EL APOSENTO SILBANTE
William Hope Hodgson
Carnacki me estrechó amistosamente la mano
cuando llegué, un poco tarde. Luego abrió la puerta del comedor y nos acomodó a
los cuatro -Jessop, Arkright, Taylor y yo- para almorzar.
Comimos muy bien, como de costumbre, y
también como de costumbre Carnacki permaneció completamente silencioso durante
el almuerzo. Al terminar, ocupamos con nuestro vino y nuestros cigarros los
lugares habituales y Carnacki -tras instalarse cómodamente en su enorme sillón-
empezó, sin preliminares de ninguna clase:
-Acabo de regresar de Irlanda, otra vez. Y
he pensado que os interesaría oír mi relato. Además, creo que veré la cosa
mucho más clara después de haberla contado con pelos y señales. He de confesar
que hasta ahora me ha tenido completamente desconcertado. He tropezado con uno
de los casos más singulares de encantamiento -o de alguna clase de diableria-
de que nunca tuve noticia. Ahora, escuchad.
He pasado las últimas semanas en el
Castillo de Iastrae, a unas veinte millas al nordeste de Galway. Hace un mes
recibí una carta de un tal Mr. Sid K. Tassoc, que al parecer había comprado el
lugar últimamente y se trasladó a él... para descubrir que había adquirido una
propiedad muy singular.
Cuando llegué allí, Tassoc me esperaba en
la estación y me llevó en su coche al castillo. Vivía en él con su hermano
menor y otro norteamericano que parecía ser medio-sirviente, medio-compañero.
Por lo visto, todos los criados habían abandonado el lugar y los tres hombres
tenían que cuidar de sí mismos, con la ayuda de alguna mujer que acudía en las
horas diurnas.
Prepararon un frugal refrigerio y Tassoc
me habló del extraño silbido mientras estábamos a la mesa. Algo extraordinario
y distinto a todo lo que hasta entonces me había ocupado, aunque debo reconocer
que aquel Caso del Zumbido fue también de lo más raro.
Tassoc empezó la historia por la mitad:
-Tenemos un aposento en este tugurio
-dijo-, en el que resuena un silbido infernal, algo espantoso. La cosa empieza
en cualquier momento, nunca se sabe cuándo, y continúa hasta asustarle a uno.
No es un silbido corriente, y no tiene nada que ver con el viento. Espere a
oírlo.
-Todos llevamos revólver -dijo el más
joven, dando una palmada al bolsillo de su chaqueta.
-¿Tan malo es? -inquirí.
El hermano mayor asintió.
-Es posible que yo sea blando -dijo-, pero
espere a oírlo. A veces creo que es algo infernal, e inmediatamente después
tengo la seguridad de que alguien nos está gastando una broma pesada.
-¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué ganarían con
ello?
-Se refiere usted -dijo- a que la gente
suele tener algún motivo para entretenerse en este tipo de cosas. Bueno, se lo
explicaré. Hay una dama en esta región que responde al nombre de Miss Donnehue
y que va a convertirse en mi esposa, dentro de dos meses. Es muy guapa, pero,
por lo que veo, he metido la cabeza en un nido de avispas irlandesas... Un
montón de fogosos jóvenes la han estado cortejando durante los dos últimos
años, y ahora que me he presentado yo y les he birlado a Miss Donnehue, sus
sentimientos hacia mí no puede decirse que sean amistosos, precisamente.
¿Empieza usted a comprender las posibilidades?
-Sí -dije-. Aunque, de todos modos, no veo
la relación que puede tener con ese aposento.
-Trataré de explicárselo -dijo-. Cuando me
comprometí con Miss Donnehue, busqué un lugar para vivir y compré este
castillo. Más tarde le dije a ella que había decidido instalarme aquí
definitivamente. Y entonces ella me preguntó si no me inspiraba miedo el
aposento silbante. Le contesté que era la primera noticia que tenía de tal
aposento, ya que no había oído absolutamente nada. Se hallaban presentes
algunos de sus amigos y me di cuenta de que se miraban el uno al otro,
sonriendo con malicia. Aquello me intrigó y me indujo a efectuar algunas
pesquisas, las cuales me permitieron descubrir que varias personas habían
comprado este lugar durante los últimos veinte años. Y todas habían terminado
por renunciar a vivir en él.
«Bueno, lo cierto es que aquellos jóvenes
empezaron a tomarme el pelo y a decirme que estaban dispuestos a apostar
conmigo a que no vivía seis meses en esta mansión. Miré a Miss Donnehue, pero
me di cuenta de que ella no se lo tomaba a broma. En parte, creo, porque el tono
de los jóvenes era muy burlón, como ya he dicho, y en parte porque realmente
creía que había algo de cierto en la leyenda del aposento silbante.
«Sin embargo, no estaba dispuesto a
permitir que se rieran de mí, y cubrí todas sus apuestas. Sospecho que algunos
de ellos recibirán un duro golpe, a menos de que yo pierda; lo cual no pienso
hacer. Bueno, ya conoce usted prácticamente toda la historia.
