William Hope Hodgson
Los botes del Glen Carrig
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Versión electrónica por J. Relato de sus aventuras en los lugares extraños de la Tierra después del hundimiento del buen barco Glen Carrig al chocar contra una roca oculta en los desconocidos mares del Sur. Tal como fue referido por John Winterstraw a su hijo James Winterstraw en el año 1757 y por éste trasladado de manera correcta y legible al manuscrito.
1
El país de la soledad
Hacía cinco
días que estábamos en los botes, y en todo ese tiempo no habíamos descubierto
tierra. Pero en la mañana del sexto día, el contramaestre, que capitaneaba la
lancha salvavidas, lanzó un grito: lejos, por babor, hacia proa, había algo;
pero apenas asomaba en el horizonte, y nadie pudo asegurar si era tierra o
simplemente una nube matinal. Sin embargo, como la
Luego, poco
después del mediodía, estábamos ya tan cerca que podíamos distinguir con
facilidad qué clase de tierra había más allá de la costa, y descubrimos así que
era de una abominable chatura, más desolada de lo que yo hubiese imaginado
jamás. Aquí y allá parecía cubierta por retazos de una extraña vegetación,
aunque yo no podría decir si aquellos eran árboles o arbustos grandes; pero si
de algo estoy seguro es de que no se parecían a nada que yo hubiese visto
jamás.
Deduje todo
eso mientras nos movíamos con lentitud siguiendo la costa, buscando una
abertura por donde desembarcar; sin embargo, tardamos mucho en encontrar lo que
buscábamos. Pero al fin apareció: una ensenada de orillas legamosas que resultó
ser el estuario de un gran río, aunque nosotros lo llamábamos siempre
riachuelo. Entramos por él y avanzamos despacio remontando la sinuosa
corriente, observando las orillas chatas a ambos lados, buscando algún sitio
donde desembarcar; pero no encontramos ninguno: las orillas estaban formadas
por un detestable barro que no nos alentaba a aventuramos en él
imprudentemente.
Luego de
recorrer poco más de una milla río arriba llegamos junto a las primeras plantas
que yo había visto desde el mar, y ahora, separados de ellas por una distancia
de pocos metros, podíamos estudiarlas mejor. Así descubrí que se trataba
principalmente de una clase de árbol muy bajo y achaparrado, de un aspecto que
se podría describir como malsano. Noté que eran las ramas lo que me había hecho
confundir a esos árboles con un matorral, hasta que estuve cerca, porque eran
unas ramas delgadas y lisas que pendían sobre la tierra, bajo el peso de un
enorme fruto semejante a un repollo que parecía brotar de cada punta.
Poco
después, al dejar atrás los primeros grupos de árboles, y ver que las orillas
del río continuaban siendo muy chatas, me subí a un banco y así pude examinar
con atención la tierra que nos rodeaba. Descubrí que, hasta donde llegaba mi
vista, la atravesaban innumerables riachuelos y charcos, algunos de gran
tamaño; y, como ya dUe antes, la tierra era chata en todas direcciones, como
una enorme planicie de barro; sentí tristeza al mirarla. Quizás ese silencio
extremo aterrorizaba inconscientemente mi espíritu, porque yo no veía alil
ningún ser vivo, ni pájaro ni vegetal, excepto los árboles achaparrados que se
agrupaban acá y allá, sobre la tierra, hasta donde me alcanzaba la vista.
El silencio,
cuando tuve plena conciencia de él, fue tanto más pavoroso, porque la memoria
me decía que yo no había estado nunca en un país de tanta quietud. Nada se
movía en mi campo visual: ni siquiera un pájaro solitario que volase en el
cielo opaco; y a mis oídos no llegaba siquiera el grito de un ave marina, ¡no!,
ni el croar de una rana, ni el chapoteo de un pez. Era como si hubiésemos
llegado al País del Silencio, que algunos han llamado la Tierra de la Soledad.
Había pasado
tres horas y seguíamos trabajando con los remos, y ya no veíamos el mar; sin
embargo, no aparecía ningún sitio apto para desembarcar, por todas partes nos
rodeaba el barro gris y negro, un verdadero desierto viscoso. Por lo tanto nos
resignamos a seguir adelante, con la
Un poco
antes de la puesta del sol dejamos de remar y preparamos una comida frugal con
parte de las provisiones que nos quedaban; y mientras comíamos vi cómo el sol
se ponía sobre aquel desierto, y me divertí un poco observando las sombras
grotescas que arrojaban los árboles en el agua por el lado de babor, pues nos
habíamos detenido junto a uno de los matorrales. Recuerdo que en ese momento
volví a tomar conciencia del silencio que reinaba en aquel lugar; y que no era
un producto de mi imaginación lo confirmaba la evidente intranquilidad tanto de
los hombres de nuestro bote como la de los del bote del contramaestre: todo el
mundo hablaba en voz baja, como con miedo de quebrar el silencio.
Y en ese
instante, mientras yo estaba aterrado por tanta soledad, llegó la primera señal
de vida en todo aquel desierto. Lo oí primero en la lejanía, hacia tierra
firme... un curioso y apagado sollozo que subía y bajaba como el suspiro de un
viento solitario sobre un enorme bosque. Pero no hacía viento. Un momento
después dejó de oírse y, por contraste, el silencio de la región fue más
impresionante. Miré a mi afrededor a los hombres que iban a mi propio bote y
los del bote que capitaneaba el contramaestre; todos estaban concentrados,
escuchando atentamente. Pasó así un minuto, sin que nadie se moviera, y
entonces uno de los hombres lanzó una carcajada, producto del nerviosismo.
