miércoles, 25 de junio de 2025

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

  



NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN 

 El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una estructura gramatical distinta y también se pronunciaba de manera muy diferente. En esta edición, he optado por escribir los poemas originales debajo de cada traducción en el sistema de transcripción (usando las letras del alfabeto latino) que se suele usar para representar el japonés moderno (el siste ma Hepburn). 

Esto significa que representan la pronunciación según la cual un lector japonés moderno leería los poemas. Podría haber optado por ofrecer un texto en alfabeto latino que se acercara más a la pronunciación del japonés clásico, pero esto sólo serviría de ayuda a alguien que ya lee japonés, y que por tanto puede consultar un texto del Kokinshü en japonés.

 La pronunciación del japonés moder no se asemeja bastante al español. Las vocales son todas como en español (aunque la u es más cerrada que la españo la). Las consonantes b, d, k, m, n, p, r, s, t, también se 1 pronuncian más o menos como en español (sólo que la y es realmente una semivocal: ya, yo, yu, se pronuncian como ia, io, iu). Las excepciones song, h, j, w, z, que se pronun cian como en inglés. En principio, aún cuando se encuentren dos vocales juntas, se pronuncian siempre como dos sílabas separadas. Por ejemplo, en el primer poema del Kokinshü, kozo to ya iwamu («¿lo llamamos ‘el año pasado’?») se pronuncia «ko- zo-to-ya-i-wa-mu» (siete sílabas), con ya e i como dos síla bas separadas. Sin embargo, puede ocurrir que, por consi deraciones métricas, dos vocales que se encuentren juntas se pronuncien como una sola sílaba (al igual que la sinalefa en poesía española), como en el mismo poema, kotoshi to ya iwamu («¿lo llamamos ‘este año’?») que se-pronuncia «ko-to-shi-to-yai-wa-mu» (siete sílabas), con ya e i como una sola sílaba {yai) para conservar la métrica. El texto en el cual está basada esta traducción es la edición del Shin nihon koten bungaku taikei, que está basa da a su vez en un manuscrito del Kokinshü copiado por el poeta Fujiwara no Teika (1162-1241). Algunos poemas tie nen diversas interpretaciones, y los comentarios que he con sultado aparecen en la bibliografía. Los poemas están nu merados según su orden en esta selección, y según el número que les corresponde en el Kokinshü. De manera que, por ejemplo, el poema 7 [53] es el poema número 7 de esta selección, y el número 53 en el texto del Kokinshü. Esta traducción ha sido hecha con la intención no sólo de traducir cada poema individualmente, sino además, de intentar traducir el lenguaje poético del que están computes tos todos los poemas. 

El lenguaje de la poesía del Kokinshü está altamente codificado: los poemas son parte de, y a la vez van formando, un sistema de asociaciones y connotaciones dentro del cual cada poema individual cobra significado. La selección de cien poemas traducidos aquí ha sido hecha con la intención de transmitir a los lectores este mundo poético del Kokinshü. A la vez, la selección intenta también transmitir las secuencias y progresiones poéticas que conforman al Kokinshü como obra antológica. 

Quisiera expresar mi agradecimiento a Kayoko Takagi, co- directora de la colección «Pliegos de Oriente. Serie Lejano Oriente» por brindarme esta oportunidad, por su apoyo, y por revisar el texto de la traducción. Su ayuda ha sido indispensable. También a Anka Badurina, por revisar el texto y por su amistad; a Imogen Duthie por leer y revisar el «Prefacio en kana»; a Ellen Duthie por sus consejos y ayuda; y a Angela y Niall Duthie, por su apoyo y consejos. También quisiera agradecer al equipo de Editorial Trotta su dedica ción y labor. Finalmente, agradezco el apoyo a la edición de este libro de la Richard and Mary Jane Edwards Endowed Publication Fund, y de la Japan-U. S. Education Comission. Este libro está dedicado a la memoria de mi abuela, Do- rothy Duthie, Doux-doux (1920-1998), que me regaló tantísimos libros, entre ellos el primero que leí sobre Japón. Pittsburgh, 28 de abril de 2005 T orquil Duthie

lunes, 23 de junio de 2025

INTRODUCCIÓN El Tractatus logico-philosophicus del profesor Wittgenstein

 


