A Pilar García de los Ríos de Marina
y a José Antonio Marina.
La despedida de soltera fue en casa de tía Eugenia y fue un caos.
Todas las amigas de María, incluida el aña Rosi, de las más jóvenes
a
las más ancianas, tenían en común un cierto grado de
inverosimilitud. Y esta cualidad -que en algunas llegaba a ser muy
pronunciada-cobraba, a ojos de Virginia, proporciones épicas
consideradas todas en conjunto y reunidas en una misma
habitación. Llevaban ya un mes preparando aquella despedida. Fue
idea de Virginia. María hubiera preferido una reunión más tranquila y
más de una por una. Y así lo declaró repetidamente al principio.
Pero Virginia se mostró en esto diamantina: «¡Una por una, te
eternizas!» «¡Si no son tantas!» «Son montones. Y cada cual un
caso especialísimo. ¡Tendrías que dedicar un mes entero a los
adioses!» «¡Pero si no voy a decir adiós a nadie, si es solo decirlas
que me caso la mayoría de ellas, además, ya lo sabe!» No hubo
manera de persuadir a Virginia, quien, sin llegar a declararlo, no
quería perderse la estupenda ocasión de turbamulta y reaparición
conjunta de todas las allegadas de María. Temía Virginia que,
tomadas una a una, las inverosimilitudes individuales se disolvieran
sin dar el espectáculo. Y había que preservar a todo trance la
manifestación de la rareza. Por lo menos aquella última vez. Virginia
no podía deshacerse de la idea de que aquella despedida de soltera
iba a ser la última vez de algo esencial, tal vez de todo lo anterior. Y
ocurría, además, que si la despedida se convertía en una sucesión
de despedidas privadas, Virginia carecería de pretexto para asistir a
los adioses. Tenía que haber muchos adioses -aquello era un adiós
en toda regla-; pero tenían que poder verse todos juntos en un
despliegue excepcional. Durante todo aquel mes Virginia había
oscilado entre la melancolía del adiós y sus delicias. Una buena
despedida de soltera combinaba lo mejor de lo tristísimo con lo más
delicioso de alegrarse y dar la enhorabuena a una íntima amiga que
se casa. Y en este caso particular la despedida tendría el
ingrediente de la singularidad de todas a la vez. Iba a ser una
combinación de pica-pica y gran traca de primera noche en los
dormitorios de mayores.
No podía permitirse que María, con su
tendencia a la igualdad y a la paz, disolviera en adioses sucesivos el
gran adiós de todas juntas. En la metafísica espontánea de Virginia,
el individuo no solo era inefable, sino, además, divertidísimo.
¡Cuantísimo se habían divertido en el colegio! Había otro motivo
sustancial -que Virginia ocultó meticulosamente a María-: la
despedida tenía que celebrarse en gran plan porque celebrarla así
requeriría toda suerte de telefoneos, reuniones y preparativos, y
Virginia deseaba un largo aparte con María, un extenso e intenso
mano a mano, libre de la presencia de Martín. La cotización de
Martín estaba a cero. Virginia se había resignado ya a aquella boda-que le parecía precipitada-y a aquel novio, aquel Martín de palo
santo -que le parecía un pelma-. Pero no se había resignado y no
tenía ninguna intención de resignarse, a que Martín, con su escaso
sentido del humor, su discutible encanto filosófico y sus sedicentes
atractivos masculinos de chico muy serio y muy delgado, acaparara
a María a todos los niveles. Había niveles que había que preservar.
¡Vaya si había! Virginia se sentía escandalizada: María se había
entregado a su noviazgo. Era una entrega de mal gusto, un
enamoramiento de criada. En vista de lo cual, le parecía que su
primera obligación como íntima amiga de la novia era poner en
cuarentena al novio e imponerle, de paso, un cierto suplicio
inaugural. En opinión de Virginia, todo hombre vive secretamente
convencido de que todo el monte es orégano. Ya que María se
había entregado a la primera, Virginia tenía obligación de martirizar
a aquel Martín por cualquier medio a su alcance.
Y el mejor medio
era la despedida de soltera: iba a ser un suplicio psicológico
además de físico-porque no iba a componerse únicamente de la
sustracción física de María en la tarde del día señalado, sino
también de una sustracción espiritual consistente en aprovechar lo
poco o mucho que, sin querer, María se saltara o se olvidara de
contarle de la fiesta, combinado con lo que Martín sospechara que
faltaba o resintiera que hubiera sin tener él mismo arte ni parte, para
establecer un indispensable espacio crítico entre ambos prometidos.
Lo que no podía ser, no podía ser: y no podía ser que María se
entregase sin reservas. Y si ella misma no se daba cuenta, tenían
que reservarla los demás y en especial Virginia, su mejor amiga.
