SANGRE
DE ACTOR
Ben Hecht
Ben Hecht (n. 28 de febrero de 1894 – 18 de abril de 1964) fue un guionista, director de cine, productor, dramaturgo y novelista estadounidense. Llamado "el Shakespeare de Hollywood", recibió créditos en la pantalla, solo o en colaboración, por las historias o guiones de unas 70 películas. Como autor prolífico, escribió 35 libros ycreó algunos de los guiones o piezas de teatro más exitosas de Estados Unidos. Según el historiador del cineRichard Corliss, fue "el" guionista de cine de Hollywood, alguien que "personificó al mismo Hollywood." ElDictionary of Literary Biography - American Screenwriters lo llama "uno de los guionistas de cine más exitoso en lahistoria del cine."
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L
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A muerte de una actriz
famosa produce, casi siempre, una gran sensación. Las gentes que la conocían se
agolpan para verla en su último escenario, donde yace con los ojos
auténticamente cerrados, como si quisiese encarnar el papel de una muerta. Se
hacen vivos comentarios y se poetiza en torno al ataúd, con patética
excitación. Durante unos días, todos los que la conocieron rivalizan en el
ditirambo necrológico, utilizando por lo general una retórica menos que
mediana. El teatro es una institución importante y respetable, con todo lo que
abarca. Y todavía acostumbramos a mostrarnos comprensivos con una actriz, sobre
todo si esa actriz ha muerto ya.
El
fallecimiento de Marcia Tillayou originó aún más lamentaciones y comentarios
entre los profanos porque fue encontrada, cierta mañana de verano, en su
departamento, con tres balazos en el cuerpo, uno de los cuales le había
atravesado el corazón. Esto emocionó extraordinariamente a todo el mundo, y se
consideró como un suceso espectacular el que una mujer tan hermosa, encantadora
e inteligente pudiese añadir, al hecho de su fallecimiento prematuro, ya de por
sí conmovedor, el incentivo de un asesinato.
Los que
habíamos sido sus amigos sufrimos la impresión lógica, mezclada además con la
extrañeza producida por las misteriosas circunstancias que rodearon su muerte.
Incluso los más íntimos, tuvieron la sensación de que aquello más parecía una
representación teatral que el final auténtico de una existencia humana.
En cuanto a la
prensa, dio muestras, sinceras y hasta un poco candorosas, de una especie de
patente gratitud. Es muy raro que sea asesinada una mujer inteligente, dejando
a un lado su fama. Las víctimas femeninas de los asesinatos, por lo general,
acostumbran a pertenecer a los ambientes más bajos y de menos brillo. Lo más
que pueden ofrecer esas tragedias a los directores de los diarios locales suele
ser, en contadas ocasiones, alguna chica de conjunto, y a veces, muy pocas
veces, alguna mujer lo suficientemente bien vestida para justificar la palabra
«sociedad» en los titulares de la noticia.
La muerte de
Marcia hizo trepidar las rotativas. El tono misterioso que tenía, hizo
derrochar una literatura sensacionalista y llena de truculencia, mucho más
llamativa de la que, desde hacía un mes por lo menos, acostumbrara a verse en
las columnas diarias. Un retrato de tamaño natural de Marcia vestida de
«pierrot», que colgaba encima del «lecho del crimen», había aparecido cortado
por el medio. Los coquetones muebles de la alcoba también estaban destrozados.
El tocador tapizado de seda, con su mesita de cristal y sus cien frascos de
esencias, había sido hallado materialmente arrasado. Todo daba la impresión de
que Marcia había sido víctima de una manada de bisontes. Pero la policía y los
periódicos prefirieron considerar aquel acompañamiento de desolación y ruina
como obra de un maníaco sexual.
Pero, ya que
todo esto, igual que el conjunto de pistas y conjeturas de la primera semana,
no condujeron a nada positivo, es inútil que yo me detenga en ello. Mi relato
del misterio de Marcia Tillayou no forma parte, en realidad, de ningún informe
policíaco ni puede hallarse tampoco en los archivos de los periódicos.
Cuando Marcia
murió, hubo una persona que lloró más que nadie, que se agitó más que nadie
también, que desvarió y deliró sin medida y que resultó más convincente,
humanamente pensando, que cualquiera de los plañideros de la empresa de pompas
fúnebres que llevaron hachones en su entierro. Esta persona fue el padre de la
difunta, Maurice Tillayou, una figura de las tablas de otro tiempo, un
charlatán teatral que tenía el alma embadurnada de grasa de maquillaje y de
latiguillos trasnochados.
Los viejos
actores, probablemente son la gente más pesada que existe en el mundo;
especialmente aquellos cuya época ha pasado ya y cuyo número de teléfono ni
siquiera figura en las agendas de los representantes. Tillayou pertenecía a esa
rara especie, y era un ser tan identificado con su profesión de actor, que
nunca llegó a parecer un hombre, ni en el escenario ni fuera de él.
Aquel pomposo
y altisonante individuo, con su cara arrugada por las muecas, había tenido una
gran época a comienzos de siglo. Disfrutó, con mucha fanfarria, de su breve
hora de gloria, igual que aquellos trágicos de voz campanuda, cuello de piel y
tez lívida que nuestros padres suelen poner en las nubes como pretendidas maravillas,
aunque ya se hayan olvidado sus nombres.
Al contrario
de otros muchos de su generación, el viejo Tillayou no había podido adaptarse
nunca al creciente realismo del teatro, ni había procurado jamás atenuar su
anticuada grandilocuencia para ajustarse al tono, más directo y más sencillo,
de la escena moderna. De resultas de ello, a los cincuenta años estaba
prácticamente apartado de las tablas, y a los sesenta se había convertido en
uno de esos mitos que deambulan por mal alumbrados rincones de algún club
teatral de ínfima categoría, maldiciendo y llorando la muerte del verdadero
arte.
¡Él, que había
incorporado todos los grandes personajes —Hamlet, Lear, Romeo, Jekill,
Montecristo, Richelieu, Ben Hur, entre otros—, se veía ahora arrinconado,
sumido en la sombra, sin un papel, como si no sólo él, sino también todos los
héroes fanfarrones y tonantes que había encarnado, participasen de su
ostracismo! Esa amarga desilusión le hacía entornar los ojos, levantar las
peludas cejas con gesto de misterio y rodearse de una especie de espectral
dignidad. Se pasaba el día entero entregado a las quejas contra el destino;
como todos los actores fracasados, estaba lleno de un egoísmo inofensivo.
Descuidado y
enmohecido, no había nada en torno a su figura que pudiera resultar conmovedor
en ningún sentido. Su pelo hirsuto de un gris amarillento, se erizaba en el
cráneo como los bigotes de un gato. Usaba un gran cuello alto, pasado de moda,
en el que podría haber ocultado la cabeza igual que una tortuga; y quizás eso era
lo que hubiera deseado hacer. Sus trajes eran tan desgarbados como los de un
camarero o los de un filósofo. Su ancha cara estaba plegada, como en estado de
reposo, y parecía que en cualquier momento podía desplegarse y abrirse igual
que un acordeón. Pero por muy aburrido que resultase; por muy pedante e
ignorante que fuese casi siempre; por muy desvaídas que tuviese la mentalidad y
la ropa, poseía, sin embargo, el atractivo de la autenticidad. Era él solo,
«más teatro» que un centenar de anuncios luminosos resplandeciendo
llamativamente en el frontispicio de otras tantas salas de espectáculos. Con
sus insoportables jactancias, con su voz retumbante, con sus pomposos
latiguillos, y con una cara que parecía de goma, tenía algo de monigote de
guiñol escapado de uno de esos desvanes de los altos del teatro, en donde se
almacenan confusamente los mil trastos olvidados que un día lejano lucieron en
el escenario.
Durante el
tiempo que yo le conocí, solamente le vi tres veces actuar en las tablas. La
reposición de un viejo drama histórico, de tiempos de la Restauración, le sacó
a la luz de las candilejas pocas semanas; otra vez, con ocasión de ciertas
representaciones a beneficio de los actores que tomaban parte en ellas,
floreció, con tanta brevedad como petulancia, en el papel, de Richelieu. Sacado
de su agujero, Tillayou se desbordó y pretendió revivir todos sus marchitos
laureles, no contentándose con el papel que se le había asignado en el programa
y tratando de asombrar de nuevo al mundo con otra docena de notables
caracterizaciones en las que había llegado a la cumbre de la maestría. La
tercera vez que le vi actuar en escena fue en ocasión del hecho que estoy
relatando.
