domingo, 4 de febrero de 2024

El favorito de Midas19 The Minions of Midas, Pearson's Magazine (mayo 1901) TEXTO COMPLETO JACK LONDON




 

El favorito de Midas19

The Minions of Midas,

Pearson's Magazine (mayo 1901)

Wade Atsheler ha muerto... ha muerto por mano propia. Decir que esto era inesperado

para el reducido grupo de sus amigos, no sería la verdad; sin embargo, ni una vez siquiera,

nosotros, sus íntimos, llegamos a concebir esa idea.

Antes de la perpetración del hecho, su posibilidad estaba muy lejos de nuestros

pensamientos; pero cuando supimos su muerte, nos pareció que la entendíamos y que hacía

tiempo la esperábamos. Esto, por análisis retrospectivo, era explicable por su gran inquietud.

Escribo "gran inquietud" deliberadamente.

Joven, buen mozo, con la posición asegurada por ser la mano derecha de Eben Hale, el

magnate de los tranvías, no podía quejarse de los favores de la suerte. Sin embargo, habíamos

observado que su lisa frente iba cavándose en arrugas más y más hondas, como por una

devoradora y creciente angustia. Habíamos visto en poco tiempo que su espeso cabello negro

raleaba y se plateaba como la hierba bajo el sol de la sequía. ¿Quién de nosotros olvidaría las

melancolías en que solía caer, en medio de las fiestas que, hacia el final de su vida, buscaba

con más y más avidez? En tales momentos, cuando la diversión se expandía hasta desbordar,

súbitamente, sin causa aparente, sus ojos perdían el brillo y se hundían, su frente y sus manos

contraídas y su cara tornadiza, con espasmos de pena mental, denotaban una lucha a muerte

con algún peligro desconocido.

Nunca habló del motivo de su obsesión, ni fuimos tan indiscretos para interrogarlo.

Aunque lo hubiéramos sabido, nuestra fuerza y ayuda no hubieran servido de nada. Cuando

murió Eben Hale, de quien era secretario confidencial —más aún, casi hijo adoptivo y

socio—, dejó del todo nuestra compañía, y no, ahora lo sé, por serle desagradable, sino

porque su preocupación se hizo tal que ya no pudo responder a nuestra alegría ni encontrar

ningún alivio en ella. No podíamos entender entonces la razón de todo esto. cuando se abrió

el testamento de Eben Hale, el mundo supo que Wade Atsheler era el único heredero de los

muchos millones de su jefe, y que se estipulaba expresamente que esta enorme herencia se le

entregara sin distingos, tropiezos ni incomodidades.

Ni una acción de compañía, ni un penique al contado, fueron legados a los parientes del

muerto. Y en cuanto a su familia más cercana, una asombrosa cláusula establecía

expresamente que Wade Atsheler entregaría a la esposa e hijos de Hale cualquier cantidad de

dinero que a su juicio le pareciera conveniente, en el momento que quisiera. Si se hubieran

producido escándalos en la familia Hale, o sus hijos fueran díscolos o irrespetuosos, habría

habido alguna excusa para esta inusitada acción póstuma; pero la felicidad doméstica del

difunto había sido proverbial, y era difícil encontrar progenie más sana, más pura y más

sólida que sus hijos e hijas, mientras que a su esposa, quienes mejor la conocían la apodaban

"Madre de los Gracos", con cariño y admiración. Inútil es decirlo, este inexplicable

testamento fue el tema general por nueve días, y hubo una gran sorpresa cuando no se

produjo demanda alguna.

19 También conocido el relato por “Las muertes concéntricas”

Ayer apenas, Eben Hale entró en reposo eterno en su mausoleo. Ahora, Wade Atsheler ha

muerto. La noticia apareció en los diarios de esta mañana. Acabo de recibir una carta suya,

echada al correo, evidentemente, sólo una hora antes del suicidio. Esta carta que tengo a la

vista es una narración, de su puño y letra, en la que intercala numerosos recortes de diarios y

copias de cartas. La correspondencia original, me dice, está en manos de la policía. También

me suplica divulgar la incontenible serie de tragedias con las que estuvo inocentemente

relacionado, para advertir a la sociedad contra el diabólico peligro que amenaza su existencia.

