Voltaire
Cuentos completos en prosa y verso
Título
original: Romans et contes
Voltaire,
2015
Edición y
traducción: Mauro Armiño
TIEMPO DE CLÁSICOS
Los clásicos son
esos libros de los cuales suele oírse decir: «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy
leyendo…».
Se llama clásicos a
los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero
que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos
por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.
Los clásicos son
libros que ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por
inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria
mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.
Toda relectura de un
clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.
Toda lectura de un
clásico es en realidad una relectura.
Un clásico es un
libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.
Los clásicos son
esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han
precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o
en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en
las costumbres).
Un clásico es una
obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra
se sacude continuamente de encima.
Los clásicos son
libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos,
inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.
Llámase clásico a un
libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los
antiguos talismanes.
Tu clásico es aquel
que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en
relación y quizás en contraste con él.
Un clásico es un
libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los
otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía.
Es clásico lo que
tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo
tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.
Es clásico lo que
persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible
se impone.
Por qué leer los
clásicos, Italo Calvino
Prólogo
Si hay un término
que unifique la visión que del siglo XVIII en Europa se tiene, ése es el de
Razón, hasta el punto de que fue convertida en diosa cuando la Revolución
francesa derrocó viejos altares. Y a la cabeza de los philosophes que combatieron en todos los frentes, desde el
industrial hasta el ideológico, figuró Voltaire, que dio su nombre a ese siglo
XVIII, también llamado el «Siglo de Voltaire». La Enciclopedia, d’Alembert, Voltaire, Diderot, Rousseau y un largo
etcétera, emprendieron la tarea de reescribir el mundo, y la visión que de él
se tenía, desde la lógica y el pensamiento racional; hasta entonces, eran
fuerzas extraterrestres, un Dios que regía el Universo con reglas y normas
contrarias al sentido común, las que ordenaban la existencia del hombre en la
tierra, y, por otro lado, cimentaban un orden social injusto. Con la Razón por
linterna, los philosophes se
encaminaron hacia la búsqueda de la Verdad; había que explicar el mundo de
nuevo, porque la teología, rígida conductora de mentes y de comportamientos
sociales hasta entonces, hacía aguas e imponía un dogmatismo contrario a lo que
los propios ojos, sin necesidad de más luces, veían, sometiendo los fenómenos
naturales y la ordenación social a lo sobrehumano.
Todos los philosophes —D’Alembert, Diderot,
Voltaire, Rousseau y un largo etcétera de compañeros tanto literarios como
científicosse lanzaron a reescribir el mundo y dejaron sentados, en el trabajo
mayor de la historia contemporánea, la Enciclopedia,
los fundamentos de esa visión nueva. Esa generación ha pasado a la historia
marcada por esa primacía. Voltaire, por ejemplo, es el razonador y polemista
infatigable, el filósofo de su tiempo por su radical antimetafísica, el
historiador que escudriña con detalle la realidad de su propia época olvidando
voluntariamente las viejas historias y los cuentos para viejas, el redactor de
panfletos, el articulista furibundo. Pero ¿dónde estaba la loca de la casa, la
imaginación, la fantasía? El peso de los citados philosophes consistía en esa agitación permanente del espíritu a
que sometieron su época en todos los planos del pensamiento y la acción: punto
por punto asestaron sus lentes de aumento sobre todos los oficios, desde los
más prácticos a los menos prensiles, desde los más concretos a los más
abstractos: estudios y tratados que analizan oficios manuales como la
carpintería o el vidrio y su aplicación a objetos suntuarios o medicinales
—anteojos para la vista, para la investigación científica—, o sutiles paradojas
sobre hechos más abstractos, con su séquito de circunstancias sociológicas o
filosóficas: por ejemplo, la Paradoja
sobre el comediante, de Diderot, que expone los rudimentos teatrales a su
protagonista: el actor.
No son la Belleza ni
la Fantasía las que rigen el concepto de lo Ilustrado ni lo que persiguen los philosophes: y sin embargo, en el caso
de Voltaire, son las que han salvado su nombre durante tres siglos: con sonrisa
sardónica unas veces, con virulencia otras, aplicó la crítica a todos los
problemas que se planteaban al hombre del siglo XVIII, empleando para ello
todas las armas a su alcance: el panfleto, el artículo, los libros de filosofía
o de historia, una correspondencia ingente… No hay obra más enorme que la de
Voltaire en la literatura francesa: a los cincuenta volúmenes que abarca su
obra completa, ha venido a añadirse una docena más de una correspondencia que
cada día se revela más abrumadora e importante: por sus casi veinte mil páginas
pasa completo el siglo XVIII, con todos los temas que le habían interesado
desde la infancia, hasta el punto de constituir una unidad con el resto de esa
gigantesca obra que, en la nueva edición en marcha, iniciada en 1968, tiene
previstos 150 volúmenes. Todo lo que salió de su pluma apunta, si dejamos a un
lado sus iniciales intentos de escritor cortesano, a un fin «social», a un
objetivo: cambiar el mundo.
De
la imaginación a la
Razón
Y sin embargo, tanto
en Diderot como en Voltaire, por citar sólo a dos, la loca de la casa trabajó
arduamente; en el primero, con unas novelas que, pese al sustrato filosófico
que las alienta, pertenecen al mundo de la ficción: desde El sobrino de Rameau o Jacques
el fatalista pasando por La religiosa;
en el caso de Voltaire, con aquello que precisamente lo mantiene vivo fuera del
mundo académico: sus cuentos y novelas son los únicos textos que permiten darle
hoy el calificativo de «nuestro contemporáneo».
No había sido la
«filosófica» la inclinación primera de Voltaire, niño prodigio, famoso a los
diez años por unos versos y a los doce por una tragedia. Eran el teatro y la
poesía los que daban y quitaban en esos inicios del siglo XVIII la
inmortalidad, y Voltaire se lanzó a la escritura de numerosas tragedias, Edipo, Marianne, Brutus, Zaïre y un
largo etcétera, que sustentaron su prestigio en vida; de toda esa obra hoy no
queda nada sobre ninguna candileja; seguía, junto a los celebrados actores del
Théâtre Français (la Comédie Française), la engolada tradición de Corneille y
de Racine, a la que Molière había asestado casi medio siglo antes el golpe de
gracia: la expresión ampulosa de grandes sentimientos en versos de sonoridad
retumbante había muerto a los pies de Tartufo y de las comedias en que Molière
—desde dentro del sistema de Luis XIV— se burlaba de la realidad que rodeaba a
la corte, de los «caracteres» humanos de todos los tiempos: los avaros, los
hipócritas, los pretenciosos, las ridiculeces de hombres y mujeres, en un marco
social que, con su falsedad, ayudaba, si no potenciaba, a esa exhibición de los
defectos personales.
Literariamente,
Voltaire arranca de unos presupuestos dictados por Boileau y su Arte poética —que él consideraba
superior a la de Horacio—, y se aplica a la escritura, como orfebre, de
epigramas, madrigales, sonetos y tragedias, convencido de que «la poesía es la
elocuencia armoniosa»; ese oropel —timbre de gloria para Voltaire en su
centuria— es la causa de su olvido fuera de los ámbitos académicos. Pero la
Belleza así dictaminada era contraria al motor que iba a animar su adolescencia
y el resto del siglo; tras tanta palabrería habían de llegar los inicios de la
ciencia y el conocimiento de la naturaleza como medios para hacer del futuro de
la humanidad algo más habitable, y para explicar el pasado desde presupuestos
que se movían con los avances del siglo y no con las fábulas propaladas por la
Religión. Los mitos griegos y los héroes romanos que pueblan las obras de
Racine y de Corneille —y del propio Voltaire en su apartado teatral y en
algunos de sus cuentos en verso—, las religiones con sus dogmas y sus leyendas,
de nada servían para esa búsqueda de progreso. Tres años tenía Voltaire cuando
se publicó el Dictionnaire historique et
critique de Bayle, que iba a inspirar el paso de la sociedad absolutista a
la racionalista: el siglo XVIII no precisa ya de héroes emblemáticos, sino de
un número lo más amplio posible de ciudadanos que, mediante el sentido común y
unas normas de comportamiento regladas, sienten la base de la «civilización»
nueva a la que aspiran, la «civilidad», el ciudadano civil, servidor y usuario
de una comunidad hecha para beneficio de todos. Voltaire no renunciará a
incrustar, entre los alejandrinos de sus tragedias romanas, griegas u
orientales, la píldora útil, la moraleja que enuncia verdades relacionadas no
con los grandes sentimientos, sino con la vida inmediata, con la realidad en
que se movía el espectador. Había que buscar la Verdad, no la Belleza, de la
mano de la Razón: para que Voltaire se dé cuenta hubo de producirse un hecho
que cambió el sentido de su escritura.
Hacia
el conocimiento
La Bastilla, la
cárcel más famosa del Antiguo Régimen, ayudó a más de un ilustrado a seguir
pensando las ideas que lo habían llevado hasta sus mazmorras. Voltaire las
visitó brevemente por primera vez en 1717, por unos versos insolentes sobre el
Regente; la segunda, en 1726, por haber hecho gala de su ingenio en el foyer del Théâtre Français, o en el
palco de la actriz más celebrada de su tiempo, Adrienne Lecouvreur, contra el
caballero de Rohan; firmaba entonces el filósofo con el doble apellido Arouet
de Voltaire, prueba de un origen plebeyo que trataba de disimular. Interpelado
con sorna y virulencia sobre esos apellidos por el aristócrata el 6 de febrero
de 1726, Voltaire respondió: «Señor, yo empiezo mi apellido, y vos, vos acabáis
el vuestro». Rohan mandó a una cuadrilla de sus criados que vapulearan al joven
bravucón días después. El apaleado reclamó justicia ante el rey, pero todo el
mundo aristócrata que celebraba con estruendo sus éxitos teatrales le dio la
espalda. Cuando ya se había armado de dos pistolas para vengarse o batirse, fue
arrestado y encarcelado de nuevo en la Bastilla; la situación no parecía
demasiado injusta en una sociedad estamental, pero sí molesta: terminó
adoptándose la solución propuesta por el filósofo para recobrar la libertad:
dejaría voluntariamente Francia rumbo a un exilio en Inglaterra. De Londres
trajo escritas, dos años más tarde, sus Cartas
filosóficas; una de ellas, la número XXIV, lleva por título: «Sobre la
consideración que se debe a los hombres de letras».
Esas Cartas inglesas suponen un cambio
radical tanto para la carrera de Voltaire como para la cultura francesa, ya
que, a partir de ese momento, pondrá toda su energía y su inteligencia al
servicio del combate contra el oscurantismo y las tinieblas que impedían el
avance de la Razón: poemas, obras de teatro, folletos, estancias, cuentos,
sátiras, epístolas. Voltaire vuelve, además, convencido de que «nunca veinte
volúmenes in folio harán
revoluciones: son los libritos portátiles a treinta sous los que hay que temer. Si los Evangelios hubieran costado
1.200 sestercios, la religión cristiana nunca se habría asentado».
Pese a este
convencimiento, Voltaire continuará escribiendo obras de teatro —el mismo año
de su muerte, a los ochenta y cuatro años, estrena Irène—. Para el discípulo de Boileau, la poesía era forma y norma;
en cambio, en la retórica particular de Voltaire no entra nada que no concuerde
con la definición de la prosa: orden, racionalidad y claridad meridiana de
sentido, para disipar cualquier sombra y convertirse en transporte de la
primera ley exigible de la poesía: enseñar la virtud, la indulgencia y el amor
al prójimo, además de servir, en caso de ataque, de arma arrojadiza.
La
carrera de un filósofo
Es ya un tópico
consagrado, no por ello menos cierto, que el tiempo se ha encargado de reducir
todo ese esfuerzo «evangelizador» de la buena nueva de la civilización a polvo,
lo mismo que el de sus compañeros de generación —desde el Rousseau del Contrato social hasta Diderot y la Enciclopedia—, que sentaron las bases
que desgastaron los cimientos del Antiguo Régimen y acabaron con ellos en 1789.
Así lo reconoció la Revolución francesa, dando cabida, durante una ceremonia
grandiosa el 11 de julio de 1791, en el recién inaugurado «Panteón francés»
para hombres ilustres, a las cenizas de Voltaire, a las que treinta años más
tarde se unirían las de Jean-Jacques Rousseau.
Pero ¿quién se
acuerda de aquella Enríada, feroz
requisitoria que lanzó contra la noche de San Bartolomé y las guerras de
religión, por más que demuestre su odio al fanatismo? Aunque La Pucelle (La Doncella), sobre uno de
los mitos mayores de la historia de Francia, Juana de Arco, fue piedra de
escándalo en su tiempo, y el poema Le
Mondain (El mundano) se convirtió en un breviario de epicureísmo religioso,
hoy sólo los historiadores de la literatura leen esos poemas grandilocuentes.