Marcia
Tillayou llegó al estrellato cuando tenía veinticinco años, lo cual significa
mucho en el asunto del teatro. Esto representa una recompensa que, por lo
general, se paga más a la personalidad que al talento. Es preciso distinguirse,
ofrecer un nuevo estilo de recitación y accionamiento, y tener una dicción
personal, aunque sea inaudible como la de un conspirador o chillona como la de
un sacamuelas de feria; eso importa muy poco con tal que tenga alguna
peculiaridad, sea la que sea. Es necesario disponer de una serie de latiguillos
personales que impidan que uno desaparezca, por así decirlo, en cada
caracterización, y hay que poseer una habilidad especial para dar a todas las
representaciones un aire uniforme, independiente de lo que el autor haya
escrito y le pida el director.
Marcia había
estado representando el papel de Marcia Tillayou durante unos ocho años, la
mayor parte de ellos en Broadway, ocupando tenazmente y con toda dignidad el
ingrato puesto de dama joven. De pronto, una tarde aquella tenacidad tuvo su
recompensa. Había tropezado con un papel que era más Marcia Tillayou que ella misma;
una criatura irascible, de lengua fácil y espíritu frágil, llena de desencanto,
creada por Alfred O’Shea; una mujer cuyos ojos verdes
ardían de agudeza y de tedio y que amaba, burbujeaba y moría en escena, como el
champaña que se desvanece en una copa.
Por medio de
este drama especial, que se titulaba «La mujer olvidada», el público y los
críticos vieron al fin por vez primera a la Marcia Tillayou que docenas de
conocidos suyos ya habían visto antes; y este reconocimiento de una
personalidad, ampliamente difundido, la convirtió en primera figura. Fue un
«debut» fulminante, y todos los que lo presenciaron comprendieron que, en lo
sucesivo, fueran cuales fueran los avatares de la fortuna y por muy malos
papeles y adversas críticas que pudieran caerle encima, el estrellato de Marcia
estaba decidido, y que ya siempre formaría parte del puñado de actrices cuyo
nombre fulgura en los anuncios luminosos, tanto en los buenos tiempos como en
los malos.
El nacimiento
de Marcia Tillayou como estrella no fue el único acontecimiento teatral de
aquella tarde. También sobrevino lo que podríamos llamar el nacimiento como padre de Mauricio Tillayou; y esto tuvo lugar poco
antes de caer el último telón.
Se celebró una
recepción en el camerino de Marcia. Pocas veces ha recibido nadie una tan
espesa nube de incienso y lisonja como la que recibió la actriz aquella noche.
El teatro produce rápidamente las emociones fáciles y los héroes y heroínas de
las tablas reclaman verdaderos vendavales de adulación, que aterrarían a espíritus
más realistas.
Maurice
Tillayou estaba presente en el camerino de Marcia durante aquella especie de
coronación entre bastidores. Permanecía arrinconado como un desconocido, oscuro
y triste, con sus relucientes ojos fijos en los tarritos de maquillaje, en las
primorosas ropas y los ramos de flores ofrendados, mientras sus oídos se
llenaban de elogios que llovían sobre la cabeza de su hija, por primera vez en
su vida. En sus ojos brillaban las lágrimas, como para añadir personal homenaje
a los triunfos de aquella memorable jornada.
—Eres una gran
artista —dijo, lleno de énfasis— y esta noche has ocupado tu puesto en la gran
cohorte del arte escénico, junto a las figuras inmortales de Rachel, Siddons,
Bernhardt y Modjedka ¿Puedo permitirme el honor de felicitarte, hija mía?
Pronunció esta
alocución en el tono voluble y sonoro que le era habitual; pero, cosa rara,
este elogio del hasta entonces fastidioso y menospreciado progenitor, emocionó
a Marcia. Miró con ojos fatigados, pero siempre agudos, al viejo vanidoso, y
comprendió la profunda significación de sus palabras. Él había venido allí para
ofrecerle su egoísmo, aquel egoísmo maltrecho, cuando todas las palmas ajenas
se habían apagado por completo. El mustio actor había sufrido una
transformación aquella noche, y ya no era el astro Maurice Tillayou; éste había
sufrido un temporal eclipse para dejar paso al viejo Tillayou, al padre de una
nueva estrella que se levantaba en el horizonte teatral. Cuando le cogió las
manos y se las besó, le pareció a Marcia que el pobre viejo dejaba hundirse
para siempre su carrera, tan llena de valor para él, y que se la transmitía a
ella, veinticinco años después de su nacimiento, como si fuese un talismán de
genialidad, hereditario y cargado de glorias.
La historia de
Marcia, durante los nueve años que siguieron a su promoción a la categoría
estelar, es una historia que necesitaría un espacio mucho más extenso que éste.
Fue la carrera de un alto corazón y de una inteligencia aún más alta. Para los
que estuvieron junto a ella o intervinieron de algún modo en su vida, aquella
muchacha resultaba tan complicada como la música de Strawinsky y tan
perturbadora como una droga. Tenía una mentalidad agria como el limón a la vez
que un corazón de colegiala. Era irónica y escéptica, pero, al mismo tiempo,
era romántica de un modo que pudiéramos llamar inepto. Y por encima de todo,
era hermosa. En su cabello parecía existir una luz, velada por el artificio de
los peinados. En sus verdes ojos nunca faltaba la chispa de una expresión, ya
fuese de encanto, ya fuese de burla. Tenía una pálida tez, sobre la que
destacaba una boca grande, de labios inquietos. Como les pasa a todas las
mujeres con personalidad, su cara parecía más enérgica, más fuertemente
modelada de lo que correspondía a su cuerpo esbelto y enjuto. Su voz tensa y
vigorosa se prestaba más bien a los golpes de ingenio y de agudeza que a los
suspiros. Su belleza, en fin, era algo en que los hombres pensaban muy pocas
veces con ligereza. Había demasiado carácter y demasiada fuerza epigramática
detrás de ella. Las personas inteligentes tienen un modo de parecer siempre
alegres, y ésta era la manera de ser de Marcia; se burlaba de las penas, tanto
de las ajenas como de las propias. Su desenvoltura, sin embargo, era
desconcertante, no sólo por la crueldad que encerraba, sino por el hecho de que
hasta en sus mismas risas se escondía siempre la antinomia del tedio.
Durante esos
nueve años de fulgor estelar, Maurice Tillayou revoloteó en el segundo término
de la opulencia de su hija, de sus intrigas y de sus locuras. Vivía aparte,
pero a menudo se le veía en su mesa, bebiendo gravemente, con su mirada de
lejana felicidad puesta en los maestros, sabios, críticos y héroes de la pluma
y de las tablas que adornaban tal mesa. Seguía siendo un «papá» rancio y
melancólico, pero en el fondo desbordaba puntillo y reticencia.
Nadie sabía a
ciencia cierta lo que pudiera haber de común entre aquel desvaído fantasma
teatral y la encantadora hija a cuyo alrededor rondaba; pero resultaba evidente
que ella lo soportaba y que él se desvivía por adularla en todo. La vida de
Marcia no parecía muy a propósito para estar sometida a aquella continua
vigilancia paterna; y, sin embargo, allí estaba él, atisbando continuamente por
encima de su alto cuello, dentro de aquel mundo legendario con que había soñado
toda su vida. Permaneció en el fondo, sin decir nada que alguien no debiese
oír, cuando sobrevino aquel histérico casamiento de Marcia con Alfred O’Shea,
el autor de «La mujer olvidada», primer éxito de la actriz. Y cuando después se
produjo la fuga de aquel bribón en compañía de Rheena Kraznofí, la bailarina,
también permaneció el viejo oculto. Y lo mismo hizo, finalmente, durante el
curso de la otra docena de amoríos y enredos que la refulgente estrella fue
coleccionando, llenos todos ellos de histerismo y de escándalo. Marcia era uno
de esos seres cuyo corazón se inclina hacia las ilusiones que no tienen cabida
en la alcoba, y que, en cambio, adquieren con dinero contante y sonante los
momentos de sensualidad que les sirven de contrapartida. Como suele ocurrir
entre la gente de teatro, quería adquirir desesperadamente la belleza pura y
sólo se encontraba con el oropel.
El viejo
Tillayou se vio envuelto, de un modo u otro, en todas aquellas desafortunadas
hazañas de su hija, y aunque Marcia, en el terreno social, no sufrió mengua
alguna de prestigio por su extravagante desenfreno, el viejo pareció perder
categoría y convertirse en una especie de «gigoló» paternal.
