jueves, 18 de enero de 2024

CARNACKI, EL CAZAFANTASMAS William Hope Hodgson FRAGMENTO DEL LIBRO.

 

  

 

 

 

 

 

 

 


 

CARNACKI, EL CAZAFANTASMAS

 

 

 

 

William Hope Hodgson

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ÍNDICE

 

 

 

La puerta del monstruo.........................                3

La casa entre los laureles......................                18

La habitación que silbaba.....................                31

El caballo de lo Invisible......................     44

El investigador de la casa apartada......       62

La cosa invisible...................................     81

El embrujamiento del Jarvee................      98

El hallazgo............................................         111

El cerdo.................................................       117

 



La puerta del monstruo

 

En respuesta a la acostumbrada postal de Carnacki que me invitaba a cenar y a escuchar una historia, me dirigí a Cheyne Walk, encontrándome con que las otras tres personas que siempre eran convocadas a aquellas entrañables tertulias habían llegado poco antes. Cinco minutos más tarde, Carnacki, Jessop, Taylor y yo nos entregábamos a esa «amable ocupación» de cenar.

—Esta vez no has estado fuera mucho tiempo —comenté, dirigiéndome a Carnacki, a punto ya de terminarme la sopa, olvidando, por un momento, que no le gustaba que se abor­dasen, siquiera, los aspectos colaterales de su historia hasta que no hubiera llegado el instante que consideraba oportuno. Entonces, él se convertiría en todo un torrente de palabras. —No —respondió lacónicamente, por lo que cambié de tema, haciendo la observación de que me había comprado un nuevo fusil.

Acogió la noticia con un inteligente asentimiento y una sonrisa, lo que me hizo pensar que mi intencionado cambio de conversación había sido aceptado por su parte con genui­no buen humor.

Más tarde, acabada la cena, Carnacki se instaló conforta­blemente en su gran sillón, encendió su pipa, y comenzó a contar su historia, prescindiendo casi de los preliminares:

Como Dodgson observaba hace unos momentos, he estado fuera muy poco tiempo, y por una buena razón... La ver­dad es que me encontraba muy cerca de este lugar. No voy a revelaros su localización exacta, aunque sí puedo deciros que dista de aquí menos de veinte millas; por eso no creo que un simple cambio de nombre vaya a estropear la historia. ¡Y vaya historia! Es una de las cosas más extraordinarias que jamás me habían ocurrido.

Hace unos quince días recibí una carta de un hombre, a quien daré el nombre de Anderson, solicitándome una en­trevista. Acepté recibirle y, cuando llegó, comprendí que lo que quería era que examinara, e incluso que resolviese, un caso antiguo y bien documentado de lo que él llamaba «em­brujamiento». Me abrumó con tantos detalles que acepté ocu­parme de él, ya que el asunto me parecía sin parangón con ningún caso conocido hasta entonces.

Dos días después, al atardecer, llegué a la casa en cuestión, descubriendo que se trataba de una vieja mansión que se er­guía solitaria en medio de sus dominios.

Anderson le había dejado una carta al mayordomo, en la que me rogaba que disculpara su ausencia, y ponía a mi disposición toda la casa para lo que precisase en mis investigaciones.

Era evidente que el mayordomo conocía el objeto de mi visita, así que en el transcurso de la cena, demasiado solitaria para mi gusto, le interrogué a fondo. Era un antiguo sirvien­te de la casa y sin duda gozaba en ella de privilegios, pues conocía con todo lujo de detalles la leyenda de la Habitación Gris. Por él me enteré de los particulares concernientes a dos cosas que Anderson sólo había mencionado de manera ca­sual. La primera, que a medianoche se podía oír la puerta de la Habitación Gris, abriéndose y cerrándose violentamen­te, por más que el propio mayordomo se encargara de ce­rrarla con llave y de que ésta permaneciera con las demás en el manojo que se guardaba en la despensa. La segunda, que la ropa de la cama que había en ella siempre se encontraba amontonada en uno de los rincones de la habitación.

Pero era el batir de la puerta lo que más alteraba al viejo mayordomo. En más de una ocasión, según me confesó, ha­bía permanecido despierto, escuchándola y temblando de mie­do, pues había momentos en que la puerta no dejaba de abrir­se y de cerrarse, ¡plam! ¡plam! ¡plam!, de suerte que resultaba imposible dormir.

Yo sabía, gracias a Anderson, que la habitación tenía una historia que se remontaba a más de ciento cincuenta años. En ella habían sido estranguladas tres personas: uno de sus antepasados, su esposa y el hijo de ambos. La historia era auténtica, ya que yo había puesto especial empeño en com­probarla; así pues, y con la convicción de que me disponía a investigar un caso excepcional, como os podéis imaginar, después de cenar subí al piso de arriba para echar un vistazo a la Habitación Gris.

Peters, el mayordomo, quiso ponerse en su puesto al en­terarse de mi proyecto y me aseguró que, en los veinte años que llevaba de servicio, nadie había entrado en aquella habi­tación después de anochecer. Me rogó, casi de modo pater­nal, que esperase hasta el día siguiente, cuando no hubiera peligro y él pudiera acompañarme.

Como es lógico, le dije que no se preocupase. Comenté que sólo iba a echar un vistazo y a poner cinco o seis precin­tos. No debía temer nada, ya que yo estaba muy acostum­brado a ese tipo de cosas. Pero mientras le hablaba no hacía más que mover la cabeza.

—No hay muchos fantasmas como los nuestros, señor —me aseguró, con lúgubre orgullo. ¡Y, por Júpiter, que estaba en lo cierto, como veréis!

Cogí un par de velas, y Peters me siguió con su manojo de llaves. Abrió la cerradura, pero no quiso seguirme al inte­rior de la estancia. Estaba visiblemente aterrado y me suplicó una vez más que dejara mi investigación hasta que fuese de día. Por supuesto que me reí de él y le dije que se podía po­ner al otro lado de la puerta y capturar a quien saliese por ella.

Eso no sale nunca, señor —precisó, con su divertida y arcaica manera de hablar. En cierto modo, intentaba prepa­rarme por si me asaltaba el miedo. Pero en aquel momento, como habréis podido comprender, el asustado era él.

Y allí se quedó, mientras yo procedía a examinar la habitación. Era amplia, muy bien surtida de muebles de estilo, entre los que destacaba la descomunal cama imperial que apoyaba su cabecera en la pared del fondo. Sobre la repisa de la chimenea había dos palmatorias y otras dos en cada una de las tres mesas de la habitación. Las encendí todas, con lo que la pieza me pareció menos lúgubre y deshabitada, aunque no olía a cerrado, lo que implicaba que alguien se ocupaba de su mantenimiento.

Después de haber echado un buen vistazo al lugar, pre­cinté las ventanas con cera y cinta de cometa, lo mismo que los cuadros, las paredes, la chimenea y las hornacinas de las paredes. Mientras hacía mi trabajo, el mayordomo se man­tuvo al otro lado de la puerta y no pude convencerle de que entrara, aunque me chanceara de vez en cuando de él, mientras, entre idas y venidas, iba fijando las cintas. Y él no para­ba de repetirme una y otra vez:

—Sé que el señor me perdonará, pero me agradaría que abandonara la habitación; temo ciertamente por el señor.

Le contesté que no me esperase, pero él se comportó no­blemente, tal y como creía que era su obligación. Me dijo que no podía irse y dejarme solo en aquel lugar. Se disculpó, dando a entender que era evidente que no me percataba del peligro que rondaba por aquella habitación; sin embargo yo pude ver que su terror iba en aumento. Pero me dio igual, porque tenía que dejar la habitación en tal estado que me permitiera saber si algún objeto material había entrado en ella, por lo que le rogué que no me molestara, a no ser que realmente oyera algo. Comenzaba a ponerme nervioso, pues el ambiente de aquella habitación ya era de por sí lo bastante lúgubre para que no se necesitara hacerlo más siniestro.

Seguí disponiéndolo todo durante algún tiempo más, ten­sando las cintas sobre el suelo y sellándolas, de suerte que el más mínimo roce bastase para romper la cera, por si acaso alguien se aventuraba a oscuras en la habitación con inten­ciones de gastar una broma.

Todo aquello me llevó más tiempo del que había previsto, ya que de repente oí que un reloj estaba dando las once. Me había quitado la chaqueta poco antes de ponerme a trabajar y, cuando prácticamente había acabado todo lo que tenía que hacer, atravesé la habitación para recogerla de encima del sofá, donde la había dejado... En el preciso momento en que me la estaba poniendo, llegó hasta mí la voz chillona y despavorida del viejo mayordomo, quien no había dicho una palabra durante la última hora:

—¡Deprisa, salga, señor! ¡Va a ocurrir algo!

¡Por Júpiter! Creo que di un salto. Entonces una de las velas de la mesa situada a la izquierda de la cama se apagó. No podría decir si por el viento o por cualquier otra causa; lo único que sé es que en ese instante estaba tan asustado que eché a correr hacia la puerta. Sin embargo, tengo el pla­cer de deciros que me detuve antes de llegar a ella. Me resul­taba imposible huir de una manera tan vergonzosa, con el mayordomo esperándome fuera, después de haberle largado el típico discurso de «¡Animo! ¡Hay que ser valiente!»

Así pues, volví sobre mis pasos, cogí las dos palmatorias que había en la repisa de la chimenea y atravesé la habitación, pasando al lado de la cama. Y la verdad, no vi nada. Apagué la vela que aún seguía encendida y las restantes de las otras dos mesas. Al otros lado de la puerta, el viejo repitió nuevamente:

—¡Oh, señor! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!

—Todo va bien, Peters —dije, pero, ¡diantre!, mi voz no sonaba tan convincente como pensaba. Me dirigí hacia la sa­lida, y tuve que esforzarme un tanto para no echar a correr. Como podéis imaginaros, di grandes zancadas. Cuando lle­gaba a la puerta, tuve la súbita sensación de que por la ha­bitación corría un viento frío. Era como si la ventana se hubiese abierto de repente. Cuando salí, el viejo mayordomo retrocedió unos pasos, de manera instintiva.

—¡Encienda las velas, Peters! —le espeté en tono imperio­so, poniéndole las palmatorias en las manos.

Me volví, cogí el pomo de la puerta y la cerré violenta­mente. ¿Me creeríais si os dijera que al hacerlo tuve la impre­sión de que algo se oponía? Pensé que sólo eran cosas de mi imaginación. Así que metí la llave en la cerradura y le di dos vueltas, primero una y después otra, asegurándome de que quedaba bien cerrada.

Tras aquello me sentí más tranquilo y procedí a precintar la puerta. En un exceso de celo, tapé con una de mis tarjetas de visita el ojo de la cerradura y lo precinté. A continuación me guardé la llave en un bolsillo y bajé por la escalera, acom­pañado de Peters, quien, nervioso y en silencio, abría la mar­cha. ¡Pobre diablo! Hasta aquel momento no me había dado cuenta de que en las últimas dos o tres horas se había visto sometido a una considerable tensión.

Al filo de la medianoche me fui a la cama. Mi habitación estaba al final del corredor donde se encontraba la Habitación Gris. Conté las puertas que me separaban de ella y vi que eran cinco. Estoy seguro de que comprenderéis que no me importó.

En el preciso momento en que comenzaba a desvestirme, se me ocurrió una idea. Cogí la vela y la cera de sellar y co­mencé a precintar las puertas de las cinco habitaciones: si en mitad de la noche alguna comenzaba a abrirse y cerrarse de golpe, sabría con exactitud cual era.

Volví a mi habitación, eché la llave y me metí en la cama. Un gran estruendo, que venía de algún lugar del corredor, me sacó de un profundo sueño. Me senté en la cama y agucé el oído, pero no capté nada. Encendí la vela, y en aquel mis­mo instante volví a oír el ruido que hacía una puerta cerrándose violentamente a lo largo del corredor.

Salté de la cama y cogí el revólver. Abrí la puerta y salí al corredor, con la vela bien alta y el revólver amartillado. Pero ocurrió algo inexplicable: fui completamente incapaz de dar un paso hacia la Habitación Gris. Ya sabéis que no soy nada cobarde. He estado metido en tantos asuntos implicados con apariciones fantasmales que nadie podría acusarme de serlo. Bueno, pues os confieso que estaba asustado, tan asustado como cualquier bendito crío. Aquella noche había en el aire algo terriblemente impío. Retrocedí hasta mi habitación, ce­rré la puerta y eché la llave. Toda la noche la pasé sentado en la cama, escuchando, casi hasta ponerme enfermo, el té­trico batir de una puerta situada en el extremo del corredor. El sonido parecía repercutir en toda la casa.

Finalmente, cuando alboreó el día, me lavé y vestí. La puerta no había sonado desde hacía una hora y ya comenza­ba a calmarme de los nervios. Me sentía avergonzado de mí mismo, cosa que en cierto modo era una sandez, ya que, cuan­do uno se mete en ese tipo de asuntos, hay ocasiones en que los nervios acaban por abandonarle. Y lo único que se puede hacer es quedarse sentado en silencio, llamándose cobarde hasta que uno se encuentra a salvo con la llegada del nuevo día. Pero quiero creer que hay ocasiones en que se trata de algo más que de mera cobardía. Pienso que en esas ocasiones hay Algo que nos avisa y lucha por nosotros. Pero me da igual, porque, indefectiblemente, siempre que ocurre me siento mal e incómodo conmigo mismo.

