lunes, 19 de mayo de 2014

Literatura Gótica.VATHEK. Autor: William Beckford.


Merecedora de un largo y cálido elogio de H. P. Lovecraft en su ensayo `El horror en la literatura` (BT 8163), esta novela de WILLIAM BECKFORD (1760-1844) narra la historia del califa VATHEK, personaje desmesurado a quien su sed de conocimiento acaba precipitando en el Palacio del Fuego Subterráneo, el Infierno, donde encuentra a otros príncipes condenados que le relatan, a su vez, sus desventuras, dando lugar a los llamados tres `Episodios`, publicados usualmente de forma exenta y desvinculados del texto original que los motivó. La presente edición de Javier Martín Lalanda corrige esta omisión histórica y reúne el texto íntegro de un relato que une al exotismo de lo maravilloso y del cuento oriental la truculencia de la narración gótica y un peculiar e irreverente sentido del humor.
Fuente:N.N.


Comentario e introducción de: STÉPHANE MALLARMÉ
                                                   VATHEK

CUENTO ÁRABE


WILLIAM BECKFORD



BRUGUERA

Título original: VATHEK, CONTE ARABE
Traducción: Manuel Serrat Crespo
1.° edición: julio, 1982
 WILLIAM BECKFORD


Nació en 1759 en Fonthill Giard (Inglaterra). Era el único hijo legítimo de sir William Beckford. Lord Mayor del reino, de quien heredó una inmensa riqueza. En 1796 comenzó a construir en Fonthill un fantástico palacio que albergaría su colección de manuscritos y obje-tos artísticos. Beckford fue un bibliófilo único en su época. Tras haber gastado buena parte de su fortuna en manuscritos e incunables, murió en Bath en 1844. Su única hija, la duquesa de Hamilton. donó una parte de la colección a la Biblioteca de Berlín. El resto se subastó en Londres, entre 1882 y 1884, alcan-zándose precios nunca pagados hasta enton-ces por una biblioteca privada.
 Prólogo a Vathek (Edición de 1876)

¿Quién no ha lamentado el fracaso de la ambición sublime del escrito en prosa más rico y más agradable, tan disfrazada de suyo como enmascarada por nosotros? Velo cubriendo,  para mejor revelarlas, las abstracciones  políticas o morales con muselinas de la India,  en el siglo XVIII, cuando imperó el cuento oriental; y ahora, según la ciencia, el tal género  levanta, de la auténtica ceniza de la historia,  las ciudades y los hombres, eternizado por el Román de la Momie y Salambô. Salvo en la Tentation de Saint Antoine, ideal que entremezcla épocas y razas en una fiesta prodigiosa,  como el relámpago de Oriente moribundo, ¡buscad! En libracos pasados de moda, cuyas hojas no conservan, de toda síntesis, más que difuminación y anacronismo, flotan los nuba-rrones de perfume que no descargaron. La cau-sa: innumerables disertaciones y, a fin de cuen-tas, según temo, el azar. Tal vez una serena ensoñación, creada por nuestra fantasía sólo para sí misma, llegue hasta los poemas; pero su ritmo la llevará más allá de los jardines, los reinos, las salas; allí donde las alas de Pairikias y Djinns fundidas al aire, no queden tras éxtasis alguno más que diseminada pureza  y diamante, como estrellas a mediodía.

Un libro que, en más de un caso, mal disimulada  al principio su ironía, mantiene el antiguo tono y, por el sentimiento y el espec-táculo auténticos, participa de la moderna novela evocatoria, me ha satisfecho algunas veces, bien como transición o bien como producto  original. La deficiencia de numerosos es-fuerzos que tienden hacia el tipo recientemen-te entrevisto no me obsesiona al leer estas ciento y pico de páginas; de las que más de una, además de preocuparse por bromear a sabiendas, revela en quien las escribió la necesidad  de satisfacer la imaginación con objetos exóticos o grandiosos. La fecha, pronto secular, colocada bajo el título es sólo, para el erudito, una cifra; pero yo quisiera previamente seducir al soñador.

