viernes, 11 de septiembre de 2015

Mea Cuba. Guillermo Cabrera Infante.


(Fragmento).
   Cabrera Infante no ha dejado de intervenir —a lo largo de un exilio que comenzó en 1965— en ninguna de las diversas polémicas suscitadas desde que Fidel se hizo con el poder en Cuba, de ahí que en este amplio escenario desfilen los principales personajes de la tragedia cubana y los de su vida literaria. Aquí están todos los escritores estigmatizados: desde Heberto Padilla, al difunto Reynaldo Arenas; aquí están también todos los que por diferentes razones y con distintas actitudes se quedaron en Cuba, desde José Lezama Lima hasta Alejo Carpentier. Y detrás de todos los actores, moviendo los hilos, el máximo titiritero, Fidel, definido como un Cristobal Colón a la inversa. Humor negro en muchos momentos que relata con detalle la historia que tantas veces se ha repetido a lo largo del siglo XX, la de una dictadura que amordaza, reprime, miente y mata y la de los talentos por ella condenados en una guerra de propaganda que todavía hoy no ha terminado. Es la compilación de escritos sobre la política cubana mas importante desde la que hiciera José Martí.

      A Néstor Almendros,
   un español que supo ser cubano
   
  «Cuba nos une en extranjero suelo.»    JOSÉ MARTÍ      

 Los ensayos y artículos que siguen (y una o dos entrevistas) fueron publicados originalmente por Primera Plana, Agence France Press, El País, ABC, Diario 16 y Cambio 16, Quimera, Claves, Vuelta, El Nuevo Día, Die Zeit, NZZ Folio (Neuen Zürcher Zeitung), The London Review of Books, The Daily y Sunday Telegraph, The Independent y las revistas literarias americanas Linden Lane, Salmagundi y Escandalar y señalizados luego.

 AVISO 


   He demorado, tal vez demasiado, la publicación en un libro de estos ensayos y artículos publicados en todas partes de 1968 hasta ahora. Sostenía la opinión de que su salida, junto con la caída de un régimen de oprobio, resultaría para mí una suerte de colofón político: no más banderas. Pero cada día confirma mi convicción, expresada antes dondequiera, de que la celebración del medio milenio del descubrimiento de esa isla, que se podría llamar la Infortunada, es una ocasión tan oportuna y tal vez más legítima que la fuga o la muerte de un tirano. Cuba no fue descubierta para la historia hace cinco siglos sino para la geografía: un hecho más decisivo que la aberración histórica que nos aflige desde hace treinta y tres años. La Historia, es decir el tiempo, pasará, pero quedará siempre la geografía, que es nuestra eternidad.
   GCI
   Londres, 22 de abril de 1992

 GÉNESIS 


   Cuba fue descubierta por Cristóbal Colón y sus compañeros de viaje (los hermanos Pinzón, los Rodrigos de Triana y de Jerez, el converso Luis de Torres y las diversas y unánimes tripulaciones) el 28 de octubre de 1492, domingo.
   «Dice el Almirante», llevado por la pluma del padre las Casas «que nunca cosa tan hermosa vido». Es decir, era una versión del paraíso.
   En un mapa de América cuando todavía no se llamaba América, en 1501, Cuba aparece dos veces. Primero como una isla, después como un continente.

 ÉXODO 


   Salí de Cuba el 3 de octubre de 1965: soy cuidadoso con mis fechas. Por eso las conservo. Es así que puedo decir: «El año que viene en La Habana.»

 NAUFRAGIO CON UN AMANECER AL FONDO


   Mea Cuba surgió de la necesidad de darle coherencia (o, si se quiere, cohesión) a mis escritos políticos. O a la escritura de mi pensamiento político —si es que existe—. En el libro está mucho de lo dicho por mí hasta ahora acerca de mi país y de la política que le ha sido impuesta con crueldad nunca merecida.
   Mis ensayos y mis artículos políticos tratan de elucidar algunos de los que se pueden llamar problemas de Cuba, mientras me explico a mí mismo ante el lector como un conundro histórico. ¿Qué hace un hombre como yo en un libro como éste? Nadie me considera un escritor político ni yo me considero un político. Pero ocurre que hay ocasiones en que la política se convierte intensamente en una actividad ética. O al menos en motivo de una visión ética del mundo, motor moral.
   Mis padres —mis amigos lo saben de sobra— fueron fundadores del Partido Comunista cubano. Crecí con los mitos y las duras realidades de los años treinta y, sobre todo, de los años cuarenta y entre las contradicciones no del capitalismo sino del comunismo. Algunas muestras de un libro de los ejemplos: Stalin que colgaba junto a un Cristo en la sala de mi casa (cuando tuvimos sala, las más veces era un cuarto sólo para toda la familia: la famosa escena del camarote abarrotado de Groucho Marx en Una noche en la ópera fueron mil y una noches en mi casa gracias al otro Marx), Batista despreciado por tirano, mis padres presos por Batista, Batista elegido con ayuda del Partido Comunista y la colaboración entusiasta de mis padres, sobre todo de mi madre, pacto Hitler-Stalin. entonces: «Cuba fuera de la guerra imperialista», Hitler invade Rusia soviética, luego: «Todos a apoyar a la URSS en su lucha contra la Bestia Nazi.» Eran lemas y temas contradictorios para cualquiera que no fuera comunista. O para el que vivía, como yo, en un hogar comunista con un padre responsable de propaganda del partido.

   Alguna gente pensará que mi título es irreverente. Son los reverentes de siempre. No creo hacer una revelación inesperada si digo que el título viene de Cuba y Mea culpa. Cuba es, por supuesto, mea maxima culpa. Pero, ¿qué culpa? Primero que nada la culpa de haber escrito los ensayos de mi libro, de haberlos hecho públicos como artículos y, finalmente, de haberlos recogido ahora. No hay escritura inocente, ya lo sé. Mea Cuba puede querer decir «Mi Cuba», pero también sugiere la culpa de Cuba. La palabra clave, claro, es culpa. No es un sentimiento ajeno al exilado. La culpa es mucha y es ducha: por haber dejado mi tierra para ser un desterrado y, al mismo tiempo, dejado detrás a los que iban en la misma nave, que yo ayudé a echar al mar sin saber que era al mal.
   La metáfora del barco que naufraga y un lord Jim cubano que se salva se completa no con la frase favorita de Fidel Castro («¡Las ratas abandonan el barco que se hunde!», gritó en un discurso con esa obsesión zoológica suya de llamar a sus enemigos, aun los que huyen, sobre todo los que huyen, con nombre de alimañas: ratas, gusanos, cucarachas), sino con el hundimiento del Titanic: la nave que no se podía hundir destinada, precisamente, a hundirse. Un solo miembro de la tripulación logró escapar con vida, el teniente Lightoller. Interrogado por un severo juez inglés (todos los jueces ingleses son severos) por qué había abandonado su barco, Lightoller respondió sin soma: «Yo no abandoné mi barco, señoría. Mi barco me abandonó a mí.»
   Muchos exilados cubanos pueden decir que nunca abandonaron a Cuba: Cuba los abandonó a ellos. Abandonó de paso a los mejores. Uno fue el comandante Alberto Mora, suicidado. Otro es el comandante Plinio Prieto, fusilado. Todavía otro, el general Ochoa, chivo expiatorio. Pero si algo colma la medida del abandono y el desamparo es el exilio. Uno siente de veras que es un náufrago («sálvese el que pueda») y nada puede parecerse más a un barco que una isla. Cuba, además, aparece en los mapas arrastrada por la corriente del Golfo, nunca anclada en el mar Caribe y dejada a un lado por el Atlántico europeo. Decididamente es un barco a la deriva. En la furia del discurso, Fidel Castro fue incapaz de controlar la metáfora del barco que se hunde y las ratas desafectas y tuvo que añadir apresurado, casi en desespero: «Pero este barco nunca se hundirá.» Ese antepasado suyo, Adolfo Hitler, repitió antes esas mismas palabras en 1944: «Alemania jamás se hundirá.» (La ausencia de exclamaciones es culpa del desgaste del poder.) Los sobrevivientes del naufragio saben más y mejor: de Alemania, de Cuba.
   Mis amigos lo han pedido, mis enemigos me han forzado a hacer un libro de estos obsesivos artículos y ensayos que han aparecido en la Prensa (decir mundial sería pretencioso, decir española sería escaso) a lo largo de veinticinco años y casi treinta de exilio. Ellos provocan y repelen una nostalgia que cabe en una sola frase: «¡Lejana Cuba, qué horrible has de estar!» La eyaculación mezcla a dos exilados ilustres de hace cien años, él cubano siempre, ella hecha española: la Avellaneda y Cirilo Villaverde, con el sentimentalismo de un tango. Después de todo, el tango nació, como yo, en Cuba.

Guillermo Cabrera Infante. Novela póstuma: La Ninfa Inconstante.




Guillermo Cabrera Infante 
La Ninfa Inconstante
(Fragmento). Sinopsis 



El libro inédito de Guillermo Cabrera Infante que su viuda da a conocer tras la muere del autor. Muestra a las claras todas las facetas del estilo de Cabrera Infante: los juegos de palabras que tanto fascinaban a ese infatigable explorador del lenguaje, sus referencias cinematográficas y literarias, el gusto por las expresiones del habla popular y ese personalísimo y exquisito sentido del humor que puebla cada una de sus páginas.



Autor: Guillermo Cabrera Infante
Generado con: QualityEbook v0.60

 Ces nymphes, je les veux perpetuer

STEPHANE MALLARMÉ

 Ceci n 'est pas un conte

DENIS DIDEROT




Si encuentras anglicismos, corrector de pruebas que no apruebas, no los toques: así es mi prosa. Déjenlos ahí quietos en la página. No los muevan, que no se muevan. Después de todo, esta narración está escrita en Inglaterra, donde he vivido más de treinta años. Una vida, como diría mi tocayo
Guy de Maupassant, en passant. De mot passant.

 PROLOGO



SEGÚN la física cuántica se puede abolir el pasado o, peor todavía, cambiarlo. No me interesa eliminar y mucho menos cambiar mi pasado. Lo que necesito es una máquina del tiempo para vivirlo de nuevo. Esa máquina es la memoria. Gracias a ella puedo volver a vivir ese tiempo infeliz, feliz a veces. Pero, para suerte o desgracia, sólo puedo vivirlo en una sola dimensión, la del recuerdo. El intangible conocimiento (todo lo que yo sé de ella) puede cambiar algo tan concreto como el pasado en que ella vivió. Una canción contemporánea parece decirlo mejor que yo: «Cuando el inmóvil objeto que soy / encuentra esa fuerza irresistible que es ella». Los fotones pueden negar el pasado, pero siempre se proyectan sobre una pantalla —en este caso este libro. La única virtud que tiene mi historia es que de veras ocurrió.
Esta narración está siempre en el presente a pesar del tiempo de los verbos, que no son más que auxilios para crear o hacer creer en el pasado. Una página, una página llena de palabras y de signos, hay que recorrerla y ese recorrido se hace siempre ahora, en el mismo momento que escribo la palabra ahora que se va a leer enseguida. Pero la escritura trata de forzar la lectura a crear un pasado, a creer en ese pasado —mientras ese pasado narrado va hacia el futuro. No quiero que el lector crea en ese futuro, fruto de lo que escribo, sino que lo crea en el pasado que lee. Son estas convenciones —escritura, lectura— lo que nos permite, a ti y a mí, testigo, volver a ver mis culpas, revisar, si puedo, la persona que fui por un momento. Ese momento está escrito en este libro: queda inscrito.
Habrá momentos en que el ojo que lee no creerá lo que ve. Eso se llama ficción. Pero es necesario siempre que el lector confunda el presente de la lectura con el pasado de lo narrado y que ambos tiempos avancen en busca de un futuro que es la culminación de la acción en la narración. (Me gustan las rimas impensadas.) Pero hay que recordar que toda narración es en realidad un flashback. El ejemplo más nítido de flash-back es la narración que hace Ulises de sus aventuras y desventuras en la corte de Antinoo. Éste es un momento, más que épico, dramático, casi melodramático, ya que la narración de Ulises viene precedida por las notas musicales de la lira y el canto del cantor de la corte. Los narradores de cuentos de hadas siempre comienzan su historia con el imprescindible «Érase una vez». Como toda ficción es siempre érase una vez, esta narración mía no puede ser menos. Aunque es todo menos un cuento de hadas. Es, si acaso, un cuento de hados. De nada.
Tuve que hacer un hueco en medio de la realidad. Yo era, fui, ese hueco. Aunque parezca una declaración asombrosa, que no quiero que sea, La Habana no existía entonces. Recuerdo (es un recuerdo infantil en que ardo) una postalita de la serie Piratas de ayer. Cada postal venía con una galletita, que se compraba por la postal, nueva o no, repetida a veces. La galleta era un pretexto que sin embargo se comía. Una postalita se llamaba «Caminando el tablón» y presentaba a un hombre, en medio de un tablón que sobresalía de la nave. Era un bucanero. Bocanegra. De este lado del tablón estaban los conocidos compañeros de la costa, sable en mano. Del otro lado quedaba el mar desconocido y unos visibles tiburones que nadaban cerca del navío. El condenado sobre el tablón estaba, como dice el proverbio inglés, «entre el diablo y el profundo mar azul».