Sin embargo,
en presencia de la hija estaba siempre como hechizado, como embrujado por su
talento, o intimado por sus pecados, o acorralado por los recuerdos de infancia
que ella evocaba maliciosamente. Marcia trataba a su padre como a una especie
de estrafalario juguete que sólo sirve para divertirse. Lo que no impedía que
aquel hombre, tan quisquilloso para todo, se mostrase inaccesible para el
menosprecio de su hija. Sonreía ante las salidas de todo de Marcia, y hasta
añadía algún detalle picante a sus cuentos, permaneciendo siempre ante ella en
una actitud de respeto e idolatría que llegaba al corazón de aquellos que se
dignaban darse cuenta de su presencia. Era, en suma, un y melancólico
espectador que se tumbaba en un rincón, al sol radiante de su triunfante
vástago.
El año y medio que precedió a
la misteriosa muerte de Marcia, resultó una época muy tormentosa para ésta. Una
dura controversia sostenida con Phil Murry, su empresario, acabó con la comedia
que entonces representaba. A esto siguió la torpe búsqueda de un nuevo
empresario, el hallazgo de éste, una corta temporada bajo sus auspicios y una
nueva defección igualmente precipitada. Otra segunda aparición bajo la
dirección del expertísimo Morrie Stein había terminado con otro fracaso. Y
Marcia se encontró, finalmente, al borde de esa segunda fase del estrellato en
que los astros, de modo completamente inesperado y como si estuvieran
embrujados, empiezan a sufrir tropiezo tras tropiezo. Todavía llena de encanto,
con buena taquilla aún, fue trompicando con obras en las que la crítica hincó
hondamente el diente.
Esa especie de
combinación de alquimia que origina los éxitos en Broadway, es sumamente sutil.
Su secreto se evapora a menudo, sin producir ningún cambio visible en los
ingredientes, pero sin fabricar el oro. Y dramáticamente, surge, para una estrella
que ha de enfrentarse con las salas vacías, el primer mordisco del fracaso.
Todo esto empezaba a sucederle a Marcia. No era que se menospreciase el nombre
de Tillayou; todavía había anuncios luminosos que centelleaban en la noche;
pero se iban haciendo cada vez más opacos, y se deslizaban, aún encendidos,
hacia las calles laterales de la fama.
Al mismo
tiempo, sobre los asuntos financieros de Marcia corrieron malos vientos. A
pesar de todo continuaron las extravagancias, sin que las refrenara el fracaso
de algunas operaciones bursátiles y la implacable disminución de los sueldos.
El crédito vino a ocupar el lugar del dinero. Al clamor telefónico de los
amigos y de los enamorados, se sumaron las reclamaciones de los comerciantes,
de las modistas, de los hoteleros y hasta de los criados. Fue, pues, un período
tormentoso, lleno de esta clase de truenos y relámpagos que hacen arder la
cabeza.
Durante
aquellos meses aumentó la importancia del viejo Tillayou. Era él quien sostenía
la conversación en los camerinos después de cada una de las noches tormentosas.
Tenía salidas para todo y era una verdadera enciclopedia de excusas. ¿De dónde
—decía— habían sacado a un director de escena tan estúpido, tan inexperto y tan
nefasto? Por su culpa —seguía diciendo— habían fallado las dos escenas
principales. ¿Y dónde —volvía a preguntar— habían encontrado a aquella
característica? ¿Cómo era posible que triunfara una obra con semejante patulea
de aficionados de mala muerte? La decoración —añadía en seguida— había hundido por
completo el tercer acto. Y la lluvia, además, naturalmente, había retraído al
público. La iluminación en la escena de amor había sido francamente desastrosa.
Aquel director, ni siquiera había sabido echar a tiempo el telón en el primer
acto. Porque, a pesar de todo, Marcia había estado maravillosa, como siempre;
soberbia, insuperable, haciendo la mejor interpretación que nunca se había
visto hacer a una actriz. Finalmente, el viejo se apresuraba a manifestar que
las comedias flojas eran precisamente las que hacían que las verdaderas
estrellas se lucieran más, y con ellas se daban las mayores triunfos
personales.
Papá Tillayou
permanecía en la brecha como un impertérrito granadero de la Vieja Guardia.
Conocía perfectamente bien, ¡ay!, las mil y una excusas que existen para
justificar el fracaso; todos los viejos trucos de taquilla y todo el fantástico
contrabando que sirve para amortiguar los zarpazos de la derrota; y con su voz
retumbante, con sus ojos echando llamas, con el mejor brío de su antigua caracterización
de Hamlet, luchaba en aquellas Termopilas de los camerinos con el ardor de los
auténticos veteranos.
El transtorno
nervioso producido por el asesinato de su hija, hizo caer a Maurice Tillayou en
una completa obnubilación. Se le vio en el entierro, presidiendo el duelo con
la exageración de una vieja plañidera comanche, aullando de dolor y cayendo
desvanecido en el húmedo suelo más de una docena de veces. Luego volvió solo en
un coche a su feudo de Washington Square y allí permaneció en completo retiro,
mientras policías y periodistas metían la nariz, como podencos, en la vida de
Marcia, en busca del malvado que le había metido tres balas en el cuerpo.
Todo esto
constituyó un tema de conversaciones emocionantes y lecturas fascinadoras para
los «cognoscenti» de Broadway.
Aunque la
policía estaba desorientada, Dios —y también algunos cientos de neoyorquinos
que en estos casos son tan omniscientes como Aquel— sabían de sobra que en la
vida de Marcia había material suficiente para producir una larga serie de
asesinatos. La carrera de la difunta se había cruzado con las de un centenar de
figuras igualmente electrizantes, que vivían en una especie de inquieta
desnudez semi-pública, y que en todo momento se hallaban a un paso de verse
zarandeadas por la conmoción del escándalo. Se esperaba con excitación que la
mano de la ley cayera sobre alguna de ellas. Porque, ¿quién podía, en el
terreno de la lógica, haber matado a Marcia mejor que alguno que hubiese
intervenido en su vida?
El primero en
que recayeron las sospechas fue Alfred O’Shea, que se había casado con ella y
que hasta su muerte fue legalmente su esposo. Este caballero alto, moreno e
inquieto, un Don Juan comediógrafo, imaginativo, seductor y maligno, lleno de
sonrisas burlonas y buenas palabras, y, cuando se terciaba, irritable como un
mendigo bajo la lluvia, era un notable sospechoso para nosotros, los amigos de
Marcia. Sus duras facciones de señor feudal irlandés se realzaban con una nariz
burlona, afilada y ligeramente torcida; con unos ojos fríos y de mirada
concentrada, y con una boca delgada y cruel, prometedora de toda clase de altas
hazañas… incluido el asesinato. Sabíamos bastante
bien su historia. Absurdamente seducido por su Rheena —una bailarina con cara
de cromo y un acento lleno del encanto de países lejanos—, había abandonado a
Marcia reclamando tumultuosamente el divorcio. Marcia se había negado, porque
le repugnaba, según dijo, entregar aquel hombre a una sucesora tan
despreciable, y recordábamos haber oído hablar en dos ocasiones en que aquel
celta seductor, borracho y vicioso, había irrumpido en el dormitorio de Marcia
amenazándola con arrancarle el corazón si no le devolvía la libertad. Nunca
pude averiguar qué reminiscencia burguesa, qué subterránea determinación,
inspiraron a Marcia aquella resistencia, tan impropia de su modo de ser, y el
oponerse a los deseos de aquel hombre a quien había amado tan locamente. Ella
sólo contestaba con bromas a las preguntas que sobre el asunto se le hacían.
Pero O’Shea no
se encontró solo entre los sospechosos, en aquellas primeras semanas del
misterio. Figuraba también entre ellos Phil Murry, el empresario, un hombre
frío, de cara redonda, con sonrisita de conejo y voz ligeramente silbante,
cualidades todas ellas muy falaces, pues era traidor como una serpiente cuando
tenía que luchar contra alguien. Era un verdadero «maestro» famoso por su falta
de escrúpulos con las mujeres y por sus golpes bajos.
