martes, 20 de mayo de 2014

Semblanza al tomo I de la narrativa completa de Lovecraft por Juan Antonio Molina Foix.



«Toda certeza está en los sueños», solía decir Edgar Allan Poe que, no por casualidad, dedicó su última obra, el deslumbrante poema cosmogónico Eureka, «a los que sienten más que a los que piensan, a los soñadores y a los que depositan su fe en los sueños como únicas realidades». Hasta Poe nunca nadie había revelado con tanta precisión la vida interior de las pesadillas que atormentan implacablemente a todo aquél que se aventura con audacia, sin reservas, en el proceloso e ilógico país de los sueños, en el cual él se desenvolvía completamente a sus anchas, cual si se tratara de un iniciado de épocas pretéritas, alguien que almacenara reminiscencias inmemoriales y atisbos de sabidurías herméticas hace tiempo desaparecidas, o que hubiese vislumbrado cosas que únicamente se pueden percibir vagamente «en las brumas del éxtasis... en el reino místico y en los imperios de la sombra» (en palabras de Rubén Darío).
Al igual que el autor de "El cuervo", Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) fue un ave nocturna y un cazador de sueños. Para este recluso que por voluntad propia vivió en perpetuo exilio interior, perversamente orgulloso de su total carencia de sentido práctico y de su autosuficiencia, la noche no sólo constituía el marco idóneo para sus escapadas al abrigo de los curiosos y el escenario privilegiado de sus aficiones favoritas: contemplar las estrellas, leer con avidez cuanto caía en sus manos y, sobre todo, escribir (poesía, ensayo, relatos y especialmente sus más de cien mil cartas acreditadas, sucedáneo de su casi inexistente vida social), sino que le posibilitaba el acceso al paradisíaco reino de los sueños. Al refugiarse en su hermético mundo onírico, Lovecraft se embarcó en un viaje sin retomo hacia una nueva dimensión: el miedo cósmico, el «terror de los espacios infinitos», que estremecía a Pascal. Su deslumbrante visión fantástica alumbró un universo totalmente autónomo mediante el cual la imaginación lograba acceder a regiones donde hasta entonces nadie había osado aventurarse, demostrando que los sueños constituyen una puerta de entrada a otras dimensiones más allá de la cuarta, inalcanzables para los seres humanos.
Como Poe, Lovecraft abandona definitivamente las invenciones mágicas o legendarias de los góticos y, en su lugar, los terrores del alma, la enfermedad, la perversidad o la decadencia, se convierten en verdaderos protagonistas, culminando con ello la mutación del cuento de miedo anunciada por el primero con su renuncia a seguir utilizando temas y personajes del repertorio romántico (castillo encantado, fantasma, vampiro, pacto diabólico, brujería, etc.) para materializar sus propias fobias y temores infantiles, mostrando así «el terror lívido de los sueños, terror de muerte, de juicio final, meteórico, inexplicable», en palabras del insigne vate criollo antes mencionado. Los tímidos intentos de finales del siglo XIX de racionalizar los mitos antiguos, dotándolos de una base más realista y cercana a nosotros, sustentada en nuevas hipótesis seudocientíficas, cristalizaron en la obra alucinatoria de Lovecraft, cima indiscutible del llamado «cuento materialista de miedo» y punto de inflexión hacia la moderna ciencia-ficción.
En la nueva mitología fantástica propuesta por el introvertido soñador de Providence ya no hay Dios ni Diablo, ni monstruos de origen sobrenatural, tan sólo híbridos semihumanos y seres extrarerrestres o extradimensionales, cuyos pretendidos poderes específicos se basan exclusivamente en la suposición de que todavía subsisten ancestrales secretos científicos, procedentes de desaparecidas civilizaciones prehumanas y hoy perdidos por nuestro saber mecanicista. A partir de él, la pura magia de antaño puede explicarse racionalmente mediante simples fórmulas matemáticas no euclidianas, lo mismo que el descenso al mundo onírico se troca en fascinante periplo a otras dimensiones o a los abismos del tiempo. El terror se desplaza así del plano físico al mental, del consciente al inconsciente, y el miedo se convierte en horror cósmico.
Desde su más tierna infancia Lovecraft padeció violentos sueños y pesadillas. La posterior transcripción de esas aflicciones nocturnas nutrió buena parte de su obra, en la que es bien patente la constante preocupación por los sueños: muchos de los personajes de sus relatos están dominados por ellos. Su alter ego Randolph Cárter es un soñador nato y "La declaración de Randolph Cárter", primer eslabón del ciclo de aventuras oníricas dedicado a este personaje emblemático, deriva de un sueño del propio Lovecraft. La novela corta La búsqueda en sueños de la ignota Kadath penetra a fondo en el fabuloso orbe de los sueños de Cárter, y los relatos "La llave de plata" y su continuación "A través de las puertas de la llave de plata" hacen hincapié en las fantasías nocturnas de este mismo personaje.
Una de las primeras creaciones de la imaginación fantástica de Lovecraft fueron precisamente esas extrañas criaturas producto de sus sueños a las que llamó «noctivagos demacrados» y describió con tanto vigor (incluidos los corchetes) en sus cartas. «Cuando tenía seis o siete años solía sentirme constantemente atormentado por un extraño tipo de pesadilla recurrente en la que una monstruosa especie de entidades (a las que yo llamaba "noctivagos demacrados": no sé cómo se me ocurrió el nombre) solían agarrarme por el estómago [¿mala digestión?] y llevarme por los aires a través de infinitas leguas de oscuridad por encima de las torres de horribles ciudades muertas. Finalmente me introducían en un sombrío vacío desde donde podía ver millas más abajo las puntiagudas cimas de enormes montañas. Entonces me dejaban caer... y mientras adquiría velocidad en mi caída digna de Ícaro, empezaba a despertar en tal estado de pánico que detestaba la sola idea de volver a dormirme. Los "noctivagos demacrados" eran unas criaturas negras, flacas, viscosas, con cuernos, rabos de púas, alas de murciélago y sin ningún tipo de rostro. Indudablemente saqué la imagen de una mezcla de recuerdos de dibujos de Doré (en gran parte ilustraciones de El Paraíso perdido) que me fascinaban en mis horas de vigilia. No tenían voz y su única forma de tortura real era su costumbre de hacerme cosquillas en el estómago [otra vez la digestión] antes de agarrarme y huir conmigo a toda prisa».
La más memorable aparición de estas criaturas tiene lugar en La búsqueda en sueños de la ignota Kadath, donde forman parte del variopinto bestiario imaginario que puebla la singular geografía fantástica del país de los sueños, desplegada con tanta brillantez en el texto. Años más tarde Lovecraft las describiría sucintamente en el soneto “Night Gaunts”, incluido en su colección de poemas Fungi from Yuggow (1929-30): «De qué cripta salen a rastras no sabría decir, / pero cada noche veo a esas viscosas criaturas, / negras, cornudas y enjutas, de alas membranosas / y colas que ostentan el dardo bífído del infierno. / Llegan por legiones traídas por el viento del norte, / y con sus obscenas garras que cosquillean y escuecen / en monstruosos viajes me arrebatan / hasta mundos sombríos ocultos en la más honda pesadilla».
Al igual que el narrador de "Al otro lado de la barrera del sueño" que se pregunta si la gente «se detiene alguna vez a reflexionar sobre la inmensa importancia que de vez en cuando tienen los sueños», Lovecraft vivía por y para sus sueños. En ellos experimentaba «una extraña sensación de expectación y de aventura, relacionada con el paisaje, con la arquitectura y con ciertos efectos de las nubes en el cielo». Esos continuos viajes imaginarios, que en un principio constituían para él una simple evasión de la realidad, se convirtieron rápidamente en parte esencial de su obra: a nivel metafórico constituían un espacio para la experiencia transformadora, el descubrimiento personal. A través del sueño y el vuelo de la fantasía compensó su escasa movilidad física y viajó más lejos que nadie. «El deportado que he sido ha comprendido también que esa ruta de evasión existe, y que lleva muy lejos, mucho más allá de las alambradas de púas». Los puntos de vista de Lovecraft sobre la realidad y los sueños están expuestos admirablemente en "Hipno" y en especial en "La llave de plata", que más que un relato es una alegoría o apólogo filosófico, la auténtica autobiografía espiritual del literato.
En todos sus relatos los sueños están descritos «con la minuciosa precisión de la paranoia», como certeramente apunta Angela Carter. Pero incluso los más disparatados conservan los rasgos esenciales de su carácter: el rigor científico y la lógica. Lovecraft era perfectamente consciente de que el papel del sueño, como el del mito, consiste en asimilar el conocimiento consciente y la experiencia hasta un nivel más profundo en el que residen nuestros instintos. Sabía que nada mejor que el laberinto, representación emblemática de la angustia existencial, podría simbolizar ese camino hacia dentro, ese atormentado trayecto al centro del inconsciente en el que uno debe perderse para encontrarse a sí mismo.
Mientras que la mayor parte de los cultivadores de la fantasía se muestran incapaces de describir los detalles físicos de los mundos que imaginan, la Nueva Inglaterra descrita por Lovecraft llega al lector tan vívidamente como el Dublín de Joyce. Sus ciudades soñadas, pintorescas construcciones en el espacio y el tiempo que básicamente son una proyección de estados mentales, a menudo empiezan por ser bellas visiones para convertirse bien pronto en algo desapacible, inquietante. La alucinación se transforma en delirio. Son ciudades para ser vistas, no para ser habitadas. Pues como escribió Peter Cannon, para él «contemplar desde una elevación, idealmente a la caída de la tarde, una magnifica ciudad o un paisaje, podría decirse que constituía la suprema experiencia emocional de su vida». Mas el idílico refugio buscado en los sueños, una vez alcanzado resulta bastante tedioso. Y no deja de ser curioso que en esa desolada arquitectura laberíntica en la que todas las ciudades son intercambiables, un sonido de flautas anuncie invariablemente la transformación del sueño en pavor. Lovecraft se sirve de ese aflautado sonido, inquietantemente parecido a la atroz nota aguda y sostenida del violín en el cuarteto de cuerda n° 1 en mi menor de Smetana (titulado "De mi vida" y compuesto cuando el músico ya se había quedado sordo), como preludio del horror. No hay que olvidar que entre los siete y los nueve años el futuro escritor tomó clases de violín e incluso dio un recital público en 1898. Que no abandonó del todo esta afición lo demuestra, además de uno de sus relatos preferidos "La música de Erich Zann" (homenaje a su abuelo materno Whipple Phillips, símbolo para él del saber oculto), el hecho de que de adolescente formó parte de varios grupos de canto, así como su asombrosa memoria para recordar las letras y fechas de publicación de innumerables canciones populares.
Comparado a menudo con Poe por la calidad de su arte (extraño, brillante, inspirado y original, aunque frecuentemente estereotipado y repetitivo), sus preocupaciones temáticas (la obsesiva descripción de la desintegración física) y la fría acogida crítica y comercial que ambos tuvieron en vida, es indudable que presenta bastantes similitudes con él. Ambos nacieron en Nueva Inglaterra, se quedaron huérfanos de padre a corta edad y tuvieron una infancia traumática marcada por una desmedida influencia de signo femenino. Asimismo les unió su vasto enciclopedismo y erudición, su prodigiosa memoria, su inmarcesible afinidad por la poesía y la cultura clásica, su profunda admiración por la vieja Inglaterra imperial, su amplio conocimiento de lenguas extranjeras (Lovecraft conocía incluso varias africanas, como el swahili y el zulú, aparte del latín y el griego), su arraigado interés por la ciencia, su ferviente devoción por los gatos (la gata Catherine, favorita de Poe, tuvo su correspondencia en Nigger-Man, mascota juvenil de HPL que más tarde protagonizaría uno de sus relatos), sus arcaísmos de estilo y excentricidades personales conscientemente cultivadas y, por supuesto, su anormal comportamiento sexual, melindroso y cohibido, resultante de la aprensiva educación materna. En sus escritos el amor y el sexo brillan por su ausencia y no hay «un solo pasaje en que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces carnales» (en palabras de Baudelaire referidas al bostoniano). Y aunque ambos se casaron, sus respectivos matrimonios fueron edipianos: la verdadera esposa de Lovecraft, en opinión de Sprague de Camp, fue la ciudad de Providence, en la que vivió oculto la mayor parte de su vida, curiosamente muy cerca de la casa que fuera de la poetisa y espiritista Sarah Helen Whitman, último amor de Poe, el cual la frecuentó en 1848 poco antes de su trágica muerte.
«Cuando escribo relatos, Edgar Allan Poe es mi modelo. [...] Probablemente Poe me ha influido más que cualquier otro escritor». Poe fue sin lugar a dudas su autor predilecto desde que se topara con él siendo apenas un niño. «¡¡Descubrí a EDGARD ALLAN POE!! [...] Fue mi perdición: ¡a la edad de ocho años vi oscurecerse el firmamento azul de Argos y Sicilia [referencia a la mitología grecorromana que, por aquel entonces, le fascinaba tras su entusiástica etapa "arabista" a raíz de la lectura de Las mil y una noches] por las fétidas emanaciones de la tumba!» Y a los trece años fundó una Agencia de Detectives, aunque el hecho de que adoptara el seudónimo S. H. indica que más que del Auguste Dupin de Poe el influjo procedía del Sherlock Holmes de Conan Doyle. No obstante las veleidades de sus gustos literarios, la devoción de Lovecraft por el poeta bostoniano se mantendría a lo largo de toda su vida. Además de su «poderoso e innato sentido de lo espectral, lo morboso y lo horrible que imprime en su obra la marca imborrable del genio», o de «su profundo conocimiento analítico de las verdaderas fuentes del terror», Lovecraft alababa en Poe su habilidad para «conferir a su prosa un sesgo ricamente poético [...] que duplica su fuerza».
Aunque, a diferencia de la mayoría de la crítica, Lovecraft siempre consideró la prosa de Poe más importante que su poesía, la influencia de esta última puede rastrearse no sólo en los primeros pinitos líricos de aquél, como el poema "Némesis" (1918), probablemente inspirado en el "Ulalume" poesco, sino en composiciones posteriores como "Nathicana" (1927), donde se observa un indubitable eco del "Para Annie" de Poe. Igualmente sus poemas en prosa, como "Nyarlathotep", "Ex Oblivione" o "Lo que trae la luna", todos ellos escritos en 1919 aunque publicados años después, muestran el influjo del Poe de "Sombra , "Conversación de Eiros y Charmion" o "Silencio".
Sin embargo, donde el magisterio del bostoniano aparece en toda su plenitud es en la abundante obra narrativa lovecraftiana, en especial su primera época, gótica y plenamente poesca, y más sutilmente en el ciclo, dominado por el terror macabro y ambientado en Nueva Inglaterra, que forma parte, junto al luego conocido como ciclo de Cthulhu, de la etapa «realista» de nuestro escritor. Su influjo era ya evidente en los primeros cuentos de HPL que se conservan, como "La bestia en la cueva" (fechado el 1 de abril de 1905, cuando todavía no había cumplido quince años) o "El alquimista" (1908). Salvados milagrosamente de la purga de 1908 que dio al traste con su primeriza producción adolescente, estos relatos muestran ya algunas características literarias de la madurez del literato. Pero sobre todo revelan el gran predicamento de Poe, del que constituyen una especie de pastiche a nivel argumental y estilístico: su premeditado uso de un lenguaje arcaizante y recargado, repleto de repeticiones cuasi bíblicas, estribillos recurrentes y retorcidas construcciones sintácticas y semánticas, plagadas de ambiguos adverbios y adjetivos; su inveterada manía de inventarse libros eruditos de títulos rimbombantes y sugestivos con el fin de reforzar la verosimilitud del relato; o su ingenua incursión en los mismos excesos de aquél, como la profusa utilización de ampulosas excentricidades tipográficas (versales, cursivas y múltiples signos de exclamación).
Sugerido, al parecer, por "El retorno" de Walter de la Mare, "La tumba", primer relato adulto de Lovecraft (escrito en 1917 y no publicado hasta 1923), es ya decididamente poesco, tanto por su espíritu de «lúcido delirio y arrebatada obsesión» como por el hecho de constituir el primer intento serio de convertir lo fantástico y lo terrorífico, como su maestro, en «un lenguaje transparente de su angustia subterránea» (en palabras de Mario Praz referidas a Poe). La influencia de "La verdad sobre el caso del señor Valdemar", uno de los relatos favoritos de Lovecraft (inmediatamente después de "La caída de la casa Usher" y "Ligeia", por este orden), es evidente (por su racionalización científica de un muerto vivo) en "Aire frío" (1926), pese a su ligero tono de ciencia-ficción. Pero el relato lovecraftiano que, a mi juicio, más debe al solitario devorado por el ansia que fue Poe, es "El extraño" (1921), unánimemente considerado como uno de los más logrados suyos y, sin duda alguna, de contenido simbólicamente autobiográfico. «Representa mi literal aunque inconsciente imitación de Poe», admite Lovecraft .
Aunque sus párrafos iniciales sean casi una paráfrasis de los de "Berenice", las fuentes poescas de este singular relato hay que buscarlas más bien en "La máscara de la Muerte Roja" —del que asimismo pueden encontrarse ecos en "La maldición que cayó sobre Sarnath"— y, sobre todo, en el mencionado poema en prosa "Silencio".
Según refirió por carta a su amigo Clark Ashton Smith, en el invierno de 1919-1920 Lovecraft cayó repentinamente bajo la férula de un nuevo maestro que le iba a abrir las puertas de otra etapa de su obra. Se trataba del aristócrata irlandés lord Dunsany, el hombre que siempre había deseado ser, tan opuesto a él (temperamental y mujeriego, deportista, cazador, militar, trotamundos, etc.) como similar era Poe, pero que tenía algo en común con ambos: su poder de ensoñación que le convertía en «talismán y llave que abre ricas reservas de sueños y recuerdos fragmentarios a los verdaderamente imaginativos» (en palabras del propio HPL.
En septiembre de 1919 había llegado accidentalmente a sus manos un ejemplar de Cuentos de un soñador (1910), recomendado por un amigo cuya opinión no tenía en demasiada buena estima. Con semejantes recelos abrió el libro y leyó el primer cuento denominado "Poltarnees, la que mira al mar". «El primer párrafo me paralizó como una descarga eléctrica —confesaría años después al mismo Ashron Smith en otra carta- y con sólo leer dos páginas me convertí de por vida en devoto de Dunsany». Poco después, su entusiasmo se acrecentaría al enterarse de que el propio Dunsany iba a dar una conferencia en un hotel de Boston. No sólo no se la perdió, sino que acudió con bastante anterioridad para conseguir un asiento en primera fila. Terminada la conferencia, y no atreviéndose a pedirle personalmente un autógrafo, su colega Alice Hamlet, que le acompañó en tan histórica ocasión, hizo llegar a Dunsany una nota admirativa adjuntando algunos presentes, entre ellos un ejemplar de la revista The Tryout en donde acababa de aparecer el poema "A Edward John Moreton Drax Plunkett, décimo barón Dunsany" bajo el seudónimo de Lewis Theobald, que ocultaba la identidad de HPL. La respuesta del irlandés («escrita con pluma de ganso», se jactaba Lovecraft) no se hizo esperar: «Debo dar las gracias al autor de ese poema por su cálido y generoso entusiasmo, cristalizado en verso». A partir de entonces Lovecraft se convertiría en un fiel e incondicional discípulo de ese «estilista mayor», de «obra altiva y singular, desdeñosa de lo contemporáneo en la misma medida en que apeló a las raíces últimas de lo mítico», en feliz expresión de Pere Gimferrer.
El impacto en Lovecraft de la magia verbal —su pintoresca y arcaica dicción o su majestuosa repetición de palabras dentro de una misma frase— y de la cosmogonía con resonancias bíblicas inventada por Dunsany -con sus hipotéticos panteones de divinidades, sus osadas geografías fantásticas de extraños y sugerentes nombres, su personificación de fuerzas elementales tales como la fiebre, la sed o el manantial, su sorprendente y exótico folklore, e incluso sus olvidados cultos malignos- impulsó considerablemente su obra, iniciando quizás el periodo más fecundo de la misma. Entre 1917 y 1921 escribió casi una veintena de relatos «oníricos» de recio sabor dunsaniano, por más que, en realidad, algunos de sus primeros escritos —como "Dagón" (1917), "Polaris" (1918), "Memoria" o "Al otro lado de la barrera del sueño" (1919)— anticiparan ya, sin conocerlo, la textura y el color típicos de la prosa del gran bardo celta.
