WILLIAM HOPE HODGSON
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Empezó sin más preámbulos
Embarqué a bordo
del Mortzestus en Frisco. Antes de firmar el contrato, había oído decir que los
marineros contaban cosas raras sobre ese barco. Pero me encontraba como varadoy
tenía demasiada prisa por embarcar, no iba a preocuparme de aquellas
cuchufletas. En conjunto, por lo que hace a comer bien y dormir bien, podía
pasar. Y cuando les pedía a los tíos que precisasen, en general no eran capaces
de hacerlo. Sólo sabían decir que aquel barco tenía mal fario, que había hecho
travesías sin encontrar más que temporales, y siempre le tocaba mala mar. Había
perdido dos veces la arboladura y se le había desarmado la carga. Además, le
habían ocurrido una serie de accidentes que pueden pasar en cualquier barco,
aunque no tienen nada de agradable. Sin embargo, todo eso eran cosas normales,
y estaba dispuesto a correr esos riesgos con tal de poder volver a casa. Con
todo, de haber sido posible, hubiera preferido embarcar en algún otro buque.
Cuando dejé mis
trastos, comprobé que la tripulación estaba completa. Hay que tener en cuenta
que al llegar a Frisco se habían despedido todos los tíos que iban a bordo,
vamos, todos menos un chaval, un londinense que se había quedado. Cuando le
conocí me dijo en seguida que tenía intención de cobrar la paga, aunque los
demás no lo lograsen.
La primera noche
que pasé a bordo pude constatar que entre los tripulantes era corriente hablar
de lo que podía tener de raro el barco. Charlaban de eso dándolo como por
supuesto: tenía duendes. Pero todo se lo tomaban a risa. Todos, menos el chaval
de Londres -Williams-, que en lugar de reírles las gracias parecía tomarse la
cosa en serio.
Me despertó la
curiosidad. Empecé a preguntarme si no habría algo de real tras las vagas
historias que me habían contado. Y aproveché la primera ocasión para
preguntarle si tenía motivos para pensar que las historias de los marineros contaban
sobre el barco tenían algo de cierto. De entrada, tendió a mostrarse reticente;
pero pronto se puso a hablar sin ambages. Me dijo que no sabía de ningún
incidente particular que pudiese considerarse insólito en el sentido en que yo
lo planteaba. Pero que había muchas cosas pequeñas que al relacionarlas daban
que pensar. Por ejemplo, el hecho de que las travesías resultasen tan largas y
el barco encontrase tan a menudo un tiempo de mil demonios; o eso, o si no,
calma chicha o viento de proa. Y pasaban más cosas aún. Velas que estaban bien
aferradas, y él lo había comprobado, y que a la noche se ponían a chasquear.
Fue en ese momento cuando me dijo algo sorprendente.
-Hay demasiada
sombras malditas rodeando el barco; te alteran los nervios como no he visto yo
que lo haga ninguna cosa natural.
De golpe, acababa
de perder toda su compostura confiada; en seguida se volvió a mirar en torno.
-¡Demasiada
sombras! -dije- ¿Qué quieres decir? Pero se negó a explicarse, no me contó nada
más. Se limitaba a menear la cabeza con aire estúpido. De repente, se había
puesto de mal humor. Yo estaba convencido de que se hacía el tonto a propósito.
Creo que en realidad le daba algo de vergüenza haberse puesto a pensar en voz
alta, y haber hablado de aquellas «sombras». Era ese tipo de hombre que a veces
piensa, pero que rara vez traduce sus pensamientos en palabras. De todos modos,
yo tenía claro que era inútil seguir preguntando, y me callé. Con todo, durante
varios días me sorprendí preguntándome qué habría querido decir aquel tío
cuando habló de las «sombras».
Habíamos dejado
Frisco al día siguiente de embarcar, con buen tiempo. Soplaba una excelente
brisa, que parecía a propósito para desvanecer todos los comentarios sobre la
desgracia del barco. Y sin embargo...
(Vaciló un
instante. Luego, siguió):
Durante las dos
primeras semanas, no se produjo nada normal. El viento se mantenía. Empezaba a
estimar que en total había tenido mucha suerte al optar por aquel buque. La
mayor parte de los tíos hablaban bien del barco, y comenzaba a ¡¡fundirse entre
la tripulación la idea de que aquellas historias de duendes eran simplemente
estupideces. Y entonces, en el momento en que me acostumbraba, ocurrió algo que
me abrió los ojos terriblemente.
Era el cuarto de
las ocho a medianoche; me encontraba sentado a estribor, en los peldaños que
suben al castillo. Hacía una noche espléndida y una luna magnífica. Oí que
daban cuatro campanadas, y que respondía el vigía, un viejo llamado Jaskett.
Cuando el que daba la horas soltó la rabiza de la campana, el vigía me vio allí
sentado sin decir nada, fumando en pipa. Se inclinó por encima del empalletado
a mirarme.
-¿Eres tú, Jessop?
-preguntó
-Eso parece -le
contesté.
-Si eso fuese
siempre igual, podríamos traer a bordo a nuestras abuelas y a todas las
parientas con faldas-subrayó con aire pensativo, señalando con la mano de pipa
aquel mar en calma y el cielo sereno.
No vi motivos para
contradecirle, y él siguió:
-Si este viejo
cascarón está encantado, como por lo visto creen algunos, pues mira, lo que
puedo decir es que ojalá tenga la suerte de ir a dar en otro igual. Buen jamar,
bebida los domingos, tipos legales en el comedor de oficiales, todo en su
sitio, vamos, que sabes el terreno que pisas. Y eso del encantamiento es una
jodida imbecilidad. Yo he estado a bordo de un montón de barcos que decían que
tenían duendes, y algunos sí tenían, pero no era ningún problema de fantasmas.
Estuve en un barco en el que no podías pegar ojo si antes no habías revuelto
todo el cuchitril para hacer una cacería en regla. A veces...
En aquel momento
subía por la escalera del castillo de proa el relevo, un grumete, y el viejo se
volvió a preguntarle: -¿Y por qué demonios no has venido algo antes?
El marinero
respondió algo que no entendí; porque de repente estos ojos, un tanto embotados
por el sueño, habían percibido a proa algo extraordinario y desconcertante a la
vez. Era simplemente la forma de un hombre que saltaba a bordo por encima de la
batayola de estribor, un poco más a popa de los obenques del palo mayor. Me
levanté, me así al barandal y miré.
Alguien dijo no sé
qué detrás mío. Era el vigía, que acababa de bajar del castillo e iba hacia
popa a darle al contramaestre el nombre del relevo.
-¿Qué hay,
marinero?-preguntó con curiosidad al ver mi actitud.
Aquello lo que
fuese, había desaparecido en la oscuridad de la cubierta, por el lado de
sotavento.
-¡Nada! -respondí
simplemente, pues estaba demasiado turbado por lo que acababa de ver como para
poder decir más; necesitaba reflexionar.