Marcia había
sido amante suya, hasta que fue suplantada por Emily Duane, durante mucho
tiempo considerada como su más íntima amiga. La Duane era un «anuncio luminoso
ambulante» y una especie de edición de bolsillo de la Duse, tenía una hermosa
voz de contralto y estaba dotada de una ingenua respetabilidad. Había
desplazado por completo a Marcia de la vida de Murry, tanto en el teatro como
en el amor. Recordábamos la baraúnda que armó la pobre Marcia cuando supo la
infidelidad de Murry y la complicada campaña de represalias que organizó.
Aquello ocasionó una gran ventolera social y un continuo escándalo que llegó a
poner fuera de sí a Murry en muchas ocasiones, y que nos mostró a Emily como
una especie de Judas femenino. ¡Cuánto había llegado a odiar a Marcia esta
pareja y cuántas veces habían jurado vengarse de sus cáusticas y ofensivas
ocurrencias!
También era
preciso contar a Félix Meyer entre los elementos sospechosos. Era un personaje
canoso, con cara de polichinela, que se llamaba a sí mismo «abogado teatral de
lujo»; un individuo escurridizo, perteneciente a la vieja escuela, como
testificaban sus palabras siempre equívocas y sus corbatas pasadas de moda.
Esta especie de «bravo» de edad madura era algo así como el enlace entre
Broadway y un mundo misterioso llamado la ley. Aunque
para él pocas veces resultaba necesario recurrir a este mundo, ya que, impuesto
de los mil secretos del teatro, sus actividades se desenvolvían principalmente
en el campo del chantaje y del contra-chantaje, y las que ejercía como árbitro,
juez, defensor y Don Juan, sólo vagamente eran conocidas por sus íntimos, y
absolutamente desconocidas por su mujer.
Su relación
con Marcia había sido muy vidriosa, y se agravó ante la imposibilidad en que
ella se viera de pagarle unos honorarios exorbitantes que el abogado pedía por
ciertos servicios prestados. Aquella tirantez duró varios meses, y les dejó a
ambos mutuamente atemorizados. El abogado Félix viró de bordo, por miedo a que
Marcia, empujada por el despecho, le delatara a su esposa, a cuyo nombre había
él transferido todos sus bienes como medida de precaución llevada hasta el
extremo. Marcia, enterada de sus abyectos temores, le amenazó varias veces con
ello. ¡Qué descansado debió de sentirse el cauteloso y resbaladizo sujeto al
enterarse de la muerte de la actriz! Aunque también hubo de ser bastante su
intranquilidad cuando los sabuesos husmeaban en la vida de la muerta en busca
de pistas…
También se
contaba a Fritz von Klauber, el que había retratado a Marcia vestida de
Pierrot. Era un apuesto caballero del arte, con su bigote de mandarín, y con un
monóculo que le ayudaba a intimidar a los empresarios teatrales nacidos en
condiciones inferiores a la suya (y que eran bastante numerosos), para que le
aceptasen unos decorados desusadamente caros. Las relaciones de von Kluber con
Marcia habían terminado de un modo francamente desagradable. Nosotros sabíamos
que él había recibido de la actriz, en concepto de préstamo, varios miles de
dólares durante el tiempo que fue su amante, y que se había negado a reconocer
la deuda después de encontrar a Marcia en brazos de Morrie Stein. Mr. Stein, un
sujeto con aspecto frailuno, que hablaba siempre con un murmullo de voz, y que
tenía unos labios de rojo intenso, un cuerpo de saltamontes y un prodigioso
gesto despreciativo que le plegaba continuamente la boca, había sido el último
de los sucedáneos amorosos de Marcia. Nosotros sabíamos muy poco de esta
aventura, pero nuestras sospechas, en cuanto a Morrie se refería, fueron
aumentadas por la aversión que parecían sentir hacia él todos los que le
trataban más íntimamente.
Un poco más
abajo en la lista de los sospechosos, pero lo suficientemente cualificado para
que pudiera ser objeto de nuestros comentarios, estaba Percy Locksley, un
periodista de irónico estilo, pero de una crueldad que helaba la sangre y que
había figurado perturbadoramente en la vida de Marcia. Se había hablado de él
como posible marido de la estrella, cosa que Marcia había desmentido con
grandes aspavientos, muy ofensivos y burlones para Locksley. Desde luego, esto
no era móvil suficiente para fundamentar una sospecha de asesinato, pero los
que conocían bien al individuo en cuestión podían considerarle sospechoso de
cualquier cosa, desde el homicidio hasta la genialidad.
Otro de la
lista era el poeta Emil Wallerstein, que hacía un año había rondado por los
umbrales de Marcia, muy enamorado de ella, y podríamos decir que deshaciéndose
por conseguir sus favores. Wallerstein había amenazado con ahorcarse con una
liga de su ídolo (como Gerad de Nerval), si sus pretensiones eran rechazadas.
Había hecho un verdadero espectáculo de su desesperación ante la frialdad con
que era recibido, pero, por razones que ignoramos, siempre fue rechazado de un
modo tan categórico como diestramente llevado.
Al pie de esta
relación de sospechosos podía figurar Clyde Veering un libertino encantador, un
poco marchito ya, que antes había sido un verdadero artífice en su terreno,
pero que ya no era más que una especie de Sileno con gafas, pegado siempre a su
perpetuo «cocktail». En no pocos divertidos comentarios, Veering era
considerado como un verdadero especialista de lo decadente. Su elegante piso de
soltero estaba siempre a disposición de sus amigos de ambos sexos con tal que
los propósitos de los visitantes fueran lo suficientemente anormales e
indecorosos para justificar su hospitalidad. Resultaba bastante difícil
representarse a Veering como a un asesino; pero, lo mismo que a alguno de los
otros sospechosos, lo que le daba relieve en este terreno acusatorio era, más
que la participación material en el crimen, la posibilidad de algún
conocimiento oculto que pudiera tener del mismo.
A pesar de lo
que queda expuesto, ninguno de los mencionados, ni persona alguna de otro tipo,
cayó en las redes de la ley. Hubo ciertos interrogatorios secretos y gran
número de insinuaciones en los diarios, rayanas con la difamación; pero no se
produjo detención alguna. Nada sucedía a pesar de la actividad de los sabuesos.
Una especial reserva galante parecía rodear a Marcia después de su muerte. No
se encontraron cartas entre sus efectos, ni hubo ninguna voz de ultratumba que
proporcionara una pista para la caza. De este modo, el misterioso fin de la
famosa y atractiva mujer quedó borrado por otros sucesos que fueron excitando
posteriormente el interés del público.
Cuatro semanas después del
asesinato, y cuando el misterio ya se iba olvidando y sólo ocupaba en los
periódicos el espacio de una gacetilla secundaria, Maurice Tillayou surgió de
la sombra de una manera sumamente espectacular.
Los que
habíamos conocido a Marcia a fondo, demasiado a fondo quizá, recibimos una
invitación del viejo actor. Estaba redactada de un modo muy raro. He aquí su
texto: «¿Puedo tener el honor de disfrutar de su compañía, el viernes por la
noche, con motivo de una comida que he organizado en memoria de mi hija Marcia?
Le ruego encarecidamente que asista, pues en mi casa serán revelados aspectos
de vital importancia, tanto para usted mismo como en relación con el misterio
que rodea la muerte de mi hija. Le ruego, pues, con todo interés, que esté
presente o que se haga representar».
Algunos
quedamos extrañados o divertidos ante aquella melodramática invitación, pero
hubo casi una docena a los que yo encontré francamente intranquilos. Más de un
cauteloso cambio de impresiones hizo vibrar los hilos telefónicos y nada
consiguieron las tentativas de obtener una información anticipada del viejo
Tillayou.
Aquel viernes
por la noche llovió. Los truenos retumbaban en el cielo y las calles estaban
llenas de esa confusión que las tormentas producen en las ciudades. Toqué el
timbre de la puerta de la casa de Tillayou, y esperé hasta que me abrió un
individuo asombrosamente viejo, encorvado, balbuceante y prácticamente
momificado. Evidentemente era el criado, y con igual evidencia se advertía que
se hallaba en un total estado de parálisis mental. A sus espaldas, y en una habitación
que tenía el aspecto de un estudio, zumbaba, gritaba y reía el grupo más
imponente de celebridades que el teatro puede ofrecer. Habían llegado
puntualmente, cosa verdaderamente asombrosa en aquellos clásicos desbaratadores
de comidas eternamente retrasadas. Observé que algunos se hallaban ya en su
tercer «cocktail», y que el bullicio con que se me saludó estaba totalmente
limpio de estos toques de mal humor, desdén e incluso grosería que generalmente
caracterizan esa clase de reuniones.
