sábado, 25 de junio de 2016

FERVOR DE BUENOS AIRES (1923). POESÍA. JORGE LUIS BORGES.


 FERVOR DE BUENOS AIRES
  (1923)
(En la gráfica: Borges con su madre doña Leonor Acevedo Suárez).

  PRÓLOGO

  No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente –¿qué significa esencialmente?– el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes.
  Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban como ahora de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo XVII, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas.
  En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 18 de agosto de 1969


 

  A quien leyere



  Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor.
  J. L. B.


  LA RECOLETA

  Convencidos de caducidad
  por tantas nobles certidumbres del polvo,
  nos demoramos y bajamos la voz
  entre las lentas filas de panteones,
  cuya retórica de sombra y de mármol
  promete o prefigura la deseable
  dignidad de haber muerto.
  Bellos son los sepulcros,
  el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,
  la conjunción del mármol y de la flor
  y las plazuelas con frescura de patio
  y los muchos ayeres de la historia
  hoy detenida y única.
  Equivocamos esa paz con la muerte
  y creemos anhelar nuestro fin
  y anhelamos el sueño y la indiferencia.
  Vibrante en las espadas y en la pasión
  y dormida en la hiedra,
  sólo la vida existe.
  El espacio y el tiempo son formas suyas,
  son instrumentos mágicos del alma,
  y cuando ésta se apague,
  se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte,
  como al cesar la luz
  caduca el simulacro de los espejos
  que ya la tarde fue apagando.
  Sombra benigna de los árboles,
  viento con pájaros que sobre las ramas ondea,
  alma que se dispersa en otras almas,
  fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser,
  milagro incomprensible,
  aunque su imaginaria repetición
  infame con horror nuestros días.
  Estas cosas pensé en la Recoleta,
  en el lugar de mi ceniza.

  EL SUR

  Desde uno de tus patios haber mirado
  las antiguas estrellas,
  desde el banco de sombra haber mirado
  esas luces dispersas,
  que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
  ni a ordenar en constelaciones,
  haber sentido el círculo del agua
  en el secreto aljibe,
  el olor del jazmín y la madreselva,
  el silencio del pájaro dormido,
  el arco del zaguán, la humedad
  –esas cosas, acaso, son el poema.

  CALLE DESCONOCIDA*

  Penumbra de la paloma
  llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde
  cuando la sombra no entorpece los pasos
  y la venida de la noche se advierte
  como una música esperada y antigua,
  como un grato declive.
  En esa hora en que la luz
  tiene una finura de arena,
  di con una calle ignorada,
  abierta en noble anchura de terraza,
  cuyas cornisas y paredes mostraban
  colores tenues como el mismo cielo
  que conmovía el fondo.
  Todo –la medianía de las casas,
  las modestas balaustradas y llamadores,
  tal vez una esperanza de niña en los balcones–
  entró en mi vano corazón
  con limpidez de lágrima.
  Quizá esa hora de la tarde de plata
  diera su ternura a la calle,
  haciéndola tan real como un verso
  olvidado y recuperado.
  Sólo después reflexioné
  que aquella calle de la tarde era ajena,
  que toda casa es un candelabro
  donde las vidas de los hombres arden
  como velas aisladas,
  que todo inmeditado paso nuestro
  camina sobre Gólgotas.

  LA PLAZA SAN MARTÍN

  A Macedonio Fernández

  En busca de la tarde
  fui apurando en vano las calles.
  Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
  Con fino bruñimiento de caoba
  la tarde entera se había remansado en la plaza,
  serena y sazonada,
  bienhechora y sutil como una lámpara,
  clara como una frente,
  grave como ademán de hombre enlutado.
  Todo sentir se aquieta
  bajo la absolución de los árboles
  –jacarandás, acacias–
  cuyas piadosas curvas
  atenúan la rigidez de la imposible estatua
  y en cuya red se exalta
  la gloria de las luces equidistantes
  del leve azul y de la tierra rojiza.
  ¡Qué bien se ve la tarde
  desde el fácil sosiego de los bancos!
  Abajo
  el puerto anhela latitudes lejanas
  y la honda plaza igualadora de almas
  se abre como la muerte, como el sueño.

  EL TRUCO*

  Cuarenta naipes han desplazado la vida.
  Pintados talismanes de cartón
  nos hacen olvidar nuestros destinos
  y una creación risueña
  va poblando el tiempo robado
  con las floridas travesuras
  de una mitología casera.
  En los lindes de la mesa
  la vida de los otros se detiene.
  Adentro hay un extraño país:
  las aventuras del envido y del quiero,
  la autoridad del as de espadas,
  como don Juan Manuel, omnipotente,
  y el siete de oros tintineando esperanza.
  Una lentitud cimarrona
  va demorando las palabras
  y como las alternativas del juego
  se repiten y se repiten,
  los jugadores de esta noche
  copian antiguas bazas:
  hecho que resucita un poco, muy poco,
  a las generaciones de los mayores
  que legaron al tiempo de Buenos Aires
  los mismos versos y las mismas diabluras.

  UN PATIO

  Con la tarde
  se cansaron los dos o tres colores del patio.
  Esta noche, la luna, el claro círculo,
  no domina su espacio.
  Patio, cielo encauzado.
  El patio es el declive
  por el cual se derrama el cielo en la casa.
  Serena,
  la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
  Grato es vivir en la amistad oscura
  de un zaguán, de una parra y de un aljibe.

  INSCRIPCIÓN SEPULCRAL

  Para mi bisabuelo

  el coronel Isidoro Suárez

  Dilató su valor sobre los Andes.
  Contrastó montañas y ejércitos.
  La audacia fue costumbre de su espada.
  Impuso en la llanura de Junín
  término venturoso a la batalla
  y a las lanzas del Perú dio sangre española.
  Escribió su censo de hazañas
  en prosa rígida como los clarines belísonos.
  Eligió el honroso destierro.
  Ahora es un poco de ceniza y de gloria.

  LA ROSA

  A Judith Machado

  La rosa,
  la inmarcesible rosa que no canto,
  la que es peso y fragancia,
  la del negro jardín en la alta noche,
  la de cualquier jardín y cualquier tarde,
  la rosa que resurge de la tenue
  ceniza por el arte de la alquimia,
  la rosa de los persas y de Ariosto,
  la que siempre está sola,
  la que siempre es la rosa de las rosas,
  la joven flor platónica,
  la ardiente y ciega rosa que no canto,
  la rosa inalcanzable.

