viernes, 12 de abril de 2024

PRINCIPIOS NOCTURNOS PREMIO ALBERTO CAÑAS 2020 EUNED FRAGMENTO

 



El pacto

Inglaterra, Ciudad de México, 1939-1987

A pesar de mis charlas políticas, reuniones literarias y conferencias en algunas universidades acá en Latinoamérica –porque la Segunda Guerra Mundial estaba a pocos meses de su inicio en el viejo continente–, muy dentro de mi persona supe que me faltaba el espaldarazo inicial para que otros escritores de primer orden me tomaran en serio.

Entonces, entré en crisis: viajé a Europa en el primer semestre de 1939, a muy pocos meses de que iniciara la guerra. Visité Francia, Alemania, Italia; me iba por varias semanas, aprovechando que mi padre me adelantaba unos dineros prometidos seis meses antes.

Pero, fue en Inglaterra –lugar de mis futuros proyectos literarios– en donde tuve mi encuentro con Astaroth. No; si ustedes están pensando que su aparición fue en un salón y en un claroscuro, están equivocados. Tampoco se me presentó en forma de perro de aguas, ni se me reveló con una enorme chiva mientras yo escribía aperezado en mi mansión de la campiña inglesa. Menos se presentó con los cachos en su frente o con patas de carnero. ¡Atavismos tontos! ¡Equivocados! Esas son habladurías de la gente para atemorizar, para inventar apoteósicos encuentros con este ser. ¡No!

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Sucede que, en Inglaterra, me iba a matricular en un curso de teoría literaria en la Universidad de Oxford, para olvidarme de mis fracasos literarios y para avivar en mi persona la necesidad de empujarme a unos deseos que se debilitaban más y más sin yo proponérmelo. Llegué esa mañana al auditorio principal de la universidad. Estaba colmado de estudiantes como yo, que hacían diferentes cursos universitarios y, en algunas carreras, la signatura era un simple requisito.

Fue ahí donde tuve mi encuentro. Fue ahí donde se me presentó.

Estaba sentado en el auditorio como un oyente o un estudiante. Yo diría, más que estudiante, parecía un profesor que escuchaba a un colega, pues, por alguna razón, tenía interés en lo que el profesor hablaba en el auditorio. Yo me senté varios asientos detrás del hombre y en oportunidades podía observarlo, esa observación que hacemos en forma involuntaria y percibimos un objeto o persona, pero lo hacemos sin precisar en realidad lo que estamos mirando.

Terminada la charla, en pocos minutos el auditorium quedó sin un solo estudiante. Justo cuando me aprestaba a salir, quedé de frente con el hombre. No lo podía creer, porque él estaba a unos cinco metros de mi persona y, sin yo saber cómo, apareció delante de mí.

—Yo a usted lo conozco —dijo el hombre, con perfecto acento británico.

—Creo que se equivoca, señor —respondí, aunque mi curiosidad me sobrepasó: me parecía una persona de vieja y añeja alcurnia y yo debía averiguar de quién se trataba. Me cautivó su acento británico de clase alta, me atrajo su bello traje de casimir color azul cobalto. Usaba unos espejuelos de oro redondeados y un bastón negro cuya empuñadura me pareció ser una bestia mitológica que no logré identificar.

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En el auditorium solo había dos personas: mi interlocutor misterioso y yo. Ocupado minutos antes por unos cincuenta estudiantes, ahora me parecía el lugar más desolado del mundo. Una especie de paisaje sin vida, frío, monocromático, estaba a nuestro alrededor. Ahora, las butacas eran de piedra y el recinto de maderas acogedoras y de una luz sensible al ojo se convirtió en un paisaje ancestral en donde intuía que ningún mortal había estado ni lo había visto jamás. La luz del auditorium se transformó en una luz opaca, sin brillo, para luego pasar a un color llameante y dorado, lo cual me produjo cierta modorra. Me quedé petrificado, escuchando al hombre, una vez que respondí en mi negativa de que nos conocíamos. Él replicó, sin tomar nota de mis últimas frases:

—¿No es usted el escritor Byron Deford? Es usted, ¿cierto?

Y se quedó mirándome con esa curiosidad del interlocutor que solo espera que le confirmen lo preguntado. Pero, no dejó que yo contestara. Agregó:

—Sí, es usted; yo lo conozco desde hace mucho tiempo. Usted está en Inglaterra porque desea darse un respiro a toda esa frustración que siente en su alma, en su espíritu. Su juventud se rebela cada vez que escribe en su vieja máquina Underwood para luego botar cientos de hojas papel periódico. ¿Verdad que no me equivoco? —añadió, con una gran insolencia que, a la vez, por su sinceridad, me dejaba desarmado.