Títulos como "La nave blanca" (1919), "La maldición que cayó sobre Sarnath" y "Celephaïs" (ambos de 1920), "La ciudad sin nombre", "Los otros dioses" y "La búsqueda de Iranon" (todos ellos de 1921) son ya netamente dunsanianos. Otros como "El ceremonial" (1923), "La extraña casa elevada entre la niebla" (1926) o La búsqueda en sueños de la ignota Kadatb (1926-7), evocan todavía al maestro irlandés en cuanto a estilo y lenguaje, aunque con esta última (que mezcla a Poe y Dunsany en sus escenas náuticas, en las que hay ecos tanto de "Manuscrito encontrado en una botella" o de la Narración de Arthur Gordon Pym como de "Días de ocio en el país del Yann"), en realidad exorcizó su ascendiente («fue mi canto de cisne como dunsaniano»). Pero el solitario de Providence nunca alcanzaría la ironía, el humor socarrón y la sofisticación de su maestro, el cual —según acabaría por reconocer él mismo a Frank Belknap Long— «está más cerca de mi propia personalidad y comprensión [que ningún otro autor fantástico] [...] Es como yo mismo, pero con un estilo y una cultura infinitamente mayores. Su mundo cósmico es el mundo en el que yo vivo; sus visiones, distantes y carentes de emoción, de la belleza de un claro de luna sobre viejos y pintorescos tejados son las visiones que yo conozco y amo». Y poco después confirmaba este entusiasmo a Ashton Smith: «Verdaderamente, Dunsany ha influido en mí más que cualquier otro a excepción de Poe. Su rico lenguaje, su punto de vista cósmico, su remoto mundo de ensueño y su exquisito sentido de lo fantástico, me atraen más que cualquier otra cosa de la literatura moderna. Mi primer encuentro con él [...] me proporcionó un inmenso ímpetu para escribir; tal vez el mayor que jamás he tenido».
Su admiración sin reservas por Dunsany fue compensada con creces cuando, inesperadamente, encontró entre sus ancestros un lazo de parentesco con él. En efecto, rebuscando en su complicada genealogía la parte de herencia celta, halló en el escudo de armas de los Fulford (rama de la abuela paterna de su padre) una referencia a la estirpe de los Moreton. Alborozado por el hallazgo, se complacía en afirmar: «¡Los Moreton siempre fuimos aficionados a la fantasía!», y desde entonces se refirió cariñosamente a su maestro como el «primo Ned».
Otro ilustre creador celta en el ámbito fantástico, el galés Arthur Llewellyn Machen, del que Lovecraft se ufana también en proclamar su parentesco espiritual («los Phillips provienen de la zona fronteriza de galés»), gozó asimismo de su incondicional estima y puede considerarse con toda justicia como uno de los eslabones básicos en el desenvolvimiento de su literatura, especialmente en la gestación de su monumental ciclo de madurez conocido después de su muerte como los Mitos de Cthulhu. Lo que más apreciaba HPL de su nuevo mentor, al que igualmente se sentía vinculado por inciertos lazos de sangre (a través de la tatarabuela de la tatarabuela de su abuela, una tal Margaret Jenkins de Machynlleth [Machen-lleth]), era ese sentido místico de la realidad de lo mágico y lo sobrenatural que, a menudo, se experimenta en la niñez a través de visiones y ruidos, y que el galés tan bien supo trasladar al papel en su notable novelita La colina de los sueños (1904). También ese «éxtasis del miedo que el resto de los mortales son demasiado torpes o tímidos para captar, y que incluso Poe no logró concebir en toda su anormalidad»; esos «elementos de horror oculto y de espanto soterrado» que en sus mejores cuentos «llegan a adquirir una sustancia y una agudeza realista casi incomparables». Y aunque reconociera que Machen «tiene una intensidad histérica que yo nunca he experimentado ni entendido, una seriedad que es una limitación filosófica», y admitiera que «a su prosa le falta la incesante fuerza y el carácter impresionante que convierten cualquier obra de Poe en un delirio concentrado», no dudó en considerarlo un «titán, tal vez el más grande autor vivo» , cuyo estilo —confesaría humildemente— «posee un ritmo y una música que yo nunca he podido lograr, y que ni siquiera puedo imitar sin parecer afectado».
Aparte de enriquecer su onirismo de raíz dunsaniana, la aportación de Machen al orbe lovecraftiano fue más decisiva de lo que a menudo se suele admitir. Las principales preocupaciones de Machen parecían un anticipo de las inquietudes típicamente lovecraftianas, y su tema clave —la pervivencia de fuerzas del pasado- ya estaba presente en algunos cuentos suyos, como "Polaris", "La ciudad sin nombre" o, en cierta medida, el primerizo "La tumba", antes de que lo descubriera en 1923. En cualquier caso, las coincidencias temáticas entre uno y otro son bastante abundantes para ser consideradas meramente casuales: insólitos artículos en pequeños periódicos que proporcionan preocupantes pistas acerca de antiguas supervivencias y razas que vuelven a salir a la superficie para atacar a los humanos; misteriosos grupos endogámicos de campesinos que saben más de lo que dicen; inquietantes vestigios del periclitado mundo pagano; siniestros cultos escondidos con extraños ceremoniales precristianos. Lo cierto es que ambos tuvieron una educación similar y los escritos del místico soñador galés exudan una manifiesta sexualidad reprimida: "La novela del polvo blanco" (1895) ha sido interpretada como una fantasía onanista.
La influencia del imaginativo Machen es particularmente evidente en "El horror de Red Hook" (1925), con su epígrafe extraído de "The Red Hand" (1895), su referencia a la magia de los turanios (el cuento macheniano "The Turanians" se había publicado un año antes), su detective de la policía de Nueva York Thomas F. Malone cuyo incuestionable modelo es el propio escritor gales, y la inclusión de expresiones del tipo de «la sensación de misterio latente siempre presente en la existencia» o «la oculta belleza y el éxtasis de las cosas». Igualmente "Aire frío" (1926), que se anticipa a las modernas investigaciones criogénicas, se inspira vagamente en "La novela del polvo blanco", pese a ser en apariencia una palmaria imitación de Poe. Asimismo el sello de Machen parece indiscutible en las evocaciones topográficas de Marble- head (camuflada de Kingsport) en "El ceremonial" o "La extraña casa elevada entre la niebla", de Providence en "La casa evitada" (1924), o de Nueva York en "El horror de Red Hook" y "Él" (1925). Y es probable que las referencias a la antigüedad romana que aparecen en "Las ratas de las paredes" (1923) sean también deudoras del autor galés, a quien por aquellas fechas ya leía con fruición.
Así como Machen se enfrentó al gran misterio de la emergencia de una conciencia maligna que produce horror y causa daño, sin poder disimular ni su secreta atracción ni su nostalgia por el prohibido mundo mágico de las tradiciones que había mamado en su infancia (mitos celtas, hadas, etc.), Algernon Blackwood, otro de los grandes maestros modernos del terror según Lovecraft, lo contempló desde sus propios temores y ambigüedades y su reacción fue la huida. Aun admitiendo que es «menos intenso que Machen a la hora de describir el paroxismo del puro terror», Lovecraft, que empezó a leerlo en 1924, reconoce estar «infinitamente más identificado [que él] con la idea de que sobre nuestro mundo gravita constantemente otro mundo irreal que nos hostiga». Y aunque no se privó de formular algunas objeciones a su voluminosa e irregular obra —su «afán didáctico», «alguna que otra extravagancia», «cierto abuso de la jerga ocultista», «lo difuso e interminable de algunos de sus textos debido a su excesiva elaboración y a su estilo algo periodístico y descarnado, carente de esa magia y esa vitalidad capaces de suscitar sensaciones concretas y matices excepcionalmente sugerentes» — jamás dudó de su genio, «ya que -en su opinión- nadie ha conseguido igualar esa habilidad, seriedad y minuciosa fidelidad con que alude a extraños matices en los seres y en las experiencias ordinarias, o esa intuición preternatural con que construye detalladamente las impresiones y percepciones que conducen de la realidad a una visión o una vida supranormal». De él tomó, pues, «la convincente y sobrecogedora sensación de inminencia de extrañas regiones o entidades espirituales» que «evocan como ninguna otra sus principales obras» . Esa fascinación casi mística de sus personajes por la vida secreta del cosmos, poblado de entes vagos e indefinidos, seres primordiales que han sobrevivido hasta nuestros días, o divinidades incorpóreas, elementales y terribles, que personifican las fuerzas naturales (espíritus del bosque, de las aguas, del valle, de la nieve, de la noche, etc.) y nos retrotraen a un pasado, largo tiempo olvidado, en que nos sentíamos fundidos con el universo circundante.
Por ejemplo, en "La llamada de Cthulhu" (1926), pieza básica e inicio del ciclo de Cthulhu, escrita nada más abandonar Nueva York y regresar a Providence, Lovecraft utiliza como lema introductorio o exordio una cita de Blackwood, extraída de su novela The Centaur (1911), para justificar que atribuya a sus monstruos un origen extraterrestre y no sobrenatural: «Es posible que tales poderes o seres sean una supervivencia [...] la supervivencia de una época enormemente remota en la que [...] la conciencia debía manifestarse a través de formas y figuras que desaparecieron hace ya mucho tiempo ante la ascendente marea de la humanidad [...], formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo bajo la denominación de dioses, monstruos, seres míticos de todas clases y especies». Un año después, en "El color de más allá del espacio" (1927), Lovecraft expresaría un tipo de amenaza cósmica similar a la del imperecedero cuento de Blackwood "Los sauces" (1907), aunque más que de un influjo concreto podría hablarse de una afinidad esencial. Y uno de los más conocidos entes salidos de la pluma de Blackwood, "El Wendigo" (1910) -reminiscencia de olvidadas supersticiones indias que, apelando al mágico recuerdo de una época feliz y venturosa hace mucho periclitada (la nostalgia del Paraíso), cobran existencia real con la sana intención de conseguir una «ampliación de la conciencia»-, pasó pronto a formar parte del panteón de los Grandes Antiguos bajo el apelativo de Ithaqua, «El que camina en el viento», aunque tal incorporación la llevara a cabo en realidad el discípulo predilecto de HPL, August Derleth, quien, a la muerte de aquél, ordenó, completó y sistematizó el creciente cuerpo doctrinal sobre Cthulhu que fue acumulándose gracias al llamado «círculo de Lovecraft».
Una influencia similar si no mayor que la de los anteriores en la obra de madurez de Lovecraft, a la que me referiré más extensamente en el segundo tomo de su obra narrativa completa, fue la que desempeñó el británico William Hope Hodgson, en cuya práctica totalidad de relatos y novelas la idea central es el terror cósmico. O sea, el miedo como experiencia emocional ante la presencia de sobrecogedoras e incomprensibles fuerzas elementales, encarnadas en multitud de pesadillescas formas semihumanas, «nauseabundas e impías» (singular adjetivación que Lovecraft hará suya y ampliará con especial complacencia), que surgen de los abismos del mundo. Aparte de la innegable similitud de los parámetros estilísticos y conceptuales de los futuros relatos del ciclo de Cthulhu con las turbadoras novelas de Hodgson, de marcada índole profética y apocalíptica, existen otros factores recurrentes en la obra hodgsoniana que influyeron palpablemente en Lovecraft. Por ejemplo, el tipo de sensaciones y percepciones descritas, sugeridas más bien mediante alusiones casuales y detalles aparentemente insignificantes y ominosamente conectadas con parajes o edificios; y, en especial, el prodigioso despliegue de extrañas y amenazadoras entidades al acecho, como las insólitas y viscosas formas de vida o las innominables abyecciones surgidas del mar en sus primerizos relatos marítimos, o las espantosas potencias del trasmundo y las híbridas y «blasfemas» anormalidades (la calificación es, por supuesto, de Lovecraft) que pululan en la atmósfera deprimente de sus novelas visionarias. Y finalmente el hallazgo más imitado por el cine de terror de los últimos cincuenta años, aunque erróneamente atribuido casi en exclusividad a Lovecraft: la existencia de puertas místicas que permiten el acceso a otras dimensiones paralelas.
Finalmente habría que mencionar al reverendo M. R. James, el máximo cultivador del cuento de fantasmas victoriano, considerado por Lovecraft como uno de los cuatro maestros modernos del terror por su innovador planteamiento del mismo desde un punto de vista prosaico basado en los detalles de la vida cotidiana, presentados de manera ligera y coloquial, con pinceladas de malignidad humorística. Aparte de seguir a rajatabla sus tres reglas de oro (el escenario debe ser moderno y conocido; la aparición, malévola; hay que evitar a toda costa la convencional terminología del ocultismo y la seudociencia), de él obtuvo un sinfín de sugerencias que luego convertiría en ingredientes indispensables de sus relatos: manuscritos esotéricos, perversos libros imaginarios, amenazadores jardines o lagos mefíticos, informes abominaciones casi invisibles aunque perfectamente tangibles, y hasta oscuros supervivientes de otras razas que salen de noche a devorar a sus vecinos.
En el ensayo "In Defence of Dagon" (1921), Lovecraft establece tres tipos de literatura: romántica, realista e imaginativa, y coloca a la «ficción sobrenatural» en la última categoría, pero alineándola con el realismo en cuanto a su tratamiento de la psicología y la emoción humanas. Según él, «un cuento, aunque sea extraño, debe ser plausible, excepto en los pasajes en los que esté implicado un elemento sobrenatural». Aunque no niega que toda ficción es deliberadamente irreal, considera que «la fantasía es algo completamente diferente. Se trata de (un arte basado en la vida imaginativa de la mente humana francamente reconocida como tal; y a su manera tan natural y científico, tan verdaderamente emparentado con los procesos psicológicos naturales aunque sean poco corrientes y sutiles) como el más crudo realismo fotográfico. Para Lovecraft- la ficción fantástica sólo sería posible en esa época que ha dejado de creer colectivamente en lo sobrenatural en la medida en que conserve el instinto primitivo para seguir haciéndolo de una manera excéntrica y atomizada. Y, por tanto, el realismo fantástico era el único realismo digno de la magnitud del universo, «Esa rama de la literatura -escribía- que ha sido cultivada por grandes escritores como Lord Dunsany y por fracasados como yo, es el único realismo verdadero, la única torna de posición del hombre frente al universo».
Sin embargo, la realidad aun presentada como simulacro o «simulación deliberada» (como afirma Joyce Carol Oates), aparece en sus relatos como algo bastante horrendo y hostil. S. T. Johi compara, por ejemplo, la espléndida ciudad ficticia de "Al otro lado de la barrera del sueño" con la pesadillesca realidad descrita en "El más allá": «Un mundo espantoso en el que prácticamente estamos desvalidos». Para Lovecraft el realismo no era, pues, una meta sino un propósito, y no dudaba en declararse realista: «Estoy plenamente convencido de que, en esencia, toda mente creadora es fruto que crece del humus de su propia tierra natal, y de que ningún material creativo se adapta a aquélla tan perfectamente como el rico colorido y los antecedentes históricos de ésta. Ya habrán observado ustedes que en mis cuentos he puesto mucho de mi propia Nueva Inglaterra». En toda su ficción la realidad produce una conmoción en el protagonista. Su técnica consiste precisamente, como él mismo ha explicado muy bien, en «tomar la realidad como es, aceptando todas las limitaciones de la ciencia más ortodoxa». Sus relatos más evocadores están situados en lugares que parecen bastante «reales» al principio, pero sus escenarios, cual fotografías que poco a poco fueran difuminándose, insinúan un trascendentalismo simulado en el que en todas partes se percibe vitalidad excepto posiblemente en los seres humanos. Por más que están estrictamente ambientados en época moderna, podrían estar escritos -según conjetura J. Vernon Shea— «en tiempos de Walpole o de Maturin», y en ellos tanto los sentimientos como el ambiente que se respira parecen indefectiblemente del siglo XVIII.
«El conflicto con el tiempo me parece el tema más eficaz y provechoso de toda expresión humana», comentó una vez Lovecraft. No en balde pensaba que Proust (otro navegante en el tiempo que compartió con él la costumbre de enclaustrarse para trabajar, la omnímoda influencia materna y la habilidad para transmutar ciudades: Illiers/Combray y Providence/Arkham) era el más grande escritor contemporáneo, al que prefería por encima de Poe, Dunsany, Machen, Blackwood o Ambrose Bierce, debido a la sutileza y belleza de su tratamiento del tiempo. Desde que era niño Lovecraft se dio cuenta de que el tiempo era su mayor enemigo, y siempre habló de su arte como de una «derrota del tiempo». En sus Notes On Writing Weird Fiction (publicadas póstumamente en junio de 1937 en Amateur Correspondent) lo dejaba bien claro: «La razón por la que el tiempo desempeña un papel tan importante en muchos de mis relatos se debe a que este elemento surge en mi mente como la cosa más profunda, dramática, espantosa y terrible del universo». A desarrollar este tema dedicó lo mejor de sí mismo. Evitar los estragos del tiempo, abandonar este mundo inestable, suponía buscar un refugio, un lugar estable: de ahí la febril búsqueda de muchos de los protagonistas de sus relatos de una ciudad intemporal donde no se produzcan cambios; algo sólo posible en los sueños. Otra forma de escapar a las garras del tiempo, y con ello a la corrupción de la carne, podía consistir en deshacerse del «vulgar cuerpo», como ocurre en "Al otro lado de la barrera del sueño". Pero en su intento de derrotar al tiempo muchos de sus personajes son vencidos por él: pueden llegar a descubrir, para su horror o su loco júbilo, que de hecho están emparentados genéticamente con sus monstruosos antepasados y que éstos viven en ellos.
La gran variedad de temas que abarcan los relatos de Lovecraft constituye un auténtico compendio de los propios miedos del autor, ya sean del pasado o del futuro: la degeneración en todas sus formas incluyendo la mutación degenerativa ("El extraño", "El miedo que acecha", "Las ratas de las paredes", "La sombra sobre Innsmouth"), el bestialismo y el mestizaje ("Arthur Jermyn", "La llamada de Cthulhu", "El horror de Dunwich"), la decadencia ("Él", "El horror de Red Hook"), la regresión ("Las ratas de las paredes", "El ceremonial") y hasta el racismo más simplista ("La calle", "Él", "Red Hook"). Lo más característico de todos ellos es que, por lo general, a excepción del narrador y algún ocasional amigo, no aparecen otros personajes, y si los hombres suelen ser meras «marionetas», las mujeres prácticamente no existen. El hipersensible y exangüe héroe lovecraftiano suele ser casi invariablemente un neurasténico y solitario erudito, un tanto desequilibrado y algo ridículo, con una viva imaginación pero escasa energía, desprovisto del menor sentido de la realidad y por lo general depositario de conocimientos prohibidos, que se siente continuamente espiado y a quien nadie cree ni toma en serio. Nunca siente necesidad de comer ni de beber, ni menos aún de tener contactos sexuales; más que desplazarse, parece flotar, como en un travelín cinematográfico; su movilidad es siempre desconcertante y su comportamiento abstracto, imprevisible. El descubrimiento de alguna anomalía o violación de las leyes naturales no altera la pasividad que le caracteriza: muestra una cautelosa tendencia a expresar innumerables reservas irracionales a los fantásticos hechos que ha observado de manera tan convincente y objetiva, hasta que, sin ningún género de duda, se le revela la terrible verdad pero, incapaz de afrontarla, enloquece o pierde el conocimiento. Su búsqueda está siempre orientada hacia el pasado, es una vuelta a lo mis profundo de sí mismo. En realidad su aventura aparente consiste en un auténtico periplo interior que le conducirá a enfrentarse con su propia imagen, y. rompiendo todos los tabúes, a hacer resurgir los monstruos del pasado. O sea, nada que ver con los personajes de la «era del jazz» o la Gran Depresión que nutren las novelas de sus coetáneos: son más bien una versión idealizada del escritor, que sin embargo no vaciló en autoparodiarse en “Herbert West, reanimador” (1921) o “El sabueso” (1922). Pues, como afirmó Vincent Starrett, «el propio Lovecraft fue su más fantástica creación». Y aunque Robert Bloch insista en que «el cuadro del hombre retraído y solitario que persigue sombras y pasea de noche en antiguos cementerios no es completo», no es menos cierto que este «Epicuro de lo terrible» (en palabras de Joshi) se inventó a sí mismo y se encargó de fomentar su propia leyenda hasta convertirse en un escritor de culto, cuya «rareza -si es que hubo tal rareza- residió en que su torre de marfil estaba mejor construida y era más bella que la mayoría, y que invitaba al mundo entero a visitarla y a compartir sus riquezas».
 ESTA EDICIÓN


