viernes, 27 de julio de 2018

ARISTÓFANES. LAS NUBES. FRAGMENTO. TEATRO.


ARISTÓFANES.
(Atenas, 450 a.C.-id., 385 a.C.) Comediógrafo griego. Poco se sabe sobre su vida, tan sólo algunos detalles extraídos de su obra, de la que se conserva una cuarta parte. Fue un ciudadano implicado en la política ateniense: participó en las luchas políticas para la instauración del Partido Aristocrático y, desde sus filas, mostró su desacuerdo con la manera de gobernar de los demócratas. Se opuso a la guerra del Peloponeso, porque llevaba a la miseria a los campesinos del Ática, en una guerra fratricida que denunció sobre todo en Lisístrata. 

Su postura conservadora le llevó a defender la validez de los tradicionales mitos religiosos y se mostró reacio ante cualquier nueva doctrina filosófica. Especialmente conocida es su animadversión hacia Sócrates, a quien en su comedia Las nubes presenta como a un demagogo dedicado a inculcar todo tipo de insensateces en las mentes de los jóvenes. En el terreno artístico tampoco se caracterizó por una actitud innovadora.


Las Nubes fue presentada por primera vez el año 423 a. C., pero Aristófanes no logró ganar el primer lugar, sacando el tercero en las Dionisias. Aristófanes jamás se resignó a haber perdido. Por lo mismo, reescribió entre los años 420 y 417 el texto de su obra y esa es la versión que se conserva en la actualidad. Esto lo sabemos porque en la misma comedia el coro exhorta a los espectadores reprochándoles el haber perdido. Aristófanes la consideraba su obra más fina de entre sus comedias. En las nubes aparece la primera referencia histórica sobre Sócrates, que es presentado como un sofista.
Fuente:
Recopilador.

Dr: Enrico Pugliatti
***

Las nubes

Aristófanes

Personajes

ESTREPSÍADES, agricultor ateniense.
FIDÍPIDES, su hijo.
UN ESCLAVO DE ESTREPSÍADES.
UN DISCIPULO DE SOCRATES.
SÓCRATES, el filósofo.
EL CORO DE NUBES, en figura de mujeres.
EL ARGUMENTO MEJOR, representado como un hombre mayor de porte antiguo.
EL ARGUMENTO PEOR, un joven con atuendo moderno.
EL ACREEDOR 1
EL ACREEDOR 2
QUEROFONTE, discípulo de Sócrates.
PERSONAJES MUDOS: Discípulos de Sócrates; Testigos del Acreedor 1º; Jantias, esclavo de ESTREPSÍADES; otros esclavos.

Parte 1
Primer Acto

Hay dos casas, una grande, que pertenece a ESTREPSÍADES y otra pequeña, en la que viven SÓCRATES y sus discípulos. Ante la casa deESTREPSÍADES, en primer plano, se simula un interior. Es todavía de noche. Ocupan sendas camas ESTREPSÍADES y su hijo FIDÍPIDES. El padre da vueltas en la cama y acaba por levantarse.
 