Si algo queda de Voltaire en el capítulo de la lírica es lo que escribió
cuando, convencido de su inutilidad para fines de progreso, se tomaba la poesía
como una diversión y hacía epigramas y poemillas de circunstancias a distintas
mujeres, sobre temas intranscendentes; de todo ello queda tal o cual pasaje
furibundamente sentimental de una tirada trágica o algún poema de coloración
más personal, por ejemplo, las Stances à
Mme. du Châtelet (Estancias a Mme. du Châtelet) (1746) cuyos versos
Si vous voulez que
j’aime encore
Rendez-moi l’âge des
amours
resonarán dos siglos
más tarde en la literatura española.
Aún así, hay dos
poemas que tienen una importancia capital: el ya citado El mundano (1738) levantó ampollas en el partido devoto, que vio en
el culto rendido al desarrollo de la ciencia a través de Newton y en su elogio
del lujo un ataque a la Iglesia; y sobre todo, el Poème sur le désastre de Lisbonne (Poema sobre el desastre de Lisboa):
el terremoto de la capital portuguesa sumió a Voltaire en una angustia que
proyectará en varios de sus cuentos de manera obsesiva[1].
Poco más interés
tienen en la actualidad sus incursiones por los campos de la ciencia, los Elementos de la filosofía de Newton, por
ejemplo, salvo el haber convertido a Voltaire en un discípulo del sistema
newtoniano, cuya grandeza fue uno de los primeros en captar; y, corolario de
tal comprensión, el rechazo de Descartes, que seguía dominando el pensamiento
filosófico francés con su teoría de los torbellinos, la materia sutil y los
átomos ganchudos o curvados. En su tiempo, ese trabajo cumplió una función
determinante para el progreso del siglo: eran textos de divulgación de la
ciencia reciente, como lo fue el Discurso
sobre el hombre, cumbre en el terreno de la moral filosófica de las teorías
científicas newtonianas.
En el ámbito de la
historia, sus voluminosas obras, que llegan a pretenderse historia universal de
Europa y Asia desde el Medievo hasta el siglo XVIII, como el Ensayo sobre las costumbres, le valieron
persecuciones y motivaron sus huidas, lo mismo que el Diccionario filosófico. Eran lo que Voltaire pretendía que fueran:
textos portátiles —aunque sea poco «portátil» el primero de los títulos—, de
lucha contra el fanatismo y la intolerancia, cuyos horrores enumera desde la
Alta Edad Media. Con mirada crítica, Voltaire decide denunciar los mitos —peor
que las mentiras—, acabar con las fantasías, nacidas de la superstición y
madres del terror impuesto durante siglos por las religiones y, en particular,
por la Iglesia católica. La libertad se convertía así en la primera de las
metas; para alcanzarla se precisaba el triunfo de la Razón, que, a pesar de
todos los accidentes de la historia, debía regir la vida de los hombres,
acompañada por la «benevolencia natural» de los seres humanos entre sí; eso
cree Voltaire, al menos hasta los años cincuenta, cuando, tras la muerte de su
amiga Mme. du Châtelet, se refugie en la corte de Federico II, que lo llama a
su lado; pero esa relación resultará un fracaso capaz de poner en cuestión todo
el sistema de creencias volterianas, empezando por la amistad.
Si la creencia en la
bondad natural del hombre —Voltaire sostendrá, por ejemplo, que los
antropófagos se comen a sus parientes para darles «una tumba en el seno filial,
en lugar de dejar que se los coman los vencedores»— hace a nuestro autor
compañero de su gran adversario, J.-J. Rousseau, por lo menos hasta mediados de
siglo su confianza y fe en el progreso tuvo asiento más sólido: lo demuestra su
Siglo de Luis XIV, que aparece en
1751 completando el Ensayo sobre las
costumbres, justo en el momento en que se publica el primer volumen de la Enciclopedia, auténtico golpe de timón
para la historia de la humanidad.
Setenta
años de escritura
Puede parecer
paradójico que el máximo representante del siglo de la Razón se recuerde, casi
tres centurias más tarde, precisamente por las obras que salieron de un
hemisferio del cerebro distinto del lógico y racional: sus cuentos y novelas; y
también que los productos de la imaginación hayan pervivido junto al uso común
del adjetivo «volteriano», entendido como un espíritu, el «espíritu Voltaire»:
primero, una forma de agitar la realidad para cambiarla, de enfrentarse al
mundo, a costumbres y modos de pensar anclados en la Edad Media, que pervivían
en medio de los vistosos ropajes y la «modernidad» que Luis XIV había impuesto
durante la centuria anterior para consolidar, bendecido por la Iglesia, el
orden sagrado que representaba la monarquía; y, en segundo lugar, una figura
siempre tensa, crítica y burlona que toca todos los temas y géneros, pasa de
uno a otro con su punta de ironía o con la lanza de una crítica despiadada: el
panfleto y la tragedia, el ensayo filosófico y el informe jurídico, el análisis
científico e histórico, la novela y el cuento, e incluso la poesía, a la que se
acercó con un espíritu racionalista y moralizante que le cerró los caminos a
cualquier hallazgo. En vida y tras su muerte, la persona y la obra oscilaron
entre los elogios ampulosos y los insultos más sectarios: el término
«volteriano» se convirtió en el denuesto más cercano al insulto descalificador,
un cúmulo de todas las maldades y perversidades posibles —salvo la del
erotismo, que ha tenido en el marqués de Sade su propietario exclusivo—. ¿Qué
queda hoy, además de la rebeldía permanente como encarnación del espíritu
volteriano, de esa ingente cantidad de volúmenes?
Entre 1706-1707,
presumible fecha de su primer texto conocido —una epístola a Monsieur, título
del hermano del rey—, o 1709, año de su primer poema —una Oda a Santa Genoveva—, y 1778, cuando los Diálogos de Evémero, El sistema verosímil y una Carta del señor Hude cierran su ciclo de
vida, hay setenta años de escritura total.
La década de los
años cincuenta es decisiva, tanto para Voltaire como para Europa, tanto para la
historia de los pueblos centrales del continente como para la vida personal e
intelectual del philosophe: el inicio
de la Guerra de los Siete Años ensombrece la época feliz de la riqueza y de la
hegemonía de Francia: sobre Versalles y el esplendor dejado por Luis XIV se
avecina un nubarrón que descargará sobre el país derrota tras derrota, haciendo
que el gobierno se vuelva hacia el pasado y se refuerce la reacción clerical a
medida que avanza la amenaza del enciclopedismo. Refugiado en la finca de
Ferney, junto a Ginebra, pero en territorio francés, Voltaire inicia la última
etapa de su vida: cuando en 1755 había comprado Les Délices, se había
felicitado esperando que esa finca le diera lo que su nombre prometía y le
permitiese vivir, en su retiro, su viejo «sueño del huerto»: no tarda en
comprender que ese retiro, a sus sesenta y tres años, se ha convertido en una
especie de cárcel que lo aísla del mundo y de los valores que quería defender:
«pretendidas Delicias» las llama ya en agosto de 1755. Seis años más tarde, en
1761, Voltaire declara haber «pasado el Rubicón». En esa última etapa,
desarrollará una actividad constante en la que desaparecen todas las veleidades
literarias: los últimos veinte años de su vida se dedican al combate, a textos
«portátiles» contra el fanatismo y las ideas religiosas, porque el resultado de
la Guerra de los Siete Años —victoria de los poderes protestantes sobre los
poderes católicos— no sólo no le ofrece ninguna garantía, sino que parece
volverse contra él: el partido devoto, más débil, se torna más agresivo, y
Voltaire ha de convertirse entonces en defensor de las víctimas de la
intolerancia y la intransigencia religiosa. Surgen así sus textos «de defensa»:
del pastor protestante Rochette, de un comerciante llamado Jean Calas, del
caballero de La Barre: no pudo impedir la ejecución de ninguna de las víctimas
de la intransigencia religiosa, pero desde Ferney, con pluma y papel como
únicas armas, consiguió demostrar el poder de un «intelectual» y enarbolar un
concepto nuevo, el de «tolerancia», que es el que también hace de Voltaire nuestro
«contemporáneo».
Crece en esos
últimos veinte años el número de Mélanges,
de folletos y opúsculos de lucha, de «portátiles» contra el fariseísmo, la
injusticia, la hipocresía, contra los ídolos más visibles sobre los que se
asentaba la organización social del siglo XVIII. Pero, si colaboraron a labrar
la estatua del personaje Voltaire, de la «idea volteriana», lo cierto es que
hoy, si dejamos a un lado las Cartas
inglesas, el Tratado sobre la
tolerancia y el Diccionario
filosófico, apenas resultan legibles todos estos textos salvo para
expertos, historiadores y eruditos. El concepto mismo de literatura ha
cambiado, y aquellos títulos —sobre todo los de teatro y poesía— en los que
Voltaire basaba sus esperanzas de inmortalidad son pasto de los eruditos y del
polvo en las bibliotecas.
Como en otros casos,
lo que el escritor considera efímero es lo que perpetúa su nombre. Cervantes
confiaba en Los trabajos de Persiles y
Segismunda como en el «bronce perenne» horaciano; pero no fue esa novela
escrita con un pie en el estribo, sino otra, Don Quijote, objeto de la rechifla —desde luego envidiosa— de las
gentes de letras de su tiempo y de las burlas y risas de todos, la que hace de
Cervantes un escritor universal y vivo. ¿Cómo podía imaginar Voltaire que sus
sesudas obras históricas, escritas tras penosos esfuerzos de investigación y
lectura, sus trabajados poemas de duro verso neoclásico, serían despreciados
por haber perdido actualidad, por vacuos y retóricos, mientras sus cuentos,
escritos un poco por pasar el rato y que, como primer defecto, tenían el de ser
personales, el de destilar sus propios humores, los subjetivos vaivenes de su
carácter, y el de dar cuenta de la evolución de sus intereses ideológicos,
serían los que perpetuarían su nombre? Sus obras eruditas, compendio didáctico
de muchas observaciones hechas por otros, se ven ahora como testimonio de una
época superado, con abundantes anotaciones en los márgenes demostrando errores,
descubriendo fuentes, etc. Lo más personal que Voltaire escribió —y, por lo
tanto, lo menos transferible, desde su punto de vista, como valor universal—,
la Correspondencia, es, junto con sus
Novelas y cuentos, la parte más viva,
la escritura más natural, más sobria y menos retórica que dejó.
La
modernidad de un pensador
Era impensable para
Voltaire; pero los caminos de la creación tienen poco que ver con la erudición
y la retórica; como cualquier tarea erudita, al cabo de unos años, con la viva
marcha que a partir del siglo XVIII respecto a épocas anteriores tomaron los
estudios de investigación, esa obra volteriana ha quedado superada, amortajada.
Sin embargo, en la Correspondencia
encontramos a un hombre que habla por él y desde él, que late como individuo
ante los hechos, que emite opiniones que no ha encontrado en ninguna summa theologica o pagana; y todo ello,
para lo mejor y para lo peor; al lado de una inteligencia soberana, de una
generosidad poco frecuente, encontramos mezquindades increíbles, venganzas
infantiles y tan fanáticas como el fanatismo contra el que predicaba: todo está
en el individuo llamado François-Marie Arouet de Voltaire, un carácter lleno de
manías, de lo que en moral se llamarían defectos, pero que constituyen la parte
más propia, y por lo tanto más apreciable, de quien las posee.
En la Correspondencia y en sus Novelas y cuentos, Voltaire respira en
cada línea, con un sentido de la justicia —y también de la injusticia—, con
noblezas e infamias —contra Rousseau de modo especial, contra Maupertuis,
contra el jesuita Berthier, etc.—, con acusaciones justificadas o ajustes de
cuenta personales, como esos nombres que a lo largo de los cuentos perpetúan
—pueden verse en las notas a la traducción— apellidos de ilustres desconocidos
que, en un momento dado, se cruzaron, para bien o para mal, con Voltaire; y éste
los anota pacientemente, inscribiendo el de los amigos o personas adictas a él
o a sus causas, para bautizar con ellos a personajes positivos, mientras los
nombres de los enemigos, con leves deformaciones, quedan adjudicados a jesuitas
hipócritas, a esbirros y alguaciles, a malhechores. Venganza pobre, porque
nadie se acuerda ya de esos personajes: quizá el hecho más «notorio» de sus
vidas fue, sin pretenderlo, haberse cruzado con este escritor de memoria larga
para ofensas y malquerencias, y de pluma aguda. Ahí radica la modernidad de
Voltaire, en algunos conceptos que enuncia por encima del polvo de las pelucas
versallescas; en su conciencia, heredada del barroco, de que el hombre es nada.
Pero, a diferencia de los barrocos —que hacían misticismo con ese y otros
conceptos—, en Voltaire se produce la ironía:
El hombre es un
animal negro con lana en la cabeza, que anda sobre dos piernas, manteniéndose
erguido casi como un mono, menos fuerte que otros animales de su tamaño, con un
poco más de ideas que ellos y mayor facilidad para expresarlas; sujeto por lo
demás a las mismas necesidades, nace, vive y muere igual que aquéllos.