El viejo lobo de
mar me echó una mirada, se contentó con musitar algo y siguió su camino hacia
el comedor de oficiales. Me quedé allí mirando tal vez un minuto, pero no pude
ver nada. Luego caminé despacio hasta detrás de la camareta. Desde allí podía
observar la mayor parte de la cubierta principal, pero no se veía nada, aparte de
las sombras movedizas de los aparejos, las perchas y las velas que se agitaban
a la luz de la luna. El viejo que acababa de dejar la vigía volvía ahora hacia
proa y yo me encontraba solo en aquella parte de la cubierta. Y entonces, de
repente, intentando penetrar en la oscuridad que había en el lado de sotavento,
recordé lo que había dicho Williams: había demasiadas «sombras». En aquel
momento, yo les había dado muchas vueltas a esas palabras preguntándome qué
querrían decir. Ahora, no me resultaba nada difícil comprenderlo.
Efectivamente, había demasiado sombras. Sin embargo, las hubiese o no, por el
bien y la tranquilidad de mi espíritu necesitaba determinar de una vez por
todas si aquello que había creído ver saltar a bordo proveniente del océano era
una realidad o simplemente un fantasma, digamos, nacido de la imaginación.
Porque la razón me decía que era eso, un sueño fugaz -había debido de
dormitar-, pero algo más profundo que la razón me decía que no. Quise
comprobarlo, y me metí de cabeza en las sombras. No había nada.
Me animé. El
sentido común me decía que debía haberlo imaginado todo. Fui hasta el palo
mayor y miré tras el cabillero que lo rodea en parte y miré hacia abajo, en la
oscuridad que reina en torno de las bombas; pero allí tampoco había nada.
Entonces fui hasta debajo del saltillo de la toldilla. Estaba más oscuro que
fuera. Examiné los dos lados de la cubierta y vi que allí no había nada que se
pareciese a lo que buscaba. Me sentí reconfortado. Observé las escaleras de la
toldilla, y me di cuenta de que por allí no podía subir nadie sin que le viesen
el contramaestre y el que da la hora. Entonces, apoyé la espalda en el mamparo
estanco y pensé rápidamente en todo aquello, chupando la pipa y sin dejar de mirar
la cubierta. Concluí la reflexión gritando en voz alta:
-¡No!
Sin embargo, no sé
qué me pasó por la mente, que dije:
-A menos que...
Fui entonces a los
mamparos estancos de estribor, y miré por encima, al mar; sólo se veía agua. De
modo que me volví y seguí hacia proa. Triunfaba el sentido común. Estaba convencido
de que la imaginación acababa de gastarme una jugarreta.
Llegué a la puerta
de babor que da al castillo de proa y estaba a punto de entrar cuando algo me
hizo volver. En cuanto miré atrás, me estremecí. Mas lejos, hacia atrás, había
una sombra, allí, en la estela iluminada por la luna, que bailaba barriendo la
cubierta, un poco por detrás del palo mayor.
Era la misma
aparición que acababa de atribuir a mis imaginaciones. Tengo que reconocer que
quedé algo abrumado. Incluso un poco aterrorizado. Ahora estaba convencido de
que no era nada imaginario. Era una silueta humana. Y sin embargo, con el juego
de luz y oscuridad producido por los rayos de la luna y las sombras al
perseguirse, era incapaz de decir más que eso. Luego, parado allí, indeciso y
bastante lleno de miedo, me dije que alguno debía de andar haciendo el imbécil.
¿Por qué? ¿Qué pretendía? No me paré a pensarlo. Recibía con gusto toda
sugerencia que pareciese compatible con el sentido común. De momento, me sentí
aliviado. Eso no se me había ocurrido antes. Empecé a cobrar valor. Me acusé de
soñar disparates; de no ser por eso, ya le habría pillado. Pero lo extraño era
que a pesar de todos esos razonamientos, seguía teniendo miedo de ir hacia popa
a descubrir qué era lo que había a sotavento de la cubierta. Sin embargo,
sentía que si no me atrevía merecía que me echasen por la borda. Por tanto,
fui, pero sin demasiadas prisas, como podéis imaginar.
Había recorrido ya
la mitad de la distancia que nos separaba, y el personaje seguía aún allí,
inmóvil y silencioso. A cada balanceo, se posaban en él la luz de la luna o las
sombras. Creo que intenté hacerme el sorprendido. Si era uno de los tíos que
andaba haciendo el imbécil, tenía que haberme oído y, entonces, ¿por qué no
escapaba a tiempo? Y ¿dónde podía haberse escondido antes? Me hacía estas
preguntas una detrás de otra, embarulladamente, con una curiosa mezcla de duda
y confianza y entretanto me iba acercando, ¿sabéis? Había dejado ya atrás la
camareta y me encontraba a menos de doce pasos cuando de repente la silueta
silenciosa dio tres rápidas zancadas hacia el empalletado de babor y pasó por
encima para echarse al mar.
Me precipité hacia
aquel lado y miré por encima de la batayola, pero no otra cosa que la oscura
mole del navío desplazándose por el mar iluminado por la luna. Sería imposible
decir cuánto tiempo estuve allí mirando la superficie del agua, desconcertado.
Sin duda, al menos un minuto. Estaba horriblemente despistado. Era una
configuración tan brutal del carácter extranatural de aquello que según mis
razonamientos tenía que ser sólo un capricho de la imaginación... Supongo que
estaba pasmado y en cierto modo aturdido.
Pasé, pues, unos
momentos mirando las profundidades de la aguas sombrías de debajo del casco.
Luego volví a mi estado normal. El contramaestre lanzaba esta orden:
-¡Braza de
trinquete a sotavento! Llegué a las brazas como un sonámbulo.
LO QUE VIO TAMMY,
EL PILOTÍN
A la mañana
siguiente, durante mi cuarto de cubierta, observé las zonas por las que había
subido a bordo y se había ido aquella cosa extraña; pero no encontré nada
anormal, ningún indicio que pudiese ayudarme a comprender el misterio de aquel
desconocido.
Luego, durante
varios días, todo estuvo tranquilo; sin embargo, las noches yo vagaba por las
cubiertas intentando descubrir algo que pudiese arrojar alguna luz sobre la
cuestión. Llevaba cuidado de no decir a nadie lo que había visto. De todos
modos, estaba seguro de que se hubieran burlado de mí.
Así transcurrieron
varias noches, sin avanzar un solo paso en aclarar el caso. Pero entonces,
durante el cuarto de medianoche, ocurrió algo.
Me tocaba estar al
timón. Tammy, uno de los pilotines que navegaban por primera vez, daba la hora
yendo y viniendo por el lado de sotavento de la popa. El contramaestre fumaba
su pipa, apoyado en el saltillo de la toldilla. El tiempo seguía siendo
bonancible, y la luna, aunque ya declinaba, todavía era suficiente para
resaltar los detalles de todo lo que había en la popa. Habían dado la hora tres
veces, y tengo que confesar que tenía sueño. En realidad, creo que debí de
dormirme, porque el viejo navío se manejaba muy fácilmente; tenía poquísimas
cosas que hacer, aparte de corregir el rumbo de cuando en cuando con un pequeño
golpe de gobernalle. Y entonces, de repente, me pareció que me llamaban por mi
nombre, en voz baja. No estaba seguro. Primero eché una mirada hacia adelante,
a donde estaba el contramaestre, y luego a la bitácora. El rumbo era correcto,
y esto me alivió. Pero luego, de repente, oí otra vez lo mismo. No cabía duda,
miré a sotavento. Entonces vi que Tammy pasaba la mano por encima del
gobernalle para tratar de tocarme el brazo. Estaba a punto de preguntarle qué
quería cuando levantó un dedo para pedirme silencio; señaló algo hacia
adelante, por el lado de la popa que se encontraba a sotavento. En la penumbra
pude ver que había palidecido y se encontraba muy agitado. Miré algunos
segundos en la dirección que me indicaba, pero no pude ver nada.
