jueves, 27 de marzo de 2025

ABELARDO CASTILLO CUENTOS CRUELES

 



ABELARDO CASTILLO CUENTOS CRUELES EDITORIAL JORGE ALVAREZ S. A. ©

 EDITORIAL JORGE ALVAREZ S. A., 1966 Talcahuano 485 - Buenos Aires Hecho el depósito de Ley Impreso en la Argentina - Printed in Argentina RETRATOS VIOLENTOS Negro Ortega Pava Los muertos de Piedra Negra Réquiem para Marcial Palma 


NEGRO ORTEGA 

 Perdóname, pibe, está pensando Ortega, abrazado a las piernas del muchacho. Y el sudor, y la sangre que baja desde el arco roto de la ceja, y los lamparo nes lechosos de los globos de luz del Luna Park, van cubriendo con un aceite espeso los contornos de las cosas, de modo que apenas alcanza a ver, como entre sueños y hasta se diría que dividida en dos siluetas blancas, la blanca silueta del árbitro que se acerca dispuesto a comenzar la cuenta mientras el muchacho se aparta buscando un rincón neutral y el comenta rista dice, a gritos, pelea memorable amigos, y Orte ga, que ha dado de boca contra la lona, ve, súbitamen te, la cara del rumano Morescu en el ringside: entre el humo de los cigarrillos y las bocas abiertas, que gritan. Al nivel del ring la cara. Tan cerca, la inmun da cara; los miserables ojitos del rumano. 

El cuerpo de Ortega se arquea, galvanizado un segundo bajo las luces. Y los ojos del rumano se cierran, cegados de perplejidad y de saliva, escupidos por el hombre tum bado sobre el ring. Jacinto Ortega, amigos, que acaba de ser literalmente fulminado por .un violentísimo cross en contragolpe de Carlos Peralta al minuto y medio del último round, en esta pelea programada a diez vueltas. Y se dijera que sobre el ring acaba de iniciarse una extraña inmolación, porque el hombre de blanco inclinándose ritualmente juntóla él, casi de rodillas, levanta con lentitud sacerdotal el brazo. Y Ortega vuelve a pensar, perdóname, pibe. O quizá no lo piensa, lo dice. 

Pero del mismo modo que nadie re paró en el salivazo, ni en el gesto instintivo del ruma no (gesto de buscar algo bajo la canadiense, a la altura del sobaco) tampoco nadie ha de saber esto, como una oración, porque quién va a escucharte, dónde está el que va a escucharte cuando el caído sos vos, pobre Cristo, y hay veinte mil personas gritando al mismo tiempo, veinte mil, de pie, y un solo hombre caído tra tando inútilmente de levantarse mientras el brazo baja y los músculos se aflojan repentinamente, como tra pos, y Ortega recuerda tantas cosas que se asombra cuando escucha la palabra uno, gritada junto a su oído: palabra que significa que aun quedan nueve movi mientos rítmicos, rituales, mágicos, nueve segundos para descansar y recordar al viejo Ruiz, que ha muer to. 

Y cuya memoria evocamos esta noche porque desde aquella inolvidable pelea en que Esteban Ruiz estuvo a punto de conquistar la corona mundial, nunca, hasta hoy, habíamos presenciado un público así de entusias ta; salvo quizá aquella otra memorable cuando. “Ellos instaban a grandes voces que fuese cruci ficado está leyendo el viejo Ruiz, o acaso ni siquiera lee. “Y las voces de ellos, y de los Príncipes de los Sacerdotes, crecían”. Cerró cuidadosamente el libro. Una Biblia des vastada, de tapas negras. Jacinto hizo una seña subrepticia al mozo: un moscato, pensó; el último. Se sentía ausente y, ade más, esa puntada en la nuca. 

