PRÓLOGO
Desde el lejano día de su muerte en el exilio de Collioure
la voz de Antonio Machado no ha dejado de interpelar a la
conciencia española. Podría decirse, sin asomo de exageración,
que su obra ha constituido un centro gravitatorio
decisivo en la reflexión intelectual de la España contemporánea:
lugar de cita, a veces, para el encuentro y la comunicación;
de contraste y discordancia, otras, entre posturas
ideológicas irreductibles. Buena prueba de ello son las diversas
lecturas que acerca del sentido de su obra se han venido
sucediendo entre nosotros. Sin pretensión de exhaustividad
quisiera aludir tan sólo a las fundamentales. De un lado la
histórico-evolutiva, que inició un mañanero artículo de J. M.
Valverde sobre la «Evolución del sentido espiritual de la obra
de A. Machado», en el que se indicaban con aguda sensibilidad
crítica, no sólo las etapas de su itinerario, sino la tragedia
interior de su obra, el naufragio de su palabra, resbalando
cada vez más desde su primitiva potencia constructiva
hacia el silencio, e incapaz de explorar la nueva sentimentalidad
colectiva, a cuyo umbral había quedado retenida,
como Moisés ante la tierra de promisión. Fruto de aquel
lejano artículo, su reciente libro sobre «Antonio Machado»,
pese a la modestia de presentarse como un «companion
book», representa a mi juicio una ampliación y corroboración
de aquella tesis, al desgranar, al filo de su vida, la íntima
tragedia de su obra, disputada entre creencias de signo
opuesto —el escepticismo y la fe cordial y solidaria—, a
las que el bueno de don Antonio supo acunar sin crispaciones
ni dogmatismos. En esta misma línea histórico-evolutiva,
de fuerte inspiración humanista, cabe clasificar las diversas
aportaciones de Aurora de Albornoz, estudiosa diligente
y aguda de la obra machadiana, autora de una espléndida
antología de sus prosas, que por sí sola constituye
el mejor homenaje a su memoria, y de un bello libro, entre
otros, en el que rastrea minuciosamente las influencias de
Miguel de Unamuno en la obra de nuestro poeta.
La lectura filosófica cuenta, a su vez, con distintas inflexiones
y variantes. Desde el punto de vista existencial, hay
que destacar un brioso contrapunto entre las interpretaciones
de signo agnóstico, más que propiamente ateo, tal por
ejemplo la de Serrano Poncela, y aquellas otras, de inspiración
personalista —J. L. Aranguren, Pedro Laín, Julián Marías,
etc.—, que han querido encontrar en don Antonio, una
especie de «anima naturaliter christiana», una nostalgia de
Dios, que negativamente se convertía también, a su modo,
en un testimonio indirecto y oblicuo de su existencia. A su
vez, desde una perspectiva metafísica, las aportaciones de
Eugenio Frutos, P. A. Cobos, J. L. Abellán y, sobre todo,
A. Sánchez-Barbudo, definen adecuadamente el lugar propio
de la reflexión filosófica machadiana y la significación que
hay que concederle en la economía total de su obra.
Cabría hablar también de una lectura crítico-cultural, en
la que habría que clasificar —de nuevo en contrapunto—,
desde las primeras reducciones hermenéuticas de A. Machado
en la España nacional (baste con citar el prólogo de Dionisio
Ridruejo, tan sensible y bien intencionado por otra
parte, a la edición de las «Poesías completas» (?) de don
Antonio, cuyo título —«el poeta rescatado»—, habla por sí
solo), hasta las interpretaciones más o menos sociológicas y
de inspiración crítico-radical. Frente a la lectura nacionalista,
que creía ver en la obra de Machado, por debajo de su «jacobinismo
de sangre y de educación, de decoro externo y de
pedantería seductora de las instituciones izquierdistas», el
claro sueño del resurgir de la nueva España, han florecido,
en los últimos tiempos, aquellas otras de signo social —pienso,
por ejemplo, en las interpretaciones de Blanco Aguinaga
y Tuñón de Lara—, que subrayan, por el contrario, la íntima
conexión de la obra de don Antonio con los avatares sociopolíticos
de su pueblo y su cálida orientación hacia la «gran
esperanza del socialismo».