La historia del califa Vathek comienza en lo más alto de una torre, desde donde se lee el firmamento, para terminar en un subterráneo encantado; cuadros graves o gozosos, y prodigios cubren el lapso de tiempo entre ambos extremos. ¡Magistral arquitectura de la fábula  y de su no menos hermoso concepto! Algo fatal, algo que parece inherente a una ley apresura  la caída, del poder a los infiernos, de un príncipe acompañado de su reino; solo, al borde del precipicio, quiso renegar de la religión oficial, en la que la omnipotencia se fatiga de ir unida a la universal genuflexión, por prácticas  mágicas aliadas a un insaciable deseo. La aventura de los antiguos imperios cabe en este drama, en el que actúan tres personajes: una madre perversa y casta, presa de ambiciones y de ritos, una amante nubil y, único digno, en su singularidad, de oponerse al déspota, un —¡ay!—, lánguido, precoz marido, ligado por retozonas bodas. Así distribuidos los papeles, y entre deliciosos enanos devotos, guhls y otros figurantes que hace concordar con el decora-do, misterioso o terrestre, surge de la ficción un insólito boato; sí, los métodos del arte de la pintura, mal conocidos antaño, como la acu-mulación de lo insólito producida sólo por su carácter único o una fealdad, una bufonería, irresistible y amplia, que sube en un crescendo casi lírico, la silueta de las pasiones o los ceremoniales,  ¿y qué no añadir? Apenas si el te-mor a detenerse en tales detalles, perdiendo de vista el objetivo de tan gran ensoñación na-cida en el pensamiento del narrador, le hace abreviar demasiado; dando un apresurado as-pecto a lo que el desarrollo hubiera puesto en evidencia. Tanta novedad y el color local, so-bre lo que se arroja, de paso, la moderna afi-ción para hacer de ello una especie de orgía, no bastarían si consideramos la grandeza de las visiones que ofrece el tema; donde se des-velan, a su vez, cien impresiones más cauti-vadoras aún que los procedimientos. ¿Es ne-cesario aislarlas en fórmulas claras y breves? Temo no decir nada anunciando la tristeza de perspectivas monumentales muy vastas, unida al mal de un destino superior; también el espanto causado por arcanos y el vértigo por la exageración oriental de los números; el remordimiento  que se advierte a causa de crí-menes vagos e imprecisos; las virginales languideces  de la inocencia y la plegaria; la blasfemia,  la maldad, la muchedumbre. Una poesía  (cuyo origen no esté en otra cosa, ni la costumbre de sentirla entre nosotros) inolvi-dablemente ligada al libro aparece en una cier-ta y extraña yuxtaposición de inocencia casi idílica con las solemnidades, enormes o va-nas, de la magia; entonces se colorea y se anima hasta el malestar, como las negras vi-braciones de un astro, el frescor de escenas naturales; pero no sin exhalar en esta aproxi-mación al sueño algo más simple y más ex-traordinario.

Bien: este cuento, tan distinto a Las mil y una noches, ¿qué es?; o ¿cuándo brilló y a cau-sa de quién?

Bajo la tutela de los lores Chatham y Littleton, ansiosos de convertirle en un destacado político, estudiaba, mimado por su madre y alejado de su lado para concluir una suntuosa educación, el hijo del difunto lord-alcalde Beckford (cuya orgullosa alocución a Jorge III puede  leerse en un monumento erigido en Guildhall). Pero bajo las bóvedas de la mansión provinciana, con el silencio, un genio, el de la fascinación de Oriente, eligió aquella juventud; exiliado de los grimorios de la biblioteca paterna y de cierto Boudoir Turco, le dominó en Suiza, durante los cursos de Derecho y Cien-cias, y le siguió a través de Holanda, Alema-nia e Italia. Conocer a los clásicos, deposita-rios de los anales civiles del mundo antiguo, encantaba al adolescente como un deber, inclu-so en lo referente a poetas como Homero, Vir-gilio; pero los escritores persas o árabes eran como una recompensa; y dominó una y otra de ambas lenguas orientales, como el latín y el griego. Advertencias, ruegos, insinuaciones e, incluso, reprimendas, amistosa confiscación de los volúmenes demasiado hojeados, ninguna maniobra de la razón podía conjurar el hechi-zo; por lo tanto, ningún otro empleo inmedia-to impidió a William Beckford, desde las pri-meras horas de su mayoría de edad, libre y en posesión del sueño, verter en el papel —tal vez a comienzos de 1781— Vathek. «Lo es-cribí en una sola sesión y en francés —contó mucho más tarde el principiante— y me cos-tó tres días y dos noches de mucho trabajo»; «ni un sólo instante me quité la ropa»; «tan rigurosa aplicación me hizo enfermar». ¡Hasta qué extremos, sobre tal proyecto, se estable-ce el imperio de una fatalidad! ¿Preexistía ya algún plan para el tema, que nosotros consi-deramos de un perfecto equilibrio?; en absoluto,  cree el autor; si omitimos la antigua adaptación  a sus instintos, todo grandeza y her-mosura, del sueño latente. ¿Dificultad en las figuras clave así como en la puesta en escena?; tampoco, pues la mirada de la infancia había convertido el primer techo en un refugio de mil visiones árabes; cada huésped, tomado del mundo real, fue adornándose también con la seducción o el horror exigidos por el cuento. «Difícilmente hallaríais algo semejante en alguna  descripción oriental [valga la cita]; fue obra de mi propia fantasía. La vieja mansión de Fonthill poseía una de las salas más vastas del reino, alta y de sonoros ecos; y numerosas puer-tas se abrían a ella desde distintas partes del edificio por oscuros, largos y sinuosos corredores.  De ahí extraje mi sala imaginaría, o de Eblis, engendrada por la de mi propia residen-cia. La imaginación la coloreó, la engrandeció y la revistió de un carácter oriental. Todas las mujeres que se mencionan en Vathek fueron el retrato de las que habitaban la morada fa-miliar del viejo Fonthill, con sus cualidades, buenas o malas, exageradas para adecuarlas a mis designios.» Confidencias de edad madura, cuando sumerge de nuevo su mirada en el curso de los primeros, transparentes años; pe-ro en exceso breves y cerradas por estas pala-bras significativas: «Lo hice todo siguiendo mi idea. Tenía que elevar, magnificar, orientalizar cada cosa. Planeaba, en mi joven fantasía, sobre  las alas del antiguo pájaro árabe Rock, por entre los genios y sus hechizos, ajeno ya al mundo de los hombres.»