Incluyo aquí el texto por entero: Fue en agosto, 1899, después de regresar del veraneo,

que recibimos la primera carta. No comprendimos entonces; no habíamos acostumbrado

nuestra mente a tan tremendas posibilidades. El señor Hale abrió la carta, la leyó y la echó

sobre mi escritorio, con una carcajada.

Cuando la hube recorrido, también reí, diciendo: "Es broma lúgubre, señor Hale, y de

pésimo gusto." He aquí, querido John, un duplicado exacto de esa carta.

Oficina de los Sicarios de Midas,

17 de agosto, 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro: Queremos obtener al contado, en la forma que usted

decida, veinte millones de dólares. Le requerimos que nos pague esta suma, a

nosotros o a nuestros agentes; usted notará que no especificamos tiempo, pues

no deseamos apresurarlo en este detalle. Hasta puede pagarnos, si le es más

fácil, en diez, quince o veinte cuotas; pero no aceptamos cuotas inferiores a un

millón.

Créanos, querido señor Hale, cuando decimos que emprendemos esta

acción desprovistos de toda animosidad. Somos miembros del proletariado

intelectual, cuyo número en creciente aumento marca con letras rojas los

últimos días del siglo XIX; hemos decidido entrar en este negocio después de

un completo estudio de la economía social. Nuestro plan no nos permite

lanzarnos a vastas y lucrativas operaciones sin disponer de capital inicial.

Hasta ahora hemos tenido bastante éxito, y esperamos que nuestras gestiones

con usted resulten gratas y satisfactorias.

Le rogamos que nos siga con atención mientras le explicamos nuestros

puntos de vista. En la base del presente sistema social se halla el derecho de

propiedad. Este derecho del individuo a detentar propiedad se funda única y

enteramente, en última instancia, en la fuerza. Los caballeros de Guillermo el

Conquistador dividieron y se repartieron Inglaterra con la espada desnuda.

Esto es verdad para todas las potencias feudales.

Con la invención del vapor y la revolución industrial vino al mundo la

clase capitalista, en el sentido moderno de la palabra. Estos capitalistas o

capitanes de la industria virtualmente despojaron a los descendientes de los

capitanes de la guerra.

La mente, y no el músculo, prima hoy en la lucha por la vida: pero esta

situación también está basada en la fuerza. El cambio ha sido cualitativo. Los

magnates feudales saqueaban el mundo a sangre y fuego. los magnates

financieros explotan al mundo, aplicando las fuerzas económicas. La mente y

no el músculo es lo que perdura, y los intelectual y comercialmente poderosos

son los más aptos para sobrevivir.

Nosotros, los Sicarios de Midas, no nos resignamos a ser esclavos a

sueldo. Los grandes trusts y combinaciones de negocios (entre los que

sobresale el que usted dirige) nos impiden levantarnos al lugar que nuestra

inteligencia reclama.

¿Por qué? Porque no tenemos capital. Pertenecemos al bajo pueblo, pero

con esta diferencia: nuestras mentes están entre las mejores, Y no nos traban

escrúpulos éticos o sociales. Como esclavos a sueldo, trabajando de sol a sol,

con vida sobria y avara no podríamos ahorrar en sesenta años —ni en veinte

veces sesenta años— una suma de dinero capaz de competir con las grandes

masas de capital existentes ahora. Sin embargo, entramos en la lucha.

Arrojamos el guante al capital del mundo. Si éste acepta el desafío o no, igual

tendrá que luchar.

Señor Hale, nuestros intereses nos dictan exigir de usted veinte millones

de dólares.

Ya que nosotros somos considerados y le otorgamos un plazo razonable

para que lleve a cabo su parte de la transacción, le rogamos que no se demore

demasiado. Cuando usted se haya conformado con nuestras condiciones,

inserte un anuncio conveniente en el Morning Blazer. Entonces le

comunicaremos nuestro plan para transferir el capital.

Es mejor que usted lo haga antes del lo de octubre. Si no es así, para

demostrarle que hablamos en serio, mataremos a un hombre en esa fecha, en

la calle Treinta y Nueve Este. Se tratará de un obrero, a quien ni usted ni

nosotros conoceremos. Usted representa una fuerza en la sociedad moderna y

nosotros otra —una nueva fuerza—. Sin odio entramos en combate. Usted es

la muela superior en el molino, nosotros la inferior. La vida de ese hombre

será molida por las dos, pero podrá salvarse si usted acepta nuestras

condiciones a tiempo.