Este pensamiento no
es producto sólo de una época de amor a la naturaleza, de un ecologismo avant la lettre ya activo en ese «hombre
natural» de los enciclopedistas, en Las
ensoñaciones del paseante solitario de Rousseau, por ejemplo, o en la
educación que recibe el joven ideal de la Ilustración, Emilio. La constatación que Voltaire hace de los opuestos
naturaleza/sociedad llega a la burla; no es tan sencillo acabar con el hombre
social; hasta el propio Rousseau sabía imposible su «hombre de naturaleza».
Si éste es una meta
imposible, también puede ironizarse contra él, a la vez que el dardo de la
sátira hiere al otro, al ser que ha alcanzado el grado de conocimiento que en
el siglo XVIII tenía la sociedad francesa:
Siempre el pueblo
más culto, más rico, más refinado, a la larga debió ceder en todas partes ante
el pueblo salvaje, pobre, robusto.
Es esa ironía, esa
sensibilidad que se desgarra con los sufrimientos del ser humano, esa esperanza
en el progreso —pero ¿hacia dónde tiene que ir el progreso?, parece preguntarse
Voltaire—, la fe en la naturaleza humana, el rechazo de cualquier coacción
intelectual y la denuncia de la intolerancia, lo que emparenta a un escritor de
finales de la Edad Media con nuestro «progresado» siglo XXI.
En pleno Siglo de
las Luces, Voltaire va a emplear uno de los recursos que en la Edad Media había
expresado mejor que ningún otro la irritación frente al estado de cosas: la
burla. Si Rabelais se había reído a mandíbula batiente y había mostrado la
sociedad desde una perspectiva que también había hecho desternillarse de risa a
sus lectores, Voltaire va a emplear la ironía para alertar y excitar
sensibilidades. Y no es que sea medieval en pleno siglo XVIII, sino que fue
transmisor del testigo de la risa de la Edad Media a la contemporánea, cuando
ya los intelectuales no pueden ser felices, por retomar la expresión con que
Roland Barthes calificó a Voltaire: «el último intelectual feliz». Frente a la
fragmentación y al amontonamiento de las contradicciones actuales, Voltaire,
más «natural», lucha contra la intolerancia y el dogmatismo, y termina riéndose
porque, para él, las cosas van por ciclos: «La tierra es un vasto teatro donde
la misma tragedia se representa bajo títulos distintos». El escepticismo de sus
pullas le evita hacer de ingenuo, le impide «creer»: «Nacemos completamente
desnudos. Nos entierran con una sábana ordinaria que no vale cuatro cuartos.
¿Qué mejor cosa podemos hacer que regocijarnos de nuestras obras durante los
dos momentos en que gateamos sobre este globo o glóbulo?», escribirá utilizando
el punto de vista de Micromegas.
Una
máquina de guerra
Pero ¿qué papel
desempeñaron los cuentos? Fueron, en principio, un capricho, un juego de
sociedad con el que Voltaire entretenía a los invitados en los salones de
París, de Versalles y, sobre todo, del palacio de Sceaux entre 1744 y 1750,
aunque ya antes de esta última data esté arrepentido, según manifiesta en un
carta, de haber perdido su tiempo en cortesanías. Fue, sin embargo, uno de sus
trabajos iniciales: como gentilhombre de cámara del rey gracias al favor de
Mme. de Pompadour, estaba obligado a proveer al entretenimiento de la corte. En
el estrado de Mme. du Maine, Anne Louise de Bourbon-Condé, Voltaire había leído
a la dama, muy aficionada a las historias y decorados orientales, algunos de
sus cuentos, y a instancias suyas hubo de leerlos el filósofo en círculos
cortesanos más amplios. Los primeros que cronológicamente escribió no eran más
que eso, la aportación de Voltaire a las diversiones del selecto círculo que se
reunía en torno a la duquesa, un ramillete de flores del cortesano pagado para
entretener.
Voltaire frecuentó
esa selecta sociedad literaria —y también política— en dos épocas de su vida:
de joven, entre 1714 y 1718, y más tarde, poco antes de su «paso del Rubicón»,
o abandono definitivo de las pompas mundanas. En los años 1714-1715, la duquesa
du Maine intentó remedar los antiguos «placeres de la Isla Encantada» con que
Luis XIV se divertía en Versalles con «guiones» de Molière, y organizaba
espectáculos y brillantes fiestas de iluminación suntuosa, ballets, justas
poéticas, etc., en las que Voltaire lució sus primeras galas en el mundo cortesano.
Refiriéndose a esa «corte» de Mme. du Maine, puede leerse en el Journal des Dames (marzo de 1774): «En
esa sociedad, toda falta debía ser reparada por un cuento escrito
inmediatamente»; cuando desaparece la corte de Sceaux —el descubrimiento de una
conspiración llevó a los duques al exilio—, Voltaire se dedica a cultivar, en
compañía de Mme. du Châtelet, estudios más «serios»: alta literatura,
tragedias, trabajos históricos, o se entrega a experimentos de física; quiere
la leyenda que más de diez años después, tras permanecer encerrado en su
habitación durante tres días, entregó a su sobrina y amante desde 1744, Mme.
Denis, el manuscrito de Cándido con
estas palabras cortesanas: «Tomad, curiosa, esto es para vos».
Ante el conjunto de
los relatos, la crítica se ha visto obligada a rechazar ese carácter galante e
improvisado de unos textos que no habrían sido otra cosa que florones de salón:
son ya relatos «filosóficos», porque la obra de Voltaire, aunque fragmentaria
en apariencia, es en realidad indivisible; su propósito era el mismo, fuera el
que fuese el género que escribía: divulgar las nuevas ideas, exponer cierto
materialismo, combatir la ineptitud y la mentira religiosas, luchar por la
tolerancia. Pese a esa unidad final, nunca el espíritu de Voltaire fue tan
libre como en sus cuentos. En ellos, mediante una escritura que sólo tiene por
objetivo quod erat demostrandum, «lo
que se quería demostrar», la originalidad del pensador se une al encanto y a la
ironía del literato sin someterse a ninguna otra regla. Todo sirve, con tal de
que sea útil a sus fines; todo procedimiento y toda licencia narrativa pueden
ser válidos: anacronismos, saltos temporales, acumulación de efectos sorpresa,
ciencia ficción, eliminación de las distancias, encuentros y reencuentros más o
menos verosímiles. Igualmente diversos pueden resultar los encuadres y los
marcos: así, sus cuentos pueden ser falsamente orientales —dejándose llevar por
la admiración, sin que falte una punta de ironía, de los modelos clásicos de Las mil y una noches—, bizantinos o
contemporáneos, o de protagonistas ingleses, o puramente franceses; y pueden
estar redactados en distintos registros: en forma de carta, de diálogo, o de
relato que arranca casi con el clásico «Érase una vez».
Desde luego, el mundo
pasa por el individuo. Pero Voltaire no se cree ni se quiere otra cosa que
espectador que apostilla, lucha, combate, se burla o rechaza: sus cuentos y su
correspondencia son una permanente toma de posición sobre los temas más
diversos; Flaubert llegaría a calificar todo lo que salió de la pluma de
Voltaire como «una máquina de guerra», que tiene por dardos favoritos la burla,
la risa y la ironía.
Es la sátira lo que
sustenta las aventuras de todos sus personajes, desde el célebre e ingenuo
Cándido, vapuleado protagonista que terminará convertido en auténtico militante
del volterianismo —porque ha viajado y ha visto mucho, porque ha sufrido los
ridículos caprichos de los que a sí mismos se llaman Grandes—, hasta Zadig, que
sólo cosecha males donde sembró bienes, arrastrado por la rueda de la fortuna;
ése es el mayor absurdo de la realidad, la mayor injusticia de la vida. Pero
todos los personajes volterianos, después de verse arrastrados por una riada de
acontecimientos aparentemente caóticos y faltos de sentido, terminan
«triunfando» porque aplican la filosofía de la experiencia. Aunque no resulte
muy convincente hablar de triunfo, por ejemplo en ese final de Cándido
cultivando su huerto y convertido, tras sus muchas desgracias, en dueño
independiente y libre en una realidad bastante lamentable, a la que no le queda
otro remedio que resignarse; la moraleja ilustrada —como todas las moralejas—,
una vez hecha la sátira del desorden del mundo, aplica la vara mágica de los
cuentistas sobre su ficción: un final inverosímil, que no deja de ser otra
ironía más de este «último intelectual feliz»; pero el autor también carga
sobre las espaldas de sus personajes confidencias personales, sin olvidarse en
ningún momento de ajustar cuentas contra sus enemigos, contra sus críticos: en
la ficción de Voltaire cabe todo.
Hoy pueden hacer
sonreír las querellas en que se engolfaban en el siglo XVIII los ilustrados, en
danza con los inventores, los teólogos y los filósofos; los anacronismos de la
Biblia provocaban, sin embargo, agrias disputas bien surtidas de ataques no
sólo ideológicos sino personales, sazonados de insultos o calumnias; y las
páginas de las publicaciones de sociedades y círculos científicos se llenaban,
por centenares, con la explicación de los inventos más peregrinos, desde la
forma de medir la velocidad del agua hasta la creación de seda mediante
telarañas. Voltaire no renuncia a ningún tema, por más deleznable que pueda hoy
parecer, y los cuentos sirven de soporte a sus ironías entreveradas con
posiciones sobre el mundo, la religión y las costumbres francesas, que
distinguen precisamente el pensamiento de Voltaire.
Novelas
y cuentos
Según la lista
establecida por Beaumarchais, Condorcet y Decroix en su edición de las Œuvres complètes de Voltaire (setenta
volúmenes, 1784-1789), son quince los escritos volterianos que pertenecen al
género narrativo; sin embargo, la lista canónica establecida una vez recuperada
la obra de ficción por los estudiosos eleva ese número a veintiséis[2];
en total, el conjunto incluye textos redactados a lo largo de sesenta años,
aproximadamente desde 1714-1715 (El mozo
de cuerda tuerto) hasta 1775 (Historia
de Jenni). Pero esa lista canónica no quedó cerrada: con posterioridad a
los trabajos de René Pomeau, Frédéric Deloffre y Jacques Van den Heuvel, se han
agregado varios textos más que tienen el mismo derecho que otros adscritos a
ese género a figurar entre los cuentos: empezando por los escritos en verso,
pese a que una tradición que se remonta al propio autor nunca tuviera en cuenta
este apartado precisamente por ser poemas y, de acuerdo con el canon de
Boileau, pertenecer al género poético[3]. La jerarquía de géneros
establecida por el clasicismo no avaloraba los cuentos, y menos si estaban
escritos en prosa; y si lo estaban en verso, correspondía al campo de la
poesía. Eran entretenimientos casi inconfesables con arreglo a las normas
dictadas en la centuria anterior por Boileau. Las ediciones de Œuvres de Voltaire aparecidas en vida
tampoco ayudan a resolver el problema, porque bajo esa rúbrica sólo se recogen
unos pocos textos, algunos de adscripción imposible al género. Para delimitar
el campo semántico del término conte
en la época, hemos de remitirnos al Dictionnaire
de Furetière, con entradas significativas (de las que elimino, por innecesarios,
los ejemplos):
Conte: historia, relato agradable. // Se dice a veces de
cosas fabulosas o inventadas. // Significa también maledicencias, burlas. // Se
dice también de todas las palabras vanas y despreciables, que no están fundadas
en ninguna apariencia de verdad o de razón. // Se dice proverbialmente en estas
frases: son «cuentos» de viejas con que se entretiene a los niños…
No sabemos qué es lo
que Voltaire consideraba «cuento», dado que ni siquiera utiliza esa palabra
para designarlos: «obritas» o «breves escritos» son los términos que emplea. El
texto más cercano a una posible «definición» del cuento de su parte, lo pone en
labios de la princesa Amasida, en El toro
blanco (capítulo X):
Todos esos cuentos
me aburren, respondió la bella Amasida, que tenía inteligencia y buen gusto.
Sólo sirven para ser comentados entre irlandeses por ese loco de Abbadie o
entre welches por ese charlatán de Houteville. Los cuentos que podían contarse
a la retatarabuela de la retatarabuela de mi abuela a mí no me entretienen,
porque he sido educada por el sabio Mambrés y he leído el Entendimiento humano del filósofo egipcio llamado Locke, y La matrona de Éfeso. Quiero que un
cuento se base en la verosimilitud, y que no parezca siempre un sueño. Deseo
que no tenga nada de trivial ni de extravagante. Quisiera sobre todo que, bajo
el velo de la fábula, dejase entrever a los ojos expertos alguna verdad sutil
que escape al vulgo. Estoy harta del sol y de la luna de los que dispone a su
capricho una vieja, y de las montañas que bailan, de los ríos que remontan a su
fuente y de los muertos que resucitan; pero, sobre todo, cuando esas tonterías
están escritas con un estilo ampuloso e ininteligible, me repugnan
horriblemente. Comprendéis que una joven que teme ver tragado a su amante por
un gran pez, y verse ella misma cortar el cuello por su propio padre necesita
ser entretenida; pero tratad de entretenerme a mi gusto[4].