INTRODUCCIÓN 

 El Tractatus logico-philosophicus del profesor Wittgenstein intenta, consígalo o no, llegar a la verdad última en las materias de que trata, y merece por su intento, objeto y profundidad que se le considere un acontecimiento de suma importancia en el mundo filosófico. Partiendo de los principios del simbolismo y de las relaciones necesarias entre las palabras y las cosas en cualquier lenguaje, aplica el resultado de esta investigación a las varias ramas de la filosofía tradicional, mostrando en cada caso cómo la filosofía tradicional y las soluciones tradicionales proceden de la ignorancia de los principios del simbolismo y del mal empleo del lenguaje. Trata en primer lugar de la estructura lógica de las proposiciones y de la naturaleza de la inferencia lógica. De aquí pasamos sucesivamente a la teoría del conocimiento, a los principios de la física, a la ética y, finalmente, a la mística (das Mystiche). Para comprender el libro de Wittgenstein es preciso comprender el problema con que se enfrenta. En la parte de su teoría que se refiere al simbolismo se ocupa de las condiciones que se requieren para conseguir un lenguaje lógicamente perfecto. Hay varios problemas con relación al lenguaje. En primer lugar está el problema de qué es lo que efectivamente ocurre en nuestra mente cuando empleamos el lenguaje con la intención de significar algo con él; este problema pertenece a la psicología. En segundo lugar está el problema de la relación existente entre pensamientos, palabras y proposiciones y aquello a lo que se refieren o significan; este problema pertenece a la epistemología. En tercer lugar está el problema de usar las proposiciones-de tal modo que expresen la verdad antes que la falsedad; esto pertenece a las ciencias especiales que tratan de las materias propias de las proposiciones -en cuestión. En cuarto lugar está la cuestión siguiente: ¿Qué relación debe haber entre un hecho (una proposición, por ejemplo) y otro hecho para que el primero sea capaz de ser un símbolo del segundo? Esta última es una cuestión lógica y es precisamente la única de que Wittgenstein se ocupa. Estudia las condiciones de un simbolismo correcto, es decir, un simbolismo en el cual una proposición «signifique» algo suficientemente definido. En la práctica, el lenguaje es siempre más o menos vago, ya que lo que afirmamos no es nunca totalmente preciso. Así pues, la lógica ha de tratar de dos problemas en relación con el simbolismo: l.° Las condiciones para que se dé el sentido mejor que el sinsentido en las combinaciones de símbolos; 2.º Las condiciones para que exista unicidad de significado o referencia en los símbolos o en las combinaciones de símbolos. Un lenguaje lógicamente perfecto tiene reglas de sintaxis que evitan los sinsentidos, y tiene símbolos articulares con un significado determinado y único. Wittgenstein estudia las condiciones necesarias para un lenguaje lógicamente perfecto. No es que haya lenguaje lógicamente perfecto, o que nosotros nos creamos aquí y ahora capaces e construir un lenguaje lógicamente perfecto, sino que toda función del lenguaje consiste en tener significado y sólo cumple esta función satisfactoriamente en la medida en que se aproxima al lenguaje ideal que nosotros postulamos. La función esencial del lenguaje es afirmar o negar los hechos. Dada la sintaxis de un lenguaje, el significado de una proposición está determinado tan pronto como se conozca el significado de las palabras que la componen. Para que una cierta proposición pueda afirmar un cierto he debe haber, cualquiera que sea el modo como el lenguaje esté construido, algo en común entre la estructura de la proposición y la estructura del hecho. Esta es tal vez la tesis más fundamental de la teoría de Wittgenstein. Aquello que-haya de común entre la proposición y el hecho, no puede, así lo afirma el autor, decirse a su vez en el lenguaje. Sólo puede ser, en la fraseología de Wittgenstein, mostrado, no dicho, pues cualquier cosa que podamos decir tendrá siempre la misma estructura. www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. El primer requisito de un lenguaje ideal sería tener un solo nombre para cada elemento, y nunca el mismo nombre para dos elementos distintos. Un nombre es un símbolo simple en el sentido de que no posee partes que sean a su vez símbolos. En un lenguaje lógicamente perfecto, nada que no fuera un elemento tendría un símbolo simple. El símbolo para un compuesto sería un «complejo». Al hablar de un «complejo» estamos, como veremos más adelante, pecando en contra de las reglas de la gramática filosófica, pero esto es inevitable al principio. «La mayor parte de las proposiciones y cuestiones que se han escrito sobre materia filosófica no son falsas, sino sinsentido. No podemos, pues, responder a cuestiones de esta clase de ningún modo, sino establecer su sinsentido. La mayor parte de las cuestiones y proposiciones de los filósofos proceden de que no comprendemos la lógica de nuestro lenguaje. Son del mismo tipo que la cuestión de si lo bueno es más o menos idéntico que lo bello» (4.003). Lo que en el mundo es complejo es un hecho. Los hechos que no se componen de otros hechos son lo que Wittgenstein llama Sachverhalte, mientras que a un hecho que conste de dos o más hechos se le llama Tatsache; así, por ejemplo: «Socrates es sabio» es un Sachverhalt y también un Tatsache, mientras que «Sócrates es sabio y Platón es su discípulo» es un Tatsache, pero no un Sachverhalt. Wittgenstein compara la expresión lingüística a la proyección en geometría. Una figura geométrica puede, ser proyectada de varias maneras: cada una de éstas corresponde a un lenguaje diferente, pero las propiedades de proyección de la figura original permanecen inmutables, cualquiera que sea el modo de proyección que se adopte. Estas propiedades proyectivas corresponden a aquello que en la teoría de Wittgenstein tienen en común la proposición y el hecho, siempre que la proposición asevere el hecho. En cierto nivel elemental esto desde luego es obvio. Es imposible, por ejemplo, establecer una afirmación, sobre dos hombres (admitiendo por ahora que los hombres puedan ser tratados como elementos) sin emplear dos nombres, y si se quiere aseverar una relación entre los dos hombres será necesario que la proposición en la que hacemos la aseveración establezca una relación entre los dos nombres. Si decimos «Platón ama a Sócrates», la palabra «ama», que está entre o la palabra «Platón» y la palabra «Sócrates», establece una relación entre estas dos palabras, y se debe a este hecho que nuestra proposición sea capaz de aseverar una relación entre las personas representadas por las palabras «Platón y Sócrates». «No: `El signo complejo aRb dice que a está en la relación R con b’, sino: Que a está en una cierta relación con b, dice que aRb» (3.1432). Wittgenstein empieza su teoría del simbolismo con la siguiente afirmación (2.1): «Nosotros nos hacemos figuras de los hechos.» Una figura, dice, es un modelo de la realidad, y a los objetos en la realidad corresponden los elementos de la figura: la figura misma es un hecho. El hecho de que las cosas tengan una cierta relación entre sí se representa por el hecho de que en la figura sus elementos tienen también una cierta relación, unos con otros. En la figura y en lo figurado debe haber algo idéntico para que una pueda ser figura de lo otro completamente. Lo que la figura debe tener en común con la realidad para poder figurarla a su modo y manera -justa o falsamente- es su forma de figuración» (2.161, 2.17). Hablamos de una figura lógica de la realidad; cuando queremos indicar solamente tanta semejanza cuanta es esencial a su condición de ser una figura, y esto en algún sentido, es decir, cuando no deseamos implicar nada más que la identidad de la forma lógica. La figura lógica de un hecho, dice, es un Gedanke. Una figura puede corresponder o no corresponder al hecho y por consiguiente ser verdadera o falsa, pero en ambos casos tiene en común con el hecho la forma lógica. El sentido en el cual Wittgenstein habla de figuras puede ilustrarse por la siguiente afirmación: «El disco gramófonico, el pensamiento musical, la notación musical; las 2 www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. ondas sonoras, están todos, unos respecto de otros, en aquella internó relación figurativa que se mantiene entre lenguaje y mundo. A todo esto es común la estructura lógica. (Como en la fábula, los dos jóvenes, sus dos caballos y sus lirios, son todos, en cierto sentido, la misma cosa)» (4.014). La posibilidad de que una proposición represente a un hecho depende del hecho de que en ella los objetos estén representados por signos. Las llamadas «constantes» lógicas no están representadas por signos, sino que ellas mismas están presentes tanto en la proposición como en el hecho. La proposición y el hecho deben manifestar la misma «multiplicidad» lógica, que no puede ser a su vez representada, pues tiene que tener en común el hecho y la figura. Wittgenstein sostiene que todo aquello que es propiamente filosófico pertenece a lo que sólo se puede expresar, es decir: a aquello que es común al hecho y a su figura lógica. Según este criterio se concluye que nada exacto puede decirse en filosofía. Toda proposición filosófica es un error gramatical, y a lo más que podemos aspirar con la discusión filosófica es a mostrar a los demás que la discusión filosófica es un error. «La filosofía no es una de las ciencias naturales. (La palabra `filosofía’ debe significar algo que esté sobre o bajo, pero no junto a las ciencias naturales) E1 objeto de la filosofía es la aclaración lógica de pensamientos. La filosofía no es una teoría, sino una actividad. Una obra filosófica consiste especialmente en elucidaciones. El resultado de la filosofía no son `proposiciones filosóficas’ sino el esclarecimiento de las proposiciones. La filosofía debe esclarecer y delimitar con precisión los pensamientos que de otro modo serían, por así decirlo, opacos y confusos» (4.111 y 4.112). De acuerdo con este principio todas las cosas que diremos para que el lector comprenda la teoría de Wittgenstein son todas ellas cosas que la propia teoría condena como carentes de sentido. Teniendo en cuenta esto, intentaremos exponer la visión del mundo que parece que está al fondo de su sistema. El mundo se compone de hechos: hechos que estrictamente hablando no podemos definir, pero podemos explicar lo que queremos decir admitiendo que los hechos son los que hacen á las proposiciones verdaderas o falsas. Los hechos pueden contener partes que sean hechos o pueden no contenerlas; «Sócrates era un sabio ateniense» se compone de dos hechos: «Sócrates era sabio» y «Sócrates era un ateniense». Un hecho que no tenga partes que sean hechos se llama por Wittgenstein Sachverhalt. Es lo mismo que aquello a lo que llama hecho atómico. Un hecho atómico, aunque no conste de partes que son hechos, sin embargo consta de partes. Si consideramos «Sócrates es sabio» como un hecho atómico veremos que contiene los constitutivos «Sócrates» y «sabio». Si se analiza un hecho atómico lo más completamente posible (posibilidad teórica, no práctica), las partes constitutivas que se obtengan al final pueden llamarse «simples» u «objetos». Wittgenstein no pretende que podamos realmente aislar el «simple» o que tengamos de él un conocimiento empírico. Es una necesidad lógica exigida por la teoría como el caso del electrón. Su fundamento para sostener que hay simples es que cada complejo presupone un hecho. Esto no supone necesariamente que la complejidad de los hechos sea finita; aunque cada hecho constase de infinidad de hechos atómicos y cada hecho atómico se compusiese de un número infinito de objetos, aun en este supuesto debería haber objetos y hechos atómicos (4.2211). La afirmación de que hay un cierto complejo se reduce a la aseveración de que sus elementos constitutivos están en una cierta relación, que es la aseveración de un hecho; así, pues, si damos un nombre al complejo, este nombre sólo tiene sentido en virtud de la verdad de una cierta proposición, especialmente la proposición que arma que los componentes del complejo están en esa relación. Así, nombrar a los complejos presupone la proposición, mientras que las proposiciones presuponen que los simples tengan un nombre. Así, pues, se pone de manifiesto que nombrar los simples es lógicamente lo primero en lógica. 3 www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. El mundo está totalmente descrito si todos los hechos atómicos se conocen, unido al hecho de que éstos son todos los hechos. El mundo no se describe por el mero nombrar de todos los objetos que están en él; es necesario también conocer los hechos atómicos de los cuales esos objetos son partes constitutivas. Dada la totalidad de hechos atómicos, cada proposición verdadera, aunque compleja, puede teóricamente ser inferida. A una proposición (verdadera o falsa) que asevera un hecho atómico se le llama una proposición atómica. Todas las proposiciones atómicas son lógicamente independientes unas de otras. Ninguna proposición atómica implica otra o es compatible con otra. Así pues, todo el problema de la inferencia lógica se refiere a proposiciones que no son atómicas. Tales proposiciones pueden ser llamadas moleculares. La teoría de Wittgenstein de las proposiciones moleculares se fundamenta sobre su teoría acerca de la construcción de las funciones de verdad. Una función de verdad de una proposición p es una proposición que contiene a p, de modo que su verdad o falsedad depende sólo de la verdad o falsedad de p;. del mismo modo, una función de verdad de varias proposiciones p, q, r... es una proposición que contiene p, q, r..., y así su verdad o falsedad depende sólo de la verdad o de la falsedad de p, q, r... Pudiera parecer a primera vista que hay otras funciones de proposiciones además de las funciones de- verdad; así, por ejemplo, sería «A cree p», ya que de modo general A creería algunas proposiciones verdaderas y algunas falsas; a menos que sea un individuo excepcionalmente dotado, no podemos colegir que p es verdadera por el hecho de que lo crea, o que p es falsa por el hecho de que no lo crea. Otras excepciones aparentes serian,-por ejemplo, «p es una proposición muy compleja» o «p es una proposición referente a Sócrates». Wittgenstein sostiene, sin embargo, por razones que -ya expondremos, que tales excepciones son sólo apa rentes, y que cada función de una proposición es realmente una función de verdad. De aquí se sigue que si podemos definir las funciones de verdad de modo general, podremos obtener una definición general de todas las proposiciones en los términos del grupo -primitivo de las proposiciones atómicas. De este modo procede Wittgenstein. Ha sido demostrado por el doctor Sheffer (Trans. Am. Math. Soc., vol. XIV, pp. 481-488) que todas las funciones de verdad de un grupo dado de proposiciones pueden construirse a partir de una de estas dos funciones: «no-p o no-q» o «no-p y no-q». Wittgenstein emplea la última, presuponiendo, el conocimiento del trabajo del doctor Sheffer. Es fácil ver el modo en que se construyen otras funciones de verdad de «no-p y no-q». «No-p y no-p» es equivalente a «no-p», con lo que obtenemos una definición de la negación en los términos de nuestra función primitiva; por lo tanto, podemos definir «p o q», puesto que es la negación de «no-p» y «no-q»; es decir, de nuestra función primitiva; por lo tanto, podemos definir «p o q», puesto que es la negación de «no-p» y «no-q»; es decir de nuestra función primitiva. El desarrollo de otras funciones de verdad de «no-p» y «p o q» se dan detalladamente al comienzo de Principia Mathematica. Con esto se logra lo que pretendemos, cuando las proposiciones que son los argumentos de nuestras funciones de verdad se dan por enumeración. Wittgenstein, sin embargo, por un análisis realmente interesante, consigue extender el proceso a las proposiciones generales, es decir, a los casos en que las proposiciones que son argumentos de nuestras funciones de verdad no están dadas por enumeración, sino que se dan como todas las que cumplen cierta condición. Por ejemplo, sea fx una función proposicional (es decir, una función cuyos valores son proposiciones), lo mismo que «x es humano» -entonces los diferentes valores fx constituyen un grupo de proposiciones. Podemos extender la idea «no-p y no-q» tanto como aplicarla a la negación simultánea de todas las proposiciones que son valores de fx. De este modo llegamos a la proposición que de ordinario representa en lógica matemática por las palabras «fx es falsa para todos los valores de x». La negación de esto sería 4 www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. la proposición «hay al menos una x para la cual fx es verdad» que está representada por «(Ýx).fx». Si en vez de fx hubiésemos partido de no-fx habríamos llegado a la proposición «fx es verdadera para todos los valores de x», que está representada por «(x).fx». El método de Wittgenstein para operar con las proposiciones generales [es decir «(x).fx» y «(Ýx).fx »] difiere de los métodos precedentes por el hecho de que la generalidad interviene s en la especificación del grupo de proposiciones a que se refiere, y cuando esto se lleva a cabo, la construcción de las funciones de verdad procede exactamente, como en el caso de un número finito de argumentos dados, por enumeración, p, q, r... Sobre este punto, Wittgenstein no da en el texto una explicación suficiente de su simbolismo. El símbolo que emplea es (-p, -î, N(-î)). He aquí la explicación de este simbolismo: -p representa todas las proposiciones atómicas. -î representa cualquier grupo de proposiciones. N (-î) representa la negación de todas las proposiciones que componen -î. El símbolo completo (-p, -î, N(-î)) significa todo aquello que puede obtenerse seleccionando proposiciones atómicas, negándolas todas, seleccionando algunas del grupo de proposiciones nuevamente obtenido unidas con otras del grupo primitivo -y así indefinidamente-.Esta es, dice, la función general de verdad y también la forma general de la proposición. Lo que esto significa es algo menos complicado de lo que parece. El símbolo intenta describir un proceso con la ayuda del cual, dadas las proposiciones atómicas, todas las demás pueden