Traté inútilmente
de distinguir a Tillayou, y recibí por varios conductos la información de que
el viejo no había aparecido todavía y que seguramente estaba preparando su
entrada en escena con la teatralidad que le era tan propia.
El grupo
resultaba bastante familiar. Era una especie de «rodeo» (para emplear ese
término vaquero del Oeste), bastante morboso, de hombres y mujeres que habían
amado a Marcia Tillayou, que la habían engañado, reñido con ella, mentido con
su complicidad y bebido hasta la borrachera en su compañía. Gentes que la
habían divertido o traicionado, y que formaban parte de aquel remolino
estridente y sin sentido que es el Parnaso de Broadway. Tanto recordaban todos
la figura de Marcia, tan parecidos eran a ella en sus características
esenciales, que se diría que la desaparecida actriz se hallaba casi presente,
que iba a aparecer de un momento a otro para reunirse con ellos, mientras ellos
se dedicaban a criticar a los compañeros ausentes o a cambiar entre sí esos
incansables recuerdos que siempre tienen en común las celebridades.
Yo sentí un
estremecimiento ante aquel espectáculo, pues la intención de Tillayou no podía
ser más palpable. Había reunido allí a un grupo de culpables, y sin duda
pretendía coronar la fiesta con alguna acusación formal de participación en el
crimen. Estaban allí unos cuantos, como yo mismo, que desde luego no podíamos
aspirar a semejante distinción, pero que sabíamos lo que tenía aquel viejo en
su vanidoso cerebro. Todos habíamos formado parte del mundo de Marcia y bien
podía presumirse que tuviéramos algún atisbo del misterio con que había
culminado su vida.
Este pequeño
mundo al que Tillayou había dado cita en modesto alojamiento de actor
constituía un cuadro uniforme. Sus componentes eran tan semejantes entre sí
como los adornos de un árbol de Navidad. Tenían un aire idéntico y un corte
similar, tanto en lo externo como en lo interno, igual que si hubieran salido
de un solo molde. La fama y el éxito iban unidos a sus nombres, y de sus
ademanes y de sus palabras, colgaba, como un apéndice, Nueva York, el Nueva
York de los letreros luminosos, de la propaganda vocinglera, de las colas ante las taquillas, de la prensa escandalosa y
chillona, de los comentarios y las discusiones en los pasillos, de las
comidillas en los «foyers», de las carteleras llamativas… Todo ese torbellino
ensordecedor y bullente que sólo se aquieta cuando se alza el telón y cuando la
desnuda realidad de la escena queda sobre la mesa de disección de la atención
del público. Eran la flor y nata de ciertos firmamentos alumbrados
eléctricamente, sus sátrapas y sus nobles. El que amase a ese mundo, tendría
que amarlos a ellos, y el que reverenciase a ese ambiente, como lo había
reverenciado el viejo Tillayou, tendría que hincar la rodilla ante aquellos
dioses. Era un mundo que giraba velozmente, resplandeciendo como un planeta.
Allí se
fraguaba, por una noche, el brillo efímero del arte, las luciérnagas que,
durante una hora, se disfrazan de fanales.
Me acerqué a
Veering, que era siempre una copiosa fuente de información. Estaba
infantilmente enfurruñado, frente a su quinto «cocktail», cacareando contra la
pesadez de Tillayou, quejándose de tener que perder una noche, cuando le
quedaban tan pocas. Me acerqué después a Locksley, y nos dedicamos a mirar las
fotografías de hacía cincuenta años que colgaban en la pared y que mostraban a
Tillayou en todo su esplendor.
—Ha
representado toda clase de papeles —dije—. Podría ilustrar un volumen de las
obras de Shakespeare.
—Efectivamente
—respondió Locksley—; su falta de talento como actor, le hace ser shakesperiano
de un modo natural e incansable.
—Yo le vi una
vez en el papel de Richelieu —terció O’Shea, acercándose a nosotros con Von
Klauber—. Nunca olvidaré el gozo de Marcia cuando el viejo recitó a grito
pelado los versos del tercer acto. Ella dijo que esa escena había salvado la
obra.
Wallerstein,
el poeta, que todavía no estaba borracho, se unió también al grupo, y se quedó
mirando fijamente a Von Klauber.
—La
destrucción de su retrato de Marcia vestida de Pierrot —dijo con visible
desprecio— constituyó un gran golpe para el mundo del arte.
—Gracias
—respondió el aludido—. No sabía que hubiera usted tenido la suerte de ver ese
cuadro.
Veering se rió
entre dientes.
—Marcia lo
había detestado siempre —dijo, haciendo un guiño a los presentes. Aquel tipo,
por motivos ignorados, sentía una verdadera animadversión hacia todos los
artistas.
—Se tuvieron
que vencer algunas dificultades para pintarlo —alegó, con calma, von Klauber.
—Miss Tillayou
tuvo que ser una modelo muy difícil —observó el abogado Félix, que en aquel
momento vino a engrosar el grupo.
—No era
difícil de pintar —respondió el otro—, sino difícil de contentar.
—Y muy ingrata
—cloqueó Locksley—. Creyó siempre que el cuadro había sido pintado con una
pastilla de jabón. Al menos, eso decía.
Veering miró
malhumoradamente hacia la puerta de una habitación contigua.
—Allí debe
estar el cubil del viejo figurón. ¿No creen ustedes que si empezáramos a
aplaudir saldría, por lo menos, a hacer una reverencia? Me estoy muriendo, poco
a poco, de hambre.
La lluvia
batía en los cristales de las ventanas, los truenos retumbaban y nuestras
murmuraciones subían cada vez más de tono y se hacían más malhumoradas, con
creciente tendencia a la sedición. Muchos empezaron a proponer que mandásemos
al diablo aquella ridícula invitación. Pero en aquel momento apareció Tillayou.
Iba vestido de media etiqueta, con americana de terciopelo negro, y, cosa rara,
parecía mucho más joven. Ninguno de nosotros había visto jamás, ni aún en
sueños, a un Tillayou tan brillante, ni nos podíamos imaginar nunca que, de
aquel capullo marchitado, pudiera surgir una figura tan dominadora.
Nos callamos
inmediatamente y escuchamos a Tillayou, como si todas las luces se hubieran
apagado y sólo él hubiera quedado en la claridad. Traía consigo a un
desconocido a quien nos presentó, identificando a su vez a cada uno de nosotros
de un modo que podría calificarse de untuoso y, detallando nuestras profesiones
y méritos. Su acompañante era Car Scheuttler, un nombre que nos impresionó
tanto como si fuese el de Sherlock Holmes. Scheuttler pertenecía a la oficina
del Fiscal del Distrito. Era quien había conducido la ineficaz caza del asesino
de Marcia, y quien había prometido día tras día en las columnas de los
periódicos, «importantes descubrimientos antes de esta noche». Su presencia
hacía augurar una velada completa. El asesino de Marcia se hallaba entre
nosotros, o al menos así lo pensaba Tillayou, y nos iba a ser servido como
postre de aquella cena.
Entramos en el
comedor con mucha gravedad. Allí habían improvisado una larga, mesa de
banquete. Tillayou nos invitó a buscar nuestros respectivos lugares, señalados
por las correspondientes tarjetas, y nos rogó que de ningún modo nos
cambiásemos de sitio. Mr. Scheuttler nos observaba con mirada profesional, o
así lo parecía, pero manteniéndose alejado para no trabar amistades que podrían
obstaculizarle cuando llegase la hora de la acusación y del arresto.
Mientras nos
sentábamos pudimos ver una serie de cosas raras que después se borraron de mi
mente con lo que sucedió a continuación. Locksley fue el primero en hablar, una
vez se apagó el ruido de las sillas.
—¿Quién es
—preguntó, señalando la única silla que había quedado vacía— ese miserable?
Desde el
extremo en que Tillayou presidía, con su chaqueta de terciopelo, vino la
respuesta, lenta y sonora:
—Es el sitio
de mi huésped de honor, caballero.
Locksley se
acercó al lugar vacío y leyó la tarjeta.
—Bien, bien
—rió entre dientes—; es un sitio reservado a una persona desconocida totalmente
para nosotros.
—¿Y quién es?
—preguntó Morrie Stein.
—Marcia
Tillayou —respondió Locksley— que ha salido un momento en busca de su arpa.
—Sirva usted
la comida, Harvey —ordenó nuestro anfitrión a la vieja momia—. Ya estamos
todos.