-¿Qué ocurre?-pregunté
a media voz tras haber mirado otros dos minutos sin resultado-. No veo nada.
-¡Chsst! -murmuró
sin mirarme. Luego, de repente, con un pequeño impulso, saltó por encima de la
caja del timón y vino a colocarse delante de mí, temblando de pies a cabeza.
Parecía seguir con la mirada a sotavento de tal forma que me hizo pensar que
veía algo insólito.
-¿Qué te sucede?
-pregunté en tono enérgico. Entonces me acordé del contramaestre. Seguía
adelante, en el lugar donde hacía guardia. Estaba de espaldas, no había visto a
Tammy. Entonces me volví hacia el muchacho-. ¡Por el amor de Dios, rehazte
antes de que te vea el contramaestre! -le dije-. Si quieres decir algo, dímelo
desde el otro lado de la caja del timón habrás soñado.
Mientras le
hablaba, aquel golfillo seguía agarrándome la manga; y con la otra mano
señalaba el carretel, gritando:
-¡Viene! ¡Que
viene!
En el mismo
instante, el contramaestre corría hacia popa a preguntar qué ocurría. Entonces,
de repente, vi agachada bajo la batayola, al lado del carretel, una cosa que
parecía un hombre; pero tan ahogada en niebla y tan irreal, que apenas podía
decir que la había visto. Sin embargo, se me vino a la memoria como un
relámpago aquella silueta que yo había visto una semana antes, al resplandor
vacilante del claro de luna.
El contramaestre
llegó a mi altura, y se lo señalé sin decir nada, pero al mismo tiempo sabía
que él no podría ver lo que veía. (Es extraño, ¿no?) Y luego, en un abrir y
cerrar de ojos, dejé de ver aquello y sentí que Tammy me apretaba con fuerza
las rodillas.
El contramaestre
siguió mirando un instante el carretel, y luego se volvió socarrón hacia mí.
-Supongo que
dormíais los dos, ¿no?-Sin aguardar a que le contestase que no, le dijo a Tammy
que dejase de dar sacudidas si no quería que lo echase por la borda a fuerza de
patadas en el trasero.
Volvió en seguida
al saltillo de la toldilla, encendió la pipa, midió el puente con sus pasos
durante algunos minutos lanzándome de vez en vez extrañas miradas medio
escépticas, medio intrigadas.
Cuando más tarde me
relevaron, me fui lanzado a la litera del pilotín. Tenía prisa por hablar con
Tammy. Me atormentaban montones de preguntas, y no sabía qué hacer. Le encontré
acurrucado sobre un cofre; con la barbilla sobre las rodillas, clavada en la puerta
una mirada de terror. Cuando asomé la cabeza, se sobresaltó. Al ver quién era
se distendió un poco.
-Entra -dijo muy
bajito, con una voz que me esforzaba por calmar. Pasé por encima del colgadizo
y me senté delante de él, en otro cofre-. ¿Qué era eso?-preguntó poniendo pies
en la cubierta e inclinándose hacia adelante-. ¡Por el amor de Dios! ¡Dime qué
era!
Había elevado el
tono. Extendí una mano para advertirle.
-¡Chsst! ¡Que vas a
despertar a los demás!
Repitió la pregunta
en voz más baja. Antes de contestarle, dudé. En seguida tuve la impresión de
que era mejor negar todo, decir que no había visto nada fuera de lo normal.
Respondí lo que se me ocurrió.
-¿Qué era eso? ¿Qué
era que? Si es lo que venía a preguntarte. Con tu crisis de tontería histérica
nos has hecho pasar por un par de imbéciles sin remedio.
Acabé esta
observación en tono colérico.
-¡No es cierto!
-respondió con un murmullo vehemente-. Y tú lo sabes muy bien. Tú mismo lo has
visto. Se lo has señalado al contramaestre. Te he visto.
El miedo, la
vejación y mi incredulidad habían puesto al hombrecillo al borde de las
lágrimas.
-¡Sandeces!
-repliqué-. Pero si tú sabes que te habías dormido cuando tenías que dar la
hora. Tuviste un sueño y despertaste sobresaltado. Estabas descompuesto.
Había decidido
hacer todo lo posible para tranquilizarle. Sin embargo, ¡Dios! Falta me hacía
tranquilizarme a mí. Si él hubiese sabido qué había visto yo otra noche en la
cubierta principal, ¡no veas!
-Estaba tan poco
dormido como tú -dijo en tono agresivo-. Y lo sabes. Lo único que quieres es
engañarme. Este barco está encantado.
-¿Qué? -dije
tajante.
-Está encantado
-repitió-. Está encantado.
-¿Quién ha dicho
eso? -pregunté con tono incrédulo.
-Yo. Y tú lo sabes.
Todo el mundo lo sabe; pero los demás sólo se lo creen a medias... Yo estaba
igual que ellos hasta esta noche.
-¡Menuda majadería!
-respondí-. Eso es un montón de historias fantásticas de viejos lobos de mar.
Está tan encantado como yo.
-No es ninguna
majadería -respondió, muy lejos de haberse convencido. Ni son historias de
viejos lobos de mar... ¿Por qué no reconoces que lo has visto? -gritó, cada vez
más enervado, a punto de deshacerse en lágrimas y levantando de nuevo la voz.
Le dije que iba a
despertar a los que dormían.
-¿Por qué no
quieres reconocer que lo has visto? -repetía. Me levanté y fui hacia la
puerta.
-¡Eres un crío
idiota! -le dije- Y te aviso que no vayas por las cubiertas diciendo tonterías.
Créeme, vuelve a acostarte y echa un sueñito. Vas a perder la chaveta. Mañana
igual te das cuenta de que te has portado como un memo.
Volví a pasar por
encima del coyadizo y le dejé. Creo que me siguió hasta la puerta para decirme
algo; pero yo me encontré ya a mitad de camino del castillo.
Durante los dos
días siguientes, evité tanto como pude al muchacho; procuraba que no me pillase
cuando estaba solo. Estaba decidido a convencerle, en la medida de lo posible,
de que aquella noche se había equivocado al creer que veía algo. Sin embargo,
no sirvió de mucho, como se verá muy pronto. Pues la noche del segundo día hubo
nuevos hechos que hicieron inútil toda negativa por mi parte.