¿De acuerdo con qué misteriosa influencia, conocida ya aquella que transmutaba por com-pleto una morada, el libro fue escrito en fran-cés?, paréntesis que no colma ningún vestigio de las notas dejadas o las palabras que se han conservado. Tanto como la necesidad de bu-cear en las obras de Herbelot, de Chardin o de Salé, reconocida en la anotación final (ya también en otra, no citada en absoluto, Abdallah o las Aventuras del hijo de Haniff, envia-do por el sultán de las Indias al descubrimiento  de la isla de Borico, etc., 1723), fuentes de casi todo el aparato oriental, un uso seguro de nuestra lengua, aprendida pronto en Londres y practicada en la sociedad parisina y, durante tres años, en Ginebra, explica los motivos o el don que tuvo el escritor para elegirla. Hecho fundamental éste de recurrir a un habla distinta de la natal para liberarse, por medio de un escrito, de la obsesión que reinara a lo lar-go de toda una juventud: renunciad a hallar en ello todo lo que no sea esa especie de solemnidad con que se debe emprender una tarea de carácter único, distinta a cuanto va a ser la vida .

Apartar, en un segundo movimiento, los ojos del escrito para regular, concesión también de la edad legal, la disposición de una fortuna por aquel entonces considerable (con una renta de unos dos millones quinientos mil francos) era cuanto debía hacerse. Terminado el ciclo de los viajes, uno junto a su joven y bellísima esposa, y otros solo, para pasear por todas partes la muerte y los recuerdos, llegó la hora del regre-so, pero sin la obsesión de antaño. Aquella imaginación de vastos designios, como privada de su finalidad espiritual, ya alcanzada, y sin embargo idéntica, comenzó a derribar piedra a piedra el viejo Fonthill House, que se refle-jaba en el espejo de un monótono estanque, para levantar no lejos Fonthill Abbey, entre jardines aclamados como los más bellos de Inglaterra. Resurrección de todo lugar y todo tiempo, llevada a cabo con grandes gastos, el único sueño invitado a poblar el nuevo inte-rior tuvo, como materiales, los del arte uni-versal representado allí en sus maravillas: el cielo contemplaba inmensas colecciones de flores.  Nada de falsas preocupaciones ni de bús-queda de los honores sociales: sólo tapizar, al igual que colmar, la magnífica construcción de sedas y jarrones, disponiendo cada mueble con un gusto desconocido hasta entonces, ¡eso es! Y aquel deseo, caro a todo gran espíritu, aun re-tirado, de dar fiestas; una en la que Nelson, siguiendo a la segunda lady Hamilton, aplaudió a su sirena en un trágico y escultural diverti-miento. La tranquilidad, favorable para la me-ditación de los productos puros del espíritu: no hay libro alguno perteneciente a la gran ge-neración que no pase por las manos del bibliófilo, amante de amplios márgenes donde escri-bir sus juicios. Por discreta que su aportación fuera, entonces no tomó mayor relieve al salir a la luz felices parodias del canto «fashionable» en boga: The Elegant Enthusiast y Amezia, rhapsodical, descriptive and sentimental romances, intermingled with pieces of poetry  quie-ro destacarlos de aquella vena sarcástica y per-sonal que proporcionó al muchacho de diecisiete  años una History of extraordinary painters, mixtificación para uso de los campesinos visi-tantes de la galería paterna; o produciría, en un futuro lejano todavía, un Liber veritatis (título casi cambiado por el de Book of Folly), panfleto heráldico sobre las pretensiones a una antigua nobleza de bastantes miembros del parlamento, que permaneció en manuscrito. Opúsculos privados todos ellos, pero de brillan-te verbo y hechos para ser leídos en voz alta en un círculo de familiares cuando languideciese  la conversación; caso raro en el salón de un conversador cuya vivacidad desbordaba de agu-dezas. Escuchad una frase al azar: «Las verda-des importantes, sin exceptuar una sola, fueron el resultado de esfuerzos aislados; ninguna fue descubierta por la muchedumbre y puede per-fectamente suponerse que ninguna lo será jamás; todas proceden del saber, unido a la reflexión de espíritus altamente dotados: los grandes ríos brotan de fuentes solitarias.» Podremos  convencernos de que los mágicos des-plazamientos de mansión significaron en el soñador superviviente al Cuento árabe, tantos juegos como aquellos en que la imaginación se complace en cataclismos o en ediñcios de nubes; a falta de objeto inmediato persistió también el gran don literario. Vender la misma  abadía, cuyo estilo se indicó minuciosa-mente a un arquitecto mediocre y célebre, tras algunas peregrinaciones, no fue (el día en que se produjo cierta reducción del patrimonio) más que la decisión de un instante; luego en las últimas construcciones más próximas, a la ciudad, Bath, en Lansdown dominado todavía por una torre, solitaria como un faro, ir, hasta la víspera de su muerte, a depositar mil anti-guos recuerdos en resplandecientes páginas. Italy and Sketches from Spain and Portugal, una Excursion to the Monasteries of Bathala and Alcobaga ; retened tales títulos que ya-cen en el repertorio de los más bellos escritos de una literatura. El joven heredero cosmopolita del mil setecientos y pico había, gracias a un tren principesco y al uso de recomenda-ciones casi diplomáticas, penetrado a tiempo los arcanos de la vieja Europa; pero con una visión de dilettante apta para discernir, ante todo, lo pintoresco. Aquel género, el Viaje, fue llevado de pronto al mismo grado de perfec-ción que en varios de nuestros poetas, por un estilo igual al suyo: el del coleccionista de pa-labras brillantes y auténticas, utilizadas con la misma prodigalidad y el mismo tacto que si fueran objetos preciosos, fruto de excava-ciones. Cuadernos de notas conservados y uti-lizados tardíamente: o bien, en una hoja de papel cercana al testamento, un pasado surgi-do hasta ese punto ante una memoria, la biografia  no se atreve a precisar la génesis de aquellos escritos; y su asombro crecería tanto en un caso como en el otro. De cualquier modo, semejante obra, cuya fecha secreta oscila entre el comienzo y el final de una vida, basta para honrarla por completo como si hubiera, incluso en el volumen principal correspondiente  al francés, dado vida a uno de los escritores de Inglaterra. El 2 de mayo de 1844, con sus ojos levantados a menudo de entre los tesoros del pensamiento o la hechura humana, hacia los amplios ventanales, y tras haber visto casi un cuarto de siglo y la mitad del otro llevar de nuevo al mismo paisaje sus estaciones, los cierra aquel gentleman extraordinario; a excepción del talento, figura idéntica a la de Brummel: aunque quizá el dandy fascinador de la época es vencido por el aficionado Beckford y su solita-rio fasto. A usted, lector, sin las mil rábulas y el absurdo, se muestra, ligada aquí casi por com-pleto al escrito imaginativo en cuestión como lo estuvo para la intuición de sus contemporá-neos, la existencia de aquel que se llamó, hasta  el último de sus días, el Autor de «Vathek».

Todo resplandece como excepcional, el hom-bre en su paraje y, en cuanto a él, la obra: ¡y, en principio, el empleo del francés!, causa de que no se quiera ya saber nada del Prefacio, aten-tos a conocer por uno mismo, como a mí me incumbió hace unos momentos extraer de él una muy especial poesía, el placer que ofrece en definitiva la lectura. Pese a todo yo niego ese derecho: pues el Cuento existe aquí, ¡sea!, pero tras vivir muchas peripecias que, por una loable curiosidad, deben ser conocidas. A un juicio precipitado por sus deseos, que sería tal vez la naturalización del libro, le faltarían notoriamente  algunos prolegómenos destinados a conferir fastuosidad, si ustedes no aguarda-ran. Alguien podrá advertir, incluso, que existe un misterio marginal (pero cuya constatación hay que tener en cuenta ahora): el de los epi-sodios mencionados en la página 199 : tres, sin añadirles The Story of Al Raoui, a tale from the Arabic, London, printed by Whittingham M. C. Geesweild, Pall Mall and sold by Robinsons  1799 , sesenta cuadernillos ingleses senci-llamente despojados, hacia 1782-83, del idioma oriental primitivo. Tal excedente, de nuevo en nuestra lengua y en modo alguno superior o incomparable a Vathek, será conocido; uno de los relatos al menos, fue, a partir de 1835, quemado por «demasiado extraño», dice Beckford al auditor de dos cuadernos conserva-dos. Me seduciría la tarea de obtenerlos todos; pero sólo cuando mis compatriotas hayan conocido la muestra que les fue por dos veces ofrecida: desconocida entre nosotros, ilustre en otros lugares, y que vio la luz en la lengua en que se escriben las líneas de esta reivindi-cación.