construirse. El proceso depende de: (a) La prueba-de Sheffer de que todas- las funciones de verdad pueden obtenerse de la negación simultánea, es decir, de «no-p y no-q»; (b) La teoría de Wittgenstein de la derivación de las proposiciones generales de las conjunciones y disyunciones; (c) La aseveración de que una proposición puede encontrarse en otra sólo como argumento de una función de verdad. Dados estos tres fundamentos, se sigue que todas las proposiciones que no son atómicas pueden derivarse de las que lo son por un proceso uniforme, y es este proceso el que Wittgenstein indica en su símbolo. Por este método uniforme de construcción llegamos a una asombrosa simplificación de la teoría de la inferencia, lo mismo que a una definición del tipo de proposiciones que pertenecen a la lógica. El método de operación descrito autoriza a Wittgenstein a decir que todas las proposiciones pueden construirse del modo anteriormente indicado, partiendo de las proposiciones atómicas, y de este modo queda definida la totalidad de las proposiciones. (Las aparentes excepciones mencionadas más arriba son tratadas de un modo que consideraremos más adelante.) Wittgenstein puede, pues, afirmar que proposiciones son todo lo que se sigue de la totalidad de las proposiciones atómicas (unido al hecho de que ésta es la totalidad de ellas); que una proposición es siempre una función de verdad de las proposiciones atómicas; y de que si p se sigue de q, el significado de p está contenido en el significado de q; de lo cual resulta, naturalmente, que nada puede deducirse de una proposición atómica Todas las proposiciones de la lógica, afirma, son tautologías, como, por ejemplo, «p o no p». El hecho de que nada puede deducirse de una proposición atómica tiene aplicaciones de interés, por ejemplo, a la causalidad. En la lógica de Wittgenstein no puede haber nada semejante al nexo causal. «Que el sol vaya a surgir mañana es una hipótesis. No sabemos, realmente, si surgirá, ya que no hay necesidad alguna para que una cosa acaezca porque acaezca otra.» Tomemos ahora otro tema -el de los nombres. En el lenguaje lógico-teorético de Wittgenstein, los nombres sólo son dados a los simples. No damos dos nombres a una sola 5 www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. cosa, o un nombre a dos cosas. No hay ningún medio, según el autor, para describir la totalidad de las cosas que pueden ser nombradas; en otras palabras, la totalidad de todo cuanto hay en el mundo. Para poder hacer esto tendríamos que conocer alguna propiedad que perteneciese a cada cosa por necesidad lógica. Se ha intentado alguna vez encontrar tal propiedad en la auto-identidad; pero la concepción de la identidad está sometida por Wittgenstein a un criticismo destructor, del cual no parece posible escapar. Queda rechazada la definición de la identidad por medio de la identidad de lo indiscernible, porque la identidad de lo indiscernible parece que no es un principio lógico necesario. De acuerdo con este principio, x es idéntica a y si cada propiedad de x es una propiedad de y; pero, después de todo, seria lógicamente posible para ambas cosas que tuviesen exactamente las mismas propiedades. Que esto de hecho no ocurra, es una característica accidental del mundo, no una característica lógicamente necesaria, y las características accidentales del mundo no deben naturalmente ser admitidas en la estructura de la lógica. Wittgenstein, de acuerdo con esto, suprime la identidad y adopta la convención de que diferentes letras signifiquen diferentes cosas. En la práctica se necesita la identidad, por ejemplo, entre un nombre y una descripción o entre dos descripciones. Se necesita para proposiciones tales como «Sócrates es el filósofo que bebió la cicuta» o «El primer número par es aquel que sigue inmediatamente a 1.» Es fácil en el sistema de Wittgenstein proveer respecto de tales usos de la identidad. La exclusión de la identidad excluye un método de hablar de la totalidad de las cosas, y se encontrará que cualquier otro método que se proponga ha de resultar igualmente engañoso; así, al menos, lo afirma Wittgenstein, y yo creo que con fundamento. Esto equivale a decir que «objeto» es un seudoconcepto. Decir que «x es un objeto» es no decir nada. Sigue esto de que no podemos hacer juicios tales como «hay más de tres objetos en el mundo» o «hay un número infinito de objetos en el mundo». Los objetos sólo pueden mencionarse en conexión con alguna propiedad definida. Podemos decir «hay más de tres objetos que son humanos», o «hay más de tres objetos que son rojos», porque en estas afirmaciones la palabra «objeto» puede sustituirse en el lenguaje de la lógica por una variable que será en el primer caso la función «x es humano»; en el segundo, la función «x es rojo». Pero cuando intentamos decir «hay más de tres objetos», esta sustitución de la variable por la palabra «objeto» se hace imposible, y la proposición, por consiguiente, carece de sentido. Henos, pues, aquí ante un ejemplo de una tesis fundamental de Wittgenstein, que es imposible decir nada sobre el mundo como un todo, y que cualquier cosa que pueda decirse ha de ser sobre partes del mundo. Este punto de vista puede haber sido en principio sugerido por la notación, y si es así, esto dice mucho en su favor, pues una buena notación posee una penetración y una capacidad de sugerir que la hace en ocasiones parecerse a una enseñanza viva. Las irregularidades en la notación son con frecuencia el primer signo de los errores filosóficos, y una notación perfecta llegaría a ser un sustitutivo del pensamiento. Pero aun cuando haya sido la notación la que haya sugerido al principio a Wittgenstein la limitación de la lógica a las cosas del mundo, en contraposición al mundo como a un todo, no obstante, esta concepción, una vez sugerida, ha mostrado encerrar mucho más que la simple notación. Por mi parte, no pretendo saber si esta tesis es definitivamente cierta. En esta introducción, mi objeto es exponerla, no pronunciarme respecto de ella. De acuerdo con este criterio, sólo podríamos decir cosas sobre el mundo como un todo si pudiésemos salir fuera del mundo, es decir, si dejase para nosotros de ser el mundo. Pudiera ocurrir que nuestro mundo estuviese limitado por algún ser superior que lo vigilase sobre lo alto; pero para nosotros, por muy finito que pueda ser, no puede tener límites el mundo desde el momento en que no hay nada fuera de él. Wittgenstein emplea como una imagen la del campo visual. Nuestro campo visual no tiene para nosotros límites visuales, ya que no existen fuera de él, del mismo modo que en 6 www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. nuestro mundo lógico no hay límites lógicos, ya que nuestra lógica no conoce nada fuera de ella. Estas consideraciones le llevan a una discusión interesante sobre el solipsismo. La lógica, dice, llena el mundo. Los límites del mundo son también sus propios límites. En lógica, por consiguiente, no podemos decir: en el mundo hay esto y lo otro, pero no lo de más allá; decir esto presupondría efectivamente excluir ciertas posibilidades, y esto no puede ser, ya que requeriría que la lógica atravesase los límites del mundo, como sí contemplase estos límites desde el otro lado. Lo que no podemos pensar, no podemos pensar; por consiguiente, tampoco podemos decir lo que no podemos pensar. Esto, dice Wittgenstein, da la clave respecto del solipsismo. Lo que el solipsismo pretende es ciertamente correcto; pero no puede decirse, sólo puede mostrarse. Que el mundo es mi mundo se muestra en el hecho de que los límites del lenguaje (el único lenguaje que yo entiendo) indican los límites de mi mundo. El sujeto metafísico no pertenece al mundo; es un límite del mundo. Debemos tratar ahora la cuestión de las proposiciones moleculares que no son a primera vista funciones de verdad de las proposiciones que contienen; por ejemplo: «A cree p». Wittgenstein introduce este argumento en defensa de su tesis; a saber: que todas las funciones moleculares son funciones de verdad. Dice (5.54): «En la forma proposicional general la proposición entra en otra sólo como base de las operaciones de verdad» A primera vista, continua diciendo, parece como si una proposición pudiera entrar de otra manera; por ejemplo: «A cree p». De manera superficial parece como si la proposición p estuviese en una especie de relación con el objeto A. «Pero es claro que “A cree p”, “A. piensa p”, “A dice p” son de la forma “‘p’ dice p”; y aquí de la coordinación de un hecho con un objeto, coordinación de hechos por medio de la coordinación de sus objetos» (5.542 ). Lo que Wittgenstein expone aquí lo expone de modo tan breve que no queda bastante claro para aquellas personas que desconocen las controversias a las cuales se refiere. La teoría con la cual se muestra en desacuerdo está expuesta en mis artículos sobre la naturaleza de la verdad y de la falsedad en Philosophical Essays y Proceedings of the Arisiotelian Society, 1906-1907. El problema de que se trata es el problema de la forma lógica de la fe, es decir, cuáles el esquema que representa lo que sucede cuando un hombre cree. Naturalmente, el problema se aplica no sólo a la fe, sino también a una multitud de fenómenos mentales que se pueden llamar actitudes proposicionales: duda, consideración, deseo, etc. En todos estos casos parece natural expresar el fenómeno en la forma «A duda p», «A desea p», etcétera, lo que hace que esto aparezca como si existiese una relación entre una persona y una proposición. Este, naturalmente, no puede ser el último análisis, ya que las personas son ficciones lo mismo que las proposiciones, excepto en el sentido en que son hechos. Una proposición, considerada como un hecho en sí mismo consistente, puede ser una serie de palabras que un hombre se repite a sí mismo, o una imagen compleja, o una serie de imágenes que pasan por su imaginación, o una serie de movimientos corporales incipientes. Puede ser una cualquiera de estas innumerables diferentes cosas. La proposición, en cuanto un hecho en sí mismo consistente, por ejemplo, la serie actual de palabras que el hombre se dice a sí mismo, no tiene importancia para la lógica. Lo que es interesante para la lógica es el elemento común a todos estos hechos, los cuales permiten, como decimos, significar el hecho que la proposición asevera. Para la psicología, naturalmente, es más interesante, pues un símbolo no significa aquello que simboliza sólo en virtud de una relación lógica, sino también en virtud de una relación psicológica de intención, de asociación o de cualquier otro carácter. La parte psicológica del significado no concierne, sin embargo, al lógico. Lo que le concierne en este problema de la fe es el esquema lógico. Es claro que cuando una persona cree una proposición, la persona 7 www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. considerada como un sujeto metafísico, no debe ser tenida en cuenta en orden a explicar lo que está sucediendo. Lo que ha de explicarse es la relación existente entre la serie de palabras, que es la proposición considerada como un hecho por sí mismo existente, y el hecho «objetivo» que hace a la proposición verdadera o falsa. Todo esto se reduce en último término a la cuestión del significado de las proposiciones, y es tanto como decir que el significado de las proposiciones es la única parte no psicológica del problema implicada en el análisis de la fe. Este problema es tan sólo el de la relación entre dos hechos, a saber: la relación entre las series de palabras empleadas por el creyente y el hecho que hace que estas palabras sean verdaderas o falsas. La serie de palabras es un hecho, tanto como pueda serlo aquello que hace que sea verdadera o falsa. La relación entre estos dos hechos no es inanalizable, puesto que el significado de una proposición resulta del significado de las palabras que la constituyen. El significado de la serie de palabras que es una proposición, es una función del significado de las palabras aisladas. Según esto, la proposición como un todo no entra realmente en aquello que ya se ha explicado al explicar el significado de la proposición. Ayudaría tal vez a comprender el punto de vista que estoy tratando de exponer, decir que en los casos ya tratados la proposición está presente como un hecho y no como una proposición. Tal afirmación no debe tomarse demasiada literalmente. El punto esencial es que en el acto de creer, de desear, etc., es lógicamente fundamental la relación de una proposición considerada como hecho con el hecho que la hace verdadera o falsa, y que esta relación entre dos actos es reducible a la relación de sus componentes. Así, pues, la proposición- entra-aquí de un modo completamente -distinto al modo como entra en una función de verdad. Hay algunos aspectos, según mi opinión, en los que la teoría de Wittgenstein necesita un mayor desarrollo técnico. Esto puede aplicarse, concretamente, a su teoría del número (6.02 ss.), la cual, tal y como está, sólo puede aplicarse a los números finitos. Ninguna lógica puede considerarse satisfactoria hasta que se haya demostrado que es capaz de poder ser aplicada a los números transfinitos. No creo que haya nada en el sistema de Wittgenstein que le impida llenar esta laguna. Más interesante que estas cuestiones de detalle comparativo es la actitud de Wittgenstein respecto de la mística. Su actitud hacia ella nace de modo natural de su doctrina de lógica pura, según la cual, la proposición lógica es una figura (verdadera o falsa) del hecho, y tiene en común con el hecho una cierta estructura. Es esta estructura común lo que la hace capaz de ser una figura del hecho; pero la estructura no puede, a su vez, ponerse en palabras, puesto que es la estructura de las palabras, lo mismo que de los hechos a los cuales se refiere. Por consiguiente, todo cuanto quede envuelto en la idea de la expresividad del lenguaje, debe permanecer incapaz de ser expresado en el lenguaje, y es, por consiguiente, inexpresable en un sentido perfectamente preciso. Este inexpresable contiene, según Wittgenstein, el conjunto de la lógica y de la filosofía. El verdadero método de enseñar filosofía, dice, sería limitarse a las proposiciones de las ciencias, establecidas con toda la claridad y exactitud posibles, dejando las afirmaciones filosóficas al discípulo, y haciéndole patente que cualquier cosa que se haga con ellas carece de significado. Es cierto que la misma suerte que le cupo a Sócrates podría caberle a cualquier hombre que intentase este método de enseñanza; pero no debemos atemorizarnos, pues éste es único método justo. No es precisamente esto lo que hace dar respecto de aceptar o no la posición de Wittgenstein, a pesar de los argumentos tan poderosos que ofrece como base. Lo que ocasiona tal duda es el hecho de que después de todo, Wittgenstein encuentra el modo de decir una buena cantidad de cosas sobre aquello de lo que nada se puede decir, sugiriendo así al lector escéptico la posible existencia de una salida, bien a través de la jerarquía de lengua bien de cualquier otro modo. Toda la ética, por ejemplo coloca Wittgenstein en la mística, región 8 www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. inexpresable. A pesar de ello, es capaz de comunicar sus opiniones éticas. Su defensa consistiría en decir que lo «místico» puede mostrarse, pero no decirse. Puede que esta defensa sea satisfactoria, pero por mi parte confieso que me produce una cierta sensación de disconformidad intelectual. Hay un problema puramente lógico, con relación al cual esas dificultades son especialmente agudas. Me refiero al problema de la generalidad. En la teoría de la generalidad es necesario considerar todas las proposiciones de la forma fx, donde fx es una función proposicional dada. Esto pertenece a la parte de la lógica que puede expresarse de acuerdo con el sistema de Wittgenstein. Pero la totalidad de los posibles valores de x que puede parecer que están comprendidos en la totalidad de las proposiciones de la forma fx no está admitida por Wittgenstein entre aquellas cosas que pueden ser dichas, pues esto no es sino la totalidad de las cosas del mundo y esto supone el intento de concebir el mundo como un todo; «el sentido del mundo como un todo limitado es lo místico»; por lo tanto, la totalidad de los valores de x es la mística (6.45). Esto está expresamente dicho cuando Wittgenstein niega que podamos construir proposiciones sobre el número de cosas que hay en el mundo, como, por ejemplo, cuando decimos que hay más de tres. Estas dificultades me sugieren la siguiente posibilidad: que todo lenguaje tiene, como Wittgenstein dice, una estructura de la cual nada puede decirse en el lenguaje, pero que puede haber otro lenguaje que trate de la estructura del primer lenguaje y que tenga una nueva estructura y que esta jerarquía de lenguaje no tenga límites. Wittgenstein puede responder que toda su teoría puede aplicarse sin cambiarla a la totalidad de estos lenguajes. La única réplica sería negar que exista tal totalidad. La totalidad de la que Wittgenstein sostiene que es imposible hablar lógicamente, está sin embargo pensada por él como existente y constituye el objeto de su mística. La totalidad resultante de nuestra jerarquía no sería, pues, inexpresable con un criterio meramente lógico, sino una ficción, una ilusión, y en este sentido la supuesta esfera de la mística quedaría abolida. Tal hipótesis es muy difícil y veo objeciones a las cuales, de momento, no sé cómo contesta, aunque no veo cómo una hipótesis más fácil pueda escaparse de las conclusiones de Wittgenstein. Aunque esta hipótesis es tan difícil que pudiese sostenerse, dejaría intacta una gran parte de la teoría de Wittgenstein; aunque posiblemente no aquella parte en al cual insiste más. Teniendo larga experiencia de las dificultades de la lógica y de lo ilusorio de las teorías que parecen irrefutables, no soy capaz de asegurar la exactitud de una teoría fundándome tan sólo en que no veo ningún punto en que esté equivocada. Pero haber construido una teoría lógica, que no es en ningún punto manifiestamente errónea, significa haber logrado una obra de extraordinaria dificultad e importancia. Este mérito, en mi opinión, corresponde al libro de Wittgenstein y lo convierte en algo que ningún filósofo serio puede permitirse descuidar. 