EL HOMBRE DEL PALO
MAYOR
Ocurrió durante el primer cuarto, inmediatamente después de la sexta
campanada. Yo estaba a proa, sentado en el cuartel de trinquete. En la cubierta
principal no había nadie. La noche era excepcionalmente hermosa: el viento se
había echado y había un gran silencio a bordo.
De repente oí la voz del contramaestre:
-¡Ahí, en el aparejo del palo mayor! ¿Quién sube? Estaba sentado, y
presté atención. La única respuesta a la pregunta fue un denso silencio. Se oyó
de nuevo la voz del contramaestre. Estaba visiblemente indignado.
-¡Diablos! ¿Me oyes? ¿Qué demonios haces ahí arriba? ¡Bala!
Me levanté y fui a barlovento. Desde allí podía ver el saltillo de la
toldilla. El contramaestre estaba junto a la escalera de estribor, parecía
mirar algo que a mí las velas de gavia no me dejaban ver. Mientras miraba,
saltó de nuevo:
-¡Infiernos y condenación! ¡Maldito marino de agua dulce, baja de ahí
cuando yo te lo mando!
Brincaba de impaciencia; repitió la orden con furor. Pero no hubo
respuesta. Se dirigió hacia atrás. ¿Qué había sucedido? ¿Quién había trepado
por la arboladura? ¿Quién podía ser tan idiota de hacerlo sin haber recibido
órdenes? Entonces me asaltó una idea. La silueta que Tammy y yo habíamos visto.
¿Habría visto el contramaestre alguna cosa... algo? Eché a correr, pero tuve
que detenerme en seguida. Se acababa de oír el silbato agudo del contramaestre;
llamaba a los hombres de cuarto y corrí al castillo de proa a despertarles. Un
minuto más tarde corría con ellos a popa a ver qué quería.
-¡Que uno de vosotros suba al palo mayor, y rápido! Que vea quien es el
maldito cretino que está allá arriba. Y qué mal está tramando.
-Sí... sí, contramaestre... -gritaron varios hombres como respuesta;
hubo dos que saltaron a los aparejos de barlovento. Fui con ellos y los demás
se disponían a seguimos. Pero el contramaestre gritó que alguien subiese por el
lado de sotavento, por si acaso el tío intentaba bajar por aquel lado.
Mientras seguía a los otros dos hacia arriba, oí que el contramaestre le decía
a Tammy, que daba la hora, que bajase a la cubierta principal con otro pilotín
a vigilar los obenques.
Tammy dudaba.
-¿Y bien? -preguntó el contramaestre con tono severo.
-Nada, contramaestre -dijo Tammy, dirigiéndose hacia la cubierta
principal.
El primero de los que subían por el lado del viento había llegado a los
baos de gavia. Tenía ya la cabeza por encima de la cofa y echó una mirada,
antes de aventurarse a subir más.
-¿Ves algo, Jock, y trepó a la gavia, con lo que dejé de verle.
El tío que iba delante de mí le siguió. Alcanzó el aparejo de los baos
de gavia y se detuvo a escupir. Estaba justo debajo de él, y se dirigió a mí.
-A todo esto, ¿quién anda ahí arriba? -dijo-. ¿Qué ha visto? ¿A quién
perseguimos?
Le contesté que no sabía nada, y él se lanzó al aparejo del palo de
gavia. Le seguí. Los tíos de sotavento se encontraban casi al mismo nivel que
nosotros. Por debajo del seno de la gavia, podía ver a Tammy y al otro pilotín
en la cubierta principal, mirando hacia arriba.
El personal estaba un tanto enervado, pero al mismo tiempo bastante
deprimido; sin embargo, me inclino a creer que se debía más bien a la
curiosidad y tal vez a una cierta conciencia de que en todo aquello había algo
raro. Al mirar hacia el lado de sotavento, me di cuenta de que había cierta
tendencia a no perderse de vista unos a otros, cosa que me pareció muy bien.
-Será un jodido polizón -sugirió uno.
Me apunté inmediatamente a la idea, pero al cabo de un momento tuve que
rechazarla. Recordaba que la primera cosa que yo había visto había pasado por
encima de la barandilla para saltar al mar. Aquel caso no podía explicarse con
la historia de un polizón. Por tanto, me sentía inquieto y curioso. Esta vez,
yo no había visto nada. ¿Por qué había podido verlo el contramaestre? No
entendía. ¿Estábamos persiguiendo a seres imaginarios o realmente había algo
real allí en las sombras, encima de nosotros? Mi pensamiento voló hacia aquella
cosa que Tammy y yo habíamos visto junto al carretel. Recordé que en aquella
ocasión el contramaestre no había podido ver nada. Y que eso nos había parecido
natural. Volví a rumiar la palabra -polizón». Al fin ya¡ cabo, eso podría
explicar todo. Esto habría...
Mis pensamientos se vieron bruscamente interrumpidos. Uno de los hombres
gritaba y gesticulaba.
-¡Le veo! ¡Le veo! -Señalaba algo que estaba encima de nuestras cabezas.
-¿Dónde? -preguntó el que estaba encima mío
Yo miraba hacia arriba tanto como podía. Sentía cierto alivio. O sea,
que es real», me decía. Volvía la cabeza en todas direcciones, escudriñando las
jarcias de encima. Seguía sin ver nada; sólo la oscuridad y las manchas de luz.
Oí abajo la voz del contramaestre.
-¿Lo habéis atrapado? -decía.
-Todavía no, contramaestre -exclamó el hombre que estaba más abajo a
sotavento.
-Se le ve -añadió Quoin.
-Yo, no -dije.
-Está otra vez ahí -dijo él.
Habíamos llegado al aparejo del juanete y señalaba la verga del
sobrejuanete.
-Eres un imbécil, Quoin. Totalmente imbécil.
Eso venía de arriba. Era la voz de Jock. Hubo un coro de carcajadas a
cuenta de Quoin.
Ahora podía ver a Jock. Estaba de pie en el aparejo, justo debajo de la
verga. Había ido directamente arriba, mientras los demás vagaban por la gavia.
-Eres un imbécil, Quoin -repitió de nuevo-. Y estoy por pensar que el
contramestre también está venado. Empezaba a bajar.
-Entonces, ¿no hay nadie? -pregunté.
-No.
Cuando llegamos a cubierta, vino el contramaestre corriendo desde la
popa. Se dirigió hacia nosotros con el aspecto de quien espera algo.
-¿Lo tenéis? -preguntó lleno de confianza.
-No había nadie -dije.
-¡Cómo!
-Casi aullaba-. Vosotros me ocultáis algo -siguió furioso, mirándonos de
uno a uno-. Vamos, ¡soltad! ¿Qué era?
-No escondemos nada -respondí, tomando la palabra por todo el grupo-.
Allí arriba no hay nadie.
El contramaestre nos fue mirando.
-Entonces, ¿soy un imbécil? -preguntó en tono despreciativo.
Hubo un silencio de aprobación.
-Lo he visto con mis propios ojos continuó-.
Y Tammy, aquí presente, también lo ha visto. Todavía no había pasado la gavia
cuando le vi la primera vez. No había posibilidad de equivocarse. Es una
idiotez decir que no estaba ahí.