¿Por qué ignorada concurrencia de hechos este libro no fue, en el siglo pasado o en el presente, conocido por nadie? Oscuridad; que, en vez de esclarecer, yo hago más densa al citar las oportunidades de una notoriedad du-rante mucho tiempo, y como con habilidad, eludida. Anónima, apareció en París y Lausanne, en 1787, una edición simultánea del tex-to auténtico (antes de la redacción, y casado desde entonces, el autor residió a orillas del Leman): precisamente uno de los paquetes de dicha edición fue enviado, en hojas sueltas, a nuestra rue de la Harpe. Que mirada vigiló, en-tonces, todas las cosas: sucedió durante aquella excursión a Portugal iniciada para distraer el dolor de una viudez; y París sólo fue, tal vez, apresuradamente cruzado en otoño de 1786, po-cos meses después del fin de la perdida com-pañera; ¿y, por lo tanto, en una disposición de ánimo muy distinta a la de hacer imprimir una obra escrita algunos años atrás? La entrega  del manuscrito se efectuó en el anterior viaje de novios (suposición arriesgada también) y, probablemente, fue enviado desde el cas-tillo de la Tour, cercano a Vevay, después de 1783, a menos que los recuerdos hallados en Fonthill del juvenil aislamiento y de la inspi-ración no hubieren avivado en un inconsola-ble el proyecto de relacionarse con el librero de aquí, en la época situada entre su regreso de junto a los queridos restos y su huida a Portugal. Todo revela la duda en la hipótesis que pretende un acercamiento de la tardía fe-cha; y también esto, que entre tantas notas ínti-mas o empeñadas en no olvidar un solo detalle curioso (que sirven en conjunto como mate-rial para las Cartas de Viaje) alguna ilusión hubiera traicionado la llegada a los reales bosquecillos y las fiestas, en Lisboa, del volumen e tinta reciente; si no ya de las «pruebas». Este raro ejemplar que poseo, rescatado de entre los libros de saldo, ¿de dónde salió? En él se esclarecen varios puntos: sobre todo uno, el de los «Episodios»; y otro de utilidad para la conclusión de mi noticia, pues en él se indica el origen de una versión inglesa: pe-ro ni uno solo que resuelva la cuestión que se debate. Leed. «La obra que presentamos al pú-blico fue escrita en francés por el señor Beckford. La indiscreción de un literato, a quien ha-bía sido confiado el manuscrito hace tres años, permitió que fuera dada a conocer la traduc-ción inglesa antes de la publicación del origi-nal. El traductor llegó a asegurar por su cuen-ta, en el prefacio, que Vathek había sido tra-ducido del árabe. El autor denuncia la false-dad de este aserto y se compromete a no en-gañar al público en las otras obras de este género que pretende dar a conocer; las extrae-rá de la preciosa colección de manuscritos orientales dejada por el difunto señor Wortley Montague, cuyos originales se hallan en Londres, en casa del señor Palmer, administrador  del duque de Bedford.» ¡Difícil perspi-cacia! Debió producirse, entre el general en-friamiento debido a los numerosos retrasos de una publicación olvidada y pagada desde mu-cho tiempo antes, tras la aparición súbita de aquel Vathek, editado por Poincot, a espaldas del joven autor que, al pasar de nuevo por París, en 1788, no se confía a nadie en lo referente  al Cuento Árabe, bien porque el poco caso hecho a su aparición no le alienta a iden-tificarse, o bien obedeciendo a cierta suscepti-bilidad de su familia. Puede dudarse, dado el unánime silencio de los anales de la época, que hubiera enviado un ejemplar dedicado a al-gunas de las celebridades literarias. El adoles-cente, dirigiéndose a Ferney con su preceptor, saludaba, diez años antes, a Voltaire, muerto cuando apenas comenzaba a brillar, fuera de los salones paternos, la futura madame de Staël, visitada más tarde por el hombre ma-duro en Coppet. Tras escudriñar cien memoriales , estos dos son los únicos de nuestros literatos abordados por Beckford; y la socie-dad francesa que le acogió a su paso se limita a los círculos de la alta aristocracia. Muy orgullosamente tímido, tal vez aguardaba que se le hablara primero de su libro de juventud: nada prueba que lo hubiese nunca empleado con sus nobles huéspedes como objeto distintivo; ni como apoyo para sus cartas de in-troducción, tarjetas de visita o galanteo. Y no es que la persona del señor de Fonthill fuera desconocida, ni siquiera cinco o seis años más tarde, en pleno cambio político: comparsa en las primeras escenas revolucionarias, nuestros cromos muestran un inglés a caballo que asis-te