martes, 9 de abril de 2024

DONDE TODO HA SUCEDIDO AL SALIR DEL CINE PRÓLOGO

 



El arte de recordar

Que tres miembros de una familia –el primero es nuestro padre, Julián Marías–

hayan escrito sobre cine con cierta asiduidad puede hacer pensar que existe entre

nuestros enfoques alguna semejanza o paralelismo, pese a que cada maestrillo

tenga su librillo. En este caso, no creo que haya parentesco: el único punto

común sería precisamente la ausencia, en los tres, de tal «manual», y a cambio

una compartida confianza en la utilidad de la observación atenta y en el ejercicio

–simultáneo y posterior– de una actividad que siempre creí inevitable y

constante, al menos despierto, hasta percatarme, con creciente inquietud, de lo

poco que en general se practica. Me refiero, simplemente, a pensar.

El que piensa acerca de lo que ha contemplado lo recuerda, a menudo tan

nítidamente que lo ve de nuevo, y no sólo una vez más, sino de otra manera. Con

mayor libertad, porque al sustraerse al poder hipnótico del flujo imparable de las

imágenes en una pantalla, y al «suspense» intrínseco de toda narración, lo puede

mirar –aunque sea mentalmente– a otro ritmo, con holgura para establecer

conexiones y asociaciones, para comparar y no quedarse encerrado –como les

sucede cada vez más a muchos cineastas– dentro del propio cine. La realidad y

las demás artes, narraciones antiguas o posteriores, otros momentos, visiones

previas repartidas a lo largo de la propia biografía... arrojan nueva luz, casi sin

proponérselo e incluso si uno se resiste a su asalto, sobre las películas, sean

recientes (nuevas, al menos, para nosotros) o viejas conocidas de la infancia.

A la inquietud por personajes que tal vez nos importen o inspiren simpatía, por el

desarrollo de la intriga, por la capacidad de los artífices de la película para

sostener su ritmo y hacerla llegar a una conclusión satisfactoria, sin desfallecer o

armarse un lío en el trayecto, se añade la que producen el reencuentro y la

inspección –forzosamente crítica, se quiera o no– desde otra edad y

circunstancia, con más experiencia, sin esa ingenuidad infantil o juvenil que

tanto ayuda a activar la siempre conveniente «suspensión de la incredulidad»

que graciosa e interesadamente concedemos a quien se dispone a obsequiarnos

con una narración.

Cuando volvemos a ver Todos los hermanos eran valientes, El talismán, Huida

hacia el sol, Cita en Honduras, Lilí, El prisionero de Zenda, Tierras lejanas, La

casa de los siete halcones, Tres tejanos, Los forasteros, Tambores lejanos, La

casa grande de Jamaica, Mogambo, Scaramouche, El temible burlón, Rumbo a

Java, Los gavilanes del Estrecho, Cuando ruge la marabunta, Safari, Las cuatro

plumas o El hidalgo de los mares –por ejemplo– no sabemos si van a estar a la

altura de nuestro recuerdo, o si nosotros nos vamos a mantener a la suya. Quizá

ya no podamos recuperar la infancia ni por hora y media, es posible que

hayamos sobrepasado una frontera de la que no cabe retroceso, a lo peor no

somos lo bastante crédulos o se nos han embotado la fantasía y la capacidad de

ensoñación, hemos dejado para siempre atrás el Mississippi o la tierra de Nunca

Jamás. Si volvemos a ver el Robinson Crusoe interpretado por Dan O’Herlihy no

podremos ignorar que la dirigió Luis Buñuel ni la novela de Daniel Defoe, y Fort

Apache no es ya una película «de indios» o de John Wayne y Henry Fonda sino,

además y sobre todo, del gran John Ford.

A veces da miedo, como volver a ver a una chica que nos gustó mucho hace

cuarenta años, y que ha perdido ya –como nosotros, claro– la frescura y la

ilusión, aunque pueda conservar la belleza y hasta el humor y el entusiasmo que

produce mirar sólo hacia delante y no llevar carga alguna a las espaldas, pero

que, evidentemente, no es la misma que recordamos, y corremos el riesgo de que

su imagen presente se superponga definitivamente, borrándola, a la que justo

antes permanecía aún viva en nuestra memoria. Sé de algunos que evitan tales

ocasiones sistemáticamente, con cierto temor supersticioso y no sin un punto de

excusable cobardía. No así mi hermano Javier, que va poco a los cines desde

hace años pero sigue viendo, en su casa, cada vez más asimiladas a los libros,

más a mano y consultables según el impulso o el deseo, muchas películas, y que

parece empeñado en volver a ver cuantas de niños nos gustaron –estábamos

entonces mucho más de acuerdo–, e incluso alguna que quizá sospeche que no

llegó a apreciar en su justo valor precisamente porque sabía demasiado poco de

muchas cosas para comprenderla cabalmente. Tal vez para verificar si su rostro

hoy coincide con el que ayer imaginara para un mañana entonces muy lejano, en

ocasiones puramente hipotético (pues nunca se sabe si uno logrará volver a ver

una película, y entonces mucho menos que en la actualidad: no había vídeos ni

DVD, ni siquiera televisión, o apenas).