ESTREPSÍADES. ¡Ayay, Zeus soberano!, ¡qué larga es la noche! Es interminable. ¿Nunca se hará de día? La verdad es que he oído hace un rato cantar al gallo, pero los esclavos aún están roncando. Antes no hubiera pasado esto. ¡Maldita seas, guerra, maldita por tantas y tantas cosas, cuando ya ni siquiera puedo castigar a los esclavos! 
Tampoco el chico este se despierta en toda la noche. ¡Mira cómo se tira pedos bien envuelto con cinco mantas! En fin, si os parece, vamos a roncar bien tapados. (Se acuesta y se tapa.) Nada, no puedo dormir, ¡pobre de mí!, mordido como estoy por los gastos, los pesebres y las deudas, por culpa de este hijo. Él, con su pelo largo, monta, guía el carro y sueña, todo con caballos. En cambio yo estoy hecho polvo cuando veo que la luna me trae otra vez el día veinte del mes, pues los intereses se acumulan . 
(Hacia la casa.) 
Chico, coge el candil y saca los apuntes de mis cuentas, para que mire a quién le debo dinero calcule los intereses. 
(Un esclavo trae un candil y las tablillas con las cuentas.) 
A ver qué debo. «Doce minas a Pasias». ¿De qué, doce minas a Pasias? ¿Por qué se las pedí prestadas? Ya está: cuando compré el caballo señalado con la «coppa». ¡Pobre de mí!, ¡ojalá me hubiera señalado  antes el ojo con una piedra!
FIDÍPIDES. (Dormido.) 
Filón, estás haciendo trampa. Ve por tu calle.
ESTREPSÍADES. Ésa, ésa es la desdicha que me tiene hecho polvo: hasta dormido sueña con los caballos.
FIDÍPIDES. (Dormido.) 
¿Cuántas vueltas a la pista van a dar los carros de guerra? .
ESTREPSÍADES. ¡Tú sí que me haces dar muchas vueltas a mí, a tu padre! Después de Pasias, ¿en qué deuda me metí? «Tres minas por un carro pequeño y un par de ruedas a Aminias.»
FIDÍPIDES. (Dormido.) 
Haz que el caballo se revuelque  y luego llévatelo al establo.
ESTREPSÍADES. ¡Ay, amigo!, ¡a mí sí que me has revolcado… fuera de mi dinero: ya he perdido varios pleitos y otros acreedores dicen que me van a embargar por los intereses!
FIDÍPIDES. (Despierto.) 
A ver, padre; ¿por qué te pones de mal humor y andas dando vueltas toda la noche?
ESTREPSÍADES. Me está picando entre las mantas… un demarco .
FIDÍPIDES. ¡Déjame dormir un poco, hombre! 
(Se tapa otra vez y sigue durmiendo.)
ESTREPSÍADES. ¡Por mí, duerme! Pero para que te enteres: todas estas deudas serán tu problema. ¡Ay, ojalá hubiera reventado la casamentera que me empujó a casarme con tu madre! Yo llevaba una vida de agricultor muy agradable: sucio y mugriento, tumbado a la bartola, con un montón de rebaños, de miel de abejas y de aceitunas prensadas.
Pero me fui a casar con la sobrina de Megacles, hijo de Megacles, yo, un campesino, con una de ciudad: una señoritinga loca por el lujo, del estilo de Cesira. el día que me casé con ella, yo, acostado a su lado, olía a vino nuevo, a higos secos, a copos de lana y a abundancia, pero ella olía a perfume, a azafrán, a morreos, a despilfarro, a glotonería, a Afrodita Colíade y a Genetilide.Sin embargo, no diré que era una vaga, que ella tejía y tejía, así que yo le mostraba esta capa 
(señala su capa) 
tomándola como excusa para decirle: «Mujer, tejes demasiado apretado» .
ESCLAVO. (El candil se apaga.) 
No nos queda aceite en el candil.
ESTREPSÍADES. ¡Rayos! ¿Por qué me encendiste el candil que chupa tanto? Ven aquí, que me las vas a pagar.
ESCLAVO. ¿Por qué te las voy a pagar?
ESTREPSÍADES. Porque le metiste una mecha de las más gruesas. 
(El ESCLAVO se va.) 
Más adelante, cuando nos nació este hijo, a mí y a la buena de mi mujer, nos empezamos a pelear por el nombre. Ella quería añadir «ipo»  al nombre: Jantipo, Queripo o Calipides, mientras que yo quería ponerle Fidónides, por su abuelo. Pasaba el tiempo mientras tratábamos de decidirlo y, al fin, llegamos a un acuerdo y le pusimos FIDÍPIDES. Ella cogía a este tipo y le decía cariñosamente: «Cuando tú seas mayor y conduzcas la carroza hacia la Acrópolis   como Megacles, con la túnica de lujo… ».
Yo, en cambio, le decía: «Más bien cuando traigas las cabras desde el Roquedal, como tu padre, vestido con la pelliza». Pero él no me hacía ni pizca de caso y así hizo que cayera sobre mis bienes una peste caballar . Llevo toda la noche pensando cómo salir de esto y, por fin, ahora acabo de encontrar un camino totalmente excepcional; si consigo convencerlo de que lo siga, me veré a salvo. Bueno, en primer lugar quiero despertarlo. ¿Cómo podría yo despertarlo suavemente?, a ver, ¿cómo? ¡Fidípides, Fidipidito!
FIDÍPIDES. ¿Qué pasa, padre?
ESTREPSÍADES. Bésame y dame tu mano derecha 
FIDÍPIDES. (Se incorpora y le alarga la mano.) 
Aquí la tienes. ¿Qué pasa?
(Las camas son retiradas del escenario.)
ESTREPSÍADES. Dime, ¿tú me quieres?
FIDÍPIDES. Sí, ¡por Posidón Hípico, aquí presente! (
Señala una estatua.)
ESTREPSÍADES. No, no por el Hípico, ni hablar, que ese dios es el culpable de mis desgracias. Pues si me quieres de verdad, de corazón, obedéceme, hijo.
FIDÍPIDES. ¿Y en qué tengo que obedecerte?
ESTREPSÍADES. Cambia de un plumazo tu estilo de vida y vete a aprender lo que yo te diga.
FIDÍPIDES. A ver, dime, ¿qué me mandas?
ESTREPSÍADES. ¿Me vas a hacer caso?
FIDÍPIDES. Te haré caso, ¡por Dioniso!
ESTREPSÍADES. Bien, pues mira aquí. ¿Ves esa puertecita y esa casita? 
(Señala la casa de SÓCRATES.)
FIDÍPIDES. Sí. ¿Qué es eso en realidad, padre?
ESTREPSÍADES. Eso es el «caviladero» de los espíritus selectos. Ahí viven unos hombres que, al hablar del cielo, tratan de convencerte de que es una tapadera de horno, y de que está alrededor de nosotros, que somos los carbones. Si se les paga, ellos te enseñan a ganar pleiteando todas las causas, las justas y las injustas.
FIDÍPIDES. ¿Y quiénes son?
ESTREPSÍADES. No sé exactamente el nombre. Son «cavilopensadores», gente bien.
FIDÍPIDES. Bah, unos hijos de perra. Ya sé yo: te refieres a esos fantasmones, paliduchos y descalzos, entre los que están el desgraciado de Sócrates y Querefonte.
ESTREPSÍADES. Eh, eh, cállate. No digas niñerías. Si algo te importan los garbanzos de tu padre, hazte de su grupo, por favor, y manda los caballos a paseo.
FIDÍPIDES. Ni hablar, ¡por Dioniso!, ni aunque me dieras los faisanes que cría Leógoras 
ESTREPSÍADES. Anda, ve, te lo pido por favor, hijo de mi alma; ve a que te enseñen.
FIDÍPIDES. ¿Y qué quieres que aprenda?
ESTREPSÍADES. Dicen que con ellos están los dos Argumentos, el Mejor, sea como sea, y el Peor. De esos dos Argumentos, dicen que el Peor gana los pleitos defendiendo las causas injustas. Así que, si me aprendes ese Argumento injusto, de lo que ahora debo por tu culpa, de todas esas deudas, no tendría que devolver ni un óbolo a nadie.
FIDÍPIDES. No te puedo obedecer, que ni me atrevería a mirar a la cara a los caballeros estando tan descolorido.
ESTREPSÍADES. ¡Por Deméter! Que conste que de lo mío no vas a probar bocado, ni tú, ni el caballo del tiro, ni el marcado con la s. Te echaré de casa, ¡a hacer puñetas! 
FIDÍPIDES. Pues mi tío Megacles no va a consentir que yo me quede sin caballos. Hala, me voy adentro, y a ti, ¡ni caso! 
(Entra en su casa.)
ESTREPSÍADES. Pues yo, desde luego, no voy a quedarme así, hecho polvo. Voy a encomendarme a los dioses e iré yo en persona al caviladero para que me enseñen. Pero a mí, con lo viejo, lo olvidadizo y lo burro que soy, ¿cómo me van a entrar esas exquisiteces y esas finuras de argumentos? No tengo más remedio que ir. ¿Por qué ando perdiendo el tiempo con estas cosas en vez de llamar a la puerta? 
(Llama a la puerta del caviladero.)¡Chico, chico!
DISCÍPULO. (Abriendo la puerta.)
 ¡Al cuerno! ¿Quién llama a la puerta?
ESTREPSÍADES. Estrepsíades, hijo de Fidón, de Cicina.
DISCÍPULO. ¡Un patán, por Zeus!: le has pegado una patada a la puerta de una forma tan increíble que has hecho abortar una idea recién inventada.
ESTREPSÍADES. Perdona, es que yo vivo lejos, en el campo. Anda, dime la idea abortada.
DISCÍPULO. No se nos permite decirla a los que no sean discípulos.
ESTREPSÍADES. Entonces, dímela con toda confianza, que yo, aquí donde me ves, vengo al caviladero para ser discípulo.
DISCÍPULO. Te lo voy a decir, pero hay que considerar estas cosas como misterios. Hace un momento preguntaba Sócrates a Querefonte cuántas veces podría saltar una pulga la longitud de sus pies, pues una mordió la ceja de Querefonte y luego saltó a la cabeza de Sócrates.
ESTREPSÍADES. ¿Y cómo consiguió medirlo?
DISCÍPULO. De una forma muy astuta. Fundió cera; después cogió la pulga y le sumergió los dos pies en la cera; cuando la pulga se enfrió, se le habían formado unas zapatillas persas; se las quitó, y medía con ellas la distancia.
ESTREPSÍADES. ¡Zeus soberano!, ¡qué finura de mente!
DISCÍPULO. ¿Pues qué dirías si te enteraras de este otro pensamiento de Sócrates?
ESTREPSÍADES. ¿Cuál? Por favor, cuéntamelo.
DISCÍPULO. Le preguntaba Querefonte de Esfeto si, en su opinión, los mosquitos cantan por la boca o por el culo.
ESTREPSÍADES. ¿Y qué dijo él sobre el mosquito?
DISCIPULO. Decía que el intestino del mosquito es estrecho, y que por ser un conducto delgado el aire pasa por él con fuerza directamente hasta el culo. Después, como el ano resulta ser un espacio hueco junto a un conducto estrecho, hace ruido por la fuerza del aire.
ESTREPSÍADES. Así que el ano de los mosquitos es una trompeta. ¡Tres vivas por esta investigación intestinal! Seguro que si lo acusaran saldría absuelto fácilmente el que conoce tan bien el intestino del mosquito.
DISCÍPULO. Pues hace un par de días se vio privado de un gran pensamiento por una salamanquesa.
ESTREPSÍADES. ¿De qué modo? Cuéntamelo.
DISCÍPULO. Investigaba el curso y los desplazamientos de la luna, y al estar con la boca abierta mirando hacia arriba como era de noche, un geco le cagó desde el alero.
ESTREPSÍADES. ¡Qué gracioso el geco ese que le cagó encima a Sócrates!
DISCÍPULO. Pues ayer por la noche no teníamos cena.
ESTREPSÍADES. ¡Ajá! y, ¿cómo se las ingenió para conseguir los garbanzos?
DISCÍPULO. Espolvoreó la mesa con una capa fina de ceniza, curvó un asador, lo usó como compás y… robó un manto del gimnasio .
ESTREPSÍADES. Entonces, ¿por qué seguimos admirando a aquel Tales? Abre, abre el caviladero, termina ya, y enséñame a Sócrates lo más aprisa que puedas, que quiero ser su discípulo. ¡Venga, abre la puerta! 
(El DISCÍPULO abre la puerta. La máquina escénica trae al escenario a varios grupos de discípulos.)
 ¡Heracles!, ¿de dónde han salido estos animales?
DISCÍPULO. ¿Por qué te asombras? ¿A qué crees que se parecen?
ESTREPSÍADES. A los laconios capturados en Pilos , pero, ¿por qué razón están mirando al suelo esos de ahí?
(Señala a un grupo de discípulos.)
DISCÍPULO. Investigan lo que hay bajo tierra.
ESTREPSÍADES. Entonces buscan cebollas . No os preocupéis (al grupo) más por eso, que yo sé dónde las hay grandes y hermosas. ¿Y qué están haciendo esos otros, los que están tan encorvados?
 (Señala otro grupo.)
DISCÍPULO. Ésos escrutan las tinieblas que hay más allá del Tártaro .
ESTREPSÍADES. ¿Y por qué su culo mira al cielo?
DISCÍPULO. Está aprendiendo astronomía por su cuenta. 
(A los discípulos que están fuera de la casa.) 
Venga, entrad, no sea que él os pille fuera.
ESTREPSÍADES. Aún no, aún no; que se queden, que quiero ponerlos al corriente de un asuntillo mío.
DISCÍPULO. Es que no les está permitido pasar demasiado tiempo fuera al aire libre. (Los discípulos mencionados entran en el caviladero.)
ESTREPSÍADES. 
(Va señalando algunos objetos.) 
¡Por los dioses!, ¿qué es esto? Dime.
DISCÍPULO. Esto de aquí es astronomía.
ESTREPSÍADES. Yeso otro, ¿qué es?
DISCÍPULO. Es geometría.
ESTREPSÍADES. Y,¿para qué sirve?
DISCÍPULO. Para medir la tierra.
ESTREPSÍADES. ¿La que se adjudica en parcelas? .
DISCÍPULO. No, toda la tierra.
ESTREPSÍADES. ¡Qué cosa más buena! Esa idea es democrática y útil.
DISCÍPULO. Yéste es un mapa de toda la tierra. ¿Ves? Aquí está Atenas.
ESTREPSÍADES. ¿Qué dices? No lo creo, porque no veo a los jueces en sesión .
DISCÍPULO. Puedes estar seguro de que este territorio es el Ática.
ESTREPSÍADES. ¿Ydónde están los de Cicina, mis vecinos?
DISCÍPULO. Están justamente aquí. 
(Señalando la zona en el mapa.) 
Y ésta, como ves, es Eubea, situada a lo largo del continente un buen trecho.
ESTREPSÍADES. Lo sé bien, pues la situamos fuera de juego nosotros con Pericles . Pero ¿dónde está Lacedemonia?.
DISCÍPULO. ¿Que dónde está? Ahí la tienes. 
(Señalando.)
ESTREPSÍADES. ¡Qué cerca de nosotros! Planteaos de nuevo esto: apartarla de nosotros todo lo posible.
DISCÍPULO. No se puede.
ESTREPSÍADES. ¡Por Zeus! Ospesará entonces.
(SÓCRATES aparece en un cesto colgado del techo mediante una grúa.)
 ¡Anda! y ¿quién es ese hombre que está en la cuerda colgada del gancho?
DISCÍPULO. Es él.
ESTREPSÍADES. ¿El, quién?
DISCÍPULO. Sócrates.
ESTREPSÍADES. ¡Sócrates! Anda, llámamelo bien fuerte.
DISCÍPULO. Llámalo tú mismo, que yo no tengo tiempo. 
(Entra en la casa.)
ESTREPSÍADES. ¡Sócrates, Socratillo!
SÓCRATES. ¿Por qué me llamas, efímera criatura?
ESTREPSÍADES. En primer lugar, dime qué haces, por favor.
SÓCRATES. Camino por los aires y paso revista al sol .
ESTREPSÍADES. ¿Así que «pasas» de los dioses desde un cesto en vez desde el suelo, si eso es lo que haces?
SÓCRATES. Nunca habría yo llegado a desentrañar los fenómenos celestes si no hubiera suspendido mi inteligencia y hubiera mezclado mi sutil pensamiento con el aire semejante a él. Si yo, estando en el suelo, hubiera examinado desde abajo las regiones de arriba, nunca habría desentrañado nada. Seguro, porque la tierra arrastra hacia así la sustancia del pensamiento. Eso mismo les pasa también a los berros.
ESTREPSÍADES. ¿Cómo dices? ¿El pensamiento arrastra la sustancia hacia los berros? Anda, baja hasta mí, Socratillo, para que me enseñes las cosas por las que he venido.
SÓCRATES. (Descendiendo del cesto.) 
Y,¿para qué has venido?
ESTREPSÍADES. Quiero aprender a discursear, pues por culpa de los intereses y de los acreedores mal dispuestos, me veo despojado y saqueado: tengo todo embargado.
SÓCRATES. ¿Y cómo es que te has endeudado sin enterarte?
ESTREPSÍADES. Me hizo polvo una enfermedad hípica, que consume muchísimo. Pero anda, enséñame uno de tus dos Argumentos, aquél que no paga nada. Y cualquiera que sea la remuneración que me pidas, juraré por los dioses pagártela puntualmente.
SÓCRATES. ¿Que vas a jurar por los dioses? Para empezar, los dioses no son de curso legal  entre nosotros.
ESTREPSÍADES. Entonces, ¿por qué cosa juráis? ¿Por unas monedas de hierro, como en Bizancio?
SÓCRATES. ¿Quieres saber con claridad en qué consiste exactamente lo divino?
ESTREPSÍADES. Sí, por Zeus, si puede ser.
SÓCRATES. ¿Y entablar diálogo con las Nubes, nuestras divinidades?
ESTREPSÍADES. Sí, sí.
SÓCRATES. Pues siéntate en el jergón sagrado. 
(Señala un humilde jergón.)
ESTREPSÍADES. Vale, ya me siento.
SÓCRATES. Ahora coge esta corona.
 (Le da una corona.)
ESTREPSÍADES. ¿Una corona para qué? ¡Pobre de mí!, no me sacrifiquéis como a Atamante , Sócrates.
SÓCRATES. No; es que esto se lo hacemos a todos los que se inician.
ESTREPSÍADES. ¿Y qué voy a sacar yo en limpio?
SÓCRATES. En discursear te convertirás en un experto, en unas castañuelas, en harina de la más fina. ¡Pero estáte quieto!
 (Lo espolvorea con harina muy molida.)
ESTREPSÍADES. ¡Por Zeus!, no me vas a tomar el pelo, que espolvoreado de esta manera me voy a convertir de verdad en harina.
SÓCRATES. Es preciso que el anciano guarde un silencio reverente y preste oídos a la plegaria. ¡Oh Rey soberano, inconmensurable Aire, que sostienes la tierra en el espacio, y tú, Éter brillante, y vosotras, Nubes, veneradas diosas del trueno y el rayo, levantaos, oh señoras, apareceos en las alturas al hombre que cavila!
ESTREPSÍADES. (Mientras se tapa con la capa.) 
Aún no, aún no, hasta que me eche por encima ésta, no me vayan a mojar. ¡Si seré imbécil que he salido de casa sin llevar ni siquiera la gorra!
SOCRATES. Así pues, ¡oh Nubes muy venerables!, venid a mostraros a este hombre, ya sea que os encontréis en las sagradas cimas del Olimpo, batidas por la nieve, ya sea que con las Ninfas forméis un coro sagrado en los jardines de vuestro padre Océano, ya sea que con áureos jarros extraigáis agua en las bocas del Nilo, ya sea que habitéis en el lago Meotis o en la cima nevada del Mimante. Prestadme oídos aceptando el sacrificio y alegrándoos con los sagrados ritos.
 (Comienza a oírse el canto del coro de nubes, sin que se haga visible. Al mismo tiempo se oyen truenos.)



CORO.
Nubes imperecederas,


alcémonos, visibles en nuestra brillante apariencia húmeda,


desde nuestro padre Océano, de profundo estruendo,


hasta las cimas de altísimos montes


cubiertas de árboles, para que


contemplemos las atalayas que se divisan a lo lejos,


los frutos y la sagrada tierra bien regada,


el cadencioso martillo de los divinos ríos,


y el mar que con sordo fragor resuena;


pues el ojo incansable del Éter resplandece


con sus brillantes rayos.


Ea, sacudamos de nuestra forma inmortal


la lluviosa niebla, y contemplemos,


con mirada que mucho abarca, la tierra.








SÓCRATES. Oh muy venerables Nubes, está claro que habéis escuchado mi llamada.
(A Estrepsíades.)
¿Has oído su voz y el rugido del divino trueno que inspira temor?
ESTREPSÍADES. Sí, os adoro, ¡oh muy honorables!, quiero tirarme pedos en respuesta a los truenos, de tanto que me asusto y tiemblo ante ellos. Y si es licito, ahora mismo ya -y aunque no sea lícito también- voy a cagar.
SÓCRATES. Déjate de bromas y no hagas lo que esos malditos comediantes; estáte quieto y callado, pues un nutrido enjambre de diosas se aproxima cantando.



CORO. (No visible aún.)
Doncellas portadoras de la lluvia,


vayamos a la espléndida tierra de Palas, para contemplar


el muy deseable país de Cécrope, rico en hombres


valerosos;


lugar sagrado de ritos indecibles, donde


un santuario que acoge a los iniciados


abre sus puertas en los Sagrados Misterios.