¡Pero si es que aquello era un escándalo! A Virginia no le cabía en
la cabeza que a María le faltase el mínimo de coquetería o
estrategias o astucias que cualquier ars amandi recomienda. ¡Era
increíble, absurdo, comportarse de novia igual que de casada! Y
resultaba gravemente peligroso -como ha demostrado hasta la
saciedad la historia entera de la mujer y las experiencias
concretísimas de todas las mujeres contadas una a una-no
reservarse espacio propio -ni siquiera mental-ni guardar con nadie
femenino alguna relación especialísima -una especie de zona
peatonal, un círculo exclusivo-por donde no pudiera transitar ningún
amante, ningún marido, ningún novio -por muy enamorada que una
esté-.
Virginia se consideraba, a este efecto, singular de sobra y
más exclusiva que ninguna de las demás amigas de María:
acreedora de sobra, por lo tanto, de este indiscutible derecho de
tener con María antes, durante y después del matrimonio (si llegaba
el caso) apartes especiales, recuerdos del colegio intransferibles,
secretos que, no obstante su posible nimiedad, solo pertenecían a
ellas dos.
Y es que, de hecho -argumentaba Virginia ante sí misma-,
esos secretos y esas zonas vedadas ya existían: solo que María
repentinamente se había enamorado y no parecía darles
importancia. Ahora Martín lo sabía todo: ahora Martín estaba en
todo. Y eso no se podía tolerar. Virginia había jurado que ella
misma, la propia Virginia en carne y hueso, se constituiría en zona
reservada: se volvería peatonal: una animosa calle de tienditas y
charlas y peluqueros de señora por donde María pudiera pasearse
al abrigo del sexo masculino. ¡Faltaría más! Porque ocurría, a mayor
abundamiento, que a Virginia le constaba que lo que Martín llevaba
peor y entendía menos eran las amigas de María. Virginia tenía
entendido que Martín había declarado que eran todas unas locas.
¡Ahí lo tienes! Todos los hombres son iguales. La despedida de
soltera tenía que ser un banderín de enganche. Todo un símbolo de
la reserva de toda una mujer.
Porque María era toda una mujer -un
caso único-. Y Martín un pelma sin igual. ¿No había prohibido
incluso, el muy plomo, que la boda se celebrase por todo lo alto,
como los padres de María deseaban, como era lo normal, con
cientos de invitados, que lo contrario iba a ser una rareza? Y una
rareza, encima, ñoña; una rareza testaruda y sosa de la provincia de
Toledo: Martín, por lo visto, era medio manchego. Y María, encima,
le daba la razón, e iban a casarse ladeados, apartados, con solo la
presencia de las dos familias -y Virginia quien, por supuesto, tenía
que asistir-. Por consiguiente, la despedida de soltera tenía que ser
inolvidable: la reserva especial de todo lo más único en amigas que
tenía que durar toda la vida: jamás podría compartirse aquello con
Martín. Dispuesta a todo, Virginia resumió su plan general (María la
miraba sonriendo): «Lo que aquí se requiere es una merendola con
mucha conversación descarrilada, cada loca con su tema y todas
juntas comiendo mucho y hablándolo a la vez… ¡Por eso tiene que
ser en casa de tía Eugenia!» En lo de tía Eugenia -que, en realidad,
era tía segunda de María, aunque Virginia se la había apropiado
coincidían las dos. Tía Eugenia estaba ya informada y había
anunciado desde Montemayor, donde solía ir a las aguas, a grandes
gritos telefónicos que, por supuesto, solo ella en el mundo tenía una
casa en condiciones y que en aquel mismo minuto dejaba aquellas
aguas espantosas porque estaba ya hasta las narices de
extremeñas reumáticas y paseítos al atardecer. Había dicho tía
Eugenia que nada de tés ni de cafés, que todo a base de champán y
anises, una merienda-cena consistente, nada de nada frío ni
tentempiés que hoy día pasas hambre en todas partes porque ya
solo sirven tentempiés… Virginia había colgado el teléfono feliz. El
indiscutible talento de tía Eugenia para lo tumultuoso y lo
incoherente combinado con su absurdo piso de Velázquez no
podían fallar. Y tenía que asistir el aña Rosi -el aña Rosi, la primera-.
De entre todos los personajes de María, el preferido de Virginia era
esta aña Rosi que ya había sido aña en casa de los abuelos de
María y que ahora, rozando los ochenta, vivía en Navalcarnero con
una hija casada.