Quien escribe sobre una película, aunque acabe de verla, se basa en un recuerdo,

en lo que de ella rememora, en el rastro o la huella que dejó en uno. La mira no

como algo presente, que está desfilando en la pantalla, sino como algo ya

ocurrido, pasado, fugitivo en su propio movimiento, tal vez distorsionado o

difuminado por nuestra percepción y lo que de ella hace la caprichosa y

contradictoria memoria, selectiva y autónoma (cuántas cosas que queremos

olvidar recordamos, cuántas de las que querríamos acordarnos se nos borran,

cuántos datos inútiles y sin interés nos acompañan de por vida o nos vendrán

inopinadamente a la cabeza). Es doblemente un fantasma, que nos habla de otros

fantasmas, que lo son además al menos en dos sentidos: es ya espectral su

presencia entrevista y fugaz –que en seguida se hace insegura, pues dudamos de

nuestra vista y nuestro oído incluso antes de desconfiar de su surco–,

consustancial al cine, y, a poco que haya pasado un cierto tiempo, sus actores (y

sus artífices, casi siempre invisibles) habrán muerto, aunque todavía se agiten en

la pantalla y los veamos aparentemente vivos, angustiados o felices y divertidos

(hasta Katharine Hepburn y Cary Grant en La fiera de mi niña, que parecen

disfrutar eternamente, son hoy fantasmas de celuloide).

Cuando Javier Marías escribe sobre cine (y otras imágenes) no es ni el novelista

ni el ciudadano homónimo que publica «columnas» en prensa y comenta lo que

sucede a su alrededor –lo que le indigna, molesta o preocupa, sólo a veces lo que

le alegra, divierte o agrada–, sino un personaje intermedio, lo que de él

permanece invariable desde que le conozco –y soy cuatro años mayor–, a pesar

de otros cambios. Todo ello, claro, para quien sinceramente crea que hay dos o

más Javieres, cosa que, con perdón, me permito dudar. Lo mismo que no es uno

el que escribe y otro el que habla, yo reconozco siempre su voz cuando leo sus

novelas y sus artículos, e incluso a menudo la oigo cuando me hace partícipe de

los pensamientos de sus narradores en primera persona, con los que en cambio se

le tiende a identificar abusivamente, pese a que suelen ser bastante diferentes de

mi hermano, aunque tengan un modo de pensar muy semejante: no piensan lo

mismo, ni comparten demasiadas opiniones, pero creo evidente que Javier les

presta –entre otras cosas– su manera de pensar, de interrogarse, de dudar, de

hacer hipótesis, de tener ocurrencias, de gastar bromas, de «leer» en las caras y

en los gestos, de rememorar y especular, de extrapolar, de tener presente lo que

no lo está ya o no se percibe todavía, sólo se intuye. Casi todo eso, por cierto, es

algo que Javier, sospecho, ha aprendido no sólo por libre ni leyendo, sino

también, en buena medida, viendo mucho cine.

De hecho, son actividades que eran habituales y casi se daban por supuestas al

ver una película, que, salvo casos pesadamente explícitos, lo que hace es

mostrarle a uno rostros, gestos, posturas, acciones, que uno debe interpretar. Hay

actores que inspiran confianza y otros que rezuman malicia o doblez, y de cuyas

promesas no nos fiamos. A veces, detectamos contradicciones entre lo que dicen

y sus actos, lo que hemos visto o estamos a punto de ver que hacen. Escrutar un

rostro, a veces en primer término, a veces al fondo del plano, es tarea usual del

espectador cinematográfico, aunque hoy la desatiendan hasta los críticos. Saber a

qué atenerse, según mi padre el objetivo de la filosofía, es también a lo que

aspira el que está viendo una película, o, a fin de cuentas, el que vive despierto.