La bailarina
Kraznoff, que estaba sentada bastante cerca de la silla vacía, se levantó
nerviosamente.
—Por favor
—dijo—. Me gustaría cambiar de sitio.
Estalló una
risotada.
—Vamos, vamos,
siéntese —dijo sarcásticamente Morrie Stein—. Marcia tenía demasiado buen gusto
para convertirse en fantasma.
Locksley miró
alegremente a nuestro anfitrión.
—Esto es
maravilloso —dijo—. M. Tillayou, a quien Dios bendiga, apagará las luces y la
pequeña Marcia aparecerá para bailarnos un «tambourine».
—Eso es un
insulto para Marcia —soltó Emily Duane.
—Se equivoca
usted —corrigió von Klauber, con una sonrisa—. El insulto es para nosotros.
Pero resulta estúpido; de modo que no tiene importancia.
El abogado
Félix, viendo que las aguas empezaban a agitarse, derramó un poco de aceite.
—Quizá Mr. Tillayou
no lo haga en serio —alegó—. Puede que solamente se trate de un gesto
sentimental. ¿No es así, Mr. Tillayou?
La respuesta
de éste, dada en suave tono, fue una cita del «Hamlet»:
—«Hay muchas
cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, a las que no alcanza tu sabiduría.»
—Muy bien
—dijo Locksley.
O’Shea, que
estaba mirando tristemente hacia la silla vacía, se inclinó de pronto y habló
dulcemente:
—Hola, amor
mío. Esta noche tienes un aspecto magnífico. ¿Quién te ha dado esos lirios tan
hermosos?
Un trueno
retumbó fuera. Emily Duane dio un respingo. Pero las salidas de Locksley no
podían ser acalladas por los truenos.
—Haga el favor
de pasarme las aceitunas, Veering —dijo—. Para que pueda probarlas Marcia.
Como allí no
había aceitunas ni tampoco estaba Marcia, la broma nos pareció doblemente
graciosa. Reímos un poco. Von Klauber volvió su monóculo hacia aquél a quien
llamó, con manifiesta impropiedad, «representante de Scotland Yard».
—¿Cree usted
en los fantasmas, míster Scheuttler? —preguntó.
—Estoy seguro
de que están fuera de su jurisdicción —terció Veering.
El viejo
Harvey iba trotando alrededor de la mesa, llenando de vino los vasos.
Wallerstein, con su cara oscura y amargada dirigida hacia la silla vacía, dijo
bruscamente:
—La muerte no
es una palabra definitiva. Marcia nunca estuvo más viva de lo que está ahora,
en esta habitación. Sus más ocultos secretos están sobre la mesa. Nosotros
somos un compendio de Marcia.
—Eso es una
verdad como un templo —asintió O’Shea cavilosamente—. Todos la amamos, aunque
de modos muy distintos.
Tillayou,
suavemente, y con un extraño fulgor en los ojos, repitió las palabras «la
amamos», mientras miraba alrededor de la mesa, entre lágrimas.
—Me parece que
resulta de mal gusto —murmuró ahora Veering— eso de convocarnos aquí para
darnos una sesión de espiritismo y de lágrimas.
—Un poco de
pena pensando en la muerte de Marcia, creo que no está de más —objetó O’Shea—;
especialmente entre sus amigos.
El
valetudinario Harvey fue trayendo ruidosamente delante de llenos y casi fríos,
y los fue dejando ruidosamente delante de cada invitado. Las enérgicas
peticiones de cucharas que surgieron en un extremo de la mesa, le dejaron
confundido y sin saber qué hacer; sus piernas temblaban, mientras miraba
desconcertadamente a su amo, Tillayou le hizo un ademán con la cabeza para
tranquilizarle. Después, enjugándose las lágrimas que llenaban sus ojos,
pareció reafirmarse, separó la silla de la mesa y se levantó. Este movimiento
inesperado produjo el silencio. Observé que Mr. Scheuttler había bajado la
cabeza y miraba al mantel con el ceño fruncido.
—Soy un viejo
actor —comenzó a decir Tillayou, con tono mesurado—. Y cuando estoy frente al
público, que ocupa ya sus localidades, y se ha levantado el telón, me resulta
muy difícil esperar. Nos dedicó una sonrisa halagadora, casi de adulación.
—El arte es
largo y la vida breve —prosiguió—. Y hay aquí algunos que me piden que hable.
Sin embargo,
todavía no habló, sino que volvió de nuevo a las citas literarias; esta vez le
tocó el turno a la poesía:
«Óyeme amor.
¡Qué desolado está el corazón, que pregunta siempre sin que le respondan!
Y la negra
lluvia va cayendo, antes, ahora, siempre».
Una vez
terminada la mística invocación, Tillayou adoptó una actitud que parecía
anunciar el comienzo del discurso. Pero, ¿cómo reseñar ahora aquella
peroración? ¡Qué mala fue, y cómo se iluminó más tarde con una grandeza que
nunca pudimos sospechar que tuviera! Pero descubrir su final sería privarla en
cierta manera de la calidad de su desarrollo, del tono de bravata en el que fue
expresada ante los que eran sin duda los más pulidos y melindroso charlatanes
de la ciudad, del humor bufonesco que iba adquiriendo insensiblemente a medida
que avanzaba, de la pesadez y las vacilaciones que sólo parecían buscar las
risas despiadadas del auditorio.
Hubo
lamentables faltas de lógica en aquel discurso, cuando la mente del viejo actor
no lograba la transición correcta, y hubo ironías que hubieran resultado
inexplicables si no se adivinase que estaban tomadas del elogio funerario de
Marco Antonio. Y habría habido muchas más pausas de las que hubo, si Tillayou
no se hubiera ayudado a sí mismo con Shakespeare. Oímos palabras del “Rey
Lear”, de “Macbeth”, de «Romeo y Julieta», pronunciadas con murmullos y
entonaciones que las hacían sonar a nuestros oídos como bufonadas
caricaturescas. Escuchamos con desagrado y con temor, las expresiones untuosas
de Shydock y los gritos de Espartaco frente al populacho romano. En suma: que
fue una representación muy necesitada de la indulgencia del público. Solamente
O’Shea, por desconocidos motivos, pareció disfrutar mientras escuchaba con la
cabeza apoyada en una mano, en una de sus más indolentes posturas.
—Vosotros sois
mis invitados —dijo Tillayou—, mis muy distinguidos invitados, y si os ofendo
por lo que voy a deciros, suplico vuestro perdón como padre de una persona a
quien admirásteis. Soy el fantasma de Banquo que viene a interrumpir vuestro
festín.
»Estos, Mr.
Scheuttler, son todos unos ciudadanos muy honorables y distinguidos que han
torcido un poco su camino para complacer el capricho de un viejo actor,
acudiendo a cenar a su casa. Son las grandes figuras de ese mundo al que yo he
servido durante tanto tiempo con mis humildes facultades.
»Vosotros
preguntabais, señores, si yo creía que mi hija Marcia se encontraba presente
entre esta constelación de sus amigos. Acaso sólo sea la razón vacilante de un
anciano, pero yo la veo ahí, sentada. Trágica y bella, rodeada por el ruido de
la lluvia y por el tañido discordante de las campanas (esto último no parecía
tener ningún sentido). Está sonriendo a aquellos que la amaron, pero su mirada
se detiene heladamente en uno de los que aquí se sientan. Sus ojos acusan a uno
cuyo corazón ya está gritando: «¡Atrás! ¡Fuera de mi vista! ¡Que te trague la
tierra!»
»Era dulce y
suave, y el fulgor de sus pupilas avergonzaba al fulgor de las estrellas, como
la luz del día avergüenza a la luz de las lámparas… Pero no quiero enojaros
pidiéndoos que recordéis las virtudes que tanto apreciasteis, tanto como las
aprecié yo. No habéis venido aquí esta noche para escuchar a un padre que ya
chochea y que pone de manifiesto ante vosotros su sensibilidad. Estáis
presentes para un asunto de más envergadura que estoy seguro habéis adivinado,
a juzgar por vuestra cortesía y vuestra atención.
»Mr.
Scheuttler me pidió que se lo refiriese privadamente, pero no quise hacerlo.
Todos vosotros fuisteis amigos de ella, honorables amigos, y yo necesitaba que
estuvieseis presentes.
»¿Quién mató a
mi hija? ¿Quién le arrebató la existencia? Esta es la pregunta. Y yo tengo la
respuesta. Pero no me contentare solamente con dar un nombre y gritar:
¡asesino! No; tengo todas las pruebas.