 BERTRAND RUSSELL. Mayo 1922.

viernes, 20 de junio de 2025

POESIA Y CRITICA (TEMAS HISPÁNICOS) ARTURO FARINELLI

 


AL QUE LEYERE 

 Recojo en este volumen algunos de mis escritos apare cidos en los pasados años, cuando imperaba una aparien cia de paz y yo era colaborador asiduo de «La Nación» de Buenos Aires. Breves y ligeros, no limitados en los temas, extendiéndose a diversas literaturas y hasta a la música, contienen pequeños estudios de características, esbozos de paisajes, fantasías, sueños y confesiones que espero no serán enojosos para el lector y llegarán a despertar cierto interés. En la obligada separación en que vivimos, hechas infranqueables las barreras entre los pueblos por la guerra que nos destroza, establecer comunicación es una cosa como para desesperarse.

 A lo he conseguido recuperar otros trabajos míos que reposan en tas imprentas — un Petrarca, un Tasso, un Chateaubriand, divagaciones sobre Europa y sobre América —; probablemente no los veré más y se perderán. Todo lo que ofrezco, fruto de investigación nada fatigosa y de pensamiento no atormentado, refleja, incluso en la rápida y fácil exposición, mi propia naturaleza, mi estilo propio, la impresión sencilla y el puro aliento de mi alma. 

'No quisiera que se me juzgase vacuo y superficial, más atento a divertir que a persuadir. Algunas pequeñas cosas han sido añadidas a los artículos de «La Nación» para que se completase el cuadro de la cultura y de la vida que imaginaba. Ni he desdeñado incluir, vestidos de otra manera, variantes de otros escritos, parlamentos por radio pronunciados por mí antes de surcar el Océano. Ha llegado el atardecer de mi vida, y conviene prepararme para la última despedida, reunir las pobres cosas dispersas para que aún me hagan compañía y me conforten revelando al público, que he respe tado y amado, cuanto vivió en mi corazón y ocupó mi mente en el largo peregrinar por este mundo dolorido, repleto de arcanos y de misterios. 

 Arturo Farinelli Torino, 1944.

martes, 17 de junio de 2025

Silvia Adela Kohan Aprende de los maestros Método para experimentar con Chejov y otros 49 genios de la literatura prólogo

  



Método para experimentar con Chejov y otros 49 genios de la literatura alba Razones de este método de eficacia comprobada para narradores y poetas Quiero sacar de ti tu mejor tú. Pedro Salinas «Imitar a tu manera» un texto de un escritor que te atrape es un valioso modo de sacar a la luz el libro que ya existe en ti, como decía Proust. Por lo tanto, doy cuenta aquí de esa manera. 

Unos la llaman «influencia»; otros, «inspiración»; otros, «identificación»; otros, «parodia»; para otros es el tan temerario «plagio». Como verás, puedes realizar la práctica con distintos propósitos y en distintas direcciones. Se aprende a escribir y a reescribir leyendo, consulta tus dudas leyendo entre líneas, a tus escritores admirados, no para detenerte en el tema, sino en como escriben ese tema; no para imitarlos, sino para constatar aciertos. Y verás en los capítulos de este libro que también ellos aprendieron así. 

 A mis nueve o diez años, leía escondida debajo de la mesa del salón o detrás de los enormes cortinados de cretona que enmarcaban las cortinas de voile. Cuando era yo la que ocupaba la carroza de la protagonista, me iba al patio trasero de la casa y en un cuaderno de contabilidad de los que utilizaba mi padre continuaba la historia protagonizada por mi. Habrás reparado en que los consagrados dicen que leer es el mejor taller de escritura para un escritor. Lo que no dicen es como y para que «lee» cada uno de ellos. Hay una gran diferencia entre leer como lector y leer como escritor. De eso se trata. A fin de cuentas, los pintores se inician copiando (de hecho, es conocido aquello que afirmö Picasso: «Los grandes artistas copian, los genios roban»), y puesto que escribir es resignificar las palabras de todos, ser copista literario es algo natural. Sé muy bien de que hablo. Ya en la universidad, con mi grupo de compañeros de Grafein, fundamos el método de Taller de Escritura y de Taller de Lectura. Cada uno tenía que aportar un texto por semana «a la busca de la voz propia». Las críticas mutuas eran feroces. A mí, durante varias sesiones, me «acusaron» de un exceso de lirismo, motivo por el que mis historias no avanzaban. Entonces, recurrí a La mala hora, de García Márquez, copie la gramática y la sintaxis de las primeras 35 páginas con mis propias palabras sin detenerme. Nadie se percató de la copia y me aprobaron con elogios. Entonces, pensé: «He practicado una reescritura creativa», lo instaure desde entonces como método enriquecedor a lo largo de los años y sugiero su práctica en las diversas vertientes que te propongo en los capítulos siguientes. Es un incomparable estímulo para la creación literaria. De este método han salido en mis talleres varias novelas publicadas.

 De hecho, leer es la primera llamada del deseo de escribir. Atrapo al vuelo las chispas que saltan mientras leo, así sea una novela, un ensayo, un poema, un reportaje y hasta las contraportadas de los libros. Escribo a mano y capto así de modo más sensitivo lo «mío propio» que extraigo de cada lectura. Y si bien los temas son unos pocos que se repiten en la vida, y por consiguiente también en la literatura, el secreto consiste en buscar un tratamiento distinto, desde una mirada única, la tuya. 

 Indagando en miles de textos y preguntando directamente a escritoras y escritores durante las numerosas entrevistas directas que tuve oportunidad de hacer a los famosos para la revista que dirigía, Escribir y Publicar, he podido comprobar que todos han sabido ser copistas de aquellos a quienes admiraban. Por lo tanto, en este libro revelo (con ejemplos claros) las claves para apropiarse de los mejores mecanismos, recursos, estrategias de cada escritor o escritora a partir de los diversos aspectos literarios que domina cada uno y propongo ejercicios específicos en un apartado para cuentistas y novelistas y otro para poetas.

domingo, 15 de junio de 2025

LA NOVELA INFINITA DE ITALO CALVINO DULCE MARÍA ZÚÑIGA PRÓLOGO.

 



Introducción Italo Calvino (1923-1985) fue un escritor único, esta singularidad lo llevó a ser, en cada ocasión que publicaba, diferente y múltiple a la vez. Construyó una imagen no solo de sí mismo, sino de la literatura en constante movimiento. Cuando el lector creía tener la medida o las expectativas que podrían contenerlo, él se encargaba, con un nuevo libro, de derribar cualquier idea fija que se pudiera tener de él. 

Cada texto de Calvino abre múltiples posibilidades de lecturas e inventa espacios regeneradores en la tradición literaria. Estas páginas, intituladas La novela infinita de Italo Calvino, se erigen como una aproximación teórica a la obra de este autor único. En este libro, el objetivo es explorar la riqueza y la complejidad de la obra de Calvino, particularmente en relación con su novela Si una noche de invierno un viajero (1979). La novela, a pesar de su título, representa más que una simple narrativa; es una obra plural que acepta lecturas plurales y transdisciplinarias. Si una noche de invierno un viajero se sitúa en la novelística contemporánea en lo alto de estas afirmaciones: teoría y ejecución se asocian para mostrar un juego en el que el lector tendrá que extremar sus habilidades de lectura, pero no por la dificultad de la escritura, sino por la maestría de un verdadero novelista. El novelista no está satisfecho con relatar historias: construye ciudades, situaciones y, sobre todo, series combinatorias de palabras. El novelista pretende renovar el mundo (animarlo a aparecer de otra manera) en un espacio que está ahí (donde ocurre lo cotidiano) y allá (donde se verifica lo literario; el texto, su historia, su escritura y su reescritura). Un novelista que echa mano de las virtudes transformadoras del lenguaje para facturar imágenes precisas de su singular fantasía. 

La obra entera de Calvino es una hiperimagen, una iconología fantástica. Si una noche de invierno un viajero, la última novela publicada en vida por el narrador italiano, apareció en la editorial Einaudi de Turín en 1979. Provocó una marea de críticas —en su mayoría favorables—, que renovaron una vez más el interés por la producción literaria de su autor. Muchos estudiosos de la obra calviniana han inscrito este libro en la genealogía directa de El castillo de los destinos cruzados (1973) y Las ciudades invisibles (1972) pero también se ha percibido un retorno al primer Calvino, recuperando esa vivacidad de la mirada que creíamos perdida desde los tiempos de El barón rampante, El vizconde demediado y El caballero inexistente, la trilogía Nuestros antepasados (1952, 1957 y 1959, respectivamente, y reunidas en un volumen en 1960). Pietro Citati, escritor y crítico italiano, escribió: ¿Qué hace pues este escritor quien, por azar, indolencia o pereza lleva el nombre de Italo Calvino, ese escritor que no está seguro de sí mismo y que quisiera desaparecer? [...] Comienza a hacer un relato e inmediatamente se da cuenta de que de nuevo posee esa alegría, esa vivacidad de las miradas, inspiraciones y humores novelescos que creía haber perdido desde los tiempos del Barón rampante. Como antaño, se exhibe: exalta todo lo que hay de mitómano, de “histriónico” y canalla en el personaje del narrador. Le gusta el relato intrincado, múltiple, polimorfo: el relato como selva infinita que hay que talar, y al mismo tiempo como selva que hacemos renacer cada vez más espesa (1979). No debemos omitir un hecho importante: si esta última novela constituye una suerte de abandono de la dimensión puramente fantástica, un regreso a la dimensión contemporánea, esto no significa un abandono de lo imaginario; al contrario, este libro revalora la función irremplazable de la literatura de imaginación fantástica porque precisamente la pone continuamente en crisis. El autor sugiere una definición para su viajero: “es una novela acerca de la mistificación, situada en un mundo en donde nunca estamos seguros de lo que es verdadero y lo que es falso, dentro y fuera de nosotros, donde estamos también inseguros con respecto a nuestra propia identidad”. Uno de los tópicos principales de Si una noche de invierno un viajero es “la fascinación novelesca”, como Calvino mismo lo define. 