Allí se brindan presentes a los dioses celestiales,


templos hay de elevado techo, estatuas,


procesiones sacratísimas de los bienaventurados,


sacrificios y fiestas a los dioses, con ornamento de coronas,


en las estaciones más diversas,


y al llegar la primavera, el don de Bromio:


la porfía de los coros melodiosos


y la música de las flautas de grave sonido.







ESTREPSÍADES. Por Zeus te lo pido, Sócrates, dime quiénes son las que entonan ese canto tan solemne. ¿No son alguna clase de heroínas, verdad?
SÓCRATES. Nada de eso. Son las Nubes celestiales, grandes diosas para los hombres inactivos, que nos facilitan el pensamiento, la dialéctica, la inteligencia, la expresión de invenciones novedosas, el circunloquio, el desconcertar al auditorio y el tenerlo a raya 
ESTREPSÍADES. Entonces, por eso, al oírlas, mi alma ha remontado el vuelo y está deseando ya hablar sutilmente y decir finuras sobre el humo, rebatir una sentencia con una sentencilla sutil y oponerse a un argumento con el argumento contrario. Así que, si puede ser, quiero verlas ya a las claras.
SÓCRATES. Pues mira por este lado, en dirección al monte Parnes, que ya las diviso descendiendo lentamente.
ESTREPSÍADES. A ver, ¿por dónde? Señálamelo.
SÓCRATES. Por ahí 
(Señalando a un lado) 
viene un gran número de ellas atravesando navas y bosques, por ahí, por ese lado.
ESTREPSÍADES. (Mirando en la dirección indicada.) 
¿Qué, qué? Yo no las veo.
SÓCRATES. Allí, junto a la entrada lateral.
ESTREPSÍADES. Sí, ahora ya, por donde dices, empiezo a verlas. 
(Entra el coro de nubes, representadas por mujeres.)
SÓCRATES. Ahora ya no tienes más remedio que verlas, a no ser que tengas unas legañas tan grandes como calabazas.
ESTREPSÍADES. Sí, por Zeus. ¡Oh venerables! Ya ocupan todo.
SÓCRATES. ¿Y la verdad es que no sabías que son diosas, ni creías en ellas?
ESTREPSÍADES. Desde luego que no, por Zeus. Yo las tomaba por niebla, rocío y vapor.
SÓCRATES. Por Zeus, es que no sabes que ellas apacientan a muchísimos «listillos», adivinos de Turios, profesores de medicina, gandules melenudos con sellos de ónice. Y a los moduladores de canciones de los coros ditirámbicos, embaucadores aéreos, a esos seres ociosos que nada hacen, los apacientan porque componen poesías para ellas.
ESTREPSÍADES. Entonces por eso componen aquello de «ímpetu destructor de las húmedas nubes que culebrea resplandeciente», «mechones de Tifón» «de cien cabezas», «tempestades de violento fuelle» y también «aéreos seres húmedos, aves de curvas garras que se mecen en el aire» y «aguaceros de las nubes llenas de rocío», y como recompensa por ello engullen filetes de opíparos y sabrosos mújeles, y «pajariles» carnes de zorzal.
SÓCRATES. Sí, por causa de ellas. Y con razón, ¿no?
ESTREPSÍADES. A ver, dime: si de verdad son nubes, ¿qué les ha pasado, que parecen mujeres mortales? Porque aquéllas de allí 
(Señala al cielo)
no son así.
SÓCRATES. Bueno, pues, ¿cómo son?
ESTREPSÍADES. No lo sé bien, pero se parecen a copos de lana esponjados y no a mujeres, ¡por Zeus!; eso, ni una pizca. En cambio, éstas de aquí tienen nariz.
SÓCRATES. A ver, contéstame a lo que voy a preguntarte.
ESTREPSÍADES. Di lo que quieras, sin más.
SÓCRATES. Alguna vez, al mirar para arriba, ¿has visto una nube parecida a un centauro, a un leopardo, a un lobo o a un toro?
ESTREPSÍADES. Sí, por Zeus. Y eso, ¿qué?
SÓCRATES. Se convierten en todo lo que quieren. Así que si ven a un melenudo, un bruto de esos muy velludos, como el hijo de Jenofanto, para burlarse de su pasión adoptan la forma de centauros.
ESTREPSÍADES. Y si ven a un ladrón del erario público, a Simón, ¿qué hacen?
SÓCRATES. Para proclamar su condición se convierten de golpe y porrazo en lobos.
ESTREPSÍADES. Claro, por eso ayer, al ver ellas a Cleónimo el arrojaescudos, como le echaron la vista encima a un tío tan cobarde, se convirtieron en ciervos.
SÓCRATES. Y ahora, como han visto a Clistenes, ¿ves tú?, por eso se han convertido en mujeres.
ESTREPSÍADES. 
(Al CORO.)
 ¡Bienvenidas, entonces, señoras! Y ahora, si alguna vez lo hicisteis para otro, reinas todopoderosas, emitid también para mí vuestra voz tan descomunal como el propio cielo.



CORO. ¡Salud, anciano cargado de años, cazador de palabras artísticas!, y tú 
(A SÓCRATES),
 ¡sacerdote de las naderías más sutiles!, explícanos lo que quieres. Pues a ningún otro de los eruditos de hoy en día en temas celestes atenderíamos, excepto a Pródico: a él, por su sabiduría y su inteligencia, y a ti, porque caminas con paso arrogante por las calles, lanzas miradas de reojo, soportas descalzo muchas cosas desagradables y presumes a costa nuestra.



ESTREPSÍADES. ¡Oh Tierra, qué voz!, ¡qué sagrada, venerable y portentosa!
SÓCRATES. Es que verdaderamente éstas son las únicas diosas. Todo lo demás son pamplinas.
ESTREPSÍADES. Pero Zeus, según vosotros, a ver, por la Tierra. ¿Zeus Olímpico, no es un dios?
SÓCRATES. ¿Qué Zeus? No digas tonterías. Zeus ni siquiera existe.
ESTREPSÍADES. Pero, ¿tú qué dices? Pues, ¿quién hace llover? Esto, acláramelo antes de nada.
SÓCRATES. ¡Ésas, claro! Y te lo demostraré con pruebas de gran peso. A ver: ¿dónde has visto tú que alguna vez llueva sin nubes? Sin embargo, lo que tendría que ser es que él hiciera llover con el cielo despejado y que éstas estuvieran ausentes.
ESTREPSÍADES. ¡Por Apolo!, con lo que acabas de decir le has dado un buen apoyo al asunto éste. Y la cosa es que yo antes creía a pies juntillas que Zeus orinaba a través de una criba. Pero explícame quién es el que produce los truenos, eso que me hace a mí temblar de miedo.
SÓCRATES. Éstas producen los truenos al ser empujadas por todas partes.
ESTREPSÍADES. A ver, a ti que no se te pone nada por delante: ¿cómo?
SÓCRATES. Cuando se saturan de agua y por necesidad son forzadas a moverse, como están llenas de lluvia necesariamente son impulsadas hacia abajo; entonces, chocan unas contra otras y, como pesan mucho, se rompen con gran estrépito.
ESTREPSÍADES. Pero el que las obliga a moverse, ¿quién es? ¿No es Zeus?
SÓCRATES. Ni mucho menos; es un torbellino etéreo.
ESTREPSÍADES. ¿Torbellino? No me había dado cuenta de eso, de que Zeus no existe y de que en su lugar reina ahora Torbellinos. Pero aún no me has explicado nada del estruendo y del trueno.
SÓCRATES. ¿No me has oído? Las nubes, al estar llenas de agua, te digo que chocan unas con otras y hacen ruido porque son muy densas.
ESTREPSÍADES. Vamos a ver: eso, ¿quién se lo va a creer?
SÓCRATES. Te lo voy a explicar poniéndote a ti como ejemplo. En las Panateneas, cuando ya estás harto de sopa de carne, ¿no se te revuelven las tripas y de pronto se produce un movimiento en ellas que empieza a pro­ducir borborigmos?
ESTREPSÍADES. Sí, por Apolo, y al momento provoca un jaleo horrible un alboroto; la dichosa sopa produce un ruido y un estruendo tremendo, como un trueno; primero flojito, «papax, papax», después más fuerte «papapapax», y cuando cago, talmente un trueno, «pa­papapax», como hacen ellas.
SÓCRATES. Pues fíjate qué pedos tan grandes han salido de ese vientre tan pequeño. Y el aire éste, que es infini­to, ¿cómo no va a ser natural que produzca truenos tan grandes?
ESTREPSÍADES. Por eso incluso los nombres de las dos cosas, «trueno» y «pedo», son parecidos. Otra cosa: el rayo con su fuego brillante, ¿de dónde viene -explícamelo-, el rayo que, cuando nos atiza, a unos los achicharra, y a otros los chamusca dejándolos vivos? Pues está claro que Zeus lo lanza sobre los perjuros.
SÓCRATES. Tú, ¡imbécil, chapado a la antigua, que hueles a tiempos de Crono!, ¿cómo es que, si fulmina a los perjuros, no abrasó a Simón, a Cleónimo ni a Teoro?, y desde luego que son perjuros. Sin embargo, fulmina su propio templo, y Sunio, «promontorio de Atenas», las grandes encinas: eso, ¿por qué? Pues claro está que la encina no es perjura.
ESTREPSÍADES. No sé. Pero lo que dices tiene visos de verdad. Bueno, pues ¿qué es exactamente el rayo?
SÓCRATES. Cuando un viento seco al elevarse queda encerrado en las nubes, las infla desde dentro como a una vejiga, y después necesariamente las rompe, y sale disparado violentamente por causa de la densidad, y por el roce y el ímpetu del movimiento se incendia a sí mismo.
ESTREPSÍADES. Por Zeus, a mí una vez me pasó exactamente lo mismo en las Diasias. Yo estaba asando un estómago para mis parientes, pero, por descuido no lo rajé. Entonces se fue hinchando, y después, de golpe, explotó, llenándome de mierda los ojos y quemándome la cara.
CORIFEO. ¡Humano que deseas de nosotras la elevada sabiduría!, ¡qué dichoso llegarás a ser entre los atenienses y entre los griegos todos!: si tienes buena memoria, eres capaz de pensar, y en tu alma reside la fortaleza; si no te fatigas al estar de pie ni al caminar, si no te molesta en exceso pasar frío ni estás demasiado ansioso por el de­sayuno, si prescindes del vino de los ejercicios gimnásticos de los demás disparates, si consideras que lo mejor es lo que cuadra a un hombre inteligente vencer en la actuación y en la deliberación, así como en las porfías de la lengua.
ESTREPSÍADES. Pues lo que es por tener un alma dura, un pensamiento que se mantiene despierto en la cama, y un estómago ahorrador, hecho a las privaciones y que se apañe con ajedrea a la hora de la comida, descuida, por todo ello yo podría sin miedo ofrecerme para servirte de yunque.
SÓCRATES. ¿Así que desde luego ya no considerarás dios a ningún otro que a los que nosotros consideramos: el Vacío que nos rodea, las Nubes y la Lengua, esos tres?
ESTREPSÍADES. Ni siquiera hablaría con los demás dioses ni lo más mínimo, aunque me topara con ellos; ni les haría sacrificios, ni vertería libaciones, ni pondría incienso en sus altares.
CORIFEO. Así pues, dinos, sin miedo, qué hemos de hacer por ti. Pues no dejarás de conseguirlo en caso de que nos respetes y nos veneres, y al mismo tiempo trates de ser avispado.
ESTREPSÍADES. Señoras, os pido entonces esta insignificancia: que yo sea, por cien estadios de distancia, el que mejor discursee de todos los griegos.
CORIFEO. Pues eso lo obtendrás de nosotras, hasta tal punto que, de cara al futuro y desde este mismo momento, nadie en la Asamblea hará prosperar mayor número de mociones que tú
ESTREPSÍADES. No hagáis que proponga mociones importantes, que no quiero eso; quiero solamente volver la justicia en mi provecho y escurrirme de mis acreedores.
CORIFEO. Entonces conseguirás lo que deseas, pues tus aspiraciones no son grandes. Ea, ponte sin miedo en manos de nuestros ministros.
ESTREPSÍADES. Tal haré, confiando en vosotras, pues la necesidad me apremia por culpa de los caballos marcados con la «coppa» y del matrimonio que me hizo polvo. Así pues, ahora, para todo lo que quieran hacerme, les entrego a ellos este cuerpo mío, para recibir golpes, pasar hambre, sed, estar roñoso, sufrir un frío terrible o ser desollado para convertirme en odre; todo, siempre que yo me vea libre de las deudas, y a los hombres dé la impresión de ser osado, hábil de lengua, atrevido, caradura, repugnante, urdidor de mentiras, de palabra pronta, muy ducho en pleitos, un código de leyes ambulante, una castañuela, un zorro, el ojo de una aguja, un tipo flexible como el cuero, un hipócrita, un tío pegajoso, un farsante, un bribón que merece pálos, un hijo de perra, un tipo retorcido, un incordio, un hombre al que no se le escapa nada. Si me han de llamar esas cosas los que se topen conmigo, hagan de mí estos ministros todo lo que gusten. Y si quieren, por Deméter, que me sirvan convertido en salchichas a los caviladores.