A excepción de “El horror de Red Hook” -que en 1927 fue incluido en una antología inglesa de Christine Campbell titulada You’ll Need a Night Light y un año después en la versión estadounidense de Herbert Ashbury Not at Night- y de "La sombra sobre Innsmouth", del que una pequeña editorial de Pennsylvania (Visionary Press) imprimió en forma privada ciento cincuenta ejemplares ilustrados por Frank Utpatel, Lovecraft nunca llegó a ver editados sus relatos en forma de libro. Después de su muerte, sus amigos y admiradores se dedicaron a recopilar sus relatos dispersos o inéditos y a publicarlos poco a poco. Esta póstuma resurrección tuvo sus adalides en Donald Wandrei y August Derleth, que crearon la editorial Arkham House, cuyo nombre alude a la fabulosa ciudad de Massachusetts donde están situados varios de sus relatos. A partir de los años cuarenta Arkham House fue publicando toda su obra: relatos, poemas, ensayos y correspondencia, iniciándose así la naciente leyenda de Lovecraft, que posibilitó en las siguientes décadas su traducción al francés, español, alemán, italiano, holandés, japonés y lenguas escandinavas, y sus primeras ediciones de bolsillo en la década de los setenta. No obstante, estas ediciones por desgracia reprodujeron (y a veces aumentaron) las inevitables erratas tipográficas inherentes a toda publicación en revistas pulp y no restituyeron las múltiples e improcedentes supresiones a que fueron sometidas en su día. Hasta que la propia Arkham House encargó al máximo lovecraftólogo actual, S. T. Joshi (autor de su más reciente y fiable biografía), la meticulosa corrección de los textos a partir sobre todo de los manuscritos originales del escritor (o copias mecanografiadas de los mismos), que gracias a R. H. Barlow se conservan en la John Hay Library de la Brown University, o recurriendo a sus mismas rectificaciones anotadas a mano sobre los propios ejemplares de las respectivas publicaciones en revistas. De esta manera se restituía al verdadero Lovecraft en su total integridad, respetando su estilo, ortografía y sintaxis, e incluso incorporando posteriores retoques que el autor realizó en algunos relatos.
Esta versión española, que hoy ofrece la editorial Valdemar en dos tomos, ha seguido escrupulosamente la susodicha edición definitiva, publicada por Arkham House en tres volúmenes entre 1963 y 1965 (más un cuarto, Miscellaneous Writings, aparecido en 1995), que no incluye los relatos escritos en colaboración con otros autores, a excepción de "A través de las puertas de la llave de plata", clausura del ciclo onírico de Randolph Carter que indudablemente no podía faltar. A diferencia de aquella edición se ha respetado el orden cronológico de los relatos, establecido por el propio Joshi con la ayuda de David E. Schultz, con la salvedad que se especifica pertinentemente.
Ahora que acaba de alcanzar la suprema consagración de los literatos estadounidenses: entrar a formar parte de la selecta y restringida colección de clásicos de Library of America (equivalente de La Pléiade francesa) es el momento oportuno para que Lovecraft disponga, por fin, de la definitiva edición en castellano que tanto se ha hecho esperar, por primera vez completa, prolijamente anotada y rigurosamente fiel a los originales.
Juan Antonio Molina Foix