El libro presenta un marco (cornice) en donde evoluciona un personaje desencantado: el Lector, llamado por Calvino “una especie de Cándido de nuestro tiempo”. El marco introduce diez inicios de novela, que se interrumpen en el momento de mayor intensidad dramática. Además, está compuesto por 12 capítulos y, entre cada uno de ellos, se intercalan los diez incipit donde se ensayan diferentes estilos novelescos. Esta estructura sugiere afinidades con Las ciudades invisibles, pero los desarrollos narrativos divergen profundamente. Los diez comienzos de novela recuerdan el sistema orgánico de El castillo de los destinos cruzados, pero la semejanza se detiene ahí porque las novelas de Si una noche… tienen una densidad de realidad que no tenían los relatos emblemáticos, construidos por los viajeros, mediante las cartas del tarot en El castillo. Es un conjunto de posibilidades novelescas lo que Calvino ofrece en esta hipernovela, mucho más que un muestrario de historias. Genera ruptura en la inspiración y en la lógica temporal, así como en las cualidades de una vena narrativa que se desarrolla alrededor de una figura específica: el Lector, y de un universo particular: el libro, objeto de consumo y producto de la ingeniería editorial. Ciertamente hay un rompimiento con la tradición canónica de la novela y con su propia línea narrativa, pero, al mismo tiempo, se presenta una coherencia que desemboca en una continuidad con esos mismos elementos. ¿Acaso no hay cierta secreta relación entre el Lector de Si una noche… y Qfwfq, el personaje de Cosmicomiche y de Ti con zero? 

Y, aun cuando el Lector sea muy diferente de la figura histórica de Marco Polo en Las ciudades invisibles, ¿no asume él también la responsabilidad de desarrollar y encadenar los diversos relatos que se intercalan en la novela? El Lector, “Cándido de nuestro tiempo”, es la figura a partir de la cual se articula la novela, complementada por la Lectora, Ludmilla, la lectora ideal que va tras el deseo de cumplimiento de la lectura. ¿Tiene ella un funcionamiento comparable al de las imágenes iniciales de la trilogía Nuestros antepasados (El caballero inexistente, El vizconde Demediado y El Barón Rampante), o de las unidades imaginarias de El castillo de los destinos cruzados y Las ciudades invisibles? ¿Es Ludmila el motor de un imaginario esquizomorfo que contiene en sí mismo las premisas, el desarrollo y el final del relato? ¿O bien, asume las virtudes del imaginario sintético que vemos afirmarse en el periodo de los textos fantásticos?

 A primera vista, Si una noche… parece desprovista de imágenes espaciales fuertes como el castillo, la selva, la ciudad o el cosmos, que modulan la economía y la significación de los relatos de libros anteriores; subsiste, sin embargo, la unidad del viaje y su naturaleza dinámica. La metáfora del viaje y la figura mítica del viajero están en el centro de articulación de Si una noche..., pero nada en la literatura de Calvino es sencillo; en esta novela, el viajero no se desplaza forzosamente en el espacio, más bien, su viaje es a través del universo narrativo, del mundo narrado, contenido en los libros. W. Pedullà afirma: En la mitología actual, Ulises no navega, sino que se sienta y lee [...] Es más o menos eso lo que sucede en la última novela de I. Calvino (Pedullà, 1979). Por su parte, Pietro Citati, constata que Si una noche de invierno un viajero está construida alrededor de la figura del Lector: Como lo decía Hofmannsthal, “el hombre con libro” es la figura simbólica de nuestro tiempo, y ya no el guerrero, el sacerdote o el escritor. Parece que todos los demás gestos han desaparecido de la tierra [...] Si queremos conocer el sentido de la existencia, debemos abrir un libro (Citati, 1979). Por un lado, Calvino cuenta historias en las que involucra a los protagonistas más extraordinarios, describe lugares reales o ficticios y los dota ingeniosamente de interés. Por otro, hace deslizarse en sus textos, insensiblemente, un arte poético sutil pero complejo a la vez, una ejecución orientada hacia la sensibilidad de los lectores. La novela de Calvino acontece en un territorio común a la historia, la poesía, la geografía, la mitología y la psicología; del mismo modo, atraviesa y transgrede un sinfín de límites y fronteras en la convención estética. 

En su esencia misma, la novela es uno de los géneros más ambiguos y plurales de la literatura. Su impureza nace a causa de su constante oscilación entre la prosa y la poesía, entre el concepto y el mito. “La novela debe su ambigüedad y su impureza al hecho de que es el género épico de una sociedad fundada en el análisis y la razón, es decir, en la prosa”, escribe, inmejorablemente, Octavio Paz (1956b, p. 225). Si una noche de invierno un viajero rompe con la tradición de la novelística y hace que la novela, como género, se plantee a sí misma varias interrogantes: ¿qué soy?, ¿cómo puedo existir?, ¿cuál es mi genealogía?, ¿cuáles son mis orígenes? La novela de Calvino formula y ensaya a responder estas y otras cuestiones en el momento de su ejecución, en un nivel metanovelesco y metaliterario: un andamiaje admirable. La novela es el lugar de encuentro y diálogo de un sinnúmero de voces-textos pertenecientes a la tradición literaria: es un mosaico de citas, un fenómeno de absorción y transformación de otros textos; una rapsodia también. Es un libro que vive dentro del intertexto, las series combinatorias de palabras que tienden su infinito hacia la escritura literaria. Calvino, en su ensayo Il libro, i libri, describe de manera insuperable el espíritu que animó la escritura de su novela de novelas: La empresa de tratar de escribir novelas “apócrifas”, que me imagino escritas por un autor que no soy yo y que no existe, la llevé a sus últimas consecuencias en mi libro Si una noche de invierno un viajero. Es una novela sobre el placer de leer novelas; el protagonista es el Lector, que empieza diez veces a leer un libro que por vicisitudes ajenas a su voluntad no consigue acabar. Tuve que escribir, pues, el inicio de diez novelas de diez autores imaginarios, todos en cierto modo distintos de mí y distintos entre sí; una novela toda sospechas y sensaciones confusas; una toda sensaciones corpóreas y sanguíneas; una introspectiva y simbólica; una revolucionaria existencial; una cínico-brutal; una de manías obsesivas; una lógica y geométrica; una erótico-perversa; una telúrico-primordial; una apocalíptica alegórica. 

 Más que identificarme con el autor de cada una de las diez novelas, traté de identificarme con el Lector: representar el placer de la lectura de un género dado, más que el texto propiamente dicho. En algún momento me sentí incluso como atravesado por la energía creativa de estos diez autores inexistentes. Pero sobre todo traté de hacer resaltar el hecho de que cada libro nace en presencia de otros libros, en relación y cotejo con otros libros (Calvino, 1984). A manera de cierre resulta necesario mencionar que el título de esta obra, La novela infinita de Italo Calvino, es idéntico al de un texto de la misma autora, publicado en 1991 por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Fondo Editorial Tierra Adentro, 14); sin embargo, el contenido de la nueva edición que recorre estas páginas ha sido actualizado y enriquecido a la luz del tiempo transcurrido, sobre todo respecto de los libros póstumos de Italo Calvino. Que estas líneas sean también, pues, un viaje que depare una aventura renovada para el lector.

sábado, 7 de junio de 2025

BALADAS LÍRICAS CON ALGUNOS OTROS POEMAS PRÓLOGO




 BALADAS LÍRICAS

CON

ALGUNOS OTROS POEMAS

 

 

BRISTOL:
IMPRESO POR BIGGS Y COTTLE,
PARA T.N.LONGMAN, PATERNOST

ER-ROW, LONDRES.
1798.

 

(LONDRES:
IMPRESO PARA J. & A. ARCH, GRACECHURCH-STREET

1798.)

 

ADVERTENCIA

 

Es honrada característica de la Poesía que sus asuntos se
encuentran en todos los temas que puedan interesar al inte-
lecto humano. La prueba de este hecho ha de buscarse, no en
los escritos de los Críticos, sino en aquellos de los propios
Poetas.

La mayoría de los poemas que siguen han de considerarse
como experimentos. Fueron escritos principalmente con la
intención de probar hasta qué punto el lenguaje de la conver-
sación de las clases medias y bajas de la sociedad se adapta a
los propósitos del deleite poético. Los lectores acostumbra-
dos a la vistosidad y fraseología necia de tantos escritores mo-
dernos, si es que persisten en leer este libro hasta su conclu-
sión, quizá tengan que luchar con frecuencia con sentimien-
tos de extrañeza y melindres: buscarán poesía en torno suyo, y
se verán inducidos a inquerir por mor de que especie de cor-
tesía puede permitirse que estos intentos asuman tal título. Es
deseable que tales lectores, por su propio interés, no hayan de
sufrir que la palabra Poesía en solitario, palabra de significa-
do muy discutido, se interponga en el camino de su satisfac-
ción; sino que, mientras hacen uso de este libro, han de pre-
guntarse si contiene un bosquejo de las pasiones humanas, de
los caracteres humanos, y de los incidentes humanos; y si la
respuesta es favorable a los deseos del autor, entonces habrán
de consentir en dejarse agradar a pesar de ese temible enemi-
go de nuestros placeres, nuestros códigos de decisión pre-
establecidos.

Aquellos lectores de juicio superior quizá desaprueben el
estilo en que se ejecutan muchas de estas piezas, pues habrá

que esperar que muchos versos y frases no se acomodarán
exactamente a su gusto. Puede que les parezca que el autor,
deseando evitar los errores que prevalecen en nuestros días,
haya en ocasiones descendido demasiado, y que muchas de
sus expresiones sean demasiado familiares, y sin la dignidad
suficiente. Habrá que hacer notar que, cuanto más familiari-
zado esté el lector con nuestros escritores antiguos, y con

aquellos de los tiempos modernos que han tenido mayor éxi-
to al pintar las costumbres y las pasiones, menos quejas de tal
índole habrá de tener.

Un gusto acertado en poesía, y en el resto de las artes, se-
gún ha observado Sir Reynolds, es un talento adquirido, que

solamente puede aparecer tras aguda reflexión, y una relación
larga y continuada con los mejores modelos de composición.
Esto se menciona no con el propósito ridículo de evitar que
el lector más inexperto pueda juzgar por sí mismo; sino mera-
mente para atemperar la precipitación a decidir, y para suge-
rir que si la poesía es un tema al que no se ha dedicado mucho
tiempo, el juicio podría ser erróneo, y que en muchos casos
habrá de serlo necesariamente.

El cuento de Goody Blake Harry Hill se basa en hechos
probados que ocurrieron en el condado de Warwick. De los
demás poemas de la colección, será justo decir que o bien son
invención absoluta del autor, o bien se trata de hechos que
tuvieron lugar bajo su observación personal o la de sus ami-
gos. El poema del Espino, como pronto descubrirá el lector,
no se ha de suponer que es narrado por la persona del autor: el ca-
rácter del locuaz narrador quedará suficientemente demostra-
do a lo largo del desarrollo de la historia. La Rima del Anciano
Marinero se escribió a imitación del estilo, pero también del
espíritu de los poetas antiguos; sin embargo, salvo en unas
pocas excepciones, el autor estima que el lenguaje que se ha
adoptado habría sido inteligible durante los últimos tres si-
glos. Los versos titulados Reconvención y Respuesta, y los
que los siguen, surgieron de una conversación con un amigo
que estaba un tanto vinculado de forma irracional a los libros
modernos de filosofía moral.