-Pues bien, contramaestre, no, no está -contesté- Jock ha subido hasta
lo alto de la verga del sobrejuanete.
El contramaestre tardó en responder; dio unos pasos hacia atrás y
levantó la vista hacia lo alto del palo mayor. Entonces se volvió hacia los dos
pilotines.
-Muchachos, ¿seguro que ninguno de los dos le ha visto bajar del palo
mayor? -preguntó con aire desconfiado. -No, contramaestre -respondieron ambos
al mismo tiempo.
-De todos modos -murmuró para sí, pero le oí-, de haber bajado, yo le
habría visto.
-Contramaestre, ¿tiene usted alguna idea de a quién ha visto? -le
pregunté en aquel momento crucial.
-¡No! -dijo.
Estábamos todos allí, callados, aguardando a que nos soltase; él
reflexionaba.
-¡Rediez! -exclamó de repente-. Se me habría tenido que ocurrir antes.
Se volvió a pasar revista con la mirada.
-¿Estáis todos ahí? -preguntó.
-Sí, contramaestre -contestamos a coro. Pude ver que nos contaba. Luego
habló de nuevo.
-Vosotros, quedaos donde estáis. Tammy, tú te vuelves a tu sollado y
compruebas si los demás están en la litera. Luego, vuelves a decírmelo. Ve
rápido, ya.
Mientras el muchacho se iba, el contramaestre se volvió hacia el otro
pilotín.
-Tú vas corriendo al castillo de proa -dijo-. Cuenta a los hombres del
otro cuarto; y luego vienes a darme cuenta. El chaval desapareció en dirección
al castillo. Tammy volvía ya del sollado para anunciar al contramaestre que los
otros dos pilotines dormían a pierna suelta. El contramaestre le mandó
inmediatamente a ver si el carpintero y el velero estaban acostados.
Mientras andaba en eso, volvió el otro a anunciar que todos los hombres
estaban en sus literas y dormían.
-¿Seguro? -preguntó el contramaestre.
Totalmente, contramaestre. Éste hizo un gesto rápido.
-Ve a ver si el camarotero está en su litera -dijo en seguida. Me di muy
bien cuenta de lo tremendamente intrigado que estaba.
«Todavía le queda mucho por aprender, señor contramaestre», dije para
mis adentros. Y me pregunté qué conclusiones sacaría.
Unos segundos más tarde, Tammy volvió a anunciar que el carpintero, el
velero y el «doctor» se encontraban acostados. El contramaestre masculló algo y
le dijo que bajase a la cámara a ver si por casualidad estaban allí el segundo
y el segundo contramaestre, y por tanto no estaban acostados. Tammy echó a
andar, pero se detuvo.
-Ya que voy allí, ¿quiere que eche una mirada donde el Viejo, para ver
si está? -preguntó.
-¡No! -dijo el contramaestre-. Haz lo que te digo y ven a decirme. Si
tiene que ir alguien, seré yo.
-Bien, contramaestre -dijo, yéndose para popa.
Luego vino el otro pilotín a decir que el camarotero estaba en la litera
y quería saber por qué demonios se paseaba alguien por allí.
El contramaestre estuvo cerca de un minuto sin decir palabra. Luego se
volvió hacia nosotros y nos dijo que podíamos ir a proa.
Nos fuimos todos juntos hablando a media voz. Entonces llegó Tammy desde
popa y se acercó al contramaestre. Oí que anunciaba que los otros dos oficiales
se encontraban dormidos en sus literas. Luego añadió, como dudando:
-Y el viejo también está.
-Creí haberte dicho... -empezó el contramaestre.
-Si no he ido, contramaestre -dijo Tammy-. Tenía abierta la puerta del
camarote.
El contramaestre se fue para atrás. Cacé un fragmento de lo que le decía
a Tammy:
-... para toda la tripulación. Soy... Subía a la toldilla. No cacé nada
más.
Me había rezagado y me apresuré a unirme a los demás. Nos acercábamos al
castillo de proa cuando sonó la campana; despertamos a los del relevo y le
contamos la diversión que habíamos tenido.
-Pues, la verdad -observó uno-, es que eso no anda muy bien.
-Desde luego -dijo otro-. Estaría dormitando y soñó que su suegra había
venido a hacerle una visita de cortesía. La suposición desencadenó una crisis
de hilaridad, y me sorprendí sonriendo con los demás; sin embargo, no tenía
ningún motivo para compartir su convicción de que todo aquello no tenía base.
-Habría podido ser un polizón, ¿sabéis? -le observó Quoin (que antes ya
había dicho lo mismo) a uno de lo marineros de segunda clase, llamado Stubbins,
un tipo pequeño y bastante oso.
-Sí, por ti podría ser incluso el diablo en persona -contestó éste-. Los
pasajeros clandestinos no hacen el imbécil de esa forma.
-No sé -dijo el otro. Habría tenido que preguntarle al contramaestre qué
le parecía la idea;
-En todo caso, yo descartaría lo del polizón -dije por decir algo-. ¿Qué
iría a buscar un polizón en la arboladura? Apuesto a que más bien buscaría la
despensa.
-Eso mismo; sin falta -dijo Stubbins. Encendió la pipa y se puso a echar
bocanadas, lentamente-. De todos modos, yo no entiendo -declaró tras un
instante de silencio.
-Y yo tampoco -dije. A continuación me quedé un momento en silencio para
escuchar por dónde seguía la conversación.
Poco después, mi mirada tropezó con Williams, el hombre que me había
hablado de las «sombras». Estaba sentado en la litera, fumando, y no pretendía
meterse en la conversación. Fui donde él.
-¿Qué piensas de esto, Williams? -le pregunté-. Tú, ¿crees que el
contramaestre ha visto algo de verdad?
Me miró con semblante vagamente inquieto, pero no respondió.
Ese silencio me molestó un poco; pero procuré no mostrarlo. Al cabo de
un momento, seguí.
-Mira, Williams, empiezo a comprender lo que querías decir aquella noche
que me hablaste de que había demasiadas sombras.
-¿A qué te refieres? -preguntó sacándose la pipa de la boca y con
aspecto de gran sorpresa.
-Pues lo que te digo. Que hay demasiadas sombras.
Se sentó, se echó por delante, extendió la mano que sostenía la pipa. La
mirada revelaba claramente lo excitado que estaba.
-¿Has visto...?
-Dudaba, me observaba, luchaba interiormente por lograr explicarse.
-Bien... -dije, para que siguiese.
Tal vez luchó durante un buen rato por decir algo. Luego dejó de tener
aquel aspecto misterioso y la expresión indefinible para adoptar un aire
decidido y amenazador.
-¡Que el diablo me lleve si no consigo que me den la paga, con sombras o
sin ellas!
Le contemplé asombrado.
-¿Y esto qué tiene que ver con que te den la paga -pregunté?
Meneó la cabeza con una especie de resolución impasible.
-Escúchame -dijo.
Yo aguardaba.
-La tripulación desembarcó -hizo con la pipa y la mano un gesto hacia
atrás.
-En Frisco, quieres decir.
-Sí. Y sin ver un solo céntimo de la paga. Yo, me quedé. De repente,
comprendí.