Cuando fue plenamente de día, abrí la puerta y, con el revólver en la mano, avancé despacio a lo largo del pasillo; al llegar al rellano vi subir por la escalera al viejo mayordo­mo, que me traía una taza de café. Se había puesto los pan­talones debajo de la camisa de dormir y calzaba un par de viejas zapatillas de paño.

—¡Hola, Peters! —dije, sintiéndome repentinamente ani­mado, pues estaba igual de contento que un niño perdido que acaba de encontrar a un ser humano—. ¿Adonde va con ese refrigerio?

El anciano se sobresaltó y vertió un poco de café. Me miró fijamente y pude apreciar su semblante pálido y desencaja­do. Se acercó hasta el rellano y me entregó la pequeña bandeja.

—Me encuentro ciertamente agradecido al comprobar que el señor se encuentra bien y a salvo —dijo—. En cierto mo­mento temí que el señor se hubiese atrevido a entrar en la Habitación Gris. He permanecido despierto toda la noche, por el sonido de la puerta. Y cuando ha empezado a amane­cer he pensado que debía hacerle una taza de café. Sabía que el señor iría a examinar los precintos y también que, en cier­to modo, dos personas están más seguras que una sola?.

—Peters —dije—, es usted encantador. Muy amable de su parte —y me tomé el café—. Venga —indiqué, mientras le de­volvía la bandeja—. Vamos a ver qué han hecho esos brutos. No he tenido el valor de ir a verlo de noche.

—¡Eso es algo que agradezco al señor! —replicó—. La gente de carne y hueso nada puede contra los demonios, y eso, se­ñor, es lo que hay en la Habitación Gris cuando se hace de noche.

Mientras avanzábamos por el pasillo, iba examinando los precintos de todas las puertas, encontrándolos intactos; pero, al llegar a la Habitación Gris, comprobé que el suyo estaba roto, aunque la tarjeta de visita del ojo de la cerradura no había sido tocada. La arranqué, metí la llave y abrí la puerta, más bien con precaución, como podéis imaginar; pero nada había en la habitación que pudiese causar espanto, la cual, por otra parte, estaba muy iluminada. Examiné todos los pre­cintos, sin encontrar uno solo que hubiese sido tocado. El viejo mayordomo, que me había seguido, dijo de improviso:

—¡La ropa de la cama, señor!

Corrí hacia el lecho y me fijé en él. En efecto, la ropa se encontraba en el rincón que había a su izquierda. ¡Por Júpi­ter! Imaginaos lo que sentí en aquel momento. Algo había estado en la habitación. Durante un momento, mi mirada no hizo otra cosa que ir de la cama a la ropa tirada en el suelo. Tenía la impresión de que no debía tocar ninguna de ambas cosas. El viejo Peters, sin embargo, no parecía tan afectado como yo. Fue a coger las mantas, para hacer nuevamente la cama, como sin duda venía haciendo a diario desde hacía vein­te años, pero yo se lo impedí. No quería que tocase nada hasta no haber terminado mi inspección. Invertí en ella más de una hora y sólo entonces permití a Peters que hiciera la cama, después de lo cual salimos fuera, y yo cerré la puerta, pues la habitación me estaba haciendo perder los nervios.

Di un corto paseo y almorcé a continuación, tras lo cual me sentí más dueño de mí. Volví a la Habitación Gris y, con ayuda de Peters y de una doncella, la vacié de todo su conte­nido, cuadros incluidos, no dejando más que la cama. Exa­miné las paredes, el piso y el techo, con ayuda de una sonda, un martillo y una lente de aumento, sin encontrar nada anor­mal. Puedo aseguraros que comenzaba a creer que alguna cosa increíble había campado por sus respetos en aquella habita­ción durante la pasada noche.

Coloqué nuevamente precintos a discreción y salí, echan­do la llave y precintando la puerta como hiciera anterior­mente.

Aquella noche, después de cenar, Peters y yo desembala­mos parte del material que había llevado conmigo, mientras instalaba mi cámara y su flash frente a la puerta de la Habitación Gris, de la que partía un hilo que iba hasta su disparador. Como veis, si de veras la puerta se abría, el fogonazo del flash la iluminaría, y quizá a la mañana siguiente podría­mos examinar una curiosa fotografía.

Lo último que hice antes de salir fue quitar la tapa que protegía el objetivo, tras lo cual me fui al dormitorio y me acosté, ya que tenía el propósito de levantarme a medianoche; para estar bien seguro, ajusté mi pequeño despertador a la hora indicada y dejé encendida la vela.

La campanilla me despertó a las doce; me levanté, me puse una bata y unas zapatillas, deslicé el revólver en el bolsillo inferior derecho y abrí la puerta. Encendí la lámpara con fil­tro rojo que utilizo para revelar y la ajusté para que diera su­ficiente luz. Recorrí a lo largo del corredor unos treinta pa­sos, con ella en la mano, y la deposité en el suelo, de suerte que pudiese mostrarme cualquier cosa que se acercase a lo largo del oscuro pasaje. Entonces regresé y me senté en el um­bral de mi habitación, con el revólver al alcance de la mano, sin perder de vista el corredor, justo hasta el lugar donde sa­bía que había dejado la cámara, fuera de la puerta de la Habi­tación Gris.

Llevaba vigilando cerca de hora y media, cuando de pronto oí un tenue ruido que venía del corredor. En seguida noté un extraño hormigueo en la base del cráneo, y mis manos comenzaron a transpirar ligeramente. Un instante después, el tramo final del pasillo se iluminaba con un resplandor im­previsto. Después de aquello, regresaron las tinieblas y yo escruté nerviosamente el extremo del corredor, aguzando an­siosamente el oído, en un afán de distinguir lo que se encon­traba más allá del tenue y rojo resplandor de mi linterna, que entonces me pareció ridículamente débil en comparación con el tremendo fogonazo del flash... Y en aquel momento, mien­tras estaba inclinado hacia delante, mirando fijamente y es­cuchando, llegó hasta mí el demoledor estruendo de la puerta de la Habitación Gris. El sonido parecía llenar por completo el largo corredor y suscitar cavernosos ecos en toda la casa. Os diré que me sentí fatal... como si no tuviese más que agua en las venas. Sencillamente terrible. ¡Por Júpiter! ¡Cómo me quedé, mientras escrutaba las tinieblas e intentaba oír algo! Y entonces volvió, ¡plam! ¡plam! ¡plam!, y de nuevo se hizo el silencio, que era mucho peor que el ruido de la puerta, pues yo me imaginaba que alguna brutal entidad se deslizaba furtivamente hacia mí a lo largo del corredor.

De pronto se me apagó la linterna y no pude ver más allá de una yarda. Inmediatamente comprendí que, quedándome allí sentado, cometía una auténtica estupidez, por lo que me levanté de un salto. Mientras lo hacía, me pareció oír un ruido en el pasillo, muy cerca de mí, así que me abalancé ha­cia mi habitación, cerré la puerta de golpe y eché la llave por dentro.

Me senté en la cama y me quedé mirando fijamente hacia la puerta. Tenía el revólver en la mano, aunque me pareciera algo que estaba abominablemente fuera de lugar. ¿Podéis com­prenderlo? Sentía que había algo al otro lado de la puerta. Por alguna razón desconocida, sabía que estaba haciendo pre­sión contra ella y que no era consistente. Eso fue justamente lo que pensé. ¡Y la ocurrencia era de lo más extraordinario, si pensáis un poco en ello!

No tardé en recobrar un poco de valor, y me puse a tra­zar en el piso, a toda prisa y ayudándome de un trozo de tiza, un pentáculo, en cuyo interior me quedé sentado hasta que llegó la aurora. Durante todo ese tiempo, en el corre­dor, la puerta de la Habitación Gris siguió haciendo ruido a intervalos solemnes y terroríficos. Aquella noche fue para mí algo terrible y espantoso.

A medida que fue despuntando el día, el batir de la puer­ta decayó en intensidad. Al fin, haciendo acopio de valor, avancé por el corredor bañado en la penumbra y tapé el objetivo de la cámara. Y os diré que me costó bastante deci­dirme; pero, si no lo hubiera hecho, la fotografía se habría estropeado, y eso era algo que quería evitar a toda costa. Vol­ví a mi habitación y lo primero que hice fue borrar la estrella de cinco puntas dentro de la cual me había sentado.

Media hora más tarde, llamaban discretamente a la puer­ta. Era Peters con mi café. Después de tomármelo, fuimos a ver la Habitación Gris. A medida que avanzaba por el pasi­llo iba fijándome en los precintos de las demás puertas, que se hallaban intactos. El de la Habitación Gris estaba roto, lo mismo que el hilo que iba a dar al disparador del flash, pero la tarjeta de visita que tapaba el ojo de la cerradura seguía en su sitio. La arranqué y abrí la puerta.

No observamos nada fuera de lo corriente hasta que no nos acercamos a la cama; entonces vimos, como el día an­terior, que la ropa de la cama había sido quitada y tirada en el rincón de la izquierda, exactamente en el mismo lu­gar que la otra vez. Me asaltó una extraña sensación, que no bastó para que me olvidara de comprobar todos los precin­tos, constatando que ninguno había sido roto. Me volví, miré al viejo Peters y él me miró a mí, asintiendo con la cabeza.

—¡Vámonos de aquí! —dije—. No es éste lugar para que una persona pueda entrar sin la protección suficientes.

Cuando salimos, eché la llave y precinté de nuevo la puerta.

Después del almuerzo revelé el negativo, pero sólo se distinguía en él la puerta de la Habitación Gris, entreabierta. Entonces me fui de la casa, porque había comprendido que necesitaba ciertas sustancias y accesorios, necesarios para pro­teger la vida, o quizá el espíritu, ya que pensaba pasar la si­guiente noche en la Habitación Gris.

Hacia las cinco y media volví en un coche de punto con toda la impedimenta, que Peters y yo subimos hasta la Ha­bitación Gris, en cuyo centro yo mismo la apilé cuidadosamente. Cuando todo estuvo dentro, incluido un felino que acababa de traer, eché la llave, precinté la puerta y me fui a mi habitación, no sin antes avisar a Peters de que no bajaría a cenar. «Bien, señor», me respondió, y se fue escaleras aba­jo, pensando que me iría a la cama, que era lo que yo quería que creyese, ya que, si hubiese conocido mis intenciones, se habría preocupado, suponiendo para mí una molestia.

Cogí de mi habitación la cámara y el flash y me apresuré a regresar a la Habitación Gris. Entré en ella, me encerré con llave y la precinté, poniéndome manos a la obra, ya que tenía muchas cosas que hacer antes de que se hiciese de noche.

En primer lugar, quité todas las cintas que surcaban el sue­lo; después llevé el gato —seguía encerrado en su cesta— hasta la pared del fondo, y allí lo dejé. Volví al centro de la habita­ción y delimité un espacio de veintiún pies de diámetro, que barrí con una escoba de hisopo. Con una tiza, tracé a su al­rededor una circunferencia, teniendo cuidado de no pisar en­cima de ella. A su alrededor restregué varios dientes de ajo, formando una amplia banda circular y, cuando la completé, tomé, de entre lo que había depositado en el centro, una jarri­ta llena de un determinado tipo de agua. Rompí el lacre que la sellaba y le quité el tapón. Luego, mojando el dedo índice de la mano izquierda en ella, recorrí nuevamente la circunfe­rencia, trazando en el piso, exactamente sin sobrepasar la lí­nea de tiza, el Segundo Signo del Ritual Saaamaaa, uniendo cada uno de sus signos con una medialuna abierta a la izquier­da. Y puedo deciros que me sentí más a gusto cuando hube acabado todo aquello y completado el «Círculo de Agua».

A continuación seguí desembalando parte del material que había llevado. Coloqué una vela encendida en cada uno de los «valles» de las medialunas. Acto seguido, dibujé un pentáculo, de forma que cada una de las cinco puntas de la estre­lla protectora tocase la circunferencia de tiza. En cada una de ellas coloqué una porción de cierto tipo de pan, envuelto en tela de lino; y en cada uno de los cinco «valles», una jarra, sin tapar, del agua empleada en trazar el «Círculo de Agua». Así completé mi primera barrera protectora.

Cualquier persona, excepto los que conocéis algo de mis métodos de investigación, habría considerado todo aquello como un cúmulo de supersticiones desatinadas y ridículas; pero todos recordaréis «El caso del Velo Negro»: siempre he creído que, si salí con vida de él, fue debido a que utilicé un sistema protector muy parecido; mientras que Aster, por reírse de él y no guarecerse en su interior, murió.

Tomé la idea del Manuscrito Sigsand, escrito no después del siglo XIV. Al principio, como es natural, creí que era una prueba más de las supersticiones de la época, y sólo mucho después de su primera lectura se me ocurrió poner en prácti­ca lo que llamaba «defensa»; lo hice, como acabo de deciros, en aquel horrible asunto del Velo Negro. Ya sabéis cómo aca­bó. Después lo he usado en varias ocasiones y siempre salí airoso, hasta que me encontré con «El caso de las Pieles An­dantes». Como sólo se trataba de una «defensa» parcial, por poco no muero dentro del pentáculo. Después de aquello, llegó a mis manos el trabajo del profesor Garder titulado Ex­perimentos con un médium. Cuando rodeaba al médium con una corriente que alcanzaba en el vacío un cierto número de vibraciones, aquel perdía su poder... como si estuviese aislado de lo Inmaterial.