-No estoy de acuerdo -dije-. Lo único que
sé es que ha comprado usted un castillo con un aposento en el que sucede algo
«raro», y que ha hecho usted algunas apuestas. Sé también que sus criados se
asustaron hasta el punto de marcharse de aquí. Cuénteme algo acerca del
silbido.
-¡Oh, eso! -dijo Tassoc-. Empezó la
segunda noche que pasamos aquí. Como puede suponer, había examinado
cuidadosamente el aposento en cuestión a la luz del día, ya que aquella charla
en Arlestrae -donde vive Miss Donnehue- me había intrigado un poco. Pero me
pareció tan normal como cualquiera de las otras habitaciones del ala antigua,
algo más solitaria, tal vez. Pero esta última sensación podía haber sido
provocada por aquella misma charla.
»El silbido empezó alrededor de las diez
la segunda noche, como ya he dicho. Tom y yo estábamos en la biblioteca cuando
oímos un extraño silbido procedente del Pasadizo Este: el aposento se encuentra
en el Ala Este, desde luego.
»-¡Ahí está el fantasma! -le dije a Tom.
»De modo que cogimos las lámparas de
encima de la mesa y fuimos a echar una mirada. Mientras avanzábamos a lo largo
del pasadizo se me hizo un nudo en la garganta, hasta tal punto resultaba
horrible el silbido. Era una especie de melodía, hasta cierto punto, aunque
sería más exacto describirlo como la risa burlona de un diablo o de algo
corrompido resonando detrás de nuestra espalda. Esta es la impresión que me
causó.
»Cuando llegamos el aposento no esperamos,
sino que abrimos la puerta de par en par, y entonces el sonido me golpeó en
plena cara. Tom dijo que a él le había ocurrido lo mismo: se sintió sorprendido
y desconcertado. Echamos una mirada en torno nuestro, pero nos pusimos tan
nerviosos que salimos de allí y yo cerré la puerta con llave.
»Bajamos aquí y nos servimos un buen
trago. Entonces nos entonamos un poco y empezamos a darnos cuenta de que nos
habíamos dejado tomar el pelo. De modo que nos armamos con un buen garrote cada
uno y salimos a reconocer el terreno, pensando que alguno de aquellos malditos
irlandeses se estaba divirtiendo a costa nuestra jugando a los fantasmas. Pero
no vimos absolutamente nada ni oímos el menor sonido.
»Volvimos a entrar en la casa, la
recorrimos de extremo a extremo y luego hicimos otra visita al aposento. Pero
no pudimos soportarlo. Tuvimos que salir rápidamente y cerrar de nuevo la
puerta. No sé cómo traducirlo en palabras, pero tenía la sensación de haber
tropezado con algo que era pútridamente peligroso. ¿Comprende? Desde entonces,
siempre vamos armados.
»Desde luego, al día siguiente pusimos
patas arriba el aposento y toda la casa, e incluso exploramos los alrededores,
pero no encontramos nada anormal. Y ahora no sé qué pensar, excepto que esos
salvajes irlandeses están poniendo en práctica algún plan para tratar de
echarme de aquí.
-¿Ha hecho algo desde entonces? -le
pregunté.
-Sí -dijo-. Montar guardia delante de la
puerta del aposento por la noche, explorar palmo a palmo los alrededores, y
sondear las paredes y el suelo de la habitación. Hemos hecho todo lo que se nos
ha ocurrido que podíamos hacer, hasta que la cosa ha empezado a atacarnos los
nervios y hemos decidido llamarle a usted.
Por entonces habíamos terminado de cenar.
En el momento en que nos levantábamos de la mesa, Tassoc exclamó súbitamente:
-¡Ssh! ¡Escuchen!
Guardamos un profundo silencio,
escuchando. Entonces lo oí, un silbido extraordinariamente claro, monstruoso e
inhumano, que llegaba desde muy lejos a través de los pasadizos, a mi derecha.
-¡Dios mío! -exclamó Tassoc-. ¡Y apenas ha
anochecido! Cojan esas velas, y vamos.
Al cabo de unos instantes habíamos salido
todos del comedor y corríamos escaleras arriba. Tassoc se adentró por un largo
pasillo y nosotros le seguimos, haciendo pantalla con la mano para proteger
nuestras velas mientras corríamos. El sonido pareció llenar todo el pasadizo a
medida que avanzábamos por él, hasta que experimenté la sensación de que todo
el aire palpitaba bajo el poder de alguna Fuerza Inmensa: la sensación de que
nos envolvía algo corrompido y monstruoso.
Tassoc abrió la puerta, la empujó con el
pie y se precipitó al interior del aposento, empuñando el revólver. El sonido
nos golpeó en pleno rostro con un efecto imposible de describir a alguien que
no lo haya oído: con una horrible nota personal en él, como si lo llenara todo
y al mismo tiempo se dirigiera particularmente a cada uno de nosotros.
Permanecer allí y escuchar equivalía a ser anonadado por la Realización. Era
como si alguien nos mostrara súbitamente la boca de un inmenso pozo y dijera:
«Eso es el Infierno». Y uno supiera que le habían dicho la verdad.