Era una ancianita rechoncha, de cara redonda y
pelo liso recogido en un moño que no aparentaba tanta edad y que
se trasladaba a todas partes a pasitos seguidos, muy enérgicos, con
consistente movilidad de llanta articulada. Quizá su aire de muñeco
mecánico venía de que una vez en marcha era imparable. Una vez
dada cuerda y dejada con sus temas favoritos, se tenía la sensación
de que ya era imposible desviarla por muy con la pared, o con
cualquier contradicción, que se topase.
Y de entre todos sus temas
favoritos, el más favorito era María, muy por encima del de los
alifafes de su hija y las malaventuras de sus nietos. Virginia sacaba
este tema siempre que podía porque la infancia de María en versión
del aña Rosi ofrecía un giro espectacular, casi sobrecogedor. La
niñez de María resultaba, de creer al aña Rosi, prodigiosa. «Una vez
estaba yo planchando una camisa del señor que la doncella había
dejado sin planchar. Y en estas la niña entra en el cuarto de plancha
y me enseña un pardillo que se había caído de un nido en el garaje.
Y el pardillo se vuela por el cuarto. Y las dos a cogerle con cuidado
para que no se matara contra las paredes. Y el pardillo se posa en
la bombilla y ahí se balancea. Conque me quito yo las zapatillas y
me subo a la mesa y por fin le tengo ya en la mano. Y en esto un
tufo a chamusquina y la camisa del señor echando humo, que se
había caído cuando me subí. Y ahora a ver… ¡No tiene remedio!» Al
llegar aquí hacía el aña Rosi una dramática pausa y levantaba la
barbilla un par de veces, como desafiando a sus oyentes. «Conque
me bajo de la mesa, ay la camisa, la camisa. Y la niña quiere ver el
pájaro. Y yo del susto ya ni me acordaba que le tenía en una mano.
Y la niña quiere que le suelte y abre la ventana. Y yo me enfado
porque lo primero es la camisa. ¡A ver ahora yo qué hago! Soltamos
al pardillo y ahora qué. La niña se va del cuarto de plancha y vuelve
con el bote de la harina. ¡A qué traes eso!: Dice que va a quitar la
mancha con harina. ¡Pero si no es una mancha, si es que se ha
quemado! La niña recubre lo quemado todo con harina, sacude la
camisa y la camisa estaba igual que estaba antes de quemarse…»
Daba igual que Virginia y María se rieran oyendo contar este
milagro.
El aña Rosi no tenía sentido del ridículo. Y era inútil tratar
de hacerla ver que aquello era imposible y que probablemente había
mezclado dos acontecimientos caseros diferentes: en uno, María es
una niña muy pequeña que acaba de entrar en el cuarto de plancha
con un paquete de harina en la mano -a los niños les encanta
transportar objetos incongruentes de un lado a otro de las casas-; en
otro, una mancha grande, de una camisa u otra prenda parecida,
desaparece como de milagro y alguien, quizá la propia aña Rosi,
emplea esa expresión. Virginia consideraba que lo extraño era la
terquedad del aña en mantener que se trataba de un milagro,
mientras que en los demás asuntos y recuerdos solía ser siempre
razonable y nada propensa a fantasías. Solo fantaseaba la niñez de
María cuya foto de niña llevaba siempre encima, como una
estampita. Virginia había escuchado por primera vez uno de estos
cuentos en unas vacaciones de Navidad que pasó en casa de
María, todavía las dos en el colegio. El aña Rosi ya no vivía en la
casa y había venido a felicitar las Pascuas. Virginia en aquel
momento deseó preguntar al aña Rosi -aunque no llegó a atreverse
si de verdad creía que María, esta misma María que iba a cumplir
dieciséis años, había hecho milagros de pequeña. El aña Rosi se
limitaba a referir estas historias sin añadir nunca comentarios. No
daba la impresión de darse cuenta del efecto que causaba en sus
oyentes. Además de carecer del sentido del ridículo en todo lo
referente a la niñez de María, el aña Rosi carecía de sentido del
absurdo.
Curiosa era también la desenfadada relación que la propia
María tenía con las historias del aña; aparte hacerla reír a
carcajadas, jamás advirtió Virginia el menor rubor o el más mínimo
sobrecogimiento en su amiga. Y aquí Virginia, en esto del
sobrecogimiento, se sentía invariablemente confusa, lo mismo a sus
veintitantos años que la primera vez que oyó contar esos cuentos.