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 5 de junio de 2025

ÁLVARO POMBO NOVELA EL METRO DE PLATINO IRIDIADO FRAGMENTO

 



A Pilar García de los Ríos de Marina y a José Antonio Marina. 


La despedida de soltera fue en casa de tía Eugenia y fue un caos. Todas las amigas de María, incluida el aña Rosi, de las más jóvenes a las más ancianas, tenían en común un cierto grado de inverosimilitud. Y esta cualidad -que en algunas llegaba a ser muy pronunciada-cobraba, a ojos de Virginia, proporciones épicas consideradas todas en conjunto y reunidas en una misma habitación. Llevaban ya un mes preparando aquella despedida. Fue idea de Virginia. María hubiera preferido una reunión más tranquila y más de una por una. Y así lo declaró repetidamente al principio. 

 Pero Virginia se mostró en esto diamantina: «¡Una por una, te eternizas!» «¡Si no son tantas!» «Son montones. Y cada cual un caso especialísimo. ¡Tendrías que dedicar un mes entero a los adioses!» «¡Pero si no voy a decir adiós a nadie, si es solo decirlas que me caso la mayoría de ellas, además, ya lo sabe!» No hubo manera de persuadir a Virginia, quien, sin llegar a declararlo, no quería perderse la estupenda ocasión de turbamulta y reaparición conjunta de todas las allegadas de María. Temía Virginia que, tomadas una a una, las inverosimilitudes individuales se disolvieran sin dar el espectáculo. Y había que preservar a todo trance la manifestación de la rareza. Por lo menos aquella última vez. Virginia no podía deshacerse de la idea de que aquella despedida de soltera iba a ser la última vez de algo esencial, tal vez de todo lo anterior. Y ocurría, además, que si la despedida se convertía en una sucesión de despedidas privadas, Virginia carecería de pretexto para asistir a los adioses. Tenía que haber muchos adioses -aquello era un adiós en toda regla-; pero tenían que poder verse todos juntos en un despliegue excepcional. Durante todo aquel mes Virginia había oscilado entre la melancolía del adiós y sus delicias. Una buena despedida de soltera combinaba lo mejor de lo tristísimo con lo más delicioso de alegrarse y dar la enhorabuena a una íntima amiga que se casa. Y en este caso particular la despedida tendría el ingrediente de la singularidad de todas a la vez. Iba a ser una combinación de pica-pica y gran traca de primera noche en los dormitorios de mayores. 

No podía permitirse que María, con su tendencia a la igualdad y a la paz, disolviera en adioses sucesivos el gran adiós de todas juntas. En la metafísica espontánea de Virginia, el individuo no solo era inefable, sino, además, divertidísimo. ¡Cuantísimo se habían divertido en el colegio! Había otro motivo sustancial -que Virginia ocultó meticulosamente a María-: la despedida tenía que celebrarse en gran plan porque celebrarla así requeriría toda suerte de telefoneos, reuniones y preparativos, y Virginia deseaba un largo aparte con María, un extenso e intenso mano a mano, libre de la presencia de Martín. La cotización de Martín estaba a cero. Virginia se había resignado ya a aquella boda-que le parecía precipitada-y a aquel novio, aquel Martín de palo santo -que le parecía un pelma-. Pero no se había resignado y no tenía ninguna intención de resignarse, a que Martín, con su escaso sentido del humor, su discutible encanto filosófico y sus sedicentes atractivos masculinos de chico muy serio y muy delgado, acaparara a María a todos los niveles. Había niveles que había que preservar. ¡Vaya si había! Virginia se sentía escandalizada: María se había entregado a su noviazgo. Era una entrega de mal gusto, un enamoramiento de criada. En vista de lo cual, le parecía que su primera obligación como íntima amiga de la novia era poner en cuarentena al novio e imponerle, de paso, un cierto suplicio inaugural. En opinión de Virginia, todo hombre vive secretamente convencido de que todo el monte es orégano. Ya que María se había entregado a la primera, Virginia tenía obligación de martirizar a aquel Martín por cualquier medio a su alcance. 

Y el mejor medio era la despedida de soltera: iba a ser un suplicio psicológico además de físico-porque no iba a componerse únicamente de la sustracción física de María en la tarde del día señalado, sino también de una sustracción espiritual consistente en aprovechar lo poco o mucho que, sin querer, María se saltara o se olvidara de contarle de la fiesta, combinado con lo que Martín sospechara que faltaba o resintiera que hubiera sin tener él mismo arte ni parte, para establecer un indispensable espacio crítico entre ambos prometidos. Lo que no podía ser, no podía ser: y no podía ser que María se entregase sin reservas. Y si ella misma no se daba cuenta, tenían que reservarla los demás y en especial Virginia, su mejor amiga. ¡Pero si es que aquello era un escándalo! A Virginia no le cabía en la cabeza que a María le faltase el mínimo de coquetería o estrategias o astucias que cualquier ars amandi recomienda. ¡Era increíble, absurdo, comportarse de novia igual que de casada! Y resultaba gravemente peligroso -como ha demostrado hasta la saciedad la historia entera de la mujer y las experiencias concretísimas de todas las mujeres contadas una a una-no reservarse espacio propio -ni siquiera mental-ni guardar con nadie femenino alguna relación especialísima -una especie de zona peatonal, un círculo exclusivo-por donde no pudiera transitar ningún amante, ningún marido, ningún novio -por muy enamorada que una esté-. 

Virginia se consideraba, a este efecto, singular de sobra y más exclusiva que ninguna de las demás amigas de María: acreedora de sobra, por lo tanto, de este indiscutible derecho de tener con María antes, durante y después del matrimonio (si llegaba el caso) apartes especiales, recuerdos del colegio intransferibles, secretos que, no obstante su posible nimiedad, solo pertenecían a ellas dos.

 Y es que, de hecho -argumentaba Virginia ante sí misma-, esos secretos y esas zonas vedadas ya existían: solo que María repentinamente se había enamorado y no parecía darles importancia. Ahora Martín lo sabía todo: ahora Martín estaba en todo. Y eso no se podía tolerar. Virginia había jurado que ella misma, la propia Virginia en carne y hueso, se constituiría en zona reservada: se volvería peatonal: una animosa calle de tienditas y charlas y peluqueros de señora por donde María pudiera pasearse al abrigo del sexo masculino. ¡Faltaría más! Porque ocurría, a mayor abundamiento, que a Virginia le constaba que lo que Martín llevaba peor y entendía menos eran las amigas de María. Virginia tenía entendido que Martín había declarado que eran todas unas locas. ¡Ahí lo tienes! Todos los hombres son iguales. La despedida de soltera tenía que ser un banderín de enganche. Todo un símbolo de la reserva de toda una mujer. 

Porque María era toda una mujer -un caso único-. Y Martín un pelma sin igual. ¿No había prohibido incluso, el muy plomo, que la boda se celebrase por todo lo alto, como los padres de María deseaban, como era lo normal, con cientos de invitados, que lo contrario iba a ser una rareza? Y una rareza, encima, ñoña; una rareza testaruda y sosa de la provincia de Toledo: Martín, por lo visto, era medio manchego. Y María, encima, le daba la razón, e iban a casarse ladeados, apartados, con solo la presencia de las dos familias -y Virginia quien, por supuesto, tenía que asistir-. Por consiguiente, la despedida de soltera tenía que ser inolvidable: la reserva especial de todo lo más único en amigas que tenía que durar toda la vida: jamás podría compartirse aquello con Martín. Dispuesta a todo, Virginia resumió su plan general (María la miraba sonriendo): «Lo que aquí se requiere es una merendola con mucha conversación descarrilada, cada loca con su tema y todas juntas comiendo mucho y hablándolo a la vez… ¡Por eso tiene que ser en casa de tía Eugenia!» En lo de tía Eugenia -que, en realidad, era tía segunda de María, aunque Virginia se la había apropiado coincidían las dos. Tía Eugenia estaba ya informada y había anunciado desde Montemayor, donde solía ir a las aguas, a grandes gritos telefónicos que, por supuesto, solo ella en el mundo tenía una casa en condiciones y que en aquel mismo minuto dejaba aquellas aguas espantosas porque estaba ya hasta las narices de extremeñas reumáticas y paseítos al atardecer. Había dicho tía Eugenia que nada de tés ni de cafés, que todo a base de champán y anises, una merienda-cena consistente, nada de nada frío ni tentempiés que hoy día pasas hambre en todas partes porque ya solo sirven tentempiés… Virginia había colgado el teléfono feliz. El indiscutible talento de tía Eugenia para lo tumultuoso y lo incoherente combinado con su absurdo piso de Velázquez no podían fallar. Y tenía que asistir el aña Rosi -el aña Rosi, la primera-. De entre todos los personajes de María, el preferido de Virginia era esta aña Rosi que ya había sido aña en casa de los abuelos de María y que ahora, rozando los ochenta, vivía en Navalcarnero con una hija casada.

 Era una ancianita rechoncha, de cara redonda y pelo liso recogido en un moño que no aparentaba tanta edad y que se trasladaba a todas partes a pasitos seguidos, muy enérgicos, con consistente movilidad de llanta articulada. Quizá su aire de muñeco mecánico venía de que una vez en marcha era imparable. Una vez dada cuerda y dejada con sus temas favoritos, se tenía la sensación de que ya era imposible desviarla por muy con la pared, o con cualquier contradicción, que se topase. 

Y de entre todos sus temas favoritos, el más favorito era María, muy por encima del de los alifafes de su hija y las malaventuras de sus nietos. Virginia sacaba este tema siempre que podía porque la infancia de María en versión del aña Rosi ofrecía un giro espectacular, casi sobrecogedor. La niñez de María resultaba, de creer al aña Rosi, prodigiosa. «Una vez estaba yo planchando una camisa del señor que la doncella había dejado sin planchar. Y en estas la niña entra en el cuarto de plancha y me enseña un pardillo que se había caído de un nido en el garaje. Y el pardillo se vuela por el cuarto. Y las dos a cogerle con cuidado para que no se matara contra las paredes. Y el pardillo se posa en la bombilla y ahí se balancea. Conque me quito yo las zapatillas y me subo a la mesa y por fin le tengo ya en la mano. Y en esto un tufo a chamusquina y la camisa del señor echando humo, que se había caído cuando me subí. Y ahora a ver… ¡No tiene remedio!» Al llegar aquí hacía el aña Rosi una dramática pausa y levantaba la barbilla un par de veces, como desafiando a sus oyentes. «Conque me bajo de la mesa, ay la camisa, la camisa. Y la niña quiere ver el pájaro. Y yo del susto ya ni me acordaba que le tenía en una mano. Y la niña quiere que le suelte y abre la ventana. Y yo me enfado porque lo primero es la camisa. ¡A ver ahora yo qué hago! Soltamos al pardillo y ahora qué. La niña se va del cuarto de plancha y vuelve con el bote de la harina. ¡A qué traes eso!: Dice que va a quitar la mancha con harina. ¡Pero si no es una mancha, si es que se ha quemado! La niña recubre lo quemado todo con harina, sacude la camisa y la camisa estaba igual que estaba antes de quemarse…» Daba igual que Virginia y María se rieran oyendo contar este milagro. 