Entramos en el aposento sosteniendo en
alto las velas y eché una rápida ojeada a mi alrededor. Estaba ensordecido por
el estridente silbido. De pronto, tuve la impresión de que una voz me susurraba
claramente:
«¡Sal de aquí... aprisa! ¡Aprisa!
¡Aprisa!»
Como sabéis muy bien, nunca desdeño esa
clase de avisos. A veces pueden ser los nervios, simplemente, pero, como
recordaréis, uno de esos avisos me salvó en el Caso del «Perro Gris» y en los
«Experimentos de Dedo Amarillo», así como en otras ocasiones. De modo que me
volví en redondo hacia los otros.
-¡Fuera! -dije-. ¡Por el amor de Dios,
fuera, aprisa!
Y un momento después nos encontrábamos
todos en el pasadizo.
Al horrible silbido se mezcló ahora un
aullido espantoso y luego, como un trueno. Finalmente, un profundo silencio lo
envolvió todo. Cerré la puerta. Después, cogiendo la llave, miré a los otros.
Estaban mortalmente pálidos, y supongo que mi rostro debía estar cubierto por
la misma palidez. Permanecimos unos instantes inmóviles, en silencio.
-Creo que un poco de whisky nos sentará
bien -dijo finalmente Tassoc, esforzándose en dominar el temblor de su voz.
Y echó a andar por el pasillo. Le
seguimos. Yo cerraba la marcha y sabía que todos nosotros mirábamos con recelo
por encima de nuestros hombros. Cuando llegamos abajo, Tassoc llenó cuatro
vasos y apuró de un trago el contenido del suyo. Luego se sentó pesadamente.
-Es algo encantador para tenerlo en casa,
¿no es cierto? -dijo. Y añadió-: ¿Por qué diablos nos hizo usted salir de allí
con tanta prisa, Carnacki?
-Tuve la impresión de que alguien me
advertía que debía salir rápidamente del aposento -contesté-. Ya sé que suena a
superstición... pero cuando se está tratando con cosas de este tipo hay que
tenerlo todo en cuenta, por fantástico que parezca, y arriesgarse a que se rían
de uno.
Entonces le conté el caso del «Perro
Gris», y Tassoc no dejó de hacer gestos de asentimiento durante mi relato.
-Desde luego -dije-, en este caso puede
tratarse de un simple truco ideado por sus rivales en amores, pero
personalmente opino que hay algo brutal y peligroso en el asunto, y pienso
mantener los ojos muy abiertos.
Charlamos durante largo rato, y luego
Tassoc sugirió una partida de billar. Jugamos con aire distraído, ya que
nuestra atención estaba concentrada en la puerta, hacia la cual tendíamos el
oído, esperando percibir el horrible sonido; pero no ocurrió nada, y poco
después Tassoc propuso que nos acostáramos temprano y que al día siguiente, por
la mañana, lleváramos a cabo un minucioso reconocimiento de la habitación.
Mi dormitorio se encontraba en la parte más
moderna del castillo y la puerta se abría a la galería de los retratos. En el
extremo oriental de la galería se hallaba situada la entrada al pasadizo del
Ala Este; la puerta que daba acceso al pasadizo era de madera de roble, muy
recia, de dos hojas, y su aspecto anticuado contrastaba singularmente con el
más moderno de las puertas de las diversas habitaciones.
Cuando llegué a mi cuarto no me acosté,
sino que empecé a desempaquetar los instrumentos que llevaba en mi baúl. Me
proponía tomar un par de medidas preliminares en mi investigación del
extraordinario silbido.
Poco después, todo quedó en silencio. Me
deslicé fuera de mi habitación y me dirigí a la entrada del gran pasadizo. Abrí
la puerta y proyecté el haz luminoso de mi linterna a lo largo del pasillo.
Estaba vacío, de modo que crucé la puerta y la entorné detrás de mí. A
continuación avancé por el gran pasadizo, sosteniendo la linterna con una mano
y aferrando con la otra la culata de mi revólver.
Me había colgado un «collar protector» de
ajos alrededor del cuello, y el olor parecía llenar el pasillo, infundiéndome
una sensación de seguridad; ya que, como todos sabéis, el ajo es una
«protección» maravillosa contra las formas más corrientes de
semimaterialización Aeiirii por medio de las cuales suponía que podía
ser producido el silbido, aunque en aquel período de mi investigación estaba
aún dispuesto a aceptar que se debía a alguna causa completamente natural, ya
que resulta asombroso el enorme número de casos que acaban resultando sin nada
anormal.
Además del collar, me había taponado los
oídos con ajo, y como no pensaba pasar más que unos minutos en el aposento, me
consideraba suficientemente protegido.
Cuando llegué a la puerta y hundí la mano
en mi bolsillo en busca de la llave, experimenté una repentina sensación de
malestar, provocado por el miedo. Pero no iba a retroceder, si podía evitarlo.
De modo que abrí la puerta e hice girar el pomo. Luego la enipujé fuertemente
con el pie, como había hecho Tassoc, y empuñé mi revólver, aunque lo cierto es
que no esperaba verme obligado a utilizarlo.