Confieso que la curiosidad no me permitía tampoco ser grosero con mi interlocutor y en cambio empezó a corroer mi persona. ¿Cómo sabía que yo, Byron Deford, estaba pasando por una crisis existencial y, más que existencial, una crisis de escritor? ¿Cómo sabía de mi vieja máquina de escribir y los cientos de borradores que botaba al cestillo de la basura en semanas anteriores?

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—Mucho gusto en conocernos. Mi nombre es lord John Rutland, archiduque de... pero, no sería oportuno que le dijera archiduque de cuál región, jejeje —dijo el hombre, extendiendo su mano. Se quedó mirándome con complacencia y, más que eso, complicidad por sus últimas palabras acerca de mis frustraciones literarias, las cuales, en ese tiempo, yo no confesaba a nadie, ni a mi amigo Horacio Guerra. No perdía nada en contestar al hombre afirmativamente a su pregunta; en verdad me llamaba a la curiosidad y, ¿para qué mentir?, hasta me simpatizó su elegancia, tanto como su acento británico y aristocrático.

—Sí, lo soy... Digo, soy Byron Deford. Está usted en lo correcto, lord Rutland —contesté y disparé la pregunta, pues, equivocado o no sobre si era conveniente, no lo soporté; deseaba saber el cómo un hombre de anteojos con aro de oro, de impecable porte inglés y con educación y modales dignos de sus títulos nobiliarios me confesaba saber de mi persona:

—¿Cómo se enteró usted de mi máquina Underwood? —pregunté, sin atreverme a agregar el resto: cómo sabía que también tiraba al cesto de la basura cientos de páginas.

Lord Rutland no me dejó que continuara:

—También sé muchas cosas más de usted, secretos suyos. Conozco su pasado igual que la palma de mi mano, como dicen las personas, joven Byron Deford.

Al afirmar el hombre esto último, sentí un frío que me corría por dentro y percibí todo a mi alrededor sin vida: era una zona gris entre la vida y la muerte, desde donde él me dirigía sus palabras. Golpeteó levemente con su bastón el suelo, para que yo lo escuchara. Continuó:

—Y perdone, no es que yo sea una persona indiscreta... es que está en mi naturaleza conocer el hoy, el pasado y el futuro de las personas. ¡Ah, qué inmodesto de mi parte! ¡Perdón, perdón, joven Byron Deford! ¡Hablo más de la cuenta!

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Sonreí y dije:

—En verdad que usted me ha intrigado, lord Rutland, por lo que comenta de mi persona. Sí, en efecto, estoy acá en Inglaterra más que por estudios; estoy para obtener un nuevo aire, una especie de limpieza del alma, para recuperar fuerzas.

—¡Limpieza del alma! —interrumpió—. Me gusta, me encanta esa afirmación suya. No se imagina cuántas veces la he escuchado.

—¿Es usted acaso una especie de mago? Digo, porque conocer así las intimidades de las personas es tema de magia —aseguré, con aire medio jocoso, en el límite donde el interlocutor no sabe si uno lo dice en serio o, por el contrario, es una burla.

—La respuesta usted la sabe, joven Byron Deford, si yo soy un mago u otra persona que no desea aceptar. ¿Usted sabe quién soy? ¿Me tiene miedo? ¡No lo creo! ¿Todavía usted posee dudas? A lo mejor soy un simple charlatán o un loco escapado de algún psiquiátrico de Londres. Por ejemplo, sé que su frustración proviene de que usted tiene ya veintiún años y también que acaba de publicar un libro de cuentos en su país con uno de los “grandes” escritores, con su padrinazgo; pero, no ha sucedido nada: una crítica famélica, raquítica, insulsa, ni buena, ni mala. Y eso, a usted, joven Byron Deford, lo tiene mordisqueado en su orgullo... Lo tiene devastado... Y lo entiendo, lo entiendo, no es para menos... Porque, usted tiene razón, usted es bueno como escritor, se lo digo, pero...

Y el hombre se quedó como dudando de lo que quería decir, lo que deseaba confesarme. Me armé de fuerzas y dejé los protocolos a un lado. ¿Qué podía perder si le seguía el juego? ¡Nada! ¿Y si en verdad era cierto lo que yo pensaba: que el tal lord Rutland era un mensajero del Maligno? ¿Me estaba volviendo loco en mi frustra23

ción? ¿Cómo enfrentar una situación como la que estaba viviendo?

