miércoles, 17 de enero de 2024

William Hope Hodgson Los botes del Glen Carrig FRAGMENTO

 



William Hope Hodgson

Los botes del Glen Carrig


 

 


http://www.librodot.com

 

 


 

 

 

 

 

Versión electrónica por J. Relato de sus aventuras en los lugares extraños de la Tierra después del hundimiento del buen barco Glen Carrig al chocar contra una roca oculta en los desconocidos mares del Sur. Tal como fue referido por John Winterstraw a su hijo James Winterstraw en el año 1757 y por éste trasladado de manera correcta y legible al manuscrito.

 

 


1

 

El país de la soledad

 

Hacía cinco días que estábamos en los botes, y en todo ese tiempo no habíamos descubierto tierra. Pero en la mañana del sexto día, el contramaestre, que capitaneaba la lancha salvavidas, lanzó un grito: lejos, por babor, hacia proa, había algo; pero apenas asomaba en el horizonte, y nadie pudo asegurar si era tierra o simplemente una nube matinal. Sin embargo, como la esperanza empezaba a nacer en nuestros pechos, avanzamos fatigosamente hacia aquel sitio, y alrededor de una hora después descubrimos que sí era la costa de algún país llano.

Luego, poco después del mediodía, estábamos ya tan cerca que podíamos distinguir con facilidad qué clase de tierra había más allá de la costa, y descubrimos así que era de una abominable chatura, más desolada de lo que yo hubiese imaginado jamás. Aquí y allá parecía cubierta por retazos de una extraña vegetación, aunque yo no podría decir si aquellos eran árboles o arbustos grandes; pero si de algo estoy seguro es de que no se parecían a nada que yo hubiese visto jamás.

Deduje todo eso mientras nos movíamos con lentitud siguiendo la costa, buscando una abertura por donde desembarcar; sin embargo, tardamos mucho en encontrar lo que buscábamos. Pero al fin apareció: una ensenada de orillas legamosas que resultó ser el estuario de un gran río, aunque nosotros lo llamábamos siempre riachuelo. Entramos por él y avanzamos despacio remontando la sinuosa corriente, observando las orillas chatas a ambos lados, buscando algún sitio donde desembarcar; pero no encontramos ninguno: las orillas estaban formadas por un detestable barro que no nos alentaba a aventuramos en él imprudentemente.

Luego de recorrer poco más de una milla río arriba llegamos junto a las primeras plantas que yo había visto desde el mar, y ahora, separados de ellas por una distancia de pocos metros, podíamos estudiarlas mejor. Así descubrí que se trataba principalmente de una clase de árbol muy bajo y achaparrado, de un aspecto que se podría describir como malsano. Noté que eran las ramas lo que me había hecho confundir a esos árboles con un matorral, hasta que estuve cerca, porque eran unas ramas delgadas y lisas que pendían sobre la tierra, bajo el peso de un enorme fruto semejante a un repollo que parecía brotar de cada punta.

Poco después, al dejar atrás los primeros grupos de árboles, y ver que las orillas del río continuaban siendo muy chatas, me subí a un banco y así pude examinar con atención la tierra que nos rodeaba. Descubrí que, hasta donde llegaba mi vista, la atravesaban innumerables riachuelos y charcos, algunos de gran tamaño; y, como ya dUe antes, la tierra era chata en todas direcciones, como una enorme planicie de barro; sentí tristeza al mirarla. Quizás ese silencio extremo aterrorizaba inconscientemente mi espíritu, porque yo no veía alil ningún ser vivo, ni pájaro ni vegetal, excepto los árboles achaparrados que se agrupaban acá y allá, sobre la tierra, hasta donde me alcanzaba la vista.

El silencio, cuando tuve plena conciencia de él, fue tanto más pavoroso, porque la memoria me decía que yo no había estado nunca en un país de tanta quietud. Nada se movía en mi campo visual: ni siquiera un pájaro solitario que volase en el cielo opaco; y a mis oídos no llegaba siquiera el grito de un ave marina, ¡no!, ni el croar de una rana, ni el chapoteo de un pez. Era como si hubiésemos llegado al País del Silencio, que algunos han llamado la Tierra de la Soledad.