Iluminé el interior del aposento con mi
linterna y luego entré en él con la desagradable sensación de que me estaba
metiendo en la boca del lobo, como vulgarmente se dice, y de que me acechaba un
peligro. Permanecí inmóvil unos segundos, expectante, y no pasó nada: el vacío
aposento se revelaba desnudo de rincón a rincón. Súbitamente me di cuenta de
que la estancia estaba llena de un silencio deliberado, tan ominoso como
cualquiera de los horribles sonidos que los Seres misteriosos pueden producir.
¿Recordáis lo que os conté acerca del caso del «Jardín Silencioso»? Pues bien,
aquel aposento estaba lleno del mismo malévolo silencio: el espantoso
silencio de algo que nos está mirando desde su invisibilidad y piensa con
maligno placer que nos tiene a su alcance. ¡Oh! Lo reconocí inmediatamente y me
apresuré a graduar el foco de mi linterna de modo que iluminara todo el
aposento.
Luego empecé a trabajar rápidamente,
dirigiendo continuas miradas a mi alrededor. Precinté las dos ventanas con
cabellos humanos, de una parte a otra. Mientras trabajaba, la atmósfera pareció
hacerse más tensa y el silencio, por así decirlo, más sólido. Supe entonces que
no tenía nada que hacer allí sin una «plena protección», ya que estaba prácticamente
seguro de que no se trataba de un simple desarrollo Aeiirii, sino de una
de las peores formas, tales como las Saiitii; como en aquel Caso del «Hombre
Gruñón». ¿Lo recordáis?
Terminé con las ventanas y me acerqué al
hogar. Era enorme, con una extraña horquilla de hierro sobresaliendo de la
parte posterior del arco. Precinté la abertura con siete cabellos humanos: el
séptimo cruzando a los otros seis.
Entonces, cuando terminaba mi tarea, un
silbido leve y burlón llenó el aposento. Un escalofrío recorrió mi espina
dorsal. El espantoso sonido era una parodia extraordinaria y grotesca de
silbido humano, demasiado gigantesco para ser humano: como si algo enorme y
monstruoso emitiera los sonidos suavemente. Mientras permanecía allí un último
momento, apretando el precinto final, tuve pocas dudas de que había tropezado
con uno de esos raros y horribles casos de lo Inanimado reproduciendo
las funciones de lo Animado. Agarré mi linterna y me dirigí rápidamente
hacia la puerta, mirando por encima de mi hombro y tendiendo el oído a lo que
esperaba. Llegó en el preciso instante en que mi mano hacía girar el pomo: un
chillido de rabia increiblemente maligna, abriéndose paso a través del silbido.
Me precipité al pasadizo, cerrando la puerta con llave detrás de mí.
Me apoyé contra la pared del pasillo,
sintiéndome más bien extrañado por lo próximo que había sonado el chillido... «no
hay modo de ponerse a salvo cuando el monstruo tiene poder para hablar a través
de la madera y de la piedra». Así reza el párrafo de la Sigsand MS,
y yo lo demostré en el Caso de la «Puerta Colgante». No existe ninguna
protección contra esta forma particular de monstruo, excepto quizás por un
periodo fraccional de tiempo; ya que puede reproducirse a sí mismo o tomar para
su propósito el mismo material protector que se utiliza contra él, y tiene
poder para «formarse dentro de la estrella de cinco puntas», aunque no
inmediatamente. Existe, desde luego, la posibilidad de pronunciar la Última
Línea Desconocida del Rito Saasmaa, pero es demasiado insegura y el peligro
demasiado espantoso, e incluso en el más favorable de los casos sólo tiene
poder para proteger durante «cinco latidos del corazón», como dice la Sigsand.
Dentro del aposento había ahora un silbido
continuo, meditativo, pero de pronto se interrumpió y el silencio pareció mucho
peor, ya que era uno de aquellos silencios cargados de amenazas latentes.
Al cabo de unos instantes precinté la
puerta con unos cabellos cruzados, me deslicé a lo largo del gran pasadizo y
fui a acostarme.
Durante largo rato permanecí despierto,
pero eventualmente logré conciliar el sueño. Sin embargo, alrededor de las dos
de la mañana me despertó el silbido, que llegaba hasta mí a través de las
puertas cerradas. El sonido era enorme y parecía latir a través de toda la
casa, como si algún gigante monstruoso se refocilara consigo mismo al extremo
de aquel gran pasadizo.
Me incorporé y me senté en el borde de la
cama, preguntándome si debía ir a echar una mirada a los precintos, cuando
llamaron a mi puerta e inmediatamente después entró Tassoc en mi cuarto, con un
batín encima de su pijama.
-Pensé que el silbido le habría despertado
y se me ocurrió venir a charlar un rato con usted -dijo-. Yo no puedo
dormir. ¡Hermoso! ¿No es cierto?
-Extraordinario -dije, y le ofrecí mi
pitillera.
Tassoc encendió un cigarrillo y nos
sentamos y hablamos durante casi una hora, sin que cesara de llegar hasta
nosotros el silbido procedente del extremo del gran pasadizo.
Súbitamente, Tassoc se puso en pie:
-Tomemos nuestros revólveres y vayamos a
echarle una mirada a la bestia -dijo, volviéndose hacia la puerta.