En las veintiséis
narraciones canónicas, seis apólogos, parábolas y fabulaciones, y catorce
cuentos en verso, hay varios de cierta extensión, entre los que Zadig, Cándido y El Ingenuo son las piezas mayores; las acompañan cuentos de una
extensión menor, amparados en ocasiones bajo el paraguas de lo «filosófico» o
lo «moral», que enhebran una levísima trama narrativa a una consideración ética
y social, a una idea surgida sólo del contacto directo con un autor, como por
ejemplo el Sueño de Platón, escrito
por Voltaire tras una relectura del filósofo griego. Otras sirven de marco a
cualquier idea.
La investigación ha
demostrado que en Voltaire el cuento no es cosa de sus años maduros, sino que
lo cultiva desde la juventud más temprana, adaptándose a las inquietudes que
obsesionan al philosophe en cada
momento. Se pensaba que El mozo de cuerda
tuerto y CosiSancta pertenecían,
por los datos externos, a su estancia en la corte de la duquesa Du Maine, en
los años 1746-1747; sin embargo, los investigadores han demostrado que tanto
esos dos relatos como los cuentos en verso El
cabronismo, El candado y La mula del papa pertenecen a una época
muy anterior, a los años 1714-1716, cuando Voltaire era «cortesano» en Sceaux,
y estaba obligado, cuando no «castigado», a entretener con aportaciones
divertidas al selecto grupo de aristócratas con quien, en ese momento,
compartía su idea sobre la literatura. Cuentos olvidados por el propio
Voltaire, que terminará sacándolos mucho más tarde de entre sus papeles, casi
pidiendo perdón por haber «perdido el tiempo» en estas chanzas y burlas. Pero
desde esa primera etapa ya está prendido Voltaire en las redes de lo
maravilloso por un lado, de lo burlesco por otro, y remitiéndose a la vieja
tradición satírica medieval y a Boccaccio con guiños eróticos que luego
desaparecerán del resto de los cuentos.
Los
cuentos orientales
El primero de ellos,
El mozo de cuerda tuerto, tiene una
particularidad que va a ser la constante más notoria de toda su dedicación al
género: es un cuento oriental. Por hacer estadística, entre los canónicos, los
cuentos «orientales» son once de un total de veintiséis; entre los cuentos en
verso, tres de un total de catorce; el conjunto resulta un abanico de
propuestas ideológicas y de burlas, de pullas y de razonamientos; pero también
un rechazo de las formas narrativas habituales que empleó el siglo XVIII,
volcado hacia la novela epistolar y la novela-memoria o confesión. Si es cierto
que en tres de esos once relatos se utiliza la primera persona y la forma
epistolar —habría que observar incluso que la Carta de un turco está escrita por un testigo del suceso—, en las
novelas consideradas fundamentales (Zadig,
Micromegas, Cándido, El Ingenuo). Voltaire busca como narrador a una
tercera persona que le permita reflexionar sobre lo que ocurre a los
protagonistas, para, desde esa distancia, ejercitar su ironía, introducir sus propias
ideas por el bies de la burla ante los acontecimientos, pasos y desventuras de
los personajes.
No era mucho lo que
la época conocía de Oriente; pero quedó fuertemente impresionada por la famosa
traducción francesa de Galland de Las mil
y una noches, aparecida entre 1704 y 1717. Bastó este libro para inundar
muchas de las imaginaciones más claras del siglo, desde la de Crébillon a la de
Diderot y Montesquieu, desde la de Voltaire a la de Goethe. Había, desde luego,
antecedentes en algunas obras narrativas y teatrales, por ejemplo en El burgués gentilhombre de Molière, que
había jugado, y no fue el único, a las «turquerías» en esa pieza, encargo hecho
al cómico por Luis XIV para festejar la llegada de un nuevo embajador del Gran
Turco, tras una etapa de ruptura de relaciones diplomáticas entre aquel país,
muy poderoso en el Mediterráneo de entonces, y Francia.
Puede parecer
extraño y paradójico, como ya se ha dicho, que el máximo exponente, tal vez, de
ese siglo de la Razón se alimente de mentiras y relatos fabulosos; pero es el
propio Voltaire quien, en carta a Mme. du Deffand, del 17 de septiembre de
1759, escribe: «Os confesaré que no leo más que el Antiguo Testamento, tres o
cuatro cantos de Virgilio [de la Eneida],
todo Ariosto, una parte de Las mil y una
noches, y, en cuanto a la prosa francesa, releo sin cesar las Cartas Provinciales [de Pascal]». Otra
epístola, a Chamfort, del 16 de noviembre de 1774, resulta más explícita
todavía sobre los motivos de fascinación que ejerce sobre él todo ese mundo
mentido e inventado que, a primera vista, podría parecer ajeno a uno de los
padres de las Luces: «… Porque Ariosto es superior a él [La Fontaine] y a todo
lo que siempre me ha encantado, por la fecundidad de su genio inventivo, por la
profusión de sus imágenes, por el profundo conocimiento del corazón humano, sin
dárselas nunca de doctor, por esas burlas tan naturales con las que sazona las
cosas más terribles. Ahí he encontrado toda la gran poesía de Homero con más
variedad, toda la imaginación de Las mil
y una noches; la sensibilidad de Tibulo, las burlas de Plauto, siempre
maravilloso y simple. ¡Los exordios de sus cantos son de una moral tan sencilla
y tan festiva! ¿No os asombra que haya podido hacer un poema de más de cuarenta
mil versos en el que no hay un solo fragmento aburrido, ni una línea que peque
contra la lengua, ni nada forzado, ni una palabra impropia? ¡Y encima todo el
poema está en estancias!».
Esos once relatos
«orientales» pertenecen a todas las épocas de Voltaire, que, ya anciano, seguía
cultivando un género que practicaba desde la segunda década del siglo con
intenciones siempre muy claras: desde hacer un diseño de la tipología humana
hasta el análisis de las convenciones sociales y las costumbres de las
naciones, pasando por el ataque a la religión —a la que en términos volterianos
habría que denominar más exactamente «superstición». El mozo de cuerda tuerto, cuya redacción se ha fechado a mediados
de la segunda década (1714-1715), como se ha dicho, cuando frecuentaba en
Sceaux el salón de la duquesa du Maine, es el primero de todos y el primero
«oriental». El segundo cuento oriental pertenece a una etapa posterior al paso
de Voltaire por los salones de la alta nobleza: Zadig, relato clave, aparece en 1747; Voltaire prescinde de una
intriga rígida: la primera redacción del cuento se convierte en un recipiente
en el que, andando el tiempo, podían volcarse otros episodios enhebrados casi
sobre cualquier final de capítulo. En Zadig
hay una fabulación narrativa que se vuelve hacia el lector, con el relato de
esos amores del protagonista y las desventuras y vagabundeos que la pareja de
amantes sufre, semejantes a las del propio Voltaire, como luego veremos. Dos
años más tarde, Así va el mundo
permite que se transparenten las preocupaciones de Voltaire por regresar a una
Persépolis que es París, y que no tarda en convertirse para él en centro de
envidias y supersticiones; es en este cuento donde Voltaire admite por primera
vez la existencia del mal como algo derivado de la misma naturaleza, como algo
con lo que hay que contar. Memnón,
escrito casi al mismo tiempo que Zadig,
formaba parte, como los dos anteriores, de esos regalos manuscritos que
Voltaire hacía a la señora de Sceaux y que leía al surtido de notables que
frecuentaban su salón; pero si hay paralelismos evidentes con Zadig, también puede afirmarse que el
desenlace de Memnón es bastante más
pesimista; la ironía del subtítulo: «o la Sabiduría humana», no aparecerá hasta
las ediciones posteriores a 1756, cuando Voltaire empiece a corregir el
racionalismo optimista que hasta mediada la época de los cuarenta había
presidido su obra; nada parece depender del hombre, que no puede dominar sus
pasiones ni dirigir a capricho su vida ni su felicidad.
Carta de un turco (1750) responde al interés de Voltaire por
la historia, y la anécdota, de desenlace pesimista, pone en entredicho el
formalismo de los ritos religiosos, a los que el autor opone una moral
sencilla, suficiente para alcanzar el «decimonoveno cielo», con el que se
conforma el brahmín Omrí. Historia de un
buen brahmín (1760) se convierte en el análisis que Voltaire hace del
divorcio radical existente entre la felicidad y las Luces, tema recurrente en
su pensamiento y crucial para su crítica de la metafísica: en esa fecha, el
autor de Cándido ya ha abandonado su
vieja idea de la época de Cirey, cuando quería remitir la metafísica a la
moral. En la carta adjunta a Mme. du Deffand cuando le envía ese relato,
Voltaire habla de la dificultad práctica de ser felices: «Pienso que somos muy
despreciables, y que no hay más que un pequeño número de hombres esparcidos por
la tierra que se atrevan a tener sentido común. […] Pero ¿para qué sirve el
sentido común? Absolutamente para nada. […] Os exhorto a gozar cuanto podáis de
la vida, que es tan poca cosa, sin temer a la muerte, que no es nada». (Correspondencia, 13 de octubre de 1759).
Difusión
del conocimiento
Pasarán más veinte
años hasta que vuelva al género del cuento; pero ahora Voltaire es otro: se ha
formado en la filosofía experimental tras su exilio en Inglaterra, y en Cirey,
al lado de Mme. de Châtelet, se entrega a la literatura teatral y a la
historia, pero, sobre todo, al estudio de los adelantos científicos que están
cambiando la percepción del mundo, regida hasta entonces por los «datos» que
sobre la historia del hombre aportaba la Biblia. Desde Galileo, y pese a
hogueras y mordazas, la investigación científica había avanzado mucho para la
época, y los hallazgos de Newton daban un vuelco a la historia del hombre: para
entretener a la ilustre tropa de Ilustrados a los que daba cobijo en Cirey Mme.
du Châtelet, Voltaire escribe en 1738-1739 dos relatos «científicos» en los que
incrusta las preocupaciones de ese momento. Si el Sueño de Platón arremete contra la metafísica encarnada en el
pensador griego, El viaje del barón de
Gangán, que más adelante se transformaría en Micromegas, novela el método experimental de Newton aplicando sus
conclusiones al universo; el tono satírico de este viaje interplanetario
arranca de una mirada situada al margen de la esfera humana; el ojo nuevo que
Montesquieu predicaba en sus Cartas
persas sirve a Voltaire para dar carta de naturaleza narrativa a
intuiciones científicas de Newton sobre el espacio y el mundo, a la vez que se
burla de «todas las tonterías de este pequeño globo», como pretendía hacer en
su Tratado de física (1734).
Aunque los avatares
de la ciencia nunca dejen de interesar a Voltaire, en los cuentos escritos
entre 1739 y 1747 se produce un giro casi copernicano: ahora se transforman en
ficciones vestidas de orientalismo que, por supuesto, se refieren a la vida
política francesa y, sobre todo, se convierten en confidencias personales de
Voltaire: en los ya citados Así va el
mundo, Zadig, o el Destino, Memnón, o la Sabiduría humana, Carta de un turco,
disimulado bajo turbantes está el Voltaire que, después de su retiro en Cirey,
retorna a la vida social creyendo que puede desempeñar un papel en el mundo de
los poderosos. Durante un breve instante (1740-1745) consigue el favor
cortesano para caer luego en desgracia (1748): el mundo epicúreo y pragmático
que había soñado en su poema El mundano
diez años antes se desmorona y el «todo está bien» carece de sentido para un
Memnón que buscaba ser «perfectamente sabio». Es en esta etapa, mientras
Voltaire investiga para escribir su Ensayo
sobre las costumbres, cuando apunta por primera vez la comparación entre
las distintas religiones, que será una constante de toda su obra.
Hacia
una obra maestra: Cándido
Pero Voltaire aún no
había tocado fondo: la década de los cincuenta verá destrozadas todas sus
posibilidades: tres años bastan, de 1750 a 1753, para que el idilio con
Federico II de Prusia, que avalaba su sueño del philosophe, de guía de un déspota ilustrado, se conviertan en la
humillación más profunda con que Voltaire fue herido en toda su vida, con el
catastrófico resultado de que quien creía conducir con la Razón el espacio
europeo se veía perseguido por su antiguo amigo a la vez que expulsado de
París. Fin del sueño: «Este mundo es un vasto naufragio. Sálvese quien pueda»,
escribe a su amigo Cideville en 1754, año en el que reanuda la escritura de
cuentos: Historia de los viajes de
Escarmentado es la primera piedra de toda la etapa última, que Frédéric
Deloffre bautizó con acierto: «los cuentos del exilio y del huerto», y que
abarcan con variantes el resto de su obra de ficción: Voltaire ya no saldrá de
su exilio sino para morir, y, como Cándido, cultivará en sus dos residencias
últimas, Les Délices y Ferney, un huerto que es una «corte» intelectual;
aunque, a pesar del aislamiento y las barreras que Voltaire pone entre él y el
mundo, no tarda en convertirse en centro de todas las disputas intelectuales —y
personales incluso— que mueven el pensamiento de una época que camina ya hacia
la Revolución francesa.