El
contramaestre le ordenó con un susurro que callase, y en ese mismo instante
llegó otra vez el lamento de aquel salvaje sollozo. De pronto el lamento sonó a
nuestra derecha, e inmediatamente fue recogido e imitado en algún sitio
distante, río arriba. En ese momento me subí a un banco con la intención de
echar otra ojeada a la región, pero las orillas del riachuelo eran ahora más
altas; además, la vegetación actuaba como pantalla, y me impedía ver más allá
de las orillas a pesar de mi estatura y la altura que me daba el banco.
Pues bien,
un poco más tarde el llanto se apagó, y hubo otro silencio. Entonces, mientras
escuchábamos, esperando alguna cosa nueva, George, el grumete más joven, que
estaba sentado a mi lado, me tiró de la manga, y me preguntó con voz preocupada
si yo sabía qué podía presagiar ese llanto; pero yo meneé la cabeza, y le dije
que no sabía más que él, aunque agregué, para tranquilizarlo, que quizás era el
viento. Pero el muchacho negó con la cabeza: evidentemente esa explicación no
era válida, pues reinaba una calma total.
Apenas había
terminado de decir esas palabras cuando volvimos a oír el triste llanto.
Aparentemente venía de lejos río arriba y de lejos río abajo, y de tierra
adentro y de la tierra que nos separaba del mar. Colmaba el aire del atardecer
con su lúgubre lamento, y noté que había en él un curioso sollozo, casi humano.
Era algo tan pavoroso que ninguno de nosotros habló, pues nos parecía estar
escuchando el llanto de almas perdidas. Y mientras esperábamos temerosos, el
sol se hundió tras el borde del mundo, y nos cubrió el crepúsculo.
Entonces
sucedió algo todavía más extraordinario, pues al caer la noche con un rápido
oscurecimiento, los extraños lamentos y sollozos enmudecieron, y otro sonido se
propagó por la región: un lúgubre gruñido. Al principio venía de muy lejos,
tierra adentro, como el llanto; pero en seguida fue imitado a nuestro
alrededor, y pronto colmó la oscuridad. Aumentó de volumen, atravesado por
extraños trompetazos. Luego, aunque despacio, fue bajando hasta un rezongo
continuo, donde se advertía lo que sólo puedo describir como un insistente y
voraz gruñido. ¡Sí!, ninguna otra palabra de las que conozco lo describe tan
bien: una nota de hambre, algo
pavoroso. Y eso, más que todo el resto de aquellas increíbles voces, consiguió
llevar el terror a mi corazón.
Mientras yo
escuchaba, George me apretó el brazo, anunciando con un estridente susurro que
algo había aparecido entre el grupo de árboles de la orilla, a nuestra
izquierda. De eso tuve pronto una prueba, porque en el sitio que él me indicaba
distinguí un murmullo continuo, y luego un gruñido más cercano, como si una
bestia salvaje estuviera ronroneando junto a mi codo. Inmediatamente oí que el
contramaestre llamaba en voz baja a Josh, el aprendiz mayor que capitaneaba
nuestro bote, y le pedía que se acercase para juntar los botes. Entonces
sacamos los remos y empujamos los botes hasta unirlos en medio del riachuelo; y
montamos guardia toda la noche, aterrorizados, sin levantar la voz, sólo lo
necesario para transmitir nuestros pensamientos entre los gruñidos.
Así pasaron
las horas, y nada más sucedió que no haya contado ya, salvo que una vez, poco
después de la medianoche, pareció que sacudían de nuevo los árboles de enfrente,
como si alguna criatura, o criaturas, acechara entre ellos; y poco después se
oyó un sonido, como si algo estuviese agitando el agua contra la orilla; pero
en un instante volvió a reinar el silencio.
Al cabo de
fatigosas horas, el cielo del este comenzó a anunciar la llegada del día, y a
medida que la luz crecía y se fortalecía, aquellos insaciables gruñidos se
fueron acallando y desapareciendo junto con la oscuridad y las sombras. Así
llegó por fin el día, y otra vez tuvimos que sufrir el triste lamento que había
precedido a la noche. Ese lamento duró un rato, subiendo y bajando
desconsoladamente sobre la inmensidad del desierto que nos rodeaba, hasta que
el sol estuvo a unos pocos grados por encima del horizonte; entonces empezó a
menguar, desapareciendo despacio en ecos prolongados, solemnes. Al fin calló
por completo, y volvió el silencio que nos había acompañado todas las horas de
luz natural.
Como era ya
pleno día, el contramaestre nos ordenó que preparásemos un frugal desayuno,
acorde con nuestras provisiones, luego del cual, habiendo primero examinado las
orillas para discernir si había a la vista alguna cosa horrible, volvimos a
tomar los remos y continuamos viaje río arriba, pues teníamos
Pronto llegó
el mediodía. Había pocos cambios en la naturaleza del desierto que nos rodeaba,
aunque la vegetación era quizás un poco más tupida y más continua a lo largo de
las orillas. Pero las orillas no habían cambiado: formadas por el mismo barro
espeso y pegajoso, nos impedían desembarcar; y aunque no existiese ese
obstáculo, el resto de la región, más allá de las orillas, no parecía mejor.
Y todo el
tiempo, mientras remábamos, mirábamos de una orilla a la otra; y los que no
trabajaban con los remos apoyaban de buena gana una mano en la vaina del
cuchillo; los acontecimientos de la noche anterior seguían vivos en nuestras
mentes, y estábamos muy asustados; habríamos vuelto al mar si no nos hubieran
quedado tan pocas provisiones.
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