-¡No! -dije-. Por Dios... ¡NO! Todavía no
puedo decir nada definitivo, pero creo que el aposento encierra un gran
peligro.
-¿Quiere usted decir que está hechizado...
realmente hechizado? -inquirió Tassoc en tono muy serio, sin el menor
asomo de ironía en su voz.
Le dije, desde luego, que no podía dar una
respuesta concreta a aquella pregunta, pero que confiaba en poder hacerlo
pronto. Luego le di una pequeña conferencia acerca de la Falsa
Re-Materialización de la Fuerza-Animada a través de lo Inerte-Inanimado.
Entonces empezó a comprender en qué sentido particular el aposento podía ser
peligroso, si realmente era el sujeto de una manifestación.
Alrededor de una hora más tarde el silbido
cesó súbitamente, y Tassoc se marchó a su habitación. Volví a acostarme y
eventualmente me quedé dormido.
Por la mañana me dirigí al aposento.
Encontré intactos los precintos de la puerta. Entré. Los precintos de las
ventanas estaban igualmente intactos, pero el séptimo cabello que cruzaba a los
otros seis en el hogar estaba roto. Esto me hizo pensar. Sabía que existía la
posibilidad de que yo lo hubiese tensado demasiado, provocando su ruptura; pero
también podía haberlo roto otra intervención ajena a la mía. No era concebible
que un hombre, por ejemplo, pudiera haber pasado a través de los seis cabellos
intactos, ya que nadie se hubiese dado cuenta de que estaban allí, entrando en
el aposento de aquel modo.
Introduje la cabeza en el hogar y miré hacia
arriba. La chimenea era completamente recta y pude ver un retazo de cielo azul
en lo alto. Las paredes eran completamente lisas, sin nada que sugiriese un
posible escondrijo. Desde luego, no me limité a aquel examen superficial y
después de desayunar me puse un guardapolvo y trepé hasta lo alto de la
chimenea, tanteando las paredes a lo largo de todo el camino, pero no encontré
nada.
Luego repetí la operación en todo el
aposento: el suelo, el techo y las paredes, dividiéndolos en fracciones de seis
pulgadas cuadradas y golpeándolas con un martillo. No había nada anormal.
Más tarde, dediqué tres semanas a revisar
todo el castillo con la misma minuciosidad, sin encontrar nada. Entonces hice
una prueba con un micrófono por la noche, cuando empezaba el silbido. Si éste
era producido de un modo mecánico, la prueba me permitiría descubrir el
funcionamiento del mecanismo oculto en el interior de alguna de las paredes.
Tenéis que admitir que el método no podía ser más moderno.
Desde luego, no creía que alguno de los
rivales de Tassoc hubiera instalado un artilugio de ese tipo, pero cabía la
posibilidad de que la instalación se remontara a una época muy anterior;
alguien podía haber montado un aparato productor del silbido, tal vez con la
intención de darle el aposento una reputación que lo pusiera a salvo de miradas
inquisitivas...¿Comprendéis lo que quiero decir? En tal caso, existía la
posibilidad de que alguien conociera el mecanismo en cuestión y lo estuviera
utilizando para amedrentar a Tassoc. La prueba del micrófono en las paredes me
hubiese permitido descubrir la existencia de semejante mecanismo, como ya he
dicho, pero en todo el castillo no había absolutamente nada de ese tipo, de
modo que ya no podía caberme la menor duda de que me encontraba ante un
auténtico caso de lo que en términos vulgares se llama «encantamiento».
Durante todo aquel tiempo, cada noche, y a
veces la mayor parte de cada noche, el silbido del Aposento era insoportable.
Como si una Inteligencia supiera las medidas que estábamos tomando contra él y
se refocilara en hacerlo más demencial y burlón. Os aseguro que era tan
extraordinario como horrible. Una y otra vez -andando de puntillas sobre unos
pies descalzos, para no hacer ruido- me acercaba a la puerta precintada, a
cualquier hora de la noche, y a menudo el silbido parecía transformarse en una
especie de risotada brutalmente burlona, como si el monstruo semianimado me
viera claramente a través de la puerta cerrada.
Y cada mañana entraba en el aposento y
examinaba los diversos cabellos y precintos. Veréis, después de la primera
semana, extendí cabellos paralelos a lo largo de todas las paredes del
aposento, y a lo largo del techo, pero en el suelo, que era de piedra
pulimentada, había colocado unas pequeñas obleas incoloras, con la parte
adhesiva hacia arriba. Las obleas estaban numeradas y dispuestas con arreglo a
un plan que había de permitirme localizar los movimientos exactos de cualquier
ser viviente que pasara a través de ellas.
Como podéis ver, ningún ser material podía
haber entrado en aquel aposento sin dejar numerosas huellas significativas para
mí. Pero nunca encontraba nada anormal, y empecé a pensar que tendría que
arriesgarme a pasar una noche en la habitación, en la Estrella de Cinco Puntas
Eléctricas. Sí, ya sé que era una idea descabellada, pero el asunto había
empezado a ponerme nervioso y estaba dispuesto a intentar cualquier cosa.