Hubo una vez un rey maldito por el oro: su nombre está en nuestro sello

oficial. Algún día, para protegernos de competidores, lo haremos registrar.

Quedamos Ss. Ss. Ss. Los Sicarios de Midas.

Tú te preguntarás, querido John, por qué no reírnos de una comunicación tan

descabellada. No podíamos dejar de admitir que la idea estaba bien concebida, pero era

demasiado grotesca para que la tomáramos en serio. El señor Hale dijo que conservaría como

curiosidad literaria la carta, y la metió en una casilla de su archivo. Pronto olvidamos su

existencia. Y puntualmente, el 1° de octubre, el correo matutino nos trajo lo siguiente:

Oficina de los Sicarios de Midas,

1° de octubre, 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

Su víctima encontró su fatalidad. Hace una hora, en Treinta y Nueve Este,

un obrero fue apuñalado en el corazón.

Cuando usted lea esto su cuerpo yacerá en la Morgue. Vaya y contemple

la obra de sus manos. El 14 de octubre, en prueba de nuestra seriedad en este

asunto, y en caso de que usted no ceda, mataremos un policía en (o cerca de)

la esquina de Polk y Avenida Clermont.

Muy cordialmente Los Sicarios de Midas.

Otra vez, el señor Hale rió. Su mente estaba muy ocupada con el trato en perspectiva, con

un sindicato de Chicago, sobre la venta de todos sus tranvías en aquella ciudad, así que siguió

dictando a la taquígrafa, sin volver a pensar en la carta. Pero de algún modo, no sé por qué,

una honda depresión me atacó. ¿Si no fuera broma? Involuntariamente busqué un diario. Allí

había, como convenía a una oscura persona de las clases pobres, una mezquina docena de

líneas, junto al aviso de un boticario, en un rincón:

Poco después de las cinco, esta mañana, en la calle Treinta y Nueve Este,

un obrero llamado Pete Lascalle, yendo a su trabajo, recibió una puñalada en

el corazón, de un agresor desconocido, que huyó. La policía no ha

descubierto ningún motivo para asesinato.

Imposible!, fue la respuesta del señor cuando leí la noticia; pero el incidente pesó

evidentemente en él, pues más tarde, el mismo día, con muchos epítetos contra su propia

tontería, me pidió que comunicara el asunto a la policía. Tuve el placer de que se riera de mí

el comisario, aunque me prometió que la vecindad de aquella esquina sería vigilada

especialmente la noche antedicha. Así quedó la cosa, hasta que pasaron las dos semanas,

cuando la siguiente nota nos llegó correo:

Oficina de los Sicarios de Midas,

15 de octubre, 1899.

Señor Eben Hale, Plutócrata.

Muy señor nuestro:

Su segunda víctima cayó a su hora, según se planeó. No tenemos prisa,

pero para aumentar la presión, desde ahora mataremos semanalmente.

Para protegernos de las interferencias policiales, ahora le informaremos

de las ejecuciones poco antes o simultáneamente al hecho.

Esperando que ésta lo encuentre a usted en buena salud, somos Ss. Ss. Ss.

Los Sicarios de Midas.

Esta vez fue el señor Hale el que tomó el diario, y después de breve busca, me leyó esta

noticia:

UN COBARDE CRIMEN

Josep Donahue, destinado a una guardia especial en la Sección Once, fue

muerto a media noche, de un tiro en la cabeza.

La tragedia ocurrió en la esquina de Polk y Avenida Clermont, a plena

luz. En verdad que nuestra sociedad es poco estable cuando los guardianes de

su paz pueden ser asesinados tan abierta y alevosamente. La policía no

consiguió hasta ahora el menor indicio de una pista.

Apenas acababa de leer, cuando llegó la policía —el comisario con dos de sus hombres,

en visible alarma y seriamente perturbados—. Aunque los hechos eran tan pocos y tan

sencillos hablamos mucho, repitiéndonos una y otra vez. El comisario aseguró que pronto se

arreglaría todo y que los criminales serían aplastados.

Mientras tanto juzgó conveniente poner una guardia para nuestra protección personal, y

una patrulla para vigilancia continua de la casa y jardines. Una semana después, a la una de la

tarde, recibimos este telegrama:

Oficina de los Sicarios de Midas,

21 de octubre, 1899.