Así que no es extraño que esta labor de «traducción» de gestos, posturas o

miradas sea una de las actividades principales de los personajes de las novelas de

Javier, ni que sus narradores interpreten constantemente lo que les rodea o les ha

sucedido, que se planteen dudas e hipótesis alternativas sobre lo que va

ocurriendo. No se olvide, por otra parte, que la condición, sólo aparentemente

pasiva, del espectador de cine es bastante semejante a la del novelista –que

Javier ha asimilado con frecuencia a un fantasma, que no puede intervenir pero

que se ve afectado y concernido por los hechos que presencia o presiente–, sobre

todo si, como suele, va descubriendo a los personajes sobre la marcha, sin un

plan preconcebido. Por eso es engañosamente visual su narrativa, hecha –como

toda verdadera literatura– fundamentalmente de palabras, y por eso algunos

creen, al hilo de la lectura, al visualizarlas pese a lo escasamente descriptivo que

suele ser Javier, que sus novelas son «muy cinematográficas». Incluso los hay

que imaginan tarea fácil llevarlas a la pantalla; si no se han dado más batacazos

(tras uno sonado) es porque Javier, de momento, no lo ha consentido, sin dejarse

seducir por el señuelo que para muchos representa todavía el cine.

Sus escritos relacionados con el cine son esencialmente literarios, pero no se

conforman con narrar de nuevo o desmenuzar los argumentos de las películas;

Javier no es propiamente lo que hoy se considera un «crítico cinematográfico» –

que poco tiene que ver, por lo demás, con el ejercicio de la función crítica–, pero

en cambio sabe muy bien que en el cine, como por lo demás en la literatura, no

es tan importante lo que se cuenta –a la postre, hay pocas historias

completamente originales y ya han sido relatadas, los posibles temas son muy

elementales, vastos y difusos–, sino la manera de contarlo, de abordarlo y

desarrollarlo, en cada caso con los instrumentos propios del arte respectivo, en

alguna parte comunes, en la mayor muy distintos; y sabe también, porque no

menosprecia el cine –como tantos escritores, por mucho que proclamen su

cinefilia–, que hay cosas que puede hacer que a la literatura le están vedadas, al

menos con la misma soltura y economía, y viceversa, y que muchas grandes

historias cinematográficas parten de obritas literariamente muy menores,

mientras que pocas veces el cine ha conseguido estar a la altura de las mejores

novelas que ha adaptado, casi siempre con inevitable (y hasta diría que justa y

necesaria) infidelidad, a su letra por supuesto y a veces al espíritu, y que ha

seguido sus peripecias sólo en parte y de otro modo, transformándolas en algo

diferente: haciéndolas cine. Como traductor, Javier no ignora las dificultades de

trasladar un texto a otra lengua; y a veces se preguntará, claro está, si hay

necesidad de que exista también como película lo que ya es satisfactorio y

suficiente en forma de libro, hasta cuando es posible hacer una versión de

calidad comparable.

Aunque pocos se hayan percatado, el cine es un elemento formador esencial en

las novelas de Javier. No sólo porque, a través del casi omnipresente narrador en

primera persona –no siempre un personaje, pero nunca descrito, e imaginable,

por tanto, con entera libertad; quizá por eso, a falta de otro, muchos lectores

tienden a ponerle el rostro de Javier–, nos recuerden las voces en off –subjetivas,

en esa misma persona del singular, retrospectivas y reflexivas– de muchas

películas, sino porque el perdido hábito de contar las películas vistas a los

amigos, con acotaciones, dudas, añadidos, correcciones o matizaciones sobre la

marcha, vueltas atrás que –estén o no en la película– pertenecen a su

narración/descripción, tiene mucho que ver, en mi opinión, con el peculiar estilo

narrativo de Javier, tan proclive a la digresión y la elipsis, a las rimas interiores,

a las variaciones y modulaciones, a estirar el instante y a viajar por el tiempo sin

otra máquina que la palabra. Por eso la mayoría de sus novelas, sobre todo las

más maduras –las menos pródigas en referencias cinematográficas–, parecen

«películas contadas», aunque no ya recordándolas, sino a medida que transcurre

su proyección, por alguien que sabe tan poco como nosotros mismos cuál va a

ser el desarrollo ulterior, no digamos su conclusión: ni el mismo autor sabe lo

que va a suceder en el último capítulo, en el último rollo de esa película que él

mismo sueña.