En cierta ocasión, alrededor de
medianoche, rompí el precinto de la puerta y eché una rápida mirada al interior,
pero todo el Aposento profirió un aullido demencial y pareció precipitarse
hacia mí en un gran vientre de sombras, como si las paredes se hincharan
monstruosamente para alcanzarme. Desde luego, debió ser cosa de mi imaginación.
De todos modos, el aullido fue suficiente: cerré la puerta de golpe y eché la
llave, notando una rara debilidad en las piernas. Supongo que ya conocéis la
sensación.
Y luego, cuando mi estado de ánimo me
había predispuesto ya a intentar lo que fuera, hice lo que, al principio,
consideré un descubrimiento.
Era la una de la mañana y estaba paseando
lentamente alrededor del castillo, pisando la blanda hierba. Había llegado bajo
la sombra de la Fachada Este, y muy por encima de mi cabeza pude oír el
horrible silbido del Aposento envuelto en la oscuridad del ala sin iluminar.
Súbitamente, a poca distancia delante de mí, oí la voz de un hombre que
susurraba, en tono regocijado:
«No sé lo que opinaréis vosotros,
compañeros, pero yo no me atrevería a traer una esposa a un hogar como ése...»
Alguien empezó a contestar, pero entonces
resonó una brusca exclamación y luego oí un ruido de pasos corriendo en todas
direcciones. Evidentemente, los hombres se habían dado cuenta de mi presencia.
Durante unos segundos permanecí como
clavado en el suelo, avergonzado de mí mismo. ¡Después de todo, ellos
estaban en el fondo del encantamiento! ¿Os dais cuenta de lo borrico que me
hicieron sentir? No cabía duda de que aquellos eran los rivales de Tassoc... y
yo había estado absolutamente convencido de haber tropezado con un auténtico
Caso. Luego, paulatinamente, acudieron a mi memoria centenares de detalles que
volvieron a despertar mis dudas. En cualquiera de los casos, natural o
sobrenatural, el asunto distaba mucho de haber quedado aclarado del todo.
A la mañana siguiente le conté a Tassoc lo
que había descubierto, y durante cinco noches consecutivas montamos una
estrecha vigilancia en torno al Ala Este, aunque no percibimos la menor señal
de que alguien merodeara por allí; y todo el tiempo, casi desde el anochecer
hasta el alba, aquel grotesco silbido resonó muy por encima de nuestras
cabezas, en la oscuridad.
La mañana posterior a la quinta noche
recibí un telegrama reclamando mi inmediata presencia aquí. Le expliqué a
Tassoc que mi ausencia sería muy breve, y le recomendé que mantuviera la
vigilancia alrededor del castillo. También le hice prometer por lo más sagrado
que no entraría en el Aposento entre la puesta del sol y el amanecer. Le
expliqué que no sabía aún nada concreto, en uno u otro sentido, pero que si el
aposento era lo que yo habla pensado al principio, sería preferible para él
morir antes que visitarlo después de anochecer.
Cuando terminé con los asuntos que me
habían traído aquí, pensé que mi relato podría interesaros, y al mismo tiempo necesitaba
contárselo todo a alguien para aclarar mis ideas, de modo que ese ha sido el
motivo de mi llamada. Mañana emprendo de nuevo viaje hacia allí, y supongo que
a mi regreso tendré algo extraordinario que contaros. A propósito, hay algo muy
curioso que no os había dicho: traté de grabar un disco de fonógrafo del
silbido, pero no dejó ninguna impresión sobre la cera. Esa es una de las cosas
que más me han intrigado.
Otra cosa extraordinaria es que el
micrófono no amplifica el sonido: ni siquiera lo transmite, parece no tomarlo
en consideración, y actúa como si no existiera. Repito que el asunto me tiene
completamente desconcertado. Siento curiosidad por ver si alguno de vuestros
lúcidos cerebros encuentra la solución. Yo no la he encontrado... todavía.
Se puso en pie.
-Adiós a todos -dijo, y empezó a
empujarnos amablemente, pero con aire decidido, hacia la puerta de la calle.
Quince días más tarde nos envió una
tarjeta a cada uno de nosotros, y no resulta difícil imaginar que esta vez
llegué puntual. Carnacki nos llevó directamente al comedor, y cuando terminamos
de almorzar y nos instalamos cómodamente, continuó su relato en el punto en que
lo había interrumpido:
-Amigos míos, os ruego que me escuchéis en
silencio, porque lo que voy a contaros es probablemente una de las cosas más
extrañas que nunca habéis oído. Llegué a Iastrae a última hora de la tarde, y
tuve que ir a pie hasta el castillo, ya que no había avisado a Tassoc de mi
regreso. La luna brillaba en todo su esplendor, de modo que el paseo resultó
muy agradable. Cuando llegué al castillo todo estaba envuelto en la más
profunda oscuridad, y se me ocurrió dar una vuelta para comprobar si Tassoc o
su hermano ejercían la vigilancia que yo había recomendado. Pero no pude verles
en parte alguna, y llegué a la conclusión de que se habían cansado de vigilar
inútilmente y se habían acostado.