Ahora era yo el infeliz en el tablón. Que la vida se organice como una postal de piratas era lo que se llama una ironía. Ella se había encargado de contaminarlo todo. Era, de veras, como una infección. Ese verano ella lo había dominado todo, como domina una bacteria la vida. Pero había sido, en un momento de nuestro encuentro, una querida bacteria que produjo una infección amable. Larvado viví y estuve enfermo por un tiempo.
Pero no había realidad fuera de mí, de nuestra realidad. Como en las películas, el tiempo en la pantalla suspendía el tiempo afuera. Pero —eso lo veo ahora— la vida no es una película, por muy real que sea la vida. ¿Qué decir de los efectos especiales? La narración intenta llenar ese vacío, pero ese vacío es el centro de la narración porque era, ¿quién lo diría?, la propia Estelita. Una vez más, sólo la estela dejada por la fuga.
Contar (es decir, contando) implica correr riesgos. Uno de ellos es el riesgo que se corre en la vida, donde uno no cuenta. La vida está siempre en primera persona, aunque uno sabe cómo va a ser, «en un final», el final. La tercera persona, qué duda cabe, es más segura. Pero es también la transmisión a distancia que resulta siempre falsa. La falsa distancia es de la novela, la proximidad de la primera persona viene de la vida. La tercera persona no va a ninguna parte. Todo es ficción pero la primera persona, tan singular, no lo parece.
La vida es un prét-á-porter si pret es una abreviatura de pretérito. El Lector puede, si quiere, creer que nada ocurrió o que esta historia del periodista pobre y su hallazgo nunca tuvo lugar —excepto, claro, en mi memoria.

 LA NINFA INCONSTANTE



EL pasado es un fantasma que no hay que convocar con médiums o invocar con abra-esa-obra. Es en realidad del recuerdo un revenant irreal. No hace falta poner las manos sobre la mesa, palma abajo, o responder a los tres toques rituales o preguntar «¿Quién está ahí?». El espíritu del pasado siempre está ahí. Un vaso de agua y una flor amarilla bastan. No hay que repetir frases encantatorias o cast a spell: todos los muertos están ahí, vivos, exhibidos tras una vidriera negra, una cámara oscura, una obra de artificio. Los entes pasados viven porque no han muerto para nosotros. Vivimos porque ellos no mueren. Nosotros somos los muertos vivientes.
Es en pasado cuando vemos el tiempo como si fuera el espacio. Todo queda lejos, en la distancia en que el pasado es una inmensa pradera vertiginosa, igual que si cayéramos de una gran altura y el tiempo de la caída, la distancia, nos hiciera inmóviles, como ocurre con los clavadistas del aire, que van cayendo a una enorme velocidad y sin embargo para ellos no se cae nunca. Así caemos en el recuerdo. Nada parece haberse movido, nada ha cambiado porque estamos cayendo a una velocidad constante y sólo los que nos ven desde afuera, ustedes los lectores, se dan cuenta de cuánto hemos descendido y a qué velocidad. El pasado es esa tierra inmóvil a la que nos acercamos con un movimiento uniformemente acelerado, pero el trayecto —tiempo en el espacio— nos impide apartarnos para tener una visión que no esté afectada por la caída —espacio en el tiempo— voluntaria o involuntaria. El tiempo, aun detenido, da vértigo, que es una sensación que sólo puede dar el espacio.
El pasado sólo se hace visible a través de un presente ficticio —y sin embargo toda la ficción perecerá. No quedará entonces del pasado más que la memoria personal, intransferible.
No me interesa la impostura literaria sino la verdad que se dice con palabras que necesariamente van una detrás de la otra aunque expresen ideas simultáneas. Sé que una frase es siempre una cuestión moral. ¿Hay una memoria ética? ¿O es estética, es decir selectiva?
La memoria es otro laberinto en que se entra y a veces no se sale. Pero son fantásticos, innúmeros, los corredores de la memoria, fuera de la que hay un solo tiempo real y es aquel que se recuerda —es decir, yo mismo ahora en que la máquina de escribir es la verdadera máquina del tiempo.
Escribir, lo que hago ahora, no es más que una de las formas que adopta la memoria. Lo que escribo es lo que recuerdo —lo que recuerdo es lo que escribo.
Entre ambas acciones están las omisiones —que son los intersticios, lo que se queda. Es decir, mi hueco: el espacio del tiempo recordado.
Es tan fácil recordar, tan difícil olvidar... ¿No es eso lo que dice la canción? ¿O dice...? No recuerdo, lo he olvidado. Recordar es grabar en un idioma u otro. Pero olvidar no tiene equivalencia...
El amor es un dédalo delicado que oculta su centro, un monstruo oscuro.
Teseo, tu nombre es deseo. Ah, Ariadna, no te abandoné en Naxos sino en el Trotcha. Ahora desciendo al bajo mundo del recuerdo para traerte de entre los muertos. Tuve que vadear las aguas del Leteo, río del olvido, laberinto lábil, para encontrarte de nuevo. Caronte, que ya no trabaja en el puente sobre el río Almendares sino que limpiaba por una peseta el cristal que había nublado el salitre del Malecón, me dejó verte. Fue a través de otro parabrisas, esta vez de un taxi, que te volví a ver.
Parecería que ella ha muerto —y es verdad. ¿Es la muerte una extensión infinita de la noche? La muerte hace la vida un coto vedado. Pareciera raro que teniendo esta miniatura (en el sentido de pequeña pintura preciosa) al lado, me entregara a una reflexión sobre el bolero. Sucede que el ensayo lo escribo ahora. Entonces sólo oí la música.
Ella murió. ¿Se suicidó? No, murió de la muerte más innatural: muerte natural. La mató en todo caso el tiempo. Pero lo cierto, lo terrible, lo definitivo es que Estelita, Estela, Stella Morris está muerta. Ahora soy yo el que reconstruyo su memoria. Ella era una persona pero ha terminado convertida en ese destino terrible, un personaje. Hay que decir que ella era todo un personaje.
Ella murió, lejos del trópico, de Cuba. Pero ella no era en realidad del trópico o de La Habana o de esa Rampa donde la conocí —y decir que la conocí es, por supuesto, un absurdo: nunca la conocí. Ni siquiera la conozco ahora. Pero escribo sobre ella para que otros, que no la conocieron, la recuerden. En cuanto a mí, ella fue siempre inolvidable. Pero ahora que está muerta es más fácil recordarla. Y pensar que ella no existe ahora más que cuando la imagino o la recuerdo. Es lo mismo. Podría escribir mentiras, ya lo sé, pero la verdad es suficiente invención.
Digo que no la conocí y debo decir que la encontré; en la calle, una tarde, cuando era una despistada de los suburbios en el centro de La Habana, perdida. Pero fue para mí un encuentro. Hay un bolero que toca Peruchín que se llama «Añorado encuentro» y eso fue lo que fue. Curiosas las canciones cómo dictan los recuerdos. Néstor Almendros me dijo, cuando vino a visitarme y yo tocaba en mi tocadiscos «Down at the Levy» cantada por Al Jolson, que siempre que oyera esa canción recordaría la sala del apartamento, el sol que azotaba los muebles y las gentes y el mar allá lejos y yo sentado en el sofá, en camiseta, oyendo al viejo Al, Al muerto, Al Down at the Levy, waiting, for the Robert E. Lee, que era un barco de paletas navegando Mississippi abajo.
He vuelto a recorrer La Rampa anoche. No era un sueño, era algo más recurrente: el recuerdo. Recordé cuando vine a la calle O (Cero, O, Oh) con Branly. La Rampa era joven y yo también. Pero la esquina con O ya bullía.
La Habana era para mí entonces una isla encantada de la que era a la vez explorador y guía. Por un tiempo también me creía que era un Frank Buck del amor, que entraba en la selva para traerla viva y vivir los dos para contarlo —aunque yo era el único que podía levantar un puente entre el relajo y el relato. La Habana, qué duda cabe, era el centro de mi universo. En realidad era mi universo: una nébula clara. Recorrerla era un viaje por la galaxia. En el cielo había dos soles.
Esta historia no pudo ocurrir cinco años antes.
Entonces la calle 23 terminaba en L, y La Rampa no había sido construida todavía. Al fondo, paralelas con el Malecón, estaban las líneas del tranvía y, a veces, se veía venir un tranvía cuyas vías terminaban poco antes del infinito. Por supuesto el Hotel Nacional estaba ahí ya encaramado en un parapeto, pero donde hoy está el Hotel Hilton había una hondonada con un fondo plano de arcilla en que alguna vez vine a jugar a la pelota. Desapareció el campo de juego donde no gané una batalla, para hacerse ese campo de Venus, no de Marte, donde me fue mejor — aparentemente.
Todo comenzó en una tarde de junio de 1957. Hacía calor pero no hacía tanto calor. A ver si me entienden. Estamos pegados al trópico de Cáncer, en la zona tórrida, pero a la ciudad la refrescaba la corriente del Golfo. Ahí tiene millas mar afuera, en el límite de las aguas territoriales. Además estaba el aire acondicionado, tan usual como la música indirecta.
No creo que esté mal que la historia de una mujer empiece con un hombre porque ese hombre no fue de ninguna consecuencia para mí, pero la mujer sí. Además la mujer era entonces una muchacha. Aunque, por otra parte, el hombre, Branly, fue un factótum fatal: Mefistófeles para un joven Fausto. En todo caso fue por Branly que la conocí a ella tan temprano que todavía no tenía nombre.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Fugados. Cuento. José Lezama Lima.