Había uno en particular que siempre recordaba y que había oído
repetir casi al pie de la letra al aña Rosi varias veces: «Una vez
estábamos las dos sentadas en el cuarto de jugar, yo repasando un
roto de un vestido y la niña pintando en un cuaderno. Y no había en
casa nadie más porque habían salido los señores y no se podía
estar en el jardín.» «¿Por qué no se podía estar en el jardín, aña?»,
quiso saber Virginia en una ocasión. Nada más preguntar
comprendió que no valía la pena; el aña Rosi nunca contestaba a
las preguntas y no le gustaba ser interrumpida. Si se le interrumpía
si alguien entraba en la habitación, por ejemplo, inesperadamente
se callaba apretando los labios en una firme línea casi blanca. En
esas ocasiones su figura rechoncha recordaba un muñeco mecánico
más que nunca. En cualquier caso, Virginia se dio cuenta -como
quien súbitamente se despierta-de que la pregunta que acababa de
formular se le había escapado sin querer. La pregunta se había
preguntado por sí sola en sus labios, fruto de la fascinación. Porque
ocurría que si uno permanecía largo rato escuchando el sonsonete
narrativo del aña, acababa por perder el sentido de la realidad e
incluso de sí mismo e iba a fundirse con gozo estremecido con el
niño que quizá había sido, transportado a la pura irrealidad de un
mundo antepredicativo. Las declaraciones del aña tomadas como
sin respirar y sin juzgar en la pura monotonía mecánica de su
imparable sucesión, sobresaltaban la conciencia como novedades o
como detalles henchidos de una significación que instantáneamente
cobraban y perdían. Virginia tenía la impresión de que si no aclaraba
algunas cosas, aunque fuese a costa de interrumpir y molestar al
aña, perdería lo verdaderamente esencial del relato y se quedaría
retrasada y como abandonada en un jardín desconocido.
Virginia
había hecho su pregunta movida por una inmensa sensación de
desconsuelo, como si aquel no poder estar en el jardín María y el
aña Rosi con que comenzaba el relato fuese un mal irremediable.
Algo debió notar María, que escuchaba tranquilamente a su lado,
porque se apresuró a cuchichear: «No se podía estar en el jardín
porque llovía a cántaros.» «Y en esto entró un ratón por la ventana
que se había quedado un poco abierta», el aña Rosi había
proseguido imperturbable. «Mira el pobre ratón, dice la niña, que
trae una patita arrastrando. Y el ratón quieto en el alféizar miraba al
aña y a la niña, olfateaba todo alrededor. No le cojas, que se salga
él solo, que sí, que tiene una patita mala, que no, que no le toques
que es un asco, que se te pondrá la piel arratonada, que le voy a
coger a ver qué tiene; y el ratón que está todo mojado y el ratón que
se tumba boca arriba para que la niña vea la pata y el ratón que le
enseña la patita; que te va a arañar, que mira qué uñas tiene; que
no hace nada, que ha venido a que le cure, conque me levanto y
voy a ver y es la verdad que tiene la patita espachurrada; suéltale
que ya se cura solo; cura cura sana culito de rana si no te curas hoy
te curarás mañana; y que le sopla de cerca la patita y el ratón que
da un salto y que se marcha por la ventana corre que te corre…»
Un cuento tonto, pensaba Virginia, como todos los demás, en
realidad. En este en particular le intimidaba aquella relación brujeril
con la naturaleza que el aña Rosi, con toda naturalidad y sin énfasis
alguno, atribuía a María. Y también aquí, como en el cuento anterior,
el aparente milagro podía explicarse mediante una yuxtaposición de
elementos narrativos heterogéneos llevada arbitrariamente a cabo
por el aña: la soledad del cuarto de jugar un día de lluvia, la
aparición de un ratoncillo de campo, la costumbre infantil de recitar
el cura-cura-sana… Todo ello, acumulado en la cabeza milagrera del
aña Rosi, se habría convertido en una relación causal. Todo podría
explicarse fácilmente. Y el hecho de que Virginia así se lo explicara
a sí misma podía entenderse como un simple acto de cordura. Pero
Virginia se sorprendía siempre un poco de la prisa con que se
apresuraba a desechar, por absurdos, estos relatos. Por absurdos
que fueran, no lo eran tanto que no expresaran -siquiera
hiperbólicamente y siquiera para Virginia-un lado intrigante de
María.