El aña Rosi no tenía sentido del ridículo. Y era inútil tratar de hacerla ver que aquello era imposible y que probablemente había mezclado dos acontecimientos caseros diferentes: en uno, María es una niña muy pequeña que acaba de entrar en el cuarto de plancha con un paquete de harina en la mano -a los niños les encanta transportar objetos incongruentes de un lado a otro de las casas-; en otro, una mancha grande, de una camisa u otra prenda parecida, desaparece como de milagro y alguien, quizá la propia aña Rosi, emplea esa expresión. Virginia consideraba que lo extraño era la terquedad del aña en mantener que se trataba de un milagro, mientras que en los demás asuntos y recuerdos solía ser siempre razonable y nada propensa a fantasías. Solo fantaseaba la niñez de María cuya foto de niña llevaba siempre encima, como una estampita. Virginia había escuchado por primera vez uno de estos cuentos en unas vacaciones de Navidad que pasó en casa de María, todavía las dos en el colegio. El aña Rosi ya no vivía en la casa y había venido a felicitar las Pascuas. Virginia en aquel momento deseó preguntar al aña Rosi -aunque no llegó a atreverse si de verdad creía que María, esta misma María que iba a cumplir dieciséis años, había hecho milagros de pequeña. El aña Rosi se limitaba a referir estas historias sin añadir nunca comentarios. No daba la impresión de darse cuenta del efecto que causaba en sus oyentes. Además de carecer del sentido del ridículo en todo lo referente a la niñez de María, el aña Rosi carecía de sentido del absurdo. 

Curiosa era también la desenfadada relación que la propia María tenía con las historias del aña; aparte hacerla reír a carcajadas, jamás advirtió Virginia el menor rubor o el más mínimo sobrecogimiento en su amiga. Y aquí Virginia, en esto del sobrecogimiento, se sentía invariablemente confusa, lo mismo a sus veintitantos años que la primera vez que oyó contar esos cuentos. Había uno en particular que siempre recordaba y que había oído repetir casi al pie de la letra al aña Rosi varias veces: «Una vez estábamos las dos sentadas en el cuarto de jugar, yo repasando un roto de un vestido y la niña pintando en un cuaderno. Y no había en casa nadie más porque habían salido los señores y no se podía estar en el jardín.» «¿Por qué no se podía estar en el jardín, aña?», quiso saber Virginia en una ocasión. Nada más preguntar comprendió que no valía la pena; el aña Rosi nunca contestaba a las preguntas y no le gustaba ser interrumpida. Si se le interrumpía si alguien entraba en la habitación, por ejemplo, inesperadamente se callaba apretando los labios en una firme línea casi blanca. En esas ocasiones su figura rechoncha recordaba un muñeco mecánico más que nunca. En cualquier caso, Virginia se dio cuenta -como quien súbitamente se despierta-de que la pregunta que acababa de formular se le había escapado sin querer. La pregunta se había preguntado por sí sola en sus labios, fruto de la fascinación. Porque ocurría que si uno permanecía largo rato escuchando el sonsonete narrativo del aña, acababa por perder el sentido de la realidad e incluso de sí mismo e iba a fundirse con gozo estremecido con el niño que quizá había sido, transportado a la pura irrealidad de un mundo antepredicativo. Las declaraciones del aña tomadas como sin respirar y sin juzgar en la pura monotonía mecánica de su imparable sucesión, sobresaltaban la conciencia como novedades o como detalles henchidos de una significación que instantáneamente cobraban y perdían. Virginia tenía la impresión de que si no aclaraba algunas cosas, aunque fuese a costa de interrumpir y molestar al aña, perdería lo verdaderamente esencial del relato y se quedaría retrasada y como abandonada en un jardín desconocido. 

Virginia había hecho su pregunta movida por una inmensa sensación de desconsuelo, como si aquel no poder estar en el jardín María y el aña Rosi con que comenzaba el relato fuese un mal irremediable. Algo debió notar María, que escuchaba tranquilamente a su lado, porque se apresuró a cuchichear: «No se podía estar en el jardín porque llovía a cántaros.» «Y en esto entró un ratón por la ventana que se había quedado un poco abierta», el aña Rosi había proseguido imperturbable. «Mira el pobre ratón, dice la niña, que trae una patita arrastrando. Y el ratón quieto en el alféizar miraba al aña y a la niña, olfateaba todo alrededor. No le cojas, que se salga él solo, que sí, que tiene una patita mala, que no, que no le toques que es un asco, que se te pondrá la piel arratonada, que le voy a coger a ver qué tiene; y el ratón que está todo mojado y el ratón que se tumba boca arriba para que la niña vea la pata y el ratón que le enseña la patita; que te va a arañar, que mira qué uñas tiene; que no hace nada, que ha venido a que le cure, conque me levanto y voy a ver y es la verdad que tiene la patita espachurrada; suéltale que ya se cura solo; cura cura sana culito de rana si no te curas hoy te curarás mañana; y que le sopla de cerca la patita y el ratón que da un salto y que se marcha por la ventana corre que te corre…» Un cuento tonto, pensaba Virginia, como todos los demás, en realidad. En este en particular le intimidaba aquella relación brujeril con la naturaleza que el aña Rosi, con toda naturalidad y sin énfasis alguno, atribuía a María. Y también aquí, como en el cuento anterior, el aparente milagro podía explicarse mediante una yuxtaposición de elementos narrativos heterogéneos llevada arbitrariamente a cabo por el aña: la soledad del cuarto de jugar un día de lluvia, la aparición de un ratoncillo de campo, la costumbre infantil de recitar el cura-cura-sana… Todo ello, acumulado en la cabeza milagrera del aña Rosi, se habría convertido en una relación causal. Todo podría explicarse fácilmente. Y el hecho de que Virginia así se lo explicara a sí misma podía entenderse como un simple acto de cordura. Pero Virginia se sorprendía siempre un poco de la prisa con que se apresuraba a desechar, por absurdos, estos relatos. Por absurdos que fueran, no lo eran tanto que no expresaran -siquiera hiperbólicamente y siquiera para Virginia-un lado intrigante de María. 

Se conocían desde casi niñas, se habían contado sus vidas muchas veces; se adivinaban, creía Virginia, casi siempre el pensamiento. Y, sin embargo, había en María un lado irreducible a la claridad de ser las dos inseparables e íntimas amigas. Era un lado dulce y terco e impensado, como una gatera, por donde María, como un animalillo rutilante, se escapaba a veces. Y Virginia consideraba ejemplo supremo de este escaparse el súbito enamoramiento de su amiga: la chica menos noviera del colegio, de un día para otro, de un instante a otro, enamorada. En un abrir y cerrar de ojos. Y a partir de aquí, aun siendo inconfundiblemente la misma, María había quedado separada, velada en el misterio de su repentina decisión. Pero ¿había sido una decisión? Virginia se consideraba a sí misma una persona decidida -mucho más, hasta entonces, que María-y que extraía de su continuo decidirse una jubilosa gratificación. Virginia tenía a gala saber siempre qué quería, hasta el punto de que en obvios casos de duda (a la hora de elegir un vestido, por ejemplo, entre dos casi iguales) elegía, por orden cronológico, el primero que le hubiesen enseñado. María, en cambio, no daba la impresión de haberse decidido cuando elegía alguna cosa. Lo elegido se volvía elector y parecía arrebatarla. 

Y Virginia conectaba esta pasividad de su amiga con aquel lado incalculable por donde María, como a través de una gatera, se colaba. Y de algún modo impreciso, entre los relatos del afta y las decisiones inesperadas de María, había una relación. Pero ¿cuál? Virginia no acertaba a definirla, excepto mediante una poética idea de lo inconsciente o de lo oscuro, presente tanto en los relatos del aña como en algunas decisiones de María y, eminentemente, en su decisión de casarse con Martín. 

Así, mientras las dos amigas de común acuerdo ultimaban los preparativos de la despedida de soltera y telefoneaban a las interesadas y discutían con tía Eugenia-que ahora llamaba por teléfono cuatro y cinco veces al día-los detalles del menú (porque a fuerza de querer hacer las cosas a lo grande, tía Eugenia había saltado de la sencilla idea de merienda a la de cena con camareros contratados, tras desechar un té danzante y un viaje de todas ellas a París), Virginia iba pensando que también en la elección -si es que era una elección-de las demás amigas (Virginia se consideraba más que amiga y, por lo tanto, separada de todas las demás por un tremendo corte vertical) había un punto de oscuridad teratológica. De aquí precisamente provenía el que Virginia considerara que todas las amigas de María, excepto ella misma, de las más jóvenes a las más ancianas, tenían en común un cierto, un alto, grado de inverosimilitud. No había más que verlas ir llegando. El día de la despedida se presentó lluvioso y temerario, con tía Eugenia decidiendo el día anterior a última hora que lo más cosy, con mucho, era un picnic en la sala, sentadas todas en el suelo, como en una tienda de campaña. Virginia y María, temiendo lo peor, llegaron muy temprano a casa de tía Eugenia, a primera hora de la tarde. Tía Eugenia que, por lo visto, se había levantado tarde para estar, según dijo, enteramente fresca y despejada, había desayunado tortilla de patatas que le subieron recién hecha del bar y llevaba ya ingeridos su buena media docena de pink-gins. La doncella que les abrió la puerta era una chica nueva y daba muestras de un profundo desconcierto. Encontraron a tía Eugenia en la sala cambiando todos los muebles de sitio con ayuda, según anunció al entrar las dos amigas, del hijo del portero «que tiene unas fuerzas colosales». Era difícil adivinar qué se había propuesto tía Eugenia. Todos los almohadones de todos los sofás y toda una serie de almohadoncillos medianos y pequeños estaban apilados en el centro, formando una especie de montículo. El sofá y otro par de sillones junto con las mesitas y las lámparas, agrupados a un lado de la habitación. Las cortinas de las dos grandes ventanas con balcón que daban a Velázquez, cuidadosamente cerradas. Se podía ir y venir alrededor del montículo de los almohadones, estorbado el paso tan solo por varios floreros de distintos tamaños atestados de gigantescas ramas verdes. El hijo del portero, en camiseta, en jarras y con la cabeza ladeada, contemplaba pensativo el caos. Tía Eugenia, instalada en lo alto de una escalerilla de mano, se abanicaba con un gran abanico de rosas y manolas. Virginia, sin parar de reír, se felicitó pensando que la despedida de soltera comenzaba exactamente como había previsto. 

Entre todos, incluida la colaboración de la nueva doncella, devolvieron los muebles a sus sitios. Les dieron las seis de la tarde a los cinco bebiendo vasos de sangría en la cocina. «¡Que digo que qué lástima», declaró tía Eugenia, tartajeando un poco, «que se tenga que ir el pobre Manolo en vez de quedarse a disfrutar!» Manolo, ya en mangas de camisa, se encogió de hombros en silencio. ¿Le darían o no le darían propina, tanto hablar? No podía contarse de antemano con que las cosas acabaran bien: había visto a tía Eugenia oscilar en ocasiones anteriores de la tacañería a la más inaudita extravagancia. Los días extravagantes le hacía escenas la novia -«que esa está por ti que pierde el culo, que ya la veo venir desde hace mucho»-; los días tacaños le atormentaba su madre, la portera -«¡que no te haces valer, tú, desgraciao, que te pasas la tarde trabajando y no te da ni para pipas!»-. Virginia y María se hicieron cargo esta vez de la propina. Estuvieron muy consideradas. Y ya se despedían todas de Manolo -incluida la doncella nueva que ya iba haciéndose una idea de la situación general-cuando se oyó subir el ascensor. Habían salido al descansillo las cuatro y del ascensor emergió Tereto Pombo, que aseguró llegar despavorida, a pie desde la Puerta de Alcalá, sin saber si llegaba la primera o la última. 