-Entonces, ¿quieres decir que habían visto... -dudé, pero al cabo me
decidí a decir-: ...sombras?
Asintió en silencio.
-¿O sea que todos se fueron sin blanca?
Asintió de nuevo y se puso a dar golpecitos con la pipa en el borde de
la litera.
-¿Y los oficiales y el patrón? -pregunté.
-Son nuevos -dijo. Y saltó de la litera. Porque daban ocho
campanadas.
CONFUSIONES EN EL
VELAMEN
El viernes por la noche el contramaestre había mandado a los hombres de
cuarto palos arriba en busca del hombre que había subido al mástil mayor.
Luego, durante cinco días, se habló poco de eso. Aparte de Williams, Tammy y
yo, nadie parecía tomarse aquello en serio. Aunque tal vez no tendría que
excluir a Quoin, que seguía afirmando en todo momento que había un polizón a
bordo. En cuanto al contramaestre, actualmente pienso que empezaba a darse
cuenta de que había algo más profundo y difícil de comprender que lo que había
imaginado al principio. Sé que de todos modos tenía que guardar para sus
adentros las hipótesis y opiniones, aún confusas, porque el Viejo y el segundo
le escarnecían sin piedad a cuenta de su «fantasma». Eso, lo sabía por Tammy,
que les había oído baquetearle durante el segundo cuarto pequeño del día
siguiente. Tammy me contó también otra cosa que demostraba lo preocupado que
andaba el contramaestre por su incapacidad para comprender la forma misteriosa
en que había visto trepar a la arboladura. Le había dicho a Tammy que le
describiera con todo detalle lo que había visto cerca del carretel. Es más, en
ningún momento había aparentado el contramaestre tomarse la cosa a la ligera, o
en burla. Había escuchado con mucha seriedad, y luego le había acribillado a
preguntas. A mí me resulta evidente que se orientaba hacia la única conclusión
posible. Sin embargo, Dios sabe que era una conclusión relativamente,
claramente improbable.
Los que, como yo, sabían, tuvieron nuevos motivos de miedo el miércoles
por la noche, después de esos cinco días de habladurías que he dicho. Pero me
explico perfectamente que en aquel momento los que todavía no habían visto nada
no encontrasen en lo que voy a contar motivos particulares de terror. Sin
embargo, quedaron intrigados, sorprendidos y es posible que, a fin de cuentas,
un poco asustados. Era un asunto en que muchas cosas resultaban inexplicables,
aunque otras muchas eran naturales y normales. En definitiva, sólo se trataba
de una vela que se había desplegado espontáneamente y se había puesto a
chasquear al viento. Pero esto vino acompañado por detalles significativos... a
la luz de lo que sabíamos Tammy, el contramaestre y yo, claro.
Habían dado siete campanadas, y luego otra, durante el primer cuarto, y
nuestra guardia tenía que despertar para relevar a la del segundo. La mayor
parte de los hombres habían saltado de la litera, se habían sentado en el cofre
y estaban vistiéndose. De repente, asomó la cabeza por la puerta de babor uno
de los pilotines del otro cuarto.
-El segundo quiere saber quién de vosotros cargó el sobrejuanete de
trinquete en el cuarto anterior -dijo.
-¿Y por qué quiere saberlo? -preguntó uno de los hombres.
-Porque el lado de sotavento se ha desplegado -dijo el pilotín-. Y dice
que el tío que lo haya cargado tiene que subir a arreglarlo en cuanto venga el
relevo.
-¡Ah! ¿Hay que arreglarlo? Pues mira, yo no he sido -contestó el
hombre-. Mejor preguntes a los demás. -¿Preguntar qué? -dijo Plummer, que salía
de la litera muy dormido aún.
El pilotín repitió el encargo.
El hombre bostezó y se desperezó.
-Vamos a ver-murmuró, rascándose la cabeza con una mano mientras con la
otra se ponía la pernera del pantalón. ¿Quién cargó el sobrejuanete de
trinquete? -Se había puesto los pantalones y se levantó-. Pues, naturalmente,
el grumete. ¿Quién quiere que sea?
-Sólo quería saber eso -dijo el pilotín, y desapareció.
-¡Vamos! ¡Tom! -gritó Stubbins al tercera clase-. Despiértate,
tranquilo. El segundo acaba de mandar recado preguntando quién había cargado el
sobrejuanete. Anda ahí dando vueltas al ciento, y dice que en cuanto den las
ocho campanadas subas a aferrarlo como es debido.
-¡Que se ha desplegado! -dijo-. Pero si no hay mucha brisa; y yo tomé
bien los rizos debajo de las vueltas.
Tal vez haya algún rizo podrido y haya cedido-planteó Stubbins-. De
todos modos, mejor que te despabiles, porque van a dar los ocho toques.
Efectivamente, los daban un minuto más tarde, y fuimos todos a juntarnos
para el recuento. En cuanto terminó, vi que el segundo se dirigía al
contramaestre para decirle algo. Entonces, el contramaestre gritó:
-¡Tom!
-Contramaestre -respondió Tom.
-¿Fuiste tú el que cargó el sobrejuanete de trinquete en el cuarto
anterior?
-Sí, contramaestre.
-¿Y cómo se ha desprendido?
-No me lo explico, contramaestre.
-Pues el caso es que anda suelto. Ya sabes lo que te toca. Sube y dale
la vuelta al rizo, Y esta vez procura hacerlo mejor.
-Sí, contramaestre -dijo Tom, siguiéndonos hacia proa.
Al llegar al aparejo de trinquete, trepó y se puso a subir
tranquilamente. Le veía muy claramente, porque la luna, aunque menguada,
todavía brillaba en el cielo limpio.
Fui hasta el cabillero, por el lado del viento, y me apoyé. Contemplaba
a Tom, llenando la pipa. Los otros se habían vuelto al castillo de proa, lo
mismo los que habían estado de cuarto que los que acababan de subir. O sea que
yo estaba solo en la cubierta principal. Sin embargo, al cabo de poco vi que
estaba equivocado. Porque en el momento en que me ponía a lascar, vi a
Williams, el joven londinense, que venía debajo de la camareta de sotavento y
daba vuelta para ver al grumete que subía tranquilamente. Me sorprendió un
poco, porque sabía que tenía entre manos con otros tres una partida de póquer,
y que ya había ganado más de sesenta libras de tabaco. Iba a abrir la boca para
preguntarle por qué no estaba jugando cuando recordé nuestra primera
conversación. Recordé que me había dicho que siempre era por la noche cuando
las velas se desplegaban solas. Entonces recordé la incomprensible insistencia
con que había pronunciado esas palabras. Y de repente sentí mucho miedo. Porque
inmediatamente me chocó que con un tiempo tan magnífico, con tanta calma,
pudiese desplegarse sola una vela, por mal aferrada que estuviese. Me
sorprendió no haber caído en la cuenta de lo curioso e insólito del caso. Si
hace buen tiempo, las velas no se sueltan solas, con mar en calma, y el barco
estable como una roca. Me aparté del cabillero y fui adelante de Williams. Él
sabía, o al menos adivinaba, algo que para mí resultaba completamente oscuro en
aquel momento. Allí arriba el chaval trepaba, pero ¿qué encontraría? Eso era lo
que más miedo me daba. ¿Tenía que decir todo lo que sabía o sospechaba? Pero
¿a quién? Se me reirían en las barbas, y...