Aquello me hizo pensar y me condujo eventualmente al pentáculo eléctrico, que resulta ser una «defensa» de las más maravillosas contra ciertas manifestaciones. Adopté para aquel método defensivo la forma de la estrella de cinco puntas, porque personalmente no albergo duda alguna de que ese an­tiguo símbolo mágico posee alguna virtud extraordinaria. Resulta curioso que un hombre del siglo veinte llegue a admitirlo, ¿verdad? Pero, como todos sabéis, nunca me dejé, ni me dejaré, intimidar por el qué dirán. Y mientras me cuestiono las cosas, mantengo los ojos bien abiertos.

En el caso que os estoy contando, tenía pocas dudas de que no tuviera que vérmelas con algún monstruo sobrena­tural, por lo que me decidí a tomar todas las precauciones posibles, ya que el peligro que corría era abominables.

Comencé a montar el pentáculo eléctrico, de suerte que cada uno de sus «valles» y de sus «puntas» coincidiese con los «valles» y «puntas» del pentagrama trazado en el suelo. Acto seguido conecté la batería, y al instante los tubos de vacío que estaban entrelazados emitieron un pálido resplandor azul.

Miré a mi alrededor, con un suave suspiro de tranquilidad, comprendiendo súbitamente que había comenzado a atardecer, ya que la ventana de la pieza aparecía gris y poco acogedora. Eché un vistazo a lo largo y ancho de la estancia vacía, por encima de la doble barrera de luz, la eléctrica y la de las velas, y entonces me asaltó una súbita y desacostum­brada sensación de que algo no iba bien... Ya sabéis, era algo que estaba en el aire, como el presentimiento de que fuese a ocurrir algo sobrenatural. La habitación estaba impregna­da de un fuerte olor a ajo untado, algo que detesto sobremanera.

Me volví hacia la cámara y vi que tanto ella como el flash estaban en perfecto estado. Verifiqué con sumo cuidado el buen funcionamiento del revólver, aunque pensaba que no llegaría a necesitarlo, ya que, incluso en condiciones favora­bles, nunca se sabe el grado de materialización que puede al­canzar una criatura sobrenatural; por otra parte, ni siquiera era capaz de imaginarme lo terrible que podría ser la Cosa que iba a ver o la Presencia que iba a sentir. Era muy posible que, a fin de cuentas, tuviese que enfrentarme con algo ma­terial. Pero, como no lo sabía, lo único que podía hacer era estar preparado. Ya veis que no me había olvidado de las tres personas estranguladas en la cama que había cerca de mí, ni de los tremendos embates de la puerta que había oído. No tenía duda alguna de que me hallaba investigando un caso feo y peligroso.

Mientras tanto se había hecho de noche (aunque la habi­tación estuviese muy iluminada por las velas encendidas), y me sorprendí al comprobar que no hacía más que volver la cabeza y ver lo que tenía detrás, para después seguir andan­do por toda la habitación. Esperar dentro de ella la llegada de la Cosa era algo capaz de poner a prueba los nervios del más valiente.

De pronto fui consciente de que me envolvía un viento helado, casi imperceptible, que llegaba de detrás. Sentí un gran escalofrío y una feroz comezón se adueñó de mi nuca. Me volví rápidamente y me quedé mirando en la dirección de donde soplaba el extraño viento. Parecía provenir del rin­cón que estaba a la izquierda de la cama..., del mismo lugar donde, en dos ocasiones, había encontrado amontonada la ropa. Pero no conseguí distinguir nada fuera de lo corriente, ninguna abertura..., ¡nada!

De repente me di cuenta de que las velas comenzaban a parpadear bajo aquel viento innatural... Me quedé petrificado y estuve mirándolas, terriblemente espantado, durante va­rios minutos. ¡Sería incapaz de describiros lo horriblemente a disgusto que me sentía, mientras permanecía sentado bajo aquel viento gélido y corrupto! Y entonces..., ¡ff!, ¡ff!, ¡ff!..., las velas de la barrera externa se apagaron, y me encontré en una habitación bajo llave y precintada, sin más luz que el débil resplandor azulado del pentáculo eléctrico.

Pasó cierto tiempo de abominable tensión, durante el cual no dejó de soplar aquel viento. Entonces observé que algo se movía en el rincón a la izquierda de la cama. Era cons­ciente de ello gracias a algún sentido oculto e inusual, más que por la vista o el oído, pues el resplandor pálido y de cor­to alcance del pentáculo daba una luz demasiado pobre para distinguirlo. Así que, mientras la miraba fijamente, aquella Cosa comenzó a crecer lentamente... Era una sombra que se movía, un poco más oscura que las sombras que la rodea­ban. Perdí la Cosa entre la penumbra y, durante unos instan­tes, no hice más que mirar de un lado a otro, con una sensa­ción nueva, pero inconfundible, de peligro inminente. Sin embargo, fue la cama la que atrajo mi atención, pues todas las mantas acababan de ser arrancadas violentamente, con un movimiento furtivo y abominable. Oí el sonido que hacían las sábanas al deslizarse lentamente, pero no conseguí distin­guir nada de lo que tiraba de ellas. Aunque de manera sub­consciente e introspectiva, me di perfecta cuenta de que tenía la carne de gallina y de que sentía en la cabeza la comezón de antes. Y sin embargo estaba más calmado; lo suficiente para saber que tenía bañadas las manos en sudor frío y cam­biar de mano el revólver, casi inconscientemente, mientras me secaba la palma de la mano derecha en la pernera del pan­talón, sin apartar un instante la mirada puesta atentamente en aquellas ropas que se movían.

Los tenues sonidos que venían de la cama cesaron, y en su lugar se hizo un profundo silencio, sólo roto por los sor­dos latidos de la sangre en mis sienes. Sin embargo, casi de inmediato, volví a oír el roce de las ásbanas al abandonar la cama. En medio de la tensión nerviosa, me acordé de la cs­mara y la cogí, pero sin dejar de mirar a la cama. Y entonces, atended... De repente, toda la ropa de cama fue arrancada con extraordinaria violencia, y pude escuchar el ruido apaga­do que hacía al chocar contra el rincón.

Hubo unos momentos de absoluto silencio, quizá un par de minutos, en los que, como podréis imaginaros, me sentí fatal. ¡Era tanto el salvajismo con que habían sido arrancadas aquellas ropas! ¡Otra vez se había producido aquel fenóme­no sobrenatural, aunque, en aquella ocasión, ante mis ojos...!

De repente, a la altura de la puerta, oí un ligero ruido..., una especie de crujido, seguido de un repiqueteo en el piso. ¡Fui presa de un gran escalofrío, que me recorrió toda la nuca y la espina dorsal, pues el sello que precintaba la puerta aca­baba de romperse! Allí había algo. No podía ver la puerta; quiero decir que me resultaba imposible separar lo que veía de lo que me imaginaba. Sólo veía la puerta como una pro­longación de las paredes pintadas de gris... En aquel momen­to, me pareció que algo sombrío e indiferenciado se movía y agitaba sobre ellas, entre las sombras.

Comprobé que se estaba abriendo la puerta. Haciendo un esfuerzo considerable, cogí la cámara; pero antes de que pu­diera apuntar con ella, la puerta se cerró con un terrible golpetazo que retumbó en la habitación como si fuese un true­no. Me sobresalté como un niño asustado. Parecía como si detrás de aquel ruido hubiese un tremendo poder, como si se hubiese desencadenado una tremenda fuerza. ¿Compren­déis lo que quiero decir?

La puerta no volvió a sonar, pero poco después oí crujir la cesta donde estaba el gato. Un escalofrío me recorrió el espinazo. Comprendí que iba a saber definitivamente si aque­llo era letal o no. El gato emitió un terrible maullido que cesó abruptamente, y entonces —demasiado tarde—, apreté el disparador de la cámara. A la luz de aquel gran resplandor, observé que la cesta había sido volcada, su tapa arrancada, y el gato tenía medio cuerpo dentro y el otro medio fuera, en el piso. No vi más, pero lo poco que había visto me bastaba para saber que me encontraba en presencia de un ser que poseía la capacidad de destruir.

Durante los dos o tres minutos siguientes se hizo un extraño e inusitado silencio en la habitación. Como com­prenderéis, seguía medio deslumbrado por el flash, de modo que todo lo que se encontraba más allá de la luminosidad del pentáculo me parecía sumido en una tiniebla más negra que la pez. La situación era de lo más terrible. No podía ha­cer otra cosa que permanecer dentro de la estrella y girar alrededor de mis rodillas, intentando ver si la Cosa se me acercaba.

Gradualmente, fui recobrando la vista, lo que me sirvió de cierto consuelo; de repente, cerca del «círculo de agua», distinguí la Cosa que estaba buscando. Era grande, de contornos imprecisos, y oscilaba de una manera extraña, como si fuese la sombra de una enorme araña suspendida en el aire, justo al otro lado de la barrera. Dio rápidamente una vuelta alrededor del círculo y me pareció que intentaba venir a mi encuentro, pero lo único que consiguió fue retroceder con movimientos extraordinariamente convulsivos, como hubiera hecho una persona tras tocar la rejilla caliente de un horno.

Se movió dando vueltas y más vueltas, lo mismo que yo. Entonces, justo enfrente de uno de los «valles» del pentscu­lo, pareció detenerse, como si estuviese preparándose para hacer un tremendo esfuerzo. Se apartó del resplandor del tubo de vacío y acto seguido cargó hacia mí, dando la impresión de que adquiría forma y solidez a medida que se me acerca­ba. Parecía haber en aquella aproximación una determina­ción tan enormemente maligna, que hasta podría tener éxi­to. Como estaba de rodillas, me eché hacia atrás, cayendo sobre la cadera y mano izquierdas, en un intento descontro­lado de alejarme del avance de la Cosa. Con la mano derecha intenté coger el revólver, que había dejado caer, pero sin éxito. La bestial Cosa dio un gran salto por encima de la zona del ajo y del «círculo de agua», casi hasta llegar al pentáculo. Creo que chillé. Entonces, tan de improviso como se había acer­cado, pareció rebotar hacia atrás, por efecto de alguna fuerza invisible y poderosa.

Me hicieron falta unos instantes para comprender que esta­ba a salvo y resguardarme en el centro de los pentáculos; me sentía terriblemente vacío y afectado, y no dejaba de mirar el perímetro de la barrera, pero la Cosa había desaparecido. No obstante, ya sabía algo: que la Habitación Gris se hallaba embrujada por una mano monstruosa.

Súbitamente, mientras seguía en cuclillas, vi lo que le ha­bía proporcionado al monstruo una brecha en la barrera. Mientras me movía dentro del pentáculo, debí de tocar una de las jarras de agua, ya que, precisamente por donde la Cosa había lanzado su ataque, la jarra que protegía la «depresión» del «valle» se había desplazado hacia un lado, dejando desprotegida una de las cinco «puertas». Sin perder tiempo, volví a colocarla en su sitio, sintiéndome de nuevo a salvo, pues había corregido mi fallo y comprobado que la «defensa» aún seguía siendo efectiva. Renació en mí la esperanza de volver a ver la luz del día. Al darme cuenta de lo cerca que había estado la Cosa de salirse con la suya, me asaltó la triste, de­primente y aniquiladora sensación de que las «barreras» no podrían protegerme durante toda una noche contra seme­jante poder. ¿Me comprendéis?

Durante un buen tiempo no volví a ver la Mano; pero sí me pareció distinguir, en una o dos ocasiones, una extra­ña oscilación entre las sombras que estaban cerca de la puerta. Instantes después, como resultado de un acceso de maléfica rabia, el cadáver del gato, con un sonido blando y desagra­dable, fue a estrellarse contra el piso. En aquellos momentos me sentí como extraño.

Un minuto más tarde, la puerta se abrió y cerró dos ve­ces, con tremenda fuerza. Al instante, la Cosa se lanzó sobre mí desde las sombras, rápida y traicionera como un dardo. Instintivamente me eché a un lado y aparté una mano del pentáculo eléctrico, donde la había dejado en un momento de funesta negligencia. El monstruo fue violentamente re­pelido de la proximidad de los pentáculos, aunque —debido a mi inconcebible estupidez— había podido franquear por segunda vez las barreras exteriores. Estuve temblando durante unos instantes, lleno de miedo. Me puse de nuevo en el cen­tro de los pentáculos, y me senté en cuclillas, intentando abul­tar lo menos posible.

Mientras lo hacía, comencé a recapacitar vagamente en los dos «accidentes», que por poco permiten a la Bestia caer sobre mí. ¿No habría sido influenciado, de manera inconscien­te, para realizar aquellas acciones que habrían podido poner en peligro mi vida? Aquel pensamiento no se me fue de la cabeza, y desde entonces, vigilé todos mis movimientos. Al estirar, sin pensarlo, una pierna cansada, volqué una jarra de agua. Se vertió un poco de su contenido, pero gracias a mi desconfiada vigilancia pude ponerla rápidamente en pie dentro del «valle», ya que aún le quedaba un poco de agua. Pero, mientras lo hacía, la tremenda y negra mano, materializada a medias, surgió de las sombras y me atacó. Estaba tan cerca que poco le faltó para rozarme el rostro, pero, por tercera vez, una fuerza enorme que podía con ella la repelió. En aquel momento, además del pavor que había caído sobre mí, dejándome anonadado, sentí una especie de cansancio espiritual, como si una gracia interior, delicada y hermosa, hubiese sido mancillada. Esto es lo que se aprecia siempre que nos acercamos demasiado a lo sobrenatural, algo que, extraña­mente, resulta más terrible que cualquier dolor físico que po­damos sufrir. Ello me permitió ser consciente de la impor­tancia y proximidad del peligro, y así, durante largo tiempo, me sentí abrumado por la tremenda brutalidad que aquella Fuerza ejercía sobre mi espíritu. No puedo explicarlo de otra manera.