El rumano quedó de venir a las nueve. —Después lo vistieron de blanco —dijo Ruiz de pronto, girando los ojos a su alrededor; desafiando, tal vez, a alguien—. Loco, le decían. Jacinto buscó alguna palabra para responder, pero no la encontró. Los dos se quedaron callados. Le estaba pareciendo, sí, que había algo de cierto en aquello de que Ruiz no andaba muy bien de la cabeza. La edad. Cuarenticinco años: muchos, sin embargo. Se acaba por escribir letras de tango, o versos; por inventar historias de peleas fantásticas en los bode gones. 

O vas a parar a la Casa (dirá Ruiz una noche), y la Casa es como el Infierno. Los ángeles caídos: todos están allí, Jacinto; no dejés que me lleven. El rumano Morescu, pensó Ortega, debe parecer se al diablo. Y el viejo, a quién. Se le había dado por hablar de la Salvación, por leer aquel libro; pero tal vez no lo leía: un costurón largo, borrándole los ojos. Una cicatriz brutal, que les daba cierto parecido con los ojos de los sapos. Siempre así desde la pelea aque lla con el rubio. Bergson, el rubio campeón del mundo. Quince rounds aguantando los golpes increíbles del noruego. Jacinto nunca había Yisto nada parecido a eso. Qué grande fuiste, pensó. Cuarenticinco años, ahora; se envejece pronto en este asunto. El mozo había llegado con el moscato. Ortega hizo como si no lo viese. Súbitamente, dijo: —Vos lo tumbaste al rubio. Ruiz lo miraba: —En el segundo round, pero se levantó —echando el cuerpo hacia adelante sobre la mesa, el viejo acercó su rostro al de Ortega, como quien cuenta un secreto; señalaba el vaso—. El vinito de San Antonio: los dia blos lo fabrican. Ya lo sé, ya lo sé; uno empieza a to marlo porque de noche no puede dormirse. Siempre pensando, y siempre lo mismo: peleas. Es como soñar despierto. A veces, el otro tira un gancho y hay que esquivarlo; entonces, Jacinto, das saltos en la cama —de pronto se irguió—. Lo tumbé, carajo. El áperca mejor pegado de mi vida. Y se levantó. Qué paliza, después. Ortega se quedó pensativo: si tenías cinco años menos no te ganaba el rubio; a vos era lindo verte. Cerró instintivamente los puños; poniéndose en guardia, hizo una finta. —Esa izquierda, te acordás. Era lindo verte. 

 Ruiz no lo escuchaba. —Ni mujeres, ni vino —dijo; sonrió—. Qué cosa. Como si te entrenaras para ir al cielo. Jacinto dijo lo que había pensado un momento atrás; Ruiz, lo detuvo con un gesto. —¿Cinco? —al principio, su actitud fue arrogan te, luego se quedó callado. Torciendo la cabeza, lo miraba, con la expresión de quien ha descubierto algo—. Cinco años menos, tenés razón. O diez. Y que el rubio me hubiera dado una paliza igual, peor que ésa. —Y Ortega, distraído, pensó que sí: una gran paliza a tiempo, cuando se tiene veinte años. Una generosidad, o un escarmiento. Como la mixtura amarga conque la abuela le untó, de chico, la punta de los dedos, así vas a aprender, decía. Y con la vari lla obligó a Jacinto a que se comiera las uñas hasta la raíz, hasta hacerse sangre. Y después un varillazo ar diente, en el sitio del dolor. Se sobresaltó—. Lo tumbé, gran puta —y el viejo descargó un puñetazo sobre la Biblia—. Campeón del mundo, sí, pero se me abra zaba como si fuera, no sé: mi hermano. Todos, sabés, todos somos hermanos. El libro lo dice. Pero se levantó, Jacinto. A lo último ya no lo veía; veía una neblina, pegándome. Creí que me mataba. Un hombre bajo, morrudo, vestido con un traje azul de seda, apareció en la puerta del bodegón. Vol cado hacia afuera, ostentosamente, un pañuelo de co lor asomaba en el bolsillo alto de su saco. Había algo injurioso en su aspecto. Morescu, murmuró Ortega. Ruiz dijo no: ése no, nadie es hermano de ése. 