Se conocían desde casi niñas, se habían contado sus vidas
muchas veces; se adivinaban, creía Virginia, casi siempre el
pensamiento. Y, sin embargo, había en María un lado irreducible a la
claridad de ser las dos inseparables e íntimas amigas. Era un lado
dulce y terco e impensado, como una gatera, por donde María,
como un animalillo rutilante, se escapaba a veces. Y Virginia
consideraba ejemplo supremo de este escaparse el súbito
enamoramiento de su amiga: la chica menos noviera del colegio, de
un día para otro, de un instante a otro, enamorada. En un abrir y
cerrar de ojos. Y a partir de aquí, aun siendo inconfundiblemente la
misma, María había quedado separada, velada en el misterio de su
repentina decisión. Pero ¿había sido una decisión? Virginia se
consideraba a sí misma una persona decidida -mucho más, hasta
entonces, que María-y que extraía de su continuo decidirse una
jubilosa gratificación. Virginia tenía a gala saber siempre qué quería,
hasta el punto de que en obvios casos de duda (a la hora de elegir
un vestido, por ejemplo, entre dos casi iguales) elegía, por orden
cronológico, el primero que le hubiesen enseñado. María, en
cambio, no daba la impresión de haberse decidido cuando elegía
alguna cosa. Lo elegido se volvía elector y parecía arrebatarla.
Y
Virginia conectaba esta pasividad de su amiga con aquel lado
incalculable por donde María, como a través de una gatera, se
colaba. Y de algún modo impreciso, entre los relatos del afta y las
decisiones inesperadas de María, había una relación. Pero ¿cuál?
Virginia no acertaba a definirla, excepto mediante una poética idea
de lo inconsciente o de lo oscuro, presente tanto en los relatos del
aña como en algunas decisiones de María y, eminentemente, en su
decisión de casarse con Martín.
Así, mientras las dos amigas de
común acuerdo ultimaban los preparativos de la despedida de
soltera y telefoneaban a las interesadas y discutían con tía Eugenia-que ahora llamaba por teléfono cuatro y cinco veces al día-los
detalles del menú (porque a fuerza de querer hacer las cosas a lo
grande, tía Eugenia había saltado de la sencilla idea de merienda a
la de cena con camareros contratados, tras desechar un té
danzante y un viaje de todas ellas a París), Virginia iba pensando
que también en la elección -si es que era una elección-de las demás
amigas (Virginia se consideraba más que amiga y, por lo tanto,
separada de todas las demás por un tremendo corte vertical) había
un punto de oscuridad teratológica. De aquí precisamente provenía
el que Virginia considerara que todas las amigas de María, excepto
ella misma, de las más jóvenes a las más ancianas, tenían en
común un cierto, un alto, grado de inverosimilitud.
No había más que verlas ir llegando. El día de la despedida se
presentó lluvioso y temerario, con tía Eugenia decidiendo el día
anterior a última hora que lo más cosy, con mucho, era un picnic en
la sala, sentadas todas en el suelo, como en una tienda de
campaña. Virginia y María, temiendo lo peor, llegaron muy temprano
a casa de tía Eugenia, a primera hora de la tarde. Tía Eugenia que,
por lo visto, se había levantado tarde para estar, según dijo,
enteramente fresca y despejada, había desayunado tortilla de
patatas que le subieron recién hecha del bar y llevaba ya ingeridos
su buena media docena de pink-gins. La doncella que les abrió la
puerta era una chica nueva y daba muestras de un profundo
desconcierto. Encontraron a tía Eugenia en la sala cambiando todos
los muebles de sitio con ayuda, según anunció al entrar las dos
amigas, del hijo del portero «que tiene unas fuerzas colosales». Era
difícil adivinar qué se había propuesto tía Eugenia. Todos los
almohadones de todos los sofás y toda una serie de
almohadoncillos medianos y pequeños estaban apilados en el
centro, formando una especie de montículo. El sofá y otro par de
sillones junto con las mesitas y las lámparas, agrupados a un lado
de la habitación. Las cortinas de las dos grandes ventanas con
balcón que daban a Velázquez, cuidadosamente cerradas. Se podía
ir y venir alrededor del montículo de los almohadones, estorbado el
paso tan solo por varios floreros de distintos tamaños atestados de
gigantescas ramas verdes. El hijo del portero, en camiseta, en jarras
y con la cabeza ladeada, contemplaba pensativo el caos. Tía
Eugenia, instalada en lo alto de una escalerilla de mano, se
abanicaba con un gran abanico de rosas y manolas. Virginia, sin
parar de reír, se felicitó pensando que la despedida de soltera
comenzaba exactamente como había previsto.