Por último, hay que aludir a la lectura literaria, en sentido
estricto (¿es acaso posible una lectura semejante?), interminable
en la lista de sus nombres, y preclara en sus figuras,
tales como Dámaso Alonso —su indiscutible patriarca—,
C. Bousoño, J. L. Cano, L. F. Vivanco, L. Rosales, R. Gullón,
R. de Zubiría, C. Beceiro, R. Gutiérrez-Girardot, J. M. Aguirre,
y tantos y tantos otros, que han contribuido eficazmente
a una valoración crítica de la obra de Machado en la totalidad
de sus géneros y estilos. La clave de estas lecturas, confesada
o no, me parece ser siempre la misma: el milagro
de una voz lírica, ingenua y grave a la vez, florecida en el
simbolismo neorromántico y madurada por su hondura cordial,
que desfallece más tarde, por el peso de la cavilación
filosófica, o por la exigencia ineludible de autoobjetivación,
o por Dios sabe qué, y hasta se transustancializa y enmascara
en la prosa reflexiva y burlona de Abel Martín y Juan
de Mairena.
Cito estas lecturas, sin entrar a discutirlas de momento,
como un testimonio irrefutable de la vigencia de la obra de
A. Machado. Una vigencia, por supuesto, muy lejos de la
abstracta intemporalidad de lo que pretende valer para siempre,
sino más bien en la concreta y viviente eficacia de lo
que, por ser fiel a su tiempo, da siempre qué pensar y se
convierte en un motivo permanente de requerimiento y suscitación.
Éste es el prodigio de la palabra integral, el ser
un «universal-concreto», que nos revela los «universales del
sentimiento» y lo «elemental» de la condición humana, a la
luz de lo histórico-individual, como el diamante lleva en su
corazón, por utilizar una metáfora de Machado, una lumbre
de siglos.
La vigencia de la obra de Machado se debe, a mi entender,
al hecho de haber sabido conjugar el doble imperativo de la
temporalidad y la esencialidad, que él mismo prescribió a
la palabra lírica. Si la fidelidad a su tiempo hizo de su obra
la conciencia estremecida de la sociedad española y el documento
más impresionante de la crisis de la voz lírica del
subjetivismo ante una nueva tarea comunitaria. Ja fidelidad
a su corazón y a su instinto metafísico le dio a su verso el
tono grave y melancólico, el sentir hondo, y la intuición certera
y profética del que sondea los abismos.
A la lectura presente de la obra de Machado, de llamarla
de alguna manera, me atrevería a calificarla de «humanista»,
por estar basada sobre la fe en el valor de la palabra, como
punto de apoyo de la existencia, frente al asalto del nihilismo.
De ahí que el título de «palabra en el tiempo» trascienda
el área específica en que lo usó el poeta, para referirse al
sentido último de su obra —la aspiración a conciencia integral
y la vocación a la palabra en enfrentamiento con el misterio
y el silencio—. Esta tensión dialéctica básica genera
aquella otra, estrictamente temporal, de presencias y ausencias,
en que se resuelve, en última instancia, una lírica del
alma.
Palabra en el tiempo es, pues, la lírica como el estremecimiento
de un hondo corazón, herido por el paso irremediable
de las cosas; pero lo es también la misma vida humana,
que tiene que realizar su camino, emitir su verbo existencial,
en el soplo evanescente de un poco de tiempo, como una
andadura soñadora, circuida siempre de sombras. Y cabe
llamar así a la misma conciencia cultural del poeta, hija de
su tiempo, ligada a su aquí y a su ahora por el doble voto
de la autenticidad personal y la solidaridad humana, en un
compromiso de últimas consecuencias. La clave humanista
de lectura, que aquí propongo, permite además entender a
una, la doble luz del verso de Machado, el doble valor de su
palabra, «canto y meditación» de su tiempo, del suyo personal
y del social y colectivo, confundidos en un mismo acorde.
Quisiera añadir, por último, que no me he propuesto en
modo alguno dcsmitificar a Machado. Las más de las veces,
el mito destruido se venga de nuestro propósito generando
el anti-mito, como su figura invertida. Y es que los mitos no
se vienen abajo polémicamente, sino por simple efecto de
proximidad, acercando el autor a nuestra circunstancia para
medir el alcance de sus registros. No. Mi lectura sólo aspira
a comprender, a dejar hablar al poeta en sus mismos textos
y a hacer hablar al lector con él, encarándolo con el destino
existencial y poético de esta grave y melancólica voz, reciamente
española, que se llamó Antonio Machado.
Granada, septiembre de 1975.
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