A CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

Parece ser un lugar común considerar “Cien Años de Soledad” de Gabriel García Márquez, como una obra maestra. Este hecho me parece absolutamente ridículo. Se trata de la novela de un guionista o de un costumbrista, escrita con gran vitalidad y derroche de tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para el uso de una gran empresa cinematográfica norteamericana (si es que todavía existen). Los personajes son todos mecanismos inventados- a veces con espléndida maestría- por un guionista: tienen todos los “tics” demagógicos destinados al éxito espectacular.
El autor- mucho más inteligente que sus críticos- parece saberlo muy bien: “No se le había ocurrido hasta entonces- dice él en la única consideración metalinguística de su novela- pensar en la literatura como en el único juego que se había inventado para burlarse de la gente…” Márquez es sin duda un fascinante burlón, y tan cierto es ello que los tontos han caído todos. Pero le faltan las cualidades de la gran mistificación, las cualidades que posee, como para dar un ejemplo, Borges ( o en menor escala Tomasi di Lampedusa, si “Cien Años de Soledad” recuerda un poco al “Gattopardo” aún en los equívocos que ha despertado en el pantano del mundo que decreta los éxitos literarios).
Los críticos literarios deben tomar nota de un nuevo “género” o técnica, que ya pertenece históricamente a la literatura: el guión cinematográfico, y también el denominado “tratamiento”. En el guión y el tratamiento, el autor tiene conciencia de que su obra no es literaria ya que se trata de estructuras provisionalmente linguísticas, que en realidad “quieren” ser otras estructuras: estructuras, puntualmente, cinematográficas. El autor de un guión o de un tratamiento es tanto más hábil literato cuanto más consigue obtener la colaboración del lector en la visualización de lo que está escrito provisionalmente. El asumir tal provisionalidad (esa voluntad de la estructura de ser “otra estructura”) forma parte de la técnica literaria del guionista y, potencialmente, de su estilo.
Sin embargo, la mayor parte de los guiones y de los tratamientos son pésima literatura- como es el caso de este libro-. Literatura indigna. ¿Por qué?
El primer acto del escritor de guiones consiste en identificar al lector con el productor. El que debe colaborar con el autor en la “transformación” de la estructura linguística en estructura cinematográfica, es justamente el que paga. El destinatario de la obra es, una vez más, el patrón. Ahora bien: la mayoría de los escritores cinematográficos provienen de una élite cultural: son entonces personas que tienen la obligación, diría social, de considerar al patrón un idiota, un semianalfabeto, un hombre despreciable. Pero al mismo tiempo, deben hacer que su obra le guste. Y en el momento en que el guionista identifica al productor con un destinatario “idiota, semianalfabeto y despreciable”, tiene un solo modo de convencerlo: la degradación de su propia obra. Entonces, la inocente “captatio benevolantiae” que todo autor, en distintas medidas, utiliza para obtener la colaboración del lector, termina convirtiéndose en una operación inmoral, que envuelve al autor en la degradación por él planificada con bajeza.
La colaboración del autor con el lector- productor, tiene por lo tanto los carácteres de una abyecta complicidad: tiende a hacer de él un compañero y cómplice, degradándose a su supuesto nivel de estúpido, vulgar, conformista, cínico conocimiento de las cosas humanas.
Tal esfuerzo por simplificar, por reducir, por desdramatizar, por hacerlo todo comunicable y sin problemas reales, termina volviéndose una atroz forma de adulación del patrón: así, y para decirlo con sus propias palabras, el guionista, aún despreciando al patrón, y hasta por el hecho de verse obligado por él a un comportamiento miserable, se hace “rufián” a la par suya.
Pero ningún hombre es apriorísticamente tal como el guionista supone que es el productor: ningún hombre es apriorísticamente inferior a nosotros mismos. Y la primera regla moral de un autor consiste en considerar como su igual al lector: y si luego él identifica a ese lector como un productor, también dicho productor no puede sino ser considerado como su igual. Actuar de modo contrario a esta primera y elemental regla moral vuelve a un autor indigno de su profesión.
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