CORO.
El temple arrogante de este individuo no está falto


de audacia, sino dispuesto a todo.


(A ESTREPSÍADES.) 


Ten por seguro que si aprendes de mí


estas cosas, una fama que llegará al cielo


tendrás entre los mortales.


ESTREPSÍADES. ¿Qué me pasará?



CORO.
Junto a mí llevarás, para siempre,


la existencia más envidiable de todas.







ESTREPSÍADES. ¿Acaso entonces yo he de ver con eso algún día?



CORO.
Sí, tanto que a tu puerta se sentará siempre mucha gente, deseosa de comunicarse contigo y entablar diálogo para consultarte asuntos y pleitos de muchos talentos, materias dignas de tu caletre.







CORIFEO. (A SÓCRATES.)
Tú trata de impartir al viejo las enseñanzas previas que tengas intención de darle; agita su mente y pon a prueba su inteligencia.
SÓCRATES. (A ESTREPSÍADES.)
A ver, tú, descríbeme tu carácter, para que, conociendo cómo es, sobre esa base pueda yo aplicar contra ti nuevos ingenios.
ESTREPSÍADES. ¿Cómo? Por los dioses; ¿es que intentas sitiarme?
SÓCRATES. No, lo que quiero es enterarme de algunos detalles sobre tu persona, como, por ejemplo, si tienes buena memoria.
ESTREPSÍADES. Se comporta de dos maneras, por Zeus. Cuando se me debe algo tengo muy buena memoria, pero cuando yo, pobre de mí, soy el deudor, me vuelvo muy olvidadizo.
SÓCRATES. A ver, ¿tienes dotes para discursear?
ESTREPSÍADES. Para discursear, no; pero para estafar, sí.
SÓCRATES. Pues así, ¿cómo podrás aprender?
ESTREPSÍADES. Descuida, lo haré bien.
SÓCRATES. Pues ándate listo para que cuando yo lance algunas enseñanzas sabias sobre las cosas celestes, tú las cojas al vuelo.
ESTREPSÍADES. Pero, ¿cómo? ¿Tengo que comerme la sabiduría como un perro?
SÓCRATES. Este hombre es un ignorante y un bárbaro. Anciano, me temo que necesita unos palos. A ver ¿qué haces si alguien te pega?
ESTREPSÍADES. Recibo los golpes, y, después, espero un poco y reúno testigos; después otra vez dejo pasar un momento, y pongo un pleito.
SÓCRATES. Venga, deja ahí tu capa.
ESTREPSÍADES. ¿He hecho algo malo?.
SÓCRATES. No, es que es costumbre entrar desnudo.
ESTREPSÍADES. Pero si yo no voy a entrara llevarme objetos robados.
SÓCRATES. Déjala ahí, ¿qué tonterías andas diciendo?
ESTREPSÍADES. (Se quita la capa.)
 Bueno, pues dime: en caso de que yo esté atento y aprenda con gana, ¿a cuál de tus discípulos llegaré a parecerme?
SÓCRATES. Tus características no se van a distinguir nada de las de Querefonte.
ESTREPSÍADES. ¡Aypobre mí! ¡Voya ser medio cadáver!.
SÓCRATES. ¿No dejarás de decir bobadas y vendrás de una vez conmigo aquí dentro, deprisa?
ESTREPSÍADES. Pues ponme primero en las manos un pastel de miel, que tengo miedo de bajar ahí dentro como si fuera la cueva de Trofonio.
SÓCRATES. Venga, ¿por qué te paras a escudriñar junto a la puerta? 
(Ambos entran en el caviladero.)



CORO.
Entra con buen pie


por causa de tu valor.


Que la buena fortuna acompañe


a este humano, pues, siendo ya


de avanzada edad,


impregna su naturaleza


de ideas novedosas


y se dedica a la sabiduría.







CORIFEO. Espectadores, con franqueza os expondré toda la verdad, ¡por Dioniso que me ha sustentado desde antiguo! Que no sea yo el vencedor ni me tengan por sabio si no es verdad que yo, por consideraros a vosotros espectadores inteligentes y creer que ésta era la mejor de mis comedias, juzgué apropiado que vosotros fuerais los primeros en saborearla, siendo como ha sido la pieza que más trabajo me ha dado. Pero me tuve que retirar derrotado por hombres vulgares sin que yo mereciera eso.
Así que os echo en cara esto a vosotros los instruidos, por quienes yo me tomé tanto trabajo. Pero ni aun así os traicionaré nunca voluntariamente, a vosotros los inteligentes. Pues desde el momento en que aquí mismo unos varones, a los que es agradable incluso mencionar, hablaron muy bien de mis dos muchachos, del reprimido y del maricón, y yo -como era todavía una joven soltera y no me era licito tener hijos­ expuse la criatura, y otra muchacha la recogió, y vosotros, por vuestra parte, la criasteis con generosidad, desde entonces tengo yo garantías seguras de vuestro juicio favorable.
Así que ahora esta comedia, a la manera de aquella Electra, ha venido con ánimo de buscar, por si en alguna parte encuentra espectadores tan instruidos; pues reconocerá, si lo ve, el mechón de pelo de su hermano. Observad que es de condición humilde. En primer lugar, no ha venido trayendo cosido a su vestido un cuero colgando, rojo en la punta y grueso, para diversión de los niños, tampoco se burló de los calvos ni bailó el kordax. Ni siquiera hay un personaje anciano que, llevando la voz cantante, golpee con su bastón a cualquiera que esté a su alcance, disimulando así los chistes desafortunados. No se lanzó esta pieza al escenario con antorchas, ni gritó «¡socorro, socorro!».
Por el contrario, ésta ha venido confiando en sí misma y en sus versos. Y yo, sí, yo, siendo un poeta del mismo talante, no me doy tufo, ni trato de engañaros trayendo a escena dos y tres veces las mismas cosas. Muy al contrario, yo estrujo mis sesos para presentar en cada ocasión innovaciones, que en nada se parecen unas a otras, y son todas ellas ingeniosas.
Yo, cuando Cleón era muy poderoso, le golpeé en el vientre, y no tuve la osadía de saltar sobre él cuando yacía derribado. En cambio, esos otros, en cuanto Hipérbolo les permitió hacer presa en él, golpean una y otra vez a ese individuo desdichado y también a su madre.
En primerísimo lugar Éupolis llevó a rastras su Maricás, haciendo un refrito de nuestros Caballeros,tan mediocre como mediocre es él, añadiéndole además, por culpa del Kórdax, una vieja borracha, personaje que ha creado Frínico tiempo atrás, aquella a la que trataba de engullir el monstruo marino.
Después también Hermipo compuso una pieza sobre Hipérbolo, y luego ya todos los demás van en masa contra Hipérbolo, imitando mis comparaciones con las anguilas. Así pues, el que se ría con las piezas de ésos, que no se deleite con las mías. Pero si disfrutáis conmigo y con mis hallazgos, en tiempos futuros os tendrán por gente de buen juicio.



CORO.
De entre los dioses al que gobierna


en las alturas, Zeus, gran señor,


en primer lugar a mi danza convoco;


y al muy poderoso Guardián del Tridente,


el que estremece salvajemente


la tierra y el salino mar.


Y al de gran fama, nuestro padre,


el Éter muy venerable, que a todos los seres alimenta.


Y al Auriga, que con sus rayos


muy brillantes abraza la llanura


de la tierra, entre los dioses


y entre los mortales divinidad poderosa.



jueves, 26 de julio de 2018

Lucio Apuleyo El asno de oro (Las Metamorfosis). LITERATURA DE RESCATE.




Lucio Apuleyo
 El asno de oro
(Las Metamorfosis)
Introducción


1. Datos biográficos

Aunque la Antigüedad no nos ha dejado ninguna biografía de Apuleyo, sin embargo no se ciernen sobre el autor de El Asno de Oro las tinieblas insalvables que envuelven al autor de El Satiricón. Parte de los escritos de Apuleyo son una preciosa fuente de información sobre el escritor; nos referimos a tres de sus obras: la Apología, las Floridas y Las Metamorfosis o El Asno de Oro. Por lo que atañe a la novela, es indudable que algunos rasgos del héroe, Lucio, convienen a Apuleyo; pero ver en El Asno de Oro una autobiografía y aplicar al escritor todas las noticias referidas a Lucio, como lo han hecho Th. Sinko y Enrico Cocchia[1A], es muy aventurado. La prudencia aconseja atenerse a la Apología y a las Floridas, y no utilizar Las Metamorfosis sino en la medida que por otra parte podamos contrastar sus testimonios.
Hilvanando, pues, entre sí los datos fundamentales suministrados por el autor en las dos obras mencionadas, se ha llegado, a veces con aventurada y presuntuosa exactitud cronológica, a reconstruir la biografía de nuestro autor. La resumiremos a grandes rasgos y ateniéndonos a las noticias más seguras.
Apuleyo[2A] es africano (como Frontón y la mayoría de los escritores que han destacado en el siglo II, salvo Suetonio). Nace en Madaura, como ya se creía dando fe a las subscripciones de los manuscritos y a Las Metamorfosis (XI, 27), y como quedó confirmado por una inscripción descubierta en Argelia en 1818, que dice así: «Al filósofo platónico, gloria de su ciudad, los madaurenses dedicaron esta lápida a expensas del erario público»[3A]. El padre de nuestro escritor era oriundo de Italia y había llegado a África con una expedición de veteranos para repoblar la colonia de Madaura, donde se estableció y pasó por todos los honores hasta alcanzar la suprema magistratura del duumvirato.
No es segura la fecha del nacimiento de su hijo: las deducciones a base de los datos de la Apología oscilan entre los dos límites extremos de los años 114 y 125.
El joven Apuleyo recibió una educación esmerada, como correspondía a un hijo de familia distinguida y de brillante posición. Estudió en Cartago, «la venerable maestra de toda la provincia»[4A], y guardó toda la vida perenne recuerdo de gratitud y cariño a la ciudad en que cursó sus primeros estudios: atribuirá a los maestros y tutores de su infancia gran parte de los méritos y éxitos de SU carrera literaria.
Coincidiendo con el final de la etapa escolar del joven, sobreviene la muerte de su padre; el joven entra en posesión de una saneada herencia. Y dada esa apasionada e insaciable curiosidad por aprender y saber cosas, de que nos habla repetidas veces, aprovecha su holgada posición económica para dedicarse a viajar por Oriente, Grecia e Italia. Pasa una larga temporada en Atenas y completa allí sus estudios: «Mis estudios filosóficos, iniciados en Cartago, llegaron a la madurez en la capital ateniense»[5A]. Recuérdese que Atenas había conservado siempre su prestigio secular como centro de atracción intelectual, y que ese prestigio se había incluso renovado y acentuado en el siglo II de nuestra Era por el resurgimiento reciente de su literatura bajo el impulso de los sofistas que recorrían el Imperio y triunfaban clamorosamente en las salas de lectura de Roma; eso sin contar la pléyade de escritores ilustres por otros conceptos que también florecieron entonces, como Plutarco, Apiano, Arriano y Dión Cassio.
En Atenas se familiariza con la filosofía griega. Estudia el aristotelismo y sobre todo el platonismo, de que va a hacer su profesión; se hace iniciar en los misterios entonces en boga en todo el mundo grecorromano, toma parte en toda clase de cultos, «por amor a la verdad y por piadoso deber para con los dioses»[6A]
No menos de diez años duraron estas andanzas que tenían a la vez carácter de peregrinación, de viajes científicos y de excursiones turísticas. Como la etapa de Atenas, fue igualmente muy importante la de Roma, donde nuestro viajero permaneció unos dos años, especialmente dedicados al estudio de la elocuencia y a los ejercicios del foro.
Ya formado, Apuleyo lleva la vida de los sofistas de su tiempo: da conferencias en griego y en latín. Desarrolla su actividad en África y concretamente en Cartago, que será el centro de su gloria.
En un viaje, rumbo a Alejandría, cae enfermo en Oea (Tripolitania). Allí recibe la visita de un amigo llamado Ponciano[7A] se habían conocido en Atenas, donde habían convivido íntimamente. Ponciano invita a su amigo a alojarse en casa de su madre so pretexto de que allí sería bien atendido y se recuperaría mejor. Aceptada la invitación, pasa una larga temporada con Pudentila: tal era el nombre de la rica viuda, madre de Ponciano. La convivencia entre Apuleyo y Pudentila acaba en boda, a pesar de la notable diferencia de edad: ella tenía cerca de veinte años más que él. Ponciano, que había tenido mucha parte en el arreglo matrimonial, muere; su hermano menor, Pudens, suscita un pleito contra Apuleyo, a quien acusa de haber embaucado a su madre por arte de magia. Apuleyo pronuncia su propia defensa, la Apología, y logra un triunfo completo.
Los datos biográficos posteriores al pleito son ya mucho más esporádicos. Varios pasajes de las Floridas hacen suponer que vivió principalmente en Cartago donde goza de fama extraordinaria (se le eleva una estatua y se le nombra sumo sacerdote de la provincia)[8A] y escribe la mayoría de sus libros.
En el año 162, bajo el reinado de Marco Aurelio y Lucio Vero, pronuncia, en honor del procónsul Severiano, un panegírico del que conocemos un fragmento insertado en las Floridas[9A]. En el 174 habla ante el procónsul Escipión Orfito[10A], que es amigo personal de Apuleyo: sin duda se habían conocido y tratado en Roma por los años de sil juventud.
En adelante perdemos el rastro de Apuleyo; se cree que alcanzó una edad avanzada y murió en los últimos años del reinado de Marco Aurelio o primeros del de Cómodo. Nunca dejó descansar la pluma, y El Asno de Oro sería una de sus ultimas obras[11A].
2. Su obra

