martes, 6 de febrero de 2024

JACK LONDON ASESINATOS NOVELA FRAGMENTO

 



Capítulo 1

 

Era un hombre guapo de ojos grandes de un negro acuoso, tez cetrina, transparente, limpia y de textura extremadamente suave, y una cabellera oscura, rizada y desordenada, que invitaba a la caricia; en fin, el tipo de hombre que les gusta admirar a las mujeres y el tipo de hombre, asimismo, totalmente consciente de la calidad seductora de su aspecto. De cintura enjuta, musculoso y ancho de hombros, respiraba cierta jactancia masculina y descarada que vino a desmentir el recelo con que miró la habitación y también al criado que le había guiado hasta ella y que ahora se retiraba. Era éste sordomudo, cosa que el visitante habría adivinado de no haberlo sabido hacía tiempo gracias a la descripción que le hiciera Lanigan de una visita hecha por él anteriormente a ese mismo apartamento.

Una vez que la puerta se hubo cerrado a espaldas del criado, el visitante apenas pudo contener un estremecimiento. Y, sin embargo, nada había en aquella estancia que justificara semejante reacción. Era una habitación tranquila y digna, forrada de estanterías atestadas de libros, con unos cuantos dibujos diseminados por aquí y por allá, y, en determinado lugar, un casillero con mapas. También contra la pared había otro casillero mayor lleno de horarios de trenes y folletos de compañías de navegación. Entre las dos ventanas se hallaba un escritorio de regular tamaño y tablero plano en el que se veía un teléfono y sobre cuya extensión parecía flotar en el aire una máquina de escribir. Todo estaba escrupulosamente ordenado anunciando un genio que presidía sobre aquel conjunto y era la encarnación de lo sistemático.

Los libros atrajeron al hombre que esperaba, quien recorrió los estantes con ojo experimentado leyendo los títulos hilera por hilera. No había tampoco causa para estremecerse en aquellos volúmenes sólidamente encuadernados. Se fijó especialmente en los dramas en prosa de Ibsen y en varias novelas y obras teatrales de Shaw; en las ediciones de lujo de Wilde, Smollett, Fielding y Las Mil y Una Noches; en La evolución de la propiedad, de La Fargue; en el Manual de marxismo; en los Ensayos fabianos; en la Supremacía económica, de Brooks; en Bismarck y el socialismo del Estado, de Dawson; en El origen de la familia, de Engels; en Los Estados Unidos en Oriente, de Connat, y en El sindicalismo, de John Mitchell. Aparte, y en lengua original, se hallaban las obras de Tolstoi, Gorki, Turgueniev, Andreyev, Goncharov y Dostoyevski.

El visitante se acercó después a una mesa cubierta de revistas y periódicos cuidadosamente apilados y sobre la cual, en un rincón, se encontraba también una docena de novelas de publicación reciente. Acercó a ella un cómodo sillón, estiró las piernas, encendió un cigarrillo y dirigió la vista a los libros. Uno de ellos, un volumen delgado encuadernado en rojo, atrajo su atención. En la cubierta destacaba una mujer provocativa. Lo tomó y leyó el título: Cuatro semanas: un libro escandaloso. En el momento en que lo abrió, tuvo lugar entre las pastas una explosión, leve pero estridente, acompañada de un destello de luz y una nubecilla de humo. Al momento sufrió el visitante una convulsión de terror. Cayó hacia atrás hundiéndose en el asiento con los brazos y las piernas por los aires y soltando el libro como arrojaría lejos de sí una serpiente un hombre que la hubiera cogido inadvertidamente. El visitante estaba profundamente alterado. Su hermosa tez cetrina se había teñido de un verde espectral y sus ojos negros y acuosos estaban henchidos de terror.

Fue entonces cuando se abrió la puerta que daba al interior del apartamento y entró el genio rector. Un frío regocijo heló su semblante cuando constató el abyecto temor del otro. Se agachó, recogió el libro del suelo, lo abrió y dejó al descubierto el mecanismo de juguete que había provocado la explosión.

—No me extraña que los seres como usted tengan que acudir a mí —dijo desdeñosamente—. Ustedes, los terroristas, nunca dejarán de sorprenderme. ¿Cómo es posible que lo que más les fascina sea precisamente aquello que más temen?

Su actitud era ahora de un profundo desprecio.

—Me refiero a la pólvora. Si este mecanismo de juguete le hubiera estallado directamente sobre la lengua, no le habría provocado más que una ligera molestia temporal al hablar y al comer. ¿A quién quieren matar ahora?