De Matonkikí a Tereto Pombo había una sola línea continua. Era alta, tanto como Virginia, al andar se inclinaba hacia adelante, con los pelos rizosos muy alborotados, echados por la cara. Virginia, María y ella habían sido compañeras de colegio. Se sentó en el centro del sofá, con las piernas abiertas y las medias torcidas, curioseándolo todo muy deprisa con sus ojos miopes. Virginia estaba segura de haberla oído silbar. Ahí, en aquel sofá de flores verdes y granates, parecía a punto de encaramarse en la lámpara. María y Virginia en pie delante de ella la contemplaban admiradas. Tía Eugenia se había metido en la cocina, declarando que tenía todo sin hacer, tambaleándose un poco al salir en sus tacones altos. Cuando se arreglaba, como esta tarde, cobraba un aire piripi de tanguista. Virginia ya la conoció así, con la pintura muy exagerada y el rímel fresco dado a espátula. Se la oía ahora hablar muy alto en la cocina y Virginia la imaginó fumando y, a la vez, untando de mantequilla el pan de molde, dando conversación a la doncella, que la contemplaría embobada. María anunció que se iba con tía Eugenia. ¡Más valía! Virginia se sentó junto a Tereto, quien, recobrado ya el aliento y satisfecha su curiosidad inicial, se había vuelto hacia Virginia, dispuesta a dar conversación. «Bueno, chata, ¿qué te cuentas? Me tienes que contar cómo es el novio. Dicen que es un chico humildísimo, de una humilde extracción, pobrísimo, muy pobre, ¿es eso cierto?» Virginia se reía recordando los fantaseados pretendientes que en el colegio las tres se atribuían una a otra. «Cuando le conozcas ya verás cuánto te gusta. Parece algo mayor. Un chico muy moreno, muy alto, muy delgado, con los rasgos firmes, como una talla de madera…» «Ahórrame, chata, los detalles concupiscibles», interrumpió Tereto Pombo, «¿sabe jugar al mus?» «Creo que no. Pero María tampoco. Por ese lado no hay inconveniente. Es un chico muy inteligente…» Tereto contemplaba a Virginia de hito en hito, adelantando mucho la cabeza, con ese aire cejijunto del miope que rehúsa llevar gafas. Resultaba difícil saber si Tereto se enteraba o no. Era la primera vez que Virginia hablaba de Martín con una tercera persona. 

Aquel cliché de Martín a beneficio de Tereto Pombo y todas las demás que irían llegando ¿se correspondía con la realidad? ¿A qué venía aquella cursilada de lo de la talla de madera? «¿Pero a ti te gusta?», inquirió Tereto, curvando escépticamente los labios. «¿A mí? Desde luego… ¡Si te lo estoy diciendo!» «Me-lo-estás-diciendo-me-lo-estás-diciendo y yo lo estoy oyendo al revés todo, ¿no ves que las Pombas somos unas lumias? Un sexto sentido, eso se llama. Así que no me vengas con pamplinas. ¿Es simpático o antipático?» Virginia dudó un momento. «¿Lo ves? No estás segura. Debe ser un cardo borriquero…» Virginia se echó a reír de nuevo. «¿A qué te dedicas, Tereto, últimamente? Hace siglos que no nos vemos.» «Mujer, a nada, ¿a qué quieres que me dedique? Juego al mus. Voy y vengo. Echo de menos el colegio. Ahí teníamos la vida organizada y pretendientes inventados, los únicos que tienen gracia…» Sonó el timbre. María y tía Eugenia entraban en la sala con bandejas y platos. Conversaciones, exclamaciones, taconeos, amontonándose en el vestíbulo. «¡Ahí viene la banda!», exclamó Tereto Pombo. Fueron entrando una a una, conscientes de sí mismas. Eran cuatro y el aña Rosi que había subido a pie, pasito a pasito, porque aborrecía los ascensores y que desapareció en seguida, tras la doncella, con sus diminutos andares de muñeco articulado. Todas se reían mucho al saludar, todavía algo gansas de maneras y ya enunciándose las figuras que cobrarían veinte años más tarde. Rodeaban a María, como esperando una sorpresa, las voces un poco demasiado altas, como un día de exámenes. Virginia pensó de pronto que de verdad se estaban despidiendo de María -también la propia Virginia-para siempre. «¡Ay, pero si no has durado nada, no has durado nada!», estaban diciendo Angélica y Estercita Baldor casi a dúo. «Es lo que veníamos hablando, ¿verdad, tú?, mientras veníamos en el taxi, que te has colado la primera ¿quién lo iba a decir?» «Pues ya ves», contestaba María sonriendo. «¿Y vosotras? ¿Qué tal de novios? Me figuro que muchos, ¿a que sí?» Virginia sacudió ligeramente la cabeza para espantar una punta de melancolía infantil. Las dos hermanas Baldor, las Baldoras, tan guapas, que se vestían iguales, habían venido hoy de rosa y de pulseras que acompañaban su charla como un bailable caribeño. Virginia se sintió absurda teniendo que esforzarse en prestar atención a las conversaciones, achicada de súbito por aquella melancolía que no se iba y que se posaba, como una mariposa, en los grupitos de la sala de tía Eugenia. Ahí estaba Pepa Cárleton con su traje sastre de franela gris dando conversación a Tereto, que asentía a cabezazos mientras pasaba las hojas del Hola. 

Virginia se acercó a ellas y se sentó en un taburete en silencio. «Tengo que decirle a María», declamaba Pepa Cárleton, con muchos gestos. «Tengo que decirle a María que me ha llamado Maca Claramunt que imposible que lo siente horrible que no podía venir ni bien ni mal porque tenía el vernissage en San Cugat, ya imposible de cambiar el día y la hora y que los galeristas cómo son, los aires que se dan, y que además precisamente mañana (por hoy) venían sus primos los Garriga-Nogués, te acordarás que Maca tantísimo contaba, todos en dos coches y un Studebaker de una Samaranch, que te tienes Tereto que acordarte que la conocimos en una puesta de largo aquí en Madrid con la carita muy de porcelana algo mayor que se embutió en un sillón y no bailaba porque le daba el cha-cha-cha palpitaciones y que nos convidó a todas a ir a verla al Ampurdán donde tienen por lo visto un sitio cerca de la costa con playa y barco y pueblo todo de ellos…» Acababa de entrar tía Eugenia anunciando que estaba todo listo y preguntando que qué querían beber. Se reunieron todas alrededor de una mesa redonda casi oculta por los ramajes verdes de un florero donde tía Eugenia había instalado sus bandejas. La doncella nueva empujaba un carrito con el café y la tetera y la jarraza de sangría y el inevitable botellón de ginebra mediado que nunca faltaba en las reuniones de tía Eugenia. Todas hablaban a la vez; la doncella servía con mal pulso sangría a las Baldoras y a Tereto Pombo que seguía escuchando a Pepa Cárleton sin mirarla, mientras devoraba pinchos de tortilla. El aña Rosi había aparecido en una esquina. Se oyó el timbre de la entrada. Faltaban las primas carnales de María por parte de su madre que eran cuatro o cinco y que llegaban ahora todas juntas echándose la culpa unas a otras de haberse retrasado: un batiburrillo de Carolinas, Palomas y Beatrices que se abatieron sobre la merienda sin casi saludar. Estercita Baldor, que las conocía a todas, se alzó en jefe de este grupo que al segundo vaso de sangría ya cantaban Al subir la escaleruca. 

Tía Eugenia iba y venía vaso en mano, murmurando elogios incoherentes acerca de la juventud en general. Tereto Pombo y Pepa Cárleton, enfrascadas al parecer en un intenso debate, se habían instalado mano a mano de nuevo en el sofá. María y Virginia se sentaron por fin, ellas también, en dos sillas junto a la mesa de las bandejas. «Se están divirtiendo ¿no crees, Virginia? Es el ambiente que queríamos. ¿Qué te pasa? Te veo pensativa.» «Tereto me preguntó cómo es Martín. Se lo he explicado un poco, por encima.» «¿Y qué le ha parecido?» Virginia titubeó no sabiendo si contar de verdad lo que Tereto había dado a entender. ¿De qué servía entrar en todo ello? Ya no se podía cambiar nada. María resplandecía frente a ella. Y los brillantes ojos azules muy claros de María intimidaron a Virginia como si en lugar de sencillamente estar a punto de casarse, emprendiera un viaje sin retorno y no se diera cuenta. María le pareció inclinada, en una sola dirección, posesa de una alegría irreprimible, entregada a la insensata fuerza de un viento venturoso que no presagiaba nada firme o tranquilo o indudable al otro lado del océano, al final de la trama. La seguridad de María hacía que Virginia se sintiera insegura, incomprendida, olvidada para siempre tal vez. «Todo esto me pone un poco melancólica», confesó. Virginia recorrió la sala con la vista antes de decidirse a proseguir. Las dos Baldoras y las primas, sentadas en el suelo entre tía Eugenia y el aña Rosi, entonaban ahora, con mucho sentimiento y mucho aire masculino de barítonas, Maitechu mía, cogidas del brazo balanceándose de un lado a otro lentamente. «Todo este jaleo que quería yo armar y que por fin hemos armado, con todo su encanto de autobús y de excursiones de final de curso, ¿te acuerdas?, es muy triste en el fondo. Es como si nunca más volviéramos a vernos y yo supiera la verdad y tú no te dieras cuenta. Ya sé que no es así, que no va a ser así… 

Y, sin embargo, la verdad es que se ha acabado el curso, se han pasado los años y en realidad no te he entendido…» «¡Pero si no hay nada que entender!», exclamó María. «¡Me entiendes de sobra!» Abrazó impulsivamente a Virginia. «¡Nadie me entiende mejor que tú, chiquilla! ¡Ni siquiera Martín! ¡Tú lo sabes todo!» A Virginia se le saltaron las lágrimas. Y a la vez que se avergonzaba de aquellas lágrimas pueriles, trató de decir lo que sentía: trató de ver, más allá de aquel instante de las dos, el mañana confuso, prometedor, amenazador, como un océano verdoso y brillante y demasiado grande para acordarse del colegio. «Ya sé que vas a ser feliz con Martín, estoy segura de que vas a serlo. Es como si temiera… Vas lanzada… Así no va nadie por la vida. Ninguna de nosotras. Nos han educado para estar tranquilas y poner casas confortables y dar conversación y estar siempre muy guapas y arregladas y saber estar y no tener problemas y tú lo cambias todo… No te das cuenta pero al casarte así lo cambias todo, al no fijarte demasiado en ti misma, al brillar tanto, al enamorarte tanto, como una pobre chica que se casa con el primero que se encuentra porque sabe que no va a haber ninguno más, tú todavía tendrías que salir con otros chicos, dejarles que se expliquen, que se vayan, que demuestren que valen lo que creen que valen, que te hagan la rosca y teman que les mandes a paseo a la menor bobada… Pero tú no te fijas en ti misma ni escuchas a quien se fija en ti, como si eso fuese una pérdida de tiempo y te faltase tiempo para dárselo todo a Martín sin guardar nada, sin conservar a las amigas, sin reservarte un poco, sin acordarte ya de nadie, ni de mí ni de nadie, como si tu vida no valiese más que la vida de una pobre chica zafia que se agarra al primero que aparece… Dices que te entiendo y no es verdad: no te entiendo; no entiendo cómo puedes brillar tanto, resplandecer tanto ahora mismo sin motivo, brillar inútilmente, porque te has enamorado de un hombre que todavía es un chico y no sabemos por dónde va a tirar, ni si después habrá o no habrá manera de arreglarlo, ni si te va a querer como le vas a querer tú toda la vida… No creas que te entiendo, María: te quiero pero no te entiendo bien del todo. Y me da miedo ver que brillas y te embalas como si todo fuera a ser siempre lo mismo, igual ahora que dentro de veinte años o de treinta, como si no fuera en realidad horrible brillar tanto y arriesgar tanto y darlo todo porque sí…» 

Virginia se detuvo bruscamente, frotándose los ojos con las manos. Echó luego la cabeza hacia atrás, sin mirar a su amiga, como quien ha dicho más de lo que sabe y ha acabado por hacerse un lío y ahora no se acuerda bien de lo que dijo y no acaba de saber bien si de verdad siente o no siente lo que acaba de decir que siente y prefiere, en conjunto, dejar que salga lo que salga y que los demás le digan dónde debe situarse o si debe callarse, o llorar o no llorar, o dar conversación como si nada hubiese sucedido… Virginia frunció el ceño y abrazó a M

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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