curioso a todo; él. La caída de la Bastilla una vez y, también, la muerte del rey, precedieron  de cerca el regreso a Londres o a sus dominios de aquel extranjero popular; pero aun sin seguras alusiones a la gloría literaria, de la que su despreocupación privaba al país para llevársela a otro, la Comuna se sintió obliga-da a inscribir en su salvoconducto: «París le ve partir con pesadumbre.» Ninguna visita ulterior, que yo sepa, antes del momento, 1815, que corresponde a una nueva publicación, en Londres, del «original» francés: pero es tan largo, entre guerras y la ruina de un imperio, el lapso de las relaciones espirituales entre paí-ses enemigos, que el doble incidente, pese a la celebridad entre los suyos del escritor, pasa desaperbicido. Su estancia, de cierta duración, no dejó de producir la invasión, en Francia y aún más lejos, de varios de aquellos ejem-plares in octavo, encuadernados en papel tostado  cabrilleante, que contienen un grabado en dulce del mal gusto británico de aquella época y alrededor de 206 páginas de texto impreso en tipos imperiales. El volumen (que poseen diversas bibliotecas, en especial Gine-bra), es un Vathek correcto y frío, mostrán-dose mucho más ajeno a la suntuosa fantasía de bibliófilo atribuida a su autor que, antaño, el nuestro, simple y abandonado al azar. Dos palabras, por todo preliminar, confirman, abreviándolo, el prólogo ya citado: «Habiéndose hecho muy raras las ediciones de París y Lau-sanne, he permitido se volviera a publicar en Londres esta pequeña obra tal como la escri-bí. Como se sabe, la traducción apareció an-tes que el original. Es fácil creer que no era ésta mi intención; ciertas circunstancias, sin interés para el público, fueron causa de ello. He preparado algunos episodios: quedan indi-cados en la pág. 62, como continuación de Vathek; tal vez aparezcan algún día (W. Beckford).» Sólo es interesante, exista únicamente otra o haya sido seguida de varias, la edición princeps, perteneciente a Francia por el mismo  lugar de su publicación: y es de tal rareza (en una época en la que todo lo oculto se muestra) que no la menciona con exactitud catá-logo alguno de los usados en nuestra librería. Cuál fue su tirada; cuál su venta, etc.: detalles que olvidó conservar para el literato (que debe en el actual comentario, buscarlos) su ta-tarabuelo, cuyo nombre en calidad de «Syndic des libraires» acompaña la demanda del «privilège du Roy». Siguen conservándose, que yo sepa, cuatro o cinco de aquellos ejemplares franceses de 1787: dos que la Biblioteca Nacional  posee de su propio fondo o de la Biblioteca  de la reina María Antonieta, depositados en la Reserva; otro adquirido por el British Museum a la muerte de Bryan Waller Procter (seudónimo, Barry Conwall), que incluye estas  líneas trazadas por la mano del poeta, ade-más de un antiguo precio de venta: «Vathek L. 2, 10, O - Primera edición muy rara; - ja-más he visto otro ejemplar. - Septiembre de 1870»; y el mío. La edición completa tal vez fuera adquirida de nuevo por el autor, o se dispersara, aquí, en manos de indiferentes: pero  la venta de Fonthill Abbey hubiera exhu-mado algún vestigio: el nombre de algún tomo resonaría, también, en nuestras subastas. Otra sugerencia, novelesca ésta: que todo hubiera servido como material para las «franquicias» (que fueron, durante los bloqueos imperiales, el fraude de los bajeles fletados, por ejemplo, con papeles viejos, siendo arrojada la carga legal  al agua para dejar su lugar a mercancías inglesas de valor, que así quedaban liberadas de tasas). Ni en las profundidades del mar, ni tampoco en la oleada humana se hundió este libro que algún Divo funesto marcó con el sim-ple y puro olvido. Acúsese a la papelera. In-cluso a falta del poeta, que el curioso o el eru-dito no haya, desde mucho tiempo atrás, puesto  un polvoriento dedo en estos cuadernillos, con la ayuda de la locuaz y continua confesión de viejos magazines que decían que el libro había sido escrito originalmente en francés, es para mí al menos un motivo de inquietud. Sí, un hombre del más sagaz gusto, maestro en el relato (y lo constato al releerme), Mérimée, con cuyos escritos algunos fragmentos algo apresurados del comienzo de Vathek y la voluntaria  sencillez de la expresión presente hasta  el final no dejan de guardar cierta seme-janza, pensó en hacer editar, para los exquisi-tos, sus semejantes, la obra: edición comprometida por la crisis de 1870 y las de 1789 o 1815 y también por la muerte del académico.