De sus bastante numerosos escritos sobre cine o –más abundantes– en los que

una película (o una imagen) desempeña algún papel importante, sea tácito o

explícito, que siempre encuentro muy interesantes y originales, comparta o no

sus valoraciones, yo prefiero, sobre todo, algunos de los que ha dedicado –más

largos– a varias de sus películas predilectas, que no son precisamente las vistas

de niño, sino más tarde –como El fantasma y la señora Muir o The Life and

Death of Colonel Blimp, Campanadas a medianoche o La vida privada de

Sherlock Holmes, a menudo elegíacas–, algunos pasajes sobre varias de John

Ford como El hombre que mató a Liberty Valance o El hombre tranquilo, y

también, de otra manera, los artículos más divertidos y (a primera vista)

arbitrarios, los centrados en actores o personajes, a menudo pintorescos o

menores. O los que, sin tratar primariamente de cine, revelan también lo

aprendido en él por Javier: una manera de mirar las fotos, los bustos parlantes de

la televisión y los «hombres públicos» en general, a los que Javier escudriña y

enjuicia como si fuesen actores interpretando personajes de película, fiándose

poco de sus promesas y sonrisas y huecas palabras y dando más crédito a su

parecido con ciertos tipos cinematográficos: ese empresario al que Coppola

contrataría sólo como secundario de El padrino, ese noble prócer que recuerda al

hipócrita Claude Rains de Caballero sin espada o al Charles Laughton de

Tempestad sobre Washington –encima en versión cutre–, ese intelectual que hace

los mismos gestos de Jack Elam o ese político achulado, frágil gallito como Dan

Duryea... Quizá en la sociedad del espectáculo y la comunicación sea necesario

valorar las «interpretaciones» y los personajes que tratan de representar, y eso

los que han visto mucho buen cine están en mejores condiciones de hacerlo y

señalar el simulacro, el histrión y el impostor que los que omitieron tan

provechoso ejercicio.

MIGUEL MARÍAS


Nota sobre la edición

Los sesenta y tres artículos reunidos en esta antología tienen como tema

principal algún aspecto relacionado con el cine; conviene aclarar, por tanto, que

no se han incluido otros textos del autor que, aunque contengan menciones a un

cineasta, a una película o a un actor, tratan de un asunto específico de diferente

índole. A la hora de establecer la ordenación temática nos hemos dejado guiar

por la lectura de las propias piezas. Así llegamos a distribuirlas en ocho

apartados o bloques, con la intención de proponerle al lector un juego de

secuencias argumentales que, de paso, muestren las querencias, aficiones y

preocupaciones del escritor Javier Marías. De ahí que el artículo que abre el

volumen, «Todos los días llegan», tenga tratamiento especial y constituya por sí

mismo una sección (bajo el epígrafe «El novelista que se fue al cine»), ya que en

él el autor expone su cinefilia en relación con su narrativa. En el bloque

«Películas con música e insomnio incluidos» están los artículos dedicados a

comentar películas (casi siempre las preferidas por Marías, aunque también haya

alguna denostada); en «Dos maestros y dos parientes», los homenajes a

determinados directores; en «Este don tan raro», los textos que ensalzan el

trabajo de actores y actrices; en «El balón en la sala», alguna muestra (hay otras)

de la divertida y sorprendente vinculación entre fútbol y cine que Javier Marías

establece juntando dos de sus aficiones; en «De buena ley», las piezas más

reflexivas sobre el arte cinematográfico, la verosimilitud y el uso de los distintos

recursos; en «La rueda del mundo», los artículos más políticos en un sentido

amplio, los que más tienen que ver con hechos o figuras de la historia que las

imágenes nos desvelan; y por último, en la sección «La tentación de salirse», se

han agrupado los textos que tratan tanto la vertiente pública del cine (críticos,

productores, premios), como algunos de los síntomas más inquietantes de

nuestra sociedad que no escapan a la cámara ni a un espectador sagaz.

Como los artículos de este volumen no son inéditos (publicados inicialmente en

revistas o libros, la gran mayoría ya han sido recogidos por Javier Marías en sus

libros de recopilaciones), hemos creído oportuno dar las procedencias de todos

ellos en el listado que se ofrece al final de la antología. La fecha que figura en el

índice junto a los artículos es la de su primera publicación, que generalmente

coincide con la de su composición. Respecto al apéndice («Encuestas de Nickel

Odeon»), es de rigor señalar que la revista de cine Nickel Odeon, desde 1995

hasta 2003, se dedicó con encomiable esfuerzo y entusiasmo a realizar encuestas

entre cineastas y cinéfilos españoles para conocer sus preferencias. Javier

Marías, además de colaborar con algún artículo, fue uno de los más asiduos

encuestados.

Queremos dar las gracias a Miguel Marías por su magnífico prólogo y por sus

siempre atinadas sugerencias. Para acabar, decir que ha sido un verdadero placer

para nosotras irnos al cine con Javier Marías, placer que nos alegra compartir

con usted, lector.

LAS EDITORAS

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