Había pasado tres horas y seguíamos trabajando con los remos, y ya no veíamos el mar; sin embargo, no aparecía ningún sitio apto para desembarcar, por todas partes nos rodeaba el barro gris y negro, un verdadero desierto viscoso. Por lo tanto nos resignamos a seguir adelante, con la esperanza de poder llegar al fin a tierra firme.

Un poco antes de la puesta del sol dejamos de remar y preparamos una comida frugal con parte de las provisiones que nos quedaban; y mientras comíamos vi cómo el sol se ponía sobre aquel desierto, y me divertí un poco observando las sombras grotescas que arrojaban los árboles en el agua por el lado de babor, pues nos habíamos detenido junto a uno de los matorrales. Recuerdo que en ese momento volví a tomar conciencia del silencio que reinaba en aquel lugar; y que no era un producto de mi imaginación lo confirmaba la evidente intranquilidad tanto de los hombres de nuestro bote como la de los del bote del contramaestre: todo el mundo hablaba en voz baja, como con miedo de quebrar el silencio.

Y en ese instante, mientras yo estaba aterrado por tanta soledad, llegó la primera señal de vida en todo aquel desierto. Lo oí primero en la lejanía, hacia tierra firme... un curioso y apagado sollozo que subía y bajaba como el suspiro de un viento solitario sobre un enorme bosque. Pero no hacía viento. Un momento después dejó de oírse y, por contraste, el silencio de la región fue más impresionante. Miré a mi afrededor a los hombres que iban a mi propio bote y los del bote que capitaneaba el contramaestre; todos estaban concentrados, escuchando atentamente. Pasó así un minuto, sin que nadie se moviera, y entonces uno de los hombres lanzó una carcajada, producto del nerviosismo.

El contramaestre le ordenó con un susurro que callase, y en ese mismo instante llegó otra vez el lamento de aquel salvaje sollozo. De pronto el lamento sonó a nuestra derecha, e inmediatamente fue recogido e imitado en algún sitio distante, río arriba. En ese momento me subí a un banco con la intención de echar otra ojeada a la región, pero las orillas del riachuelo eran ahora más altas; además, la vegetación actuaba como pantalla, y me impedía ver más allá de las orillas a pesar de mi estatura y la altura que me daba el banco.

Pues bien, un poco más tarde el llanto se apagó, y hubo otro silencio. Entonces, mientras escuchábamos, esperando alguna cosa nueva, George, el grumete más joven, que estaba sentado a mi lado, me tiró de la manga, y me preguntó con voz preocupada si yo sabía qué podía presagiar ese llanto; pero yo meneé la cabeza, y le dije que no sabía más que él, aunque agregué, para tranquilizarlo, que quizás era el viento. Pero el muchacho negó con la cabeza: evidentemente esa explicación no era válida, pues reinaba una calma total.

Apenas había terminado de decir esas palabras cuando volvimos a oír el triste llanto. Aparentemente venía de lejos río arriba y de lejos río abajo, y de tierra adentro y de la tierra que nos separaba del mar. Colmaba el aire del atardecer con su lúgubre lamento, y noté que había en él un curioso sollozo, casi humano. Era algo tan pavoroso que ninguno de nosotros habló, pues nos parecía estar escuchando el llanto de almas perdidas. Y mientras esperábamos temerosos, el sol se hundió tras el borde del mundo, y nos cubrió el crepúsculo.