Entre todos, incluida
la colaboración de la nueva doncella, devolvieron los muebles a sus
sitios. Les dieron las seis de la tarde a los cinco bebiendo vasos de
sangría en la cocina. «¡Que digo que qué lástima», declaró tía
Eugenia, tartajeando un poco, «que se tenga que ir el pobre Manolo
en vez de quedarse a disfrutar!» Manolo, ya en mangas de camisa,
se encogió de hombros en silencio. ¿Le darían o no le darían
propina, tanto hablar? No podía contarse de antemano con que las
cosas acabaran bien: había visto a tía Eugenia oscilar en ocasiones
anteriores de la tacañería a la más inaudita extravagancia. Los días
extravagantes le hacía escenas la novia -«que esa está por ti que
pierde el culo, que ya la veo venir desde hace mucho»-; los días
tacaños le atormentaba su madre, la portera -«¡que no te haces
valer, tú, desgraciao, que te pasas la tarde trabajando y no te da ni
para pipas!»-. Virginia y María se hicieron cargo esta vez de la
propina. Estuvieron muy consideradas. Y ya se despedían todas de
Manolo -incluida la doncella nueva que ya iba haciéndose una idea
de la situación general-cuando se oyó subir el ascensor. Habían
salido al descansillo las cuatro y del ascensor emergió Tereto
Pombo, que aseguró llegar despavorida, a pie desde la Puerta de
Alcalá, sin saber si llegaba la primera o la última.
De Matonkikí a
Tereto Pombo había una sola línea continua. Era alta, tanto como
Virginia, al andar se inclinaba hacia adelante, con los pelos rizosos
muy alborotados, echados por la cara. Virginia, María y ella habían
sido compañeras de colegio. Se sentó en el centro del sofá, con las
piernas abiertas y las medias torcidas, curioseándolo todo muy
deprisa con sus ojos miopes. Virginia estaba segura de haberla oído
silbar. Ahí, en aquel sofá de flores verdes y granates, parecía a
punto de encaramarse en la lámpara. María y Virginia en pie delante
de ella la contemplaban admiradas. Tía Eugenia se había metido en
la cocina, declarando que tenía todo sin hacer, tambaleándose un
poco al salir en sus tacones altos. Cuando se arreglaba, como esta
tarde, cobraba un aire piripi de tanguista. Virginia ya la conoció así,
con la pintura muy exagerada y el rímel fresco dado a espátula. Se
la oía ahora hablar muy alto en la cocina y Virginia la imaginó
fumando y, a la vez, untando de mantequilla el pan de molde, dando
conversación a la doncella, que la contemplaría embobada. María
anunció que se iba con tía Eugenia. ¡Más valía! Virginia se sentó
junto a Tereto, quien, recobrado ya el aliento y satisfecha su
curiosidad inicial, se había vuelto hacia Virginia, dispuesta a dar
conversación. «Bueno, chata, ¿qué te cuentas? Me tienes que
contar cómo es el novio. Dicen que es un chico humildísimo, de una
humilde extracción, pobrísimo, muy pobre, ¿es eso cierto?» Virginia
se reía recordando los fantaseados pretendientes que en el colegio
las tres se atribuían una a otra. «Cuando le conozcas ya verás
cuánto te gusta. Parece algo mayor. Un chico muy moreno, muy
alto, muy delgado, con los rasgos firmes, como una talla de
madera…» «Ahórrame, chata, los detalles concupiscibles»,
interrumpió Tereto Pombo, «¿sabe jugar al mus?» «Creo que no.
Pero María tampoco. Por ese lado no hay inconveniente. Es un
chico muy inteligente…» Tereto contemplaba a Virginia de hito en
hito, adelantando mucho la cabeza, con ese aire cejijunto del miope
que rehúsa llevar gafas. Resultaba difícil saber si Tereto se enteraba
o no. Era la primera vez que Virginia hablaba de Martín con una
tercera persona.
Aquel cliché de Martín a beneficio de Tereto Pombo
y todas las demás que irían llegando ¿se correspondía con la
realidad? ¿A qué venía aquella cursilada de lo de la talla de
madera? «¿Pero a ti te gusta?», inquirió Tereto, curvando
escépticamente los labios. «¿A mí? Desde luego… ¡Si te lo estoy
diciendo!» «Me-lo-estás-diciendo-me-lo-estás-diciendo y yo lo estoy
oyendo al revés todo, ¿no ves que las Pombas somos unas lumias?
Un sexto sentido, eso se llama. Así que no me vengas con
pamplinas. ¿Es simpático o antipático?» Virginia dudó un momento.
«¿Lo ves? No estás segura. Debe ser un cardo borriquero…»
Virginia se echó a reír de nuevo. «¿A qué te dedicas, Tereto,
últimamente? Hace siglos que no nos vemos.» «Mujer, a nada, ¿a
qué quieres que me dedique? Juego al mus. Voy y vengo. Echo de
menos el colegio. Ahí teníamos la vida organizada y pretendientes
inventados, los únicos que tienen gracia…» Sonó el timbre. María y
tía
Eugenia entraban en la sala con bandejas y platos.
Conversaciones, exclamaciones, taconeos, amontonándose en el
vestíbulo. «¡Ahí viene la banda!», exclamó Tereto Pombo.