lunes, 19 de mayo de 2014

Literatura Gótica.VATHEK. Autor: William Beckford.


Merecedora de un largo y cálido elogio de H. P. Lovecraft en su ensayo `El horror en la literatura` (BT 8163), esta novela de WILLIAM BECKFORD (1760-1844) narra la historia del califa VATHEK, personaje desmesurado a quien su sed de conocimiento acaba precipitando en el Palacio del Fuego Subterráneo, el Infierno, donde encuentra a otros príncipes condenados que le relatan, a su vez, sus desventuras, dando lugar a los llamados tres `Episodios`, publicados usualmente de forma exenta y desvinculados del texto original que los motivó. La presente edición de Javier Martín Lalanda corrige esta omisión histórica y reúne el texto íntegro de un relato que une al exotismo de lo maravilloso y del cuento oriental la truculencia de la narración gótica y un peculiar e irreverente sentido del humor.
Fuente:N.N.


Comentario e introducción de: STÉPHANE MALLARMÉ
                                                   VATHEK

CUENTO ÁRABE


WILLIAM BECKFORD



BRUGUERA

Título original: VATHEK, CONTE ARABE
Traducción: Manuel Serrat Crespo
1.° edición: julio, 1982
 WILLIAM BECKFORD


Nació en 1759 en Fonthill Giard (Inglaterra). Era el único hijo legítimo de sir William Beckford. Lord Mayor del reino, de quien heredó una inmensa riqueza. En 1796 comenzó a construir en Fonthill un fantástico palacio que albergaría su colección de manuscritos y obje-tos artísticos. Beckford fue un bibliófilo único en su época. Tras haber gastado buena parte de su fortuna en manuscritos e incunables, murió en Bath en 1844. Su única hija, la duquesa de Hamilton. donó una parte de la colección a la Biblioteca de Berlín. El resto se subastó en Londres, entre 1882 y 1884, alcan-zándose precios nunca pagados hasta enton-ces por una biblioteca privada.
 Prólogo a Vathek (Edición de 1876)

¿Quién no ha lamentado el fracaso de la ambición sublime del escrito en prosa más rico y más agradable, tan disfrazada de suyo como enmascarada por nosotros? Velo cubriendo,  para mejor revelarlas, las abstracciones  políticas o morales con muselinas de la India,  en el siglo XVIII, cuando imperó el cuento oriental; y ahora, según la ciencia, el tal género  levanta, de la auténtica ceniza de la historia,  las ciudades y los hombres, eternizado por el Román de la Momie y Salambô. Salvo en la Tentation de Saint Antoine, ideal que entremezcla épocas y razas en una fiesta prodigiosa,  como el relámpago de Oriente moribundo, ¡buscad! En libracos pasados de moda, cuyas hojas no conservan, de toda síntesis, más que difuminación y anacronismo, flotan los nuba-rrones de perfume que no descargaron. La cau-sa: innumerables disertaciones y, a fin de cuen-tas, según temo, el azar. Tal vez una serena ensoñación, creada por nuestra fantasía sólo para sí misma, llegue hasta los poemas; pero su ritmo la llevará más allá de los jardines, los reinos, las salas; allí donde las alas de Pairikias y Djinns fundidas al aire, no queden tras éxtasis alguno más que diseminada pureza  y diamante, como estrellas a mediodía.

Un libro que, en más de un caso, mal disimulada  al principio su ironía, mantiene el antiguo tono y, por el sentimiento y el espec-táculo auténticos, participa de la moderna novela evocatoria, me ha satisfecho algunas veces, bien como transición o bien como producto  original. La deficiencia de numerosos es-fuerzos que tienden hacia el tipo recientemen-te entrevisto no me obsesiona al leer estas ciento y pico de páginas; de las que más de una, además de preocuparse por bromear a sabiendas, revela en quien las escribió la necesidad  de satisfacer la imaginación con objetos exóticos o grandiosos. La fecha, pronto secular, colocada bajo el título es sólo, para el erudito, una cifra; pero yo quisiera previamente seducir al soñador.

La historia del califa Vathek comienza en lo más alto de una torre, desde donde se lee el firmamento, para terminar en un subterráneo encantado; cuadros graves o gozosos, y prodigios cubren el lapso de tiempo entre ambos extremos. ¡Magistral arquitectura de la fábula  y de su no menos hermoso concepto! Algo fatal, algo que parece inherente a una ley apresura  la caída, del poder a los infiernos, de un príncipe acompañado de su reino; solo, al borde del precipicio, quiso renegar de la religión oficial, en la que la omnipotencia se fatiga de ir unida a la universal genuflexión, por prácticas  mágicas aliadas a un insaciable deseo. La aventura de los antiguos imperios cabe en este drama, en el que actúan tres personajes: una madre perversa y casta, presa de ambiciones y de ritos, una amante nubil y, único digno, en su singularidad, de oponerse al déspota, un —¡ay!—, lánguido, precoz marido, ligado por retozonas bodas. Así distribuidos los papeles, y entre deliciosos enanos devotos, guhls y otros figurantes que hace concordar con el decora-do, misterioso o terrestre, surge de la ficción un insólito boato; sí, los métodos del arte de la pintura, mal conocidos antaño, como la acu-mulación de lo insólito producida sólo por su carácter único o una fealdad, una bufonería, irresistible y amplia, que sube en un crescendo casi lírico, la silueta de las pasiones o los ceremoniales,  ¿y qué no añadir? Apenas si el te-mor a detenerse en tales detalles, perdiendo de vista el objetivo de tan gran ensoñación na-cida en el pensamiento del narrador, le hace abreviar demasiado; dando un apresurado as-pecto a lo que el desarrollo hubiera puesto en evidencia. Tanta novedad y el color local, so-bre lo que se arroja, de paso, la moderna afi-ción para hacer de ello una especie de orgía, no bastarían si consideramos la grandeza de las visiones que ofrece el tema; donde se des-velan, a su vez, cien impresiones más cauti-vadoras aún que los procedimientos. ¿Es ne-cesario aislarlas en fórmulas claras y breves? Temo no decir nada anunciando la tristeza de perspectivas monumentales muy vastas, unida al mal de un destino superior; también el espanto causado por arcanos y el vértigo por la exageración oriental de los números; el remordimiento  que se advierte a causa de crí-menes vagos e imprecisos; las virginales languideces  de la inocencia y la plegaria; la blasfemia,  la maldad, la muchedumbre. Una poesía  (cuyo origen no esté en otra cosa, ni la costumbre de sentirla entre nosotros) inolvi-dablemente ligada al libro aparece en una cier-ta y extraña yuxtaposición de inocencia casi idílica con las solemnidades, enormes o va-nas, de la magia; entonces se colorea y se anima hasta el malestar, como las negras vi-braciones de un astro, el frescor de escenas naturales; pero no sin exhalar en esta aproxi-mación al sueño algo más simple y más ex-traordinario.

Bien: este cuento, tan distinto a Las mil y una noches, ¿qué es?; o ¿cuándo brilló y a cau-sa de quién?

Bajo la tutela de los lores Chatham y Littleton, ansiosos de convertirle en un destacado político, estudiaba, mimado por su madre y alejado de su lado para concluir una suntuosa educación, el hijo del difunto lord-alcalde Beckford (cuya orgullosa alocución a Jorge III puede  leerse en un monumento erigido en Guildhall). Pero bajo las bóvedas de la mansión provinciana, con el silencio, un genio, el de la fascinación de Oriente, eligió aquella juventud; exiliado de los grimorios de la biblioteca paterna y de cierto Boudoir Turco, le dominó en Suiza, durante los cursos de Derecho y Cien-cias, y le siguió a través de Holanda, Alema-nia e Italia. Conocer a los clásicos, deposita-rios de los anales civiles del mundo antiguo, encantaba al adolescente como un deber, inclu-so en lo referente a poetas como Homero, Vir-gilio; pero los escritores persas o árabes eran como una recompensa; y dominó una y otra de ambas lenguas orientales, como el latín y el griego. Advertencias, ruegos, insinuaciones e, incluso, reprimendas, amistosa confiscación de los volúmenes demasiado hojeados, ninguna maniobra de la razón podía conjurar el hechi-zo; por lo tanto, ningún otro empleo inmedia-to impidió a William Beckford, desde las pri-meras horas de su mayoría de edad, libre y en posesión del sueño, verter en el papel —tal vez a comienzos de 1781— Vathek. «Lo es-cribí en una sola sesión y en francés —contó mucho más tarde el principiante— y me cos-tó tres días y dos noches de mucho trabajo»; «ni un sólo instante me quité la ropa»; «tan rigurosa aplicación me hizo enfermar». ¡Hasta qué extremos, sobre tal proyecto, se estable-ce el imperio de una fatalidad! ¿Preexistía ya algún plan para el tema, que nosotros consi-deramos de un perfecto equilibrio?; en absoluto,  cree el autor; si omitimos la antigua adaptación  a sus instintos, todo grandeza y her-mosura, del sueño latente. ¿Dificultad en las figuras clave así como en la puesta en escena?; tampoco, pues la mirada de la infancia había convertido el primer techo en un refugio de mil visiones árabes; cada huésped, tomado del mundo real, fue adornándose también con la seducción o el horror exigidos por el cuento. «Difícilmente hallaríais algo semejante en alguna  descripción oriental [valga la cita]; fue obra de mi propia fantasía. La vieja mansión de Fonthill poseía una de las salas más vastas del reino, alta y de sonoros ecos; y numerosas puer-tas se abrían a ella desde distintas partes del edificio por oscuros, largos y sinuosos corredores.  De ahí extraje mi sala imaginaría, o de Eblis, engendrada por la de mi propia residen-cia. La imaginación la coloreó, la engrandeció y la revistió de un carácter oriental. Todas las mujeres que se mencionan en Vathek fueron el retrato de las que habitaban la morada fa-miliar del viejo Fonthill, con sus cualidades, buenas o malas, exageradas para adecuarlas a mis designios.» Confidencias de edad madura, cuando sumerge de nuevo su mirada en el curso de los primeros, transparentes años; pe-ro en exceso breves y cerradas por estas pala-bras significativas: «Lo hice todo siguiendo mi idea. Tenía que elevar, magnificar, orientalizar cada cosa. Planeaba, en mi joven fantasía, sobre  las alas del antiguo pájaro árabe Rock, por entre los genios y sus hechizos, ajeno ya al mundo de los hombres.»