Una vez más me arrodillé en el centro de los pentáculos, estando tan pendiente de mí como del monstruo, pues no ignoraba que, si no me guardaba de cualquier impulso súbito que me asaltase, podría estar labrando mi propia destruc­ción. ¿Os dais cuenta de lo terrible que era todo aquello?

Pasé el reato de la noche en una atmósfera de espanto enfermizo, tan tenso que no podía hacer con naturalidad ningún movimiento. Tenía un miedo atroz de que cualquier deseo de moverme me fuese sugerido por la Influencia que sabía que estaba actuando sobre mí. Fuera de la barrera, aque­lla Cosa espectral seguía dando vueltas y más vueltas, inten­tando atraparme una y otra vez en el aire que me rodeaba. El cadáver del gato fue maltratado en dos ocasiones. En la segunda, oí como se le rompían con un crujido todos los hue­sos. Y durante todo el tiempo, el horrible viento siguió so­plando hacia mí desde el rincón que estaba a la izquierda de la cama.

Entonces, cuando llegó del cielo el primer toque de la aurora, el sobrenatural viento cesó en un instante y ya no pude ver indicio alguno de la Mano. El amanecer llegó lentamente, hasta que su desvaída luz llenó la habitación, ha­ciendo que el pálido resplandor del pentáculo eléctrico pare­ciera aún más irreal. Pero hasta que no fue plenamente de día, no hice esfuerzo alguno por aventurarme fuera de la ba­rrera, pues no ignoraba que en el brusco cesar de aquel vien­to podría haber alguna estratagema para atraerme fuera de los pentáculos.

Finalmente, cuando ya era muy de día y brillaba el sol, eché un último vistazo a mi alrededor y corrí hacia la puerta. Con las prisas y la agitación, ya me iba sin cerrarla con llave; la eché a toda prisa y me fui a mi habitación, donde me tumbé en la cama, en un intento de calmar mis nervios. Al poco tiempo se presentó Peters con el café y, cuando me lo hube tomado, le dije que tenía sueño, porque había estado levantado toda la noche. Cogió la bandeja y se fue tranquilamen­te, tras lo cual cerré la puerta con llave, me acosté y acabé por dormirme.

Me desperté a mediodía y, después de tomar algo, me fui a la Habitación Gris. Desconecté el pentáculo, que, en mi precipitación, había dejado funcionando, y también saqué el cadáver del gato. Como comprenderéis, no quería que nadie viese el cadáver del pobre animal.

Después procedí a un examen muy metódico del rincón donde había sido arrojada la ropa de cama. Hice varios agu­jeros en el entarimado, que sondeé, pero sin resultado. Entonces se me ocurrió probar en el rodapié. Así lo hice y escu­ché el choque de la sonda con el metal. La invertí, metiendo el extremo acabado en gancho, para pescar el obstáculo. Lo conseguí al segundo intento. Era un objeto pequeño que llevé a la ventana. Se trataba de una curiosa sortija, hecha de un metal grisáceo. Lo curioso de ella era que tenía la forma de un pentágono; es decir, la figura que se encuentra en el inte­rior del pentáculo mágico, que resulta de quitarle a éste los «montes» que forman las puntas de la estrella protectora. No estaba cincelada ni grabada.

Comprenderéis mi excitación cuando os diga que estaba seguro de tener en la mano la famosa Sortija de la Suerte de la familia Anderson, que además era el objeto más estrecha­mente relacionado con el caso de embrujamiento. Aquella sortija había pasado de padres a hijos a través de generacio­nes, y siempre —obedeciendo a alguna antigua tradición fa­miliar— cada uno de los hijos había prometido que jamás la llevaría. La sortija, según me habían dicho, había sido traída por un cruzado, en circunstancias muy peculiares... Pero la historia es demasiado larga para que ahora la cuentea.

Parece que el joven sir Hulbert, un antepasado del actual Anderson, había apostado una tarde, al parecer estando be­bido, que aquella noche llevaría la sortija. Así lo hizo, y a la mañana siguiente su esposa y el hijo de ambos aparecieron estrangulados en la cama de la habitación donde yo había esta­do. Como, al parecer, mucha gente pensó que el joven sir Hulbert había cometido los crímenes, llevado por el furor de su ebriedad, el aristócrata, para probar su inocencia, pasó la noche en aquella habitación. Y también fue estrangulado.

Desde entonces, y hasta que yo llegara, nadie había pasado la noche en la Habitación Gris. La sortija llevaba perdida tanto tiempo que su misma existencia había llegado a con­vertirse en un mito, por lo que estar allí resultaba algo de lo más extraordinario, y mucho más con aquel objeto en la mano, como podréis comprender.

Mientras me encontraba mirando la sortija, me asaltó una idea. ¿Y si, en cierta forma, se tratase de una «puerta»? ¿En­tendéis lo que quiero decir? Una especie de brecha en los límites del mundo, si se me permite la expresión. Era un pen­samiento singular. Y pensé que quizá no proviniera de mi propia mente, sino que podía tratarse de una advertencia de Fuera.

Como recordaréis, el viento había surgido del rincón de la habitación donde había encontrado la sortija. Estuve pon­derando mucho aquel dato. Y también su forma..., el inte­rior de un pentáculo. No tenía «montes» y recordaba lo que el Manuscrito Sigsand decía al respecto: «...Estos montes llámanse las Cinco Colinas de la Salvación. Hacer mengua de ellos es otorgar poderío al demonio; y acrecentar y favorecer las Cosas malignas.» Como veis, la forma de la sortija era significativa. Por eso me decidí a hacer un experimento.

Desarmé el pentáculo, ya que en cada ocasión debe ser montado de nuevo y alrededor de aquel a quien debe prote­ger. Tras cerrar la puerta con llave, salí de la habitación y me fui de la casa, ya que tenía que conseguir ciertos artículos, puesto que «ni yerbas ni fuego ni agua» deben ser usados por segunda vez. Volví cerca de las siete y media, y en cuanto subieron a la Habitación Gris las cosas que había llevado, despedí a Peters hasta el día siguiente, lo mismo que la no­che anterior. Cuando hubo desaparecido escaleras abajo, me dirigí a la habitación y cerré con llave la puerta, precintándola. Fui al centro de la pieza, donde habían colocado todo el material, y comencé a hacer a toda prisa una barrera alrede­dor de mí y de la sortija.

No recuerdo si os lo he explicado ya, pero mi razonamien­to consistía en que si la sortija era, de algún modo, un «me­dio de admisión», entonces, al estar confinada conmigo dentro del pentáculo eléctrico, se encontraría, por así decir, aislada. ¿Me seguís? La Fuerza, cuya expresión visible se concentra­ba en la Mano, se vería obligada a permanecer al otro lado de la barrera que separa el mundo sobrenatural del nuestro, ya que no tendría acceso a la «puerta».

Como iba diciendo, trabajaba lo más deprisa posible para tener terminada la barrera que me rodearía a mí y a la sortija, pues ya casi era demasiado tarde para seguir «desprotegido» en aquella estancia. Además, tenía la sensación de que aque­lla noche se llevaría a cabo un gran esfuerzo conducente a la recuperación de la sortija, pues estaba firmemente conven­cido de que era necesaria para la materialización. No tarda­réis en comprobar que tenía razón.

Una hora más tarde había completado las barreras y ya podréis haceros una idea de lo sosegado que me sentí cuan­do vi brillar de nuevo, alrededor de mí, el pálido resplandor del pentáculo eléctrico. A partir de aquel momento, y du­rante unas dos horas, permanecí tranquilamente sentado, mi­rando hacia el rincón de donde provenía el viento.

A eso de las once, tuve la extraña convicción de que a mi lado había algo, aunque durante una hora no ocurrió nada nuevo. De pronto sentí que el helado viento sobrenatural estaba soplando hacia mí. Para mi extrañeza, parecía venir de detrás; sacudido por un abominable escalofrío, me di la vuelta. El viento me dio en el rostro. Venía del piso, muy cerca de mí. Me quedé mirando hacia su dirección, agitado por nuevos escalofríos. ¡Valiente majadería había cometido! Allí estaba la sortija, muy cerca de mí, donde la había deja­do. Y mientras la miraba fijamente, aturdido, me di cuenta de que a su alrededor ocurría algo extraño... Las sombras parecían jugar y moverse con extrañas circunvoluciones. Me quedé mirándolas fijamente, como atontado. Y entonces comprendí que el viento que soplaba hacia mí procedía de la sortija. Un extraño e indiferenciado humo se hizo visible, como si se desprendiese de la sortija y se mezclase con las cam­biantes sombras. De golpe fui consciente de que me amenazaba algo mucho peor que un peligro mortal, pues las erráticas sombras que rodeaban la sortija se iban perfilando, mientras la mano letal comenzaba a formarse dentro del pentáculo. ¡Válgame Dios! ¿Os dais cuenta? Yo había abierto la «puer­ta» en el interior de los pentáculos, de suerte que la entidad podía pasar por ellos... difundiéndose en el mundo material como el gas que circula por una cañería.

Creo que me quedé en cuclillas durante un instante, presa de un horrorizado estupor. Entonces, en un gesto loco y desmañado, cogí la sortija con intención de arrojarla fuera del pentáculo. Pero se me escapó de la mano, como si una cosa invisible y viva la moviese de un lado para otro. Finalmente me hice con ella, pero en el mismo instante algo me la arrancó de los dedos con una fuerza increíble y brutal. Una gran sombra negra la cubrió, irguiéndose en el aire y dirigién­dose hacia mí. Era la Mano, enorme y casi completamente formada. Lancé un alarido enloquecido y salté por encima del pentáculo y del círculo de velas encendidas, corriendo desesperadamente hacia la puerta. Peleé, desmañada y estúpi­damente, con la llave, sin dejar de mirar fijamente a las barreras, con un miedo rayano en la locura. La Mano se abalan­zaba sobre mí; pero, del mismo modo que no había podido penetrar dentro del pentáculo mientras la sortija permanecía fuera de él, ahora que estaba dentro no podía franquearlo. El monstruo estaba encadenado, tanto como hubiera podi­do estarlo un animal susceptible de serlo.

Incluso en aquel momento me di rápidamente cuenta de ello, pero me encontraba demasiado afectado por el espan­to para poder razonar sobre la marcha. Así que, en cuanto conseguí atinar con la cerradura, salí fuera y cerré la puerta de golpe. Eché la llave y me dirigí a mi habitación, como mejor pude; temblaba tanto que apenas podía mantenerme en pie, como podéis imaginaros. Cerré por dentro y dejé la luz encendida; entonces me eché en la cama y estuve sin moverme durante una o dos horas, mientras me iba recupe­rando.

Más tarde, conseguí echar una cabezada, pero me desperté cuando Peters vino a traerme el café. Me sentí mucho me­jor después de habérmelo tomado y llevé conmigo al ancia­no mientras yo iba a echar un vistazo a la Habitación Gris. Abrí la puerta y fisgué en su interior. Todavía ardían las ve­las, desvaídas a la luz del día, mientras detrás de ellas relucía, pálida, la estrella formada por el pentáculo eléctrico. En su centro, aún estaba la sortija..., «la puerta del monstruo», como si fuese la cosa más natural e inofensiva del mundo.

Todo seguía en su sitio, por lo que supe que la Entidad no había conseguido cruzar los pentáculos. Entonces salí y eché la llave a la puerta.

Después de otro sueño de unas pocas horas, abandoné la casa, volviendo al comienzo de la tarde en un coche de pun­to. Traía conmigo un soplete oxhídrico y sus dos cilin­dros de gas. Llevé aquellas cosas hasta la Habitación Gris y allí, en el centro del pentáculo eléctrico, monté un pequeño horno. Cinco minutos más tarde, la Sortija de la Suerte, antaño la «suerte», pero más tarde la «maldición» de la fami­lia Anderson, no era más que una pequeña gota de metal fundido.

Carnacki hurgó en uno de sus bolsillos y sacó un envol­torio de papel de seda. Me lo pasó. Lo abrí y encontré una pequeña bola de metal grisáceo, que parecía de plomo, sólo que más duro y bastante más brillante.

—Bueno —dije al fin, después de haberla examinado y de pasarla a los presentes—. ¿Y así se acabó con el embrujamiento?

Carnacki asintió con la cabeza.

—En efecto —dijo—. Antes de irme, dormí tres veces se­guidas en la Habitación Gris. El viejo Peters por poco se des­maya cuando le conté lo que iba a hacer, pero, después de la tercera noche, pareció darse cuenta de que la mansión ha­bía vuelto a ser tan segura como una casa normal. Aunque casi os diría que en su fuero interno prefería la de antes.

Carnacki se levantó y comenzó a estrecharnos la mano.

—¡Fuera todo el mundo! —dijo con buen humor.

Y nos dirigimos a nuestras respectivas casas, meditan­do mientras caminábamos.