Williams se volvió a hablarme.
-¡Dios! -dijo-. ¡Ya empezamos otra vez!
-¿Cómo? -le pregunté, aunque sabía muy bien qué quería decir.
-Esas velas -respondió haciendo un gesto en dirección al sobrejuanete.
Eché una mirada rápida. Todo el lado de sotavento de la vela flotaba
porque el rizo se había soltado. Más abajo, vi a Tom; iba a izarse hasta el
aparejo del sobrejuanete.
Fue Williams el que volvió a hablar.
-Al venir perdimos a dos exactamente de la misma forma.
-¿A dos hombres? -exclamé.
-Sí -dijo él simplemente.
-No comprendo -seguí-. Nunca había oído una cosa así.
-Y cómo ibas a oír hablar de eso? -preguntó él.
No le contesté. A decir verdad, casi ni le oí, porque acababa de
ocurrírseme que era absolutamente necesario aclarar aquello.
-He decidido que voy a decirle al contramaestre todo lo que sé -dije-.
Él también vio algo que no puede explicarse, y... de todas, todas, no puedo
aguantar esta situación. Si el contramaestre supiese todo...
-¡Vanga ya! Para que te tomen por imbécil. Estáte tranquilo.
Quedé allí hecho un mar de dudas. Tenía toda la razón del mundo, y yo me
consumía literalmente por saber qué tenía que hacer. Allí en lo alto de las
vergas había peligro, no me cabía la menor duda. Aunque si me hubiese
preguntado por qué, no hubiera sabido cómo responderme. Pero que había peligro,
lo tenía tan claro como si lo hubiese visto con mis propios ojos. Aunque
sospechaba tan poco la forma que podría tomar ese peligro que me preguntaba si
podría evitarlo yendo a juntarme con Tom en la verga. Eso se me ocurrió en el
momento en que levantaba la mirada hacia el sobrejuanete. Tom había llegado a
la vela, estaba en pie sobre la relinga. Se inclinaba por encima de la verga
para recoger el seno de la vela. En aquel momento vi que la concavidad del
sobrejuanete se levantaba y bajaba bruscamente como si la vela hubiese encajado
una bocanada de viento brusca y brutal.
-Ojo ahí... -empezó a decir Williams como ansioso y expectante. Se calló
al instante. Súbitamente, la vela había pasado por encima de la verga, cayendo
por el popel, y parecía haber barrido a Tom de la relinga.
-¡Dios mío! -exclamé-. ¡Ha desaparecido!
La vista se me nubló un instante. Williams gritaba algo que no podía
comprender. Pero aquello se fue tan rápido como había venido y pude ver
claramente de nuevo.
Williams señalaba algo. Vi una forma negra que se balanceaba bajo la
verga. Williams gritó algo y corrió hacia el aparejo de trinquete. Comprendí el
fin de su frase:
-...el rizo.
En seguida caí en la cuenta de que Tom, al caer, había encontrado forma
de asirse al rizo y me apresuré a seguir a Williams para ayudarle a poner a
salvo al chaval.
Abajo, en cubierta, oí los pasos de alguien que corría, y luego la voz
del contramaestre. Preguntaba qué pasaba allí arriba. Pero no me tomé la
molestia de contestar. Necesitaba todas las energías para mantenerme colgado.
Sabía perfectamente que algunos rizos no eran más resistentes que cordones
viejos y que si no podía cogerse a algo de la verga del juanete que tenía
debajo, Tom podía caerse de un momento a otro. Llegué a la gavia y me izé
rápidamente arriba. Williams estaba un tanto más arriba. En menos de medio
minuto alcancé la verga del juanete. Williams ya estaba en la del sobrejuanete.
Me deslicé por la relinga del juanete hasta situarme justo debajo de Tom; le
grité que se dejase caer hacia mí, que le cogería al vuelo. No respondió, y vi
que estaba suspendido de forma muy rara, encogido, sosteniéndose de una mano.
Me llegó la voz de Williams desde arriba, de la verga de sobrejuanete.
Gritaba que subiese y le ayudase a soltar a Tom de la verga. Cuando llegué a su
lado, me dijo que el rizo se había enrollado en la muñeca del chaval. Me
incliné por encima de la verga y miré abajo. Williams tenía razón, y vi que
había ido de un pelo. Lo extraño es que en el mismo momento pensé que apenas
había viento. Recordaba la violencia con que la vela se había llevado al
chaval.
Pero a todo esto no dejaba de esforzarme por recoger el briol de babor.
Tomé el extremo, formé con él un nudo corredizo en torno al rizo y bajé el lazo
por encima de la cabeza
y los hombros del chaval. Luego tiré para estrechar el lazo bajo sus
brazos. Un minuto más tarde, lo teníamos con nosotros en la verga, a salvo. A
la luz incierta de la luna, sólo pude ver que tenía en la frente un gran
chichón, en el lugar donde le había dado la vela.
Permanecimos un instante allí de pie, conteniendo la respiración, oí
abajo la voz del contramaestre. Williams miró hacia abajo, y luego se volvió a
mí con una risita. -¡Caramba! -dijo.
-¿Qué ocurre? -me apresuré a preguntarle.
Echaba la cabeza para atrás y para adelante. Me volví un poco,
sosteniendo con una mano el nervio y sosteniendo con la otra en equilibrio al
grumete, que estaba inconsciente. De esta forma, podía mirar hacia abajo. Al
principio no distinguía nada.
Luego oí de nuevo la voz del contramaestre.
-¿Quiér, diablos sois? ¿Qué hacéis?
Ahora ya le veía. Estaba al pie del aparejo del juanete, por la lúa, con
la cara vuelta hacia arriba, intentando mirar al otro lado del mástil. A la luz
de la luna, se distinguía apenas una cara. Repitió la pregunta.
-Somos Williams y yo, contramaestre -dije-. Tom, que está aquí, ha
tenido un accidente.
Aguardé. Se puso a trepar hacia nosotros. De repente nos llegó el eco de
conversaciones en el aparejo de sotavento.
El contramaestre nos alcanzó.
-Bueno, ¿qué ha ocurrido? -preguntó con aire desconfiado-. ¿Qué ha
ocurrido?
Se había agachado a mirar a Tom. Empecé a explicarle, pero me cortó en
seco:
-¿Está muerto?
-No, contramaestre -le dije-. No creo, pero el pobre tío ha tenido una
caída mala. Cuando llegamos, estaba colgado del rizo. La vela le hizo caer de
la verga.
-¿Cómo? -preguntó en tono incisivo.
-El viento recogió la vela y la hizo pasar por encima de la verga.
-¿Qué viento? -preguntó interrumpiéndome-. Si se puede decir que no hay
viento. -Se apoyó en el otro pie-. ¿Qué quieres decir?
