lunes, 8 de abril de 2024

P. CEREZO GALÁN PALABRA EN EL TIEMPO POESÍA Y FILOSOFÍA EN ANTONIO MACHADO PRÓLOGO

 


PRÓLOGO

Desde el lejano día de su muerte en el exilio de Collioure

la voz de Antonio Machado no ha dejado de interpelar a la

conciencia española. Podría decirse, sin asomo de exageración,

que su obra ha constituido un centro gravitatorio

decisivo en la reflexión intelectual de la España contemporánea:

lugar de cita, a veces, para el encuentro y la comunicación;

de contraste y discordancia, otras, entre posturas

ideológicas irreductibles. Buena prueba de ello son las diversas

lecturas que acerca del sentido de su obra se han venido

sucediendo entre nosotros. Sin pretensión de exhaustividad

quisiera aludir tan sólo a las fundamentales. De un lado la

histórico-evolutiva, que inició un mañanero artículo de J. M.

Valverde sobre la «Evolución del sentido espiritual de la obra

de A. Machado», en el que se indicaban con aguda sensibilidad

crítica, no sólo las etapas de su itinerario, sino la tragedia

interior de su obra, el naufragio de su palabra, resbalando

cada vez más desde su primitiva potencia constructiva

hacia el silencio, e incapaz de explorar la nueva sentimentalidad

colectiva, a cuyo umbral había quedado retenida,

como Moisés ante la tierra de promisión. Fruto de aquel

lejano artículo, su reciente libro sobre «Antonio Machado»,

pese a la modestia de presentarse como un «companion

book», representa a mi juicio una ampliación y corroboración

de aquella tesis, al desgranar, al filo de su vida, la íntima

tragedia de su obra, disputada entre creencias de signo

opuesto —el escepticismo y la fe cordial y solidaria—, a

las que el bueno de don Antonio supo acunar sin crispaciones

ni dogmatismos. En esta misma línea histórico-evolutiva,

de fuerte inspiración humanista, cabe clasificar las diversas

aportaciones de Aurora de Albornoz, estudiosa diligente

y aguda de la obra machadiana, autora de una espléndida

antología de sus prosas, que por sí sola constituye

el mejor homenaje a su memoria, y de un bello libro, entre

otros, en el que rastrea minuciosamente las influencias de

Miguel de Unamuno en la obra de nuestro poeta.

La lectura filosófica cuenta, a su vez, con distintas inflexiones

y variantes. Desde el punto de vista existencial, hay

que destacar un brioso contrapunto entre las interpretaciones

de signo agnóstico, más que propiamente ateo, tal por

ejemplo la de Serrano Poncela, y aquellas otras, de inspiración

personalista —J. L. Aranguren, Pedro Laín, Julián Marías,

etc.—, que han querido encontrar en don Antonio, una

especie de «anima naturaliter christiana», una nostalgia de

Dios, que negativamente se convertía también, a su modo,

en un testimonio indirecto y oblicuo de su existencia. A su

vez, desde una perspectiva metafísica, las aportaciones de

Eugenio Frutos, P. A. Cobos, J. L. Abellán y, sobre todo,

A. Sánchez-Barbudo, definen adecuadamente el lugar propio

de la reflexión filosófica machadiana y la significación que

hay que concederle en la economía total de su obra.

Cabría hablar también de una lectura crítico-cultural, en

la que habría que clasificar —de nuevo en contrapunto—,

desde las primeras reducciones hermenéuticas de A. Machado

en la España nacional (baste con citar el prólogo de Dionisio

Ridruejo, tan sensible y bien intencionado por otra

parte, a la edición de las «Poesías completas» (?) de don

Antonio, cuyo título —«el poeta rescatado»—, habla por sí

solo), hasta las interpretaciones más o menos sociológicas y

de inspiración crítico-radical. Frente a la lectura nacionalista,

que creía ver en la obra de Machado, por debajo de su «jacobinismo

de sangre y de educación, de decoro externo y de

pedantería seductora de las instituciones izquierdistas», el

claro sueño del resurgir de la nueva España, han florecido,

en los últimos tiempos, aquellas otras de signo social —pienso,

por ejemplo, en las interpretaciones de Blanco Aguinaga

y Tuñón de Lara—, que subrayan, por el contrario, la íntima

conexión de la obra de don Antonio con los avatares sociopolíticos

de su pueblo y su cálida orientación hacia la «gran

esperanza del socialismo».