 

Título original:

The Gateway of the Monster

(The Idler, enero 1910)

 

 

 

 

 

 

 

 

CARNACKI, EL CAZAFANTASMAS

 

 

 

 

William Hope Hodgson

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ÍNDICE

 

 

 

La puerta del monstruo.........................                3

La casa entre los laureles......................                18

La habitación que silbaba.....................                31

El caballo de lo Invisible......................     44

El investigador de la casa apartada......       62

La cosa invisible...................................     81

El embrujamiento del Jarvee................      98

El hallazgo............................................         111

El cerdo.................................................       117

 



La puerta del monstruo

 

En respuesta a la acostumbrada postal de Carnacki que me invitaba a cenar y a escuchar una historia, me dirigí a Cheyne Walk, encontrándome con que las otras tres personas que siempre eran convocadas a aquellas entrañables tertulias habían llegado poco antes. Cinco minutos más tarde, Carnacki, Jessop, Taylor y yo nos entregábamos a esa «amable ocupación» de cenar.

—Esta vez no has estado fuera mucho tiempo —comenté, dirigiéndome a Carnacki, a punto ya de terminarme la sopa, olvidando, por un momento, que no le gustaba que se abor­dasen, siquiera, los aspectos colaterales de su historia hasta que no hubiera llegado el instante que consideraba oportuno. Entonces, él se convertiría en todo un torrente de palabras. —No —respondió lacónicamente, por lo que cambié de tema, haciendo la observación de que me había comprado un nuevo fusil.

Acogió la noticia con un inteligente asentimiento y una sonrisa, lo que me hizo pensar que mi intencionado cambio de conversación había sido aceptado por su parte con genui­no buen humor.

Más tarde, acabada la cena, Carnacki se instaló conforta­blemente en su gran sillón, encendió su pipa, y comenzó a contar su historia, prescindiendo casi de los preliminares:

Como Dodgson observaba hace unos momentos, he estado fuera muy poco tiempo, y por una buena razón... La ver­dad es que me encontraba muy cerca de este lugar. No voy a revelaros su localización exacta, aunque sí puedo deciros que dista de aquí menos de veinte millas; por eso no creo que un simple cambio de nombre vaya a estropear la historia. ¡Y vaya historia! Es una de las cosas más extraordinarias que jamás me habían ocurrido.

Hace unos quince días recibí una carta de un hombre, a quien daré el nombre de Anderson, solicitándome una en­trevista. Acepté recibirle y, cuando llegó, comprendí que lo que quería era que examinara, e incluso que resolviese, un caso antiguo y bien documentado de lo que él llamaba «em­brujamiento». Me abrumó con tantos detalles que acepté ocu­parme de él, ya que el asunto me parecía sin parangón con ningún caso conocido hasta entonces.

Dos días después, al atardecer, llegué a la casa en cuestión, descubriendo que se trataba de una vieja mansión que se er­guía solitaria en medio de sus dominios.

Anderson le había dejado una carta al mayordomo, en la que me rogaba que disculpara su ausencia, y ponía a mi disposición toda la casa para lo que precisase en mis investigaciones.

Era evidente que el mayordomo conocía el objeto de mi visita, así que en el transcurso de la cena, demasiado solitaria para mi gusto, le interrogué a fondo. Era un antiguo sirvien­te de la casa y sin duda gozaba en ella de privilegios, pues conocía con todo lujo de detalles la leyenda de la Habitación Gris. Por él me enteré de los particulares concernientes a dos cosas que Anderson sólo había mencionado de manera ca­sual. La primera, que a medianoche se podía oír la puerta de la Habitación Gris, abriéndose y cerrándose violentamen­te, por más que el propio mayordomo se encargara de ce­rrarla con llave y de que ésta permaneciera con las demás en el manojo que se guardaba en la despensa. La segunda, que la ropa de la cama que había en ella siempre se encontraba amontonada en uno de los rincones de la habitación.

Pero era el batir de la puerta lo que más alteraba al viejo mayordomo. En más de una ocasión, según me confesó, ha­bía permanecido despierto, escuchándola y temblando de mie­do, pues había momentos en que la puerta no dejaba de abrir­se y de cerrarse, ¡plam! ¡plam! ¡plam!, de suerte que resultaba imposible dormir.

Yo sabía, gracias a Anderson, que la habitación tenía una historia que se remontaba a más de ciento cincuenta años. En ella habían sido estranguladas tres personas: uno de sus antepasados, su esposa y el hijo de ambos. La historia era auténtica, ya que yo había puesto especial empeño en com­probarla; así pues, y con la convicción de que me disponía a investigar un caso excepcional, como os podéis imaginar, después de cenar subí al piso de arriba para echar un vistazo a la Habitación Gris.

Peters, el mayordomo, quiso ponerse en su puesto al en­terarse de mi proyecto y me aseguró que, en los veinte años que llevaba de servicio, nadie había entrado en aquella habi­tación después de anochecer. Me rogó, casi de modo pater­nal, que esperase hasta el día siguiente, cuando no hubiera peligro y él pudiera acompañarme.

Como es lógico, le dije que no se preocupase. Comenté que sólo iba a echar un vistazo y a poner cinco o seis precin­tos. No debía temer nada, ya que yo estaba muy acostum­brado a ese tipo de cosas. Pero mientras le hablaba no hacía más que mover la cabeza.

—No hay muchos fantasmas como los nuestros, señor —me aseguró, con lúgubre orgullo. ¡Y, por Júpiter, que estaba en lo cierto, como veréis!

Cogí un par de velas, y Peters me siguió con su manojo de llaves. Abrió la cerradura, pero no quiso seguirme al inte­rior de la estancia. Estaba visiblemente aterrado y me suplicó una vez más que dejara mi investigación hasta que fuese de día. Por supuesto que me reí de él y le dije que se podía po­ner al otro lado de la puerta y capturar a quien saliese por ella.

Eso no sale nunca, señor —precisó, con su divertida y arcaica manera de hablar. En cierto modo, intentaba prepa­rarme por si me asaltaba el miedo. Pero en aquel momento, como habréis podido comprender, el asustado era él.

Y allí se quedó, mientras yo procedía a examinar la habitación. Era amplia, muy bien surtida de muebles de estilo, entre los que destacaba la descomunal cama imperial que apoyaba su cabecera en la pared del fondo. Sobre la repisa de la chimenea había dos palmatorias y otras dos en cada una de las tres mesas de la habitación. Las encendí todas, con lo que la pieza me pareció menos lúgubre y deshabitada, aunque no olía a cerrado, lo que implicaba que alguien se ocupaba de su mantenimiento.

Después de haber echado un buen vistazo al lugar, pre­cinté las ventanas con cera y cinta de cometa, lo mismo que los cuadros, las paredes, la chimenea y las hornacinas de las paredes. Mientras hacía mi trabajo, el mayordomo se man­tuvo al otro lado de la puerta y no pude convencerle de que entrara, aunque me chanceara de vez en cuando de él, mientras, entre idas y venidas, iba fijando las cintas. Y él no para­ba de repetirme una y otra vez:

—Sé que el señor me perdonará, pero me agradaría que abandonara la habitación; temo ciertamente por el señor.

Le contesté que no me esperase, pero él se comportó no­blemente, tal y como creía que era su obligación. Me dijo que no podía irse y dejarme solo en aquel lugar. Se disculpó, dando a entender que era evidente que no me percataba del peligro que rondaba por aquella habitación; sin embargo yo pude ver que su terror iba en aumento. Pero me dio igual, porque tenía que dejar la habitación en tal estado que me permitiera saber si algún objeto material había entrado en ella, por lo que le rogué que no me molestara, a no ser que realmente oyera algo. Comenzaba a ponerme nervioso, pues el ambiente de aquella habitación ya era de por sí lo bastante lúgubre para que no se necesitara hacerlo más siniestro.

Seguí disponiéndolo todo durante algún tiempo más, ten­sando las cintas sobre el suelo y sellándolas, de suerte que el más mínimo roce bastase para romper la cera, por si acaso alguien se aventuraba a oscuras en la habitación con inten­ciones de gastar una broma.

Todo aquello me llevó más tiempo del que había previsto, ya que de repente oí que un reloj estaba dando las once. Me había quitado la chaqueta poco antes de ponerme a trabajar y, cuando prácticamente había acabado todo lo que tenía que hacer, atravesé la habitación para recogerla de encima del sofá, donde la había dejado... En el preciso momento en que me la estaba poniendo, llegó hasta mí la voz chillona y despavorida del viejo mayordomo, quien no había dicho una palabra durante la última hora:

—¡Deprisa, salga, señor! ¡Va a ocurrir algo!

¡Por Júpiter! Creo que di un salto. Entonces una de las velas de la mesa situada a la izquierda de la cama se apagó. No podría decir si por el viento o por cualquier otra causa; lo único que sé es que en ese instante estaba tan asustado que eché a correr hacia la puerta. Sin embargo, tengo el pla­cer de deciros que me detuve antes de llegar a ella. Me resul­taba imposible huir de una manera tan vergonzosa, con el mayordomo esperándome fuera, después de haberle largado el típico discurso de «¡Animo! ¡Hay que ser valiente!»

Así pues, volví sobre mis pasos, cogí las dos palmatorias que había en la repisa de la chimenea y atravesé la habitación, pasando al lado de la cama. Y la verdad, no vi nada. Apagué la vela que aún seguía encendida y las restantes de las otras dos mesas. Al otros lado de la puerta, el viejo repitió nuevamente:

—¡Oh, señor! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!

—Todo va bien, Peters —dije, pero, ¡diantre!, mi voz no sonaba tan convincente como pensaba. Me dirigí hacia la sa­lida, y tuve que esforzarme un tanto para no echar a correr. Como podéis imaginaros, di grandes zancadas. Cuando lle­gaba a la puerta, tuve la súbita sensación de que por la ha­bitación corría un viento frío. Era como si la ventana se hubiese abierto de repente. Cuando salí, el viejo mayordomo retrocedió unos pasos, de manera instintiva.

—¡Encienda las velas, Peters! —le espeté en tono imperio­so, poniéndole las palmatorias en las manos.

Me volví, cogí el pomo de la puerta y la cerré violenta­mente. ¿Me creeríais si os dijera que al hacerlo tuve la impre­sión de que algo se oponía? Pensé que sólo eran cosas de mi imaginación. Así que metí la llave en la cerradura y le di dos vueltas, primero una y después otra, asegurándome de que quedaba bien cerrada.

Tras aquello me sentí más tranquilo y procedí a precintar la puerta. En un exceso de celo, tapé con una de mis tarjetas de visita el ojo de la cerradura y lo precinté. A continuación me guardé la llave en un bolsillo y bajé por la escalera, acom­pañado de Peters, quien, nervioso y en silencio, abría la mar­cha. ¡Pobre diablo! Hasta aquel momento no me había dado cuenta de que en las últimas dos o tres horas se había visto sometido a una considerable tensión.

Al filo de la medianoche me fui a la cama. Mi habitación estaba al final del corredor donde se encontraba la Habitación Gris. Conté las puertas que me separaban de ella y vi que eran cinco. Estoy seguro de que comprenderéis que no me importó.

En el preciso momento en que comenzaba a desvestirme, se me ocurrió una idea. Cogí la vela y la cera de sellar y co­mencé a precintar las puertas de las cinco habitaciones: si en mitad de la noche alguna comenzaba a abrirse y cerrarse de golpe, sabría con exactitud cual era.

Volví a mi habitación, eché la llave y me metí en la cama. Un gran estruendo, que venía de algún lugar del corredor, me sacó de un profundo sueño. Me senté en la cama y agucé el oído, pero no capté nada. Encendí la vela, y en aquel mis­mo instante volví a oír el ruido que hacía una puerta cerrándose violentamente a lo largo del corredor.

Salté de la cama y cogí el revólver. Abrí la puerta y salí al corredor, con la vela bien alta y el revólver amartillado. Pero ocurrió algo inexplicable: fui completamente incapaz de dar un paso hacia la Habitación Gris. Ya sabéis que no soy nada cobarde. He estado metido en tantos asuntos implicados con apariciones fantasmales que nadie podría acusarme de serlo. Bueno, pues os confieso que estaba asustado, tan asustado como cualquier bendito crío. Aquella noche había en el aire algo terriblemente impío. Retrocedí hasta mi habitación, ce­rré la puerta y eché la llave. Toda la noche la pasé sentado en la cama, escuchando, casi hasta ponerme enfermo, el té­trico batir de una puerta situada en el extremo del corredor. El sonido parecía repercutir en toda la casa.

Finalmente, cuando alboreó el día, me lavé y vestí. La puerta no había sonado desde hacía una hora y ya comenza­ba a calmarme de los nervios. Me sentía avergonzado de mí mismo, cosa que en cierto modo era una sandez, ya que, cuan­do uno se mete en ese tipo de asuntos, hay ocasiones en que los nervios acaban por abandonarle. Y lo único que se puede hacer es quedarse sentado en silencio, llamándose cobarde hasta que uno se encuentra a salvo con la llegada del nuevo día. Pero quiero creer que hay ocasiones en que se trata de algo más que de mera cobardía. Pienso que en esas ocasiones hay Algo que nos avisa y lucha por nosotros. Pero me da igual, porque, indefectiblemente, siempre que ocurre me siento mal e incómodo conmigo mismo.