A esta etapa
pertenecen Cándido y El Ingenuo, considerados obras maestras,
y a los que acompañan piezas de no menor calado, como Popurrí, La princesa de Babilonia, El hombre de los cuarenta escudos,
Las cartas de Amabed y El toro blanco,
por citar únicamente cuentos en prosa.
Cándido es la obra maestra del período 1754-764, que
arranca con la Historia de los viajes de
Escarmentado y remata la revisión y escritura definitiva de Popurrí, cuento iniciado tres años
antes. Tras el grito de desolación que es Los
viajes de Escarmentado y la anécdota ligera de Los dos consolados —donde, sin embargo, aparece un personaje,
Citófilo, que ya anuncia a Pangloss—, Voltaire empieza a gestar Cándido en 1755; lo escribirá tres años
más tarde, en 1758, cuando todavía no había pasado el Rubicón, como él mismo
dice en 1761. Acaba de comprar Les Délices y se cree a salvo de desgracias
durante un soplo, porque en agosto del mismo año de la compra, ya las llama,
como hemos visto más arriba, «pretendidas Delicias». Además van a ocurrir
hechos capitales que sacuden a Voltaire en su refugio. A finales de noviembre
de 1755 le llega la noticia del terremoto que había asolado Lisboa el primer
día del mes, provocando una matanza espantosa, cuarenta mil víctimas: «Ahí
tenéis, señor —escribe en la primera carta en que aborda el terremoto—, una
física muy cruel. Ha de costar mucho trabajo adivinar cómo las leyes del
movimiento provocan desastres tan espantosos en el mejor de los mundos posibles. Cien mil hormigas, nuestro prójimo,
aplastadas de golpe en nuestro hormiguero, y la mitad pereciendo sin duda en
angustias inexpresables en medio de cascotes de los que no se las puede sacar.
[…] ¡Qué triste juego de azar! […] ¿Qué dirán los predicadores?».
No tarda en escribir
el Poema sobre el desastre de Lisboa,
que resume la consternación de Voltaire y su ataque a los portavoces de la
teoría del «todo esta bien». «Hay que confesarlo: el mal existe sobre la tierra». La cursiva es de Voltaire, que
convierte esa frase en nudo del poema. Es cierto que en Zadig Voltaire ya había dado cuenta de la existencia del mal, pero
en el poema esa conciencia del mal adquiere una intensidad mayor, camino de las
conclusiones de Cándido, que van a
marcar al Voltaire anciano. La serie de analogías entre los temas que obsesionan
a Voltaire en su correspondencia y en Cándido
han servido para datar el inicio de la escritura definitiva en las primeras
semanas de 1758. A un lado queda la leyenda de que fue escrito en cuatro días;
la redacción del cuento tuvo tres etapas: se inició en el invierno de
1757-1758, se continuó en la primavera y se concluyó en el otoño, hasta el
punto de que Van den Heuvel habla de un Cándido
«de invierno», de un Cándido «de
verano» y de un Cándido «de otoño»,
que no serían otra cosa que la «expresión mítica del itinerario personal a lo
largo del año 1758».
Lo que Voltaire hace
en ese momento es dar forma a tres años terribles: al terremoto de Lisboa de
1755 le siguió en 1756 otro hecho espantoso que va a menguar todavía más la
«frágil esperanza» —así la califica por su mano en una copia del Poema sobre el desastre de Lisboa,
después de que, presionado por su amiga, la leibniziana duquesa de Saxe-Gotha,
y por sus amigos los pastores suizos, hubiera incrustado el término «esperanza»
en el último verso del poema. Ese acontecimiento es el inicio de la Guerra de
los Siete Años, que lo sume de nuevo en la angustia y le despierta
definitivamente del sueño «delicioso», casi virgiliano, que buscaba. El orden
de la Providencia, cacareado por teólogos y predicadores, y respaldado por la
teoría leibniziana del «todo está bien» no es más que una calamidad que
contiene un hormiguero de destrucciones para los seres humanos, «átomos
atormentados sobre este montón de barro / que la muerte engulle y de los que el
destino se burla».
Tras la ciudad en
escombros con sus cadáveres, la carnicería y los ríos de sangre en que la
guerra ha convertido los campos de batalla de Alemania, la correspondencia del
período rezuma horror y calamidades. Mientras pasa el año 1757, desde primavera,
Voltaire, todavía en Les Délices, sueña con un lugar en el mundo donde poder
vivir libre de las convulsiones del espanto; aunque en la Historia de los viajes de Escarmentado ya había llegado a la
conclusión de que para el hombre no hay lugar, comarca ni país donde pueda
esconderse del horror. Y no son únicamente los valores y los poderes
universales los que angustian a Voltaire, la Inquisición en España y Portugal,
la república jesuita en Paraguay, las luchas religiosas en Holanda, país
tradicionalmente tolerante en cuanto a religiones, el fusilamiento en
Inglaterra del almirante Byng, por quien se había interesado personalmente, o
el infierno de la guerra en el centro de Europa. También están sus intereses
económicos: Voltaire mira hacia Cádiz, y a los barcos que parten rumbo a
América para hacer pingües tratos comerciales, porque los fletes de esos barcos
preocupaban personalmente a un Voltaire que había colocado sus rentas en
distintas inversiones, entre ellas en ese comercio de España con la América conquistada,
preocupación que aparece reflejada, por ejemplo, en la correspondencia con su
médico, Théodore Tronchin. Además, la guerra, de prolongarse, puede acabar con
su fortuna, una de las obsesiones más radicales de Voltaire, que la consideraba
garantía de su libertad. Bajo su pluma se repite una y otra vez en la
correspondencia la fórmula latina: Ubi
calculus ponis, naufragium invenies [«Donde haces un cálculo, encuentras el
naufragio»]. Había cavilado mucho para invertir sus capitales de modo que siempre
quedase a salvo de un desastre. De ahí su preocupación por los fletes hacia
América; de ahí también su amargura ante una guerra que ponía en un brete la
economía francesa y amenazaba con arruinar sus inversiones europeas, que se
traduce en una frase sobre la Guerra de los Siete Años: «Alemania se convirtió
en un abismo que engullía la sangre y el dinero de Francia». (Compendio del siglo de Luis XIV).
Si Cándido va gestándose desde el desastre
de Lisboa, y si otras referencias personales van perfilando algunos personajes,
faltaba el de Cándido para enhebrar y organizar con un sentido todos los datos:
«Me parece que no pudo tomar cuerpo más que el día en que de una manera
particularmente violenta Voltaire sintió hasta la exasperación su propio candor. Eso fue lo que ocurrió
exactamente en el otoño de 1757». Para Van den Heuvel, en el enfrentamiento
entre Federico II de Prusia y Voltaire, que había terminado con el filósofo
maltratado, humillado y encarcelado momentáneamente por los esbirros del
prusiano, las derrotas iniciales de los ejércitos de Federico II y la enemistad
de toda Alemania hacia el emperador suponían para Voltaire una revancha; por
eso reanuda su correspondencia con él dándose la satisfacción de consolarle.
Pero en noviembre de 1757 se produce la victoria de Rossbach: «Cuando hay que
rendirse a la evidencia, admite que Federico acaba de cubrirse de gloria.
Voltaire se desmorona; la nueva humillación viene a despertar la pasada de
Francfort. Sus tentativas de mediación, sus consolaciones hipócritas le parecen
retrospectivamente ridículas. […] Todo ha vuelto al orden: el príncipe ha
recobrado la gloria y el filósofo su mediocridad»[5].
Ese desastre de
1758, que viene a sumarse a los que han seguido al terremoto de Lisboa cuando
el filósofo esperaba encontrar las delicias
del descanso y un futuro seguro, acaba con su candidez, con todas las ilusiones que se había forjado, y con el
providencialismo del «todo está bien»: el único sentido de la vida es el
absurdo prometeico, y, frente al encarnizamiento del destino, la única
respuesta del hombre se concreta en un encarnizamiento análogo; análogo y
absurdo, porque no resuelve nada. Cándido se refugia en los confines del mundo
civilizado y se unce al yugo del trabajo para labrar las tierras de su huerto
—símbolo de su independencia y de su libertad—, rodeado por los desechos en que
la realidad ha convertido las lecciones de su maestro Pangloss y los valores en
que creía en el palacio de Thunder-trantronchk, desde el poder y la autoridad a
la belleza de una Cunegunda convertida por la peripecia en un pingajo de carnes
roídas.
Cándido es, en primer lugar, una novela de aprendizaje: a
diferencia de Zadig o de Memnón, que, en cierto modo, anticipan a Cándido
—aunque ellos sospechan desde el principio de las teorías que les han imbuido
sobre la armonía universal—, nuestro personaje es un optimista en quien
Pangloss ha sembrado todo el providencialismo leibniziano; lo lleva grabado en
la mente y cree a pies juntillas que el mundo es un paraíso; desde la primera línea
la realidad niega ese optimismo que aparece citado en el título completo de la
novela: el entusiasmo de la época por la filosofía de Newton y la ciencia en
general había difundido la confianza en un presente halagüeño y en un futuro
radiante basado en el desarrollo científico, que respaldaba las teorías
providencialistas. Para Voltaire, en cambio, esas teorías debían nacer de su
contraste con la vida menuda, cotidiana y material, sin teodiceas, para
resolver la realidad inmediata; por ejemplo, la de Ferney, que él mismo
describe en una carta del 18 de noviembre de 1758 a su médico Tronchin: «La
mitad de los habitantes perece de miseria, la otra mitad en los calabozos. El
corazón se desgarra cuando uno es testigo de tantas desgracias. Únicamente
compro la tierra de Ferney para hacer en ella un poco de bien».
El término
«optimismo» tenía más connotaciones en la época de los filósofos que en la
actualidad. El Dictionnaire de Trévoux,
de 1771, lo define así: «Término didáctico. De la palabra optimus, “el mejor”. Es el nombre que se da al sistema de los que
pretenden que todo está bien, que el mundo es el mejor de los que Dios habría
podido crear; que lo mejor posible se encuentra en todo lo que existe y lo que
pasa. Hasta los crímenes son accesorios de la perfección y la belleza del mundo
moral, porque de ellos resultan bienes. El crimen de Tarquino, que violó a
Lucrecia, produjo la libertad de Roma y por consiguiente todas las virtudes
romanas». En este sistema, en esta respuesta cristiana al problema del mal en
la tierra, con sus injusticias, sus religiones y sus catástrofes, se ha criado
el joven cándido, que protagoniza una
trama de hilo conductor claro: el viaje; pero se trata de un viaje sin fin
predeterminado; los vientos de la vida llevan de aquí para allá al héroe que da
tumbos entre los hechos concretos y las teorías que se debaten en la época: en
su búsqueda de Cunegunda, Cándido se convierte en juguete del destino, pero un
destino que resume los envites por los que habían apostado los filósofos para
cambiar el mejor de los mundos, estragado por catástrofes naturales, por
designios humanos y, sobre todo, por las religiones —con la intolerancia, el
fanatismo, los abusos de la colonización europea en América, los engaños y
artificios sociales, las matanzas de las guerras con los mayores matarifes
convertidos en héroes—; la utopía de Eldorado sirve de contraste irónico a las
costumbres europeas, regidas por la pasión por la riqueza y el oro.
Desde el inicio al
final de la novela, Cándido pasa por múltiples peripecias y episodios —algunos
marcados en su forma narrativa por la novela picaresca—, para terminar como ha
empezado: unido a Cunegunda, que era el grial que buscaba. Pero de la Cunegunda
del castillo de sus padres no queda más que una piltrafa a la que le faltan
incluso trozos de carne; y nada queda tampoco de las iniciales lecciones de su
maestro Pangloss, porque la realidad ha ido liberando a Cándido de todo lo
aprendido hasta enseñarle una filosofía propia, contrastada, esta vez, con la
vida real e inmediata; es lo que permite a Voltaire hacer una relectura de las
posiciones filosóficas de la Ilustración. Tras el fracaso de las ilusiones
iniciales, Cándido se refugia en una expresión que se ha convertido en axioma:
«Tenemos que cultivar nuestro huerto»: un ideal de paz y de orden económico que
el propio autor realizaba en Ferney: hasta la misma Cunegunda se ha convertido
en excelente pastelera. A un lado quedan, despreciados, los debates filosóficos
y políticos: la paz, aunque mediocre, y la medianía del siglo barroco, heredada
a su vez de Horacio, se imponen sin entusiasmos ni ilusiones en la pequeña
sociedad rural que los protagonistas constituyen en un rincón perdido de «otro»
mundo, lejos de la civilización europea.