¿De acuerdo con qué misteriosa influencia, conocida ya aquella que transmutaba por com-pleto una morada, el libro fue escrito en fran-cés?, paréntesis que no colma ningún vestigio de las notas dejadas o las palabras que se han conservado. Tanto como la necesidad de bu-cear en las obras de Herbelot, de Chardin o de Salé, reconocida en la anotación final (ya también en otra, no citada en absoluto, Abdallah o las Aventuras del hijo de Haniff, envia-do por el sultán de las Indias al descubrimiento  de la isla de Borico, etc., 1723), fuentes de casi todo el aparato oriental, un uso seguro de nuestra lengua, aprendida pronto en Londres y practicada en la sociedad parisina y, durante tres años, en Ginebra, explica los motivos o el don que tuvo el escritor para elegirla. Hecho fundamental éste de recurrir a un habla distinta de la natal para liberarse, por medio de un escrito, de la obsesión que reinara a lo lar-go de toda una juventud: renunciad a hallar en ello todo lo que no sea esa especie de solemnidad con que se debe emprender una tarea de carácter único, distinta a cuanto va a ser la vida .

Apartar, en un segundo movimiento, los ojos del escrito para regular, concesión también de la edad legal, la disposición de una fortuna por aquel entonces considerable (con una renta de unos dos millones quinientos mil francos) era cuanto debía hacerse. Terminado el ciclo de los viajes, uno junto a su joven y bellísima esposa, y otros solo, para pasear por todas partes la muerte y los recuerdos, llegó la hora del regre-so, pero sin la obsesión de antaño. Aquella imaginación de vastos designios, como privada de su finalidad espiritual, ya alcanzada, y sin embargo idéntica, comenzó a derribar piedra a piedra el viejo Fonthill House, que se refle-jaba en el espejo de un monótono estanque, para levantar no lejos Fonthill Abbey, entre jardines aclamados como los más bellos de Inglaterra. Resurrección de todo lugar y todo tiempo, llevada a cabo con grandes gastos, el único sueño invitado a poblar el nuevo inte-rior tuvo, como materiales, los del arte uni-versal representado allí en sus maravillas: el cielo contemplaba inmensas colecciones de flores.  Nada de falsas preocupaciones ni de bús-queda de los honores sociales: sólo tapizar, al igual que colmar, la magnífica construcción de sedas y jarrones, disponiendo cada mueble con un gusto desconocido hasta entonces, ¡eso es! Y aquel deseo, caro a todo gran espíritu, aun re-tirado, de dar fiestas; una en la que Nelson, siguiendo a la segunda lady Hamilton, aplaudió a su sirena en un trágico y escultural diverti-miento. La tranquilidad, favorable para la me-ditación de los productos puros del espíritu: no hay libro alguno perteneciente a la gran ge-neración que no pase por las manos del bibliófilo, amante de amplios márgenes donde escri-bir sus juicios. Por discreta que su aportación fuera, entonces no tomó mayor relieve al salir a la luz felices parodias del canto «fashionable» en boga: The Elegant Enthusiast y Amezia, rhapsodical, descriptive and sentimental romances, intermingled with pieces of poetry  quie-ro destacarlos de aquella vena sarcástica y per-sonal que proporcionó al muchacho de diecisiete  años una History of extraordinary painters, mixtificación para uso de los campesinos visi-tantes de la galería paterna; o produciría, en un futuro lejano todavía, un Liber veritatis (título casi cambiado por el de Book of Folly), panfleto heráldico sobre las pretensiones a una antigua nobleza de bastantes miembros del parlamento, que permaneció en manuscrito. Opúsculos privados todos ellos, pero de brillan-te verbo y hechos para ser leídos en voz alta en un círculo de familiares cuando languideciese  la conversación; caso raro en el salón de un conversador cuya vivacidad desbordaba de agu-dezas. Escuchad una frase al azar: «Las verda-des importantes, sin exceptuar una sola, fueron el resultado de esfuerzos aislados; ninguna fue descubierta por la muchedumbre y puede per-fectamente suponerse que ninguna lo será jamás; todas proceden del saber, unido a la reflexión de espíritus altamente dotados: los grandes ríos brotan de fuentes solitarias.» Podremos  convencernos de que los mágicos des-plazamientos de mansión significaron en el soñador superviviente al Cuento árabe, tantos juegos como aquellos en que la imaginación se complace en cataclismos o en ediñcios de nubes; a falta de objeto inmediato persistió también el gran don literario. Vender la misma  abadía, cuyo estilo se indicó minuciosa-mente a un arquitecto mediocre y célebre, tras algunas peregrinaciones, no fue (el día en que se produjo cierta reducción del patrimonio) más que la decisión de un instante; luego en las últimas construcciones más próximas, a la ciudad, Bath, en Lansdown dominado todavía por una torre, solitaria como un faro, ir, hasta la víspera de su muerte, a depositar mil anti-guos recuerdos en resplandecientes páginas. Italy and Sketches from Spain and Portugal, una Excursion to the Monasteries of Bathala and Alcobaga ; retened tales títulos que ya-cen en el repertorio de los más bellos escritos de una literatura. El joven heredero cosmopolita del mil setecientos y pico había, gracias a un tren principesco y al uso de recomenda-ciones casi diplomáticas, penetrado a tiempo los arcanos de la vieja Europa; pero con una visión de dilettante apta para discernir, ante todo, lo pintoresco. Aquel género, el Viaje, fue llevado de pronto al mismo grado de perfec-ción que en varios de nuestros poetas, por un estilo igual al suyo: el del coleccionista de pa-labras brillantes y auténticas, utilizadas con la misma prodigalidad y el mismo tacto que si fueran objetos preciosos, fruto de excava-ciones. Cuadernos de notas conservados y uti-lizados tardíamente: o bien, en una hoja de papel cercana al testamento, un pasado surgi-do hasta ese punto ante una memoria, la biografia  no se atreve a precisar la génesis de aquellos escritos; y su asombro crecería tanto en un caso como en el otro. De cualquier modo, semejante obra, cuya fecha secreta oscila entre el comienzo y el final de una vida, basta para honrarla por completo como si hubiera, incluso en el volumen principal correspondiente  al francés, dado vida a uno de los escritores de Inglaterra. El 2 de mayo de 1844, con sus ojos levantados a menudo de entre los tesoros del pensamiento o la hechura humana, hacia los amplios ventanales, y tras haber visto casi un cuarto de siglo y la mitad del otro llevar de nuevo al mismo paisaje sus estaciones, los cierra aquel gentleman extraordinario; a excepción del talento, figura idéntica a la de Brummel: aunque quizá el dandy fascinador de la época es vencido por el aficionado Beckford y su solita-rio fasto. A usted, lector, sin las mil rábulas y el absurdo, se muestra, ligada aquí casi por com-pleto al escrito imaginativo en cuestión como lo estuvo para la intuición de sus contemporá-neos, la existencia de aquel que se llamó, hasta  el último de sus días, el Autor de «Vathek».

Todo resplandece como excepcional, el hom-bre en su paraje y, en cuanto a él, la obra: ¡y, en principio, el empleo del francés!, causa de que no se quiera ya saber nada del Prefacio, aten-tos a conocer por uno mismo, como a mí me incumbió hace unos momentos extraer de él una muy especial poesía, el placer que ofrece en definitiva la lectura. Pese a todo yo niego ese derecho: pues el Cuento existe aquí, ¡sea!, pero tras vivir muchas peripecias que, por una loable curiosidad, deben ser conocidas. A un juicio precipitado por sus deseos, que sería tal vez la naturalización del libro, le faltarían notoriamente  algunos prolegómenos destinados a conferir fastuosidad, si ustedes no aguarda-ran. Alguien podrá advertir, incluso, que existe un misterio marginal (pero cuya constatación hay que tener en cuenta ahora): el de los epi-sodios mencionados en la página 199 : tres, sin añadirles The Story of Al Raoui, a tale from the Arabic, London, printed by Whittingham M. C. Geesweild, Pall Mall and sold by Robinsons  1799 , sesenta cuadernillos ingleses senci-llamente despojados, hacia 1782-83, del idioma oriental primitivo. Tal excedente, de nuevo en nuestra lengua y en modo alguno superior o incomparable a Vathek, será conocido; uno de los relatos al menos, fue, a partir de 1835, quemado por «demasiado extraño», dice Beckford al auditor de dos cuadernos conserva-dos. Me seduciría la tarea de obtenerlos todos; pero sólo cuando mis compatriotas hayan conocido la muestra que les fue por dos veces ofrecida: desconocida entre nosotros, ilustre en otros lugares, y que vio la luz en la lengua en que se escriben las líneas de esta reivindi-cación.

¿Por qué ignorada concurrencia de hechos este libro no fue, en el siglo pasado o en el presente, conocido por nadie? Oscuridad; que, en vez de esclarecer, yo hago más densa al citar las oportunidades de una notoriedad du-rante mucho tiempo, y como con habilidad, eludida. Anónima, apareció en París y Lausanne, en 1787, una edición simultánea del tex-to auténtico (antes de la redacción, y casado desde entonces, el autor residió a orillas del Leman): precisamente uno de los paquetes de dicha edición fue enviado, en hojas sueltas, a nuestra rue de la Harpe. Que mirada vigiló, en-tonces, todas las cosas: sucedió durante aquella excursión a Portugal iniciada para distraer el dolor de una viudez; y París sólo fue, tal vez, apresuradamente cruzado en otoño de 1786, po-cos meses después del fin de la perdida com-pañera; ¿y, por lo tanto, en una disposición de ánimo muy distinta a la de hacer imprimir una obra escrita algunos años atrás? La entrega  del manuscrito se efectuó en el anterior viaje de novios (suposición arriesgada también) y, probablemente, fue enviado desde el cas-tillo de la Tour, cercano a Vevay, después de 1783, a menos que los recuerdos hallados en Fonthill del juvenil aislamiento y de la inspi-ración no hubieren avivado en un inconsola-ble el proyecto de relacionarse con el librero de aquí, en la época situada entre su regreso de junto a los queridos restos y su huida a Portugal. Todo revela la duda en la hipótesis que pretende un acercamiento de la tardía fe-cha; y también esto, que entre tantas notas ínti-mas o empeñadas en no olvidar un solo detalle curioso (que sirven en conjunto como mate-rial para las Cartas de Viaje) alguna ilusión hubiera traicionado la llegada a los reales bosquecillos y las fiestas, en Lisboa, del volumen e tinta reciente; si no ya de las «pruebas». Este raro ejemplar que poseo, rescatado de entre los libros de saldo, ¿de dónde salió? En él se esclarecen varios puntos: sobre todo uno, el de los «Episodios»; y otro de utilidad para la conclusión de mi noticia, pues en él se indica el origen de una versión inglesa: pe-ro ni uno solo que resuelva la cuestión que se debate. Leed. «La obra que presentamos al pú-blico fue escrita en francés por el señor Beckford. La indiscreción de un literato, a quien ha-bía sido confiado el manuscrito hace tres años, permitió que fuera dada a conocer la traduc-ción inglesa antes de la publicación del origi-nal. El traductor llegó a asegurar por su cuen-ta, en el prefacio, que Vathek había sido tra-ducido del árabe. El autor denuncia la false-dad de este aserto y se compromete a no en-gañar al público en las otras obras de este género que pretende dar a conocer; las extrae-rá de la preciosa colección de manuscritos orientales dejada por el difunto señor Wortley Montague, cuyos originales se hallan en Londres, en casa del señor Palmer, administrador  del duque de Bedford.» ¡Difícil perspi-cacia! Debió producirse, entre el general en-friamiento debido a los numerosos retrasos de una publicación olvidada y pagada desde mu-cho tiempo antes, tras la aparición súbita de aquel Vathek, editado por Poincot, a espaldas del joven autor que, al pasar de nuevo por París, en 1788, no se confía a nadie en lo referente  al Cuento Árabe, bien porque el poco caso hecho a su aparición no le alienta a iden-tificarse, o bien obedeciendo a cierta suscepti-bilidad de su familia. Puede dudarse, dado el unánime silencio de los anales de la época, que hubiera enviado un ejemplar dedicado a al-gunas de las celebridades literarias. El adoles-cente, dirigiéndose a Ferney con su preceptor, saludaba, diez años antes, a Voltaire, muerto cuando apenas comenzaba a brillar, fuera de los salones paternos, la futura madame de Staël, visitada más tarde por el hombre ma-duro en Coppet. Tras escudriñar cien memoriales , estos dos son los únicos de nuestros literatos abordados por Beckford; y la socie-dad francesa que le acogió a su paso se limita a los círculos de la alta aristocracia. Muy orgullosamente tímido, tal vez aguardaba que se le hablara primero de su libro de juventud: nada prueba que lo hubiese nunca empleado con sus nobles huéspedes como objeto distintivo; ni como apoyo para sus cartas de in-troducción, tarjetas de visita o galanteo. Y no es que la persona del señor de Fonthill fuera desconocida, ni siquiera cinco o seis años más tarde, en pleno cambio político: comparsa en las primeras escenas revolucionarias, nuestros cromos muestran un inglés a caballo que asis-te curioso a todo; él. La caída de la Bastilla una vez y, también, la muerte del rey, precedieron  de cerca el regreso a Londres o a sus dominios de aquel extranjero popular; pero aun sin seguras alusiones a la gloría literaria, de la que su despreocupación privaba al país para llevársela a otro, la Comuna se sintió obliga-da a inscribir en su salvoconducto: «París le ve partir con pesadumbre.» Ninguna visita ulterior, que yo sepa, antes del momento, 1815, que corresponde a una nueva publicación, en Londres, del «original» francés: pero es tan largo, entre guerras y la ruina de un imperio, el lapso de las relaciones espirituales entre paí-ses enemigos, que el doble incidente, pese a la celebridad entre los suyos del escritor, pasa desaperbicido. Su estancia, de cierta duración, no dejó de producir la invasión, en Francia y aún más lejos, de varios de aquellos ejem-plares in octavo, encuadernados en papel tostado  cabrilleante, que contienen un grabado en dulce del mal gusto británico de aquella época y alrededor de 206 páginas de texto impreso en tipos imperiales. El volumen (que poseen diversas bibliotecas, en especial Gine-bra), es un Vathek correcto y frío, mostrán-dose mucho más ajeno a la suntuosa fantasía de bibliófilo atribuida a su autor que, antaño, el nuestro, simple y abandonado al azar. Dos palabras, por todo preliminar, confirman, abreviándolo, el prólogo ya citado: «Habiéndose hecho muy raras las ediciones de París y Lau-sanne, he permitido se volviera a publicar en Londres esta pequeña obra tal como la escri-bí. Como se sabe, la traducción apareció an-tes que el original. Es fácil creer que no era ésta mi intención; ciertas circunstancias, sin interés para el público, fueron causa de ello. He preparado algunos episodios: quedan indi-cados en la pág. 62, como continuación de Vathek; tal vez aparezcan algún día (W. Beckford).» Sólo es interesante, exista únicamente otra o haya sido seguida de varias, la edición princeps, perteneciente a Francia por el mismo  lugar de su publicación: y es de tal rareza (en una época en la que todo lo oculto se muestra) que no la menciona con exactitud catá-logo alguno de los usados en nuestra librería. Cuál fue su tirada; cuál su venta, etc.: detalles que olvidó conservar para el literato (que debe en el actual comentario, buscarlos) su ta-tarabuelo, cuyo nombre en calidad de «Syndic des libraires» acompaña la demanda del «privilège du Roy». Siguen conservándose, que yo sepa, cuatro o cinco de aquellos ejemplares franceses de 1787: dos que la Biblioteca Nacional  posee de su propio fondo o de la Biblioteca  de la reina María Antonieta, depositados en la Reserva; otro adquirido por el British Museum a la muerte de Bryan Waller Procter (seudónimo, Barry Conwall), que incluye estas  líneas trazadas por la mano del poeta, ade-más de un antiguo precio de venta: «Vathek L. 2, 10, O - Primera edición muy rara; - ja-más he visto otro ejemplar. - Septiembre de 1870»; y el mío. La edición completa tal vez fuera adquirida de nuevo por el autor, o se dispersara, aquí, en manos de indiferentes: pero  la venta de Fonthill Abbey hubiera exhu-mado algún vestigio: el nombre de algún tomo resonaría, también, en nuestras subastas. Otra sugerencia, novelesca ésta: que todo hubiera servido como material para las «franquicias» (que fueron, durante los bloqueos imperiales, el fraude de los bajeles fletados, por ejemplo, con papeles viejos, siendo arrojada la carga legal  al agua para dejar su lugar a mercancías inglesas de valor, que así quedaban liberadas de tasas). Ni en las profundidades del mar, ni tampoco en la oleada humana se hundió este libro que algún Divo funesto marcó con el sim-ple y puro olvido. Acúsese a la papelera. In-cluso a falta del poeta, que el curioso o el eru-dito no haya, desde mucho tiempo atrás, puesto  un polvoriento dedo en estos cuadernillos, con la ayuda de la locuaz y continua confesión de viejos magazines que decían que el libro había sido escrito originalmente en francés, es para mí al menos un motivo de inquietud. Sí, un hombre del más sagaz gusto, maestro en el relato (y lo constato al releerme), Mérimée, con cuyos escritos algunos fragmentos algo apresurados del comienzo de Vathek y la voluntaria  sencillez de la expresión presente hasta  el final no dejan de guardar cierta seme-janza, pensó en hacer editar, para los exquisi-tos, sus semejantes, la obra: edición comprometida por la crisis de 1870 y las de 1789 o 1815 y también por la muerte del académico.