Fueron entrando una a una, conscientes de sí mismas. Eran
cuatro y el aña Rosi que había subido a pie, pasito a pasito, porque
aborrecía los ascensores y que desapareció en seguida, tras la
doncella, con sus diminutos andares de muñeco articulado. Todas
se reían mucho al saludar, todavía algo gansas de maneras y ya
enunciándose las figuras que cobrarían veinte años más tarde.
Rodeaban a María, como esperando una sorpresa, las voces un
poco demasiado altas, como un día de exámenes. Virginia pensó de
pronto que de verdad se estaban despidiendo de María -también la
propia Virginia-para siempre. «¡Ay, pero si no has durado nada, no
has durado nada!», estaban diciendo Angélica y Estercita Baldor
casi a dúo. «Es lo que veníamos hablando, ¿verdad, tú?, mientras
veníamos en el taxi, que te has colado la primera ¿quién lo iba a
decir?» «Pues ya ves», contestaba María sonriendo. «¿Y vosotras?
¿Qué tal de novios? Me figuro que muchos, ¿a que sí?» Virginia
sacudió ligeramente la cabeza para espantar una punta de
melancolía infantil. Las dos hermanas Baldor, las Baldoras, tan
guapas, que se vestían iguales, habían venido hoy de rosa y de
pulseras que acompañaban su charla como un bailable caribeño.
Virginia se sintió absurda teniendo que esforzarse en prestar
atención a las conversaciones, achicada de súbito por aquella
melancolía que no se iba y que se posaba, como una mariposa, en
los grupitos de la sala de tía Eugenia. Ahí estaba Pepa Cárleton con
su traje sastre de franela gris dando conversación a Tereto, que
asentía a cabezazos mientras pasaba las hojas del Hola.
Virginia se
acercó a ellas y se sentó en un taburete en silencio. «Tengo que
decirle a María», declamaba Pepa Cárleton, con muchos gestos.
«Tengo que decirle a María que me ha llamado Maca Claramunt que
imposible que lo siente horrible que no podía venir ni bien ni mal
porque tenía el vernissage en San Cugat, ya imposible de cambiar
el día y la hora y que los galeristas cómo son, los aires que se dan,
y que además precisamente mañana (por hoy) venían sus primos
los Garriga-Nogués, te acordarás que Maca tantísimo contaba,
todos en dos coches y un Studebaker de una Samaranch, que te
tienes Tereto que acordarte que la conocimos en una puesta de
largo aquí en Madrid con la carita muy de porcelana algo mayor que
se embutió en un sillón y no bailaba porque le daba el cha-cha-cha
palpitaciones y que nos convidó a todas a ir a verla al Ampurdán
donde tienen por lo visto un sitio cerca de la costa con playa y barco
y
pueblo todo de ellos…» Acababa de entrar tía Eugenia
anunciando que estaba todo listo y preguntando que qué querían
beber. Se reunieron todas alrededor de una mesa redonda casi
oculta por los ramajes verdes de un florero donde tía Eugenia había
instalado sus bandejas. La doncella nueva empujaba un carrito con
el café y la tetera y la jarraza de sangría y el inevitable botellón de
ginebra mediado que nunca faltaba en las reuniones de tía Eugenia.
Todas hablaban a la vez; la doncella servía con mal pulso sangría a
las Baldoras y a Tereto Pombo que seguía escuchando a Pepa
Cárleton sin mirarla, mientras devoraba pinchos de tortilla. El aña
Rosi había aparecido en una esquina. Se oyó el timbre de la
entrada. Faltaban las primas carnales de María por parte de su
madre que eran cuatro o cinco y que llegaban ahora todas juntas
echándose la culpa unas a otras de haberse retrasado: un
batiburrillo de Carolinas, Palomas y Beatrices que se abatieron
sobre la merienda sin casi saludar. Estercita Baldor, que las conocía
a todas, se alzó en jefe de este grupo que al segundo vaso de
sangría ya cantaban Al subir la escaleruca.
Tía Eugenia iba y venía
vaso en mano, murmurando elogios incoherentes acerca de la
juventud en general. Tereto Pombo y Pepa Cárleton, enfrascadas al
parecer en un intenso debate, se habían instalado mano a mano de
nuevo en el sofá. María y Virginia se sentaron por fin, ellas también,
en dos sillas junto a la mesa de las bandejas. «Se están divirtiendo
¿no crees, Virginia? Es el ambiente que queríamos. ¿Qué te pasa?
Te veo pensativa.» «Tereto me preguntó cómo es Martín. Se lo he
explicado un poco, por encima.» «¿Y qué le ha parecido?» Virginia
titubeó no sabiendo si contar de verdad lo que Tereto había dado a
entender. ¿De qué servía entrar en todo ello? Ya no se podía
cambiar nada. María resplandecía frente a ella. Y los brillantes ojos
azules muy claros de María intimidaron a Virginia como si en lugar
de sencillamente estar a punto de casarse, emprendiera un viaje sin
retorno y no se diera cuenta. María le pareció inclinada, en una sola
dirección, posesa de una alegría irreprimible, entregada a la
insensata fuerza de un viento venturoso que no presagiaba nada
firme o tranquilo o indudable al otro lado del océano, al final de la
trama. La seguridad de María hacía que Virginia se sintiera
insegura, incomprendida, olvidada para siempre tal vez. «Todo esto
me pone un poco melancólica», confesó. Virginia recorrió la sala con
la vista antes de decidirse a proseguir. Las dos Baldoras y las
primas, sentadas en el suelo entre tía Eugenia y el aña Rosi,
entonaban ahora, con mucho sentimiento y mucho aire masculino
de barítonas, Maitechu mía, cogidas del brazo balanceándose de un
lado a otro lentamente. «Todo este jaleo que quería yo armar y que
por fin hemos armado, con todo su encanto de autobús y de
excursiones de final de curso, ¿te acuerdas?, es muy triste en el
fondo. Es como si nunca más volviéramos a vernos y yo supiera la
verdad y tú no te dieras cuenta. Ya sé que no es así, que no va a ser
así…
Y, sin embargo, la verdad es que se ha acabado el curso, se
han pasado los años y en realidad no te he entendido…» «¡Pero si
no hay nada que entender!», exclamó María. «¡Me entiendes de
sobra!» Abrazó impulsivamente a Virginia. «¡Nadie me entiende
mejor que tú, chiquilla! ¡Ni siquiera Martín! ¡Tú lo sabes todo!» A
Virginia se le saltaron las lágrimas. Y a la vez que se avergonzaba
de aquellas lágrimas pueriles, trató de decir lo que sentía: trató de
ver, más allá de aquel instante de las dos, el mañana confuso,
prometedor, amenazador, como un océano verdoso y brillante y
demasiado grande para acordarse del colegio. «Ya sé que vas a ser
feliz con Martín, estoy segura de que vas a serlo. Es como si
temiera… Vas lanzada… Así no va nadie por la vida. Ninguna de
nosotras. Nos han educado para estar tranquilas y poner casas
confortables y dar conversación y estar siempre muy guapas y
arregladas y saber estar y no tener problemas y tú lo cambias
todo… No te das cuenta pero al casarte así lo cambias todo, al no
fijarte demasiado en ti misma, al brillar tanto, al enamorarte tanto,
como una pobre chica que se casa con el primero que se encuentra
porque sabe que no va a haber ninguno más, tú todavía tendrías
que salir con otros chicos, dejarles que se expliquen, que se vayan,
que demuestren que valen lo que creen que valen, que te hagan la
rosca y teman que les mandes a paseo a la menor bobada… Pero
tú no te fijas en ti misma ni escuchas a quien se fija en ti, como si
eso fuese una pérdida de tiempo y te faltase tiempo para dárselo
todo a Martín sin guardar nada, sin conservar a las amigas, sin
reservarte un poco, sin acordarte ya de nadie, ni de mí ni de nadie,
como si tu vida no valiese más que la vida de una pobre chica zafia
que se agarra al primero que aparece… Dices que te entiendo y no
es verdad: no te entiendo; no entiendo cómo puedes brillar tanto,
resplandecer tanto ahora mismo sin motivo, brillar inútilmente,
porque te has enamorado de un hombre que todavía es un chico y
no sabemos por dónde va a tirar, ni si después habrá o no habrá
manera de arreglarlo, ni si te va a querer como le vas a querer tú
toda la vida… No creas que te entiendo, María: te quiero pero no te
entiendo bien del todo. Y me da miedo ver que brillas y te embalas
como si todo fuera a ser siempre lo mismo, igual ahora que dentro
de veinte años o de treinta, como si no fuera en realidad horrible
brillar tanto y arriesgar tanto y darlo todo porque sí…»
Virginia se
detuvo bruscamente, frotándose los ojos con las manos. Echó luego
la cabeza hacia atrás, sin mirar a su amiga, como quien ha dicho
más de lo que sabe y ha acabado por hacerse un lío y ahora no se
acuerda bien de lo que dijo y no acaba de saber bien si de verdad
siente o no siente lo que acaba de decir que siente y prefiere, en
conjunto, dejar que salga lo que salga y que los demás le digan
dónde debe situarse o si debe callarse, o llorar o no llorar, o dar
conversación como si nada hubiese sucedido… Virginia frunció el
ceño y abrazó a M