  BARRIO RECUPERADO

  Nadie vio la hermosura de las calles
  hasta que pavoroso en clamor
  se derrumbó el cielo verdoso
  en abatimiento de agua y de sombra.
  El temporal fue unánime
  y aborrecible a las miradas fue el mundo,
  pero cuando un arco bendijo
  con los colores del perdón la tarde,
  y un olor a tierra mojada
  alentó los jardines,
  nos echamos a caminar por las calles
  como por una recuperada heredad,
  y en los cristales hubo generosidades de sol
  y en las hojas lucientes
  dijo su trémula inmortalidad el estío.

  SALA VACÍA

  Los muebles de caoba perpetúan
  entre la indecisión del brocado
  su tertulia de siempre.
  Los daguerrotipos
  mienten su falsa cercanía
  de tiempo detenido en un espejo
  y ante nuestro examen se pierden
  como fechas inútiles
  de borrosos aniversarios.
  Desde hace largo tiempo
  sus angustiadas voces nos buscan
  y ahora apenas están
  en las mañanas iniciales de nuestra infancia.
  La luz del día de hoy
  exalta los cristales de la ventana
  desde la calle de clamor y de vértigo
  y arrincona y apaga la voz lacia
  de los antepasados.

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas No.5


 Carta N.º 5

Muy querido León Ostrov:
Le envié hace poco una carta desde una hermosa piecita, que ya no existe para mí, pues estoy de nuevo con mi familia, hasta fines de este mes. Después va a venir Agosto y no sé qué haré, hay un vacío en Agosto, una distancia hecha de un precipicio, que necesitaré saltar o, lo mejor, cambiaré de camino. Le dije que le contaría sobre mi encuentro con S. de Beauvoir, pero me es penoso rememorarlo. Quizás, y casi como siempre, veo con ojos lúgubres cosas que objetivamente no lo son. Razonablemente hablando, tal vez fue un encuentro como cualquier otro del estilo: una periodista preguntando sobre esto y aquello, y la entrevistada que responde. Pero yo no me he recuperado aún de lo que fue para mí este encuentro: una profunda experiencia del miedo. Y más profunda aún por lo inesperado de este miedo. Comenzó el día del encuentro: despertar y sentir que el corazón me lleva y me trae. Horribles sacudidas. Taquicardia. Esto fue nuevo. No era mi viejo miedo «espiritual» posible de traducir en metáforas. Un nuevo miedo: cuerpo y alma encontrados por vez primera, reunidos, celebrando nupcias horribles. Traté de beber, pero la primera gota me obligó a permanecer tendida en la cama varios minutos, asistiendo a algo como una revolución. Imposible pensar. Imposible todo. Imposible también la lenta agonía —con la mano en el corazón— de mi ser paseándose hasta que se hizo la hora y yo entré en Les Deux Magots rogando y rogándome que mi voz surgiera —pues mi miedo más profundo (el de los exámenes) era que la garganta se cerrara. Y cuando llegó me calmé un poco pues su aspecto no es en modo alguno aterrador. Le pregunté —con una seriedad excesiva, con la voz estrangulada, con el ritmo del corazón siempre delirante— sobre la mujer y el arte y algunas otras idioteces por el estilo que respondió con algunas frases de El segundo sexo. Cuando finalizamos me preguntó a su vez sobre mí y mis cosas: y le dije de mis poemas, de mi preocupación por la palabra, de mi angustia por mis poemas actuales, etc., exagerando un poco, por supuesto, cuando dije, por ejemplo que «lo único que me interesa en este mundo es hacer poemas», lo que la sorprendió, sin duda, y me pidió mis libros. Creo que contenía o reprimía su interés por mí, no sé por qué, pero seguramente a causa de su tiempo escaso, y cuando nos despedimos, me insinuó que vuelve de Brasil —se va ahora con Sartre— en Octubre, por lo que estará «a mi disposición». Bueno, yo me quedé dos horas en el café —ella ya se había ido— y me sentí repentinamente bien: «ya pasó el miedo», me decía. Lo mismo que en los exámenes.
Demás está decir que el corazón jamás volvió a molestarme sino que lo que le sucedió fue festejo exclusivo para «el encuentro» (título de un cuento que hice sobre lo que le acabo de contar). Olvidaba decirle que S. de B. me dijo que «por qué soy tan tímida y cómo voy a hacer para persistir en los reportajes con tamaña timidez». Me pregunto cómo haré ahora para escribir un artículo sobre las idioteces que le pregunté. Quiere que se lo envíe cuando se publique. (Conoce ese poema de Eliot: «¿y cómo podría yo atreverme?»).
Hablando de poemas hice varios nuevos y no son malos. Leo a Góngora y a los surrealistas y me preocupo por la palabra —no sólo en la frase sino en sí, sino y sobre todo en sí. Creo haber hecho un pequeño progreso en los últimos poemas. Y descubrí que se puede hacer poemas sin tener nada pensado, sin pensar, sin sentir, sin imaginar, en cualquier instante y a cualquier hora. En suma, «el poema se hace con palabras…». Y con ganas de hacerlo, agrego.
Esto tal vez, para justificar mi apasionada declaración sobre mi vocación poética —de la que me siento tan insegura como con todo— a S. de B.
También dibujo. Le mostré lo que hice a Octavio Paz y lo estima mucho. Con Paz tengo una relación rara. Hay algo misterioso —nada sexual— que nos une y nos obliga a una familiaridad que asomó en cuanto nos vimos.
Volviendo a lo del encuentro me dejó anonadada. Me refiero siempre al miedo incomprensible que sentí y que siento cuando me animo a recrearlo. «El miedo pegado a mi rostro como una máscara de cera». Qué no me animaría a hacer ahora para desmentirme mi terror, mi ser cobarde. Ir al fuego, al agua, a la perdición, al suplicio, sí, pero es tan fácil; lo que no podría hacer es otro reportaje. Y esto es para reírse. O no.
El reportaje fue el martes. Desde entonces hasta hoy, viernes, no he salido de esta casa —de mi cuarto sombrío y no muy lindo. Ha llovido hermosamente y me han faltado ganas y motivos de moverme. Leí varios libros, escribí varios poemas, no hablé con nadie —sino los saludos convencionales de siempre— y descubrí que me sentía —apenas me atrevo a decirlo— «casi feliz». Exceptuando las veces en que me «acordaba». «Estás en París; tienes que salir, tienes que ver». Entonces la angustia. «Mañana; juro que mañana saldré». Pero un nuevo libro, pero tal vez un nuevo poema. Y el silencio interno tan agradable después de haber leído muchas horas, después de haber escrito. Ese silencio como una mano de terciopelo. Tal vez un poco de hastío, pero no obstante, una sensación casi de dicha, una tristeza tan dulce que deviene alegría. Un olvido absoluto de la realidad, de su horror. «Pero no puedes pasarte la vida encerrada leyendo y haciendo poemas como Calipso, la tortuga–electrónica–poeta». ¿No puedo? ¿No se puede? ¿Por qué no se puede? ¿Por qué hay gente que trabaja diez y quince horas por día en lo que le gusta y no siente que «no se puede»? Pero «no se puede». Está dicho. Hay que trabajar en cosas serias y ganarse la vida. Por otra parte, esta concentración de ahora en la lectura y poesía no puede durar mucho. Mañana o pasado retornaré a mi nebulosa mental y arrastraré un solo libro durante meses, en los que no escribiré una sola línea. No obstante necesito leer, lo necesito para sobrevivir; estoy absolutamente convencida de necesitar alimentos poéticos para mi poesía. Lo que se llama técnica poética —si bien no existe— pero hay algo diferente que llaman con este nombre equívoco. Yo lo necesito. Necesito hacer bellas mis fantasías, mis visiones. De lo contrario no podré vivir. Tengo que transformar, tengo que hacer visiones iluminadas de mis miserias y de mis imposibilidades. No sé si me explico bien. Por eso, hoy, por ejemplo, me apliqué varias horas a Góngora. Lectura un poco penosa la vez primera. Y no obstante él «sabía». Se daba cuenta de las palabras, de todas y de cada una.
Aún no sé qué haré —me refiero a la «realidad». Para quedarme necesito pensar en ganarme la vida. Cuando pienso en ello pienso que no es justo aplazar siempre las cuestiones que siento urgentes: leer, escribir, etc. Razonablemente hablando: pueden hacerse las dos cosas. Sí. Pero mi sueño, mi aspiración más grande se enlaza a mi signo astrológico: Tauro —el mismo que el de Balzac— signo asociado a la fecundidad, a la capacidad de trabajo, a la voluntad, del que estoy desviada por alguna aberración pero gimiendo siempre por incorporarme a sus fieles: sólo seré feliz cuando escriba innumerables volúmenes, cuando escriba sin detenerme durante días y meses y años. Pero qué quiero escribir o sobre qué, me pregunto, si en mí hay sólo silencio. Pero no me convenzo. Y la vieja aspiración sigue, frustrada y persistente.
Otra vieja frustración —y esta carta deviene crónica— es el estudio. Saber que lo necesito para mis poemas, lo necesito para justificarme, (no sé ante quién pero no deja de aterrarme que, en un sentido social, si yo leo a Góngora para mí estoy «perdiendo el tiempo» mientras que si lo leo para un examen «trabajo» y «me beneficio»). Además en tanto no finalice los estudios seré siempre una vagabunda. Pero cómo seguir si «el miedo se adhiere a mi rostro como una máscara de cera» cuando pienso en los exámenes, en hablar en público. La primera solución que se me presenta es el psicoanálisis. Quizás me ayude a poder hablar sin miedo. Pero si no fue posible curarme con su ayuda, por qué será posible con otra, cuál será mejor, es que acaso hay alguien mejor que usted en Buenos Aires. Y no sólo el no poder hablar me lleva a pensar en este tratamiento: es también el pasado que aquí despertó, que me sobreviene en oleadas, que me molesta como una invasión de moscas venenosas. Me debato y mato, pero vienen más y más. Hasta que caigo y viene el silencio.
Todo esto que cuento y digo sucede hoy. Mañana tal vez despierte y sonría con cierto desprecio por la obsesiva de ayer, por sus planes «burgueses», por su anhelo de seguridad. Y tal vez la neurosis sea esencialmente un anhelo de seguridad. Un no saber que ella no existe (Descubrimiento durante el viaje). Pero aunque mañana venga Otra y pasado Otra, mi visión de la felicidad es siempre la misma: un poder trabajar en y con las cosas que uno quiere. Me pregunto si hay posibilidad de cura cuando alguien no lo puede. Si no puede trabajar es porque no quiere, no tiene cosas que quiere. ¿Y alguien que es así está enfermo? Oh me gustaría conversar con usted de estas cosas.
Hablé por teléfono con Verdevoye y tal vez nos veremos la semana próxima. Perdón por mi lentitud en buscar las revistas: comenzaré «mañana». Perdón también por esta carta aburrida y excesiva. Abrazos para usted y Aglae,
 Alejandra
15 de julio