CUENTOS – JOSÉ LEZAMA LIMA


Editorial Letras Cubanas, 1987
Edición: Miriam Martínez
Corrección: Delia M. Sola
Composición computarizada: Evelio Almeida Perdomo
 

ÍNDICE

NOTA EDITORIAL
FUGADOS
EL PATIO MORADO
PARA UN FINAL PRESTO
JUEGO DE LAS DECAPITACIONES
CANGREJOS, GOLONDRINAS


 
NOTA EDITORIAL


La obra poética, narrativa y ensayística de José Lezama Lima (1910-1976), bien conocida entre nosotros, fue descubierta fuera de Cuba -tardíamente- por edi-tores y críticos gracias a la irrupción de una novela que forzaba los límites del género, se reía de gramáti-cas y de preceptivas, e imponía al fin su verbo inago-table y su mundo poderoso: Paradiso (1966).
Julio Cortázar, que puso de relieve con tanta pasión e inteligencia la importancia literaria de Paradiso ante lectores miopes, se hubiera visto en un aprieto, sin embargo, en el trance de defender los cuentos de Lezama. El escritor argentino supo demostrar que Paradiso , aunque traspasaba las fronteras de lo novelesco para ser también un «tra-tado hermético» y una «poética», terminaba re-afirmándose como una gran novela.
Respecto a los cuentos, no se trata simplemente de diferencias de calidad entre Paradiso y sus hermanos menores. En primer lugar, el osado expe-rimentador de Rayuela y de algunos libros multiformes, mixtos, inclasificables, cuando tropeza-ba con el cuento propiamente dicho, se hacía cau-teloso y se apegaba a ciertas estructuras «clásicas». Usando una metáfora boxística, recordaba que la novela puede ganar por puntos; pero el cuento tiene que noquear, y las claves del éxito las situa-ba en lo que llamó la intensidad o la tensión. En segundo lugar, los cinco textos que Lezama con-sideró cuentos -incluidos en el presente volu-men- dinamitan las propuestas de Cortázar, el decálogo de Quiroga, y cuanto modelo pudiera extraerse desde Poe hasta Hemingway, pasando por Chejov y Maupassant.
El propio Lezama, refiriéndose en una carta a la petición de un editor deseoso de publicar sus cuen-tos, sólo recuerda «Fugados», «Juego de las decapi-taciones» y «El patio morado», mostrando una sig-nificativa despreocupación por el destino de su na-rrativa corta. Súmese -para complicar las cosas- que anteriormente había autorizado la inclusión de un poema en prosa de La fijeza en una antología del cuento fantástico.
La presente edición recoge «Fugados», «El pa-tio morado», «Para un final presto», «Juego de las decapitaciones» y «Cangrejos, golondrinas». Se ex-cluyen los textos que Lezama clasificó de otro modopor el propio hecho de colocarlos en sus libros de poesía o ensayo: los casos, por ejemplo, de «No-che dichosa», «Invocación para desorejarse» y «Cuento de un tonel», entre otras prosas de La fije-za, o páginas tan curiosas como «La mayor fine-za» de Tratados en La Habana.
Los cuentos recogidos en este libro muestran una causalidad diferente, donde la vivencia oblicua hace de las suyas, donde en cada párrafo -en cada lí-nea- nos aguarda una sorpresa. Lezama, como el mago Wang Lung, protagonista de «El juego de las decapitaciones», prefirió una vez más que los nú-meros de su repertorio juguetearan con lo imposi-ble.


FUGADOS 


No era un aire desligado, no se nadaba en el aire. Nos olvidábamos del límite de su color, hasta pare-cer arena indivisible que la respiración trabajosa-mente dejaba pasar. Llovía, llovía más, y entre llu-via y lluvia lograba imponerse un aire mojado, que aislaba, que hacía que nos enredásemos en las co-lumnas, o que mirásemos a los hombres iguales que pasaban a nuestro lado durante muchos días y en muchos cuerpos distintos. Hubo una pausa que fue aprovechada por Luis Keeler, para dirigirse a la es-cuela apresurando el paso, no obstante se detuvo para contemplar cómo el agua lentísima recorrien-do las letras de un escudo que anunciaba una joye-ría había recurvado hacia la última letra, parecien-do que allí se estancaba, adquiría después una tona-lidad verde cansado, se replegaba, giraba asustada, sin querer bordear el contorno del escudo, donde tendría que esperar que la brisa se dirigiese -podía también coger otro rumbo- directamente al escu-do, cuyas letras desmemoriadas surgían ya con es-fuerzo, ante la nivelación impuesta por la brisa y por las lluvias, y por último la gota después de reco-rrer las murallas y los desiertos desdibujados del escudo saltaba desapareciendo.
Armando Sotomayor había aprovechado también la pausa colocada entre las lluvias, para dirigirse al colegio, que ofrecía un aspecto deslustrado, como si la voz de los profesores hubiera ido formando una costra húmeda que separaba la pared de las miradas. El recuerdo de la lluvia y del agua enfermiza que saltaba de las casas al suelo azafranado, donde se iba borrando, como si la suela de los zapatos limpiase las caras inverosímiles grabadas sobre el asfalto blan-duzco. Era como si una idea se dirigiese recta a adi-vinar el objeto enfrentado, y al encontrar las paredes, verde, amarillo-escamoso, del colegio, saltase al mar para borrarse a sí misma.
Luis y Armando se miraron. Armando obser-vó que al mismo tiempo que ya empezaba a sentir la humedad del agua evaporándose de su chaqueta azul oscuro, con rayas blancas, desde lejos grises, vio como también asomaban con nuevos colores que se secaban lentamente, como después de pen-sarlo mucho, dejando en las paredes mareadas, patas de moscas, caras viejas, casi resquebrajadas. Arman-do ya no miraba las paredes húmedas, mareadas, como si la lluvia se hubiese entretenido en exten-der sobre las paredes piel estirada de gamo, sopla-do estrellas, trazando una esfumada cartografía si-deral. Los ojos de Armando giraron lentamente, los dejó caer sobre Luis que llegaba. Sin saludarlo le dijo: No entremos, en el malecón las olas están furiosas, quiero verlas.
Luis, más joven, alegre por la primera palabra de Armando, lo saludó primero con alegría di-simulada, después rápidamente respondió: Vamos.
La humedad persistía, se notaba más que en los zapatos húmedos, en el sudor de la cara de Luis. La última gota se demoraba en el escudo de la jo-yería, hasta que al fin caía tan rápidamente que la absorción de la tierra daba un grito. Luis parecía fijarse en el peligro de la próxima lluvia, en la disculpa que daría en su casa si sus padres descubrían el improvisado paseo. Aunque cualquier pregunta de Armando fuese demasiado brusca, no se fijaba en la cara de él, como quien goza la presencia de un espejo empañado o se imagina muy espesa la atmósfera lunar o demora la papilla de puré en la lengua. La emoción de escaparse del colegio tenía demasiada importancia para dirigir su mirada a la cara de Armando, aunque es casi seguro que la fi-jase en sus ojos. Sin embargo, cada palabra de éste era una mirada, hasta casi pensaríamos que hablaba para encontrar en los ojos de Luis la colmación de sus palabras, más que necesaria respuesta.
No deberíamos, pensaba, nada más que ir al colegio por la mañana, todo lo demás sobra. Es cierto que las mañanas casi siempre son húmedas, que ablandan las cosas, que inutilizan las palabras. Cuando veo venir a mi tía, oleaginosa blancura y humedad de la mañana, con los ojos pinchados, con la ropa bruscamente lanzada contra el cuerpo inmóvil, me parece que la veo llegar montando en una vaca y descendiendo muy lentamente -como si quitásemos paños sudorosos de una estatua de yeso- del globo de la mañana. La contemplación del café con leche mañanero produce una volup-tuosidad dividida, que se convierte en poca cosa cuando los garzones van penetrando en las acade-mias. Un sabor espeso va penetrando por cada uno de los poros que se resisten, una paloma muere al chocar con la columna de humo de un cigarro, las aguas algosas van alzando el cadáver de un marinero ciego que deja caer pesadamente las manos, ostentando en las narices tatuadas el esfuerzo por querer sobrevivir en aquellas aguas espesadas por las salivas y por los papeles mojados.
Habían llegado ya al lugar esperado, las olas entraban por la mirada, luego se producía una deses-perada oquedad ocupada rápidamente por las nubes. El paisaje estrenaba una apariencia distinta frente al estilo o la manera distinta de las miradas. Las olas saltaban aceradas alrededor de un puño que les prestaba un esqueleto férreo y algoso. Se formaba el público que sobra siempre en las ciuda-des para bostezar en los incendios, para encender un quinqué en las inundaciones. Luis y Armando habían llegado frente a las olas un tanto desmemoriados, aquello parecía no ser su finali-dad. Momentáneamente había servido, pero les golpeaba un secreto más escurridizo. Las huidas del colegio son el grito interior de una crisis, de algo que abandonamos, de una piel que ya no nos disculpa. Habían perdido una tarde de colegio, ahora dejaban caer las manos, ladeaban un poco la cabeza, todos corrían y Luis se dejaba mojar los zapatos sin levantar la mirada de la próxima ola. Comprendía que el día era gris, que se habían fu-gado de la escuela, que Armando estaba a su lado ocupando un espacio maravilloso, doblemente ce-rrado, espacio rítmico, pues de vez en cuando se llevaba la mano a los cabellos como para obligar-los a mantener una postura irreal, movediza. Los cabellos le desobedecían, huían, como si aquél no fuese el sitio indicado para su sueño, rehusando el dominio de la mano que no reconocían como suya. Luis adivinaba que unas cuantas gotas eran poca cosa para sus zapatos. No había oído los gritos, los menudos papeles blanquísimos que al huir le tiraban a la ola, que cortés volvía después a olvidar y a recogerlos. La curvatura de las olas, la grosera asimilación de la ola por otra ola producía una onda de vapores exenta de recuerdos. Como si las nubes se fuesen extendiendo entre ellos y convirtiesen a los niños fugados en unos archipiélagos húmedos. Un barco los golpea suavemente y se ve lentamen-te rechazado por las manecillas de un reloj. Cam-biaron de rumbo, la finalidad que los había unido se perdía invisiblemente. Se iban a mantener más tensas y secretas las palabras que los enlazaban. Los dos se fueron replegando, ignorándose. Se aleja-ban de las olas creyendo que cansadas de estilizar el litoral se perderían en una aventura más com-prometedora. Más que ver las olas las habían adi-vinado entrando en la atmósfera acuosa que des-alojaban, les llegaba un ruido lejano, una ola em-pujaba a la otra, impulsando curvados sonidos que se adelgazaban para penetrar en la bahía algodonosa de los oídos. Ya habían decidido pasear. La incita-ción primera se había convertido en el tedio lleva-dero del tener que pasear. Armando se fijaba en uno de los dos botones que se apartaban de la co-loración azul con rayas blancas del traje de Luis, invariablemente uno le parecía distinto, después empezaba el nuevo agrado descubriendo que los dos eran iguales. Ya no esperaba la próxima ola, sino la cambiante atracción de los botones azulosos, iguales, desiguales, aparecían, se sumergían. La ola que se tendía, después la fijeza de uno de los boto-nes, el otro era tan improbable. La mirada hume-decida alargaba peces asfaltados. Era como si una grulla, ave blanda, fuese absorbida por el asfalto exigente que podía lucir así su nueva marca de gru-lla asfaltada. Todo tan diluido que no se diría la grulla escudo sobre el asfalto, como aquel que de-moraba la última gota en el anuncio de la joyería. Luis se estremeció, como si hubiese chocado con una nube o como si se hubiese despertado. Se oyó una voz más espesa, menos infiltrada de humedad. Se sintió aterrorizado como cuando nos enteramos que el escaro, pescado exquisito, sólo tiene los in-testinos comestibles. Luis sentía la humedad invi-sible en su paseo con Armando. Ningún punto fijo podía obligarlo, cualquier línea clareadora era tan alargada que moría en el agua electrizada. Ver-de de luna palustre, adivinando verdor de juncos enlunados. Había surgido Carlos -la obligación con el nombre, la esclavitud a la línea y al punto-, mayor que Armando, diciéndole imperiosa-mente, era esa la palabra que Luis no decía, pero que sentía, pero que oía desgarrándole: ¿No ha-bíamos quedado en ir al cine? Todavía podemos ir. Armando, secamente, sin mirar a Luis, que ha tomado una figura insignificante, le dice: Adiós, me voy. Secamente, sin la mirada decisiva, sin intentar por última vez discriminar el colorido de los botones de su chaqueta azul con rayas blancas. Nuevos pájaros nevados dejan caer sus picos sobre las mandolinas que silabean numeradas elegías. El sueño se va espesando en el recuerdo de aquella última ola que definitivamente se marmolizó. La ola es el monstruo que busca el tazón de alabastro cuando dos manos viajeras deciden desembarcar a la misma hora.
Siguió con la mirada la curva de los paredones, que parecían inútiles, pues las olas desmemoriadas se detenían en un punto prefijado, trazado en el vértice de la ola y de la gaviota. Vio también cómo su brazo giraba, se perdía, hasta que adormecido lentamente se iba curvando, obligado por el girar de las gaviotas que trazaban círculos invisibles, no tan invisibles, pues al querer extender el brazo sen-tía las picadas de los peces-arañas, y al alzar los ojos veía a la gaviota esconderse en un punto geométrico, o entrar como flecha albina en un gran globo de cristal soplado. Ya no podía aislar el re-cuerdo de los peces-arañas, ni el brazo lentamente curvado de la mansa compasión de las gaviotas. No podía aislar en su cajita de níquel cromo los fósforos de las agujas. Ni el libro de las preguntas de las respuestas madreselvas, de los grupos de co-rales, de las más podridas anémonas. Las nubes se abrían rápidamente mostrando el castillo que se desangraba. Las nubes destetadas hacían un poco más rosado el nácar de aquella agonía. Siguiendo las vueltas de las gaviotas aparecían una docena de adolescentes ocultando en las arenas sus flautas cremosas, dejando en recuerdo sus orejas enterra-das. En el centro de la pecera se ven flotar, dimi-nutos, otra docena de guerreros romanos.
Se sentó en el muro, el agua ya no rebotaba en las piedras. Se dirigía a los oídos con pasos secre-tos, rebotando contra el castillo, sin timbre o lebrel que partiesen aquella humedad, que avivasen la oportunidad de aquel secreto oleaje. Vio como la uniformidad marina se abría en un remolino somnoliento, vislumbró un alga verde cansado, gris perla, adivinanza congelada, secreto que fluye. Lle-gaba una olita, fabricada por los juncos tejidos, guiada tan sólo por el ruido que forman los peces al virarse para pellizcarse el cuello; parecía que avisada el alga, ya empezaba a oír su nombre in-distinto, iba a incrustarse en la piedra. Insatisfecho momento y el alga diferenciada, un tanto marea-da, volvía a ocupar el mismo sitio. Luis Keeler sin-tió la fijeza del alga, sintió también su carrera invi-sible hacia el paredón musgoso. Quedando así el alga, como una corona que desciende hasta la raíz del castillo que se desangra sobre el río. El alga clamaba por la monarquía del sueño intermina-ble. Entre los pasos de la codorniz y la raíz del castillo, la fotografía tomada a la sombra del hú-medo ruido y a la ligereza, podía garantizar el sur-gimiento de las algas diferenciadas.
Cuando el alga rebotó por última vez contra la piedra ablandada, Luis Keeler se fue hundiendo en el sueño. Un sueño blando, rodeado de algas, algodones, de manos que tocan blandamente un saco de arena y de puntillas. Cartas persas, las co-dornices de servicios domésticos, las peceras vol-cadas después del crimen. En su afán de buscar la última palabra y el nivel del sueño la codorniz tiraba desesperadamente de los labios. En el paraíso el agua corría de nuevo y se fabrica el cielo. La línea del paredón se alargaba, y él fue también es-tirando, adelgazando. Sintió que el pensamiento se le escapaba como había sentido los pasos de la codorniz, para ocupar el centro de aquella alga nombrada, diferente, que podía ostentar su orgu-llo y sus voluntarios paseos. El tacto insatisfecho ya no podía prolongarse en la mirada o en aquel último fragmento de sus labios. Espeso sueño como de quien pudiese hablar con la boca llena de agua. Absolutista alga que separaba el cristal de la diva-gación de los recuerdos y de las nubes.
Traspasó una línea marinera, que había sido tra-zada por los juncos antes de convertirse en pájaro-moscas. La última se extendió por el cuerpo de Luis Keeler, quedando también adormecida en la arborescencia de sus nervios. Uno de sus ojos, tras-pasando el globo de porcelana, que había sido traí-do junto con el taladro de los granates, se fijó en la punta del dedo de un bandolero agilísimo. Triun-fó, una ruedecilla recorría la distancia que separa-ba la mirada del objeto ceniciento.
Después el otro ojo se fijó en la condecoración dejada por el carapacho de las aguas quemantes, de las lavas y de los punzones. Puesto ya de pie, todas las algas huidas y borrado el límite de los paredo-nes, la noche le empapaba las entrañas, creciendo como un árbol que sacude la tinta de sus ramas. Hubiera sido decoroso dar un grito, pero en aquel momento se vaciaba la jaula de los cines y de la vida clamante de las algas había surgido un abso-luto sistema de iluminación. Dar un grito le hu-biera costado partirse un pie o adivinar los últi-mos cabeceos de las algas o como circula la sangre en los granates.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Ocnos. Luis Cernuda.



REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS
HOMENAJE A LUIS CERNUDA
El poema en prosa en Luis Cernuda: Ocnos
Lorenzo Jiménez Rodríguez
(Universidad de Murcia).


 La obra de Cernuda es una exploración de sí mismo;

una orgullosa afirmación, al fin de cuentas no desprovista de humildad,

de su irreductible diferencia.

Octavio Paz

La naturaleza mixta del poema en prosa, presente desde su propia denominación antitética –poema, prosa- produce vacilaciones en el enfoque crítico que es preciso resolver antes de acercarnos al análisis específico de un autor o una obra. Ilustrativo a este respecto resulta el diferente lugar asignado a Ocnos por tan prestigiosos especialistas como Derek Harris y Luis Maristany, en sus dos ediciones de las obras completas de Cernuda. En un primer momento, en la edición de los años setenta,[32] todo el corpus del poeta sevillano se distribuía en dos tomos, uno para la obra en prosa, otro para el verso; Ocnos fue incluido entonces en el tomo de la producción en prosa, junto con las narraciones y ensayos. Veinte años más tarde[33], los mismos editores han completado y reorganizado el material literario en tres tomos, uno de poesía y dos de prosa, y en esta ocasión Ocnos ha sido incluido en el tomo de la obra poética. Esta corrección lejos de ser baladí constituye la principal modificación realizada por los editores en la reagrupación del material poético y así lo declaran expresamente en sus Criterios de Edición: “La principal novedad en cuanto al contenido de este primer tomo de poesía, respecto al publicado en Barral Editores, estriba en la inclusión de los libros Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano, restituyéndolos al lugar poético que les corresponde”.[34] De este modo, ambas obras pasan efectivamente a compartir lugar poético con el conjunto de poemas de la Realidad y el Deseo, y desde esa ubicación genérica habrán de ser valoradas si hemos de ser críticamente coherentes, señalando, no obstante, aquellos rasgos diferenciales de su específica condición genérica.



Las conclusiones ante cambio tan significativo son obvias: si las vacilaciones pueden afectar en tan alto grado a la totalidad de una obra, habrá que considerar hasta qué punto la valoración y el análisis de cada uno de sus constituyentes básicos –narración, voces y perspectivas, estructura, presencia del yo lírico...- están expuestos a interpretaciones discrepantes en función de su ubicación genérica. Será necesario precisar el punto de partida: “El estudio del texto no puede, pues, realizarse a satisfacción sin antes haber elucidado las claves genéricas del mismo y, consiguientemente, la tradición en que aquel se inserta”.[35] De ahí que en las páginas que siguen me proponga examinar algunas de las claves líricas de Ocnos desde los postulados críticos del poema en prosa, teniendo en cuenta la caracterización de este género híbrido, mixto –anfibio, le llama Octavio Paz- con el que al tiempo que se alcanza la libertad creativa propia de la poesía moderna, se produce una reestructuración de los componentes internos del texto y  una necesaria revisión de las relaciones entre los géneros literarios en su conjunto.



Para comprender el alcance de la revolución literaria que implica la práctica de la prosa artística, evitando la falacia de considerarla una forma simplemente más sencilla y natural que el verso desde el punto de vista creativo, es conveniente recordar las ideas de Yuri M. Lotman acerca de la prosa como un código secundario caracterizado por el empleo de no-procedimientos líricos, que consisten no en la mera ausencia de recursos, sino en la intencionada y expresa renuncia por parte del poeta al empleo de los tradicionales artificios del verso: “la prosa artística surgió sobre el fondo de un determinado sistema poético como su negación”[36]. Tales elementos, pues, están ausentes del texto mismo, pero son los responsables del cambio operado en la función del texto con respecto al fondo cultural sobre el que emergen. Sin duda, esto obliga a la revisión de los enfoques críticos, asumiendo la dificultad del análisis de la prosa: “Desde este punto de vista, la prosa como fenómeno artístico representa una estructura más compleja que la poesía”[37].



El hecho de que en España el poema en prosa haya tenido un escaso cultivo y una tardía y exigua atención crítica ha prolongado la interpretación de los poemas en prosa, sin duda a falta de otros procedimientos más adecuados, a partir de los recursos analíticos tradicionalmente aplicados a los géneros más afines: la narración y el poema en verso. El poema en prosa no es, en su realidad última, ni una cosa ni la otra, pese a tratarse de un lugar de encuentro de ambos. Justo es decir, que Mª. Victoria Utrera Torremocha ha puesto punto final a esta situación, con un estudio profundo, riguroso y completo de los aspectos fundamentales del poema en prosa, tanto desde su perspectiva teórica, como en lo que se refiere a la  concreta creación literaria en lengua española. [38]





La práctica del poema en prosa tuvo su inicio y mayor auge en Francia, país en el que se dan cita los factores principales para el surgimiento de esta nueva forma poética[39]. De manera singular en la historia literaria, el nacimiento de este género puede precisarse en un año concreto: 1842, fecha de publicación del Gaspard de la Nuit, de Aloysius Bertrand, precursor directo de Baudelaire, quien en sus Petits poèmes en prose (1868) traslada a la observación de la urbe moderna lo que en Bertrand eran fantasías ancladas en un pasado tradicional. Tras Baudelaire, con Rimbaud (Une saison en enfer e Illuminations) y Mallarmé (con diversas obras llevadas a extremo en Un coup de dès) el poema en prosa no hizo sino crecer en sus posibilidades expresivas en busca de l´inconnu y l´absolu poéticos. Desde entonces, el género ha experimentado un cultivo sostenido en Francia, acompasándose a las tendencias de la evolución literaria (parnasianos, simbolistas, vanguardias, surrealismo...).



El panorama de la prosa española del XIX es muy diferente, sólo hay un autor que se inscriba en esta línea de renovación: Gustavo Adolfo Bécquer. Entre la vulgar y gris prosa del ochocientos, plagada de clichés lingüísticos y relegada a la función de mero vehículo transmisor de ideas, la prosa de sus Leyendas irrumpe en el ámbito literario con la originalidad de un “milagro aislado”[40]. El propio Cernuda, que dedicó en 1959 un excelente ensayo al estudio de las aportaciones de Bécquer al poema en prosa en España[41], señalaba que algunas de las leyendas becquerianas son calificables por entero de poemas en prosa y que en otras se advierten aciertos poéticos parciales. Por encima de todas destaca en este sentido El caudillo de las manos rojas (1858), en donde quedan apuntados los principales rasgos de la prosa más característicamente modernista.



Tras Bécquer, la aclimatación definitiva del género en nuestra lengua se alcanza mediante la obra de Rubén Darío y sus seguidores[42], y la definitiva aportación de Juan Ramón Jiménez, el autor que, sin duda alguna,  más ha contribuido al desarrollo del género en nuestro país. Realiza el poeta de Moguer, a lo largo de sus diferentes etapas y obras, un recorrido estilístico condensador que quintaesencia la expresión hasta sus unidades mínimas. En ese sentido, rompe con el esquema oracional tradicional, reduce la frase, cortante y plena de contenido,  y crea un estilo propio para el poema como el aportado tras Baudelaire por Rimbaud, quien caracterizaba al estilo de aquél de mezquino por conservar las estructuras mostrencas del idioma. Juan Ramón, por tanto, recorre durante la primera mitad del siglo XX la trayectoria estilística más próxima a la que va en Francia de Baudelaire a Rimbaud, y dota a nuestra prosa de los recursos definitivos para la expresión lírica de la modernidad.[43]



Tras estos tres hitos –Bécquer, Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez-, fundamentales en la gestación del poema en prosa en lengua española, las obras más destacables del siglo XX en el ámbito del poema en prosa se inscriben en las dos tendencias generales señaladas por Luis Felipe Vivanco[44]: la línea surrealista, cuya obra cumbre es Pasión de la tierra (1935), de Vicente Aleixandre; y el propio Ocnos (1942) de Cernuda, inscrita en el clima de arranque juanramoniano. Al margen de estos títulos, y pocos más, nuestra prosa se ha impregnado principalmente de calidades poéticas en el ámbito de la novela lírica y de la prosa poética de la mano de autores como Azorín, Baroja, Valle-Inclán, Gabriel Miró o Ramón Pérez de Ayala.