Con una obstinación no casual, mientras nosotros dejábamos de lado uno de los escri-tos más interesantes redactados en francés, Inglaterra al menos no tenía elogios suficien-tes para la traducción producto del azar. Rea-lizado algún tiempo antes de la publicación del original, aquel trabajo (no lo ignoran ya) fue el resultado de una indiscreción; y tam-bién de un fraude, pues se presentó como tra-ducido, no del texto confiado, sino del árabe. ¿Quién?, el autor lo ignoró casi siempre; y sólo cuando la cuarta edición de su obra se hallaba en pleno éxito la perfeccionó tardía-mente, considerando con benevolencia pasa-ble la falsificación. La impresión producida sobre la generación contemporánea parece haber sido grande y haber contribuido en buena medida  al despertar imaginativo de la época. Mil citas o «ensayos» sobreviven, dispersos entre las revistas inglesas: eco del laudatorio mur-mullo que durante mucho tiempo acompañó, en sociedad, la carrera del libro. Nada de ci-tas en mi breve labor; en las que basta con elegir un volumen y preguntarse: ¿Qué pasa?, sin hojearlo realmente. La respuesta debida a Byron, en vísperas también de revelar un Orien-te, asedia de tal modo las memorias que sólo es preciso transcribirla. «Por la exactitud y corrección del vestuario, la belleza descriptiva y el poder de la imaginación, este cuento, más oriental y sublime que ningún otro, deja muy atrás cualquier imitación europea y posee tales muestras de originalidad que quienes han vi-sitado el Oriente tendrán ciertas dificultades para creer que no es sólo una simple traduc-ción.» Aquel gran genio compartía entonces la creencia común en alguna anónima imitación dé las parábolas árabes, neutro y erróneo fon-do sobre el que destacará, más tarde, la figu-ra de Beckford; implicando en ella, en un célebre  apostrofe, a su propio héroe, le hace exclamar en el primer canto de Childe Harold: «Allí [en Montferrate], también tú, Vathek, el más afortunado hijo de Albión, te hiciste antaño un paraíso, etc., habitaste y concebiste pla-nes de felicidad, allí bajo la faz siempre her-mosa de aquella montaña: pero ahora, como algo maldecido por el hombre, la mágica morada permanece tan solitaria como tú. Apenas si las gigantescas hierbas dejan un estrecho paso hacia las desiertas salas y la puerta abier-ta de par en par: nuevas lecciones al pecho que cree vanos los goces ofrecidos en la tierra; y mezclados con el naufragio por la in-clemente marea del Tiempo .» Tanto dura el asombro que el prosista causó al poeta que, via-jero uno, ve de nuevo la sombra del otro; in-cluso en lugares donde nada parecido a un pa-lacio legendario, levantado durante un paseo de algunos meses por Portugal, ha podido levantarse. ¡Eso basta!, no conozco hoy library que, lujosa y familiarmente, no ofrezca alguna de las numerosas ediciones de Vathek; como li-terato, considero que este relato es algo más que uno de los más orgullosos juegos de la na-ciente imaginación moderna.

Caso especial, único entre numerosas remi-niscencias, de una obra que Inglaterra consi-dera suya y que Francia ignora: aquí el original, allí la traducción; mientras que (para terminar de confundirlo todo) el autor, por el hecho de su nacimiento y por admirables esbozos, no pertenece a nuestras letras aun solicitando en ellas, a pitón pasado, un lugar preponderante  y casi de iniciador olvidado. En este caso el deber, como la solución intelectual, duda: inextricable.
Un extranjero eligió, antaño, nuestra lengua para escribir su obra maestra, perdida con no menor singularidad; ¿qué hacer por nuestra parte? Entre los bibliófilos, multiplicar el original y los pocos volúmenes que nos han llega-do, esmeradamente. Página a página y línea a lí-nea reconstruyendo, el elzevir del siglo XVIII, el tipo y el formato: en papel sin amarillear (si se desea) por consideración así como para no demostrar  que se han dejado transcurrir cien años. Mejor que eso, violentar el Tiempo, cuya detención se revisa, pero no se rompe en principio, estaría mal: convocar al pueblo de los lectores, interesarlo, seducirlo. Y si, una vez acogido a causa de la avidez ordinaria de emociones, incluso espirituales, el objeto cayera de nuevo en el olvido, sería esta vez consciente, irreparable, definitivo. Ni siquiera el fantas-ma de un libro puede ser turbado inoportuna-mente. A la peripecia de un nombre sacudido por vientos de gloria y sumido de pronto en el silencio, estas ocho o diez hojas ligeras de vetustez prefieren el antiguo, solitario, injusto sueño, en el que evaporan su en-canto en un absoluto cierto: sin embargo, nada de lo hermoso debe escapar a la investigación.

Sagaces buscadores de objetos raros, bi-bliófilos limitados a la propia cifra de la reim-presión (no muchos más de cien), aquellos en cuyas manos cae tienen también en ellas la suerte de la obra. Todo devuelto precisamen-te al lugar donde debió estar, como si la evocación  pareciese de la nada y no del polvo: puede conjurarse al único mal hado posible de abordar que sería no pensar una extraña indiferencia sino la pérdida material de la edición. Aunque, solitarios, tuvierais que ha-bitar sin ser abiertos, cuadernillos de Vathek en la fría envoltura del pergamino, en ilustres estantes de bibliotecas, la lámpara de la vi-gilia destacaría con recogimiento y en una especie de primer honor íntimo, vuestro tí-tulo impreso en oro. Algo más se hará entre los lectores que ambicionan abrir un libro de antaño sólo si tiene un aspecto envejecido y fue consagrado por la sanción de una hospi-talidad tranquila y rica: donde flota la ilusión de haberlo hallado por sí mismos.

Cómo aparece el lenguaje a lo largo de Vathek; cuestión esta que domina todas las demás tratadas, visto que poco basta, para en-trar en una literatura, el hecho de guardar tesoros  de determinada época o generales, con-fiados por el escrito a esta habla y no a otra; la aportación se hace en especies marcadas con el signo de la autenticidad. Ociosos o interesantes, nadie, de los especiales accidentes aquí en juego, exige en el estilo uno de aquellos flu-jos casi eternos; en los que abundan los ma-teriales preparados por varias  generaciones cuando, de siglo en siglo, se refunde el discur-so. ¡Cómo!, una fraseología correcta y de vez en cuando, igual al lujo de los cuadros o a cierta grandeza de los sentimientos; el equi-librio entre la imaginación y la factura incli-nándose preferentemente hacia aquélla como, en muchos prosistas clásicos, se inclina hacia ésta. Bien. Apenas si varios anglicismos revelan, de tarde en tarde, cierta incomodidad; evocando  otro cierto encanto. Único error cons-tatado con mayor frecuencia que en la lectura de los modelos de nuestros maestros, una con-fusión que al posesivo o el relativo, en los pronombres como son, sa, ses, y il, elle, la, lui, etcétera. ¡Perdón!, y (para concluir emejante equivocación depende de ciertas condiciones gramaticales del inglés mal olvidadas, así como  de la obediencia en exceso estricta de un extranjero a nuestras reglas empíricas. Nada disculpa la impericia demostrada en el manejo de la ilación de la frase (o ésta se difumina en la sombra y la vaguedad); pero cuántas con-quistas a costa de ese doble y nefasto error, ¡sí!, en la firme unión y la puesta en valor de las palabras: no falta un cierto preciosismo, agradable incluso, en la seguridad para elegir entre todas la exclusiva y la buena. Determi-nado pasaje, velado o intenso, calmo, melan-cólico y grande, debe su múltiple carácter a la vigilancia siempre al acecho del escritor: ¿qué destacar que no sea un simple jirón? Aplicable a la sutileza que flota entre líneas, el tratamiento que yo he seguido con toda bri-llantez no debe volverse aquí contra su propio  artífice; antes se lee el volumen que se comprenden al vuelo algunos extractos. Imi-tado Voltaire (el mejor Voltaire pero no es bueno ser perfecto a ese precio), una prosa, que con mayor frecuencia anuncia a Chateau-briand, puede también honrar otro nombre, el de Beckford. Todo fluye de manantial, con viva limpidez, con un ondulamiento amplio de periodos; y el esplendor tiende a fundirse en la pureza total del cauce, que acarrea innume-rables riquezas de dicción que pasan desaper-cibidas al comienzo: algo natural en un extran-jero inquieto que alguna expresión demasiado audaz le traicione paralizándole la mirada.
STÉPHANE MALLARMÉ

domingo, 18 de mayo de 2014

Horace Walpole. Literatura gótica.


Horace Walpole
(Gran Bretaña, 1717-1797)
Cuarto conde de Oxford, novelista inglés nacido en Londres. Tras estudiar en el Eton College y la Universidad de Cambridge, viajó por Francia e Italia con el poeta inglés Thomas Gray. Walpole se convirtió en Parlamentario en 1741, actividad que desempeñó hasta su jubilación, en 1768. Su carrera política se limitó al ejercicio de cargos menores, a los que accedió inicialmente gracias a la influencia de su padre, el primer ministro Sir Robert Walpole. En 1748, Walpole compró la villa de Strawberry Hill, en Twickenham, una zona residencial situada al oeste de Londres. Esta finca se convirtió en un lugar de interés público por su arquitectura pseudogótica, su espléndida biblioteca y sus colecciones de arte y curiosidades. Walpole instaló allí una imprenta en 1757 y editó libros exquisitos que influyeron en el desarrollo de la impresión y la producción editorial en Inglaterra. Se interesó esporádicamente por todas las artes literarias y realizó una importante aportación a la historia del arte con su estudio en cuatro volúmenes Anécdotas de los pintores ingleses (1762-1771). Sin embargo, Walpole es conocido ante todo por su novela El castillo de Otranto (1764), repleta de elementos sobrenaturales, es una de las primeras obras del género conocido como relato gótico. Escribió también La madre misteriosa (1768), una tragedia sobre el tema del incesto. Su fama literaria reside igualmente en sus cartas, que contienen ingeniosos e incisivos comentarios sobre las costumbres de la época.
***
El principal personaje de EL CASTILLO DE OTRANTO es el castillo mismo, omnipresente durante toda la obra. En él y en una iglesia cercana se desarrolla toda la intriga, protagonizada por el usurpador del principado, Manfredo, para que no se cumpla una profecía que vaticina que será desposeído del castillo y su linaje será castigado. Este argumento supone la defensa de una concepción del mundo que se resiste a morir con la llegada de la Ilustración. Esa sociedad medieval de territorios dominados por reyes o príncipes que disponen a su voluntad de criados y vasallos se había extinguido en realidad hacía algunos siglos. Pero la ideología que la sostiene quiere seguir viva para perpetuar una situación insostenible en la que los reyes del siglo XVIII y la nobleza que los apoya (no hay que olvidar que Walpole era conde) controlan el poder y se reparten la tierra.
Fuente: N.N.

sábado, 17 de mayo de 2014

Sobre la novela policíaca. Diana Cerqueiro


Sobre la novela policíaca.
Diana Cerqueiro
Resumen
Este artículo pretende acercar al lector a algunos elementos básicos que caracterizan la novela policíaca clásica, intentando diferenciar el género en función de los elementos espaciales, temporales y el uso del lenguaje. A partir de estos elementos y de la estructura de la trama, el género se diversifica teniendo en la posmodernidad fuertes implicaciones sociales y psicológicas.
Palabras clave: novela policíaca, novela negra, géneros literarios, crimen.