En el entorno de Cándido es de capital importancia un
cuento como Historia de los viajes de
Escarmentado (escarmentado: «el que se ha vuelto sabio a sus expensas»,
traduce Voltaire), cuyo protagonista viaja por un mundo desquiciado ante el que
no cabe otra cosa que la resignación. Cierra el período un «apéndice» de Cándido: la Historia de un buen brahmín, parábola que vuelve a vestir de
orientalismo el desaliento volteriano ante la inutilidad del saber.
También acompañan a Cándido otro tipo de piezas, cuentos en
verso (El pobre diablo), y chanzas (Relación de la enfermedad, confesión,
muerte y aparición del jesuita Berthier) que unen la maldad a la calumnia,
ante la que Voltaire no va arredrarse en la última etapa de su vida, cuando
alterne la diversión con la propaganda, la defensa con el ataque.
Virulencia
contra el fanatismo
De hecho, entre
1759, fecha de publicación de Cándido,
y 1764 hay un vacío en la escritura de ficción de Voltaire, entregado en ese
período a la defensa de víctimas del fanatismo religioso, de donde saldrá su Tratado sobre la tolerancia (1763). En
aquella última fecha, 1764, aparece una recopilación bajo el título de Contes de Guillaume Vadé (Cuentos de
Guillaume Vadé), que recoge seis cuentos en verso (Lo que agrada a las damas, La educación de un príncipe, Gertrudis, o
la Educación de una niña, Telema y Macario, Azolán, El origen de los oficios),
dos en prosa, y catorce opúsculos, además de otro poema que no parece caber en
una definición de cuento, Les Trois
Manières; y todo ello amparado por la invención volteriana de un Guillaume
Vadé al que el anónimo autor real, para borrar más las pistas y proseguir la
burla, no duda en darle parientes: un hermano y una sobrina que se encarga de
la edición de los escritos de su «difunto tío», etc. «Estoy tan asqueado desde
hace poco de lo que se llama las cosas serias que me he puesto a hacer cuentos
de viejas», escribía Voltaire a d’Alembert el día de fin de año de 1763. Textos
que son improvisaciones, donde lo absurdo se mezcla a lo maravilloso, y donde
parece rebrotar el joven Voltaire de los cuentos picantes de su juventud: por
ejemplo, en Lo que agrada a las damas
o El origen de los oficios, y que
tienen por objeto hacer «las delicias de nuestra familia». Voltaire se permite
caminar sobre lo irracional y lo prodigioso para revestir con distintos
exotismos a unos personajes que hablan de la formación de la persona humana,
del despertar de los sentidos, del matrimonio…, sin olvidarse de lanzar
indirectas a diestro y siniestro tanto en los cuentos en verso como en los dos
relatos en prosa, El blanco y el negro
y Jeannot y Colin: la gobernación de
la sociedad, el maniqueísmo, la moda, los excesos de la fiscalidad; entre
burlas y veras va dibujando una mapa de quejas y agravios.
Voltaire no duda en
presentar los cuentos en verso «para ser contados al amor de la lumbre»,
haciendo incluso en uno de ellos una apología de la fábula: la traducción
textual de las dos últimas estrofas de Lo
que agrada a las damas empieza exaltando el género: «¡Oh, feliz tiempo el
de estas fábulas, / de los demonios buenos y los espíritus familiares, / de los
trasgos, compasivos de los mortales!», para terminar reconociendo Voltaire que
la Razón, con su imperio, «a la insipidez ha entregado nuestros corazones. / El
razonar tristemente se propala; / se corre, ¡ay!, detrás de la verdad. / ¡Ah!,
creedme, el error tiene su mérito», versos que no son poco aval para el género
de la ficción en la pluma del paladín de la Razón del siglo XVIII.
Pero la moraleja de
la estrofa no iba a entretener mucho a Voltaire; en la primavera de 1764, justo
cuando aparecen los Cuentos de Guillaume
Vadé, da la impresión de arrepentirse de los divertimientos —término que
debe entenderse en su acepción de recreo, entretenimiento agradable y
maravilloso, y en la pascaliana de distracción momentánea—. Vuelve a ponerse a
la tarea prioritaria para él de lucha contra la Infame y redacta el Diccionario filosófico portátil,
adjetivo éste que subraya la necesidad de combatir en todo tiempo y lugar las
defensas que los secuaces del fanatismo oponen a la Razón. Sólo desde esta
perspectiva puede leerse Popurrí,
cuento extraño en el que Voltaire alcanza el máximo de libertad en la
estructura del cuento, con rupturas y cambios de enfoque que serán una
constante en su última etapa de narrador, hasta el punto de que algunos
estudiosos volterianos se han preguntado si llega a serlo, si cumple con las
normas mínimas del género —entendido incluso en el sentido lato en que Voltaire
lo asume—, de las que parece haberse liberado; las cumple rompiendo con todas
ellas, para ofrecer un argumento enigmático, misterioso, que precisa ir
acompañado de notas para su comprensión; el relato directo habla al lector del
teatro de marionetas que hace en la Feria —y en las ferias donde puede— un tal
Polichinela, de sus andanzas de una parte a otra, de sus éxitos, hasta el punto
de conseguir el monopolio del personaje escénico, así como honores y dinero a
manos llenas. Pero todas esas aventuras y desventuras calcan, en sentido
alegórico, la historia de Cristo y la Iglesia: cada línea, cada palabra, cada
episodio remite a un pasaje de los Evangelios o de la historia eclesiástica,
hasta esbozar un panorama burlesco de «la Infame», calificativo inventado al
parecer por Federico II, aplicándolo, no tanto a la religión en sí, sino a la
superstición y al fanatismo.
Pertenece la
escritura de Popurrí a una etapa en
la que Voltaire no duda en escribir a su amigo d’Argental: «Cuanto más
envejezco, más audaz soy. Tengo que declarar la guerra y morir sobre un montón
de santurrones aplastados a mis pies» (marzo de 1761). Es en esa década cuando
Voltaire, una vez pasado su Rubicón, se arrebata en una lucha casi enfermiza y
obsesiva contra la superstición y el fanatismo religioso, repitiendo por activa
y por pasiva, en cuentos y panfletos, los mismos argumentos que culminarán en
el arma arrojadiza y portátil que es su Diccionario
filosófico. Escrito entre 1761 y 1764, publicado al año siguiente, Popurrí resulta el proyectil más audaz y
osado, más todavía que ese Diccionario,
por su pretensión de atacar al fanatismo y a la superstición en su raíz,
golpeando en la cabeza más visible de la Infame; llega tan lejos que «incluso a
quien está habituado a las actitudes antirreligiosas de Voltaire, Popurrí le deja una impresión de
malestar. Queda uno sorprendido por esa prodigiosa incomprensión del mensaje
evangélico y de la acogida que recibió. Vamos más lejos: choca la perfidia de
esa “puñalada” que apunta, no sólo al cristianismo, sino a la persona de
Cristo. Sin duda, todo lo que se puede hacer es situar de nuevo esta llamarada
de odio en la evolución de los sentimientos de Voltaire en esa época»[6].
Este popurrí de
temas viene envuelto, ante todo, en una oscuridad propiciada por la alegoría;
la confusión aumenta porque esa alegoría, puesta en boca de un tal Merry
Hissing (en inglés, «jovial burlón»), alterna de manera irregular con las
aclaraciones y comentarios que otro tal Señor Husson ofrece a un narrador
indeterminado sobre los párrafos alegóricos; comentarios que más que esclarecer
confunden porque derivan hacia temas como la tolerancia y los abusos
eclesiásticos en capítulos (IV, V, VI, y los tres últimos) que nada tienen que
ver ni con la alegoría marionetista de Hissing ni con los comentarios de
Husson. La maraña se complica con dos adiciones[7]: la primera es un
ataque a Jean-Jacques Rousseau, que Voltaire suprimió en el último momento,
quizá por la parte de elogio que conlleva hacia el autor del Contrato social, y que Voltaire no
quiere concederle cuando prepara su texto para darlo a las prensas; nada de
concesiones al autor del Emilio, ni
tampoco a la Iglesia en un momento en que Voltaire, a punto de editar el Diccionario filosófico, teme las
persecuciones y ataques que han de lloverle sobre sus espaldas: en ese momento
se exalta en sus ideas replicando lleno de furia a las ejecuciones en la rueda
o en la hoguera de varios protestantes (por ejemplo, en 1762, la de Jean Calas,
que le llevó escribir el Tratado sobre la
tolerancia) de los que lo menos que puede decirse es que no habían hecho
nada. De hecho, esos temores se vieron confirmados: los ejemplares del Diccionario filosófico son embargados
nada más aparecer y los intermediarios detenidos, mientras Voltaire se refugia
en Suiza y multiplica cartas de ataque pese a que sus amigos le recomiendan
silencio.
Pero si Voltaire
morirá teniendo a Rousseau por un loco peligroso, a partir de 1767 vuelve a
sentir por el personaje de Cristo una simpatía que lo impulsa a reconocer su
importancia en la historia de la humanidad y a declarar que lo toma por su único
maestro[8]; simpatía que empieza, curiosamente, tras la hostilidad
iniciada en los años juveniles, en un texto de este período como es el Diálogo del dudador y del adorador,
donde son otros los que han corrompido la religión «simple y natural» que transmiten
los Evangelios, y que declara la suya: «Ésa es la ley eterna de todos los
hombres, ésa es la mía; así es como soy amigo de Jesús; así es como soy
cristiano. Si ha habido un adorador de Dios, enemigo de los malos sacerdotes,
perseguido por canallas, me uno a él, soy su hermano»[9]. Tampoco
duda en declarar a Cristo «modelo de la razón y de la virtud». En esa dirección
van también los sentimientos de un texto recogido en Cuestiones sobre la Enciclopedia bajo la signatura de «Religión
II», escrito en 1771: introducido en los Campos Elíseos, después de hablar con
distintos filósofos, encuentra a Cristo, «hombre de una figura dulce y
sencilla», que ha vivido, «él y los suyos, en la pobreza y en la miseria»,
resumiendo en una sola frase el concepto de la religión que predica: «Amad a
Dios y a vuestro prójimo como a vosotros mismos, eso es todo el hombre». A lo
que responde Voltaire. «Bien, si es así, os tomo por mi único maestro»[10].
La secuencia de los distintos sentimientos de Voltaire, desde la hostilidad
inicial hasta la postrera admisión de Cristo como maestro, hace preguntarse a
Deloffre y Jacqueline Hellegouarc’h: «¿Fue Popurrí
otra cosa que uno de los últimos reniegos antes de cierta forma de conversión?»[11].
Hacia
El Ingenuo
Pasan luego tres
años sin que Voltaire toque apenas el cuento, nombre que se ha dado, en primer
lugar, a dos breves textos con decorado oriental, como en Pequeña digresión y Aventura
india: ambos arremeten contra la ignorancia, denunciada como madre de todos
los fanatismos —en el último resuena además la ejecución inquisitorial del
caballero de La Barre—; y, en segundo lugar, a varios textos de burla no
incluidos en la edición Kehl, pero que tienen el mismo derecho al calificativo
de «cuento» que El blanco y el negro
y Jeannot y Colin, y que una visión
más amplia que la canónica admite como tales aunque quizá les cuadraría mejor
el calificativo de parábolas o apólogos: el Diálogo
del Capón y la Pularda, Del horrible peligro de la lectura y Conversación de Luciano, Erasmo y Rabelais
en los Campos Elíseos.
El blanco y el negro, nuevo cuento oriental, es el último relato
onírico de Voltaire, aunque el recurso al sueño sólo sea formal para presentar
un problema filosófico: el del maniqueísmo, muy socorrido y polémico en la
época, y atractivo para Voltaire porque planteaba de forma distinta a como lo
hacía la Iglesia católica el problema del mal. Voltaire, por supuesto, no da
respuestas sobre el mundo, la conducta del hombre, Dios, etc.; al contrario:
envuelve el problema en un nuevo misterio, más inextricable todavía.
El período 1766-1770
culmina la dedicación de Voltaire a la ficción; después de esa fecha sólo
escribirá algunos interesantes cuentos en verso y, como despedida, un relato en
prosa que es un ataque contra el ateísmo en la línea de los cuentos filosóficos
de combate. Pero en esos cuatro años que arrancan en otoño de 1766, cuando
Voltaire empieza a escribir El Ingenuo,
y concluyen en 1770, con la escritura de El
toro blanco, hay tres obras mayores del género, además de las ya citadas: La princesa de Babilonia, El hombre de los
cuarenta escudos y Las cartas de
Amabed.