Cuando fue plenamente de día, abrí la puerta y, con el revólver en la mano, avancé despacio a lo largo del pasillo; al llegar al rellano vi subir por la escalera al viejo mayordo­mo, que me traía una taza de café. Se había puesto los pan­talones debajo de la camisa de dormir y calzaba un par de viejas zapatillas de paño.

—¡Hola, Peters! —dije, sintiéndome repentinamente ani­mado, pues estaba igual de contento que un niño perdido que acaba de encontrar a un ser humano—. ¿Adonde va con ese refrigerio?

El anciano se sobresaltó y vertió un poco de café. Me miró fijamente y pude apreciar su semblante pálido y desencaja­do. Se acercó hasta el rellano y me entregó la pequeña bandeja.

—Me encuentro ciertamente agradecido al comprobar que el señor se encuentra bien y a salvo —dijo—. En cierto mo­mento temí que el señor se hubiese atrevido a entrar en la Habitación Gris. He permanecido despierto toda la noche, por el sonido de la puerta. Y cuando ha empezado a amane­cer he pensado que debía hacerle una taza de café. Sabía que el señor iría a examinar los precintos y también que, en cier­to modo, dos personas están más seguras que una sola?.

—Peters —dije—, es usted encantador. Muy amable de su parte —y me tomé el café—. Venga —indiqué, mientras le de­volvía la bandeja—. Vamos a ver qué han hecho esos brutos. No he tenido el valor de ir a verlo de noche.

—¡Eso es algo que agradezco al señor! —replicó—. La gente de carne y hueso nada puede contra los demonios, y eso, se­ñor, es lo que hay en la Habitación Gris cuando se hace de noche.

Mientras avanzábamos por el pasillo, iba examinando los precintos de todas las puertas, encontrándolos intactos; pero, al llegar a la Habitación Gris, comprobé que el suyo estaba roto, aunque la tarjeta de visita del ojo de la cerradura no había sido tocada. La arranqué, metí la llave y abrí la puerta, más bien con precaución, como podéis imaginar; pero nada había en la habitación que pudiese causar espanto, la cual, por otra parte, estaba muy iluminada. Examiné todos los pre­cintos, sin encontrar uno solo que hubiese sido tocado. El viejo mayordomo, que me había seguido, dijo de improviso:

—¡La ropa de la cama, señor!

Corrí hacia el lecho y me fijé en él. En efecto, la ropa se encontraba en el rincón que había a su izquierda. ¡Por Júpi­ter! Imaginaos lo que sentí en aquel momento. Algo había estado en la habitación. Durante un momento, mi mirada no hizo otra cosa que ir de la cama a la ropa tirada en el suelo. Tenía la impresión de que no debía tocar ninguna de ambas cosas. El viejo Peters, sin embargo, no parecía tan afectado como yo. Fue a coger las mantas, para hacer nuevamente la cama, como sin duda venía haciendo a diario desde hacía vein­te años, pero yo se lo impedí. No quería que tocase nada hasta no haber terminado mi inspección. Invertí en ella más de una hora y sólo entonces permití a Peters que hiciera la cama, después de lo cual salimos fuera, y yo cerré la puerta, pues la habitación me estaba haciendo perder los nervios.

Di un corto paseo y almorcé a continuación, tras lo cual me sentí más dueño de mí. Volví a la Habitación Gris y, con ayuda de Peters y de una doncella, la vacié de todo su conte­nido, cuadros incluidos, no dejando más que la cama. Exa­miné las paredes, el piso y el techo, con ayuda de una sonda, un martillo y una lente de aumento, sin encontrar nada anor­mal. Puedo aseguraros que comenzaba a creer que alguna cosa increíble había campado por sus respetos en aquella habita­ción durante la pasada noche.

Coloqué nuevamente precintos a discreción y salí, echan­do la llave y precintando la puerta como hiciera anterior­mente.

Aquella noche, después de cenar, Peters y yo desembala­mos parte del material que había llevado conmigo, mientras instalaba mi cámara y su flash frente a la puerta de la Habitación Gris, de la que partía un hilo que iba hasta su disparador. Como veis, si de veras la puerta se abría, el fogonazo del flash la iluminaría, y quizá a la mañana siguiente podría­mos examinar una curiosa fotografía.

Lo último que hice antes de salir fue quitar la tapa que protegía el objetivo, tras lo cual me fui al dormitorio y me acosté, ya que tenía el propósito de levantarme a medianoche; para estar bien seguro, ajusté mi pequeño despertador a la hora indicada y dejé encendida la vela.

La campanilla me despertó a las doce; me levanté, me puse una bata y unas zapatillas, deslicé el revólver en el bolsillo inferior derecho y abrí la puerta. Encendí la lámpara con fil­tro rojo que utilizo para revelar y la ajusté para que diera su­ficiente luz. Recorrí a lo largo del corredor unos treinta pa­sos, con ella en la mano, y la deposité en el suelo, de suerte que pudiese mostrarme cualquier cosa que se acercase a lo largo del oscuro pasaje. Entonces regresé y me senté en el um­bral de mi habitación, con el revólver al alcance de la mano, sin perder de vista el corredor, justo hasta el lugar donde sa­bía que había dejado la cámara, fuera de la puerta de la Habi­tación Gris.

Llevaba vigilando cerca de hora y media, cuando de pronto oí un tenue ruido que venía del corredor. En seguida noté un extraño hormigueo en la base del cráneo, y mis manos comenzaron a transpirar ligeramente. Un instante después, el tramo final del pasillo se iluminaba con un resplandor im­previsto. Después de aquello, regresaron las tinieblas y yo escruté nerviosamente el extremo del corredor, aguzando an­siosamente el oído, en un afán de distinguir lo que se encon­traba más allá del tenue y rojo resplandor de mi linterna, que entonces me pareció ridículamente débil en comparación con el tremendo fogonazo del flash... Y en aquel momento, mien­tras estaba inclinado hacia delante, mirando fijamente y es­cuchando, llegó hasta mí el demoledor estruendo de la puerta de la Habitación Gris. El sonido parecía llenar por completo el largo corredor y suscitar cavernosos ecos en toda la casa. Os diré que me sentí fatal... como si no tuviese más que agua en las venas. Sencillamente terrible. ¡Por Júpiter! ¡Cómo me quedé, mientras escrutaba las tinieblas e intentaba oír algo! Y entonces volvió, ¡plam! ¡plam! ¡plam!, y de nuevo se hizo el silencio, que era mucho peor que el ruido de la puerta, pues yo me imaginaba que alguna brutal entidad se deslizaba furtivamente hacia mí a lo largo del corredor.

De pronto se me apagó la linterna y no pude ver más allá de una yarda. Inmediatamente comprendí que, quedándome allí sentado, cometía una auténtica estupidez, por lo que me levanté de un salto. Mientras lo hacía, me pareció oír un ruido en el pasillo, muy cerca de mí, así que me abalancé ha­cia mi habitación, cerré la puerta de golpe y eché la llave por dentro.

Me senté en la cama y me quedé mirando fijamente hacia la puerta. Tenía el revólver en la mano, aunque me pareciera algo que estaba abominablemente fuera de lugar. ¿Podéis com­prenderlo? Sentía que había algo al otro lado de la puerta. Por alguna razón desconocida, sabía que estaba haciendo pre­sión contra ella y que no era consistente. Eso fue justamente lo que pensé. ¡Y la ocurrencia era de lo más extraordinario, si pensáis un poco en ello!

No tardé en recobrar un poco de valor, y me puse a tra­zar en el piso, a toda prisa y ayudándome de un trozo de tiza, un pentáculo, en cuyo interior me quedé sentado hasta que llegó la aurora. Durante todo ese tiempo, en el corre­dor, la puerta de la Habitación Gris siguió haciendo ruido a intervalos solemnes y terroríficos. Aquella noche fue para mí algo terrible y espantoso.

A medida que fue despuntando el día, el batir de la puer­ta decayó en intensidad. Al fin, haciendo acopio de valor, avancé por el corredor bañado en la penumbra y tapé el objetivo de la cámara. Y os diré que me costó bastante deci­dirme; pero, si no lo hubiera hecho, la fotografía se habría estropeado, y eso era algo que quería evitar a toda costa. Vol­ví a mi habitación y lo primero que hice fue borrar la estrella de cinco puntas dentro de la cual me había sentado.

Media hora más tarde, llamaban discretamente a la puer­ta. Era Peters con mi café. Después de tomármelo, fuimos a ver la Habitación Gris. A medida que avanzaba por el pasi­llo iba fijándome en los precintos de las demás puertas, que se hallaban intactos. El de la Habitación Gris estaba roto, lo mismo que el hilo que iba a dar al disparador del flash, pero la tarjeta de visita que tapaba el ojo de la cerradura seguía en su sitio. La arranqué y abrí la puerta.

No observamos nada fuera de lo corriente hasta que no nos acercamos a la cama; entonces vimos, como el día an­terior, que la ropa de la cama había sido quitada y tirada en el rincón de la izquierda, exactamente en el mismo lu­gar que la otra vez. Me asaltó una extraña sensación, que no bastó para que me olvidara de comprobar todos los precin­tos, constatando que ninguno había sido roto. Me volví, miré al viejo Peters y él me miró a mí, asintiendo con la cabeza.

—¡Vámonos de aquí! —dije—. No es éste lugar para que una persona pueda entrar sin la protección suficientes.

Cuando salimos, eché la llave y precinté de nuevo la puerta.

Después del almuerzo revelé el negativo, pero sólo se distinguía en él la puerta de la Habitación Gris, entreabierta. Entonces me fui de la casa, porque había comprendido que necesitaba ciertas sustancias y accesorios, necesarios para pro­teger la vida, o quizá el espíritu, ya que pensaba pasar la si­guiente noche en la Habitación Gris.

Hacia las cinco y media volví en un coche de punto con toda la impedimenta, que Peters y yo subimos hasta la Ha­bitación Gris, en cuyo centro yo mismo la apilé cuidadosamente. Cuando todo estuvo dentro, incluido un felino que acababa de traer, eché la llave, precinté la puerta y me fui a mi habitación, no sin antes avisar a Peters de que no bajaría a cenar. «Bien, señor», me respondió, y se fue escaleras aba­jo, pensando que me iría a la cama, que era lo que yo quería que creyese, ya que, si hubiese conocido mis intenciones, se habría preocupado, suponiendo para mí una molestia.

Cogí de mi habitación la cámara y el flash y me apresuré a regresar a la Habitación Gris. Entré en ella, me encerré con llave y la precinté, poniéndome manos a la obra, ya que tenía muchas cosas que hacer antes de que se hiciese de noche.

En primer lugar, quité todas las cintas que surcaban el sue­lo; después llevé el gato —seguía encerrado en su cesta— hasta la pared del fondo, y allí lo dejé. Volví al centro de la habita­ción y delimité un espacio de veintiún pies de diámetro, que barrí con una escoba de hisopo. Con una tiza, tracé a su al­rededor una circunferencia, teniendo cuidado de no pisar en­cima de ella. A su alrededor restregué varios dientes de ajo, formando una amplia banda circular y, cuando la completé, tomé, de entre lo que había depositado en el centro, una jarri­ta llena de un determinado tipo de agua. Rompí el lacre que la sellaba y le quité el tapón. Luego, mojando el dedo índice de la mano izquierda en ella, recorrí nuevamente la circunfe­rencia, trazando en el piso, exactamente sin sobrepasar la lí­nea de tiza, el Segundo Signo del Ritual Saaamaaa, uniendo cada uno de sus signos con una medialuna abierta a la izquier­da. Y puedo deciros que me sentí más a gusto cuando hube acabado todo aquello y completado el «Círculo de Agua».

A continuación seguí desembalando parte del material que había llevado. Coloqué una vela encendida en cada uno de los «valles» de las medialunas. Acto seguido, dibujé un pentáculo, de forma que cada una de las cinco puntas de la estre­lla protectora tocase la circunferencia de tiza. En cada una de ellas coloqué una porción de cierto tipo de pan, envuelto en tela de lino; y en cada uno de los cinco «valles», una jarra, sin tapar, del agua empleada en trazar el «Círculo de Agua». Así completé mi primera barrera protectora.

Cualquier persona, excepto los que conocéis algo de mis métodos de investigación, habría considerado todo aquello como un cúmulo de supersticiones desatinadas y ridículas; pero todos recordaréis «El caso del Velo Negro»: siempre he creído que, si salí con vida de él, fue debido a que utilicé un sistema protector muy parecido; mientras que Aster, por reírse de él y no guarecerse en su interior, murió.

Tomé la idea del Manuscrito Sigsand, escrito no después del siglo XIV. Al principio, como es natural, creí que era una prueba más de las supersticiones de la época, y sólo mucho después de su primera lectura se me ocurrió poner en prácti­ca lo que llamaba «defensa»; lo hice, como acabo de deciros, en aquel horrible asunto del Velo Negro. Ya sabéis cómo aca­bó. Después lo he usado en varias ocasiones y siempre salí airoso, hasta que me encontré con «El caso de las Pieles An­dantes». Como sólo se trataba de una «defensa» parcial, por poco no muero dentro del pentáculo. Después de aquello, llegó a mis manos el trabajo del profesor Garder titulado Ex­perimentos con un médium. Cuando rodeaba al médium con una corriente que alcanzaba en el vacío un cierto número de vibraciones, aquel perdía su poder... como si estuviese aislado de lo Inmaterial.