Los mejores escritores del siglo II son todos bilingües, y no pocos, aunque latinos de nacimiento, abandonan su lengua madre para escribir sólo en griego, como el propio Marco Aurelio. Apuleyo escribe en griego y en latín, en verso y en prosa; es filósofo, retórico y novelista, con una fecundidad extraordinaria en todos los géneros. En una de sus Floridas[12A] leemos este párrafo: «Confieso que me gusta componer poemas en todos los géneros, tan apropiados a la batuta épica como a la lírica, tan aptos al borceguí cómico como al trágico coturno; además, sátiras y enigmas, historias variadas, discursos aplaudidos por los doctos y diálogos alabados por los filósofos; todo esto y otros escritos análogos, lo hago tanto en griego como en latín, con el mismo afán, el mismo empeño y parecido estilo».
Y en otra[13A]: «Empédocles compone poemas, Platón diálogos, Sócrates himnos, Epicarmo mimos, Jenofonte historias, Crates sátiras: vuestro Apuleyo abraza todo eso y cultiva las nueve musas con el mismo empeño». Esos dos textos son muy significativos: nos dan una idea muy exacta del mundo intelectual de Apuleyo y de su tiempo; todo el dilettantismo, el filohelenismo, el barroquismo literario y científico que caracterizan al siglo 11 de nuestra Era, asoman en esas líneas. Nadie encarna la época mejor que Apuleyo. Nadie, salvo tal vez el propio emperador Adriano. Éste es igualmente apasionado por lo helénico: hablaba y escribía en griego con la misma facilidad que en latín, y reproducía en su famosa villa de Tíbur los lugares célebres de Grecia, como el Liceo, el valle del Tempe, el Pritaneo, etc.; es igualmente dilettante, un dilettante coronado como Nerón, o, mejor dicho, aun Nerón sin la locura, es igualmente erudito: a la vez poeta, músico, escultor, pintor, arqueólogo, médico y físico; y, por último, es también, como Apuleyo, un viajero infatigable: pasa la mayor parte de su reinado fuera de Roma; disfruta de los viajes como un turista y los utiliza como un emperador: visita los monumentos famosos del Imperio, caza leones en Libia, hace la ascensión del Etna con un tiempo espantoso; y, para que no falte detalle en el paralelismo que establecemos, se hace iniciar en los misterios de Eleusis[14A].
La producción de Apuleyo fue inmensa. Por referencias del autor en su Apología, o por citas de los gramáticos, conocemos cerca de veinte títulos de obras que no han llegado a nuestros días, y unos cuantos títulos más de otras que se le atribuyen y cuya autenticidad resulta dudosa o totalmente inconsistente[15A].
Lo que de nuestro autor subsiste sin sombras de duda son unos tratados filosóficos, parte de su producción oratoria y la novela de Las Metamorfosis o Asno de Oro.
Son cuatro los tratados filosóficos: el De Platón y su doctrina (en dos libros), que es un catecismo platónico, tal vez unos apuntes del curso seguido en Atenas por nuestro autor; el Del mundo, una adaptación latina del tratado pseudo-aristotélico Perì kósmos; el Perì Hermeneías, un tratado de lógica formal que, a pesar de su título griego, está escrito en latín; y el Sobre el dios de Sócrates, que es una conferencia de divulgación filosófica de las doctrinas sobre los demonios.
Entre las obras oratorias figura ante todo la pieza esencial de su propia defensa en el grave pleito familiar que se le planteó: se titula De magia o Pro se de magia, o más comúnmente Apología. Es el único discurso judicial de toda la latinidad imperial. Los manuscritos lo han transmitido en dos libros, caso insólito, debido a la excesiva extensión de la apología, que no pudo ser pronunciada en el tiempo reglamentariamente limitado que se concedía a la defensa. El discurso realmente pronunciado tuvo que ser más breve y menos trabajado literariamente. Lo que subsiste es un arreglo posterior a la causa y pensado por el autor para defenderse ante la posteridad. Ante el procónsul no le fue menester disertar tanto.
Junto a la Apología van las Floridas. Apuleyo reunió y publicó en cuatro libros sus declamaciones. Un autor desconocido, probablemente africano, extractó veintitrés fragmentos de desigual extensión, y eso es lo que, con la Apología, subsiste de los discursos de Apuleyo. La colección se titula Florida, que se interpreta comúnmente como «Antología» o «Florilegio»; tal vez haya, no obstante, en dicho título una alusión al llamado genus floridum dicendi, es decir, al «estilo florido en oratoria», del que es una deslumbrante muestra esta colección de fragmentos.
Pero la popularidad de Apuleyo a través de los siglos no arranca de su producción filosófica o retórica. Son los once libros de Las Metamorfosis, y sobre todo el inmortal cuento de Psique y el Amor (IV, 28 -VI, 24), lo que abrió a nuestro autor la puerta grande de la inmortalidad en la literatura universal.
3. «Las Metamorfosis» o «El Asno de Oro»