Quizá sea El Ingenuo la novela que, junto con Cándido, ha asentado el prestigio de
Voltaire como narrador; ambas son novelas en las que se opera una demolición sistemática
de lo establecido, de las costumbres aceptadas, de la sociedad del momento como
culminación del progreso. La génesis de la trama de El Ingenuo parece remontarse a 1766, fecha en que Voltaire queda
impresionado por la ejecución del caballero de La Barre, muchacho de 19 años, y
última persona quemada la hoguera en Francia por blasfemia (1766), tras ser
sometido al tormento que una sentencia por ese delito conllevaba: lengua y
manos cortadas, cabeza cercenada, cuerpo quemado, privación de sepultura. Pero
la sentencia implicaba directamente a Voltaire: en la misma hoguera, junto al
cuerpo despedazado del joven, debía quemarse su Diccionario filosófico, libro encontrado en el cuarto del
ajusticiado. El año anterior, enzarzado en otro episodio contra el fanatismo,
Voltaire había logrado la rehabilitación de otra víctima inquisitorial ya
ejecutada, Jean Calas, gracias a su Tratado
sobre la tolerancia y a las gestiones que el filósofo hizo para intentar
salvar a ese hugonote, víctima de los rumores populares que no dudaron en
señalarlo, basándose en suposiciones y apariencias, como asesino de su propio
hijo, que había renegado de la fe calvinista para convertirse en oveja del
rebaño católico. En el caso del caballero de La Barre se unía la ingenuidad de
esta víctima del fanatismo a la red que el aparato judicial y religioso había
tejido en torno a una minucia.
Un año, del verano
de 1766 al verano de 1767, tarda en gestarse El Ingenuo, reflexión sobre el choque entre una naturaleza salvaje
y una sociedad civilizada, con la burla, la risa y la ironía por armas. En ese
momento, Voltaire se ocupa también de otro caso, el de Pierre-Paul Sirven, a
quien, por orden del obispo, le fue raptada de su casa de Castres, para ser
encerrada en un convento, la segunda de sus tres hijas, todas ellas educadas en
la religión protestante. Como en el convento la joven se negara a convertirse,
fue devuelta a sus padres siete meses después en un estado de angustia mental
cercano a la locura. El 15 de diciembre de 1761, la joven, cuyas facultades
mentales habían seguido deteriorándose, desaparecía; veinte días más tarde se
hallaba su cuerpo flotando en un pozo: se había suicidado. Pero desde los
púlpitos y la grey católica, que había venido difundiendo maltratos del padre
para explicar su deteriorada salud —la familia querría impedir que la joven
abandonase la fe protestante, mentira utilizada también en el caso Calas, según
demostró Voltaire en su Tratado sobre la
tolerancia—, empezó a proclamarse que el padre era el asesino. Los Sirven,
escarmentados en la cabeza ajena de los Calas, no se quedaron a esperar el
juicio y huyeron a Ginebra; su miedo estaba justificado, porque en 1764 eran
condenados a muerte y ejecutados en efigie, dada su ausencia. En febrero del
año siguiente, una vez liberado del caso Calas, Voltaire se interesa e
interviene en el de los Sirven, resuelto en 1771 con la rehabilitación de esa
familia.
Entre
la agitación y la economía
No se ve libre la
redacción de El Ingenuo de esta
agitación de Voltaire, que denuncia el fanatismo contra los Calas, La Barre,
Sirven, etc. Si en Cándido cargaba
las tintas sobre la disparidad entre los hechos y la palabrería inútil —que
daban lugar a un pesimismo sobre la condición del hombre—, en El Ingenuo Voltaire se muestra más
pragmático y menos filosófico. La denuncia contra los jesuitas —con una
inmediatez tan puntual que está desfasada, porque la Compañía de Jesús ya había
sido disuelta en Francia (1762-1764)— posee un valor que está por encima de las
épocas; hoy, mañana, pasado, cualquier día, ese papel jesuítico tendrá que
desempeñarlo alguien, según Voltaire; de hecho, encarna en ellos la hipocresía
del poder como fin exclusivo y exclusivista: la hipocresía al servicio de unos
intereses personales.
Al mismo tiempo,
Voltaire hace una crítica de esa sumisión al poder de la mayoría, poniendo de
manifiesto las ridiculeces de las costumbres —hipocresía de la vida
provinciana, mezquindad de los nobles y personajes notables—, y burlándose de
una sociedad que se cree perfecta e inmejorable. La Razón queda invalidada,
sometida a una cotidianidad que, aprendidos los hábitos, la expulsa o la
orienta hacia derroteros mercantilistas o interesados. Es radical también la
crítica que en nombre de la tolerancia hace del jansenismo, puesto al desnudo por
el Ingenuo en su contacto con el compañero de celda: los debates y discusiones
de Gordon y el Ingenuo no son más que el pretexto para satirizar contra la
teología de la gracia eficaz. Esa crítica de unos «razonadores» tiene sentido
para la época y para Voltaire, que por otra parte anotará los defectos de un
uso desmedido de la Razón cuando deriva hacia el fanatismo.
Cuando aún no había
terminado Cándido, Voltaire volvía a
adentrarse por medio de otro viaje ilustrado a un más allá: de la India y las
riberas del Ganges deberían sacar las Luces las bases de su civilización; en
este viaje utópico conjuga de nuevo el divertimiento —en su acepción de
entretenimiento— con el sentido de lo maravilloso; las escenas se suceden sin
más propósito que fascinar al lector con ficciones libres, de verosimilitud
imposible: La princesa de Babilonia,
de éxito inmediato, contó con siete ediciones desde el 25 de marzo de 1768 a
finales del mismo año. Voltaire no sólo utiliza lo maravilloso para su cuento,
sino que lo parodia, desmitifica lo épico y lo histórico, y de paso se venga de
algunos enemigos y contradictores, como Larcher, que había defendido, frente a
Voltaire, la teoría no fundamentada de la prostitución sagrada en la
antigüedad; ahora puede parecer pueril, pero en ese tema había cristalizado una
de las polémicas mayores del momento: la credibilidad que merecían los escritos
de los antiguos cuando éstos chocaban con la verosimilitud.
Acto seguido,
Voltaire da un giro de timón, abandona lo maravilloso para embarcarse en un
tema árido como es la economía y las teorías fisiocráticas, que, mezcladas a
otros temas, consiguen vertebrar El
hombre de los cuarenta escudos, cuya redacción inicia en noviembre 1767 y
que empieza a divulgar sin nombre de autor a principios del año siguiente entre
sus amigos; también en este caso el éxito fue inmediato: diez ediciones en 1768
y una condena del parlamento en septiembre; tres años más tarde, el cuento era
incluido por la Iglesia en el Índice de
libros prohibidos. Voltaire alancea en él a enemigos muy distintos a los
que protagonizaban Popurrí. Fue la
aparición de un libro de Le Mercier de La Rivière, L’Ordre essentiel et naturel des sociétés politiques (junio de
1767), lo que le hizo enristrar una pluma furibunda:
En París se ha
formado una nueva secta llamada los Economistas: son filósofos políticos, que
han escrito sobre las materias agrarias o la administración interior, que se
han reunido y pretenden hacer un cuerpo de sistema que debe acabar con todos
los principios recibidos en materia de gobierno, e instaurar un nuevo orden de
cosas. Al principio, estos señores quisieron entrar en competencia con los
enciclopedistas y levantar altar contra altar; se han acercado de manera
insensible; varios de sus adversarios se han unido a ellos, y las dos sectas
parecen confundidas en una.
Y en la continuación
de este párrafo de las Memorias secretas
(diciembre de 1767), aparecen los nombres de Quesnay, «corifeo de la banda»;
del señor de Mirabeau —«lepra del género humano», lo llamará Voltaire en otro
texto—; del abate Baudeau, de Mercier de La Rivière, de Turgot; en total «unos
diecinueve o veinte» que forman la plana mayor de los fisiócratas y pasan por
ser los inventores de una ciencia nueva: la economía política, que pretendía
aplicar por primera vez métodos teóricos a un mundo económico dominado por la
tendencia mercantilista. Todos esos nombres habían ido formándose al amparo de
la Enciclopedia y de los artículos
que redactaron en varios casos para la obra revolucionaria de d’Alembert y
Diderot. Y fue ese año de 1767 cuando la nueva «secta» divulgó el término
«fisiocracia» para bautizar el nuevo camino que hacía de la naturaleza, de la
agricultura, el eje principal de las relaciones económicas. Los productos de la
tierra son «el orden natural» que debe guiar el destino del hombre. Voltaire
está personalmente interesado, además, en la solución que los fisiócratas
plantean sobre la tierra: desde 1758, y tras la compra de las fincas de Ferney
y de Tournay, se había convertido en un gran terrateniente al que las
propuestas de Le Mercier de la Rivière cargaban con el «impuesto único» que su
hombre de los cuarenta escudos no entiende y rechaza: el impuesto sobre la
tierra exoneraba de tasas al resto de trabajos y negocios, desde comerciantes a
manufactureros, e incluso, para colmo de la paradoja, a los intermediarios de
esos mismos productos; la Hacienda francesa cargaba la mano sólo contra la
tierra y, por tanto, exclusivamente contra los agricultores.
Pero lo que impulsa
a Voltaire a coger la pluma para crear el personaje del francés medio —es su
renta la que lo determina, dividiendo la renta anual del reino por el número de
habitantes del paísque protagoniza El
hombre de los cuarenta escudos, son dos proposiciones del libro de Le
Mercier de La Rivière, a quien el cuento supone, como al resto de los
fisiócratas, en el control del poder: la primera proposición saca a luz la idea
de que el poder legislativo y ejecutivo, en otras palabras, el rey, es, por
derecho divino, copropietario de todas las tierras; ésa es su razón última para
cobrar impuestos únicamente a la agricultura: y el francés medio nunca podrá
salir de la pobreza si alguna vez los fisiócratas ocupan el poder; el señor
André, nuestro protagonista, lo consigue, pero gracias a elementos «externos» a
la economía: hereda, y gracias al dinero que recibe puede casarse, tener una
familia, formar una buena biblioteca, leer, comprender, crearse un círculo de
prestigio, hechos todos que lo convierten en anfitrión de personalidades. Pero,
antes de que, gracias al dinero, haya conseguido alcanzar las capas sociales
donde la Razón empieza a perfeccionarse, cuando era el hombre de los cuarenta
escudos, mísero tanto en dinero como en posibilidades de conseguirlo, desnudo
casi de entendimiento, André —que todavía no tiene ni ese título de señor ni
nombre— interroga a un geómetra vestido de filósofo universal y capaz de
responder a toda clase de cuestiones, así como a diversos personajes con los
que topa —desde un carmelita a un interventor general de finanzas—, sobre temas
de biología y de economía política, de religión, de demografía y de
estadística; cuestiona así los temas más debatidos del momento, referidos tanto
a la religión —la vida monástica, su inutilidad para el Estado— como a la
física del mundo —la formación de las montañas—, la generación del hombre y de
los animales —sometida a presupuestos teológicos en un momento en que la
ciencia empezaba a descubrir los espermatozoides—, la sífilis, la
proporcionalidad que debe haber entre pena y delito…
Construye Voltaire
para ese nuevo ataque contra sus enemigos de siempre un esquema de cuento que
él mismo califica de «rapsodia»; la libertad con que pasa de un tema a otro
tiene un carácter de pincelada que lo emparenta con la modernidad, sin perder
por ello su esencia de «máquina de guerra» portátil.
Nuevos
cuentos orientales
Si en el anterior
cuento oriental, La princesa de Babilonia,
había una alegría de la narración por la narración, los dos cuentos orientales
siguientes, Las cartas de Amabed y El toro blanco, van a tener el mismo
movimiento viajero y prodigioso, pero no la misma intencionalidad; en el
primero es más fuerte la denuncia y el ataque contra la Inquisición, eligiendo
como ejemplo una de sus sucursales que más fama había conseguido por su fanatismo,
la Inquisición de Goa. Poco antes Voltaire ha escrito una pochade, en la que escenifica un diálogo entre dos personajes
históricos ya desaparecidos, la mariscala de Grancey y el abate de Châteauneuf,
y hace una reflexión burlona por un lado, seria por otro, sobre la situación
social de la mujer en función de las religiones.
Las cartas de Amabed recupera la ironía como arma feroz, tanto
que puede retirársele ese sustantivo de ironía y dejar el adjetivo de feroz: es
una denuncia sin paliativos, es decir, una sátira brutal que reaparecerá en El toro blanco, aunque en este cuento
Voltaire vuelva a la burla antibíblica y anticlerical; pero el tono pierde la
virulencia entre los prodigios de los animales que hablan como en La princesa de Babilonia. Las cartas de
Amabed nace de los enfrentamientos de Voltaire y Federico II de Prusia,
novelando algunas de sus peripecias; pero si ése es el origen, con el tiempo Las cartas de Amabed se convirtieron,
mediante acumulación de elementos distintos y ampliación del plan general, en
un nuevo ataque contra la Infame, sus jerarquías, sus sacerdotes, sus monjes,
contra los enfrentamientos entre franciscanos y dominicos, a los que acusa de
libertinos —en el doble sentido que el término tiene en la época: religioso y
sexual—, al tiempo que, como hacía en otros textos, Voltaire se niega a admitir
los hechos narrados por la Biblia desde un punto de vista histórico,
remitiéndose a fuentes anteriores de la India, que son, para el autor, el
origen de toda civilización: de las artes, de los números, de los juegos y,
especialmente, de la religión.