Entonces sucedió algo todavía más extraordinario, pues al caer la noche con un rápido oscurecimiento, los extraños lamentos y sollozos enmudecieron, y otro sonido se propagó por la región: un lúgubre gruñido. Al principio venía de muy lejos, tierra adentro, como el llanto; pero en seguida fue imitado a nuestro alrededor, y pronto colmó la oscuridad. Aumentó de volumen, atravesado por extraños trompetazos. Luego, aunque despacio, fue bajando hasta un rezongo continuo, donde se advertía lo que sólo puedo describir como un insistente y voraz gruñido. ¡Sí!, ninguna otra palabra de las que conozco lo describe tan bien: una nota de hambre, algo pavoroso. Y eso, más que todo el resto de aquellas increíbles voces, consiguió llevar el terror a mi corazón.

Mientras yo escuchaba, George me apretó el brazo, anunciando con un estridente susurro que algo había aparecido entre el grupo de árboles de la orilla, a nuestra izquierda. De eso tuve pronto una prueba, porque en el sitio que él me indicaba distinguí un murmullo continuo, y luego un gruñido más cercano, como si una bestia salvaje estuviera ronroneando junto a mi codo. Inmediatamente oí que el contramaestre llamaba en voz baja a Josh, el aprendiz mayor que capitaneaba nuestro bote, y le pedía que se acercase para juntar los botes. Entonces sacamos los remos y empujamos los botes hasta unirlos en medio del riachuelo; y montamos guardia toda la noche, aterrorizados, sin levantar la voz, sólo lo necesario para transmitir nuestros pensamientos entre los gruñidos.

Así pasaron las horas, y nada más sucedió que no haya contado ya, salvo que una vez, poco después de la medianoche, pareció que sacudían de nuevo los árboles de enfrente, como si alguna criatura, o criaturas, acechara entre ellos; y poco después se oyó un sonido, como si algo estuviese agitando el agua contra la orilla; pero en un instante volvió a reinar el silencio.

Al cabo de fatigosas horas, el cielo del este comenzó a anunciar la llegada del día, y a medida que la luz crecía y se fortalecía, aquellos insaciables gruñidos se fueron acallando y desapareciendo junto con la oscuridad y las sombras. Así llegó por fin el día, y otra vez tuvimos que sufrir el triste lamento que había precedido a la noche. Ese lamento duró un rato, subiendo y bajando desconsoladamente sobre la inmensidad del desierto que nos rodeaba, hasta que el sol estuvo a unos pocos grados por encima del horizonte; entonces empezó a menguar, desapareciendo despacio en ecos prolongados, solemnes. Al fin calló por completo, y volvió el silencio que nos había acompañado todas las horas de luz natural.

Como era ya pleno día, el contramaestre nos ordenó que preparásemos un frugal desayuno, acorde con nuestras provisiones, luego del cual, habiendo primero examinado las orillas para discernir si había a la vista alguna cosa horrible, volvimos a tomar los remos y continuamos viaje río arriba, pues teníamos esperanzas de llegar pronto a un sitio donde la vida no se hubiese extinguido, y donde pudiéramos desembarcar a tierra firme. Sin embargo, como he dicho ya, la vegetación, donde existía, era extremadamente frondosa, así que no es muy exacto decir, como lo hice, que la vida se había extinguido en esa región. Pues, en verdad, ahora que lo pienso, recuerdo que el mismísimo barro de donde brotaba parecía colmado de una vida perezosa, robusta, tan espeso y viscoso era.

Pronto llegó el mediodía. Había pocos cambios en la naturaleza del desierto que nos rodeaba, aunque la vegetación era quizás un poco más tupida y más continua a lo largo de las orillas. Pero las orillas no habían cambiado: formadas por el mismo barro espeso y pegajoso, nos impedían desembarcar; y aunque no existiese ese obstáculo, el resto de la región, más allá de las orillas, no parecía mejor.

Y todo el tiempo, mientras remábamos, mirábamos de una orilla a la otra; y los que no trabajaban con los remos apoyaban de buena gana una mano en la vaina del cuchillo; los acontecimientos de la noche anterior seguían vivos en nuestras mentes, y estábamos muy asustados; habríamos vuelto al mar si no nos hubieran quedado tan pocas provisiones.

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