Title: About crime fiction
Abstract
This paper pretends to bring the reader closer to some basic elements that characterize classic crime fiction, trying to differentiate the gender according to spatial, time, and language elements. From these elements and the plot of the gender it diversifies having strong social and psychological implications in postmodernity.
Keywords: crime fiction, detective fiction, literary genders, crime.

Índice
1. Origen y evolución del género policíaco
2. Estructura y características
2.1. Componentes estructurales
2.2. Características de novela clásica y novela negra


1. Origen y evolución del género policíaco
A finales del siglo XVIII y principios del XIX la novela sufre un cambio fundamental: deja de ser didáctica y se convierte en literatura de entretenimiento. A esto se une una serie de adelantos técnicos en los medios de producción de esta literatura: mejores máquinas impresoras que hacen posible grandes tiradas. Por otro lado, hay un aumento de población, las ciudades se convierten ya en grandes urbes en proceso de industrialización; ciudades donde aumentará la criminalidad de forma significativa, creándose, en consecuencia, los primeros cuerpos de policía en el siglo XIX.

El hombre mejora su nivel de vida en algunos casos y empieza a disponer de tiempo libre, creándose lo que se ha denominado literatura de ocio. Los periódicos sufren una notable transformación, se multiplican por toda Europa, y a partir de 1830 aumentarán sensiblemente su tirada con la aparición de la prensa amarilla e incluyendo entre sus páginas novelas o folletines para entretenimiento de esa gran masa de público ocioso. Es en ese contexto y rodeado de todas esas características, a las que se une la ideología positivista y racionalista imperante en esta época, como surge la novela policíaca.

Varios son los nombres que se manejan entre los diferentes especialistas a la hora de denominar el género: novela enigma, novela problema, policíaca, de detectives, criminal, etc. En la actualidad, el consenso está en afirmar que existen dos tendencias fundamentales:

En primer lugar la llamada novela policíaca clásica, novela enigma, novela problema o novela de investigación racional; estas novelas presentan el hecho criminal como un enigma para la razón. Según Narcejac (1986), la novela policíaca clásica no evolucionará de manera uniforme, sino que señala tres líneas en su evolución: a) la línea puramente racionalista (Dupin, Poirot): la razón será la única fuente de verdad; b) la línea más moralista (Maigret, Padre Brown, Ms. Marple), donde a la razón se unen los conocimientos de la psicología de los personajes; y c) la línea más empírica (Holmes, Perry Mason), donde la interpretación de los hechos se sustenta en medios técnicos y conceptos científicos.

En segundo lugar, se encuentra lo que tradicionalmente conocemos como novela negra, que aunque nace en Estados Unidos será bautizada en Europa a partir de 1945, cuando la editorial Gallimard (Francia) inicie la publicación de obras de esta clase bajo el título de Sèrie Noire.

Las diferencias entre la novela policíaca clásica y la novela negra son muy notables aunque ambas sean ramas de un mismo tronco: el relato criminal. El delito será su temática básica, y este se concebirá como enfrentamiento entre crimen y justicia. Funcionarán con el siguiente esquema:

Novela policíaca clásica: enigma (crimen) > indagación racional (búsqueda) > solución (localización).

Novela negra: crimen > búsqueda > localización.

Vallés Calatrava (1990) ha definido el género, que él llama novela criminal, como: "género narrativo que aglutina un conjunto de relatos caracterizados principalmente por situar como tema básico el hecho delictivo concebido como enfrentamiento entre justicia y crimen (y sus representantes)". Continúa diciendo que novela enigma y novela negra serán los términos utilizados para referirse a las dos tendencias principales de la misma que, con mayor presencia de unos u otros elementos (misterio, psicología, realismo, violencia, etc.) según cada obra concreta, se organizan en ambos casos en las dos posibles modalidades narrativas de historia de detective y criminal.

Si nos atenemos a los elementos que han contribuido a dar forma al género policíaco veremos que estos componentes provienen de la poética romántica, de las novelas de aventuras criminales, de la novela gótica de suspense y terror y del roman feuilleton, máxima expresión del suspense y de la lucha entre el bien y el mal, entre el policía y el ladrón, aunque estas narraciones se apartan, finalmente, de la novela policíaca por su manifiesta irracionalidad e inverosimilitud.

Estudiando el origen de la novela policíaca, dos serán las posiciones que se ofrecen en cuanto al nacimiento del género. Una posición, apoyada por Hoveyda, Boileau y Narcejac (1986), dice que hay precedentes desde las primeras manifestaciones literarias de la historia; y así, estos autores nos remiten a Las mil y una noches, a Arquímedes, al Edipo de Sófocles y al Hamlet de Shakespeare, para terminar aludiendo, ya en el siglo XVIII, al anónimo chino Tres casos criminales resueltos por el Juez Ti. Esta postura ha sido rebatida por autores que, como Rodríguez Pequeño (1995), la definen como anecdótica, ya que "todo parecido de estas obras con las policíacas es mera coincidencia" (Rodríguez Pequeño 1995).

La segunda postura, la que atribuye a Edgar Allan Poe la paternidad del género, será la que tenga mayor calado entre los estudiosos del tema policíaco en nuestros días. En los años 40 del siglo XIX se publicarán Los crímenes de la calle Morgue, El Misterio de Marie Rogêt y La carta robada, esta trilogía protagonizada por el detective Dupin será la que fije la esencia del género: la resolución del misterio producido por un crimen mediante una investigación racional. Las tres obras de E. A. Poe ofrecerán los que serán los rasgos propios del género en su primera etapa:

    Un detective aficionado, no perteneciente a la policía ni a ningún cuerpo organizado, poseedor de unas extraordinarias cualidades deductivas y de observación, excéntrico, narcisista, frío, que se muestra despectivo con respecto a la capacidad de la policía y sus métodos.
    Un narrador coprotagonista amigo del detective, a quien auxilia en sus labores investigadoras, marcando, además, la superioridad del detective sobre él mismo y sobre el lector.
    Creación de personajes sospechosos de haber cometido el crimen y de los testigos, con cuyos testimonios y las pistas presentes en el lugar del crimen se resolverá el misterio.
    La razón como medio para esclarecer el crimen, que siempre supone un misterio, un enigma. Los modos de conocimiento y la técnica de la investigación son también materia de la narración.
    Predominio de la razón sobre la acción.

La estructura de la novela policíaca quedará así fijada, desde Poe hasta nuestros días. En primer lugar hay un "hecho criminal" (asesinato o delito), una "investigación subsiguiente" y el "desvelamiento del hecho criminal".

En la obra policíaca de Poe podemos apreciar otros elementos que aparecerán posteriormente en muchas obras del género, como serán la narración basada en hechos reales, la resolución del caso a distancia, la importancia del análisis del carácter de los sospechosos, la conveniencia de ponerse en el lugar del criminal, el desciframiento de claves, etc.

Con el paso de los años se producirá el desgaste de la fórmula tradicional, solo una pequeña parte del gran público estará dispuesta a leer este tipo de libro en su versión más pura, y pocos autores estarán inclinados a escribirlo. En los primeros años del siglo XX surgirán nuevos modelos:

    La historia invertida: un misterio que comienza cuando vemos al asesino en el momento de cometer el crimen, y cuyo interés radica en cómo éste es incapaz de salirse con la suya.
    La historia plana o de vuelta al escenario: el interés es el mismo tanto con respecto al marco ambiental como a la historia detectivesca en sí.
    El howdunit o "cómo lo hizo": novela donde se hará evidente quién es el asesino, pero será imposible arrestarlo hasta que finalmente se dé con un método agudo e ingenioso para descubrirlo y probar su culpabilidad.
    El whydunit o "por qué lo hizo": novela cuyo interés radica en mostrar que alguien que podría haber cometido un asesinato, pero cuya autoría parecía claramente imposible por falta de medios, era visto como psicológicamente capaz después de todo.
    La novela detectivesca: el factor rompecabezas se reduce, los personajes son mucho más vívidos y reales que los que se necesitaban para la historia, y sus características y comportamientos son tratados con mucho más peso.
    La novela criminal: novela que otorga mayor énfasis a los personajes y, sobre todo y especialmente, a su medio, a todo aquello que los rodea. Pese a seguir manteniendo el crimen como uno de sus elementos esenciales y estando también concebidas como entretenimiento, este tipo de novelas no consideraban el elemento rompecabezas como un factor principal.

Poco a poco, la novela policíaca clásica perderá fuerza por su falta de originalidad; así pues, la novela dejará de interesar cuando deje de ofrecer al lector algo nuevo y sorprendente, y dará paso a la novela negra, donde el crimen pasará de ser algo anecdótico pero imprescindible a ser una pieza activa, importante y decisiva del género. El crimen pasó al callejón, realizado por personas que lo cometen por algún motivo, y no por dar un cadáver al escritor, personas descritas tal y como son en la vida real, que piensan y hablan en un lenguaje real.

Durante las primeras décadas del siglo XX tendrán lugar una serie de fenómenos políticos y sociales de gran importancia: la Primera Guerra Mundial con el reparto imperialista de Europa, la Revolución Comunista y su triunfo en Rusia; la adquisición de protagonismo del proletariado y el triundo en Estados Unidos de las ideologías anticapitalistas y el comunismo utópico.

Hay coincidencia entre todos los autores en situar el nacimiento de la novela negra en los Estados Unidos en torno a los años 20 del siglo XX con Hammet, Chandler y todo el grupo de autores ligados a los diferentes pulps. El consenso no está tan claro en cuanto a las causas. Unos dicen que sería producto de las condiciones socioeconómicas norteamericanas de este periodo histórico, unos desajustes que llevarían a la crisis del 29. Además, la corrupción política unida al aumento de la delincuencia y del crimen organizado a partir de la entrada en vigor de la "ley seca" en 1920, darán como consecuencia la aparición de una novela con grandes rasgos de realismo y de denuncia social. Otros harán énfasis en los antecedentes literarios; Narcejac (1986) la entenderá como una prolongación de la novela inglesa de terror del siglo XIX; Joulia (Narcejac 1986) la explica como una derivación de la antigua novela de gánsteres; Tortel (Narcejac 1986) dice que es una combinación de novela popular y novela policíaca.

En 1920 las ciudades se triplican en Europa y Estados Unidos. Aparece la cultura de masas, la prensa moderna y revistas como los pulp en América, muy populares y llenas de relatos de aventuras. Una de ellas, llamada Black Mask, será la precursora de un nuevo tipo de relato policíaco, donde el enigma deja de tener la importancia que tenía en el relato clásico

De pronto, aquellas novelas que solo pretendían jugar a las adivinanzas habían dado lugar a la creación de otras, muy próximas a ellas en intención pero que contenían una profunda crítica sobre el funcionamiento de la sociedad en su aspecto más epidérmico, más próximo al ciudadano de a pie: el referido precisamente a la seguridad ciudadana, a la amenaza que aguarda cada día al volver una esquina o al dejar el coche aparcado en la calle. (Madrid 1989)

La revista Black Mask introducirá como política editorial el realismo en las narraciones policíacas, un realismo que impregnará toda la literatura norteamericana, lo mismo que la crítica a una sociedad corrupta. La novela negra supondrá un cambio en los protagonistas, el papel principal pasará del investigador al criminal o incluso a la víctima; pondrá el énfasis en el crimen y sus elementos derivados, a diferencia de la novela policíaca clásica que privilegiaba la investigación, siendo el crimen, el criminal y la víctima solo piezas necesarias.

Segregada desde la ideología romántica, la novela negra surge con unas características propias entre las que destacan el realismo, la crítica social, el escenario urbano, el culto a la violencia, el empleo de un nuevo lenguaje y un planteamiento distinto del binomio crimen/justicia. Será así testigo de su época: la sociedad americana de los años veinte, los gángsteres, la ley seca, el crac de la bolsa, la delincuencia urbana... La novela negra añade testimonio y crítica social a la novela policíaca, será la nueva novela social; aunque aquí se tratará de antiepopeyas que no plantean ningún tipo de solución social.

Se escribe desde entonces con una nueva prosa directa, concisa, clara y transparente, influenciada sin duda por el cine, por los guiones que muchos de estos autores escriben para este nuevo medio de comunicación y por la prosa periodística. Las elipsis del cine pasan a la prosa literaria, del mismo modo que los cambios de plano. Aparece la forma objetiva de contar historias. Se empiezan a contar como si estuvieran ocurriendo ante los ojos del lector. En esta nueva novela existe el misterio y hay solución del caso, pero esto ya no es lo importante. Sobre ellas planea un cierto individualismo romántico, muy pesimista. Esta novela negra muere en América con Ross MacDonal. Pero el fenómeno cruzó el charco y llegó a Europa.