Consecuencia de esa demanda de ritmos y formas nuevas, es la creación de un nuevo clima en el que los poetas proclaman la necesidad de desnudar al verso, de mantener, antes que cualquier criterio de composición formal, su fidelidad a la comunicación poética: “a priori, no admito ninguna forma métrica. Sé que siendo fiel a mí mismo cumplo con la única ley eterna e inmutable de la belleza”[45]. En correspondencia con lo expuesto por Y. Lotman, León Felipe expresa en esos términos su renuncia a las imposiciones de todo artificio lírico, como insiste en los “Prologuillos” a sus Versos y oraciones de caminante:



“Deshaced este verso,

quitadle los caireles de la rima,

el metro, la cadencia

y hasta la idea misma...

Aventad las palabras...

y si después queda algo todavía,

eso

será la poesía”.



Otros, como Juan Ramón Jiménez, van más lejos, cuando declara su voluntad de limitarse a la escritura en prosa, como medida de rechazo al artificio que percibe en el verso: “yo cuando voy a escribir algo, no sé nunca en qué metro lo voy a escribir: es aquello de sentir el primer verso, balbucearlo, fijar la atención y salir el soneto perfecto completo. Tengo tal odio a lo inútil, que cuando algo sale con una palabra innecesaria, lo tiro, lo rompo. Sólo se debe escribirlo justo, lo honrado. A veces pienso que tal vez esté en las postrimerías de mi obra poética, porque al fin  al cabo encuentro algo artificioso en la forma poética, y me pregunto: ¿es honrado esto? Acaso no, a pesar de su belleza. Por eso tal vez escriba ya prosa solamente, una prosa que, claro está, sea poética, elevada, pura... Debemos escribir como se habla, de una manera clara, elevada, natural”[46].



También Cernuda dejó constancia en Historial de un libro de sus esfuerzos expresivos por aproximar la melodía del verso a la frase natural: “A partir de la lectura de Hölderlin  (Invocaciones) había comenzado a usar en mis composiciones, de manera cada vez más evidente, el enjambement, o sea el deslizarse la frase de unos versos a otros, que en castellano creo que se llama encabalgamiento. Eso me condujo poco a poco a un ritmo doble, a manera de contrapunto: el del verso y el de la frase. A veces ambos pueden coincidir, pero otras diferir, siendo en ocasiones más evidente el ritmo del verso y otras el de la frase. Este último se iba imponiendo en algunas composiciones, de manera que, para oídos inexpertos podía prestar a aquéllas aire anómalo”[47]. Y añade en nota a pie de página: “Alguien no muy perspicaz en cuestiones poéticas llegó a decirme en Londres que yo había dejado de escribir en verso”.-





Su aproximación, no obstante, al poema en prosa será progresiva, incluso calificable de tímida, jalonada como estuvo por múltiples titubeos en su relación con el género. El conjunto de sus poemas en prosa es, asimismo, reducido, poco más del centenar, pero se ocupó de ellos durante toda su carrera literaria, y especialmente en su etapa de plenitud tras la guerra civil, en una relación de afianzamiento constante. Componen su producción poética en prosa los trece poemas del período sevillano, los diez pertenecientes a Los placeres prohibidos (de los cuales sólo incluiría ocho), y los libros Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano.



Antes de la  publicación de su primera obra en verso –Perfil del Aire, 1927- Cernuda ya había dado a la luz, en revistas de la época –Verso y Prosa, Suplemento Literario de La Verdad de Murcia, Mediodía de Sevilla y Meseta de Valladolid- un grupo de poemas que le habían servido de mesa de operaciones en sus tanteos literarios, y en especial en su acercamiento a las vanguardias. En ellos canta al automóvil, al cine o al tren: “¡Tren! ¡Ángel de la velocidad que arrojas los kilómetros desde tus negras alas sobre el espacio indiferente! ¡Cuerpo poderoso y flexible! ¡Voz silenciosa y resonante! ¡Oh tren, yo te amo!” (Presencia de la tierra, 1926). Se trata de meros ensayos expresivos pronto abandonados para iniciar la continuada creación en verso que desde Perfil del aire concentrará toda su atención. No obstante, una pieza merece destacarse entre estas prosas juveniles: El indolente (1926), título que además de referirse a un personaje y una actitud retirados en Cernuda, contiene elementos temáticos básicos en su obra: “Desde aquí mis sentidos extienden un tácito imperio sobre el mundo: esta amplitud del deseo, ¿no será mortal a la misma vida?. Una ventana, sólo una ventana basta a mi melancolía”[48]. Son apreciables en estas líneas, junto a una mayor calidad y lirismo de la prosa, los motivos de la Realidad y el Deseo, así como la soledad contemplativa que ansía el acorde con el mundo exterior.



El impulso liberador que aportó a Cernuda el movimiento surrealista alcanzó también a la forma expresiva, que encontró en el verso libre de Un río, un amor (1929) y de Los placeres prohibidos (1931), así como en las prosas de esta última obra, un cauce adecuado para la manifestación de sus conflictos íntimos. Junto a “la evocación metafísica evocada en muchos de los poemas en prosa de Los placeres prohibidos”[49], es evidente el afán constructivo dedicado por el poeta en la composición de estos textos, con recurrencias sintácticas, versos subyacentes, asonancias y aliteraciones, recursos todos ellos tendentes a aproximar estas prosas al verso, como si el poeta no estuviera aún muy seguro de la propia consistencia lírica de la prosa o no conociera los adecuados procedimientos constructivos, como se aprecia en este fragmento de Estaba tendido: “Estaba tendido y tenía entre mis brazos un cuerpo como seda. Lo besé en los labios, porque el río pasaba por debajo. Entonces se burló de mi amor.

Sus espaldas parecían dos alas plegadas. Lo besé en las espaldas, porque el agua sonaba debajo de nosotros. Entonces lloró al sentir la quemadura de mis labios”[50].



Lo más significativo, no obstante, en relación con estos textos sea que a pesar de haber sido compuesto al mismo tiempo que los poemas en verso libre, no fueron publicados hasta la tercera y definitiva edición de La realidad y el deseo, en 1958. Cernuda no ha dejado declaraciones sobre esta exclusión, todo hace pensar “que la exclusión de las prosas fue debida estrictamente a su forma externa”,[51] dado que el poeta aún no estaba seguro de la equiparación total entre los valores líricos de la prosa y el verso y que esa conciencia estaba reservada para su período de madurez. Relación, pues, vacilante y dubitativa con el género que conocerá la primera publicación de poemas en prosa en libro a partir de la primera edición de Ocnos (1942) y, más tarde, de Variaciones (1952).



Variaciones es el reencuentro de Cernuda con su lengua y con una tierra que le recuerdan el sur al que pertenece y que perdió para siempre. A diferencia de Ocnos, que se refiere al tiempo perdido, Variaciones representa el tiempo recobrado, siendo prácticamente simultáneos el tiempo de la escritura y el de la anécdota recreada. Poemas, pues, del presente, en los que se advierte un mayor contenido reflexivo, una mayor combinación de ensayo y poema. Textos como La lengua, Lo nuestro o Centro del hombre, son muy representativos de la satisfacción del autor al reencontrarse con una tierra y una cultura que le resultan familiares. A Centro del hombre pertenecen estas palabras: “Por unos días hallaste en aquella tierra tu centro, que las almas tienen también, a su manera, centro en la tierra. El sentimiento de ser un extraño, que durante tiempo atrás te perseguía por los lugares donde viviste, allí callaba, al fin dormido. Estabas en tu sitio, o en un sitio que podía ser tuyo; con todo o con casi todo concordabas, y las cosas, aire, luz, paisaje, criaturas, te eran amigas. Igual que si una losa te hubieran quitado de encima, vivías como un resucitado”.[52]


OCNOS



La eternidad, el tiempo.



Tras estas consideraciones generales, el acercamiento a la obra capital de la prosa cernudiana nos permitirá examinar el grado de interrelación que guardan en Ocnos los componentes de carácter narrativo y, de otro lado, la impronta lírica que de manera generalizada caracteriza esencialmente a toda la obra. Pues es un hecho incontrovertible que Ocnos, como el resto de la producción de Cernuda, es una obra fiel a las experiencias vitales de su autor, de ellas surge y hacia ellas se vuelve con el fin de explorarlas poéticamente, recrearlas y construir, finalmente, su propia biografía a través de su obra. De ese fondo nacen sus mejores poemas, en verso y en prosa.



Las tres ediciones de Ocnos son, en sí mismas, testimonio elocuente de la peripecia vital a que se vio expuesto su autor, en el exilio definitivo (Escocia, Inglaterra, Norteamérica, México) desde la guerra civil española: la 1ª. edición fue publicada, en Londres, en 1942, se compone de 31 poemas, con un gran sentido unitario en torno a la infancia y adolescencia del autor en Sevilla; la 2ª edición, publicada en Madrid en 1949, consta de 46 poemas; la 3ª., con un total de 63 poemas, se publicó en Xalapa, México, en 1963, unos días después del fallecimiento del poeta. Esta recreación de la obra durante veinte años muestra una labor esmerada en claro paralelo con la continuada elaboración de La Realidad y el Deseo, que también cuenta con tres ediciones repartidas a lo largo de veintidós años (1936,1940,1958).



El nacimiento de Ocnos está íntimamente vinculado con la desoladora experiencia del destierro vivida por el poeta sevillano en las frías tierras escocesas, según declaración del propio autor: “Hacia 1940 y en Glasgow (Escocia), comenzó L. C. a componer Ocnos, obsesionado entonces con recuerdos de su niñez y primera juventud en Sevilla, que entonces, en comparación con la sordidez y fealdad de Escocia, le aparecían como merecedores de conmemoración escrita, y al mismo tiempo, quedaran así exorcizados. El librito creció (no mucho), y la búsqueda de un título ocupó al autor hasta hallar en Goethe mención de Ocnos, personaje mítico que trenza los juncos que han de servir de alimento a su asno. Halló en ello cierta ironía sarcástica agradable, se tome al asno como símbolo del tiempo que todo lo consume, o del público, igualmente inconsciente y destructor”[53].



Componente biográfico, pues, que el autor se propone evocar mediante el recuerdo, que, desde la distancia y teñido de un intenso sentimiento de nostalgia[54], mitifica el pasado a través del tratamiento literario. Según ha destacado Philip Silver,[55] la infancia y la adolescencia sevillanas adquieren dimensiones míticas, edénicas, caracterizadas por la intemporalidad, la inocencia propia de la infancia, y el amor a la naturaleza, núcleos temáticos de Ocnos que, de manera ejemplar, se presentan en el último poema de la edición de 1942, más tarde suprimido: Escrito en el agua. El poeta, en consecuencia, busca refugio a su desolación interior y a las difíciles circunstancias históricas que se viven en Europa, mediante el retorno idealizado a la ciudad donde vivió su infancia y adolescencia: “como para hacer soportables el conflicto mundial, el clima británico que no le va en absoluto, y la falta de amigos, el poeta intenta un imaginario retorno a la Sevilla de su infancia. Los poemas en prosa son al mismo tiempo re-creación y definición”[56]. Sabido es, no obstante, que la infancia real de Cernuda, marcada por la severa educación del padre militar y la incomunicación en el seno familiar (La familia), estuvo rodeada por un halo de soledad que favoreció al poeta pero perjudicó al hombre, de modo que la verosimilitud de tales referencias al pasado han de ponerse en entredicho y elevarse en todo caso a la condición de episodios idealizados por la literatura. Así lo ha entendido el poeta Eloy Sánchez Rosillo: “no conviene olvidar que cuando el hombre, por desesperanza, se asoma a la memoria en busca de los retazos del pasado que respetó el olvido, tiende de modo natural, y movido por la consoladora, pero ilusoria, idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, a idealizar los vestigios de los años idos, a mitificarlos bajo el influjo de las doradas luces del recuerdo, y se engaña con la fábula de los dichosos días perdidos, para no verse obligado a admitir que las sombras de ahora son las sombras de siempre y que los paraísos no existieron nunca"[57]. Como quiera que sea, el propio Sánchez Rosillo se vale de los poemas de Ocnos para componer la trayectoria vital de Cernuda y es un hecho que por su afinidad con el libro de memorias Ocnos se ha convertido en referente obligado para el conocimiento del pasado de Cernuda, junto con la contribución de Historial de un libro, el ensayo que precede a la 3ª edición de La Realidad y el Deseo, en el que el autor pone en relación cada una de sus obras poéticas con las etapas correspondientes de su vida.