  Respuesta de León Ostrov


Buenos Aires, agosto 18 de 1960.

Querida Alejandra:
Todo este tiempo estuve pensando en escribirle, pero las circunstancias me imponían postergarlo porque estaba todo yo preocupado e indignado por una canallada que, en la Facultad me había preparado, a traición, el «colega» que dirigía —le aceptaron la renuncia hace unos días— el Departamento de Psicología. Se trataba, sencillamente, de eliminarme. ¡Me resultó tan sorpresivo e incomprensible todo eso! Por suerte logré desbaratar la maniobra. Ahora —solucionado el problema— vuelvo a Ud.
¿Se enteró de que Silvina Bullrich publicó en La Nación de hace un par de domingos un reportaje a Simone de Beauvoir? Me pareció bastante flojo y lamenté que se adelantara al probable suyo. No sé si publicarían enseguida otro, en caso de que me lo mandara. Pero ha escrito Ud. un cuento y confío en él.
Alejandra: no creo que sea yo el mejor psicoanalista de Buenos Aires. Creo que otro, a lo mejor, podría sacarla a Ud. de sus miedos y de sus problemas. Por motivos X, Ud. se traba con dificultades que, en definitiva, traducen su dificultad para aceptarse. ¿Qué importa si «mañana no escriba o arrastre un libro durante meses?» Todo eso no es, en Ud. pérdida de tiempo, es «trabajo», elaboración, creación, aunque aparentemente no lo parezca. Ud. es de esos seres que trabajan siempre porque la intimidad no descansa. Y si sus miedos y miserias se convierten, después, en palabras bellas, pues alégrese, porque las palabras bellas solo surgen cuando algo, de adentro, hermoso o terrible, mejor, hermoso y terrible, las impulsa. Déjese de exámenes y convencionalismos: Ud. trabaja y se beneficia cuando lee a Góngora para Ud., y casi diría que pierde el tiempo cuando lo lee para preparar un examen.
Me alegra que haya hecho amistad con Octavio Paz. Sé cuánto lo admira, y vaya aprendiendo que lo que importa, en definitiva, es saber que hay unas cuantas personas que la quieren y saben lo que Ud. es capaz de hacer por lo que ya ha hecho.
Un abrazo grande de Aglae, Andrea y mío,
León Ostrov

viernes, 24 de junio de 2016

Fragmento. Novela. El laberinto del Verdugo.


Fragmento. Novela. El laberinto del Verdugo. Premio ECR 2009. Premio Nacional de novela Aquileo J. Echeverría 2010. Primera reimpresión 2015.

"(3)
Los archivos del vampiro.
Primer Circuito Judicial de San José. Oficinas del OIC.

Y Ernesto no pudo evitar que la conversación se prolongara más de lo planeado, imposible no advertir la elegancia que poseía la mujer y retenerla en una conversación banal y estúpida (si fuera el caso, lo haría).
Lo que deseaba era estar cerca de Beatriz, una mujer que irradiaba erotismo con cada paso que daba. Empezó observando su estatura, una talla superior a la normal de las latinoamericanas, en el momento que la atisbó en el umbral de la puerta; pero tampoco era su estatura lo que le atrajo, sino su paso firme, seguro, que no dejó de admirar.
Lo embruteció su mirada cínica, lo despellejó su risa burlona. El paso firme y decidido con un donaire y desprecio por todas las cosas terrenales lo hicieron rabiar, porque... ¡ella era una diosa y estaba por encima de los demás mortales! ¡Y por supuesto por encima de él, de Ernesto Miranda Rojas!".

jueves, 23 de junio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. No.4


Carta N.º 4[18]
Queridísimo León Ostrov:
Gracias por su carta. Jamás he recibido y bebido palabras con tanta intensidad como las suyas. Justamente la noche anterior me había hecho una orgía de autoconmiseración, de nadie te recuerda y todos te olvidan. Pero desperté y vi su carta. Entonces el enemigo se corrió.
Lo que sucede es que tengo la maldita manía de comunicar exclusivamente mis angustias. Cuando estoy bien, cuando el ser canta y se encanta de estar en este mundo ancho y alto, no se me da por escribir una carta y decir que tout va bien.
Me fui de nuevo del hogar familiar. Estoy en una piecita en la Rue des Écoles, que habito gratuitamente aunque no tanto pues debo pasearme dos horas por día con una niñita por el Luxemburg o a veces colaborar en las tareas domésticas —en las que ya soy una experta— y además no salir de noche varias veces por semana cuando madame et monsieur salen y yo velo por la niñita a la que por otra parte degenero y pervierto pues le dejo hacer y decir todo lo que le prohíben; además dibujamos juntas. Tiene 2 años y medio y ya llegó al arte abstracto. «Haz un perro» —le digo. Y hace esto:   o «haz un caballo» y: \ o «a papá»:   o «a mamá»:   etc. De todos modos me tendré que mudar pues me dieron la pieza por un mes solamente. Veremos qué haré y cómo se las arreglará sin un centavo. Me veo con algunos pintores argentinos: todos angustiados por el dinero. Yo, de mi parte, habito con frenesí la luna: ¿cómo es posible preocuparse por el dinero? Pero me gustaría no enajenar mi tiempo en un trabajo prolongado —lo que probablemente tendré que hacer. Pero quiero mi tiempo para mí, para perderlo, para hacer lo de siempre: nada.
Estoy tratando de hacer o comenzar a hacer un poco de periodismo para La Gaceta de Tucumán. Mi tío Armand —no el que me hospeda, pues tengo 2 tíos aquí— conoce a Simone de Beauvoir y le dijo que yo le puedo hacer un reportaje. Ayer la llamé por teléfono: fue la sorpresa más grande de mi vida: marco el número y me responde una voz de sirvienta gallega: yo creo haberme equivocado y pregunto de nuevo por Mme. de Beauvoir. «C’est elle qui parle» —dice la voz a los gritos. Le murmuré mi nombre y le murmuré lo del reportaje. Me respondía a los gritos, una voz tan rara, tan funcional, tan al mismo tiempo generosa —porque se da tanto a pesar de su fealdad— e histérica y flexible. Y hacía tanto contraste con mi lentitud, mi gravedad, mi sentarme sobre cada palabra como si fuera una silla. Cuando corté —el reportaje[19] se hará tal vez la semana próxima— me dio un ataque de risa interminable y me fui a jugar con la niñita que se quedó absolutamente sorprendida de mi euforia, de verme tan animosa y deseosa de jugar. No dejé de pensar en esa voz durante todo el día, no sé por qué la asociaba con el abismo que existe entre la poesía y la vida, entre un gran poeta que en general vive como un oficinista y un ser que hace un poema de su vida pero que no puede escribir poemas. Pensé si no habrá que elegir: orden, método, trabajo fecundo, existencia mesurada, estudiosa: entonces se escriben grandes poemas y grandes novelas, o lo otro: un sumergirse en la vida, en el caos de que está hecha, en las aventuras «oh la vida de aventuras que cuentan los libros para niños ¿me la darás a cambio de todo lo que he sufrido?» (cito y deformo de memoria). En suma, ¿cómo vivir?
Lo que me dice del problema con mi madre es más que cierto. Aquí en París me surgieron recuerdos de cosas viejas, que creí sepultadas para siempre: rostros, sucesos, etc. Los anoté y traté de analizarlos seriamente. Pero lo que me interesa es haber descubierto que no conozco el rostro de mi madre (yo, que tengo una memoria excepcional para los rostros) sino que lo veo en la niebla, esfumado, como el negativo de una foto. Conscientemente, no la extraño. No sé qué decirle en mis cartas ni tengo ganas de decirle nada. Ella me envía tres o cuatro frases convencionales y muchos abrazos. Posiblemente no me importaría no verla nunca. Pero no confío en estas afirmaciones. He pensado en el análisis. En Buenos Aires lo había descartado de mis proyectos. Pero aquí me asalta y me invade muchas veces la evidencia de mi enfermedad, de mi herida. Una noche fue tan fuerte mi temor a enloquecer, fue tan terrible, que me arrodillé y recé y pedí que no me exilaran de este mundo que odio, que no me cegaran a lo que no quiero ver, que no me lleven adonde siempre quise ir. Pero para hacerme el psicoanálisis necesito ir a Buenos Aires. Y no sé aún si deseo volver o no. Creo que mis angustias en París provenían del brusco cambio de vida: yo, que soy tan posesiva me veo aquí sin nada: sin una pieza, sin libros, sin amigos, sin dinero, etc. Mi felicidad más grande es mirar cuadros: lo he descubierto. Sólo con ellos pierdo conciencia del tiempo y del espacio y entro en un estado casi de éxtasis. Me enamoré de los pintores flamencos y alemanes (particularmente Memling por sus ángeles), de Paolo Uccello, de Leonardo (La virgen, el niño y Sta. Ana —¡por supuesto!— que me arrastró a una larga y absurda interpretación sexual, aunque en verdad no hay qué interpretar pues todo está allí). Y naturalmente Klee, Kandinsky, Miró y Chagall (los preferidos, por ahora).
Me parece muy bien que se haya llevado un balde del de Flore. Yo, por ahora, me porto juiciosamente: sólo unos pocos libros. Pero si me tuviera que llevar algo sería la fachada de una casa desmoronada de un pueblito llamado Fontenay-Aux-Roses, cuya estación de ferrocarril está llena de rosas. Las ventanas de esa casa tienen los vidrios de color lila, pero de un lila tan mágico, tan como los sueños hermosos, que me pregunto si no terminaré penetrando en la casa. Tal vez, si entro, me reciba una voz: «Hace tanto que te esperaba». Y yo ya no tendré que buscar más.
Hago —se hacen— algunos poemas. Cuando los corrija le enviaré algo. Sigo dibujando pequeños monstruos. Y leo al «perro de Lautréamont». Escribo minuciosamente mi diario. Y envejezco. Cumplí años y soñé que me decían: «el tiempo pasa». Pero no lo creo. Quevedo tampoco lo creía: «miro el tiempo que pasa y no le creo» (cito de memoria). Mi único ruego constante es que no me abandone la fe en algunos valores espirituales (poesía, pintura). Cuando me deja temporariamente viene la locura, el mundo se vacía y rechina como una pareja de robots copulando.
Le buscaré las revistas y todo lo que necesite o —y– llegara a necesitar. Abrazos para usted y para Aglae,
Alejandra