—¿Y qué más conoce de mí? —pregunté, con un cosquilleo inevitable en el estómago.

—Yo, por el contrario, le pregunto: ¿qué daría usted por ser el mejor escritor de su generación? —inquirió el hombre—. ¿Lo desea en verdad? ¿Qué sacrificaría? ¿Amores? ¿Hijos? ¿Matrimonios? ¿Aún más? ¿A usted mismo, si fuera del caso?

—Le sigo el juego, lord Rutland o como quiera que el señor se llame —interrumpí, asustado.

—Joven Deford, no es cuestión de seguirme el juego. Si usted desea llamarlo así, pues así lo llamaremos. Deje que mi persona termine la idea. ¡Usted está en problemas! Se siente estéril y usted no sabe cuánto tiempo durará esa esterilidad. Digamos que el fracaso “anunciado” del libro de cuentos a usted lo ha dejado con un temor en su corazón que lo violenta día y noche. Mmmm... Síííí… Pues, esa frustración y esos temores yo puedo hacer que sean razones del pasado. Por ejemplo, sé de su amor no correspondido por una actriz de teatro y cine, de su terquedad, de sus desvelos... No se perturbe, yo puedo hacer que sea suya, la puedo poner postrada a sus rodillas... No hay límites para lo que yo puedo hacer por usted.

La luz dorada continuó y él entonces buscó asiento a unos metros de mí, sin antes pedir permiso. El hombre que decía llamarse lord Rutland tomó asiento y pude observarlo en sus mínimos detalles. Su cara poseía una leve barba al ras de la piel y se le notaban partes con canas. Exhibía una blancura aporcelanada tanto en su rostro como en sus manos, en una de las cuales percibí un anillo con una piedra de color negro. Su cabello entrecano y lacio estaba levemente engominado. En efecto, el hombre poseía unos anteojos de aros dorados que supuse eran de oro y detrás de los cuales se percibían unos ojos

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azulísimos. Llevaba una camisa blanca de puño francés donde se adivinaban unos gemelos de oro. Los puños de la camisa sobresalían cada vez que mi interlocutor gesticulaba con sus manos. La corbata de medio nudo Windsor hacía juego con su traje de casimir azul cobalto y supuse que era de seda, porque su caída se percibía leve. Tomando en cuenta los pliegues en la camisa y el nudo corto fijado en el cuello, deduje que este estaba hecho sin apretar. El pantalón parecía recién puesto, no percibí una sola arruga y, aún estando sentado, los quiebres lucían una perfección que yo no dejaba de observar una y otra vez. Las medias negras de seda y los zapatos Oxford full-brogue de color negro hacían del conjunto y de su dueño una estampa perfecta del buen gusto.

Continuó:

—Si me sigue el juego y soy un farsante, ¿qué podría perder? Aunque, lo sé, lo sé, usted sabe en su interior quién soy. ¡Por favor, no diga mi nombre! Yo solo soy su emisario del gran Señor, porque tenemos jerarquías y somos muchos.

—¿Decir nombres, lord Rutland? Eso, jamás. Si no estoy convencido de con quién estoy hablando, no digo nombres. Y ese detalle me intriga, lo acepto.

—¿Qué prueba última desea? Pregunte por su mayor secreto, que yo responderé.

Pensé en varias preguntas. No importaba que en verdad fueran o no grandes secretos; existían muchas preguntas que, si yo se las hacía, solo yo conocería las respuestas y sus detalles. Pensé por unos segundos que se me hicieron eternos. El hombre, a la espera, sacó de su chaqueta un paquete de cigarros y un encendedor de oro, y empezó a fumar.

Recordé entonces que una revista universitaria de mi país me pedía un ensayo sobre Marlowe, sobre el doctor Fausto. Coincidencia o no con la situación en la cual me

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encontraba, quise hacerle una jugarreta al hombre: a miles de kilómetros y sin tener ninguna relación con la universidad, ni con las personas que me solicitaban el ensayo, me pareció una buena idea preguntar si en la última semana laboraba en un proyecto literario mío o si me encomendaban uno y qué clase de trabajo era. Pero, antes de que pudiera hacerle la pregunta, el hombre dijo:

—Ah, por cierto, joven Byron Deford, tome, es un regalo de mi parte; creo que le va a servir para su trabajo...

Y me entregó un libro con un empaste amarillento y viejo: se trataba de la primera edición del “Doctor Fausto”, del dramaturgo Cristopher Marlowe. En la portada se leía La trágica historia de la vida y muerte del doctor Fausto. Era una edición de 1604, con una dedicatoria a mi interlocutor: lord Rutland.