Y, cuando Morescu se acercaba, agregó, en voz tan alta que en las mesas vecinas unos rostros turbios se die ron vuelta: —Raza de víboras. Hay muchos modos de vender palomas en el templo. Pero un día baja el que trae el látigo de fuego y trastorna las monedas y tumba a los mercaderes por el suelo. Después se puso de pie y fue hacia el mostrador. —Dios los cría —dijo Morescu—. Qué tal, negro. —Usted quería hablarme —dijo Ortega. Morescu se sentó. —Mirá —dijo—. Vos lo conocés al pibe Peralta. Y en el rincón que da a la Avenida Bouchard, el veterano Jacinto Ortega, setenta y tres kilos seiscien tos gramos. Viste pantaloncito azul. Faltan, amigos, apenas unos minutos para dar comienzo al último encuentro de la noche, pelea de fondo programada a diez vueltas en la que el invicto Carlitos Peralta en frenta a Jacinto Ortega, su, por decirlo así, más arduo escollo en el campo profesional. Este muchacho Pe ralta, a los veinte años y con sólo cinco combates en el campo rentado, se perfila, evidentemente, como el valor más promisorio de su categoría. 

La experiencia de Ortega, quince años mayor que él, y la asombrosa pegada de ambos púgiles, pero atención: ya están en el centro del cuadrilátero escuchando las indicaciones del árbitro. Vemos muy, pero muy sereno al chico de Parque Patricios. Tan sereno, siente Ortega, tan sin ningún machucón y con la nariz tan recta. Y fue como una luz súbita, como un látigo de fuego. Y ciegamente supo que, esta noche, el rumano Morescu iba a meter la mano bajo la canadiense, a la altura del revólver, con un gesto casi idéntico al del bodegón, sólo que, en el bodegón, había sacado un rollo de billetes y había dicho “vos sabés cómo funciona este negocio, negro”, y que desde entonces habían pasado muchas cosas, hasta que ayer a la madrugada, amigos, un derrame cerebral nos borró la señera figura de un viejo que gritaba no dejés que me lleven, Jacinto, pero Ortega no podía ver con quién estaba peleando el viejo, ahí, solo en el medio del bodegón, tirando golpes formida bles al £ire y diciendo te tumbé, gran puta. Esteban Ruiz para todo el mundo; peleándose a trompadas con la muerte. Y es como un deslumbramiento ahora. 

 Ortega también parece muy tranquilo y se dirige len tamente a su rincón. Hace mucho, piensa, cuando yo tenía tu misma mirada, cuando estiraba una mano para agarrar cualquier cosa, un vaso, por ejemplo, y la mano iba directamente al vaso, sin que el vaso, de pronto, cambiara de sitio. “Eh, qué hacés”, había dicho el rumano, en el bodegón, echándose hacia atrás: el vino, dorado, se derramaba sobre el mantel. “Discul pe”, murmuró confusamente Ortega.

 “Mirá”, dijo después Morescu: “la cosa está muy clara; vos sabés cómo funciona este negocio. Y a mí no me gustaría que me lo acobardaran al pendejo”. Al rumano no le gustaría, pibe. A ellos no les gustarla que perdieras ese gesto de comerte el mundo, esa mirada, donde hay algo que yo conozco: una cosa parecida al miedo. Y que es miedo. Pero que al primer derechazo se borra y sólo queda el coraje y después la sensación lacerante de tener no sé, un dínamo dentro del cerebro, algo que golpea trescientas veces por pelea contra las pare des del cráneo. Hasta que cualquier día, al bajar una escalera, da un poco de risa no poder mantener el equilibrio; asombra un poco darse cuenta que, si no agarrás el pasamanos, se te traban las piernas igual que cuando te aciertan un gancho en la punta de la pera y te venís de boca, como si algo, de improviso, se hubiera roto adentro. Un hilo, algo. Alguna cosa rara que además de cortarse, duele. Como si te clavaran a palos la corona esa de que hablaba el viejo Ruiz. Y Ortega, al mirar los intactos ojos claros de Peralta, recordó el costurón del viejo; su mirada lagrimeante, de sapo. Su libro desvencijado. 

Y lo deslumbró como una luz súbita (porque todos tenemos una noche, Ja cinto, y es como si el cielo y la tierra se juntaran y vos estuvieras en el centro, único, solo, y la noche del rubio fue mi noche: toda mi vida, sabés, amontonándose en un áperca, y mirá, mirame ahora), o quizás le pareció una luz: algo repentino y mágico que le estallaba den tro de la cabeza. Tal vez fue sencillamente una pun tada más aguda que de costumbre; tal vez, el sonido del gong, dando comienzo a la pelea. —Cuánto voy —preguntó Ortega. Morescu metió la mano en el bolsillo y sacó un rollo de billetes. El bodegón iba quedando vacío. Ruiz, en el mostrador, cantaba. —El veinticinco por ciento, más diez mil —el ru mano apartó cuatro billetes y los puso bajo el vaso de Jacinto—. El resto, después de la pelea. Ortega preguntó en qué round tenía que tirarse. Sentía un gusto amargo en la boca; se acordó, sin saber por qué, de ia mixtura aquella de la abuela. —En el quinto —dijo el otro—. O en el sexto. Volvió a guardar los billetes; dejó cien pesos y, llamando al mozo, hizo con el dedo un ademán circular que abarcaba la mesa. —Cóbrese de ahí —dijo. Y salió. “¡Dos!”, gritó la voz junto a su oído, y Jacinto *pensó que ya no iba a poder levantarse; que todo había sido una larga carnicería inútil. Diez rounds, media hora pegando y aguantando. Hasta olvidar, incluso, a quién y por qué pegaba. Ahora estaba allí, caído: pensando perdóname, pibe. 

Alcanzaba a ver de pie en un rincón neutral al chico Peralta, borrosamente lo veía y, acaso, más que verlo lo adivinaba. Adivinaba su cara tumefacta, su ojo izquierdo semicerrado, la respiración violenta distendiéndole los músculos del estómago, el temblor incontrolable de las rodillas (co mo si la sangre, viste, se te volviera azúcar), todo, hasta el miedo secreto que siempre se siente en estos casos, el miedo de que el otro, el que está caído y piensa en Dios (ayúdame, no ves que si me abando- nás todo fue inútil; por qué me has abandonado, carajo) se levante de pronto, por milagro, como en el quinto round cuando una derecha en contragolpe, ami gos, pareció que lo fulminaba y el rumano Morescu, que todavía no había llegado al estadio ni había me tido la mano a la altura del sobaco ni sospechaba que el juego podía desordenarse, sonrió y desvió los ojos del televisor. Porque antes, en el quinto round, Jacinto se dio cuenta de que empezaba a faltarle aire; Peral ta, en cambio, daba la impresión de no haber comen zado aún la pelea. Jacinto no atinaba a sacarse de encima esa izquierda, como de púnchimbal, que venía martilleándole la cara desde el primer round; de cer ca, sin embargo, a causa de sus largos brazos, el chico se enredaba un poco.

 Instintivamente, Ortega com prendió que el único modo de cumplir su pacto tácito con el viejo Ruiz era acortar distancias. Todavía igno raba qué clase de pacto, pero Peralta punteó y Jacinto, sin vacilar, entendió que ése era el momento: la iz quierda del muchacho se perdió en el aire, rozando casi la frente del negro. Como un rebencazo, la mano de Jacinto cayó de lleno sobre el flanco de Peralta; el chico se había encogido entonces, y, a muchas cuadras del estadio, el rumano Morescu, sonriendo, desvió los ojos del televisor y pensaba quizá que el realismo de la caída era convincente; porque fue Ortega quien, al avanzar, recibió una derecha en contragolpe sobre el ojo y, como una marioneta a la que súbitamente se le cortan todos los hilos, cayó de rodillas. Veinte mil per sonas se habían puesto de pie, al mismo tiempo. 

A partir de aquel instante, nadie creyó lo que veía. Orte ga, como si rebotara en la lona, se había vuelto a levantar. Durante un segundo permaneció de rodillas, con el iluminado rostro vuelto hacia la flagelación de los reflectores, y, en ese segundo, supo definitivamente que aquélla era la noche suya, la noche irrepetible y única noche donde se amontonan todos los días y todas las noches de la vida, cada hora de vigilia y cada sueño, los gestos, todo, las palabras olvidadas y las que no se atrevió a pronunciar, las siestas de gomera al cuello corriendo descalzo por la orilla del río, el primer cajón de lustrar y s.u primera negrita azul, tumbada sobre el pasto. Todo. Los cinco pesos de su primera pelea y los diez mil ahora del rumano, a quien definitivamente supo que iba a traicionar porque él tenía un pacto secreto con el viejo Euiz, y porque todas las grandezas y las canalladas de su vida se pusieron de pie, pobre Cristo, buscando justificación. Porque él había sido enviado al mundo para esto. Y tres veces cayó. Y aho ra, en el último asalto de esta pelea programada a diez vueltas, negro Ortega piensa en Dios, y Morescu, junto al ring, ya no sonríe. Dejó de sonreír hace mu cho, cuando volvió a mirar fascinado el televisor por que Jacinto, como si hubiera rebotado en la lona, apa reció de pie bajo las luces y recibió al chico de frente, aguantando por lo menos media docena de golpes brutales en la cabeza. Había que resistir. Y golpear. Sobre todo, golpear: acobardar, a golpes, al pendejo. Está loco, pensó Morescu. Pelea de titanes, dijo el comentarista. Matalo pibe, gritaron unos hombres. El rumano se había puesto de pie; pidió un taxi: al Luna Park, dijo. 

“Tres”, escucha, ahora Ortega, rueda de costado, ve la cara del rumano cubierta de sangre y de saliva y piensa que si no se levanta todo está per dido, porque Peralta, amigos, se consagra definitiva mente en esta noche inolvidable mientras el brazo del hombre de blanco baja por cuarta vez, por quinta vez, y la gritería crece de golpe, hasta convertirse en .una especie de timbal unánime estallándole en el cráneo. Jacinto creyó entender que acababa de ocurrir algo extraño e inesperado: al principio, no comprendió. Después, las manos del árbitro, sus golpecitos secos limpiándole la resina de los guantes y el sonido de la voz del comentarista le explicaron que sí, que el veterano Jacinto Ortega ha vuelto a reincorporarse y él mismo sale ahora a buscar al chico de Par que Patricios porque recuerda confusamente que aquél es el último round de la pelea, de su pelea. Y también recordó que Peralta, al adelantar la iz quierda, levantaba el codo derecho sobre la región del hígado. Golpear ahí. Y esto es increíble, amigos. 

Una impresionante izquierda en jab y Peralta acusa el im pacto otra izquierda a la cara una derecha amargo gusto de mixtura para que aprendás Ortega ha salido a jugarse cuando la pelea parece prácticamente defi nida cuando el estadio las voces las luces se han pues to a girar un varillazo ardiente en el sitio del dolor una espectacular reacción una gran paliza, Jacinto, cuando aun se tiene veinte años en el último medio minuto de pelea mientras los gritos no me dejan escu char las palabras del rumano, tírate hijo de puta, ni mis propias palabras, tírate, pibe, no ves que ya no puedo seguir pegando. Y se afirmó, echando todo el cuerpo detrás de su última izquierda. Pensó en Ruiz; recordó sus palabras y su libro; supo que su noche inmortal se le escapaba de las manos. El brazo de Jacinto, tremendo como una oración, pasó de largo, lejos, inútil. Y todos los sonidos cesaron de golpe. Dio un giro lento, en el vacío; le pareció que se había quedado solo en mitad del universo. Cayó de espaldas, con los brazos abiertos.

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