El que así hablaba ofrecía un marcado contraste con el visitante. Tan rubio era que podía decirse que tenía el cabello descolorido. Sus ojos, velados por pestañas casi albinas y extraordinariamente finas y sedosas, eran del azul más pálido que pueda imaginarse. Tenía la cabeza, parcialmente calva, cubierta por una ligera capa de cabello igualmente fino y sedoso, de un blanco tan marcado que se diría nieve y en el que, sin embargo, el tiempo no había dejado su huella. La boca era firme y reflexiva, aunque no dura, y la suave curva de la frente, amplia y orgullosa, hablaba con elocuencia del cerebro que tras ella se ocultaba. Se expresaba en un inglés dolorosamente correcto, y la ausencia total e incolora de deje alguno casi podía decirse que constituía un acento. A pesar de la pesada broma que acababa de gastar al visitante, había en su apariencia pocos vestigios de humor. Una dignidad grave y sombría, que revelaba una vida dedicada al estudio, era lo que le caracterizaba. Emanaban de él un aire de complacencia en el poder y una elevación hecha de calma filosófica que estaba muy por encima de los libros falsos y de los mecanismos de explosión. Tan evasivos eran su carácter, su tono incoloro y su rostro casi carente de perfiles, que resultaba imposible adivinar su edad, la cual podía situarse entre los treinta y los cincuenta años..., o quizá los sesenta. Se intuía, eso sí, que era más viejo de lo que aparentaba.

—¿Es usted Iván Dragomiloff? —preguntó el visitante.

—Por ese nombre se me conoce. Es tan útil como cualquier otro. Tan útil como es para usted el de Will Hausmann. Bajo ese nombre se le ha admitido aquí. Yo le conozco. Es el secretario del grupo Caroline Warfield. No es la primera vez que tengo tratos con ustedes. Lanigan les representó en la otra ocasión, creo.

Hizo una pausa. Cubrió con un casquete negro su poco poblada cabeza, y se sentó.

—No tendrán ustedes queja, espero —añadió fríamente.

—No, no. En absoluto —dijo Hausmann apresurándose a tranquilizarle—. El asunto resultó a nuestra entera satisfacción. El único motivo por el que hasta el momento no habíamos vuelto a acudir a ustedes es que carecíamos de dinero suficiente para pagarles. Pero ahora queremos eliminar a McDuffy, el jefe de la policía...

—Sí, le conozco —le interrumpió el otro.

—Es un bruto, una bestia —continuó Hausmann apresuradamente con creciente indignación—. Ha martirizado nuestra causa una y otra vez privando a nuestro grupo de sus espíritus más selectos. A pesar de nuestras advertencias, ha deportado a Tawney, a Cicerole y a Gluck. Ha disuelto repetidamente nuestras manifestaciones. Sus agentes nos han golpeado y maltratado como a animales. Por su causa cuatro de nuestros compañeros y compañeras languidecen mártires en las cárceles.

Mientras continuaba con esta letanía de quejas, Dragomiloff asentía con gesto grave como llevando mentalmente la cuenta.

—El anciano Sanger, por ejemplo, el espíritu más puro y excelso que haya respirado jamás este aire contaminado de la civilización, un verdadero patriarca con sus setenta y dos años y la salud quebrantada. Y ahí le tiene, muriendo poco a poco mientras cumple una condena de diez años en Sing Sing, y nada menos que en la tierra de la libertad. ¿Y todo para qué? —exclamó presa de gran excitación. Luego su voz se hundió en un vacío desesperanzado al responder débilmente a su propia pregunta—: Para nada. A esos sabuesos de la ley hay que enseñarles de nuevo una lección sangrienta. No pueden seguir maltratándonos con plena impunidad. Los agentes de McDuffy han prestado testimonio falso en el banquillo de los testigos. Lo sabemos con certeza. Ha vivido ya demasiado tiempo. Ahora le ha llegado su hora. Debió morir hace mucho, pero no pudimos reunir suficiente dinero. Sólo cuando descubrimos que el asesinato salía más barato que los honorarios de los abogados decidimos dejar que nuestros camaradas fueran a la cárcel y empezamos a acumular fondos con mayor rapidez.

—Ya sabe que nuestra norma es no aceptar jamás un encargo hasta estar plenamente convencidos de que se halla justificado desde el punto de vista social —observó Dragomiloff en voz baja.