«Todos
vosotros amasteis y admirasteis a mi hija. Todos le prestasteis vuestra ayuda
en los años de lucha, le hicisteis la existencia más llevadera con vuestra
ternura, con vuestra comprensión y con vuestro desprendimiento. Sin embargo,
uno de vosotros la asesinó… ¡La asesinó!
»Ese está
aquí. Ha acudido también a mi humilde morada, porque se considera demasiado astuto
para ser descubierto. Se sienta ahora a mi mesa. ¡Harvey! —gritó de pronto, en
una súbita transición, llamando al achacoso criado—. ¡Cierre usted las puertas!
¡Ciérrelas! No podrá escaparse. Enciérrenos dentro. Las ventanas también…
¡Excelente, magnífico, este Harvey! Siempre me sirvió bien. Estuvo junto a mí
todos aquellos años en que, como mi hija luego, yo era una figura eminente.
Porque Maurice Tillayou, caballeros, era una figura que perteneció a los
grandes días del teatro… Gracias, Harvey —nueva transición con nueva
interpelación al caduco sirviente—; puede irse a acostar, y que los ángeles
velen su sueño…
»¿Por dónde
iba, Mr. Scheuttler?… ¡Ah, sí! Las puertas están cerradas. ¿No parece esto un
drama? Vuestras caras están preguntando el nombre… el nombre de Judas. Todos
vosotros esperáis, cada uno desconfiando del que está a su lado. Mantengo mi
promesa, Mr. Scheuttler. Tengo las pruebas, todas las pruebas, para enviar al
culpable desde esta mesa a la horca. El hombre que mató a Marcia, que asesinó a
mi Marcia, me está mirando ahora. El terror desorbita sus ojos. Su nombre es…»
Un trueno que
se había iniciado al llegar a este punto del discurso, estalló ahora
fuertemente, abogando sus palabras finales. Al mismo tiempo, la habitación en
que estábamos se sumió en la oscuridad. Toda la escena se desvaneció como un
sueño. Las luces se habían apagado. Las mujeres comenzaron a gritar. Algunas
sillas cayeron con violencia, al ponerse en pie bruscamente sus ocupantes. Fue
un momento de misteriosa confusión, de verdadero caos, lleno de gritos y hasta
de carcajadas que estallaban en la oscuridad. Pero todos, de pronto, nos
quedamos inmóviles al oír una voz que chillaba agudamente en medio de aquellas
densas sombras. Era la voz de Tillayou:
—¡Suélteme!
¡Me está matando! ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Dios mío, me está matando, me está
matando…!
La voz se
apagó violentamente, como si unas manos estuviesen ahogando el sonido. Un gran
relámpago incendió el cielo, y a su luz fosfórica nos pareció ver algo
espantoso… Tillayou, estaba en el suelo, en un rincón, con las manos apretadas
contra el pecho, y la sangre saliendo a borbotones por encima. El pavoroso
cuadro desapareció al instante, con la luz del relámpago.
Sobrevino
después una gran conmoción, algo como una pesadilla sin sentido. Creíamos que
lo que acabábamos de ver no era cierto. La realidad se presenta siempre muy
lejana a los que se pasan la vida escribiendo sobre ella. Emily Duane pidió
luces en tono cortés.
O’Shea fue el
primero en iluminar con su encendedor al hombre que se retorcía en el rincón.
Caído de rodillas, emitía un ronco estertor y apoyaba una mano en el suelo
mientras trataba de arrastrarse con la otra. Todos pudimos ver que, en efecto,
se trataba de Mr. Tillayou. Al mismo tiempo, Scheuttler, que sin duda sabía muy
bien cómo comportarse en circunstancias como aquellas, iluminó con su lámpara
de bolsillo a O’Shea, convencido de que él era el asesino. Entonces empezaron a
oírse los gritos de las mujeres y peticiones de luz formuladas con no escaso
nerviosismo por el elemento masculino. Y predominando sobre el griterío se
podían escuchar los estertores y quejidos del moribundo, de quien Mr.
Scheuttler estaba obteniendo una declaración «in articulo mortis».
En realidad
todos nosotros, incluidos Tillayou y Scheuttler, parecíamos interpretar un
drama, uno de esos melodramas de Broadway llenos de sombras, asesinatos,
sospechosos y todos los convencionales trucos de una obra de misterio. Algunos
encendieron cerillas, otros sus encendedores, y otros buscaban los interruptores
eléctricos o se apelotonaban en torno al moribundo haciendo preguntas al
excitado Mr. Scheuttler, que a su vez las formulaba a plena voz. O’Shea
proporcionó un instante de expectación fuera de programa al abrir de una patada
una puerta y reaparecer ante el revólver empuñado por Scheuttler (que había
ordenado que nadie se moviese) con un candelabro que encendió rápidamente,
iluminando con su luz indecisa una escena que parecía más de ópera que la
propia «Tosca».
—No veo nada
—jadeaba Tillayou—. ¡Marcia! ¿Dónde estás? Mi niñita rubia, Marcia, hija mía…
Nos inclinamos
todos sobre él apremiándole a coro para que dijera quién le había atacado. Nos
mirábamos unos a otros llenos de recelo. Mr. Scheuttler por su parte,
convencido de que la víctima estaba a punto de nombrar a su asesino, esperaba,
revólver en mano.
Pero el viejo
actor deliraba.
—¡Sangre!
—exclamó con voz débil, alzando las manos y mirándoselas—. ¡Mi sangré!
Y cuando se le
apremió de nuevo para que hablara, comenzó a sollozar nombrando a Marcia:
—Escuchad,
escuchadla a ella… Está siempre llamando… Y nadie le responde.
Todo aquello
era muy doloroso, y tenía un aspecto irreal, fantasmagórico.
Después vino
un instante tremendo. Los ojos del moribundo parecieron buscar a alguien. Su
mirada estaba entonces más tranquila y se detuvo en Mr. Scheuttler.
—Déjeme que le
diga el nombre al oído —murmuró ansiosamente y en voz tan queda que apenas
pudimos oírle—. No debe esperar. Más cerca… amigos míos… prestadme atención.
—¿Quién fue?
—preguntó alguien desesperadamente, sin poderse contener.
Mr. Scheuttler
impuso silencio con un rugido, para poder repetir él la misma pregunta.
—¡Ah! —exclamó
Tillayou—. Fue… Fue…
Y guardó otra
vez silencio. El hervor de las interrogaciones fue en aumento a medida que
aquel silencio se prolongaba. Se llegó a un extremo de tremendo nerviosismo.
Mr. Scheuttler ya no podía estar pendiente de sus sospechosos. Miraba al viejo,
que lloraba quedamente. Y después sucedió algo increíble: Tillayou murió.
Había tosido
antes seca y espasmódicamente, con ese carraspeo que resulta inconfundible
incluso para los que nunca lo han oído. Pero, de todos modos, nadie esperaba
aquella muerte.
Un pandemónium
todavía más patético siguió al fallecimiento del viejo. Se avisó a la policía.
Se nos dieron órdenes adecuadas. Mr. Scheuttler hizo grandes alardes de
revólver. Harvey fue despertado de su sueño guardado por ángeles, y fue
interrogado, mientras se lamentaba sobre el cadáver de su amo, se le preguntó
sobre los interruptores de la luz que habían dejado de funcionar. O’Shea tomó
la iniciativa de estas preguntas, a pesar de las violentas órdenes de
Scheuttler, que estaba firmemente convencido de su culpabilidad. Pero Harvey
fue incapaz de dar ninguna. O’Shea de pronto, se puso en cuclillas y empezó a arrastrarse
bajo la mesa, mientras que Scheuttler, suponiendo que aquello era una tentativa
de fuga, le amenazaba a gritos diciéndole que nunca saldría vivo de aquella
estancia. Súbitamente, en medio de las amenazas, y mientras O’Shea manipulaba
por debajo de la alfombra en un extremo de la mesa, las luces se encendieron.
O’Shea se levantó y se dirigió al funcionario del Fiscal:
—Si usted me
permite que me las dé un poco de oráculo y me aparta ese revólver, le diré que
el misterio es muy sencillo. Fue el mismo Tillayou quien apagó las luces. El
conmutador estaba justamente debajo de sus pies. Y luego, se mató él mismo.