LECTURAS. FRAGMENTOS. La Montaña Mágica. Thomas Mann.


Lecturas. Fragmentos. La Montaña Mágica. PP. 621,622,623.
"Por la tarde, de dos a cuatro, Hans Castorp se hallaba tendido en su balcón, muy bien empaquetado, la nuca apoyada contra el respaldo de su excelente chaise-longue, ni demasiado alta, ni demasiada baja, y miraba, por encima de la balaustrada almohadillada de nieve, el bosque y la montaña. El bosque de pinos, de un verde negro cubierto de nieve, escalaba las vertientes; entre los árboles, el suelo estaba en todas partes cubierto de nieve y en las alturas se elevaba la cresta rocosa, de un gris blancuzco, con inmensas extensiones de nieve que interrumpían aquí y allá algunas rocas más sombrías y picachos que se perdían blandamente en las nubes.
Nevaba dulcemente. Todo se confundía. La mirada se movía dentro de una nada blanda, y se inclinaba fácilmente al sueño. Un estremecimiento acompañaba al sopor, pero luego no había sueño más puro que ese sueño helado, sueño que no estaba afectado por ninguna reminiscencia del peso de la vida, sueño sin sueños, porque la respiración del aire rarificado, inconsistente y sin olor ya no pesaba sobre el organismo, lo mismo que la no respiración del muerto.
Cuando le despertaban, la montaña había desaparecido completamente dentro de la bruma de nieve, y sólo por algunos minutos reaparecían algunos fragmentos, una cima, una arista rocosa, que se velaban luego rápidamente. Ese juego silencioso de fantasmas resultaba divertido. Era preciso aplicar una atención muy aguda para sorprender esa fantasmagoría de velas en sus transformaciones secretas. Salvaje y grandiosa, desprendiéndose de la bruma, aparecía una cadena rocosa de la que no se veía ni la cumbre ni la base, pero, por poco que la abandonasen los ojos, la visión desaparecía.
Algunas veces se desencadenaban tempestades de nieve que impedían permanecer en la galería, porque los blancos torbellinos invadían el balcón y cubrían todo el suelo y los muebles de una espesa capa, pues había también tempestades en aquel alto valle rodeado de montañas. Aquella atmósfera tan inconsistente se hallaba agitada por remolinos, se llenaba de un hervidero de copos y entonces no se veía a un paso de distancia. Ráfagas de una fuerza que cortaba la respiración imprimían a la nieve un movimiento salvaje, la hacían girar oblicuamente, la impelían de abajo arriba, del fondo del valle hacia el cielo, y la hacían bambolear en una loca zarabanda. No era entonces una caída de nieve, era un caos de oscuridad blanca, un monstruoso desorden, el fenómeno de una región fuera de la zona moderada y en la cual sólo el vuelo súbito de una bandada de pájaros de las alturas podía tener una dirección.
Pero Hans Castorp amaba aquella vida en la nieve. Se le aparecía semejante, en muchos aspectos, a la vida en las arenas del mar, pues la monotonía sempiterna del paisaje era común a las dos esferas; la nieve, con su polvo profundo, inmaculado, desempeñaba aquí el mismo papel que, allá abajo, la arena de amarillenta blancura; su contacto no manchaba: se hacía caer de los zapatos y de los vestidos aquel polvo blanco y frío como, allá abajo, el polvo de la piedra y de las conchas del fondo del mar sin que dejase rastro alguno. La marcha por la nieve era penosa como un paseo a través de las dunas, a menos que el ardor de sol la hubiese fundido superficialmente y la noche endurecido. Se marchaba entonces más ligera y más agradablemente que sobre un parqué, con la misma facilidad y ligereza que sobre la arena lisa, firme, mojada y elástica de la orilla del mar".

miércoles, 22 de junio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. n.3.