Por último, hay que aludir a la lectura literaria, en sentido

estricto (¿es acaso posible una lectura semejante?), interminable

en la lista de sus nombres, y preclara en sus figuras,

tales como Dámaso Alonso —su indiscutible patriarca—,

C. Bousoño, J. L. Cano, L. F. Vivanco, L. Rosales, R. Gullón,

R. de Zubiría, C. Beceiro, R. Gutiérrez-Girardot, J. M. Aguirre,

y tantos y tantos otros, que han contribuido eficazmente

a una valoración crítica de la obra de Machado en la totalidad

de sus géneros y estilos. La clave de estas lecturas, confesada

o no, me parece ser siempre la misma: el milagro

de una voz lírica, ingenua y grave a la vez, florecida en el

simbolismo neorromántico y madurada por su hondura cordial,

que desfallece más tarde, por el peso de la cavilación

filosófica, o por la exigencia ineludible de autoobjetivación,

o por Dios sabe qué, y hasta se transustancializa y enmascara

en la prosa reflexiva y burlona de Abel Martín y Juan

de Mairena.

Cito estas lecturas, sin entrar a discutirlas de momento,

como un testimonio irrefutable de la vigencia de la obra de

A. Machado. Una vigencia, por supuesto, muy lejos de la

abstracta intemporalidad de lo que pretende valer para siempre,

sino más bien en la concreta y viviente eficacia de lo

que, por ser fiel a su tiempo, da siempre qué pensar y se

convierte en un motivo permanente de requerimiento y suscitación.

Éste es el prodigio de la palabra integral, el ser

un «universal-concreto», que nos revela los «universales del

sentimiento» y lo «elemental» de la condición humana, a la

luz de lo histórico-individual, como el diamante lleva en su

corazón, por utilizar una metáfora de Machado, una lumbre

de siglos.

La vigencia de la obra de Machado se debe, a mi entender,

al hecho de haber sabido conjugar el doble imperativo de la

temporalidad y la esencialidad, que él mismo prescribió a

la palabra lírica. Si la fidelidad a su tiempo hizo de su obra

la conciencia estremecida de la sociedad española y el documento

más impresionante de la crisis de la voz lírica del

subjetivismo ante una nueva tarea comunitaria. Ja fidelidad

a su corazón y a su instinto metafísico le dio a su verso el

tono grave y melancólico, el sentir hondo, y la intuición certera

y profética del que sondea los abismos.

A la lectura presente de la obra de Machado, de llamarla

de alguna manera, me atrevería a calificarla de «humanista»,

por estar basada sobre la fe en el valor de la palabra, como

punto de apoyo de la existencia, frente al asalto del nihilismo.

De ahí que el título de «palabra en el tiempo» trascienda

el área específica en que lo usó el poeta, para referirse al

sentido último de su obra —la aspiración a conciencia integral

y la vocación a la palabra en enfrentamiento con el misterio

y el silencio—. Esta tensión dialéctica básica genera

aquella otra, estrictamente temporal, de presencias y ausencias,

en que se resuelve, en última instancia, una lírica del

alma.

Palabra en el tiempo es, pues, la lírica como el estremecimiento

de un hondo corazón, herido por el paso irremediable

de las cosas; pero lo es también la misma vida humana,

que tiene que realizar su camino, emitir su verbo existencial,

en el soplo evanescente de un poco de tiempo, como una

andadura soñadora, circuida siempre de sombras. Y cabe

llamar así a la misma conciencia cultural del poeta, hija de

su tiempo, ligada a su aquí y a su ahora por el doble voto

de la autenticidad personal y la solidaridad humana, en un

compromiso de últimas consecuencias. La clave humanista

de lectura, que aquí propongo, permite además entender a

una, la doble luz del verso de Machado, el doble valor de su

palabra, «canto y meditación» de su tiempo, del suyo personal

y del social y colectivo, confundidos en un mismo acorde.

Quisiera añadir, por último, que no me he propuesto en

modo alguno dcsmitificar a Machado. Las más de las veces,

el mito destruido se venga de nuestro propósito generando

el anti-mito, como su figura invertida. Y es que los mitos no

se vienen abajo polémicamente, sino por simple efecto de

proximidad, acercando el autor a nuestra circunstancia para

medir el alcance de sus registros. No. Mi lectura sólo aspira

a comprender, a dejar hablar al poeta en sus mismos textos

y a hacer hablar al lector con él, encarándolo con el destino

existencial y poético de esta grave y melancólica voz, reciamente

española, que se llamó Antonio Machado.

Granada, septiembre de 1975.

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