Mientras cruzaba el césped que se extiende
delante de la fachada del Ala Este, capté el silbido del Aposento que llegaba
extrañamente claro a través del silencio nocturno. Recuerdo que había en él una
nota peculiar, baja y constante, casi pensativa... Levanté la mirada hacia la
ventana, iluminada por la luz de la luna, y súbitamente se me ocurrió la idea
de ir al establo en busca de una escalera y tratar de echar una mirada al
Aposento desde fuera.
Me dirigí rápidamente a la parte posterior
del castillo, donde se encontraban las caballerizas, y no tardé en descubrir
una escalera de mano, bastante ligera, aunque muy pesada para una persona sola.
Al principio creí que nunca conseguiría colocarla. Pero finalmente logré que su
extremo superior quedara adosado a la pared, debajo mismo del antepecho de la
más ancha de las ventanas. Luego, silenciosamente, trepé por los peldaños hasta
que mi rostro quedó por encima del antepecho de la ventana y pude ver el
interior del Aposento, iluminado por la luz de la luna.
Desde luego, el extraño silbido resonaba
allí más fuerte, aunque conservaba toda su horrible cualidad de parodia de lo
humano: sugiriendo el silbido de los labios de un monstruo con un alma de
hombre.
Y entonces vi algo. El suelo, en el centro
del enorme y vacío aposento empezó a hincharse, hasta adquirir la forma de dos
enormes labios ennegrecidos, agrietados y bestiales, silbando la increíble
melodía...
En el momento mismo en que el silbido se
transformaba en un grito demencial que envolvía como en un remolino todos mis
sentidos, me encontré mirando con asombro el sólido e intacto suelo del
aposento: una lisa superficie de piedra pulimentada extendiéndose de pared a
pared. Y el silencio era absoluto.
¿Me imagináis mirando fijamente la
silenciosa habitación y sabiendo lo que sabía? Me sentí como un chiquillo
enfermo y asustado, y traté de descender silenciosamente por la escalera
y huir de allí. Pero en aquel preciso instante oí la voz de Tassoc llamándome
desde el interior del aposento y pidiendo socorro. ¡Dios mío! En mi
desconcierto mental tuve la vaga impresión de que, después de todo, sus rivales
irlandeses le habían atrapado allí y se disponían a ajustarle las cuentas a su
manera. Y al repetirse la llamada, no lo pensé más: apoyé un hombro contra la
ventana, empujé con todas mis fuerzas hasta que saltó el pestillo y pasé al
interior de la habitación para ayudarle. Tenía la vaga idea de que la llamada
procedía del enorme hogar y corrí hacia él, pero allí no había nadie.
«¡Tassoc!», grité.
Y mi voz resonó de una pared a otra del
gran aposento, e inmediatamente supe que Tassoc no había llamado. Giré
en redondo, muerto de miedo, precipitándome hacia la ventana, y mientras lo
hacía un exultante silbido, acompañado de un grito diabólico, estalló a través
de la estancia. A mi izquierda, el extremo de la pared había proyectado hacia
mí un par de labios gigantescos, negros y monstruosos, a un metro de distancia
de mi rostro. De un modo inconsciente, eché mano al bolsillo en busca de mi
revólver, aunque no para aquello, sino para mí mismo, ya que el peligro
era mil veces peor que la muerte. Y entonces acudió súbitamente a mis labios la
Última Línea Desconocida del Rito Saasmaa, e inmediatamente ocurrió lo que ya
había vivido en una ocasión anterior: una sensación como de polvo cayendo de un
modo continuo y monótono, y supe que mi vida colgaba insegura y suspendida en
un vértigo de cosas invisibles. Y luego aquello terminó y supe que había
conservado la vida. Mi alma y mi cuerpo recobraron las fuerzas. Con una energía
insospechada me lancé furiosamente contra la ventana y salí proyectado con la
cabeza hacia adelante, ya que puedo aseguraros que había dejado de temer a la
muerte. En mi caída tropecé con la escalera y me agarré como pude a sus
peldaños hasta llegar al suelo. Y allí permanecí tendido sobre la blanda y
húmeda hierba, bañado por la luz de la luna, oyendo el horrible silbido que
surgía a través de la destrozada ventana.
Al cabo de unos instantes me incorporé,
comprobé que no había sufrido ninguna herida, me dirigí a la puerta principal y
llamé. Tassoc quedó sorprendido al verme, supongo que más por lo desastrado de
mi aspecto que por el hecho de que no le hubiera anunciado mi llegada y me
presentara a aquella hora avanzada de la noche. Me sirvió un vaso de excelente
whisky y yo le expliqué lo que acababa de sucederme. Le dije que el aposento
debía ser derribado y cada uno de sus fragmentos quemados en un horno
construido en el interior de una estrella de cinco puntas. Tassoc asintió. No
había nada que decir. Y me acosté.
Contratamos a un pequeño ejército para la
tarea, y al cabo de diez dias el aposento se había convertido en humo y lo que
quedaba de él estaba calcinado y limpio.
En el curso de las tareas de demolición
descubrí lo que podía ser el origen de los misteriosos acontecimientos. Sobre
el enorme hogar, cuando hubieron arrancado los grandes paneles de madera de
roble, localicé una antigua inscripción en idioma celta, grabada en una piedra.