Aquello me hizo pensar y me condujo eventualmente al pentáculo eléctrico, que resulta ser una «defensa» de las más maravillosas contra ciertas manifestaciones. Adopté para aquel método defensivo la forma de la estrella de cinco puntas, porque personalmente no albergo duda alguna de que ese an­tiguo símbolo mágico posee alguna virtud extraordinaria. Resulta curioso que un hombre del siglo veinte llegue a admitirlo, ¿verdad? Pero, como todos sabéis, nunca me dejé, ni me dejaré, intimidar por el qué dirán. Y mientras me cuestiono las cosas, mantengo los ojos bien abiertos.

En el caso que os estoy contando, tenía pocas dudas de que no tuviera que vérmelas con algún monstruo sobrena­tural, por lo que me decidí a tomar todas las precauciones posibles, ya que el peligro que corría era abominables.

Comencé a montar el pentáculo eléctrico, de suerte que cada uno de sus «valles» y de sus «puntas» coincidiese con los «valles» y «puntas» del pentagrama trazado en el suelo. Acto seguido conecté la batería, y al instante los tubos de vacío que estaban entrelazados emitieron un pálido resplandor azul.

Miré a mi alrededor, con un suave suspiro de tranquilidad, comprendiendo súbitamente que había comenzado a atardecer, ya que la ventana de la pieza aparecía gris y poco acogedora. Eché un vistazo a lo largo y ancho de la estancia vacía, por encima de la doble barrera de luz, la eléctrica y la de las velas, y entonces me asaltó una súbita y desacostum­brada sensación de que algo no iba bien... Ya sabéis, era algo que estaba en el aire, como el presentimiento de que fuese a ocurrir algo sobrenatural. La habitación estaba impregna­da de un fuerte olor a ajo untado, algo que detesto sobremanera.

Me volví hacia la cámara y vi que tanto ella como el flash estaban en perfecto estado. Verifiqué con sumo cuidado el buen funcionamiento del revólver, aunque pensaba que no llegaría a necesitarlo, ya que, incluso en condiciones favora­bles, nunca se sabe el grado de materialización que puede al­canzar una criatura sobrenatural; por otra parte, ni siquiera era capaz de imaginarme lo terrible que podría ser la Cosa que iba a ver o la Presencia que iba a sentir. Era muy posible que, a fin de cuentas, tuviese que enfrentarme con algo ma­terial. Pero, como no lo sabía, lo único que podía hacer era estar preparado. Ya veis que no me había olvidado de las tres personas estranguladas en la cama que había cerca de mí, ni de los tremendos embates de la puerta que había oído. No tenía duda alguna de que me hallaba investigando un caso feo y peligroso.

Mientras tanto se había hecho de noche (aunque la habi­tación estuviese muy iluminada por las velas encendidas), y me sorprendí al comprobar que no hacía más que volver la cabeza y ver lo que tenía detrás, para después seguir andan­do por toda la habitación. Esperar dentro de ella la llegada de la Cosa era algo capaz de poner a prueba los nervios del más valiente.

De pronto fui consciente de que me envolvía un viento helado, casi imperceptible, que llegaba de detrás. Sentí un gran escalofrío y una feroz comezón se adueñó de mi nuca. Me volví rápidamente y me quedé mirando en la dirección de donde soplaba el extraño viento. Parecía provenir del rin­cón que estaba a la izquierda de la cama..., del mismo lugar donde, en dos ocasiones, había encontrado amontonada la ropa. Pero no conseguí distinguir nada fuera de lo corriente, ninguna abertura..., ¡nada!

De repente me di cuenta de que las velas comenzaban a parpadear bajo aquel viento innatural... Me quedé petrificado y estuve mirándolas, terriblemente espantado, durante va­rios minutos. ¡Sería incapaz de describiros lo horriblemente a disgusto que me sentía, mientras permanecía sentado bajo aquel viento gélido y corrupto! Y entonces..., ¡ff!, ¡ff!, ¡ff!..., las velas de la barrera externa se apagaron, y me encontré en una habitación bajo llave y precintada, sin más luz que el débil resplandor azulado del pentáculo eléctrico.

Pasó cierto tiempo de abominable tensión, durante el cual no dejó de soplar aquel viento. Entonces observé que algo se movía en el rincón a la izquierda de la cama. Era cons­ciente de ello gracias a algún sentido oculto e inusual, más que por la vista o el oído, pues el resplandor pálido y de cor­to alcance del pentáculo daba una luz demasiado pobre para distinguirlo. Así que, mientras la miraba fijamente, aquella Cosa comenzó a crecer lentamente... Era una sombra que se movía, un poco más oscura que las sombras que la rodea­ban. Perdí la Cosa entre la penumbra y, durante unos instan­tes, no hice más que mirar de un lado a otro, con una sensa­ción nueva, pero inconfundible, de peligro inminente. Sin embargo, fue la cama la que atrajo mi atención, pues todas las mantas acababan de ser arrancadas violentamente, con un movimiento furtivo y abominable. Oí el sonido que hacían las sábanas al deslizarse lentamente, pero no conseguí distin­guir nada de lo que tiraba de ellas. Aunque de manera sub­consciente e introspectiva, me di perfecta cuenta de que tenía la carne de gallina y de que sentía en la cabeza la comezón de antes. Y sin embargo estaba más calmado; lo suficiente para saber que tenía bañadas las manos en sudor frío y cam­biar de mano el revólver, casi inconscientemente, mientras me secaba la palma de la mano derecha en la pernera del pan­talón, sin apartar un instante la mirada puesta atentamente en aquellas ropas que se movían.

Los tenues sonidos que venían de la cama cesaron, y en su lugar se hizo un profundo silencio, sólo roto por los sor­dos latidos de la sangre en mis sienes. Sin embargo, casi de inmediato, volví a oír el roce de las ásbanas al abandonar la cama. En medio de la tensión nerviosa, me acordé de la cs­mara y la cogí, pero sin dejar de mirar a la cama. Y entonces, atended... De repente, toda la ropa de cama fue arrancada con extraordinaria violencia, y pude escuchar el ruido apaga­do que hacía al chocar contra el rincón.

Hubo unos momentos de absoluto silencio, quizá un par de minutos, en los que, como podréis imaginaros, me sentí fatal. ¡Era tanto el salvajismo con que habían sido arrancadas aquellas ropas! ¡Otra vez se había producido aquel fenóme­no sobrenatural, aunque, en aquella ocasión, ante mis ojos...!

De repente, a la altura de la puerta, oí un ligero ruido..., una especie de crujido, seguido de un repiqueteo en el piso. ¡Fui presa de un gran escalofrío, que me recorrió toda la nuca y la espina dorsal, pues el sello que precintaba la puerta aca­baba de romperse! Allí había algo. No podía ver la puerta; quiero decir que me resultaba imposible separar lo que veía de lo que me imaginaba. Sólo veía la puerta como una pro­longación de las paredes pintadas de gris... En aquel momen­to, me pareció que algo sombrío e indiferenciado se movía y agitaba sobre ellas, entre las sombras.

Comprobé que se estaba abriendo la puerta. Haciendo un esfuerzo considerable, cogí la cámara; pero antes de que pu­diera apuntar con ella, la puerta se cerró con un terrible golpetazo que retumbó en la habitación como si fuese un true­no. Me sobresalté como un niño asustado. Parecía como si detrás de aquel ruido hubiese un tremendo poder, como si se hubiese desencadenado una tremenda fuerza. ¿Compren­déis lo que quiero decir?

La puerta no volvió a sonar, pero poco después oí crujir la cesta donde estaba el gato. Un escalofrío me recorrió el espinazo. Comprendí que iba a saber definitivamente si aque­llo era letal o no. El gato emitió un terrible maullido que cesó abruptamente, y entonces —demasiado tarde—, apreté el disparador de la cámara. A la luz de aquel gran resplandor, observé que la cesta había sido volcada, su tapa arrancada, y el gato tenía medio cuerpo dentro y el otro medio fuera, en el piso. No vi más, pero lo poco que había visto me bastaba para saber que me encontraba en presencia de un ser que poseía la capacidad de destruir.

Durante los dos o tres minutos siguientes se hizo un extraño e inusitado silencio en la habitación. Como com­prenderéis, seguía medio deslumbrado por el flash, de modo que todo lo que se encontraba más allá de la luminosidad del pentáculo me parecía sumido en una tiniebla más negra que la pez. La situación era de lo más terrible. No podía ha­cer otra cosa que permanecer dentro de la estrella y girar alrededor de mis rodillas, intentando ver si la Cosa se me acercaba.

Gradualmente, fui recobrando la vista, lo que me sirvió de cierto consuelo; de repente, cerca del «círculo de agua», distinguí la Cosa que estaba buscando. Era grande, de contornos imprecisos, y oscilaba de una manera extraña, como si fuese la sombra de una enorme araña suspendida en el aire, justo al otro lado de la barrera. Dio rápidamente una vuelta alrededor del círculo y me pareció que intentaba venir a mi encuentro, pero lo único que consiguió fue retroceder con movimientos extraordinariamente convulsivos, como hubiera hecho una persona tras tocar la rejilla caliente de un horno.

Se movió dando vueltas y más vueltas, lo mismo que yo. Entonces, justo enfrente de uno de los «valles» del pentscu­lo, pareció detenerse, como si estuviese preparándose para hacer un tremendo esfuerzo. Se apartó del resplandor del tubo de vacío y acto seguido cargó hacia mí, dando la impresión de que adquiría forma y solidez a medida que se me acerca­ba. Parecía haber en aquella aproximación una determina­ción tan enormemente maligna, que hasta podría tener éxi­to. Como estaba de rodillas, me eché hacia atrás, cayendo sobre la cadera y mano izquierdas, en un intento descontro­lado de alejarme del avance de la Cosa. Con la mano derecha intenté coger el revólver, que había dejado caer, pero sin éxito. La bestial Cosa dio un gran salto por encima de la zona del ajo y del «círculo de agua», casi hasta llegar al pentáculo. Creo que chillé. Entonces, tan de improviso como se había acer­cado, pareció rebotar hacia atrás, por efecto de alguna fuerza invisible y poderosa.

Me hicieron falta unos instantes para comprender que esta­ba a salvo y resguardarme en el centro de los pentáculos; me sentía terriblemente vacío y afectado, y no dejaba de mirar el perímetro de la barrera, pero la Cosa había desaparecido. No obstante, ya sabía algo: que la Habitación Gris se hallaba embrujada por una mano monstruosa.

Súbitamente, mientras seguía en cuclillas, vi lo que le ha­bía proporcionado al monstruo una brecha en la barrera. Mientras me movía dentro del pentáculo, debí de tocar una de las jarras de agua, ya que, precisamente por donde la Cosa había lanzado su ataque, la jarra que protegía la «depresión» del «valle» se había desplazado hacia un lado, dejando desprotegida una de las cinco «puertas». Sin perder tiempo, volví a colocarla en su sitio, sintiéndome de nuevo a salvo, pues había corregido mi fallo y comprobado que la «defensa» aún seguía siendo efectiva. Renació en mí la esperanza de volver a ver la luz del día. Al darme cuenta de lo cerca que había estado la Cosa de salirse con la suya, me asaltó la triste, de­primente y aniquiladora sensación de que las «barreras» no podrían protegerme durante toda una noche contra seme­jante poder. ¿Me comprendéis?

Durante un buen tiempo no volví a ver la Mano; pero sí me pareció distinguir, en una o dos ocasiones, una extra­ña oscilación entre las sombras que estaban cerca de la puerta. Instantes después, como resultado de un acceso de maléfica rabia, el cadáver del gato, con un sonido blando y desagra­dable, fue a estrellarse contra el piso. En aquellos momentos me sentí como extraño.

Un minuto más tarde, la puerta se abrió y cerró dos ve­ces, con tremenda fuerza. Al instante, la Cosa se lanzó sobre mí desde las sombras, rápida y traicionera como un dardo. Instintivamente me eché a un lado y aparté una mano del pentáculo eléctrico, donde la había dejado en un momento de funesta negligencia. El monstruo fue violentamente re­pelido de la proximidad de los pentáculos, aunque —debido a mi inconcebible estupidez— había podido franquear por segunda vez las barreras exteriores. Estuve temblando durante unos instantes, lleno de miedo. Me puse de nuevo en el cen­tro de los pentáculos, y me senté en cuclillas, intentando abul­tar lo menos posible.

Mientras lo hacía, comencé a recapacitar vagamente en los dos «accidentes», que por poco permiten a la Bestia caer sobre mí. ¿No habría sido influenciado, de manera inconscien­te, para realizar aquellas acciones que habrían podido poner en peligro mi vida? Aquel pensamiento no se me fue de la cabeza, y desde entonces, vigilé todos mis movimientos. Al estirar, sin pensarlo, una pierna cansada, volqué una jarra de agua. Se vertió un poco de su contenido, pero gracias a mi desconfiada vigilancia pude ponerla rápidamente en pie dentro del «valle», ya que aún le quedaba un poco de agua. Pero, mientras lo hacía, la tremenda y negra mano, materializada a medias, surgió de las sombras y me atacó. Estaba tan cerca que poco le faltó para rozarme el rostro, pero, por tercera vez, una fuerza enorme que podía con ella la repelió. En aquel momento, además del pavor que había caído sobre mí, dejándome anonadado, sentí una especie de cansancio espiritual, como si una gracia interior, delicada y hermosa, hubiese sido mancillada. Esto es lo que se aprecia siempre que nos acercamos demasiado a lo sobrenatural, algo que, extraña­mente, resulta más terrible que cualquier dolor físico que po­damos sufrir. Ello me permitió ser consciente de la impor­tancia y proximidad del peligro, y así, durante largo tiempo, me sentí abrumado por la tremenda brutalidad que aquella Fuerza ejercía sobre mi espíritu. No puedo explicarlo de otra manera.