Amanecía ya, cuando Locksley,
O’Shea y yo entrábamos en el departamento del segundo. Habíamos pasado una
noche muy movida y bastante ruidosa, como huéspedes de Mr. Scheuttler y de dos
oficiales de policía. Harvey había acabado por decir lo que sabía. El día
anterior, Tillayou había hecho instalar el conmutador a sus pies. Este
importante extremo fue comprobado en seguida, gracias a los electricistas que
habían hecho la instalación. Harvey contó también que Tillayou le había
ordenado que no preparase ningún plato para nuestra cena, diciéndole que no
sería necesario, y asegurándole que en aquel banquete no serían necesarios ni
platos ni cubiertos. La ausencia de estos elementos fue una de las cosas
extrañas que nos llamaron la atención cuando entramos en el comedor. Harvey
identificó asimismo la daga que se extrajo del cuerpo de su amo como un arma
que se había utilizado en una antigua representación de «Macbeth» y que el
viejo actor había estado afilando en su dormitorio antes de la llegada de los
huéspedes.
No había
ninguna duda; Tillayou se había dado muerte a sí mismo. Pero Mr. Scheuttler y
los dos policías tenían dudas respecto a los motivos de aquel suicidio. O’Shea
les persuadió, con ayuda de las palabras y de las lágrimas de Harvey, de que la
mente del viejo actor se había desequilibrado con el dolor ocasionado por la
muerte de su hija, y de que todo aquel asunto podría explicarse con la locura
del pobre hombre. Por fin se nos permitió marcharnos a todos, después de
prevenirnos para que estuviésemos preparados a comparecer, si se nos necesitaba
para algún interrogatorio posterior.
En el
departamento de O’Shea, Locksley y yo esperamos pacientemente hasta que el
fantástico celta abrió unas botellas y nos preparó unas bebidas. Después de
haber cumplido con estos ritos, se acercó a un escritorio.
—Voy a leerles
esta carta —dijo—. Es de Marcia, y fue cursada la misma noche en que la
hallaron muerta.
Nos entregó un
trozo de papel lleno de garabatos. Y nosotros leímos lo que sigue:
«Alfredo:
Estoy aburrida, hastiada, dolorida, enferma. Llena de cosas feas y
desagradables. Tú siempre fuiste el mejor de todos. Por eso te pido que seas
buen chico y que cuides de mi padre. ¿Verdad que lo harás? Me hubiera gustado
quedarme un poco más, pero la muerte me parece más sencilla que la vida. ¿Qué
significa un puñado de píldoras para una persona que ya ha tragado tantas?
Adiós, y recuerda siempre la noche de la «Mujer olvidada». Por última vez,
adiós.- Marcia.»
Cuando terminamos de leer la
carta, O’Shea nos sonrió pensativamente.
—Esta es la
verdad —nos dijo—. Ella se suicidó.
—Pero ¿y las
balas? —pregunté.
—Adivínelo.
—Fue Tillayou
—terció Locksley.
—Exacto —respondió
O’Shea—. La encontró muerta, con las píldoras todavía en la mano. Y él no podía
permitir aquello. Adoraba a su hija. Era una estrella y las estrellas no deben
suicidarse nunca. Sólo lo hacen los fracasados, los miserables y los
derrotados. Quiso que continuara siendo estrella aún después de muerta. Por eso
acuchilló el retrato de Pierrot y desbarató toda la alcoba. Lo hizo por pura
fanfarronada, para que nadie supiese que su hija había muerto tan poco
gloriosamente.
»Por lo menos
—prosiguió O’Shea—, esto fue lo que yo pensé desde el primer momento. Resolví
no decir nada. Pero lo que hemos visto esta noche me ha desquiciado los
nervios.
Acabó con una
sonrisa y bebió.
—Ha sido
terrible —dijo Locksley.
—Y maravilloso
—añadió O’Shea, con un gesto que hizo estremecer su delgada boca por el ímpetu
de la elocuencia—. En realidad yo interpreté mal las cosas. ¿De verdad no saben
lo que pasó?
—No —respondió
Locksley—. Lo único que sé es que ese pobre viejo estaba más loco que una
cabra.
—No, no estaba
loco —negó O’Shea—. Se hallaba en pleno juicio. Él no había creído nunca en el
suicidio de su hija. Es cierto que la encontró muerta por su propia mano, pero
eso no significaba nada para él. La consideró como verdaderamente asesinada…
por todos nosotros, sin excepción. Asesinada por toda esa canalla de amigos,
embusteros, chismosos y farsantes, que habían rondado alrededor de ella;
incluyendo, claro está, a este su humilde servidor, Alfred O’Shea. Y es verdad.
La matamos nosotros. ¿Recuerdan que el viejo nos llamó honorables amigos,
llenos de ternura y desprendimiento para ella? Eso fue una cuquería del viejo.
Nos miraba a todos, odiándonos profundamente, mientras nos iba anonadando con
una serie de frases intencionadas. Éramos una bandada de vampiros que habíamos
estado sorbiendo la sangre a su hija. Así nos veía él… Cuando la encontró
muerta, consideró que la habíamos asesinado nosotros, que la había asesinado
Broadway. Todas nuestras manos habían llevado hasta su boca el tóxico que la
envenenó. Y el viejo se obsesionó con la idea de hacer justicia de algún modo
para castigar a todos esos fantasmales asesinos.
Asentimos con
un ademán, mientras O’Shea bebía de nuevo.
—Esta noche,
en aquella mesa, hemos visto una magnífica representación teatral. El viejo se
superó a sí mismo.
—¿Y qué fue lo
que le hizo pensar que allí había un interruptor oculto? —pregunté:
—Sabía que en
el escenario ocurría algo raro —contestó O’Shea con una mueca—. Quise
interrumpir la representación, pero me volví atrás. Y no me arrepiento.
Nos quedamos
mirando inexpresivamente al orador, como esperando posteriores declaraciones.
O’Shea volvió a buscar inspiración en el alcohol, e hizo un ademán ponderativo
con los ojos.
—¿Advirtieron
ustedes —preguntó blandamente— que aquel viejo cómico estaba representando la
escena de su propia muerte desde el momento en que entró en la habitación donde
le esperábamos? Llevaba la daga en el bolsillo. Había ideado ya todo aquello,
durante días enteros lo había ensayado en su dormitorio, había afilado el puñal
de Macbeth y se sabía el papel de memoria. Se propuso llegar hasta el momento
de decir el nombre del asesino, y luego clavarse la daga en el corazón. Las
sospechas hubieran recaído sobre todos nosotros. Se nos habría encerrado en la
cárcel, no sólo por su muerte, sino por la de su hija. Eso era lo previsto. El
argumento era éste: el asesino de Marcia había apagado las luces y le había
apuñalado a él en el momento en que se iba a oír su nombre… ¡Qué tipo más
maravilloso! Nunca podré olvidar aquella escena.
—Tampoco yo
—convine.
—Se estaba
muriendo, pero representó su papel hasta el último instante. Una memoria
admirable. Y había recitado mi poema favorito, «Lluvia en Rahoun», de Joyce. Me
la había oído decir una vez solamente, durante mi luna de miel. Recordarán
ustedes cuando se acurrucó en el rincón para morir, con el puñal clavado,
gimiendo y murmurando el nombre de Marcia. ¿Saben ustedes que era aquello? Eran
latiguillos de experto comediante, porque la muerte tardaba en llegar más de lo
calculado y el telón no bajaba. Era la gran escuela antigua. ¿Y se acuerdan,
como, por fin, con voz entrecortada, entre los estertores definitivos, dijo:
«Fue… fue», y murió exactamente en el momento oportuno? ¡Que matemática
regularidad!
—Me acuerdo de
su despedida a Harvey —dijo Locksley—. Resultó muy… bonita.
Permanecimos
un rato silenciosos en nuestros asientos, absorbidos por el recuerdo del
discurso de Tillayou, como si lo estuviésemos escuchando de nuevo, ahora que el
velo del misterio estaba descorrido.
—Ninguno de
nosotros sería capaz de morir tan bellamente —dijo por fin O’Shea—. Morir
entregado de tal manera a la esclavitud del amor y del arte.
Locksley tuvo
un estremecimiento y se levantó. En su cara se dibujó una torcida sonrisa.
—Una admirable
obra teatral del viejo estilo —dijo—. Pero nunca había visto yo un drama más
inútil.
—Es verdad
—respondió O’Shea—. El argumento tenía muchos fallos. Yo le podía haber ayudado
mucho, poniendo algunas pinceladas en su desarrollo. Pero, de todos modos, fue
una gran noche de despedida.