Señor Eben Hale Plutócrata.

Muy señor nuestro:

Sinceramente lamentamos que usted nos haya interpretado tan mal.

Ha encontrado conveniente rodearse de guardias armadas, como si

fuéramos criminales comunes, capaces de asaltarlo y arrancarle por la fuerza

sus veinte millones.

Créanos: esto dista muchísimo de nuestra intención. Usted comprenderá,

después de reflexionar un poco que su vida nos es preciosa. No tema. Por

nada en el mundo le haremos daño. Es nuestra política protegerlo de todo

peligro y cuidar a usted con toda ternura. Su muerte no significa nada para

nosotros. Si así no fuera, tenga seguridad de que no vacilaríamos en

destruirlo. Piénselo bien, señor Hale. Cuando haya abonado nuestro precio

tendrá que reducir los gastos. Desde ahora despida a sus guardias. Dentro de

los diez minutos del momento en que reciba esto, una joven enfermera habrá

sido estrangulada en el Parque Brentwood. El cuerpo se encontrará entre los

arbustos, al borde de las senda que va hacia la izquierda del quiosco de

música.

Cordialmente Los Sicarios de Midas.

En seguida el señor de Hale avisó por teléfono al comisario. Quince minutos después,

éste nos comunicó que el cadáver, todavía caliente, había sido hallado en el lugar indicado.

Esa noche los diarios abundaban en chillones títulos sobre Jack el estrangulador,

denunciaban lo brutal del hecho y se quejaban de la laxitud policial. Nos volvimos a encerrar

con el comisario, que nos rogó mantener al asunto en secreto.

El éxito, dijo, dependía del silencio.

Como tú sabes, John, el señor Hale era hombre de hierro. Rehusaba rendirse. Pero, oh

John, esa fuerza ciega en la oscuridad era terrible. No podíamos luchar, ni hacer planes, ni

nada, sólo contener las manos y esperar. Semana tras semana, cierta como la salida del sol,

venía la notificación y la muerte de alguna persona, hombre o mujer, inocente de todo mal,

pero tan muerta por nosotros como si la matáramos con nuestras propias manos. Una palabra

del señor Hale, y la matanza habría cesado. Pero él endureció su corazón y esperó; sus

arrugas se ahondaron, sus ojos y la boca se afirmaron en severidad, y la cara envejeció. No

hay ni qué hablar de mi sufrimiento en ese tremendo período.

Encontrarás aquí las cartas y los telegramas de los Sicarios de Midas y los artículos de los

diarios.

También encontrarás las cartas advirtiendo al señor Hale de ciertas maquinaciones de

enemigos comerciales y manipulaciones secretas con acciones. Los Sicarios de Midas

parecían tener acceso a la intimidad de los negocios y de la finanza. Nos comunicaban

informaciones que ni siquiera nuestros agentes conseguían.

Una nota de ellos, en el momento crítico de un trato, ahorró al señor Hale cinco millones.

En otra ocasión nos mandaron un telegrama que impidió que un anarquista exaltado quitara la

vida a mi jefe. Capturamos al hombre en cuanto llegó y lo entregamos a la policía, que le

encontró encima un poderoso y nuevo explosivo como para hundir un barco de guerra.

Persistimos. El señor Hale esta resuelto a todo. Desembolsaba a razón de cien mil dólares

semanales en servicio secreto. La ayuda de Pinkerton, de Holmes y de un sinnúmero de

agencias particulares fue requerida; miles de hombres figuraban en nuestras listas de pago.

Nuestros pesquisas pululaban por doquier, en todos los disfraces, investigando todas las

clases sociales. Seguían millares de claves y pistas; centenares de sospechosos eran

detenidos; y miles de otros sospechosos eran vigilados; nada tangible salió a luz. Para sus

comunicaciones, los Sicarios de Midas continuamente de método de envío.

Cada mensajero que mandaban era arrestado de inmediato. Pero siempre éstos

demostraban ser inocentes, mientras que sus descripciones de las personas que los enviaban

nunca coincidían. El 31 de diciembre nos notificaron:

Oficina de los Sicarios de Midas,

31 de diciembre, 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

Siguiendo nuestra política —nos halaga que usted ya esté versado en

ella— nos permitimos comunicarle que daremos un pasaporte, desde este

Valle de Lágrimas, al comisario Bying, con quien, a causa de nuestras

atenciones, usted llegó a relaciones tan estrechas. Acostumbra estar en su

oficina a esta hora. Mientras usted lee esta carta, respira él su último aliento.

Cordialmente Los Sicarios de Midas.

Corrí al teléfono. Grande fue mi alivio cuando oí la simpática voz del comisario. Pero,

mientras hablaba aún, su voz en el receptor terminó con un estertor, y oí, apenas, la caída de

su cuerpo. Luego una voz extraña me dio los saludos de los Sicarios de Midas, y cortó.

Pedí con la oficina pública, para que socorrieran al comisario. Pocos minutos después

supe que lo habían encontrado bañado en su propia sangre, y muriendo. No había testigos; no

se encontraron huellas del asesino.

En consecuencia, el señor Hale aumentó de inmediato su servicio secreto hasta que un

cuarto de millón fluía por sus arcas por semana. Estaba resuelto a ganar. Las recompensas

ofrecidas llegaban a sumar más de diez millones de dólares. Tienes aquí una idea clara de sus

recursos y de cómo los usaba sin tasa. Decía que luchaba por un principio.

Hay que admitir que sus actos probaban la nobleza de sus motivos. Las policías de todas

las grandes ciudades cooperaban, y aun el gobierno de los Estados Unidos entró en liza, y el

asunto se convirtió en una de las principales cuestiones de Estado. Algunos fondos nacionales

se dedicaron a descubrir a los Sicarios de Midas y todo agente del gobierno estuvo atento.

Pero fue en vano. Los Sicarios de Midas golpeaban sin errar en su obra inevitable. Sin

embargo, aunque el señor Hale luchaba hasta la muerte, no podía lavar sus manos de la

sangre que las teñía. Aunque no era, técnicamente, un asesino, aunque ningún jurado de sus

iguales pudiera acusarlo, no era por eso menos causante de la muerte de cada individuo.

Como dije antes, una palabra suya habría detenido la matanza. Pero rehusaba decir esa

palabra. Insistía en que la sociedad estaba amenazada, que él no era tan cobarde para desertar

su puesto, y que era justo que unos cuantos fueran mártires por la prosperidad de los más.

Pero la sangre caía sobre su cabeza, y él se hundía cada vez más en el abatimiento y la pena.

Yo también estaba abrumado con la culpa de ser cómplice. Niños eran asesinados sin piedad,

y mujeres y ancianos; y no sólo eran locales estos crímenes, sino que se distribuían en todo el

país. A mitad de febrero, una noche, mientras estábamos en la biblioteca, golpearon a la

puerta con violencia. Respondí yo, encontrando sobre la alfombra del comedor esta misiva:

Oficina de los Sicarios de Midas,

15 de febrero, 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

¿No llora su alma por la roja cosecha que recoge? Quizás hemos sido

demasiado abstractos en el manejo de nuestro negocio. Seamos ahora

concretos. Miss Adelaide Laidlaw es una joven de talento, tan bondadosa,

entendemos, como bella. Es la hija de su viejo amigo, el juez Laidlaw, y

sabemos que usted la llevó en sus brazos cuando niña. Es la amiga más íntima

de su hija y ahora está visitándola. Cuando usted lea esto, la visita habrá

terminado.

Muy cordialmente. Los Sicarios de Midas.

Al instante comprendimos lo que significaba. Corrimos por la gran casa, sin hallar a la

muchacha. La puerta de su departamento estaba cerrada con llave, pero la hundimos a

empujones desesperados, y allí, vestida para la Opera, asfixiada con almohadones, todavía

tibia y flexible, yacía casi viva. Deja que pase sobre este horror. Seguramente recordarás los

relatos de los diarios.

Tarde, aquella misma noche, Eben Hale me citó, y ante Dios me juramentó

solemnemente a quedarme con él y a no transigir, aunque la familia entera fuese destruida.

A la mañana siguiente me sorprendió su alegría. Yo había previsto que la tragedia última

le produciría un hondo shock; pero ignoraba aún hasta que punto lo había afectado. Al otro

día lo encontramos muerto en su cama, con una pacífica sonrisa en su rostro devastado por la

congoja. Murió asfixiado. Con la connivencia de las autoridades se comunicó al mundo que

se trataba de un ataque al corazón. Creímos juicioso ocultar la verdad.