Una vez más me arrodillé en el centro de los pentáculos, estando tan pendiente de mí como del monstruo, pues no ignoraba que, si no me guardaba de cualquier impulso súbito que me asaltase, podría estar labrando mi propia destruc­ción. ¿Os dais cuenta de lo terrible que era todo aquello?

Pasé el reato de la noche en una atmósfera de espanto enfermizo, tan tenso que no podía hacer con naturalidad ningún movimiento. Tenía un miedo atroz de que cualquier deseo de moverme me fuese sugerido por la Influencia que sabía que estaba actuando sobre mí. Fuera de la barrera, aque­lla Cosa espectral seguía dando vueltas y más vueltas, inten­tando atraparme una y otra vez en el aire que me rodeaba. El cadáver del gato fue maltratado en dos ocasiones. En la segunda, oí como se le rompían con un crujido todos los hue­sos. Y durante todo el tiempo, el horrible viento siguió so­plando hacia mí desde el rincón que estaba a la izquierda de la cama.

Entonces, cuando llegó del cielo el primer toque de la aurora, el sobrenatural viento cesó en un instante y ya no pude ver indicio alguno de la Mano. El amanecer llegó lentamente, hasta que su desvaída luz llenó la habitación, ha­ciendo que el pálido resplandor del pentáculo eléctrico pare­ciera aún más irreal. Pero hasta que no fue plenamente de día, no hice esfuerzo alguno por aventurarme fuera de la ba­rrera, pues no ignoraba que en el brusco cesar de aquel vien­to podría haber alguna estratagema para atraerme fuera de los pentáculos.

Finalmente, cuando ya era muy de día y brillaba el sol, eché un último vistazo a mi alrededor y corrí hacia la puerta. Con las prisas y la agitación, ya me iba sin cerrarla con llave; la eché a toda prisa y me fui a mi habitación, donde me tumbé en la cama, en un intento de calmar mis nervios. Al poco tiempo se presentó Peters con el café y, cuando me lo hube tomado, le dije que tenía sueño, porque había estado levantado toda la noche. Cogió la bandeja y se fue tranquilamen­te, tras lo cual cerré la puerta con llave, me acosté y acabé por dormirme.

Me desperté a mediodía y, después de tomar algo, me fui a la Habitación Gris. Desconecté el pentáculo, que, en mi precipitación, había dejado funcionando, y también saqué el cadáver del gato. Como comprenderéis, no quería que nadie viese el cadáver del pobre animal.

Después procedí a un examen muy metódico del rincón donde había sido arrojada la ropa de cama. Hice varios agu­jeros en el entarimado, que sondeé, pero sin resultado. Entonces se me ocurrió probar en el rodapié. Así lo hice y escu­ché el choque de la sonda con el metal. La invertí, metiendo el extremo acabado en gancho, para pescar el obstáculo. Lo conseguí al segundo intento. Era un objeto pequeño que llevé a la ventana. Se trataba de una curiosa sortija, hecha de un metal grisáceo. Lo curioso de ella era que tenía la forma de un pentágono; es decir, la figura que se encuentra en el inte­rior del pentáculo mágico, que resulta de quitarle a éste los «montes» que forman las puntas de la estrella protectora. No estaba cincelada ni grabada.

Comprenderéis mi excitación cuando os diga que estaba seguro de tener en la mano la famosa Sortija de la Suerte de la familia Anderson, que además era el objeto más estrecha­mente relacionado con el caso de embrujamiento. Aquella sortija había pasado de padres a hijos a través de generacio­nes, y siempre —obedeciendo a alguna antigua tradición fa­miliar— cada uno de los hijos había prometido que jamás la llevaría. La sortija, según me habían dicho, había sido traída por un cruzado, en circunstancias muy peculiares... Pero la historia es demasiado larga para que ahora la cuentea.

Parece que el joven sir Hulbert, un antepasado del actual Anderson, había apostado una tarde, al parecer estando be­bido, que aquella noche llevaría la sortija. Así lo hizo, y a la mañana siguiente su esposa y el hijo de ambos aparecieron estrangulados en la cama de la habitación donde yo había esta­do. Como, al parecer, mucha gente pensó que el joven sir Hulbert había cometido los crímenes, llevado por el furor de su ebriedad, el aristócrata, para probar su inocencia, pasó la noche en aquella habitación. Y también fue estrangulado.

Desde entonces, y hasta que yo llegara, nadie había pasado la noche en la Habitación Gris. La sortija llevaba perdida tanto tiempo que su misma existencia había llegado a con­vertirse en un mito, por lo que estar allí resultaba algo de lo más extraordinario, y mucho más con aquel objeto en la mano, como podréis comprender.

Mientras me encontraba mirando la sortija, me asaltó una idea. ¿Y si, en cierta forma, se tratase de una «puerta»? ¿En­tendéis lo que quiero decir? Una especie de brecha en los límites del mundo, si se me permite la expresión. Era un pen­samiento singular. Y pensé que quizá no proviniera de mi propia mente, sino que podía tratarse de una advertencia de Fuera.

Como recordaréis, el viento había surgido del rincón de la habitación donde había encontrado la sortija. Estuve pon­derando mucho aquel dato. Y también su forma..., el inte­rior de un pentáculo. No tenía «montes» y recordaba lo que el Manuscrito Sigsand decía al respecto: «...Estos montes llámanse las Cinco Colinas de la Salvación. Hacer mengua de ellos es otorgar poderío al demonio; y acrecentar y favorecer las Cosas malignas.» Como veis, la forma de la sortija era significativa. Por eso me decidí a hacer un experimento.

Desarmé el pentáculo, ya que en cada ocasión debe ser montado de nuevo y alrededor de aquel a quien debe prote­ger. Tras cerrar la puerta con llave, salí de la habitación y me fui de la casa, ya que tenía que conseguir ciertos artículos, puesto que «ni yerbas ni fuego ni agua» deben ser usados por segunda vez. Volví cerca de las siete y media, y en cuanto subieron a la Habitación Gris las cosas que había llevado, despedí a Peters hasta el día siguiente, lo mismo que la no­che anterior. Cuando hubo desaparecido escaleras abajo, me dirigí a la habitación y cerré con llave la puerta, precintándola. Fui al centro de la pieza, donde habían colocado todo el material, y comencé a hacer a toda prisa una barrera alrede­dor de mí y de la sortija.

No recuerdo si os lo he explicado ya, pero mi razonamien­to consistía en que si la sortija era, de algún modo, un «me­dio de admisión», entonces, al estar confinada conmigo dentro del pentáculo eléctrico, se encontraría, por así decir, aislada. ¿Me seguís? La Fuerza, cuya expresión visible se concentra­ba en la Mano, se vería obligada a permanecer al otro lado de la barrera que separa el mundo sobrenatural del nuestro, ya que no tendría acceso a la «puerta».

Como iba diciendo, trabajaba lo más deprisa posible para tener terminada la barrera que me rodearía a mí y a la sortija, pues ya casi era demasiado tarde para seguir «desprotegido» en aquella estancia. Además, tenía la sensación de que aque­lla noche se llevaría a cabo un gran esfuerzo conducente a la recuperación de la sortija, pues estaba firmemente conven­cido de que era necesaria para la materialización. No tarda­réis en comprobar que tenía razón.

Una hora más tarde había completado las barreras y ya podréis haceros una idea de lo sosegado que me sentí cuan­do vi brillar de nuevo, alrededor de mí, el pálido resplandor del pentáculo eléctrico. A partir de aquel momento, y du­rante unas dos horas, permanecí tranquilamente sentado, mi­rando hacia el rincón de donde provenía el viento.

A eso de las once, tuve la extraña convicción de que a mi lado había algo, aunque durante una hora no ocurrió nada nuevo. De pronto sentí que el helado viento sobrenatural estaba soplando hacia mí. Para mi extrañeza, parecía venir de detrás; sacudido por un abominable escalofrío, me di la vuelta. El viento me dio en el rostro. Venía del piso, muy cerca de mí. Me quedé mirando hacia su dirección, agitado por nuevos escalofríos. ¡Valiente majadería había cometido! Allí estaba la sortija, muy cerca de mí, donde la había deja­do. Y mientras la miraba fijamente, aturdido, me di cuenta de que a su alrededor ocurría algo extraño... Las sombras parecían jugar y moverse con extrañas circunvoluciones. Me quedé mirándolas fijamente, como atontado. Y entonces comprendí que el viento que soplaba hacia mí procedía de la sortija. Un extraño e indiferenciado humo se hizo visible, como si se desprendiese de la sortija y se mezclase con las cam­biantes sombras. De golpe fui consciente de que me amenazaba algo mucho peor que un peligro mortal, pues las erráticas sombras que rodeaban la sortija se iban perfilando, mientras la mano letal comenzaba a formarse dentro del pentáculo. ¡Válgame Dios! ¿Os dais cuenta? Yo había abierto la «puer­ta» en el interior de los pentáculos, de suerte que la entidad podía pasar por ellos... difundiéndose en el mundo material como el gas que circula por una cañería.

Creo que me quedé en cuclillas durante un instante, presa de un horrorizado estupor. Entonces, en un gesto loco y desmañado, cogí la sortija con intención de arrojarla fuera del pentáculo. Pero se me escapó de la mano, como si una cosa invisible y viva la moviese de un lado para otro. Finalmente me hice con ella, pero en el mismo instante algo me la arrancó de los dedos con una fuerza increíble y brutal. Una gran sombra negra la cubrió, irguiéndose en el aire y dirigién­dose hacia mí. Era la Mano, enorme y casi completamente formada. Lancé un alarido enloquecido y salté por encima del pentáculo y del círculo de velas encendidas, corriendo desesperadamente hacia la puerta. Peleé, desmañada y estúpi­damente, con la llave, sin dejar de mirar fijamente a las barreras, con un miedo rayano en la locura. La Mano se abalan­zaba sobre mí; pero, del mismo modo que no había podido penetrar dentro del pentáculo mientras la sortija permanecía fuera de él, ahora que estaba dentro no podía franquearlo. El monstruo estaba encadenado, tanto como hubiera podi­do estarlo un animal susceptible de serlo.

Incluso en aquel momento me di rápidamente cuenta de ello, pero me encontraba demasiado afectado por el espan­to para poder razonar sobre la marcha. Así que, en cuanto conseguí atinar con la cerradura, salí fuera y cerré la puerta de golpe. Eché la llave y me dirigí a mi habitación, como mejor pude; temblaba tanto que apenas podía mantenerme en pie, como podéis imaginaros. Cerré por dentro y dejé la luz encendida; entonces me eché en la cama y estuve sin moverme durante una o dos horas, mientras me iba recupe­rando.

Más tarde, conseguí echar una cabezada, pero me desperté cuando Peters vino a traerme el café. Me sentí mucho me­jor después de habérmelo tomado y llevé conmigo al ancia­no mientras yo iba a echar un vistazo a la Habitación Gris. Abrí la puerta y fisgué en su interior. Todavía ardían las ve­las, desvaídas a la luz del día, mientras detrás de ellas relucía, pálida, la estrella formada por el pentáculo eléctrico. En su centro, aún estaba la sortija..., «la puerta del monstruo», como si fuese la cosa más natural e inofensiva del mundo.

Todo seguía en su sitio, por lo que supe que la Entidad no había conseguido cruzar los pentáculos. Entonces salí y eché la llave a la puerta.

Después de otro sueño de unas pocas horas, abandoné la casa, volviendo al comienzo de la tarde en un coche de pun­to. Traía conmigo un soplete oxhídrico y sus dos cilin­dros de gas. Llevé aquellas cosas hasta la Habitación Gris y allí, en el centro del pentáculo eléctrico, monté un pequeño horno. Cinco minutos más tarde, la Sortija de la Suerte, antaño la «suerte», pero más tarde la «maldición» de la fami­lia Anderson, no era más que una pequeña gota de metal fundido.

Carnacki hurgó en uno de sus bolsillos y sacó un envol­torio de papel de seda. Me lo pasó. Lo abrí y encontré una pequeña bola de metal grisáceo, que parecía de plomo, sólo que más duro y bastante más brillante.

—Bueno —dije al fin, después de haberla examinado y de pasarla a los presentes—. ¿Y así se acabó con el embrujamiento?

Carnacki asintió con la cabeza.

—En efecto —dijo—. Antes de irme, dormí tres veces se­guidas en la Habitación Gris. El viejo Peters por poco se des­maya cuando le conté lo que iba a hacer, pero, después de la tercera noche, pareció darse cuenta de que la mansión ha­bía vuelto a ser tan segura como una casa normal. Aunque casi os diría que en su fuero interno prefería la de antes.

Carnacki se levantó y comenzó a estrecharnos la mano.

—¡Fuera todo el mundo! —dijo con buen humor.

Y nos dirigimos a nuestras respectivas casas, meditan­do mientras caminábamos.

 

Título original:

The Gateway of the Monster

(The Idler, enero 1910)

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