Explicaba que en aquel aposento fue quemado Dian Tiansay, Bufón del Rey Alzof,
que había compuesto la Canción de la Locura dedicada al Rey Ernore del Séptimo
Castillo.
Cuando completé la traducción se la
entregué a Tassoc. Se mostró muy excitado, ya que conocía la antigua leyenda, y
me llevó a la biblioteca para que examinara un viejo pergamino que contaba la
historia con todo detalle. Más tarde descubrí que el incidente era
perfectamente conocido en la región, aunque siempre se había considerado más
como una leyenda que como un hecho histórico. Y a nadie parecía habérsele
ocurrido que el Ala Este del Castillo de Iastrae eran los restos del antiguo
Séptimo Castillo.
Por el viejo pergamino me enteré de lo que
había sucedido hacía muchísimos años. Parece ser que el Rey Alzof y el Rey
Ernore habían sido enemigos desde que nacieron, aunque nunca habían llegado a
enfrentarse directamente. Hasta que Dian Tiansay compuso la Canción de la
Locura dedicada al Rey Ernore y la cantó delante del Rey Alzof, al cual le
gustó tanto que recompensó al bufón entregándole como esposa a una de sus
damas.
La canción no tardó en hacerse popular
entre las gentes de la región, y al final llegó a oídos del Rey Ernore, que se
enfureció hasta el extremo de declarar la guerra a su enemigo; la suerte de las
armas le fue propicia y tomó el castillo del Rey Alzof y le prendió fuego...
con el Rey Alzof dentro. En cuanto a Dian Tiansay, el bufón, se lo llevó a su
propio castillo y, tras arrancarle la lengua como castigo por la canción que
había compuesto e interpretado, le encarceló en el Aposento del Ala Este (el
cual era utilizado evidentemente como calabozo), guardando para sí a la esposa
del bufón, de cuya belleza se había encaprichado.
Pero una noche la esposa de Dian Tiansay
desapareció, y a la mañana siguiente la encontraron muerta en brazos de su
marido, que estaba sentado y silbaba la Canción de la Locura, ya que carecía de
lengua para cantarla.
Quemaron a Dian Tiansay en el enorme
hogar: probablemente colgado de la horquilla de hierro que ya he mencionado. Y
hasta que murió, Dian Tiansay «no cesó de silbar» la Canción de la Locura que
ya no podía cantar. Pero más tarde, «en aquel aposento», se oyó a menudo por la
noche a alguien que silbaba, y desde entonces nadie se atrevió a dormir en él.
E incluso el Rey Ernore se trasladó a otro castillo, ya que el silbido le
molestaba.
Eso es todo. Desde luego, se trata de un
simple «extracto» de la traducción del pergamino. Una curiosa historia, ¿no os
parece?
-Sí -dije, contestando por los cuatro-.
Pero, ¿cómo aumentó la cosa hasta alcanzar un volumen tan enorme en su
manifestación?
-Uno de esos casos de continuidad de
pensamiento produciendo una acción positiva sobre el entorno material inmediato
-respondió Carnacki-. El desarrollo debió prolongarse durante siglos enteros,
para producir tal monstruosidad. Se trata de un verdadero ejemplo de
manifestación Saiitii, la cual sólo puedo tratar de explicar
comparándola a un hongo espiritual viviente, que afecta a la estructura misma
de la propia fibra-etérea y, al hacerlo, adquiere un control esencial sobre la
«substancia material» involucrada en ella. Resulta imposible explicarlo más
claramente con tan pocas palabras.
-Entonces, ¿cree usted que el Aposento se había
convertido en la expresión material del antiguo Bufón? ¿Que su alma, empapada
en odio, se había transformado a sí misma en un monstruo? -pregunté.
-Sí -dijo Carnacki, asintiendo-. Eso es lo
que creo, exactamente. Y es una extraña coincidencia que Miss Donnehue sea una
descendiente (según me enteré después) de aquel mismo Rey Ernore. Esto le
inspira a uno curiosas ideas, ¿no es cierto? La boda a punto de celebrarse, y
el Aposento despertando a una nueva vida. Si ella hubiese llegado a entrar en
aquel aposento... La COSA había esperado largo tiempo. Los pecados de los
padres... Sí, he pensado en eso. Tassoc y Miss Donnehue se casarán la semana
próxima, y yo seré el padrino, lo cual es algo que aborrezco. ¡Y Tassoc ganó
sus apuestas, además! Pero, si ella hubiese entrado en aquel aposento...
Horrible, ¿no es cierto?
Los cuatro asentimos en silencio. Luego,
Carnacki se puso en pie y nos acompañó hasta la puerta. Como de costumbre, nos
empujó amablemente, pero con aire decidido, hacia la calle.
Una vez allí, los cuatro nos separamos
para dirigirnos a nuestros respectivos hogares. Por el camino iba pensando:
«¿Si ella hubiese entrado, eh? ¿Si ella
hubiese entrado?»
El Aposento Silbante. William Hope Hodgson
Trad. César E. Díaz / José A. Llorens
Narraciones Terroríficas - décima
selección
Ediciones Acervo. 1974
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