En El toro blanco —el cuento oriental más
tardío—, Voltaire fantasea y se entretiene partiendo del Libro de Daniel (4, 22
y 29-30) para tejer una fábula que escribe al mismo tiempo que sus Cuestiones sobre la Enciclopedia
(1770-1772), libro de propaganda ideológica donde el Antiguo Testamento sirve
de blanco constante a su crítica; en este nuevo «cuento», Voltaire va a
divertirse con un material en el que había trabajado de modo riguroso durante
varios años; prosigue, pero en tono burlón, sus chanzas y críticas mediante una
ficción sustentada en las contradicciones y excesos de la Biblia, y escribe un
cuento de hadas donde lo maravilloso pertenece al mismo mundo de creencias
absurdas de que están llenas las Escrituras: la metamorfosis del rey
Nabucodonosor, convertido en buey durante siete años, sirve de eje. Lo que
pretende el filósofo es rebajar el nivel de ese libro, sagrado para los
católicos, poniéndolo a la misma altura de otras fábulas —y por tanto
mentiras—: a la altura de las metamorfosis mitológicas de Ovidio, tanto valen
unas como otras, las de los dioses del Olimpo y las inventadas por la Biblia;
queda negado por tanto su valor «sagrado», su origen transcendente, si, además,
como el divino Mambrés arguye: «Daniel cambió a este hombre en buey, y yo he
cambiado a este buey en dios». Todo ello insertado en apariciones, traídas por
los pelos, de las religiones más variopintas: desde ese nuevo buey Apis que es
Nabucodonosor, hasta la aparición de profetas bíblicos o la resurrección
literaria que se hace de la serpiente que tentó a Eva, con metamorfosis y
supersticiones que parecen querer demostrar que los datos de la historia
bíblica no son más que camelos que nada tienen de realidades históricas.
Por otro lado, en el
capítulo XII del Tratado sobre la
tolerancia, Voltaire había tomado en serio la metamorfosis del rey
Nabucodonosor, lo cual le había ganado la crítica y la descalificación de, por
ejemplo, el abate Guénée, quien, en sus Lettres
de quelques juifs (Cartas de algunos
judíos, 1772), le reprochó ese exceso de imaginación que lo había llevado a
creer a pies juntillas la letra del texto bíblico.
La fascinación de
Voltaire por el mundo oriental, por Egipto, está mediatizada en este cuento por
el blanco al que apunta: la religión de los antiguos egipcios, que tanto le
había interesado, también estaba dominada por un Dios único, e iba acompañada
por un ritual de supersticiones que, como en la Escritura, desembocaban en el
absurdo más extravagante. En textos como La
Biblia al fin explicada (1776) y La
defensa de mi tío había abordado Voltaire ese mundo y había dejado ya
alguna observación sobre los personajes que recoge El toro blanco: de su lectura de las Historias de Herodoto, Voltaire había sacado la idea de que Amasis
había sido un rey de Egipto cruel y afeminado, rodeado de sacerdotes ridículos,
que, a las primeras de cambio, ante un jefe etíope con cierto grado de valentía
había sido derrotado. En cuanto a Mambrés, sumo sacerdote tan imbécil como para
adorar en serio a cocodrilos, chivos, monos y gatos, era hijo del mago de
Balaam, autor de milagros, el menor de los cuales no era haber nacido de un
padre eunuco. Pero en El toro blanco
utiliza a Mambrés de guía para sortear el mundo de las supersticiones
bíblico-egipcias, presididas por Apis, el dios-buey. Es otro buey sacado
directamente del Libro de Daniel el que se convierte en nudo y problema del
cuento; de paso, Voltaire se burla de la ingenuidad de una persona con la que
había mantenido relaciones amistosas, de Dom Calmet, en cuyos comentarios a la
Biblia había encontrado trece páginas dedicadas a la metamorfosis de
Nabucodonosor, hecho que la mayoría de los comentaristas bíblicos consideraba
un ejemplo de licantropía.
La intención de Voltaire
al escribir El toro blanco fue
manifestada por el autor en las Memorias
secretas: «Su objetivo es ridiculizar los acontecimientos extraordinarios
de que está llena la historia sagrada, asimilándolos a un gran número de
fábulas de la Antigüedad de las que parecen derivadas las de la Biblia». Para
demostrar la superioridad de la civilización egipcia frente a la de un pueblo
vecino formado por bandidos errantes, los «palestinos», es decir, los judíos
habitantes de la Palestina antigua, Voltaire saca la batería de temas
habituales exhibiendo su incredulidad sobre el diluvio, su burla de los
milagros, su desprecio por la Inquisición y los jesuitas, y elogiando a los
monarcas esclarecidos que llevan a sus pueblos hacia un mundo más racional
(como la zarina Catalina de Rusia).
En el momento de la
aparición de El toro blanco, los
objetivos a los que apuntó Voltaire fueron alcanzados, y las críticas se
produjeron por la burla del texto sagrado y su equiparación con las fábulas de
la cultura griega y romana o con las fantasías de Las mil y una noches. Pero el número de ediciones demuestra que los
contemporáneos de Voltaire apreciaron El
toro blanco por su carácter de cuento de «maravillas», por la ironía del
estilo, suavemente templado y levemente anacrónico para que ningún exceso en la
descripción del marco extrañe o moleste en la lectura: ironía que se percibe en
la carta de Mambrés al sumo sacerdote de Menfis, calcada sobre el estilo de la
cancillería de Luis XIV, o en el fino y cortesano diálogo que mantienen la
serpiente y la princesa Amasida.
Los
cuentos finales: nueva arma de guerra
En los últimos
cuentos de Voltaire se produjo un cambio de encuadre, de decorado: vuelve
primero al marco francés en dos relatos breves, Aventura de la memoria y Elogio
histórico de la Razón, para luego retornar a Inglaterra en sus dos últimos
cuentos: Las orejas del conde de
Chesterfield y el capellán Goudman y la Historia
de Jenni, o el Sabio y el Ateo, el postrero de todos sus cuentos en prosa,
iniciado a finales de 1774, concluido en la primavera de 1775, y publicado casi
de inmediato. Para Voltaire, desde su primera estancia en Londres, Inglaterra
suponía el triunfo de la razón práctica —Newton, Clarke— y, en materia
religiosa, un deísmo bien entendido, al que se suma con la misma pasión con que
atacaba a la Infame. No son producto del azar las tres etapas del viaje
iniciático que realizan los protagonistas del último: si la representación
española encarna la devoción fanática y supersticiosa, y la londinense la
crítica del ateísmo que desemboca en el libertinaje, América —que siempre había
fascinado a Voltaire por sus posibilidades de «mundo nuevo»— se convierte en el
campo privilegiado del teísmo, donde la religión natural coincide con la
religión del sabio: el indígena Paruba asiste al diálogo que concluye con la
derrota del ateo tras la demostración de la existencia necesaria de Dios. Para
ello Voltaire no utiliza sólo la demostración de argumentos filosóficos, sino
que termina apelando a la voz de la conciencia individual.
Desde mediados de
los años sesenta, Voltaire había visto ascender, entre sus amigos philosophes, la idea del ateísmo como
única solución religiosa para una sociedad presidida por la Razón. Por encima
de sus ataques a la religión dominante, Voltaire siempre se declaró «teísta»,
término que desde 1751 prefiere al de «deísta». Y cuando su teísmo fue
considerado un ateísmo disfrazado —por Jean-Jacques Rousseau, entre otros—, no
dejó de responder con la misma virulencia con que atacaba a la Iglesia: «Creo
el ateísmo tan pernicioso como la superstición», escribe en marzo de 1769 a
Mme. Denis.
Y en la Historia de Jenni, o el Sabio y el Ateo
serán esos dos frentes los que reciban el grueso de sus ataques, utilizando
para ello personajes reales: Freind se enfrenta por un lado al bachiller
español y a Salamanca —una Salamanca teológicamente inútil—, que encarnan la
superstición de la Iglesia más rancia, y por otro a Birton, símbolo de los
ateos que encuentran en su negación de Dios la justificación de su libertinaje y
su maldad. La geografía del cuento lleva al lector de la Guerra de Sucesión de
España —que, extenuados los Austrias, puso en el trono a los Borbones (1705)— a
las praderas de Maryland, pasando por Londres, de la mano de un protagonista
histórico, como muchos de los datos y referencias que contiene el cuento; y
arranca precisamente ahí, en la Barcelona ocupada por las tropas inglesas, como
símbolo del viaje iniciático que Jenni recorre, desde la amenaza de las
hogueras inquisitoriales hasta el deísmo individual del indio americano Paruba:
Sherlock, a quien Voltaire convierte en su testaferro, fue en vida un obispo
anglicano defensor de la tolerancia; y en otras existencias reales encarna el
resto de los personajes, bien con su propio nombre, como el conde de Peterborough,
el abate de la Caille —traductor de la relación escrita en inglés por
Sherlock—, o William Penn; bien con nombre ficticio, como Birton, para cuyo
retrato Voltaire toma por modelo a un poeta y militar libertino del siglo XVII,
de vida breve y calavera, el inglés Jean Wilmor, conde de Rochester. Al lado de
la historia, la ficción de personajes cuyo nombre indica la «profesión»:
barcelonesas como Las Nalgas y Boca Bermeja, la malvada Clive-Hart
(«Rompecorazones»), una silueta del amor novelesco llamada Primerose…
Voltaire llevaba más
de una década rondando en sus escritos el tema; veía con ojos distantes las
implicaciones ateas de Diderot —expuestas sobre todo en sus Pensamientos filosóficos, Carta sobre los
ciegos y La interpretación de la
naturaleza—, de Holbach —El
cristianismo desvelado (1766), El
sistema de la naturaleza (1770)—, y atribuía ese avance del ateísmo a una
sola razón: a las «estupideces» de los teólogos. Es la aparición de un libro
del filósofo citado en último lugar, Le
Bon Sens, ou Idées naturelles opposées aux idées surnaturelles (El Buen
Sentido, o Ideas naturales opuestas a las ideas sobrenaturales), lo que le
impulsa a enfrentarse definitivamente al problema: el libro de Holbach «es un
verdadero catecismo de ateísmo», y lo peor es que está al alcance de todos, de
las gentes más ignorantes, de mujeres, de niños, porque sus razonamientos son
muy sencillos y su lectura agradable: Holbach ponía el ateísmo a tiro del
pueblo, cosa que no hacían textos más eruditos ni sus contradictores. Porque
ése es el verdadero blanco de la Historia
de Jenni bajo su envoltura de ficción historicista, como declaran las Memorias secretas: «El verdadero
objetivo es introducir una larguísima disertación, también dialogada, “Sobre el
ateísmo”, en la que se agotan el pro y el contra, y donde la conversación, en
forma de controversia, concluye de la forma más edificante, porque el Ateo cree
en Dios, conmovido menos por el razonamiento de su adversario que por el pathos en que lo apoya». La existencia
de Dios es producto de una necesidad, de un anhelo del corazón humano; de ahí
que Voltaire se declare adorador «de un Dios amigo de los hombres», al que
disculpa del escándalo que supone la existencia del Mal en el mundo, y a quien
cree «el único freno para los hombres».
En este final de
partida, desde 1770, cuando se entrega a la considerable tarea de las Cuestiones sobre la Enciclopedia,
Voltaire no va a abandonar la redacción de textos de ficción; en algún caso, de
esas Cuestiones deriva un texto, Providencia, que figura entre los
relatos porque de hecho prolonga los últimos capítulos de Zadig y repite los acentos de la etapa del Poema sobre el desastre de Lisboa; pero, curiosamente, el filósofo
octogenario también se entretiene escribiendo varios poemas; «Cuando estoy
apenado, me entretengo escribiendo cuentos», escribe a Chabanon en mayo de
1772; en el caso de La displicente,
el propio Voltaire lo subtitula «cuento moral», cuento algo cínico, eso sí,
sobre la educación femenina, con un desenlace brutal que necesitó ser suavizado
en varios pasajes cuando a finales de 1772 lo publicó el periódico Le Mercure de France. No hay magia en Las rentas de una monarquía, sino
memorial de agravios, como también lo es El
domingo, o las hijas de Mineo, que, tomando como pretexto el descanso
dominical, arremete contra los misterios y dogmas del cristianismo. Si en Sesostris vuelve Voltaire al ambiente
mitológico con un apólogo, el último de los poemas, escrito en 1773, responde a
un período de crisis moral y de enfermedad en el autor, que «huele la muerte» y
ve, en decasílabos, la Nada sobre todo: El
sueño vano, aunque todavía Voltaire no haya escrito su defensa del teísmo
en la Historia de Jenni, deja abierta
la pregunta que otros Ilustrados ya habían cerrado. Por eso concluye aquí la
obra narrativa de Voltaire.
Debo agradecer a
Gregorio Solera la ayuda bibliográfica que generosamente me ha prestado en la
búsqueda de la versión española de los cuentos en verso.
Mauro
Armiño
No hay comentarios:
Publicar un comentario