—Naturalmente —trató de interrumpir Hausmann indignado.

—Pero en este caso —continuó Dragomiloff lenta y ponderadamente— hay escasas dudas de que su causa no sea justa. La muerte de McDuffy es, desde ese punto de vista, conveniente y adecuada. Le conozco a él y conozco sus hazañas. Y puedo asegurarle que cuando llevemos a cabo la investigación del caso llegaremos casi con certeza a esa misma conclusión. Y ahora, el dinero.

—Pero ¿y si no juzgan socialmente justa la muerte de McDuffy?

—Se les devolverá el dinero a excepción de un diez por ciento destinado a cubrir los gastos de la investigación. Es nuestra costumbre.

Hausmann sacó del bolsillo una gruesa cartera y dudó.

—¿Es indispensable que le entregue la totalidad de la suma?

—Ya sabe cuáles son nuestras condiciones. —En la voz de Dragomiloff había una velada reprimenda.

—Pero yo pensaba..., vamos..., esperaba... Ya sabe que los anarquistas somos gente pobre.

—Y por eso mismo les he hecho un precio especial. Diez mil dólares no es una cantidad excesiva por el asesinato del jefe de policía de una gran ciudad. Créame usted que apenas amortizará los gastos. A cualquier particular le cobramos mucho más, a pesar de que en esos casos se trata de matar asimismo a particulares. Si fueran ustedes millonarios en vez de un pobre grupo de luchadores, les cobraría por McDuffy cincuenta mil dólares como mínimo. Además, no supondrá usted que me dedico a esto enteramente por razones de salud.

—¡Qué barbaridad! Pues ¿qué cobrarían ustedes por un rey? —preguntó el otro.

—Depende. Por un rey, el de Inglaterra, por ejemplo, cobraríamos aproximadamente medio millón. Por un reyezuelo de segunda o tercera categoría, unos setenta y cinco o cien mil dólares.

—No tenía idea de que salieran tan caros —murmuró Hausmann.

—Por eso son tan pocos los que mueren asesinados. Por otra parte, se olvida usted de lo que supone, en términos económicos, una organización tan perfecta como la que yo he creado. Sólo los gastos de viajes son mucho mayores de lo que usted se imagina. Mis agentes son muy numerosos, y no supondrá ni por un momento que van a arriesgar su vida y cometer un crimen por un quítame allá unos dólares. Y recuerde que llevamos a cabo los encargos sin que nuestros clientes corran el menor peligro. Si le parece cara la vida de McDuffy por diez mil dólares, permítame que le pregunte si valora en menos la suya. Además, ustedes los anarquistas no son buenos organizadores. En el momento en que intentan la menor cosa, o lo echan todo a perder, o les detienen enseguida. Por añadidura, insisten siempre en utilizar dinamita o máquinas infernales que resultan en extremo peligrosas.

—Es condición indispensable que las ejecuciones que llevamos a cabo sean sensacionales y espectaculares —explicó Hausmann.

El jefe de Asesinatos, S. L. asintió.

—Sí, lo comprendo. Pero no es eso lo que importa. Esa forma de matar es tan estúpida, tan burda, que resulta peligrosa para nuestros agentes. Veamos. Si su grupo me permitiera utilizar, por ejemplo, un veneno, podría hacerles un diez por ciento de descuento. Y si pudiéramos usar una escopeta de aire comprimido, el veinticinco por ciento.

—¡Imposible! —exclamó el anarquista—. No serviría para nuestros propósitos. Nuestros crímenes deben ser sangrientos.

—En ese caso, me temo que no puedo hacerle descuento. Usted es americano, ¿verdad, señor Hausmann?

—Sí. Nací en Estados Unidos. En St. Joseph, Michigan.

—¿Por qué no mata a McDuffy usted mismo y ahorra el dinero a su grupo?

El anarquista palideció.

—No, no. Sus servicios son excelentes, señor Dragomiloff. Debo reconocer que, por temperamento, tengo aversión al asesinato y al derramamiento de sangre. Verá, se trata de una cosa personal. Me resulta repulsivo. Teóricamente puedo estar convencido de que un asesinato es justo, pero cuando llega el momento de llevarlo a cabo no puedo hacerlo. Sencillamente soy incapaz. Es algo que no puedo evitar. No podría matar a una mosca.

—Y, sin embargo, forma parte de un grupo violento...