Carta N.º 3[17]
Muy querido León Ostrov:
No sé qué esfuerzo me exige escribirle, es imposible decirlo con palabras. Hace mucho tiempo que vengo escribiéndole cartas y rompiéndolas, diciéndome: no, no es eso lo que yo quise decir. Lo peor es releer al día siguiente lo que escribo hoy: jamás me puedo reconocer. Pero ahora estoy sentada en el Café de Flore, cerca del correo y enviaré estas líneas, aún sabiendo que me arrepentiré de ellas. He recibido su carta y la he leído y releído. Ella me dio unos deseos furiosos de que mi próxima carta fuera alegre, un mensaje de paz, de serenidad, de bienestar. Tout va bien! Y que usted pensara, al leerla: hizo muy bien en irse a París. Pero no es posible aún. Y tal vez jamás lo sea. Estoy tocando fondo en mi demencia. Las alucinaciones se multiplican, ahora con miedo: qué haré cuando me sumerja en mis mundos fantásticos y no pueda ascender. Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. Es más, no sabré, siquiera, que hay un «saber volver». Ni lo querré, acaso. Por eso dibujo todos los días. Temor de mi desconexión, de mi indiferencia, de mi soñar pasivo. Estoy enamorada de esta ciudad. Miro, veo, camino. No estoy ociosa. Pero nunca he tenido una conciencia más fuerte de mi enfermedad, de mis imposibilidades.
Esta carta me exige un esfuerzo enorme. Hace tanto tiempo que no hablo —y para mí hablar es hablar de mí— hace tanto que sonrío, digo idioteces con mi maldita familia, o frases ingeniosas con las pocas personas que encuentro, o mentiras en mi correspondencia con mis padres. Hace tanto que no digo «yo» y hablo de mis miserias. Y me hubiera gustado tanto, digo, que mi carta fuera eufórica y maravillada. Pero para eso me tendrían que asesinar antes: «no me podrán quitar el dolorido sentir»… Hice tantas idioteces, he bebido tanto, he gastado todo mi dinero, y ahora no sé qué hacer, si bien no me angustia demasiado. El mes pasado me fui a vivir a un hotel y después tuve que volver chez mon oncle, a causa de carecer de medios. Pero qué puede significar el dinero si estoy luchando cuerpo a cuerpo con mi silencio, con mi desierto, con mi memoria pulverizada, con mi conciencia estragada. Hasta mi cuerpo presenta signos de la lucha: estoy enferma porque bebo y bebo cuando estoy enferma. Además, descubrí que el chocolate me hace mal por lo cual se me convirtió en una necesidad semejante a una droga. A veces me hundo en un cine para escapar, por unas horas, a mis necesidades, mis compulsiones viciosas. Me pregunto por qué no me avergüenzo de decirle estas miserias.
Recibo cartas nostálgicas y llenas de afecto de mi madre: quiere que vuelva. Yo también hasta hace unos días, quería volver. ¿La causa? Mi entrañable correspondencia con Susana, basada esencialmente en el humor negro. Pero hace ya dos semanas que no me escribe, lo que me lleva a sentir un odio profundo por ella. Lo mejor es que no me importa tanto lo que me escribe sino que me escriba. Que no me olvide. Esto podría ilustrar un trabajo sobre la psicología del cobarde: el que se arruina en sus esfuerzos por retener e impedir lo que es imposible de retener y lo que vendrá de todas maneras. Además, siguiendo con Susana, su silencio me impide querer volver.
Le escribo con grandes esfuerzos. Me siento bastante mal y probablemente quisiera estar en mi cuartito de Buenos Aires, en mi cama, con las frazadas cubriéndome la cabeza. Tal vez me exijo demasiado, como si yo fuera el empresario tiránico de una cantante —yo— que no quiere cantar. Pero me pregunto finalmente si todo esto no es bueno. Tal vez me sea fecundo encararme de una vez por todas (y qué irreal es esto: no existe «una vez por todas») con mis delirios.
Esta carta parece la de un espíritu. No hay sangre en ella. No encarna en actos, en sucesos, en nombres propios. Pero se acerca, en parte, a la verdad. Y la envío antes de releerla y romperla. Hasta muy pronto. Abrazos para usted y Aglae,
 Alejandra
8, av. CHASTENAYE
CHATENAY—MALABRY SEINE

 Respuesta de León Ostrov

Querida Alejandra:
Su carta muestra cuán profunda es en Ud. su nostalgia por su madre. Lo que me dice de su cuartito de Buenos Aires, de sus frazadas, y el pasaje inmediato a Susana después de contarme sobre las cartas llenas de afecto de su madre, creo que son muestra suficiente. Ahí está en gran parte el problema, oscuro, negado, ambivalente, pero intenso y presente como una herida actual, a pesar de los días y los años. Tendrá que encararlo, inevitablemente. ¿Por ahora qué le puedo decir para ayudarla? Me dice que no está ociosa, que mira, que ve, que camina, que está enamorada de París; todo esto está bien, ya es algo, pero, evidentemente, poco, en la medida en que se le interponen, constantes, sus problemas y melancolías. ¿Me estaré arrepintiendo de haberla instado a que haga el viaje? No me resuelvo todavía. Creo —quiero creer— que, en definitiva, será fecundo, que en una persona como Ud., aún con todas sus dificultades, París no puede quedar como al margen, como mera ciudad interesante. Puede ser que necesite Ud. volver a Buenos Aires para asimilar la experiencia, para poder incorporársela y sentir, recién, ya dentro de Ud., que la aumenta y enriquece.
La imaginé escribiendo la carta en el de Flore, a donde yo iba todas las noches y del cual —no se lo cuente al mozo— conservo un balde de hielo con la inscripción «Café de Flore», que una tarde, en un verano, en un rapto preparado con premeditación y alevosía, y que no quise someter a ninguna consideración moral, me llevé como «souvenir» de ese París del cual no quería separarme.
Escríbame Alejandra, sin romper las cartas; déjese llevar por lo que espontáneamente le surja. No importa que al rato o al día siguiente no se reconozca en lo que escribió. Pese a Ud., Ud. es siempre Alejandra.
Un abrazo de Aglae, Andrea y mío,
León Ostrov


Alejandra: ¿Puedo pedirle un favor? Si no le resulta gravoso, en sus paseos, pregunte en las librerías de viejo si es posible conseguir los siguientes números de La Nouvelle Revue Critique: 3-4-5-13-104-108 y 112. También el número sobre Freud editado por Le Disque Vert, que creo es del año 1924. Hágalos reservar para girarle yo el dinero o que directamente los entreguen a la librería Vrin, 6, Place de la Sorbonne, de la que soy viejo cliente, para que ellos me los manden y girarles el importe.
Una librería que se ocupa de conseguir libros y revistas agotados es Strechert-Hafner, en 16, Rue de Condé, Paris VI.
Muchas gracias

LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA.