Con una obstinación no casual, mientras nosotros dejábamos de lado uno de los escri-tos más interesantes redactados en francés, Inglaterra al menos no tenía elogios suficien-tes para la traducción producto del azar. Rea-lizado algún tiempo antes de la publicación del original, aquel trabajo (no lo ignoran ya) fue el resultado de una indiscreción; y tam-bién de un fraude, pues se presentó como tra-ducido, no del texto confiado, sino del árabe. ¿Quién?, el autor lo ignoró casi siempre; y sólo cuando la cuarta edición de su obra se hallaba en pleno éxito la perfeccionó tardía-mente, considerando con benevolencia pasa-ble la falsificación. La impresión producida sobre la generación contemporánea parece haber sido grande y haber contribuido en buena medida  al despertar imaginativo de la época. Mil citas o «ensayos» sobreviven, dispersos entre las revistas inglesas: eco del laudatorio mur-mullo que durante mucho tiempo acompañó, en sociedad, la carrera del libro. Nada de ci-tas en mi breve labor; en las que basta con elegir un volumen y preguntarse: ¿Qué pasa?, sin hojearlo realmente. La respuesta debida a Byron, en vísperas también de revelar un Orien-te, asedia de tal modo las memorias que sólo es preciso transcribirla. «Por la exactitud y corrección del vestuario, la belleza descriptiva y el poder de la imaginación, este cuento, más oriental y sublime que ningún otro, deja muy atrás cualquier imitación europea y posee tales muestras de originalidad que quienes han vi-sitado el Oriente tendrán ciertas dificultades para creer que no es sólo una simple traduc-ción.» Aquel gran genio compartía entonces la creencia común en alguna anónima imitación dé las parábolas árabes, neutro y erróneo fon-do sobre el que destacará, más tarde, la figu-ra de Beckford; implicando en ella, en un célebre  apostrofe, a su propio héroe, le hace exclamar en el primer canto de Childe Harold: «Allí [en Montferrate], también tú, Vathek, el más afortunado hijo de Albión, te hiciste antaño un paraíso, etc., habitaste y concebiste pla-nes de felicidad, allí bajo la faz siempre her-mosa de aquella montaña: pero ahora, como algo maldecido por el hombre, la mágica morada permanece tan solitaria como tú. Apenas si las gigantescas hierbas dejan un estrecho paso hacia las desiertas salas y la puerta abier-ta de par en par: nuevas lecciones al pecho que cree vanos los goces ofrecidos en la tierra; y mezclados con el naufragio por la in-clemente marea del Tiempo .» Tanto dura el asombro que el prosista causó al poeta que, via-jero uno, ve de nuevo la sombra del otro; in-cluso en lugares donde nada parecido a un pa-lacio legendario, levantado durante un paseo de algunos meses por Portugal, ha podido levantarse. ¡Eso basta!, no conozco hoy library que, lujosa y familiarmente, no ofrezca alguna de las numerosas ediciones de Vathek; como li-terato, considero que este relato es algo más que uno de los más orgullosos juegos de la na-ciente imaginación moderna.