Esta indiscutible base biográfica de la que brota como fruto literario el libro Ocnos, ha hecho pendular hacia ese pasado la mirada de la crítica y de los lectores, de modo que queda reforzada la impresión de un considerable contenido narrativo para el que la prosa sería vehículo más apropiado que el verso, no sólo en el sentir general, sino aún con el apoyo de las palabras del propio Cernuda, quien tras analizar la aportación de Juan Ramón Jiménez a la prosa poética española (“con Juan Ramón Jiménez nace la prosa moderna española”)[58] escribe que “esa forma poética permite a su avasalladora personalidad más libre curso literario. Ahí recuerdos, retratos, paisajes, pueden aliarse mejor con el yo que los ofrece, y no exigen en tanta medida, como sí lo exige el verso, cierta despersonalización, fundiendo al poeta con su medio de expresión, para que la voz, en vez de ser algo individual que suena bajo los harapos del fantoche que todos representamos, sea algo incorpóreo y desasido del accidente. En la prosa, por poética que sea, hay algo menos severo, y permite a lo accidental del personaje humano afirmarse directamente tras las palabras, causando menos enojo”.[59]



De este modo, encontramos ciertamente recreadas en las páginas de Ocnos los espacios sevillanos (las callejas, las tiendas, el río, los jardines y sus fuentes, la catedral y la universidad), también las pocas figuras mencionadas en el libro (su familia, José Mª. Izquierdo, su maestro Antonio López), sus primeras lecturas literarias (Bécquer, los libros de viajes, la mitología clásica), etc. Pero conviene no confundir estos referentes del pasado con el alcance último del libro, con su grado de literaturización. En este sentido, ya advertía M. Ramos Ortega que mediante el procedimiento de la determinación elíptica[60] Luis Cernuda se refiere a la ciudad, a sus espacios e incluso sus personas sin nombrarlas expresamente, confiriéndoles un grado de ambigüedad propio del universo literario creado. Y en un sentido más general, entiende Octavio Paz que lo que prevalece en la experiencia cernudiana es la realidad literaria sobre la meramente biográfica: “siempre pensó que la realidad diaria adolece de irrealidad y que la verdadera realidad es la de la imaginación”[61]. Por este camino, puede O. Paz llegar a la siguiente conclusión en su penetrante artículo: “Su libro fue su verdadera vida y fue construido hora a hora, como quien levanta una arquitectura. Edificó con tiempo vivo y su palabra fue piedra de escándalo. Nos ha dejado, en todos los sentidos, una obra edificante”.[62]



De ahí que sea más interesante asistir, por su mayor profundidad y calado para la formación del futuro escritor, al modo como Cernuda nos va desvelando también su mundo interior y las claves poéticas de su formación lírica:



El acorde vital, en Mañanas de verano: “al niño no se le antojaba extraño, aunque sí desusado, aquel don precioso de sentirse en acorde con la vida y que por eso mismo ésta le desbordara, transportándole y transmutándole. Estaba borracho de vida, y no lo sabía; estaba vivo como pocos, como sólo el poeta puede y sabe estarlo”;



La realidad invisible, en El poeta y los mitos: “Que tú no comprendieras entonces la casualidad profunda que une ciertos mitos con ciertas formas intemporales de la vida, poco importa: cualquier aspiración que haya en ti hacia la poesía, aquellos mitos helénicos fueron quienes la provocaron y la orientaron. Aunque al lado no tuvieses alguien para advertirte del riesgo que así corrías, guiando la vida, instintivamente, conforme a una realidad invisible para la mayoría, y a la nostalgia de una armonía espiritual y corpórea rota y desterrada siglos atrás entre las gentes”;



Los misterios ocultos revelados por la poesía, en La poesía: “Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso”;



La eternidad presente ligada al estatismo espacial, en El tiempo: “Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar”;

 E, igualmente, en La eternidad: “Mas a su idea infantil de Dios se mezclaba insidiosa la de la eternidad. Y algunas veces en la cama, despierto más temprano de lo que solía, en el silencio matinal de la casa, le asaltaba el miedo de la eternidad, del tiempo ilimitado”.



Ante tal cúmulo de contenidos, Ocnos puede producir la impresión de una obra concebida en un solo sentido: la mirada del autor dirigida hacia el pasado, y este pasado se engrandece como núcleo temático y aumenta al mismo tiempo la sensación del componente narrativo, hasta el punto de que se pretenda analizar algunos de sus recursos –personajes, tiempos, voces- o aún el conjunto de la obra desde una perspectiva propia del relato[63].



Sin embargo, pensamos que tal concepción es, en muy alta medida, insatisfactoria, y en cualquier caso, incompleta. Nuestro poeta no se limita a recordar sucesos del pasado a la manera en que lo hace el relato épico de carácter objetivo. Muy al contrario, y esta es condición indispensable de la comunicación lírica, desde el presente en el que vive y escribe, desde el hoy que lo constituye, el poeta atrae hacia sí los momentos del pasado que aún perduran en su emoción y en su memoria, y surgen, recuperados por la vivencia y la reflexión actual, unos acontecimientos que en sí mismos son inertes. La falacia del recuerdo nos conduce a una representación espacial del mismo en un sentido unidireccional, como una vuelta atrás. Así concebido, no habría lugar para el componente lírico. Es preciso, pues, asumir otra dirección temporal de sentido contrario: la integración del pasado en el presente que lo evoca. De tal manera que los temas tratados no son meros retazos del pasado, sino la exposición, desde su génesis, de los temas cernudianos capitales y constantes: el amor, el tiempo, las lecturas primeras, el surgimiento de la vocación poética.... Así entendida, la vida se nos ofrece como aquello que incluye la totalidad del pasado y lo incorpora en la experiencia presente. Únicamente mediante la integración circular y enriquecedora de ambos planos podemos alcanzar una comprensión cabal de Ocnos: evocación nostálgica del pasado real o imaginario transmutado en la definición del presente del propio poeta (o sujeto lírico) que contempla, desde la distancia temporal y vital, su propio perfil biográfico, y es esta biografía, en último término, la que importa construir a través de la realidad literaria, a través de la palabra, en este caso edificante –en palabras de Octavio Paz- de un mundo propio e inconfundible. El propio Cernuda lo ha expresado con diáfana claridad en el poema en prosa El patio de Variaciones sobre tema mexicano:



“El hombre que tú eres se conoce así, al abrazar ahora al niño que fue, y el existir único de los dos halla su raíz en un rinconcillo secreto y callado del mundo. Comprendes entonces que al vivir esta otra mitad de la vida acaso no haces otra cosa que recobrar al fin, en la presente, la infancia perdida, cuando el niño, por gracia era ya dueño de lo que el hombre luego, tras no pocas vacilaciones, errores y extravíos, tiene que recobrar con esfuerzo”.





No resulta difícil extraer conclusiones: más que buscar refugio en un pasado edénico, como ha querido ver Philip Silver en una lectura muy restrictiva de Ocnos orientada hacia el paraíso perdido de la infancia, el poeta traza un arco temporal hacia su presente, y entre ambos extremos mide los efectos del tiempo, devastadores en ocasiones, y asume sus consecuencias en el intento denodado y sincero de plasmar en el texto poético la singularidad de su experiencia vital.



En esta línea de lectura, las diferencias respecto de la interpretación que ofrece Philip Silver en torno al edén cernudiano y sus atributos ya habían sido señaladas por James Valender: “Aunque estoy de acuerdo con mucho de lo que dice Silver acerca de estos poemas, creo equivocado el énfasis que surge de su interpretación. No hay tal abdicación del presente a favor del pasado. La preocupación de Cernuda con el pasado, su intento de “conmemorarlo” a través de la poesía, refleja un propósito metafísico más que sentimental: el deseo de identificar y fijar aquello que es constante a lo largo de su experiencia, de concentrarse en lo que se considera así el reflejo de alguna realidad superior inalterable”[64]. Y mucho antes, en 1966, al realizar la reseña de la obra de Philip Silver, había expresado Derek Harris sus discrepancias: Cernuda no es solamente un poeta evasivo, su visión poética integra el conjunto de su experiencia y, de hecho, la característica más significativa del autor de Ocnos era “su capacidad, mientras seguía lamentándose, de reconciliarse consigo mismo y con el conflicto de su vida”.[65]



La expresión de esta especial focalización lírica se materializa a través de un procedimiento formal básico e inequívoco: los abundantes marcadores de deixis temporal, responsables del anclaje fundamental del texto en su articulación de pasado y presente. De manera habitual, el poeta orienta los acontecimientos de su infancia, adolescencia o juventud hacia su vida posterior, y en especial hacia el presente mismo desde el que el sujeto lírico enuncia, esto es, el instante mismo desde el que el poeta nos habla. Este juego temporal se advierte ejemplarmente en el fragmento de El patio citado líneas arriba: “El hombre que tú eres se conoce así, al abrazar ahora al niño que fue”, en donde el adverbio ahora permite abarcar desde el presente enunciativo las experiencias del tiempo pasado. Incluso el poema en prosa Escrito en el agua, reiteradamente escogido por Philip Silver para presentar la visión cernudiana sub specie aeterni, traza todo un recorrido temporal a lo largo del texto, que culmina con el anclaje en el presente desde el que, en realidad, opera la concepción poética: “Yo no existo ni aun ahora que como una sombra me arrastro entre el delirio de sombras, respirando estas palabras desalentadas, testimonio (¿de quién y para quién?) absurdo de mi existencia”. (p. 94)



Las muestras de estos juegos temporales son, en fin, abundantísimas:



En El piano, explica la permanencia de una primera experiencia infantil tras la audición de unos mismos fragmentos musicales: “Años después otras veces oíste los mismos sones, reconociéndolos y adscribiéndolos ya a tal músico de ti amado, pero aún te parecía subsistir en ellos bajo el renombre de su autor, la vastedad, la expectación de una latente fuerza elemental que aguarda un gesto divino, el cual, dándole forma, ha de hacerla brotar bajo la luz”.



En El huerto, tras adentrarse en ese espacio cerrado y su invernadero, concluye: “Hoy creo comprender lo que entonces no comprendía: cómo aquel reducido espacio del invernadero, atmósfera lacustre y dudosa donde acaso habitaban criaturas invisibles, era para mí imagen perfecta de un edén”.



En El miedo, comenta la experiencia vivida y su recuerdo posterior: “Muchos años más tarde te dijo alguna vez que él mismo desconocía aquella voz que de su entraña salió”.



En Jardín antiguo: “Más tarde habías de comprender que ni la acción ni el goce podrías vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la fuente. Y el día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarse de nuevo al borde de la fuente, para soñar otra vez la juventud pasada”.



En El poeta: “Años más tarde, capaz ya claramente, para su desdicha de admiración, de amor y de poesía, entró muchas veces Albanio en la capilla de la universidad”.



En José Mª. Izquierdo: “Hoy, distantes aquellos días y aquella tierra, creo que de todo fue causa un error de amor: el amor a la ciudad de espléndido pasado, cuyo espíritu acaso quiso él resucitar, dando para ello lo mejor que tenía, sacrificando su nombre y su obra”.



En La música y la noche, tras referir los efectos causados por la voz de una guitarra en la noche: “Tal la ola henchida se alza del mar para romperse luego en gotas irisadas, así rompía en  llanto mi fervor; pero  no eran lágrimas de tristeza, sino de adoración y de plenitud. Ninguna decepción ha podido luego amortiguar aquel fervor de donde brotaban”.



Similar al tópico del ubi sunt?, en Sombras, expresa el poder devastador del tiempo sobre los cuerpos jóvenes: “Aquellos seres cuya hermosura admiramos un día, ¿dónde están? Caídos, manchados, vencidos, si no muertos. Mas la eterna maravilla de la juventud sigue en pie, y al contemplar un nuevo cuerpo joven, a veces cierta semejanza despierta un eco, un dejo del otro que antes amamos. Sólo al recordar que entre uno y otro median veinte años, que este ser no había nacido aún cuando el primero lleva ya  encendida la antorcha inextinguible que de mano en mano se pasan las generaciones, un impotente dolor nos asalta, comprendiendo, tras la persistencia de la hermosura, la mutabilidad de los cuerpos. ¡Ah, tiempo, tiempo cruel, que para tentarnos con la fresca rosa de hoy destruiste la dulce rosa de ayer!”.