Lecturas. La Montaña Mágica. Páginas 612-613.
"Hans Castorp encontró eso encantador y extraordinariamente interesante. Aseguró que el señor Settembrini le había conquistado rápidamente con su teoría plástica, pero se podía decir lo que se quisiese —ciertas cosas podían ser adelantadas, como por ejemplo la enfermedad era una forma de existencia superior y que tenía algo de solemne—, pero una cosa era cierta, a saber: que la enfermedad acentuaba el elemento corporal, que metía al hombre completamente en su cuerpo y que, por consiguiente, perjudicaba a la dignidad del hombre hasta aniquilarle, reduciéndole únicamente al cuerpo. La enfermedad era, por lo tanto, inhumana.
—La enfermedad es perfectamente humana —replicó de inmediato Naphta—, pues ser hombre es estar enfermo. En efecto, el hombre es esencialmente un enfermo, y el hecho de que esté enfermo es precisamente lo que hace de él un hombre, y quien desee curarle, llevarle a hacer la paz con la naturaleza, «volver a la naturaleza» (en realidad no ha sido nunca natural), todo lo que hoy se exhibe en materia de profetas regeneradores, vegetarianos, naturistas y otros, todo ese estilo Rousseau, por consiguiente, no busca otra cosa que deshumanizarle y aproximarle al animal. ¿La humanidad, la nobleza? Lo que distingue al hombre de toda otra forma de vida orgánica es el espíritu, ese ser netamente despegado de la naturaleza y que se siente opuesto a ella. Es, pues, el espíritu de la enfermedad, de lo que depende la dignidad del hombre y su nobleza. En una palabra, es tanto más hombre cuanto más enfermo está, y el genio de la enfermedad es más humano que el genio de la salud".

martes, 21 de junio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas.

 
Carta N.º 2[16]
Raro no pensar en usted. Raro no disolverse en una angustia innombrable al pensar que estoy aquí, más sola que las piedras —aún ellas son besadas por el mar. Pero no estoy muy extrañada. He mirado al mar, lo alabé a pesar de todo, me enfrenté con el sol, y participé seriamente en el sueño de las arenas.
He preguntado a mi sangre si mi vida tiene posibilidades. Y se me ha dicho que sí. Y la palabra libertad tiene sentido. Esto es lo que sentí entre las rocas, junto al mar. He meditado en mi manía de negar la vida, en ese pesimismo mezquino del que quiero salir. No hay duda: lo difícil es aceptar la vida. De allí mis aullidos, mis horribles defensas para execrarla. Pero es solo por comodidad.
Quisiera ahora más que nunca trascender el miedo infantil, la imbecilidad, en suma. Todo es tan incierto y tan frágil que a veces me considero esa niñita perdida en el mar de la que habla Supervielle en un cuento. La única solución es ser valiente. En suma, dejaré de analizarme. No sé si mi decisión es definitiva, ¡cómo puede serlo si todo vuela, si a cada instante mi yo se alimenta de las cenizas de un yo anterior!

FRAGMENTOS. LECTURAS. NOVELA. LA MONTAÑA MÁGICA.


La Montaña Mágica. Fragmento. Páginas 597-598.
"Settembrini hablaba de una manera muy cómica y plástica del padre difunto en el rincón de la habitación. Todos se vieron obligados a reír, incluso Ferge, a pesar de que se sintió herido por el desdén que se manifestaba respecto a su infernal aventura.
El humanista, por su parte, sacó partido de aquella animación para comentar y motivar más ampliamente el poco caso que hacía de los alucinados y, en general, de todos los pazzi. Opinaba que esas personas se permitían demasiadas cosas y frecuentemente ellas mismas podrían contener su demencia, como él había podido observar durante las visitas que había hecho a los hospitales de trastornados, pues cuando un extranjero o un médico aparecían por la puerta, el alucinado contenía con frecuencia sus muecas, sus discursos y sus gesticulaciones, y se comportaba convenientemente durante todo el tiempo que se sentía observado, para luego volver a comenzar. La demencia significaba, pues, en muchos casos un abandono, y en ese sentido servía a las naturalezas débiles de refugio y abrigo contra una gran pena o contra una desgracia de la suerte que esos seres no se creían capaces de soportar con toda lucidez. Pero todo el mundo podía decir otro tanto, y él mismo había devuelto a la razón, al menos pasajeramente, a muchos locos, sólo con su mirada y oponiendo a sus divagaciones una actitud despiadamente lógica.
Naphta rió sarcásticamente, mientras que Hans Castorp manifestó que creía al pie de la letra lo que Settembrini había dicho".

domingo, 19 de junio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas.


 Carta N.º 1[15]


Queridísimo León Ostrov:
Todavía me contemplo, asombrada de estar viva. Hubiera querido esperar varios días y después escribirle una hermosa y —dentro de lo posible— poética carta. Pero ahora no quisiera otra cosa que llorar y que usted me pregunte por qué. La verdad es que acá me muero de miedo. No sé si ello responderá a mi inmensa capacidad de temer o si la realidad contiene verdaderamente causas que lo desaten. No estamos en el pueblo sino en un paraje desolado donde no hay más que sonidos, ruidos informes que imitan todo lo que fantasea el miedo. ¿Nos pueden violar por la noche? Enseguida se encuentran ramas serviciales que remedan a la perfección ruidos de pasos. (Siempre que hayan sido las ramas). Es excesivamente solitario este lugar y de noche es una cosa horrenda que me enmudece de terror. Y siempre la voz del mar, una voz desgarradora. Mientras escribo contemplo millares de hormigas que caminan a mis pies. Algunas me escalan. Me muero de náuseas. En verdad, pronto sonreiré, tal vez, de mi estado actual. (Ahora hay una mosca verde que bebe de mi frente). Pero ahora estoy muy desamparada, muy angustiada. Aunque me extrañe sobremanera no interesarme por el aspecto de aventura que presenta la cosa. Anoche creí estar en mi cuarto, sufrí mucho al despertar. Además me empezó a molestar la columna vertebral, tal vez porque duermo en el suelo, no sé… Ayer me dije que debo volver —creo que no hay pasajes hasta fin de mes— y que no me importaría viajar de pie, necesito estar en mi cuarto, lejos de esta monstruosa naturaleza. He visto los médanos. Parecen monstruos de un planeta
«Ne me dites plus rien: pour vous j’ai tout perdu!» (Le Cid)
desconocido. Estoy tan mal que nada me parece válido ya. Creo que voy a irme. ¿Acaso las demás tienen menos miedo que yo? En realidad también están asustadas pero no como yo… ¿Para qué todo esto? Y si me violan, si me asesinan —lo creo probable e imposible a la vez—; lamento estar aquí, lo lamento mucho. Si me ocurre algo y no vuelvo más me gustaría que usted le pidiera mis poemas a mi madre. (Para más referencias: están en la biblioteca, bajo llave). Ayer pensé en usted pero no pude determinar si lo que prefiere es que me quede aquí y luche con el miedo o que me vaya. También cuando viajaba pensé en usted, pero estaba eufórica y todo era muy bueno. Recuerdo que estuve mucho tiempo pensando en Kafka, debido a que el domingo antes de irme terminé de leer un libro que había empezado meses atrás, Cartas a Milena. Cuando viajaba, impresionada por la lectura, se me ocurrió que la diferencia entre Kafka y yo es que él tenía una extraordinaria libertad de pensamiento y una horrenda inhibición para actuar mientras que a mí me sucede lo contrario. De cualquier modo me impresionó mucho, especialmente cuando dice frases como ésta: «Y en verdad es hasta cierto punto una blasfemia construir tanto sobre una persona». (Acaba de pasar Gregorio Samsa ya metamorfoseado).
¡Oh perdón por esta monotonía, perdón por esta carta espantosa, perdón por haberlo conocido, y por haber nacido! Pero ya se arreglará —siempre que se me pasen los dolores, apenas puedo escribirle— de cualquier modo todo seguirá igual.
(He interrumpido la carta y ahora vuelvo más calmada). Creo que sería una verdadera cobardía volver. Pero al mismo tiempo este viaje es una temeridad gratuita. Solo me calmaré completamente si logro leer los libros que he traído. Pero la literatura está lejanísima. (Hay dos hormigas en mi mano. Esta naturaleza es obra de un demonio amargado. Pero usted ha intervenido y ellas se han ido inexplicablemente). Hay un viento atroz, un viento que consume mis deseos, no puedo meditar ni imaginar nada, he cerrado las puertas de mi ser y solo queda una receptibilidad ansiosa y desconfiada. ¿Iría a ser algún mal presagio este viento? Tal vez me diga que usted me olvidó y que nada me queda sino este estar aquí, roída por insectos engendrados por mi culpa. Tal vez ellos busquen redimirse por medio de mi miedo. ¿Y si esta carta fuera nuestra última comunicación? No tengo miedo de morir, tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva, tengo miedo del viento (yo que dije que «hay que salvar al viento» ahora digo que «hay que salvarme del viento»), tengo miedo de los árboles salvajes, nacidos porque sí y para nada. Ahora comprendo que no es posible volver a la era en que se hacía fuego con madera y piedras (como hacemos nosotros) porque tal vez la naturaleza esté agraviada de nuestra huida y cada uno que retorna a ella se ve objeto de su odio causado por el desamparo en que la hemos dejado. Hace siglos que me fui de Bs. As. y hace siglos que lo vi a usted. Y esto último me hace doler el corazón. ¿No puede hacer algo para que el viento se tranquilice? ¿Por qué no les dice a los árboles que soy inocente? ¿Y al mar que no ruja? ¿Y a la noche que no construya complots contra mi miedo? Estoy segura que será bondadoso y hará todo lo que le ruego. Solo que no puedo retribuirle con otra cosa que con mi miedo, con mi falsedad… y si le interesa con mi total adhesión. Estoy en otro planeta y nada en él me enamora. Suya,
 Alejandra

LECTURAS. FRAGMENTOS. NOVELA. LA MONTAÑA MÁGICA.

Lecturas. Fragmentos.Novela. La Montaña Mágica. Página 560.  (Thomas Mann).
Después llegó la víspera de la partida, día en que Joachim cumplió rígidamente el programa por última vez, las curas, los paseos, y en que se despidió de los médicos y la enfermera jefe. Luego llegó el día mismo. Con los ojos brillantes y las manos frías, Joachim acudió al desayuno, pues no había podido dormir en toda la noche; apenas comía y, cuando la enana anunció que el equipaje se hallaba ya dispuesto, saltó de su silla para decir adiós a sus compañeros de mesa. La señora Stoehr, al despedirse de él, se puso a llorar, lloró las lágrimas fáciles y sin amargura de la ignorancia, pero detrás de la espalda de Joachim, con un signo de cabeza dirigido a la institutriz y balanceando con una mueca su mano de dedos separados, expresó, con un juego de fisonomía vulgar, sus dudas sobre la legitimidad de la partida y las probabilidades de salvación de Joachim. Hans Castorp la vio mientras vaciaba de pie su taza para seguir a su primo. Fue preciso distribuir propinas y contestar en el vestíbulo a los cumplidos oficiales del representante de la administración. Como siempre, algunos pacientes estaban presentes para asistir a la partida: la señora Iltis, con «esterilete»; la señora Levy, de cutis de marfil, y Popof el depravado, con su novia. Agitaron sus pañuelos cuando el coche, frenado en las ruedas traseras, comenzó a bajar la cuesta. Habían ofrecido rosas a Joachim. Éste llevaba sombrero; Hans Castorp, no.
La mañana aparecía espléndida, era el primer día de sol después de tantos días de mal tiempo. El Schiahorn, las Torres Verdes, la cima del Dorfberg, se dibujaban inmóviles sobre el azul, y los ojos de Joachim reposaban sobre ellos.

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MANUAL DE CREATIVIDAD LITERARIA DE LA MANO DE LOS GRANDES AUTORES FRAGMENTO

  Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas   Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libr...

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