Caso especial, único entre numerosas remi-niscencias, de una obra que Inglaterra consi-dera suya y que Francia ignora: aquí el original, allí la traducción; mientras que (para terminar de confundirlo todo) el autor, por el hecho de su nacimiento y por admirables esbozos, no pertenece a nuestras letras aun solicitando en ellas, a pitón pasado, un lugar preponderante  y casi de iniciador olvidado. En este caso el deber, como la solución intelectual, duda: inextricable.
Un extranjero eligió, antaño, nuestra lengua para escribir su obra maestra, perdida con no menor singularidad; ¿qué hacer por nuestra parte? Entre los bibliófilos, multiplicar el original y los pocos volúmenes que nos han llega-do, esmeradamente. Página a página y línea a lí-nea reconstruyendo, el elzevir del siglo XVIII, el tipo y el formato: en papel sin amarillear (si se desea) por consideración así como para no demostrar  que se han dejado transcurrir cien años. Mejor que eso, violentar el Tiempo, cuya detención se revisa, pero no se rompe en principio, estaría mal: convocar al pueblo de los lectores, interesarlo, seducirlo. Y si, una vez acogido a causa de la avidez ordinaria de emociones, incluso espirituales, el objeto cayera de nuevo en el olvido, sería esta vez consciente, irreparable, definitivo. Ni siquiera el fantas-ma de un libro puede ser turbado inoportuna-mente. A la peripecia de un nombre sacudido por vientos de gloria y sumido de pronto en el silencio, estas ocho o diez hojas ligeras de vetustez prefieren el antiguo, solitario, injusto sueño, en el que evaporan su en-canto en un absoluto cierto: sin embargo, nada de lo hermoso debe escapar a la investigación.