—Lo sé. Es la razón lo que me impulsa a pertenecer a él. No me sentiría satisfecho si me hubiera afiliado a la agrupación de tolstoianos filosóficos que no oponen resistencia. No puedo ofrecer la otra mejilla, como hacen los del grupo Martha Brown, por ejemplo. Si me pegan, yo soy de los que devuelven el golpe.

—Aunque sea por mano de otra persona —interrumpió Dragomiloff secamente.

Hausmann bajó la cabeza.

—Aunque así sea. Cuando la carne es débil, no queda otro remedio. Aquí tiene el dinero.

Mientras Dragomiloff lo contaba, Hausmann hizo un último esfuerzo por lograr un trato más ventajoso.

—Diez mil dólares. Verá que le entrego la cantidad exacta. Tómela y recuerde que representa la dedicación y el sacrificio de decenas y decenas de camaradas que a duras penas han podido aportar las cuantiosas contribuciones que les hemos exigido. ¿No podría usted, al menos, incluir al inspector Morgan en el trato para redondearlo? Otro animal de corazón más negro que la pez.

Dragomiloff negó con la cabeza.

—No, imposible. Les hemos hecho ya el descuento mayor que hemos concedido nunca.

—Pero con una bomba... —insistió el otro—. Podrían liquidar a los dos de una vez.

—Eso es, precisamente, lo que tendremos buen cuidado de no hacer. Naturalmente, hemos de someter a investigación a McDuffy. Exigimos una sanción moral para todas nuestras transacciones. Si decidimos que su muerte no está justificada desde el punto de vista de la sociedad...

—¿Qué pasaría entonces con esos diez mil dólares? —interrumpió Hausmann ansiosamente.

—Se les devolverían a excepción de un diez por ciento que retendríamos para amortizar los gastos.

—¿Y si no logran matarle?

—Si al cabo de un año hemos fracasado en nuestro intento, les devolveremos la suma total más un cinco por ciento de interés.

Dragomiloff apretó un botón para indicar que la entrevista había tocado a su fin y se levantó. Hausmann siguió su ejemplo y aprovechó el retraso en la llegada del criado para dirigir a Dragomiloff una pregunta más.

—Pero supongamos que muere usted por accidente, enfermedad o cualquier otra causa. No tenemos recibo de ese dinero. Lo perderíamos.

—Todo está previsto. Inmediatamente el director de la sucursal de Chicago se haría cargo del asunto hasta que llegara el jefe de la agencia de San Francisco. El año pasado ocurrió un caso semejante. ¿Recuerda usted a Burgess?

—¿Qué Burgess?

—El rey de los ferrocarriles. Uno de nuestros hombres se encargó del asunto. Llevó a cabo la transacción y, como de costumbre, recibió el pago por adelantado. Naturalmente, obtuvo mi autorización. Pero luego sucedieron dos cosas. Burgess murió en un accidente de ferrocarril y nuestro agente falleció de una pulmonía. Aun así, se restituyó el dinero. Yo me ocupé de ello en persona, aunque, legalmente, no teníamos por qué efectuar la devolución. Nuestra reputación demuestra que procedemos con toda honradez con respecto a nuestros clientes. Créame usted que tal como operamos nosotros, al margen de la ley, todo lo que no sea la más estricta honradez podría sernos de fatales consecuencias. En cuanto a McDuffy...

En ese momento entró el sirviente y Hausmann avisó con un gesto a su interlocutor para que guardara silencio. Dragomiloff sonrió.

—No oye nada —dijo.

—Pero usted le ha llamado ahora mismo para que viniera. Y contestó también al timbre de la puerta cuando yo llegué.

—Para él el sonido es algo visual. En lugar de sonar un timbre, se enciende una luz. No ha oído un ruido en su vida. Mientras no mire sus labios, no entenderá lo que usted diga. Y ahora, contésteme: ¿están totalmente decididos respecto a McDuffy? Recuerde que en lo que a nosotros concierne, una vez que aceptamos un encargo, el cliente puede considerarlo cumplido. No podemos operar de otra manera. Tenemos nuestras normas. Una vez que damos el visto bueno a una orden, no hay vuelta atrás. ¿Está usted satisfecho?

—Totalmente.

Hausmann se detuvo junto a la puerta.

—¿Cuándo tendremos noticias... de sus actividades?

Dragomiloff meditó unos momentos.

—Antes de una semana. La investigación en este caso es una pura formalidad. Y la operación en sí es muy sencilla. Mis hombres están siempre preparados. Buenos días.

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