En Río, ante la contemplación de bellos cuerpos juveniles: “El verles huir así solicita el deseo doblemente, porque a su admiración de la juventud ajena se une hoy tu nostalgia de la propia, ya ida, tirando dolida de ti desde las criaturas que ahora la poseen. El amor escapa hacia la corriente verde, hostigado por el deseo imposible de poseer otra vez, con el ser y por el ser deseado, el tiempo de aquella juventud sonriente y codiciable, que llevan consigo, como si fuera eternamente, los remeros primaverales”.



En Las campanas: El oírlas, tiempo atrás, no te producía emoción, al menos ninguna entonces consciente; mas la magia con que resuenan hoy en tu espíritu, libre y distinta de toda motivación, parece revivir un júbilo de festividad solemne y familiar, insignificante para todos excepto para ti”.



En “Regreso a la sombra”: “Como Orfeo afrontarías los infiernos para rescatar y llevar de nuevo contigo la imagen de tu dicha, la forma de tu felicidad. Pero ya no hay dioses que nos devuelvan compasivos lo que perdimos, sino un azar ciego que va trazando torcidamente, con paso de borracho, el rumbo estúpido de nuestra vida”.



Si he querido insistir en la cita de ejemplos, ha sido con el fin de disipar cualquier duda sobre la importancia del procedimiento en el desarrollo del tema principal de la obra: el tiempo, siempre desde la perspectiva de la enunciación lírica.



Junto a este recurso de distanciamiento temporal, se sirve Cernuda de otros procedimientos de objetivación:  el uso de las voces narrativas de 1ª., 2ª., o 3ª., persona, o el personaje de Albanio, procedente de la Égloga II de Garcilaso -para Ocnos 1ª. edición, exclusivamente-. El Ocnos de 1942 se vale de las tres voces enunciativas, con un uso mayoritario de la 1ª, como forma de un mayor acercamiento al mundo distante de la infancia. Posteriormente, conforme las referencias a las etapas de su vida son menos lejanas, el poeta prefiere, para las dos ediciones siguientes, el predominio del pronombre de segunda persona con un abandono total del de primera. Con estos recursos, también empleados en La realidad y el deseo (el llamado monólogo dramático, a partir de Como quien espera el alba, 1941-1944) se vale de los otros, como máscaras literarias para ensanchar su voz lírica, forma de desdoblamiento para el diálogo consigo mismo desde su profunda soledad, a la manera como lo hicieron con sus heterónimos poetas como Antonio Machado o Fernando Pessoa. Esta forma de proyección del mundo interior en un correlato objetivo nos aproxima al siguiente apartado.





Mundo exterior, mundo interior.



De manera similar a lo ocurrido con el esquema temporal, hallamos en el poema en prosa la alianza entre  los dos planos de referencias: el mundo interior del poeta y el exterior de los objetos. Por una parte, los elementos narrativos y descriptivos propios del procedimiento mimético con que se refieren los hechos externos del pasado, y, por otra, la representación del mundo interior del poeta, tal como corresponde a la teoría expresiva, quedan integrados en un nivel de expresión superior. A partir de este género proteico y multiforme, en el que se subvierten las tradicionales categorías de la literatura, surge una nueva configuración de la subjetividad entendida como la expresión del sujeto en relación con las circunstancias de su mundo en derredor. De ahí que todo recurso a explicaciones parciales del poema en prosa desde los vestigios de las técnicas narrativas –argumento, personajes, voces-, de un lado, o a sus débitos con el verso, por otro, buscando metricismos que expliquen el carácter lírico de una prosa, no sean más que resistencias de corte tradicional a aceptar un nuevo género que presenta instancias creativas nuevas.[66]



La habitual tendencia a la identificación de metros tradicionales en la prosa de un poeta encuentran adecuada respuesta en las palabras del narrador y crítico argentino E. Anderson Imbert: “¿Vale la pena polemizar con los estudiosos empeñados en escandir la prosa de ciertos autores en unidades de medida y bautizar a estas unidades con los nombres del verso? Buscan a toda costa ritmos de versos, y naturalmente, los oirían aun en el editorial de un periódico. Oyen los moldes rítmicos que llevan en la cabeza y, en cambio, no oyen la peculiar euritmia de una prosa”[67]. No es necesario, por tanto, insistir en nuestro pleno rechazo a todo intento de explicar el poema en prosa como mera poesía disfrazada de prosa, como si fuera posible incluso recomponer el poema en disposición versal.



E, igualmente, los propósitos de descubrir en Ocnos un esquema narrativo episódico siguiendo el curso de una vida, fallan desde el instante mismo en que el autor ha procedido a sucesivas reordenaciones de los poemas en sus diversas ediciones, adquiriendo cada uno de ellos un valor autónomo y exento, al margen de una estructura narrativa integradora. En este sentido, en el intento de aproximar Ocnos a la urdimbre de Platero y yo, debe advertirse que la obra de Juan Ramón Jiménez se ajusta a un riguroso esquema lineal basado en la sucesión ordenada de las estaciones y en la muerte final del burro[68], en tanto que Ocnos se organiza como un conjunto de poemas con sentido independiente sin menoscabo semántico ni estético.



El poema en prosa requiere, en consecuencia, una forma de explicación propia, y en el caso de Cernuda, junto a sus rasgos constitutivos de unidad, gratuidad y brevedad, es fácil advertir cómo el mundo exterior queda subordinado a la mirada personal, que refleja no una percepción objetiva, sino su propio descubrimiento individual y significativo: “Mira, éste es el brezal. Allá en la niñez lo prefiguró tu imaginación, no dudando, ¿cómo dudaría de su imaginación de niño?, que el brezal fuese sino como tú lo creaste, con aquella mirada interior que puebla a la soledad, visto así definitivamente” (El brezal).



Esta fusión de los planos subjetivo y objetivo es algo consustancial al espíritu moderno, según ha señalado Ralph  Freedman: “en la primera parte del siglo XIX se había aprendido de Kant que lo interior y lo exterior podían ser reconciliados en un comprensivo sistema filosófico. El mundo exterior fue concebido como una adición al mundo interior del yo, que podía estar en último caso, fundido con la sensibilidad subjetiva en un yo superior o espiritual”[69]. Esto, trasladado al ámbito de la prosa lírica implica el propósito de “combinar hombre y mundo en una forma objetiva (...) la conciencia de la experiencia humana se funde en sus objetos”[70]. El poema en prosa comparte con la novela lírica esta nueva perspectiva integradora y desde ella es posible explicar no sólo la reconstrucción de una trayectoria individual, como es el caso en Ocnos, sino las referencias de carácter social, político y económico, tal como ocurre en La bella Dorotea, de Baudelaire, o en La negra y la rosa, de Juan Ramón Jiménez, sin que por ello nos alejemos del ámbito de la expresión poética.[71] No es éste el caso de Luis Cernuda, quien, mucho más ceñido a la perspectiva lírica tradicional, se limita a colonizar con su sola mirada interior el mundo que ha constituido el ámbito de su infancia y adolescencia.





Sentimiento, pensamiento.



Las parejas antitéticas hasta ahora citadas: pasado/presente y narración/lírica, han sido empleadas por separado con una finalidad meramente analítica y, por tanto, con entera provisionalidad, pues no existe más tiempo que el unitario del poema, ni más realidad genérica que la que el propio texto produce desde su condición de poema en prosa para construir la biografía espiritual de Luis Cernuda. Es en el seno del poema en prosa donde se logra la feliz alianza de categorías literarias tradicionalmente irreconciliables.



Lo cierto es que ambas dualidades sirven de base para la configuración del sentido último de la obra: su valor meditativo. Fue José Ángel Valente quien destacó la orientación meditativa en la poesía de Cernuda, a partir de la influencia de los poetas ingleses, de Unamuno y de los clásicos españoles. Para Valente, “el nuevo tono que de manera característica tiñe los poemas de madurez de Cernuda –es decir, la obra de éste posterior a 1937- responde al movimiento peculiar del poema meditativo  y en ellos la composición de lugar y el análisis mental de sus elementos se combinan de modo típico con el poder unificador del impulso afectivo”[72].



Las palabras de Valente guardan estrecha relación con los componentes hasta ahora analizados en los poemas de Ocnos: la composición de lugar, que se corresponde con alguna vivencia concreta experimentada en el pasado por el personaje niño y recreada en la anécdota del poema, normalmente en su comienzo; el análisis mental, realizado desde la perspectiva de presente por el poeta adulto a partir de esa base argumental mínima inicial; y, en fin, el impulso afectivo, que se corresponde tanto con  el especial enfoque subjetivizador de la enunciación lírica como con la propia experiencia infantil, y si nos atenemos a las palabras del propio poeta, es la visión del adulto desde la distancia temporal antes que el hecho vivido en sí, lo que aporta el encanto de la evocación: “No, no es idealización de algo distante lo que así anima un momento pasado, porque no se te oculta como sórdido aquél y su ambiente, cuando oías el son de las campanas, sin nada precioso o amado donde dicho momento se fijara, tal el insecto en un fragmento de ámbar. La nitidez de su impresión, cuando tú absorto, cerradas las compuertas de los restantes sentidos, contenías la vida enteramente en una percepción auditiva, inútil entonces e inútil ahora, opera el encanto tardío de la evocación, haciendo la imagen más bella y significante que la realidad” (Las campanas).



Es, pues, el encuentro y la conciliación literaria de componentes diversos el que confiere al poema en prosa su importancia singular. En él se superponen el pasado que recrea la anécdota argumental y el presente que líricamente lo focaliza; el personaje niño protagonista, y el poeta maduro contemplativo; y, en fin, la vivencia sentimental y el pensamiento reflexivo. Pasado/presente, niño/adulto, sentimiento/pensamiento, he ahí las parejas antitéticas que adoptan el proteico género del poema en prosa como lugar de encuentro. Y siempre la distancia y tensión entre ellos será, en palabras del Cernuda contemplativo, la clave de su articulación: “Hay quienes en medio de la vida la perciben apresuradamente, y son los improvisadores; pero hay también quienes necesitan distanciarse de ella para verla más y mejor, y son los contempladores. El presente es demasiado brusco, no pocas veces lleno de incongruencia irónica, y conviene distanciarse de él para comprender su sorpresa y su reiteración.



Entre los otros y tú, entre el amor y tú, entre la vida y tú, está la soledad” (La soledad).





Hasta tal punto entiende J. Valender decisiva la concepción meditativa de los poemas en Ocnos, que propone el análisis de la estructura de los pertenecientes a la edición de 1942 siguiendo las tres potencias del alma: memoria, entendimiento, voluntad, y lo ilustra con el análisis de La música y la noche:





Alguna vez, a la madrugada, me despertaba el rasguear quejoso de una guitarra. Eran unos mozos que cruzaban la calleja, caminando impulsados quizá por el afán noctámbulo, lo templado de la noche o la inquietud bulliciosa de su juventud.

         ¿Quién ha visto alguna vez un niño que intenta apresar en su mano un rayo de sol? Tan inútil y loco como ese afán era el que me asaltaba tendido en mi cama, en la soledad y la calma de la madrugada, al oír aquella música. Era la vida misma lo que yo quería apresar contra mi pecho: la ambición, los sueños, el amor de mi juventud.

         Y lo que hacía más agudo mi deseo era el contraste entre la fiebre encerrada en mis venas y la calma y el silencio nocturnos: como si la vida no ofreciera otra cosa que su forma entrevista, la fuga tentadora del placer y de la dicha.

         La voz de la guitarra se iba perdiendo calle arriba, callándose al doblar la esquina. Tal la ola henchida se alza del mar para romperse luego en gotas irisadas, así rompía enllanto mi fervor, pero no eran lágrimas de tristeza, sino de adoración y de plenitud. Ninguna decepción ha podido luego amortiguar aquel fervor de donde brotaban. Sólo los labios de la muerte tienen poder para extinguirlo con su beso, y quién sabe si no es en ese beso donde un día encuentra el deseo humano la única saciedad posible de la vida.