3.1. FUENTES —. Para la gente de cultura media, Apuleyo no es sino el autor de «Psique y el Amor» o a lo sumo de Las Metamorfosis o El Asno de Oro.
Se trata aquí de la mágica metamorfosis de un distinguido mercader de Corinto, llamado Lucio, en un asno que, bajo su apariencia de cuadrúpedo, conserva todas las facultades humanas salvo la voz; así sufre una interminable serie de tribulaciones, a cual más penosa, y a la vez, naturalmente, es testigo de numerosas y emocionantes aventuras o de sensacionales historias de duendes. Vuelve a recobrar la forma humana al oler unas rosas, y, tras esta recuperación, Lucio nos cuenta su extraordinaria historia.
Ha llegado hasta nuestros días el mismo tema desarrollado en griego; con el título de Lucio o el Asno figura entre las obras de Luciano, autor casi rigurosamente contemporáneo de Apuleyo. Ello ha planteado varios y graves problemas.
¿Es auténtico el diálogo de Luciano, o hay que seguir hablando del Pseudo-Luciano? La crítica moderna se inclina con bastante unanimidad por la segunda alternativa. No insistimos en esta cuestión, ya que para nuestro propósito su interés es totalmente marginal.
En todo caso el Asno de Pseudo-Luciano y El Asno de Oro de Apuleyo presentan múltiples correspondencias literales o casi literales en párrafos enteros: alguna relación ha de existir, pues, entre ambos. ¿Cuál de los dos copia al otro? O ¿hay un tercer autor imitado paralelamente en griego y en latín por Luciano y Apuleyo, respectivamente?
En el parangón directo entre Apuleyo y Luciano salta a la vista la desproporción material en el desarrollo del tema en uno y otro caso: Apuleyo es ocho veces más extenso que Luciano: o mucho abrevia éste, o mucho amplifica aquél, si es que uno de los dos toma al otro por modelo.
No parece verosímil que un autor griego como (Pseudo-) Luciano vaya a buscar su inspiración en un autor latino: normalmente la corriente fluye en sentido inverso. Además, Apuleyo afirma que su tema es originariamente griego: «aquí empieza una fábula de origen griego»[16A].
Tampoco cree nadie que Apuleyo haya seguido a Luciano: el autor latino da la impresión de traducir o adaptar una materia preexistente; las numerosas y clarísimas coincidencias textuales con Luciano (sea cual fuere el modelo seguido o transcrito) muestran que la originalidad no era preocupación esencial de nuestro autor; en cambio, si detrás de Las Metamorfosis no hubiera más que el breve opúsculo de Luciano, la novela latina tendría más de creación que de adaptación.
Lo más verosímil, como hoy suele admitirse, es postular un original griego perdido, como fuente común para Luciano y Apuleyo[17A].
A favor de tal conjetura viene a sumarse un precioso testimonio de Focio, patriarca de Constantinopla en la segunda mitad del siglo IX. Focio en un libro titulado Biblioteca[18A] da a su hermano noticias de 280 obras antiguas que ha leído; entre ellas cita «unas Metamorfosis de Lucio de Patras en varios libros», y plantea ya el problema de la relación existente entre Lucio de Patras y Luciano. Aunque con cierta sombra de duda, se inclina a creer que la paternidad del tema ha de atribuirse al escritor de Patras, donde Luciano «recortó la materia» a su antojo, suprimiendo lo que no interesaba a sus propósitos.
El testimonio de Focio parece disipar todas las dificultades: hubo una novela griega en varios libros; llevaba el título de Metamorfosis y era obra de Lucio de Patras; de ella salieron, paralelamente el Asno de Luciano y el Asno de oro de Apuleyo.
Sin embargo no acaban aquí las dudas. Si Focio parece resolver una dificultad, a la vez plantea otras nuevas. Es problemática la existencia de Lucio de Patras, ya que no hay la menor alusión a tal escritor fuera del texto de Focio. «Lucio» es precisamente el nombre del asno protagonista y a la vez el supuesto narrador de la propia historia: ¿no habrá confundido Focio al narrador y al autor como les pasa a los modernos que identifican a Apuleyo con el héroe de su novela, a la que atribuyen un valor personal y autobiográfico? Si el códice del patriarca carecía de nombre de autor, sería fácil equivocarse, pues el título sería: «Metamorfosis de Lucio»; y este «Lucio» podría interpretarse indiferentemente como el nombre del autor de Las Metamorfosis o del personaje que las sufre.
Aún relegada al mundo de los mitos la existencia de Lucio de Patras, lo que sí queda firmemente establecido por el testimonio de Focio es la existencia en el siglo IX de una novela griega con las metamorfosis de un asno. Y por ello se ha lanzado nuevamente la crítica en busca del auténtico autor de esas Metamorfosis griegas, autor que para unos[19A] sería el propio Apuleyo (en tal caso nuestro autor se imitaría a sí mismo en la obra que ahora traducimos), y para otros[20A] sería el propio Luciano (que se resumiría a sí mismo en el consabido opúsculo).
3.2. TÍTULO DE LA NOVELA —. En la actualidad no suele dudarse sobre el título que llevó en un principio el libro de Apuleyo. El único título auténtico sería el de Metamorfosis. El códice Laurenciano 68, 2 (siglo XI), que está en la base de la tradición manuscrita[21A], repite ese título en cada suscripción y no conoce ningún otro. Después de lo dicho anteriormente sobre las fuentes, es de creer que Apuleyo conservó el titulo del original griego, aunque, como salta a la vista de cualquier lector, lo de «las metamorfosis» en plural no responde muy bien al contenido, ya que la mayor parte de las historias de nuestra novela no son precisamente metamorfosis; en realidad sólo hay una metamorfosis, la del asno, y ésta, sólo en cierto modo y como marco externo, envuelve el contenido de la obra.
Apropiado o no el pretendido título original, el libro se ha vulgarizado ya desde la antigüedad como El Asno de Oro; la primera cita con esta denominación «vulgar» (?) es de san Agustín[22A].
Evidentemente —se dice— el adjetivo latino aureus o su correspondiente traducción «de oro», cuando se aplica a un asno de carne y hueso como aquí, es una especificación encomiástica; se añade al cuadrúpedo excepcional que piensa y razona como el hombre; «el asno de oro» es, pues, «el asno que vale el oro que pesa», «el asno incomparable». Metáforas como «edad de oro», «libro de oro», «boca de oro», «corazón de oro», etc., son frecuentes tanto en latín como en castellano y otras lenguas. El mismo Apuleyo llama «niño de oro»[23A] al prodigioso niño que Psique lleva en su seno, y «mansión de oro»[24A] a la fastuosa morada de Venus.
Sin embargo, en un trabajo reciente de R. Martin[25A] se nos da, con nuevos y bien fundados argumentos, una nueva interpretación del adjetivo aureus aplicado al curioso asno. Asinus aureus no es el «asno de oro» como quiere la tradición, sino el ὄνος πυρρός («el asno pelirrojo»), que, según Plutarco, era para los fieles de Isis la encarnación del pecado y de las fuerzas del mal.
Visto el problema desde esta nueva perspectiva, Asinus Aureus parece el único título admisible para la obra de Apuleyo, y el precioso testimonio de san Agustín cobra nuevo valor; san Agustín conocía perfectamente a su paisano Apuleyo, como lo conocían los paganos contemporáneos, cuando lo oponían a Jesucristo, según escribe el mismo Agustín; ahora bien, en La Ciudad de Dios (XVIII 18) se consigna explícitamente que Apuleyo dio a su obra el título de Asinus Aureus: libri quos «Asini Aurei» titulo Apuleius inscripsit. ¿No merece mayor crédito este testimonio temprano y formal de una reconocida autoridad que el suministrado seis siglos más tarde por el manuscrito Laurentianus?
Aún se lee en ciertas ediciones antiguas otro título, el de «Milesias de Apuleyo», inspirado por el propio autor, que inicia su relato con estas palabras: «Lector, quiero hilvanar para ti en esta charla milesia una serie de variadas historias…».
Los términos «cuentos milesios», «charlas milesias», o simplemente «milesias» a secas, son denominaciones frecuentemente aplicadas en la literatura grecorromana a ciertas creaciones literarias de la fantasía que servían de marco a cuadros de costumbres y no encajaban entre los grandes géneros literarios catalogados en los trabajos de retórica. Las milesias tenían por denominador común la facilidad y la ligereza del estilo, así como la variedad de incidentes y episodios sin unidad intrínseca; la característica más destacada de los cuentos milesios era lo escabroso de los temas tratados y la libertad del lenguaje en su desarrollo, libertad que no retrocedía ante la más cruda obscenidad; Ovidio llama a las milesias de Arístides de Mileto «crónica escandalosa» y «diversiones libertinas»[26A]. Plutarco[27A] dice que las milesias halladas entre los efectos de un oficial romano caído en el campo de batalla frente a los partos escandalizaron el pudor del rey bárbaro. Y el emperador Septimio Severo echa en cara a Clodio Albino su afición empedernida por las «milesias púnicas» de su compatriota Apuleyo[28A].
El género había nacido en Mileto, ciudad de costumbres notoriamente relajadas. El creador del prototipo de esta literatura fue un tal Arístides, cuyo libro titulado «Milesíacas» alcanzó gran difusión y fue traducido al latín por el conocido historiador Cornelio Sisenna (120? - 67).
3.3. CARACTERIZACIÓN —. En su estilo milesio, Apuleyo hilvana historias y anécdotas para «acariciar con grato murmullo el oído de todo lector benévolo»: duendes, hechiceras, bandoleros, charlatanes captarán sucesivamente nuestra atención; crónicas macabras, juicios sensacionales, espectáculos fastuosos, historias románticas, resurrecciones de difuntos, apariciones de divinidades, execraciones, maldiciones, fervorosas plegarias, iniciaciones místicas se seguirán a lo largo de la novela en variada e imprevisible ordenación. La misma anécdota resultará con frecuencia alegre y triste a la vez, real y maravillosa, pícara y sentimental; con sin igual destreza se mezclarán los tonos y episodios más dispares, sin que resulte nunca demasiado violento el tránsito entre situaciones orgánicamente incoherentes. La única constante que asegura a la obra al menos cierta unidad extrínseca es el héroe, Lucio, es decir, el asno que ha vivido, visto u oído los acontecimientos que se narran.
¿Hay fuera de esto algún tipo de unidad interna, artística o moral? La cuestión no está decididamente zanjada ni mucho menos. Sin embargo, predomina hoy la respuesta negativa. Las Metamorfosis no son un símbolo religioso o moral orientado a mayor gloria de Isis y a la edificación del lector, aunque es cierto que Lucio se regenera en el último libro por obra y gracia de Isis. El libro XI, con toda la transfiguración material y moral que se quiera, no basta para contrarrestar los efectos del lodo —por no decir las lecciones de libertinaje— que el lector ha de salvar en los libros precedentes. En conjunto, Las Metamorfosis tienen mucho más de escandaloso que de edificante.
Tampoco es el libro una novela previamente concebida como sátira, aunque es evidente que abundan los rasgos satíricos contra la avaricia (de Milón), contra la depravación del clero (sacerdotes de la diosa Siria), o contra la corrupción de las costumbres (tantos y tantos maridos burlados por sus esposas, y viceversa). Las Metamorfosis son a la vez obra de edificación, obra satírica, novela erótica y símbolo religioso: Apuleyo desborda cualquier fórmula única en que se quiera circunscribir su talento[29A]. Lo hemos visto vanagloriarse de cultivar por igual las nueve Musas, y parece haberse empeñado en que se admirara el coro de las nueve Musas en esa producción extraña y única que son Las Metamorfosis[30A].
3.4. EL CUENTO DE PSIQUE Y CUPIDO —. Entre las aventuras novelescas narradas en Las Metamorfosis destaca por su extensión (Libros IV 28 - VI 24), por su estilo, por su altura moral, por su fantasía tan deliciosa como irreal, ese prototipo de los cuentos de hadas que es la fábula de Psique y Cupido. Sin duda remonta a las tradiciones primitivas de Grecia, como lo dan a entender tantos monumentos del arte antiguo. Resulta misterioso que no la haya hecho suya ningún poeta conocido. ¿Cómo ese cantor armonioso de los amores del Olimpo que es Ovidio no dedicó unos versos a los amores del Amor en persona? Psique permanece misteriosamente muda durante siglos en sus representaciones iconográficas: camafeos, medallones, terracotas, sarcófagos (paganos y cristianos), pinturas; sólo en las postrimerías del paganismo, ya en plena expansión cristiana, se le ocurre al africano Apuleyo, y sólo a él, transmitirnos la mítica alegoría. Ello sería motivo suficiente para incluir Las Metamorfosis entre los libros más preciosos del mundo clásico.
Son legión los artistas, poetas y filósofos que posteriormente se han inspirado en la fábula de Psique; pero, siempre que a través de los siglos se ha intentado descubrir el valor simbólico del mito —suponiendo que la fábula arrope alguna idea trascendente—, siempre ha salido una interpretación personal, adecuada a la mentalidad del comentarista. Tal vez radique ahí la gran virtud de la inmortal historia, en su adaptación a todos los gustos.
Ya a finales del siglo V, Fulgencio[31A], el obispo africano, da la primera interpretación cristiana del cuento: la ciudad en que se desarrolla la fábula es el mundo; el rey y la reina de la ciudad son Dios y la carne; sus tres hijas son la carne, la libertad y el alma; etc.
Y ¿cómo no recordar aquí a nuestro gran Calderón? Para el poeta de los autos sacramentales, en «la alegoría de Psiquis y Cupido», Cupido o «Dios de amor» es Cristo; Psiquis es el alma fiel que aspira incesantemente hacia él; el himeneo de los dos amantes es la unión mística del hombre con Dios en la Eucaristía.
En el sentir filosófico, la interpretación menos extraña (y más en consonancia con el filósofo platónico de Madaura) ve en Psique la personificación del alma que, atormentada y desgraciada en ausencia del místico esposo, logra la suprema perfección de su ser y alcanza la plenitud de su felicidad en la unión del amor.
Si la sagacidad de los comentaristas no da con una interpretación objetiva y razonable, tal vez sea porque no existe el sentido oculto que se supone. Sin duda el mito abrigaba originariamente una idea; pero sobre el núcleo de la idea primitiva debió sedimentar todo el fondo de la tradición escrita (si es que la hubo y se perdió) o de la tradición oral que en todo caso ha de admitirse ante las innumerables representaciones de las artes figurativas; la forma ha debido prevalecer insensiblemente bajo los añadidos de maravillas siempre nuevas que irían diluyendo la idea primitiva subyacente, en la misma medida que iban dando cuerpo al incomparable cuento de hadas tal como lo recogió, sin preocupaciones filosóficas, la pluma de Apuleyo: nos hallamos ante un brillante juego de la imaginación más que ante un velo prestado a la verdad.
3.5. ESTILO —. En cuanto al estilo de nuestro autor, son unánimes los elogios desde San Agustín y Sidonio Apolinar hasta los tiempos modernos; los humanistas pregonan sin excepción y siempre con entusiasmo los méritos de Apuleyo como escritor; para Pío V, Las Metamorfosis «son un libro sin par, un verdadero lingote de oro»; en opinión de Felipe Beroaldo —el primero de los comentaristas de Las Metamorfosis—. «si las Musas quisieran hablar en latín, les gustaría hacerlo en el estilo de ese libro».
En cambio, la elocuencia arrebatadora, «atronadora»[32A] que admiraban San Agustín y Sidonio Apolinar, resulta demasiado estridente a los oídos de nuestros contemporáneos. Se dice que el estilo de Apuleyo es demasiado barroco, duro, afectado; se le acusa de atormentar la lengua en busca de la novedad, de amordazar las palabras para adaptarlas a significaciones inauditas; no se concibe «una degradación» tan rápida en los pocos años que separan a Apuleyo de los Plinio y Tácito. Pero ¿es legítimo medir a un autor del siglo II con la medida de los cánones clásicos?
Se han buscado en el estilo de Apuleyo influencias púnicas o libias, y ello con tanto mayor empeño cuanto que el propio autor inicia el libro de Las Metamorfosis pidiendo perdón por los barbarismos que pudieran escapársele; pero África no ha sido hallada en los escritos de Apuleyo ni por los críticos antiguos ni por los modernos. Lo que hay en El Asno de Oro es una brillantísima muestra del estilo imperial. Lo africano está en el vigor y fascinación del autor, en la inquietud espiritual que, respira, en la necesidad de agitar a las multitudes, que se observa en él como en todos los escritores africanos.
3.6. INTERÉS —. Aunque se discuta el valor estilístico de Las Metamorfosis, no decae el interés por el libro: sigue siendo considerado como una alhaja de las letras: a él deben las artes el mito de Psique; es la única novela antigua íntegramente conservada y la muestra esencial del género de las famosas milesias; por último, y sobre todo, El Asno de Oro, con El Satiricón, serán siempre el insustituible manual de quien pretenda conocer la vida real del Imperio; Apuleyo quiso ante todo distraer la ociosidad de sus contemporáneos con bonitas historias, halagar sus oídos con música agradable. Ahora, la lejanía de los siglos añade un interés más sustancial, pues si no cabe mayor inventiva y fantasía en el cuento, tampoco cabe mayor veracidad y realismo en los detalles que integran sus cuadros. El Asno de Oro pone ante nuestros ojos el diario vivir de nuestros antepasados, el retrato, captado al natural, de toda la sociedad del siglo II con su confusa e indigesta mezcla de astrología, metafísica y mitología; con los contrastes entre la opulencia de unos sectores y la rudimentaria economía de otros; en Las Metamorfosis vemos la audacia de los salteadores de caminos, la insolencia de los soldados bajo un régimen totalitario, la crueldad de los amos y la miseria de los esclavos, la lucha diaria del hombre que, en un mar de tribulaciones, busca la felicidad sin dar con ella en este mundo, y que por último se acoge a la fe y a la esperanza para lograr la paz interior. Aquí nos hallamos ya en las fronteras del cristianismo.
3.7. EL TEXTO DE «LAS METAMORFOSIS». EDICIONES. TRADUCCIONES CASTELLANAS —. La tradición del texto de El Asno de Oro está actualmente bien dilucidada. Se conocen unos cuarenta manuscritos; todos ellos derivan más o menos directamente del Laurentianus 68, 2 (siglo XI). En este manuscrito se basan, pues, las ediciones críticas de la obra; sólo cuando no está claro el testimonio del Laurentianus 68, 2, se acude a sus descendientes y, en primer lugar, a otro Laurentianus, el 29, 2, que es la copia más antigua y por lo tanto efectuada cuando el 68, 2 estaba menos deteriorado por efectos del tiempo y retoques posteriores[33A].
La edición princeps fue la de Roma (1469). Buenas ediciones modernas son: la de G. F. Hildebrand (dos volúmenes, Leipzig, 1842), con las notas de Oudendorp; la de R. Helm (3.ª ed., Leipzig, 1931; reimpresión en 1968); la de C. Giarratano (Turín, 1929, 2.ª ed. revisada por P. Frassinetti, Turín-Paravia, 1960); la de D. S. Robertson, P. Vallette (tres vols., «Les Belles Lettres», 1940-1945) y la de P. Scazzoso (Florencia, 1971).
Léxico: W. A. OLDFATHER, H. V. CANTER, B. E. PERRY, Index Apuleianus, Middleton, Connecticut, 1934.
En Barcelona ha publicado M. Olivar Les Metamorfosis (texto latino y traducción catalana en dos volúmenes, I, 1929 y II, 1931, colección «Bernat Metge»). En castellano siempre se ha leído El Asno de Oro en la versión del arcediano de Sevilla Diego López de Cortegana (Sevilla, 1513): tiene, entre otros méritos, el de haber sido la primera de las versiones vernáculas de El Asno de Oro; reproducida muchas veces en los siglos siguientes, citemos, entre las reediciones más recientes, la de la «Biblioteca Clásica» (1890 y 1914), la de la «Colección Universal» (Madrid, 1920), la de la «Biblioteca Mundial Sopena» (Buenos Aires, 1939), y la de «Obras Maestras» (Barcelona, 1955). Una extraña y pobre traducción (¿de Jaime Uyá?) apareció en Barcelona, 1969, en la colección «Podium: Obras significativas», bajo el título Apuleyo: El Asno de Oro; Turmeda: Disputa del Asno.
Nuestro colega A. Ruiz de Elvira ha dado una elegante versión del cuento de Psique en Estudios Clásicos, Suplemento, Serie de Traducciones, 5 (1953) 55-85.
En nuestra traducción hemos seguido el texto de D. S. Robertson - P. Vallette, citado líneas más arriba.
NOVELA LATINA Y LITERATURA ESPAÑOLA

He aquí, para concluir esta introducción, algunas observaciones sobre la novela latina en la literatura española.
El tema general de la literatura latina en su relación con la española no ha merecido la debida atención de nuestros hombres de letras. M. Menéndez y Pelayo es una notabilísima excepción; pero, en el caso concreto de la novela latina, se inclina a creer que no ha dejado claras huellas en nuestras letras, y su opinión ha contribuido sin duda a desalentar entre nosotros ulteriores investigaciones sobre el tema. Oigamos al autor de Los Orígenes de la Novela: «Petronio ha influido muy poco en la literatura moderna… Apuleyo, en quien la obscenidad es menos frecuente y menos inseparable del fondo del libro, ha recreado con sus portentosas invenciones a todos los pueblos cultos, y muy especialmente a los españoles e italianos, que disfrutan desde el siglo XVI las dos elegantes y clásicas traducciones del arcediano Cortegana y de Messer Agnolo Firenzuola; ha inspirado gran número de producciones dramáticas y novelescas, y aun puede añadirse que toda novela autobiográfica y muy particularmente nuestro género picaresco de los siglos XVI y XVII, y su imitación francesa el Gil Blas, deben algo a Apuleyo, si no en la materia de sus narraciones, en el cuadro general novelesco, que se presta a una holgada representación de la vida humana en todos los estados y condiciones de ella».
«Tal es la herencia, ciertamente exigua, que la cultura greco-latina… pudo legarle en este género de ficciones…»[34A].
Y, en otro lugar, dice todavía Menéndez y Pelayo: «El cuadro autobiográfico de El Asno de Oro tiene analogía remota con el de nuestra novela picaresca, sin que por eso haya que admitir imitación ni reminiscencia… Imitación directa de Apuleyo, no encontramos ni en el Lazarillo ni en sus continuaciones, ni mucho menos en el Guzmán de Alfarache»[35A].
Siguen poco después otros párrafos que reflejan las mismas dudas con ciertas matizaciones: «El Asno de Oro, traducido al castellano por Diego López de Cortegana, fue libro muy popular en España durante los siglos XVI y XVII. Así lo testifica, entre otros, el autor de La Pícara Justina (1605), cuando dice en su prólogo hablando de los libros de que se valió, que “no hay enredo en Celestina, chistes en Momo, simplezas en Lázaro…, cuentos en Asno de Oro…, cuya nota aquí no tenga, cuya quinta esencia no saque”. A pesar de tal declaración, ningún cuento de Apuleyo encontramos en la parte hoy conocida de La Pícara Justina, pero acaso estaría en los varios tomos que el supuesto Licenciado de Ubeda tenía compuestos, prosiguiendo su obra, cuyo estilo por otra parte, en lo enrevesado y artificioso, no deja de tener algún parentesco con el de Apuleyo».[36A].
Por último hemos de recordar que nuestro gran polígrafo no se atreve a negar de plano que los pellejos de vino sobre los que Don Quijote descarga la ira de su lanza tengan su precedente en los tres odres que degüella Lucio cuando, al regresar de una cena, se apresta a entrar en casa de Milón (Asno de Oro, II 32); también reconoce que hay varias reminiscencias confesadas en Gonzalo de Ciéspedes y Meneses (El Soldado Píndaro).
H. Cortés se ha atrevido, a pesar de lo dicho por Menéndez y Pelayo, a rastrear la influencia de Apuleyo en nuestra literatura y ha visto sus huellas en los libros de caballería, en Cervantes, en Lope de Vega, en Tirso de Molina, en La Pícara Justina y en Baltasar Gracián[37A].
Que el mito de Psique y Cupido ha inspirado a muchos de nuestros escritores es evidente; ya hemos mencionado antes el auto sacramental de Calderón; José M. de Cossío se refiere al éxito que tuvo el mito entre los poetas sevillanos: «La traducción de El Asno de Oro, de Apuleyo, por el arcediano Diego López de Cortegana, personaje tan ilustre e influyente, atrajo la atención de los poetas hacia la fábula de Psique… (El mito de Psique y Cupido) gustado a través de la prosa de Cortegana es el que casi unánimemente han de cantar los poetas sevillanos del siglo XVI». Sigue la serie de dichos poetas: Gutierre de Cetina, Fernando de Herrera, Juan de Malara, etc.[38A]
Por nuestra parte sentimos la tentación de pensar que el autor de La Pícara Justina conoció no sólo El Asno de Oro, sino también El Satiricón. En La Pícara Justina se define un ideal artístico demasiado parecido al de Petronio, que hemos señalado en su lugar; he aquí ahora los correspondientes párrafos de la novela española: «Antes pienso pintarme tal cual soy, que tan bien se vende una pintura fea, si es con arte, como una muy hermosa y bella». — «Y tan bien hizo Dios la luna, con que descubrir la noche, como el sol con que se ve el claro y resplandeciente día. En las plantas hacen labor las espinas, etc.».
Y otro tanto cabe decir de Mateo Alemán. Las expresivas reflexiones de Guzmán sobre la pobreza como «inventiva sutil» podrían ser un eco de esta frase de Petronio (capítulo 135): «Yo admiraba el ingenio de la pobreza y su habilidad hasta en los más mínimos detalles». Y podría servir de lema al mismo Guzmán otro párrafo de Petronio (capítulo 125): «¡Dioses y diosas del cielo! ¡Qué malo es vivir fuera de la ley! Siempre está uno esperando el castigo merecido».
Sin embargo, es posible que, más que en detalles concretos, haya de buscarse la influencia latina en las estructuras y atmósfera general de ciertas obras maestras de nuestras letras. En un artículo de la Hispanic Review se señalan las semejanzas entre el Lazarillo y El Asno de Oro; para el autor de dicho artículo la novela latina «es fuente más que probable» de la novelita española[39A].
También nos parece fuente más que probable para el Guzmán de Alfarache:
1) En ambos casos el protagonista narra sus aventuras en primera persona.
2) Muchos rasgos de la vida de Apuleyo y Alemán han pasado a sus respectivas novelas, sin que en un caso ni en otro sea fácil discernir lo que es autobiográfico de lo que no lo es.
3) En ambas obras se intercalan varias novelitas cortas y se destaca una particularmente extensa y sentimental: a la historia de Psique y Cupido corresponde en el Guzmán la historia de Ozmín y Daraja.
4) También en ambos casos cortan el hilo de la narración toda clase de cuentos y anécdotas variadas.
5) Guzmán y Lucio tienen la misma afición a plasmar su filosofía en refranes.
6) En ambos casos hay la misma mezcla de trazos edificantes en contraste con un fondo esencialmente descarado y amoral. Al Asno de Oro puede aplicarse con toda propiedad el juicio de Cejador sobre el Guzmán: «El Guzmán de Alfarache es obra de crítica moral o sátira social por el fondo, y novela picaresca por la forma o envoltorio; es filosofía y arte, ambas tan bien casadas, que no hay herramienta de tan fina hoja que acierte a despartirlas»[40A]. Recuérdese lo dicho en su lugar sobre El Asno de Oro.
7) Por último, el fatalismo y básico pesimismo que pesa sobre el pícaro Guzmán tiene la más exacta correspondencia en la «implacable Fortuna» que persigue a Lucio, cuyo estribillo a lo largo de Las Metamorfosis son esta u otras palabras similares: «los rudos asaltos de la Fortuna», «la ceguera de la Fortuna», «mi Fortuna siempre inhumana», «la Fortuna siempre encarnizada con mi desgracia», etc. (cf. VI 28; VII 16 y 25; VIII 24; XI 15; etc.). Incluso la liberación final de Lucio es obra de la Fortuna, pero una Fortuna que esta vez tiene los ojos muy abiertos y lo mira con compasión (XI 15).
Traduciendo a Petronio y Apuleyo nos ha venido muchas veces a la mente otro capítulo importante de nuestra literatura: el de la hechicería. En la novela latina ya vemos a las hechiceras pidiendo ayuda a los seres superiores del cielo y del infierno, ya vemos sus ensalmos y, «en el sobrado alto de la solana», vemos un laboratorio bien surtido donde no falta ningún instrumento o ingrediente para realizar en la mayor soledad (la Celestina también ha de estar a solas para formular su conjuro) las más sorprendentes maravillas; en Apuleyo ya «vuelan» las brujas, ya saben someter a su voluntad el mundo sobrenatural, el mundo de los astros y los elementos de la naturaleza; pero ante todo saben dominar los sentimientos del corazón y aplican su arte fundamentalmente al servicio del amor[41A].

Fuente:
Título original: Asinus aureus

Lucio Apuleyo, siglo II d. C.

Traducción: Lisardo Rubio Fernández

Ilustraciones: Jean de Bosschère y Edmund Dulac

Retoque de cubierta: RLull
Editor digital: RLull

ePub base r1.2


miércoles, 25 de julio de 2018

John Robert Fowles. Novela. EL COLECCIONISTA.


John Robert Fowles conocido como John Fowles (1926 - 2005) fue un novelista y ensayista británico. Hijo de un próspero comerciante de tabaco y una maestra. Después de estudiar en el Bedford School, estudió francés y alemán en la Universidad de Edimburgo y en el New College de Oxford. Tras licenciarse sirvió en la Armada británica y en 1950, comenzó a trabajar como profesor en Francia, Grecia e Inglaterra. 

El éxito de su primera novela `El coleccionista` (The Collector) en 1963, hizo que dejara la docencia para dedicarse en exclusiva a la literatura. 
En 1968, Fowles se mudó a Lyme Regis en Dorset, que serviría como escenario de la novela `La mujer del teniente francés` (The French Lieutenant`s Woman). Esta novela se llevó a las pantallas en 1981, y su guionista fue nominado al Oscar. 

La obra de no ficción más conocida de Fowles es probablemente `Aristos` (The Aristos), una colección de reflexiones filosóficas. Muchos críticos lo consideran como el padre de Postmodernismo británico. 

Un tema constante en su obra es el libre albedrío, que en ocasiones implica al lector, como en `La mujer del teniente francés`, que plantea dos finales posibles. 

También recurre a la ironía para interpolar alusiones a teorías científicas y artísticas de la época en que se ambienta sus narraciones, como sobre Darwin o los prerrafaelistas, parodiando así determinada tradición narrativa victoriana. 

Falleció en su casa de Dorset después de una larga batalla contra un apoplejía que sufrió en 1988.

En este relato de amor obsesivo, Frederick, introvertido y tan falto de educación como de afecto, se dedica a coleccionar mariposas y hacer fotografías. Un día, un golpe de suerte en las quinielas le permite poner en práctica un plan secreto: secuestrar a Miranda, una estudiante de arte a la que admira furtivamente, y encerrarla en el sótano de una casa de campo. A partir de ese momento, para Él solo queda esperar a que el aislamiento acabe por borrar los prejuicios de clase que dificultan su relación amorosa. Ella, una mujer tan inteligente como desesperada por recuperar la libertad, trata de ser comprensiva, pero no puede disimular cuánto odia en su captor el desprecio por todo lo humano. El joven deja que la muchacha tenga algunas comodidades e incluso le proporciona con qué pintar e intenta relacionarse con ella, permitiendo que se bañe etc... sin darse cuenta de que ella es, privada de libertad, como esas mariposas sin vida que colecciona.

(Fragmento. Novela. El Coleccionista).
 John Fowles

1

Cuando, desde el colegio en que estaba internada regresaba a su casa, yo solía verla, y a veces hasta varios días seguidos, porque sus padres vivían frente al Anexo de la Municipalidad, donde yo trabajaba. Ella y su hermanita menor iban y venían muy a menudo, acompañadas con frecuencia por muchachos, lo cual, como es natural, no me agradaba mucho que digamos. Cada vez que los archivos y carpetas me dejaban un momento libre, iba a la ventana para mirar hacia la calle cubierta de escarcha, y aunque no siempre, algunas veces conseguía verla. Todas las noches consignaba el hecho en mi libro diario de observaciones. Al principio, en aquellas anotaciones, ella era X; pero después, o sea, desde que supe cómo se llamaba, ya fue M. También la vi varias veces en la calle. Un día estuve un largo rato detrás de ella, en una cola de la Biblioteca Pública de la calle Crossfield. No me miró ni una sola vez, pero yo no aparté ni un instante la mirada de su nuca y de su pelo, que peinaba en una larga trenza.
Era un pelo de un rubio muy pálido, sedoso, como capullo de gusano de seda. Todo él estaba apretado en una larga y gruesa trenza que le llegaba a la cintura: algunas veces por la espalda, y otras, a un costado del pecho. Pero de vez en cuando la trenza desaparecía, remplazada por un peinado alto. Sólo una vez, antes de que viniera a esta casa como mi huésped, tuve la suerte de verla con el pelo suelto, y me dejó casi sin aliento. ¡Tan hermosa estaba, que parecía una sirena! Otra vez, un sábado que yo tenía libre, cuando hice una visita al Museo de Historia Natural, volví en el mismo tren que ella. Ocupaba un asiento tres filas delante de mí, en el otro lado del coche, y estaba concentrada en la lectura de un libro, lo que me brindó la oportunidad de mirarla a mi gusto durante treinta y cinco minutos.
Cada vez que la veía experimentaba la misma sensación que cuando conseguía atrapar un raro ejemplar de mariposa, acercándome con suma cautela, con el corazón en la boca como suele decirse. Por ejemplo, una Amarilla Pálida Anublada. Siempre pensaba en ella así, quiero decir, con palabras como, por ejemplo, «elusiva» y muy «refinada», de ninguna manera como las otras muchachas, ni siquiera las bonitas. Como quien dice, en buen conocedor.
El año en que ella estaba aún en el colegio no pude saber quién era; sólo que su padre era el doctor Grey, y un rumor que oí sin quererlo un día, en una reunión de la Sección de Insectos, en el sentido de que su madre bebía con exceso. Otro día, en una casa de comercio, oí hablar a su madre, que tenía una voz afectada, y uno se daba cuenta en seguida, al verla, de que era ese tipo de mujer dada a la bebida, además de maquillarse exageradamente, etcétera. Otro día leí en el diario local un pequeño artículo sobre la beca que M había ganado, y lo hábil y lista que era, y su nombre, que me pareció tan hermoso como ella misma: Miranda. Entonces me enteré de que estaba en Londres y que estudiaba dibujo y pintura. Aquél articulito del periódico tuvo un significado especial para mí, pues desde que lo leí me pareció que ella y yo habíamos intimado más, aunque, naturalmente, no nos conocíamos de la manera común entre las personas. No puedo decir lo que me ocurrió, pero la verdad es que la primera vez que la vi tuve la seguridad de que era la única mujer en el mundo para mí. Claro que no estoy loco, y me percaté de que aquello era sólo un sueño. Y lo habría seguido siendo para siempre de no haber mediado eso del dinero. A menudo soñaba despierto con ella, y componía historias en las cuales llegaba a conocerla, hacía todas las cosas que admiraba más, me casaba con ella, y todo eso. Pero nada malo ni feo; eso no ocurrió hasta más tarde, según explicaré algo más adelante.
Ella pintaba cuadros, y yo cuidaba mi colección de mariposas (en el sueño, claro). Siempre era lo mismo: ella me amaba y la entusiasmaba mi colección, y a menudo dibujaba y coloreaba las mariposas. Trabajábamos juntos en una hermosa casa moderna, en una amplia habitación que tenía una de esas enormes ventanas de un solo vidrio. Allí se celebraban también reuniones de la Sección de Insectos, en las cuales, en lugar de decir poco o nada por miedo a cometer un error, los dos éramos populares y cordiales dueños de casa. Ella, preciosa con su pelo de color rubio pálido y sus hermosos ojos grises, y los otros hombres, claro, verdes de envidia ante mi gran suerte.
Las únicas veces que no soñaba despierto todas esas cosas tan lindas sobre ella era cuando la veía con cierto muchacho, un individuo vulgar, estrepitoso, que tenía un coche deportivo. Una vez me encontré a su lado en el «Banco Barclay», donde había ido a efectuar un depósito, y le oí decir: «Démelo en billetes de cinco libras». El chiste era que el cheque sólo había sido librado por diez libras. Todos los tipos como ése tienen cosas así.
Miranda subía algunas veces al coche de aquel tipo; otras, los dos paseaban por el pueblo a pie, y en esos días mi comportamiento en la oficina era hosco con los demás y no consignaba en mi diario de observaciones las notas relacionadas con X. (Entonces aún era X para mí). Pero todo eso ocurrió antes de que ella se fuese a Londres, pues después ya dejó a ese muchacho. Ésos eran días en que yo soñaba despierto cosas malas, a propósito y con un poco de rabia. En esos sueños ella lloraba o se arrodillaba ante mí. Un día, soñando así, despierto, le di una bofetada, como había visto que hacía el primer actor a la dama joven en una obra de la Televisión. Tal vez eso fue el principio de todo… Quiero decir, todo lo malo.
Mi padre murió mientras iba al volante de su coche. Entonces tenía yo dos años. Eso ocurrió en 1937. Mi padre guiaba en estado de ebriedad, más tía Annie dijo siempre que fue mi madre la que le empujó a la bebida. Nunca me dijeron la verdad de lo ocurrido, pero mi madre se fue poco después y me dejó con tía Annie. Parece que lo único que le interesaba a mi madre era pasarlo bien, sin complicaciones. Mi prima Mabel me dijo un día (cuando los dos éramos niños y en una disputa) que mi madre era una mala mujer y que se había escapado con un extranjero. Yo era un estúpido, y me fui en seguida a tía Annie, a preguntarle qué debía responder si alguien me preguntaba. Me dijo que no contestase nada, que ella se encargaría de eso y que yo debía ignorarlo todo. Ahora no me importa ya, y si mi madre vive todavía, no quiero encontrarme con ella. No me interesa. Tía Annie ha dicho siempre que es una gran suerte para todos que ella se haya marchado.
Así que fui criado como quien dice por tía Annie y tío Dick, con su hija Mabel. Tía Annie era hermana de mi padre, y mayor que él. Tío Dick murió cuando yo tenía quince años. Esto fue en 1950. Fuimos juntos al lago artificial de la represa de Tring, a pescar. Como de costumbre, yo me separé de él con mi red de cazar mariposas. Cuando me di cuenta de que tenía hambre, volví a donde lo había dejado y vi un grupo de gente apiñada. Pensé que tío Dick habría pescado algún ejemplar de gran tamaño. Pero no: había sufrido un ataque. Lo llevamos a casa, más ya no pudo hablar una palabra ni reconoció a ninguno de nosotros hasta que murió. Lo sentí mucho.
Los días que pasábamos juntos tío Dick y yo (bueno, juntos, lo que se dice juntos, no, porque yo siempre me iba a cazar mariposas y él se quedaba con sus cañas de pescar, aunque siempre comíamos y viajábamos de ida y vuelta juntos) fueron los mejores que recuerdo de toda mi vida. Tía Annie y mi prima Mabel miraban con desprecio mis mariposas cuando yo era niño, pero tío Dick siempre salía en defensa de mi hobby favorito. Admiraba la forma en que yo acomodaba mis ejemplares. Sentía lo mismo que yo ante alguna variedad rara. Se pasaba largos ratos mirando los movimientos de las mariposas, las orugas y demás insectos, y me cedió un espacio de su pequeño almacén de herramientas, para mi colección. Cuando gané un premio con un grupo de Fritillarias, me regaló una libra esterlina con la condición de que no le dijese una palabra a tía Annie. Pero, bueno: no sigo. Tío Dick fue tan bondadoso conmigo como un padre. Cuando tuve aquel cheque en la mano, él fue la persona, además de Miranda, claro, en quien pensé de inmediato. Le habría regalado los mejores trebejos de pesca que hubiese y cuanto hubiera querido. Pero estaba de Dios que no había de ser así, y me armé de paciencia.
Desde que cumplí los veintiún años empecé a jugar en las apuestas de fútbol. Todas las semanas jugaba un boleto de cinco chelines. El viejo Tom y Crutchley, que trabajaban conmigo en Tarifas, y algunas de las muchachas, se juntaron para jugar permanentemente un boleto mucho mayor que el mío, y no hacían más que insistir en que jugase con ellos, pero yo preferí seguir haciéndolo solo. Nunca me han gustado el viejo Tom y Crutchley. El primero es un hombre viscoso, que no hace otra cosa que hablar del gobierno municipal de la localidad y adular con todo descaro a Mr. Williams, el tesorero del Ayuntamiento. Crutchley es un hombre de mente sucia y un sádico. No deja pasar ni una oportunidad de burlarse de mi hobby, sobre todo cuando hay muchachas delante. Por ejemplo: «Fred tiene aspecto de cansado, porque se ha pasado un sucio fin de semana con un hermoso ejemplar de Col Blanca». O si no: «¿Quién era esa Dama Pintada con quien lo vi anoche, mi querido Fred?». Al oír esas salidas del sádico, el viejo Tom reía hipócritamente, y Jane, la novia de Crutchley, que trabaja en Sanidad y que siempre estaba en nuestra oficina, hacía coro a esa risa, como una perfecta idiota. Era todo lo que Miranda no era. Siempre he odiado a las mujeres vulgares, sobre todo a las jóvenes. De modo que, como ya he dicho, continué jugando solo. El cheque que recibí al acertar el boleto era de 73091 libras esterlinas, algunos chelines y peniques. No bien la gente de la administración de apuestas me confirmó el martes que todo estaba en regla, llamé por teléfono a Mr. Williams. En seguida me di cuenta de que estaba furioso, porque yo dejaba el empleo de esa manera, aunque al principio me felicitó y me dijo que se alegraba de mi buena suerte, y que estaba seguro de que todos en la oficina se alegraban también, lo que no creí, naturalmente, ni un momento. ¡Hasta me sugirió que invirtiese en bonos del 5% del Empréstito del Consejo! Hay tipos en el Ayuntamiento que pierden todo sentido de la proporción. Pero yo hice lo que me sugirió la gente de la administración de apuestas: me trasladé en seguida a Londres con tía Annie y Mabel, hasta que pasara el revuelo de mi buena suerte. Le mandé al viejo Tom un cheque de quinientas libras esterlinas, pidiéndole que las compartiese con los demás. No contesté las cartas de agradecimiento que me enviaron. Se adivinaba fácilmente que me consideraban un individuo mezquino.
Fuente:
Título original: The collector
John Fowles, 1963
Traducción: Federico López Cruz

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