No podía dejar de temblar, sudé y luego volvía a mirar en derredor; estaba y a la vez no estaba en el auditorio de la Universidad de Oxford. El hombre se adelantó:

—¿Le sirve el libro? No lo vaya a mostrar en público, porque es un original y, si lo muestra, empezarán las preguntas y la gente dirá que usted, joven Byron Deford, lo hurtó. Aclaro que yo tampoco lo he hurtado, como se puede percatar por la dedicatoria. ¡Pobre Cristopher Marlowe!... ¡Qué muerte tan fea! Yo estaba esa noche en la taberna... Ni me acuerdo cómo se inició la disputa que acabó con la muerte de nuestro protegido: Marlowe. Pero, no pude intervenir; mi jefe no me lo tenía permitido —aseguró el hombre, mientras una voluta de humo se posaba junto a mis zapatos, en lugar de subir hasta el techo del auditorio. El hombre continuó:

—¿Era esa su pregunta? ¿Del ensayo, del que está usted preparando? ¡Ah, estos mortales y estos jóvenes!... Uno tiene que emplearse a fondo en nuestro trabajo para que a uno le crean —comentó, con cierto aire retozón y de victoria.

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Y otra voluta de humo se fue a posar a mis pies.

Ahora tenía dos volutas de humo que jugueteaban por mis zapatos como dos gatos, sin que quisieran abandonarme. No comenté nada. Estaba en una situación precaria, donde los límites de lo racional ya no jugaban ningún papel, en una zona límite, bordeando lo irracional. No aguanté, lancé la pregunta...

—Supongo que todo es un trueque. El ofrecimiento. Su amo, su jefe, me ofrece... Y yo, a cambio, también ofrezco. ¿Paridad en las condiciones? ¡No lo creo!

—Joven Byron Deford, no se haga la víctima ahora —rezongó el hombre, con cierta autoridad—. ¿Acaso no es usted el que necesita de nosotros? ¿No es usted el que ha estado pensando que, si la historia del Dr. Fausto fuera real, usted hubiera hecho lo mismo? ¿Llegar a un acuerdo? Venga, tome asiento. Necesitamos una charla, una buena charla. Y no se preocupe por los jóvenes y profesores de la universidad... No vendrá nadie a interrumpirnos. No se preocupe por que sea media mañana; para usted y para mi persona, el tiempo transcurre diferente de como lo ven y lo captan los simples mortales. Por ejemplo, ¿ve el rosal?

Más allá de unos ventanales, se observaba un jardín con varias hileras, donde había un grupo de rosas.

—Yo puedo hacer que las rosas se marchiten o vuelvan a florecer. ¿Lo desea, joven Byron Deford? ¿Quiere ver el rosal en su muerte y en su nacimiento?

No comenté nada acerca del rosal y me enfoqué en las propuestas.

—Lord Rutland, por favor, deje que llame a su eminencia así en esta charla —dije, bastante serio. La cuestión había tomado un matiz que segundos antes no imaginaba: ya no me cupo la menor duda de que con quien estaba hablando era un emisario del Maligno. ¿Propuestas? ¿Contrapropuestas? El hombre se quedó mirándome y aspiró de nuevo del cigarro, que nunca se le acababa y

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parecía recién encendido, aunque ya habían pasado unos diez minutos. Dejó escapar una voluta de humo que, al igual que las anteriores, bajó, bajó, bajó hasta mis pies e inició una danza con las otras volutas, a mi lado; se deslizaban entre ellas mismas, unas encima de las otras, a ras del suelo; luego, daban pequeños saltos y cuanto más brincaban más azul era su color. Jugueteaban de un lado a otro, en medio del auditorio, para luego regresar a mi lado.

—Joven Byron Deford, quizá no me he expresado del todo bien o quizá en medio de la conversación no me ha entendido. ¿Propuestas? Sí, las tenemos por parte de mi señor. ¿Contrapropuestas?

Se quedó pensativo, cruzó la pierna, se acomodó los anteojos, bastoneó el piso con cierto desenfado y continuó:

—Contrapropuestas, usted no las hará. Usted, es el interesado en todo este tema de la escritura, de la creación literaria, en esta enfermedad de su narcisismo. Y esto último lo digo con el mayor respeto, porque, ¿quién no es narcisista? ¡La gente miente al decir que no lo es! Pero, le repito, no existirán contrapropuestas por parte suya. Es simple: lo toma o lo deja como dicen ustedes los mortales; es así de sencillo. Pero, no crea que mi señor es del todo autocrático; creo que en medio del trato existe una prebenda para su persona. ¿La razón? ¡Usted le simpatiza!