En el primer párrafo se produce la composición de lugar mediante la recreación –memoria- de un suceso de la infancia. En el segundo y tercero, el entendimiento del poeta analiza los efectos del acontecimiento vivido por el niño. Y finalmente, interviene la voluntad de pervivencia del fervor experimentado. El propio Valender ante el rigor de esta estructura  precisa que la mayoría de los poemas se limitan a  la primera y  segunda parte, es decir al desarrollo anecdótico inicial y a la reflexión posterior, con supresión de la tercera fase. Coincide esta explicación con la que venimos proponiendo, desde una estructura articulada entre el pasado del niño, sujeto de una vivencia recordada, y la reflexión del adulto, teñida de añoranza, muchos años después.



Pese a esta constante en la organización interna de los poemas, creemos necesario añadir otros principios responsables de la unidad poemática, de valor genérico unos, de sentido específico en cada texto, otros. Los rasgos básicos enunciados por Suzanne Bernard para el poema en prosa, se cumplen en Ocnos estrictamente: a) la unidad, entendiendo el poema como un todo orgánico y autónomo, con una configuración cerrada, a la que sirven los abundantes recursos de repetición paralela  (Pregones) o encuadramiento (La música y la noche, y Aprendiendo olvido); b) la gratuidad, al no proponerse ninguna finalidad comunicativa fuera de sí mismo; c) la brevedad, hasta el punto de que cuando el poema se alarga, el poeta lo subdivide con asterisco con el fin de preservar la intensidad, como puede verse en Jardín antiguo, Maneras de vivir, El parque.



No obstante, el propósito de hallar una estructura regular para la totalidad de Ocnos o de cualquier otro conjunto de poemas en prosa vulnera el principio mismo que justifica al género: su libertad constructiva.. De ahí que pensemos, de acuerdo con Mary Ann Caws, que no hay definición previa para el poema en prosa: “Its defining characteristic is its own self-definition. Having no necessary exterior framework, no meter or essential form, it must organise itself from within and find there its own center of gravity, its own hearth of energy, its own intimate depth of understanding”.[73]Esto  aplicado al ejemplo ya citado de La música y la noche,significa que junto a los principios del género –brevedad, intensidad, gratuidad- y ala constante de enfoque para el poemario señalada por Valender, la organización interna del poema se genera en el propio texto. No resulta difícil advertir, en primer lugar, su estructura formal enmarcada, en el primer párrafo por la  aproximación de los mozos que rasguean la guitarra y, en el cuarto y último párrafo, su posterior alejamiento:



“Alguna vez, a la madrugada, me despertaba el rasguear quejoso de una guitarra. Eran unos mozos que cruzaban la calleja (...)



La voz de la guitarra se iba perdiendo calle arriba, callándose al doblar la esquina.”



De esa disposición derivan dos rasgos consustanciales para la configuración interna del texto: la reducida delimitación espacial, en cuyo transcurso progresa y se realiza el poema, y el breve lapso temporal que determina la duración del propio texto, que queda, de este modo, definido desde dentro.



En conclusión, junto a las constantes de temas, motivos o enfoques de validez general para toda la obra, cada poema en prosa reclama un análisis específico para descubrir sus claves compositivas. En ese sentido, Cernuda no es un autor audaz en el manejo formal del poema en prosa, sus recursos se basan en esquemas reiterativos al modo de los empleados por Aloysius Bertrand en los orígenes del género. Su contribución capital en Ocnos procede antes bien de su audacia en el análisis de su propia trayectoria vital a través de una forma de expresión que aúna la recreación argumental y la contemplación lírica.





En una visión final y de conjunto, los aspectos centrales  examinados -la perspectiva temporal, la interrelación relato-poema, y el sentido meditativo último de la obra –, nos permiten concluir que el sentido de Ocnos no queda restringido a la  mera evocación biográfica de un pasado idealizado, sino a la exposición, desde su génesis, de los temas capitales de la vida y la poesía cernudianas. No se trata de un libro en prosa desvinculado del tronco poético común que constituye La realidad y el deseo, sino de una nutrida rama de ese mismo árbol. No está compuesto de una prosa rítmica o melódica disfrazada de poesía o adornada con los cosméticos al uso del arte poética, sino de una prosa que por sí misma nos expresa el contenido lírico profundo de un Luis Cernuda en su etapa de plenitud creativa, desde el poema en prosa “qui est avant tout poème”.[74]









[32] Poesía Completa, Barcelona, Barral Editores, 1974, y Prosa Completa, Barral Editores, 1975.

[33] Poesía Completa, Madrid, Siruela, 1993, y Prosa Completa, Siruela, 1994. Cito siempre con la abreviatura PRC para las referencias a la prosa.

[34] PRC, vol. I, p. 23.

[35] Javier Huerta Calvo, “La crítica de los géneros literarios”, en Introducción a la crítica literaria actual, Madrid, Editorial Playor, 1983, p. 102.

[36] Estructura del texto artístico, Madrid, Ediciones Istmo, 1978, p. 131.

[37] Ibíd., p. 130.

[38] Teoría del poema en prosa, Universidad de Sevilla, 1999.

[39]“Tout en effet se conjugue: l´esprit “moderne” et la réaction contre les règles; l´influence des traductions; l´émancipation du langage; la faiblesse aussi de la poésie versifiée au XVIII siècle, pour préparer l´avènement de ce genre littéraire plus libre, plus souple, plus moderne que sera le poème en prose”, Suzanne Bernard, Le poème en prose. De Baudelaire jusqu’à nos jours, París, Librairie Nizet, 1978 (1ª. edic. de 1959), p. 22.

[40] Guillermo Díaz Plaja, El poema en prosa en España (Estudio crítico y antología), Barcelona, Gustavo Gili, 1956, pp. 23-24.

[41] “Bécquer y el poema en prosa español”, en PRC I,vol. II.,  pp. 702-710.

[42] Un excelente estudio pormenorizado de estos autores puede verse en  la obra de Jesse Fernández, El poema en prosa en Hispanoamérica. Del Modernismo a la Vanguardia, Madrid, Hiperión, 1994. A manera de síntesis, valgan estas palabras: “En Hispanoamérica, casi todos los escritores modernistas (...) cultivaron un tipo de prosa breve, elegante y musical, encaminada a reducir la distancia que la separaba del poema versificado”, pero entre ellos “sólo Julián del Casal y Rubén Darío, entre los miembros de la primera generación modernista, cultivaron el poema en prosa como tal”, p. 43.



[43] Excelentes visiones de conjunto de la trayectoria de la prosa juanramoniana pueden verse en: García de la Concha, Víctor, “La prosa de J.R.J: Lírica y Drama”, en  Urrutia, Jorge (ed.) Actas del Congreso Internacional de J.R.J., 2 vols., Diputación de Huelva, 1983; y en Graciela Palau Nemes,”Prosa prosaica y prosa poética en la obra de J.R.J.”, en PMLA, Vol. LXXIV, March 1959, Number 1.

[44] “La generación poética del 27”, en Historia General de las Literaturas Hispánicas, Tomo VI, Barcelona, Vergara, 1968, especialmente las páginas 578-584, dedicadas al poema en prosa.

[45] Versos y oraciones de caminante (I y II). Drop a star. Madrid, Alhambra, 1979, p. 85.

[46] Juan Guerrero Ruiz, Juan Ramón de viva voz, Ínsula, Madrid, 1961, p. 35. La declaración lleva la fecha del 13 de junio de 1913. La cursiva es mía.

[47] PRC I, vol. II, p. 650.

[48] PRC II, vol. III, pp. 729-730.

[49] James Valender, Cernuda y el poema en prosa, London, Támesis Book Limited, 1984, p. 127.

[50] La Realidad y el Deseo, FCE, México, 1979, p. 72.

[51] Mª. Victoria Utrera Torremocha, op. cit., p. 364.

[52] Todas las citas de Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano proceden de la edición de Taurus, Madrid, 1977, con prólogo de Jaime Gil de Biedma.



[53] PRC, I vol. II, pp. 825-826.

[54] “movido por la nostalgia de mi tierra, sólo pensaba en volver a ella, como si presintiera que, poco a poco, me iría distanciando hasta serme indiferente volver o no”, en Historial de un libro, PRC I, vol. II, p. 644.

[55] Luis Cernuda. El poeta en su leyenda, Barcelona, Alfaguara,1965, especialmente pp. 82-88, “Los atributos del Edén”, y el artículo “Luis Cernuda desde la barrera (de la eternidad)”, en el volumen colectivo Luis Cernuda 1902-1963, editado por la Consejería de Cultura de Andalucía, con motivo del centenario  del poeta, pp.155-163.

[56] Philip Silver, op. cit., p. 82.

[57] La fuerza del destino. Vida y poesía de Luis Cernuda, Universidad de Murcia, 1992, p. 19.

[58] Luis Cernuda, “Juan Ramón Jiménez” (1941), en PRC II, vol III, pp. 169-170.

[59] Ibíd., p. 169. La cursiva es mía.

[60] La prosa literaria de Luis Cernuda: Ocnos, Sevilla, 1982, p. 238, y añade: “la característica poética del lenguaje de Ocnos radica, precisamente, en esta ambigüedad localizadora que presenta el texto a nivel determinativo”, y consiste exactamente en el empleo de pronombres personales, demostrativos, posesivos, adverbios, verbos y nombres con un valor designativo sin concreción, debido a su especial uso literario: el niño, la ciudad, el río, etc.

[61] “La palabra edificante (Luis Cernuda)”, en Los signos en rotación y otros ensayos, Madrid,  Alianza Editorial, 1983, p. 154.

[62] Ibíd., p. 157.

[63] Manuel Ramos Ortega –en op. cit. en nota 29-, si bien destaca en todo momento la naturaleza lírica de la obra y su condición de poemas en prosa, aplica en su acercamiento a la obra los procedimientos del análisis narrativo con puridad extrema (habla p. ej. de narrador omnisciente), e incluso afirma la consistencia narrativa de la obra al desarrollar la historia continuada de un personaje-héroe desde su infancia hasta la madurez.

[64]Op. cit., pp. 27-28.

[65] Reseña de Philip Silver, Et in Arcadia Ego: A Study of the Poetry of Luis Cernuda (Londres, l965), publicada en el Bulletin of Hispanic Studies (Liverpool) XLIII, núm. 3 (1966), 231-212. Citado por  J. Valender, op. cit., p. 131.

[66] “El poema en prosa supone una liberación de las fórmulas líricas y narrativas preconcebidas y asume en el discurso la tensión que deriva de ambas”, Mª. Victoria Utrera Torremocha, op. cit., p. 16.

[67] Qué es la prosa, Editorial Columba, Buenos Aires, 1966 –3ª. edición-, p. 28. De manera similar, F. Lázaro Carreter reclama para el análisis del verso libre un nuevo procedimiento basado en recursos estructurantes de reiteración, y refuta la búsqueda de metros tradicionales articulados en la composición de la nueva unidad métrica. Véase “Función poética y verso libre”, en Estudios de poética, Taurus, Madrid, 1976, y “El versículo de Vicente Aleixandre”, Ínsula, 1977, núms. 374-375, p. 6.

[68] Para un mayor análisis de semejanzas y diferencias entre Ocnos y Platero, véase Mª. Victoria Utrera Torremocha, op. cit., p. 373.

[69] La novela lírica, Barcelona, Barral Editores, 1972, p. 37.

[70] Ibid., p. 14-15.

[71] Véase el análisis comparativo de ambos poemas llevado a cabo por Jennifer Forrest y Catherine Jafe en “Figuring Modernity: Juan Ramón Jiménez and the Baudelairian Tradition of the Prose Poem”, en Comparative Literature, Eugene: University of Oregon, 1996, 48, núm. 3, páginas 265-293.

[72] “Luis Cernuda y la poesía de la meditación”, en La caña Gris, Homenaje a Luis Cernuda, núms. 6-8, 1962, p. 35.

[73] “The Self-Defining Prose Poem: on Its Edge”, pp. 180-197, en Mary Ann Caws and Hermine Riffaterre (ed.), The prose poem in France. Theory and Practice. New York, Columbia University Press, 1983, p. 181.

[74] Suzanne Bernard, op. cit., p. 19.



Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas