Era un hombre guapo de ojos grandes de un negro
acuoso, tez cetrina, transparente, limpia y de textura extremadamente suave, y
una cabellera oscura, rizada y desordenada, que invitaba a la caricia; en fin,
el tipo de hombre que les gusta admirar a las mujeres y el tipo de hombre,
asimismo, totalmente consciente de la calidad seductora de su aspecto. De
cintura enjuta, musculoso y ancho de hombros, respiraba cierta jactancia
masculina y descarada que vino a desmentir el recelo con que miró la habitación
y también al criado que le había guiado hasta ella y que ahora se retiraba. Era
éste sordomudo, cosa que el visitante habría adivinado de no haberlo sabido
hacía tiempo gracias a la descripción que le hiciera Lanigan de una visita
hecha por él anteriormente a ese mismo apartamento.
Una vez que la puerta se hubo cerrado a espaldas del
criado, el visitante apenas pudo contener un estremecimiento. Y, sin embargo,
nada había en aquella estancia que justificara semejante reacción. Era una
habitación tranquila y digna, forrada de estanterías atestadas de libros, con
unos cuantos dibujos diseminados por aquí y por allá, y, en determinado lugar,
un casillero con mapas. También contra la pared había otro casillero mayor
lleno de horarios de trenes y folletos de compañías de navegación. Entre las
dos ventanas se hallaba un escritorio de regular tamaño y tablero plano en el
que se veía un teléfono y sobre cuya extensión parecía flotar en el aire una
máquina de escribir. Todo estaba escrupulosamente ordenado anunciando un genio
que presidía sobre aquel conjunto y era la encarnación de lo sistemático.
Los libros atrajeron al hombre que esperaba, quien
recorrió los estantes con ojo experimentado leyendo los títulos hilera por
hilera. No había tampoco causa para estremecerse en aquellos volúmenes sólidamente
encuadernados. Se fijó especialmente en los dramas en prosa de Ibsen y en
varias novelas y obras teatrales de Shaw; en las ediciones de lujo de Wilde,
Smollett, Fielding y Las Mil y Una Noches; en La evolución de la propiedad, de La Fargue; en el Manual
de marxismo; en los Ensayos
fabianos; en la Supremacía
económica, de
Brooks; en Bismarck y el socialismo del Estado, de Dawson; en El origen de la familia, de Engels; en Los Estados
Unidos en Oriente, de
Connat, y en El sindicalismo,
de John Mitchell. Aparte, y en lengua original, se hallaban las
obras de Tolstoi, Gorki, Turgueniev, Andreyev, Goncharov y Dostoyevski.
El visitante se acercó después a una mesa cubierta
de revistas y periódicos cuidadosamente apilados y sobre la cual, en un rincón,
se encontraba también una docena de novelas de publicación reciente. Acercó a
ella un cómodo sillón, estiró las piernas, encendió un cigarrillo y dirigió la
vista a los libros. Uno de ellos, un volumen delgado encuadernado en rojo,
atrajo su atención. En la cubierta destacaba una mujer provocativa. Lo tomó y
leyó el título: Cuatro semanas: un libro escandaloso. En el momento en
que lo abrió, tuvo lugar entre las pastas una explosión, leve pero estridente,
acompañada de un destello de luz y una nubecilla de humo. Al momento sufrió el
visitante una convulsión de terror. Cayó hacia atrás hundiéndose en el asiento
con los brazos y las piernas por los aires y soltando el libro como arrojaría
lejos de sí una serpiente un hombre que la hubiera cogido inadvertidamente. El
visitante estaba profundamente alterado. Su hermosa tez cetrina se había teñido
de un verde espectral y sus ojos negros y acuosos estaban henchidos de terror.
Fue entonces cuando se abrió la puerta que daba al
interior del apartamento y entró el genio rector. Un frío regocijo heló su
semblante cuando constató el abyecto temor del otro. Se agachó, recogió el
libro del suelo, lo abrió y dejó al descubierto el mecanismo de juguete que
había provocado la explosión.
—No me extraña que los seres como usted tengan que
acudir a mí —dijo desdeñosamente—. Ustedes, los terroristas, nunca dejarán de
sorprenderme. ¿Cómo es posible que lo que más les fascina sea precisamente
aquello que más temen?
Su actitud era ahora de un profundo desprecio.
—Me refiero a la pólvora. Si este mecanismo de
juguete le hubiera estallado directamente sobre la lengua, no le habría
provocado más que una ligera molestia temporal al hablar y al comer. ¿A quién
quieren matar ahora?
El que así hablaba ofrecía un marcado contraste con
el visitante. Tan rubio era que podía decirse que tenía el cabello descolorido.
Sus ojos, velados por pestañas casi albinas y extraordinariamente finas y
sedosas, eran del azul más pálido que pueda imaginarse. Tenía la cabeza,
parcialmente calva, cubierta por una ligera capa de cabello igualmente fino y
sedoso, de un blanco tan marcado que se diría nieve y en el que, sin embargo,
el tiempo no había dejado su huella. La boca era firme y reflexiva, aunque no
dura, y la suave curva de la frente, amplia y orgullosa, hablaba con elocuencia
del cerebro que tras ella se ocultaba. Se expresaba en un inglés dolorosamente
correcto, y la ausencia total e incolora de deje alguno casi podía decirse que
constituía un acento. A pesar de la pesada broma que acababa de gastar al
visitante, había en su apariencia pocos vestigios de humor. Una dignidad grave
y sombría, que revelaba una vida dedicada al estudio, era lo que le caracterizaba.
Emanaban de él un aire de complacencia en el poder y una elevación hecha de
calma filosófica que estaba muy por encima de los libros falsos y de los
mecanismos de explosión. Tan evasivos eran su carácter, su tono incoloro y su
rostro casi carente de perfiles, que resultaba imposible adivinar su edad, la
cual podía situarse entre los treinta y los cincuenta años..., o quizá los
sesenta. Se intuía, eso sí, que era más viejo de lo que aparentaba.
—¿Es usted Iván Dragomiloff? —preguntó el visitante.
—Por ese nombre se me conoce. Es tan útil como
cualquier otro. Tan útil como es para usted el de Will Hausmann. Bajo ese
nombre se le ha admitido aquí. Yo le conozco. Es el secretario del grupo
Caroline Warfield. No es la primera vez que tengo tratos con ustedes. Lanigan
les representó en la otra ocasión, creo.
Hizo una pausa. Cubrió con un casquete negro su poco
poblada cabeza, y se sentó.
—No tendrán ustedes queja, espero —añadió fríamente.
—No, no. En absoluto —dijo Hausmann apresurándose a
tranquilizarle—. El asunto resultó a nuestra entera satisfacción. El único
motivo por el que hasta el momento no habíamos vuelto a acudir a ustedes es que
carecíamos de dinero suficiente para pagarles. Pero ahora queremos eliminar a
McDuffy, el jefe de la policía...
—Sí, le conozco —le interrumpió el otro.
—Es un bruto, una bestia —continuó Hausmann
apresuradamente con creciente indignación—. Ha martirizado nuestra causa una y
otra vez privando a nuestro grupo de sus espíritus más selectos. A pesar de
nuestras advertencias, ha deportado a Tawney, a Cicerole y a Gluck. Ha disuelto
repetidamente nuestras manifestaciones. Sus agentes nos han golpeado y
maltratado como a animales. Por su causa cuatro de nuestros compañeros y
compañeras languidecen mártires en las cárceles.
Mientras continuaba con esta letanía de quejas,
Dragomiloff asentía con gesto grave como llevando mentalmente la cuenta.
—El anciano Sanger, por ejemplo, el espíritu más
puro y excelso que haya respirado jamás este aire contaminado de la
civilización, un verdadero patriarca con sus setenta y dos años y la salud
quebrantada. Y ahí le tiene, muriendo poco a poco mientras cumple una condena
de diez años en Sing Sing, y nada menos que en la tierra de la libertad. ¿Y
todo para qué? —exclamó presa de gran excitación. Luego su voz se hundió en un
vacío desesperanzado al responder débilmente a su propia pregunta—: Para nada.
A esos sabuesos de la ley hay que enseñarles de nuevo una lección sangrienta.
No pueden seguir maltratándonos con plena impunidad. Los agentes de McDuffy han
prestado testimonio falso en el banquillo de los testigos. Lo sabemos con
certeza. Ha vivido ya demasiado tiempo. Ahora le ha llegado su hora. Debió
morir hace mucho, pero no pudimos reunir suficiente dinero. Sólo cuando
descubrimos que el asesinato salía más barato que los honorarios de los
abogados decidimos dejar que nuestros camaradas fueran a la cárcel y empezamos
a acumular fondos con mayor rapidez.
—Ya sabe que nuestra norma es no aceptar jamás un
encargo hasta estar plenamente convencidos de que se halla justificado desde el
punto de vista social —observó Dragomiloff en voz baja.
—Naturalmente —trató de interrumpir Hausmann
indignado.
—Pero en este caso —continuó Dragomiloff lenta y
ponderadamente— hay escasas dudas de que su causa no sea justa. La muerte de
McDuffy es, desde ese punto de vista, conveniente y adecuada. Le conozco a él y
conozco sus hazañas. Y puedo asegurarle que cuando llevemos a cabo la
investigación del caso llegaremos casi con certeza a esa misma conclusión. Y
ahora, el dinero.
—Pero ¿y si no juzgan socialmente justa la muerte de
McDuffy?
—Se les devolverá el dinero a excepción de un diez
por ciento destinado a cubrir los gastos de la investigación. Es nuestra costumbre.
Hausmann sacó del bolsillo una gruesa cartera y
dudó.
—¿Es indispensable que le entregue la totalidad de
la suma?
—Ya sabe cuáles son nuestras condiciones. —En la voz
de Dragomiloff había una velada reprimenda.
—Pero yo pensaba..., vamos..., esperaba... Ya sabe
que los anarquistas somos gente pobre.
—Y por eso mismo les he hecho un precio especial.
Diez mil dólares no es una cantidad excesiva por el asesinato del jefe de
policía de una gran ciudad. Créame usted que apenas amortizará los gastos. A
cualquier particular le cobramos mucho más, a pesar de que en esos casos se
trata de matar asimismo a particulares. Si fueran ustedes millonarios en vez de
un pobre grupo de luchadores, les cobraría por McDuffy cincuenta mil dólares
como mínimo. Además, no supondrá usted que me dedico a esto enteramente por
razones de salud.
—¡Qué barbaridad! Pues ¿qué cobrarían ustedes por un
rey? —preguntó el otro.
—Depende. Por un rey, el de Inglaterra, por ejemplo,
cobraríamos aproximadamente medio millón. Por un reyezuelo de segunda o tercera
categoría, unos setenta y cinco o cien mil dólares.
—No tenía idea de que salieran tan caros —murmuró
Hausmann.
—Por eso son tan pocos los que mueren asesinados.
Por otra parte, se olvida usted de lo que supone, en términos económicos, una
organización tan perfecta como la que yo he creado. Sólo los gastos de viajes
son mucho mayores de lo que usted se imagina. Mis agentes son muy numerosos, y
no supondrá ni por un momento que van a arriesgar su vida y cometer un crimen
por un quítame allá unos dólares. Y recuerde que llevamos a cabo los encargos
sin que nuestros clientes corran el menor peligro. Si le parece cara la vida de
McDuffy por diez mil dólares, permítame que le pregunte si valora en menos la
suya. Además, ustedes los anarquistas no son buenos organizadores. En el
momento en que intentan la menor cosa, o lo echan todo a perder, o les detienen
enseguida. Por añadidura, insisten siempre en utilizar dinamita o máquinas
infernales que resultan en extremo peligrosas.
—Es condición indispensable que las ejecuciones que
llevamos a cabo sean sensacionales y espectaculares —explicó Hausmann.
El jefe de Asesinatos, S. L. asintió.
—Sí, lo comprendo. Pero no es eso lo que importa.
Esa forma de matar es tan estúpida, tan burda, que resulta peligrosa para
nuestros agentes. Veamos. Si su grupo me permitiera utilizar, por ejemplo, un
veneno, podría hacerles un diez por ciento de descuento. Y si pudiéramos usar
una escopeta de aire comprimido, el veinticinco por ciento.
—¡Imposible! —exclamó el anarquista—. No serviría
para nuestros propósitos. Nuestros crímenes deben ser sangrientos.
—En ese caso, me temo que no puedo hacerle
descuento. Usted es americano, ¿verdad, señor Hausmann?
—Sí. Nací en Estados Unidos. En St. Joseph,
Michigan.
—¿Por qué no mata a McDuffy usted mismo y ahorra el
dinero a su grupo?
El anarquista palideció.
—No, no. Sus servicios son excelentes, señor
Dragomiloff. Debo reconocer que, por temperamento, tengo aversión al asesinato
y al derramamiento de sangre. Verá, se trata de una cosa personal. Me resulta
repulsivo. Teóricamente puedo estar convencido de que un asesinato es justo,
pero cuando llega el momento de llevarlo a cabo no puedo hacerlo. Sencillamente
soy incapaz. Es algo que no puedo evitar. No podría matar a una mosca.
—Y, sin embargo, forma parte de un grupo violento...
—Lo sé. Es la razón lo que me impulsa a pertenecer a
él. No me sentiría satisfecho si me hubiera afiliado a la agrupación de
tolstoianos filosóficos que no oponen resistencia. No puedo ofrecer la otra
mejilla, como hacen los del grupo Martha Brown, por ejemplo. Si me pegan, yo
soy de los que devuelven el golpe.
—Aunque sea por mano de otra persona —interrumpió
Dragomiloff secamente.
Hausmann bajó la cabeza.
—Aunque así sea. Cuando la carne es débil, no queda
otro remedio. Aquí tiene el dinero.
Mientras Dragomiloff lo contaba, Hausmann hizo un
último esfuerzo por lograr un trato más ventajoso.
—Diez mil dólares. Verá que le entrego la cantidad
exacta. Tómela y recuerde que representa la dedicación y el sacrificio de
decenas y decenas de camaradas que a duras penas han podido aportar las
cuantiosas contribuciones que les hemos exigido. ¿No podría usted, al menos,
incluir al inspector Morgan en el trato para redondearlo? Otro animal de
corazón más negro que la pez.
Dragomiloff negó con la cabeza.
—No, imposible. Les hemos hecho ya el descuento
mayor que hemos concedido nunca.
—Pero con una bomba... —insistió el otro—. Podrían
liquidar a los dos de una vez.
—Eso es, precisamente, lo que tendremos buen cuidado
de no hacer. Naturalmente, hemos de someter a investigación a McDuffy. Exigimos
una sanción moral para todas nuestras transacciones. Si decidimos que su muerte
no está justificada desde el punto de vista de la sociedad...
—¿Qué pasaría entonces con esos diez mil dólares? —interrumpió
Hausmann ansiosamente.
—Se les devolverían a excepción de un diez por
ciento que retendríamos para amortizar los gastos.
—¿Y si no logran matarle?
—Si al cabo de un año hemos fracasado en nuestro
intento, les devolveremos la suma total más un cinco por ciento de interés.
Dragomiloff apretó un botón para indicar que la
entrevista había tocado a su fin y se levantó. Hausmann siguió su ejemplo y
aprovechó el retraso en la llegada del criado para dirigir a Dragomiloff una
pregunta más.
—Pero supongamos que muere usted por accidente,
enfermedad o cualquier otra causa. No tenemos recibo de ese dinero. Lo
perderíamos.
—Todo está previsto. Inmediatamente el director de
la sucursal de Chicago se haría cargo del asunto hasta que llegara el jefe de
la agencia de San Francisco. El año pasado ocurrió un caso semejante. ¿Recuerda
usted a Burgess?
—¿Qué Burgess?
—El rey de los ferrocarriles. Uno de nuestros hombres
se encargó del asunto. Llevó a cabo la transacción y, como de costumbre,
recibió el pago por adelantado. Naturalmente, obtuvo mi autorización. Pero
luego sucedieron dos cosas. Burgess murió en un accidente de ferrocarril y
nuestro agente falleció de una pulmonía. Aun así, se restituyó el dinero. Yo me
ocupé de ello en persona, aunque, legalmente, no teníamos por qué efectuar la
devolución. Nuestra reputación demuestra que procedemos con toda honradez con
respecto a nuestros clientes. Créame usted que tal como operamos nosotros, al
margen de la ley, todo lo que no sea la más estricta honradez podría sernos de
fatales consecuencias. En cuanto a McDuffy...
En ese momento entró el sirviente y Hausmann avisó
con un gesto a su interlocutor para que guardara silencio. Dragomiloff sonrió.
—No oye nada —dijo.
—Pero usted le ha llamado ahora mismo para que
viniera. Y contestó también al timbre de la puerta cuando yo llegué.
—Para él el sonido es algo visual. En lugar de sonar
un timbre, se enciende una luz. No ha oído un ruido en su vida. Mientras no
mire sus labios, no entenderá lo que usted diga. Y ahora, contésteme: ¿están
totalmente decididos respecto a McDuffy? Recuerde que en lo que a nosotros
concierne, una vez que aceptamos un encargo, el cliente puede considerarlo
cumplido. No podemos operar de otra manera. Tenemos nuestras normas. Una vez
que damos el visto bueno a una orden, no hay vuelta atrás. ¿Está usted
satisfecho?
—Totalmente.
Hausmann se detuvo junto a la puerta.
—¿Cuándo tendremos noticias... de sus actividades?
Dragomiloff meditó unos momentos.
—Antes de una semana. La investigación en este caso
es una pura formalidad. Y la operación en sí es muy sencilla. Mis hombres están
siempre preparados. Buenos días.
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