Y me guiñó un ojo, con aire jocoso y cómplice.

—La propuesta —continuó—: usted tendrá todo lo que desee, será un gran escritor. Y, además, tendrá como sus ayudantes y secretarios a los siete demonios de los pecados capitales, quienes cooperarán con usted en su aventura literaria. ¿La prebenda? Si usted, escritor Byron Deford, en su gran aventura literaria de tantos años, entrega a nuestro amo y señor un alma –ya sea con engaños o no, esto último es optativo– por cada uno de los siete pecados capitales, usted quedará libre, su alma quedará en libertad; de lo contrario, se convertirá en un demonio

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menor, como nosotros. Cada pecador de cada uno de los siete pecados deberá morir en el pecado, para que así su alma no pueda arrepentirse. Usted no podrá intervenir en su muerte directamente, ni por medio de algún acto indirecto.

—Acepto —dije, sin titubear, aunque por dentro sentía temor y a la vez creía que soñaba, por lo que acontecía en el auditorio.

—¡Lo sabía, lo sabía! ¡Viva! —exclamó, lleno de júbilo, el emisario del Maligno, que se hacía llamar lord Rutland—. Venga, acérquese, firme acá.

Y sin saber de dónde, tenía entre sus manos un documento viejo y amarillento como el texto de Marlowe que me obsequiaba. Al firmar, el espíritu infernal pasó su mano por mi nuca y me sentí desfallecer; sentí que la muerte me visitaba, que llegaba hasta mí y que recorría todas las células de mi ser, se inoculaba en mí como una enfermedad. Me ardía la nuca una vez que retiró su mano y empecé a sentir una leve erupción en mi piel.

El hombre agregó:

—No se preocupe, joven Byron Deford, no se preocupe; este absceso que se le hará en los próximos cinco días es parte del pacto. Es un absceso que estará con usted mientras dure la relación, su relación con mi señor. Y mientras usted esté creando su obra, allí estará. Repito, al quinto día, el absceso será un ojo y lo tendrá en la frente cuando trabaje en su obra. Usted se lo pondrá en su frente para escribir. Será su tercer ojo.

Sentí asco, pero ya estaba hecho el trato. ¿Qué era un absceso-ojo por la creación literaria, la inmortalidad como escritor, la fama, ser el mejor entre los mejores escritores de mi generación? ¡Muy poco!

—Por último, le presento desde ahora a sus siete secretarios.

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Y, como tratándose de una representación teatral, fueron saliendo de un lado del escenario, uno por uno. El primero en aparecer fue Aamón, cc Fabiano Stirge, quien me hizo una reverencia y se quedó a pocos metros de lord Rutland. Le siguió Adremelech, cc lord Ruthven, con su chaqué impecable, e igual que lo hiciera Aamón, saludó con respeto. Salió Esfria, de frac; sus gemelos se adivinaron en la camisa de puño francés; me hizo una genuflexión y dijo que en el mundo de los mortales se le conocía con el nombre de conde Estruch. Pasó y, al aparecer en el escenario, se disculpó con grave y hermoso acento británico Goodfellow, de enorme cabeza, conocido desde la Edad Media con el nombre de Gorgus Black. Malfas, de levita, estaba recorriendo con apuro el escenario; dijo que en el mundo de los mortales se le conocía como Onofre de Dip. Nergal comentó algo entre dientes a su hermano, alias lord Rutland, y se disculpó por su tardanza que, en verdad, no la entendí. Nergal agregó que era conocido como Gilles II, barón de Rais, pero que no era tan perverso como el hombre al cual usurpaba el patronímico. Y, por último, salía Belfegor, de esmoquin monóculo; al saludarme, su ojo flamígero relampagueó en señal de agrado.

Las volutas de humo continuaron jugueteando por el auditorio, mas luego se enredaron como ovillos a los pies de lord Rutland, quien dijo:

—Bien, mi tarea está cumplida, pero, antes de despedirme, le diré mi nombre: soy Astaroth, archiduque de los infiernos de Occidente... Y recuerde… Recuerde este acertijo: ¿qué dijo la primera rana?

Y las volutas de humo comenzaron a agrandarse y agrandarse, hasta que Astaroth desapareció en medio de una niebla. Y los siete espíritus infernales y yo volamos, volamos por el cielo, hasta una mansión en la campiña inglesa.

¡Ya era de noche!

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