-Lo que digo, contramaestre. El viento ha hecho pasar el seno de la
vela, por encima de la verga; la vela dio un golpe a Tom y le barrió de la
relinga. Williams y yo lo hemos visto.
-¡Pero si no hace un viento capaz de hacer una cosa así; vaya tonterías
dices!
Me dio la impresión de que el tono de voz revelaba más pasmo que otra
cosa. Con todo, hubiera dicho que seguía desconfiando, aunque no sé si él mismo
lo sabía.
Miró a Williams y pareció que iba a decir algo. Pero pareció cambiar de
opinión, se volvió y gritó a uno de los que le habían seguido árbol arriba que
bajase y le hiciese llegar una bobina de cabo de cáñamo de tres pulgadas y un
montón de rabiza. -¡Y rápido! -concluyó.
-Sí, contramaestre -dijo el hombre, bajando a toda prisa. El
contramaestre se volvió hacia mí.
-Cuando hayáis bajado a Tom, quiero una explicación
mejor que la que me has dado. ¡Eso no cuela!
-Muy bien, contramaestre -le respondí-. Pero no espere otra explicación.
-¿Qué quieres decir?-chilló-Te voy a enseñar que no acepto
impertinencias, ni de ti ni de nadie.
-No pretendo ser impertinente, contramaestre. Lo que quiero decir es que
no hay otra explicación que dar.
-¡Te he dicho que eso no cuela! -repetía-. Aquí hay algo muy raro.
Tendré que dar cuenta al capitán. Y no puedo contarle esa historia
fantástica... -se destapó al fin.
-No es la primera cosa rara que ocurre a bordo de este cascarón
-repliqué- y usted, contramaestre, debería saberlo.
-¿Qué quieres decir?
-Pues bien, contramaestre, para ser franco, ¿qué piensa usted de aquel
tío que nos mandó usted a buscar en el aparejo del palo mayor la otra noche?
Fue un caso muy raro, ¿no? El doble de raro que esto de ahora.
-¡Basta ya, Jessop! -dijo, fuera de sí de cólera- estoy harto de tus
impertinencias. -Pero el tono en que lo decía tenía un no sé qué que me daba la
impresión de que le había hecho impacto. De repente había dejado de estar tan
convencido de que le contaba cuentos de hadas.
Se calló durante unos momentos. Creo que reflexionaba intensamente.
Cuando volvió a hablar, fue para ver cómo se bajaba al grumete a cubierta.
-Alguno de vosotros tendrá que bajar por sotavento y sostenerlo mientras
lo bajamos -concluyó.
Se volvió a mirar abajo.
-¿Esa beta, ¿viene? -gritó. -Sí, contramaestre -contestó uno de los hombres.
Un instante más tarde, vi aparecer por encima de la gavia la cara de un
hombre. Llevaba el motón en torno del cuello y el extremo de la beta encima del
hombro.
Muy rápido estuvo el cable instalado y en seguida bajamos a Tom a
cubierta. Lo llevamos entonces al castillo de proa y le instalamos en su
litera. El contramaestre había mandado por un poco de aguardiente y se puso a
darle una buena dosis. Mientras, dos hombres le frotaban pies y manos. Al poco,
pareció volver en sí. Tuvo un acceso de tos y abrió los ojos con aire
sorprendido y confundido. Luego se sentó, tambaleándose, en el borde de la
litera. Uno de los hombres le sostenía, mientras el contramaestre
se echaba para atrás y le examinaba críticamente. El chaval se
bamboleaba, y se llevó la mano a la cabeza.
-Vamos -dijo el contramaestre. Echa otro trago. Tom se calentó un poco.
Luego habló:
-¡Dios santo! ¡Cómo me duele la cabeza!
Se palpó de nuevo el chichón de la frente. Luego se inclinó hacia
adelante a mirar a los hombres agrupados junto a la litera.
-¿Qué ocurre? -preguntó con voz un tanto pastosa y como si no nos viese
bien.
-¡Es precisamente lo que quiero saber! -dijo el contramaestre, que por
primera vez hablaba con cierta severidad.
-¿No me habré dormido estando de servicio?-preguntó Tom, inquieto.
Miraba con aire aterrorizado a los hombres reunidos alrededor suyo.
-Me da que ha quedado sonado, que pierde la chaveta -dijo claramente uno
de los hombres.
-No -dije yo para contestar a Tom-. Te...
-Cállate, Jessop -dijo el contramaestre apresurándose a interrumpirme-.
Quiero saber lo que él mismo tenga que decir. Se volvió de nuevo hacia Tom.
-Habías subido al sobrejuanete de trinquete -le insinuó.
-No puedo decírselo, contramaestre -dijo Tom, vacilando.
Pude comprender que no había captado lo que el contramaestre quería
decirle.
-¡Pues estabas allí!-dijo el contramaestre, que empezaba a
impacientarse-. Se había desplegado y yo te había mandado allí a sujetar un
rizo.
-¿Se había desplegado, contramaestre? -preguntó Tom, con voz
apesadumbrada.
-¡Sí! ¡Desplegado! ¿Es que no sé explicarme? De repente, el rostro de
Tom se iluminó.
-¡Ah, claro, contramaestre! -dijo al írsele refrescando la memoria-. Esa
maldita vela de repente se hinchó de viento. Me dio un golpe tremendo en la
cara.
Dejó pasar un tiempo.
-Creo que... -empezó, pero se detuvo de nuevo.
-¡Sigue! -dijo el contramaestre-. ¡Desembucha!
-No sé, contramaestre -dijo Tom-. No comprendo. Todavía dudaba.
-Es todo lo que puedo recordar -murmuró; se llevó la
mano a la herida como si intentase recordar algo. En el silencio que
siguió, oí la voz de Stubbins:
-Pero si prácticamente no hacía viento -decía, con semblante
desconcertado.
Hubo un débil murmullo de asentimiento de los hombre presentes.
El contramaestre no dijo nada, y yo le observaba con curiosidad. Me
preguntaba si empezaría a ver lo inútil que es buscar una explicación a lo
sucedido. ¿Empezaría al fin relacionarlo con el caso del hombre del aparejo del
palo mayor Ahora tiendo a pensar que sí. Porque después de haber mirad a Tom
unos instantes con aire dubitativo, se fue del castillo d proa diciendo que a
la mañana reanudaría la investigación. Pero a la mañana no lo hizo. Y tampoco
creo que hablase con e patrón; en todo caso lo haría sin insistir; porque no se
oyó habla más del caso; aunque, naturalmente, nuestras conversaciones l dieron
no pocas vueltas al asunto.
En lo que concierne al contramaestre, sigo intrigado por I: actitud que
tomó con nosotros allá arriba. A veces he pensado que se temía que le
hubiésemos querido gastar una mala jugada
Tal vez en aquel momento medio sospechaba que alguno de nosotros hubiese
estado mezclado en el otro asunto. O bien intentaba defenderse de una
concepción que empezaba a imponérsele, a saber, que aquel viejo cascarón tenía
algo de abominable. Pero, naturalmente, son sólo suposiciones.
Por lo demás, tardaron muy poco en producirse nuevo; acontecimientos.
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