Apenas dejé esa cámara de muerte, cuando —pero demasiado tarde— recibí la carta

siguiente:

Oficina de los Sicarios de Midas,

17 de febrero, 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

Usted perdonará nuestra intrusión, tan poco después del triste evento de

anteayer; pero lo que deseamos decirle puede ser de grandísima importancia

para usted. Se nos ocurre que usted pueda intentar escapársenos. No hay sino

un camino, en apariencia, como usted sin duda lo habrá descubierto. Pero

queremos informarles que aun este único camino le está cerrado. Usted puede

morir, pero reconociendo su fracaso. Tome nota de esto: Somos parte y

porción de sus posesiones. Con sus millones pasamos a sus herederos y

cesionarios para siempre.

Somos lo inevitable. Somos la culminación de la injusticia industrial y

social. Nos volvemos contra la sociedad que nos creó. Somos los fracasos

triunfantes, los azotes de una civilización degradada. Somos las criaturas de

una perversa selección social; combatimos a la fuerza con la fuerza. Sólo los

fuertes perdurarán. Creemos en la supervivencia de los más aptos. Habéis

hundido en la miseria a vuestros esclavos a sueldo y habéis sobrevivido. Los

capitanes de guerra, a vuestras órdenes, fusilaron como a perros a vuestros

obreros en tantas huelgas sangrientas. Por tales medios habéis durado. No

nos quejamos del resultado, porque reconocemos y tenemos nuestro ser en la

misma ley natural. Ahora surge la cuestión: Bajo el presente medio social,

¿quién de nosotros sobrevivirá? Creemos ser los más aptos. Vosotros creéis

ser los más aptos. Dejamos la eventualidad al tiempo y a Dios.

Cordialmente Los Sicarios de Midas.

John, ¿te sorprendes ahora de que yo haya huido de placeres y amigos? Pero, ¿para qué

explicar? Este relato aclarará todo. Hace tres semanas murió Adelaide Laidlaw. Desde

entonces aguardé con esperanza y miedo. Ayer se abrió el testamento y se hizo público.

Hoy fui notificado que una mujer de clase media sería muerta en el Parque Puerta de Oro,

en el lejano San Francisco. Los diarios de esta noche dan los detalles del crimen, que

corresponden a los que yo conocía.

Es inútil. No puedo luchar contra lo inevitable. He sido leal al señor Hale y trabajé duro.

Por qué mi lealtad se premia así, no entiendo. Sin embargo, no puedo faltar a la confianza

puesta en mí, ni a la palabra dada. Ahora legué los muchos millones que recibí a sus

poseedores legítimos. Que los robustos hijos de Eben Hale obren su propia salvación. Antes

que leas esto, habré muerto. Los Sicarios de Midas son todopoderosos. La policía es

impotente. Supe por ella que otros millonarios han sido multados y perseguidos del mismo

modo. ¿Cuántos?, no se sabe, pues si uno cede a los Sicarios de Midas, su boca queda sellada.

Los que no cedieron aún, están recogiendo su cosecha escarlata. El torvo juego sigue hasta el

fin. El Gobierno Federal no puede hacer nada. También entiendo que organizaciones

similares han hecho aparición en Europa.

La sociedad está sacudida hasta sus cimientos. En vez de las masas contra las clases, es

una clase contra las clases. Nosotros, los guardianes del progreso humano, somos elegidos y

golpeados. La ley y el orden han fracasado. Las autoridades me suplicaron que guardara este

secreto. Lo hice, pero ya no puedo callarlo. Se ha transformado en cuestión de importancia

pública, llena de tremendos peligros y consecuencias, y mi deber es informar al mundo, antes

de abandonarlo.

Tú, John, por mi último pedido, publica esto. No temas. El destino de la humanidad está

en tu mano ahora. Que la prensa tire millones de ejemplares, que la electricidad lo difunda

por el mundo, que donde los hombres se encuentren y hablen, hablen de ello temblando de

terror. Y entonces, cuando estén bien despiertos, que la sociedad se alce con toda su potencia

y arroje de sí esta abominación.

Tuyo, en largo adiós Wade Atsheler.

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