En Europa será Simenon quien inicie en Francia, alrededor de 1930, una literatura policial diferente, más costumbrista, pero sin llegar a las cotas de denuncia social de sus coetáneos americanos. Habrá que esperar a las revueltas de 1968 para que en Francia comience el "polar" (policíaco + popular) en la línea inaugurada por Hammet en 1930.

El fenómeno tiene características generales. En todas partes -Hispanoamérica, Brasil, Portugal...- una literatura urbana, realista, de factura policial, que refleja el estado actual de degradación de la sociedad capitalista contemporánea, emerge con una pujanza imparable. Esta literatura es también la alternativa al callejón sin salida que había llevado a la novela al realismo social tradicional por una parte, y por otra, a las experimentaciones con el lenguaje del nouveau roman. Esta nueva novela realista y urbana desvela los entresijos de una sociedad basada en la explotación, el consumo y en la marginalidad, como antiguamente la novela policíaca clásica se dedicaba a desvelar el asesino.

A modo de conclusión hay que decir que la novela policíaca surgida en la primera Revolución Industrial europea ha reflejado, a lo largo del tiempo y hasta nuestros días, las contradicciones, los anhelos y angustias, miedos y mitos del público al que va dirigido.


2. Estructura y características
Una vez estudiado el origen y la evolución del género policíaco, haremos referencia a sus componentes estructurales y a sus características.

2.1. Componentes estructurales
En tanto que texto narrativo, en toda novela policíaca aparecen una serie de elementos en torno a los que se organiza el discurso:

El narrador no ofrece características especiales con respecto a otras narraciones. En cuanto a la posición, puede situarse dentro o fuera de la acción y contarla así, normalmente en pasado, en primera o tercera persona. Su conocimiento de los hechos puede ser mayor, menor o igual al de los personajes y dispone el discurso situando normalmente al detective como protagonista del relato. El narrador, además, presenta generalmente una historia que tiene unidad de acción y suele contarla de forma retrospectiva y sucesiva, siendo perfectamente admisibles los saltos temporales y los flash-backs. La novela policíaca ofrece dos aspectos destacables: en este sentido:

    El narrador puede organizar la trama "con trampa" para no desvelar el misterio racional hasta el final, como El asesinato de Rogelio Ackroyd de Agatha Christie.
    También es propio del género presentar un narrador que no conoce la entera realidad de lo sucedido hasta que el investigador-protagonista lo aclara o explica, como es el caso de Sherlock Holmes y el doctor Watson. Este será un recurso muy útil, porque permite al autor, en la medida que él quiera, contar al lector lo que está pasando por la mente del detective. Watson puede proporcionar al lector todas las claves que son necesarias para la resolución del misterio, pero sin tener que explicar ni su importancia ni su significado.

En cuanto al marco espacial y temporal, en un sentido amplio, puede decirse que la acción de la novela policíaca suele situarse en las sociedades occidentales contemporáneas, sobre todo en los países anglosajones y en Francia hasta las últimas décadas del siglo XX, cuando comienzan a aparecer novelas ambientadas en muchos otros lugares: Asia, África, países nórdicos, Italia, España, Grecia, etc.

En lo referente al espacio, frente a la preferencia por los lugares cerrados y de carácter privado (como la casa, e incluso espacios aislados, en el campo) de la novela clásica, relato de índole más bien psicológica y que pretende reducir el elenco de personajes sospechosos, el realismo de la novela negra demanda, sin embargo, sitios públicos que retratar: la calle, y más ampliamente la ciudad, pues es aquí donde se encuentran la mayor parte de las contradicciones sociales del mundo actual.

Aunque lo habitual es que la historia transcurra en la contemporaneidad, no faltan ejemplos de ruptura de esa localización y se situará la trama en el pasado, como en la obra de Lidsey Davis ambientada en la Roma Imperial, Umberto Eco y El nombre de la Rosa en la Edad Media, etc.

En lo que se refiere a personajes y acción, a la hora de establecer una tipología de los personajes característicos de la literatura criminal, hay que contar con una doble categorización: la funcional, que los caracteriza según su importancia y su papel en la trama, y la técnica, que los define en relación con su denominación y función jurídica. Entre los personajes principales encontramos al protagonista, que suele ser un investigador, ya tenga una función pública -juez, fiscal, policía, forense- o privada -detective, periodista, médico, abogado-; al antagonista, que puede ser profesional o no profesional, y conocido o no desde el principio, y al relacionante o víctima. Entre los personajes secundarios están los ayudantes del protagonista -colaboradores, policías, peritos, testigos, confidentes- y los oponentes -cómplices, otros delincuentes, etc.

La acción en la novela policíaca está conformada por distintos acontecimientos relativos a la comisión de uno o varios hechos criminales. Su planteamiento será distinto dependiendo de si se trata de una novela clásica o una novela negra, esta última con un ritmo mucho más ágil y trepidante.

2.2. Características de novela clásica y novela negra
El uso del lenguaje en la novela clásica se corresponde con un registro culto y más o menos elaborado, lleno a veces incluso de tecnicismos correspondientes a los lenguajes científico-técnicos relacionados con el género, criminología, medicina forense, abogacía, etc. Por el contrario, el relato negro intentará llevar a sus máximas consecuencias su planteamiento realista e intentará reproducir, sobre todo en los diálogos, el lenguaje coloquial o hablado norteamericano, incluso introduciendo determinadas palabras en argot, lo que tenía precedentes literarios en los escritores de la llamada generación perdida: Hemingway, Dos Passos, Scott Fitzgerald. También tendrá importancia el humor, la ironía, el sarcasmo hiperbólico, la presentación de situaciones absurdas, recursos utilizados para dar una perspectiva crítica y de denuncia, común a las obras de este tipo.

El carácter urbano del decorado ya era la pauta normal en la novela policíaca clásica, que solo en raros casos localizaba en el campo sus historias. Pero la importancia de la ciudad es más significativa en el relato negro, que por su dimensión realista convierte a muchas de estas obras en verdaderos retratos de ambientes, lugares y tipos de diferentes ciudades. En la novela negra la presencia de lo urbano juega un doble papel:

a) Como decorado o marco de la acción, puesto que en la ciudad hay una enorme variedad de personajes, sitios y ambientes, y se da además la mayor tasa de criminalidad, con delitos frecuentes y variados.

b) Como determinación social, porque como forma narrativa contemporánea el relato negro no se puede sustraer a la presencia del componente urbano que es, en las sociedades modernas, la pieza básica de la organización vital y social.

El aspecto lúdico es un rasgo de la novela policíaca relacionado con la medición de inteligencias entre autor-lector, su enfrentamiento para plantear e intentar solucionar un problema de índole lógica. Algunos autores han resaltado su parecido con la resolución de un crucigrama, un juego de ajedrez, un rompecabezas o un juego matemático. Este rasgo tendrá como consecuencia la tendencia a la complicación de la trama; el autor buscará la proeza, sin preocuparse de la verosimilitud, y el lector exigirá crímenes cada vez más raros. La técnica del juego limpio (fair play) fue propuesta para subsanar la mala costumbre de retar al lector a un duelo sin ofrecerle toda la información necesaria. El juego limpio, de obligado cumplimiento según el Detection Club, nacido en 1929 y presidido por Chesterton, establece que el lector ha de estar en igualdad de condiciones que el investigador de la narración. Esta idea gobierna gran parte de la literatura policíaca del período de entreguerras y fue reglamentada por Van Dine, quien publicará en el American Magazine lo que se ha llamado las "veinte reglas de la novela policíaca". Pero, aun así, las reglas se rompen con artimañas del novelista que quiere "extraviar al lector". Las veinte reglas de Van Dine (1928) son las siguientes:

    El lector y el detective deben tener las mismas posibilidades de resolver el problema.
    El autor no tiene derecho a emplear, ante el lector, trucos y tretas distintos de los que el propio culpable emplea ante el detective.
    La verdadera novela policíaca debe de estar exenta de toda intriga amorosa.
    El culpable nunca se debe descubrir bajo los rasgos del propio detective ni de ningún miembro de la policía.
    El culpable debe encontrarse mediante una serie de deducciones y no por accidente, por azar ni por confesión espontánea.
    Por definición, en toda novela policíaca es necesario un policía.
    Una novela policíaca sin cadáver no es novela policíaca.
    El problema policíaco debe resolverse con ayuda de medios estrictamente realistas.
    En una novela policíaca digna de ese nombre no debe haber más que un verdadero detective.
    El culpable debe ser siempre una persona que haya desempeñado un papel más o menos importante en la historia, es decir, alguien a quien el lector conozca y le interese.
    El autor nunca debe escoger al criminal entre el personal doméstico como el criado, el lacayo, y así por el estilo.
    No debe haber más que un culpable, independientemente del número de asesinatos cometidos.
    Las sociedades secretas, las mafias no tienen cabida en la novela policíaca.
    La manera en que se comete el crimen y los medios que han de llevar al descubrimiento del culpable deben de ser racionales y científicos.
    La palabra clave del enigma debe ser aparente a todo lo largo de la novela.
    En la novela policíaca no debe de haber largos pasajes descriptivos, como tampoco análisis sutiles o preocupaciones de "atmósfera".
    El escritor debe abstenerse de escoger al culpable entre los profesionales del crimen.
    Lo que se ha presentado como un crimen no se puede mostrar al final de la novela como un accidente ni un suicidio.
    El motivo del crimen debe de ser estrictamente personal.
    Finalmente, quisiera enumerar a lo que el autor no puede recurrir: descubrir la identidad del culpable con una colilla; o con una sesión de espiritismo; las huellas digitales falsas; la coartada con un maniquí; el perro que no ladra; el culpable gemelo del sospechoso; la jeringa hipodérmica y el suero de la verdad; el asesinato cometido en una habitación cerrada; el desciframiento de un criptograma por el detective, etc.

El enigma y el suspense están relacionados con una de las características destacadas por la crítica en la novela policíaca: el planteamiento de un misterio lógico que parece recorrer y construir todo el texto, convirtiéndose -en palabras de Roman Gubern- en la "arquitectura de lo enigmático". De acuerdo con Borges, para quien el enigma no es un hecho inexplicable sino confuso, podríamos definirlo como el conjunto de hechos misteriosos y confusos de índole criminal que constituyen una dificultad para la razón del investigador y que finalmente son ordenados y explicados mediante procedimientos lógicos.

Las claves sobre las que se organiza el enigma y que debe desvelar el detective han sido perfectamente analizadas por Roger Caillois (apud Vallés Calatrava 1990): se trata de los interrogantes fundamentales del quién, el cómo y el por qué, agente, forma y motivo.

El enigma es el elemento antagónico de la razón y, por tanto, solo puede aclararse racionalmente. Para Vallés Calatrava (1990), la novela-enigma, como su propio nombre indica, plantea un enigma; no lo hace, sin embargo, la novela negra, porque no hay razón de individuo alguno que se aplique a desvelar nada. Lo que sí existe en toda esta clase de obras es un procedimiento de construcción de la intriga que se apoya en el juego entre énfasis y reticencia, el destacar primero un aspecto y retrasar luego su revelación.

En cuanto al realismo y la psicología, quizá sea precisamente el realismo, la pintura verosímil que pretende reflejar fielmente las diversas facetas de la sociedad, el rasgo más acusado de la novela negra. Muchos críticos la consideran como el factor más importante de diferenciación con respecto a la novela-enigma. Chandler, por ejemplo, hacía del realismo su enseña, llegando incluso a denominarla "novela policíaca realista". Otros autores opinan que el secreto de Hammett consistió en inventar personajes de carne y hueso, seres humanos que piensan, actúan y se expresan como sucede en la realidad. Diversos autores dicen que la principal innovación de la serie negra fue hacer del relato policíaco un instrumento de representación realista y, principalmente, de denuncia social, entendiendo por realismo la descripción de determinados aspectos de la sociedad contemporánea.

En cualquier caso, la pintura de las costumbres americanas de McCoy, el objetivismo y la denuncia social soterrada de Hammett, la crítica de la corrupción y la deshumanización de Chandler o el retrato de la criminalidad de Burke o Henderson Clarke tienen mucho que ver con la realidad social norteamericana de su época. El realismo será entonces la principal característica de la novela negra frente a la tendencia de la novela clásica mucho más cercana al planteamiento psicologista, que convierte en objeto de atención a los personajes antes que al marco en que se encuadra la acción.

El conservadurismo o l crítica social son también elementos importantes. Aunque no cuestionen generalmente el modo de producción en el que surgen, lo cierto, en cualquier caso, es que muchos de los relatos negros critican en mayor o menor medida, con mayor o menor profundidad, algunas facetas negativas de la sociedad en la que nacen, o al menos las ponen de manifiesto. La novela clásica, frente a esto, tiene sin duda una posición más conservadora que muy raramente alude de forma negativa al universo novelesco, reflejo de la realidad exterior.


Bibliografía
BOLÍVAR GALIANO, Victor (2007): Autopsia de la novela negra. Córdoba: Berenice.

KEATING, H. R. (2003): Escribir novela negra. Barcelona: Paidós.

MADRID, Juan (1989): "Sociedad urbana y novela policiaca", en VV AA, La novela policiaca española. Granada: Servicio de Publicaciones Universidad de Granada.

MARTÍN CEREZO, I. (2006): Poética del Relato Policíaco. Murcia: Universidad de Murcia.

NARCEJAC, T. (ed.) (1986): Una máquina de leer: la novela policíaca. México: Fondo de Cultura Económica.

RPDRÍGUEZ PEQUEÑO, Javier (1995): Ficción y géneros literarios. Madrid: Universidad Autónoma.

VALLÉS CALATRAVA, J. R. (1990): La novela criminal. Almería: Instituto de Estudios Almerienses.

WELLERSHOFF, D. (1976): Literatura y principio de placer. Madrid: Guadarrama.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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