Sagaces buscadores de objetos raros, bi-bliófilos limitados a la propia cifra de la reim-presión (no muchos más de cien), aquellos en cuyas manos cae tienen también en ellas la suerte de la obra. Todo devuelto precisamen-te al lugar donde debió estar, como si la evocación  pareciese de la nada y no del polvo: puede conjurarse al único mal hado posible de abordar que sería no pensar una extraña indiferencia sino la pérdida material de la edición. Aunque, solitarios, tuvierais que ha-bitar sin ser abiertos, cuadernillos de Vathek en la fría envoltura del pergamino, en ilustres estantes de bibliotecas, la lámpara de la vi-gilia destacaría con recogimiento y en una especie de primer honor íntimo, vuestro tí-tulo impreso en oro. Algo más se hará entre los lectores que ambicionan abrir un libro de antaño sólo si tiene un aspecto envejecido y fue consagrado por la sanción de una hospi-talidad tranquila y rica: donde flota la ilusión de haberlo hallado por sí mismos.

Cómo aparece el lenguaje a lo largo de Vathek; cuestión esta que domina todas las demás tratadas, visto que poco basta, para en-trar en una literatura, el hecho de guardar tesoros  de determinada época o generales, con-fiados por el escrito a esta habla y no a otra; la aportación se hace en especies marcadas con el signo de la autenticidad. Ociosos o interesantes, nadie, de los especiales accidentes aquí en juego, exige en el estilo uno de aquellos flu-jos casi eternos; en los que abundan los ma-teriales preparados por varias  generaciones cuando, de siglo en siglo, se refunde el discur-so. ¡Cómo!, una fraseología correcta y de vez en cuando, igual al lujo de los cuadros o a cierta grandeza de los sentimientos; el equi-librio entre la imaginación y la factura incli-nándose preferentemente hacia aquélla como, en muchos prosistas clásicos, se inclina hacia ésta. Bien. Apenas si varios anglicismos revelan, de tarde en tarde, cierta incomodidad; evocando  otro cierto encanto. Único error cons-tatado con mayor frecuencia que en la lectura de los modelos de nuestros maestros, una con-fusión que al posesivo o el relativo, en los pronombres como son, sa, ses, y il, elle, la, lui, etcétera. ¡Perdón!, y (para concluir emejante equivocación depende de ciertas condiciones gramaticales del inglés mal olvidadas, así como  de la obediencia en exceso estricta de un extranjero a nuestras reglas empíricas. Nada disculpa la impericia demostrada en el manejo de la ilación de la frase (o ésta se difumina en la sombra y la vaguedad); pero cuántas con-quistas a costa de ese doble y nefasto error, ¡sí!, en la firme unión y la puesta en valor de las palabras: no falta un cierto preciosismo, agradable incluso, en la seguridad para elegir entre todas la exclusiva y la buena. Determi-nado pasaje, velado o intenso, calmo, melan-cólico y grande, debe su múltiple carácter a la vigilancia siempre al acecho del escritor: ¿qué destacar que no sea un simple jirón? Aplicable a la sutileza que flota entre líneas, el tratamiento que yo he seguido con toda bri-llantez no debe volverse aquí contra su propio  artífice; antes se lee el volumen que se comprenden al vuelo algunos extractos. Imi-tado Voltaire (el mejor Voltaire pero no es bueno ser perfecto a ese precio), una prosa, que con mayor frecuencia anuncia a Chateau-briand, puede también honrar otro nombre, el de Beckford. Todo fluye de manantial, con viva limpidez, con un ondulamiento amplio de periodos; y el esplendor tiende a fundirse en la pureza total del cauce, que acarrea innume-rables riquezas de dicción que pasan desaper-cibidas al comienzo: algo natural en un extran-jero inquieto que alguna expresión demasiado audaz le traicione paralizándole la mirada.
STÉPHANE MALLARMÉ

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