martes, 10 de octubre de 2023

Voltaire Tratado sobre la tolerancia Título original: Traité sur la Tolerance à l’ocassion de la mort de Jean Calas Voltaire, 1763 Edición y traducción: Mauro Armiño Guía de lectura: Francisco Alonso

 




Voltaire

Tratado sobre la tolerancia

Título original: Traité sur la Tolerance à l’ocassion de la mort de Jean Calas

Voltaire, 1763

Edición y traducción: Mauro Armiño

Guía de lectura: Francisco Alonso


INTRODUCCIÓN

Las diferencias religiosas surgidas en Francia poco después de que Lutero diera inicio a la Reforma protestante habían ido estragando el tejido social francés durante el siglo XVII. La revocación del edicto de Nantes decretada por Luis XIV y el papel preponderante que ese monarca otorgó a la Iglesia católica hicieron que el 1 de septiembre de 1715, día de la muerte del Rey Sol, las cárceles francesas estuvieran llenas de jansenistas. Aunque el Regente, el cardenal de Fleury, abrió las puertas de la Bastilla, la presión religiosa siguió subsistiendo: en primer lugar, porque desde 1685, fecha de la revocación del edicto de Nantes, habían sido muchos los partidarios de la religión reformada en sus distintas variantes que habían tenido que convertirse —de manera ficticia, o por compra, o por la fuerza: las compañías de dragones cometieron saqueos, violaciones y robos entre la población no adepta a la religión oficial, la católica—; las leyes habían excluido a los protestantes del ejercicio de numerosas profesiones y oficios, además de medidas puntuales como en el caso de los «billetes de confesión»: al arzobispo de París no se le ocurrió otro sistema para acabar con los jansenistas que exigir de los agonizantes un «billete de confesión» firmado por un sacerdote católico; en caso contrario, morían sin el auxilio de los últimos sacramentos, eran sepultados fuera de tierra cristiana y corrían el riesgo de la condenación eterna. Hubo de intervenir el parlamento ante las protestas.

Cuando Luis XIV revoca el edicto de Nantes, en Francia no hay ningún protestante; todo lo más existen los llamados «nuevos católicos», conversos forzosos en su mayoría que, en su interior, seguían profesando la religión reformada: como resultado, Francia sufrió una de las grandes desgracias de su historia, porque esa exigencia supuso la salida de un gran número de artesanos excelentes, la quiebra de las manufacturas y el éxodo de buena parte de la riqueza francesa que emigra, con sus propietarios, a Holanda, a Alemania, a Inglaterra, donde la tolerancia y la razón han progresado mucho, según Voltaire. Mas, pese al éxodo, la Reforma sigue perviviendo en Francia, aunque a escondidas, y provocando tensiones, algunas tan famosas como el caso de los convulsionarios de Saint-Médard, que brotó desde 1730 y vivió rebrotes intermitentes hasta la Revolución Francesa. En ese barrio parisiense de Saint-Médard las tensiones eran a la vez sociales y religiosas; el jansenismo no se correspondía ya con la religión aristocrática de los tiempos de Pascal, sino con la de las clases bajas; y ese suburbio parisiense, poblado por las capas más miserables, aunó hambres físicas y espirituales en las conmociones de marcado carácter fundamentalista y femenino que se produjeron en su cementerio; sobre la tumba de un asceta, un diácono apellidado Pâris —hermano de un consejero del parlamento—, se congregaba la muchedumbre de Saint-Médard en medio de crisis histéricas; pronto se habló de milagros, de sanamientos por intercesión del cielo, etc. Las simpatías de que gozó el movimiento —en el que participaban un hermano y un primo de Voltaire— en los medios parlamentarios suponía la complicidad de una institución del Estado con las revueltas fanáticas: el hecho no dejó de escandalizar a Voltaire, para quien los convulsionarios suponían el fanatismo más extremo.

En 1724, Luis XV y Fleury —este actuaba como primer ministro; en la práctica, el rey no gobernó de manera efectiva hasta la muerte del cardenal en 1743— volvieron a poner en vigor las antiguas ordenanzas contra los protestantes, con penas de muerte, galeras a perpetuidad para los varones cogidos in fraganti en el ejercicio de sus ritos y cárcel perpetua para las mujeres. Había, además, una medida discriminatoria que perturbaba la vida familiar y social por su contenido económico: como la Iglesia católica no reconocía los matrimonios de los jansenistas, los hijos de estas parejas eran considerados bastardos; la secuela más inmediata y dura llegaba en el momento de la muerte, ya que los padres no podían transmitir a sus «bastardos» la herencia. De ahí también la conversión formal al cristianismo, como veremos en el caso de Jean Calas, obligado, para sobrevivir, a formalizar todos los ritos a que le obligaba la religión oficial: Calas bautizó a sus seis hijos y los envió a estudiar con los jesuitas.

Fleury, ayudado por el parlamento, combatió el jansenismo, pero tratando de atraerse a los elementos moderados del campo jansenista y católico; fue un respiro que se volatilizó a su muerte: de nuevo volvió la angustia con su secuela de ajusticiamientos: según Voltaire, entre 1745 y 1762 habían sido ahorcados ocho pastores protestantes.

En esa última fecha, Voltaire ya había «pasado el Rubicón» y estaba preparado para enfrentarse con todas sus armas al Infame: rechazó, sin embargo, la primera escaramuza que en ese plano se le ofreció: el 14 de septiembre de 1761, el joven pastor Rochette fue detenido por una patrulla de gendarmes en los alrededores de Caussade, llevado a Cahors y a Toulouse, cuyo parlamento lo condenó a ser ahorcado el 19 de febrero de 1762 bajo la acusación de haber incumplido las leyes que prohibían el ejercicio de su ministerio sacerdotal: desde el primer interrogatorio Rochette no había ocultado ni su ministerio ni su nombre. Detención y juicio no dejaron de provocar algunos amotinamientos en Caussade, y tres jóvenes hermanos de religión protestante, que habían intentado liberarlo, fueron ajusticiados junto con él, aunque estos merecieron el honor de la decapitación, dada su condición social de gentilhombres. Fue un comerciante de Montauban, autor de algunos folletos sobre higiene, comercio y agricultura, Jean Ribotte-Charron (1733?-1805), quien llamó la atención de Voltaire y de Jean-Jacques Rousseau sobre el caso, pidiéndoles su mediación ante el duque de Richelieu. El autor del Contrato social se refugió en sus principios para no intervenir: «Siempre ha sido ley para mí atenerme a las verdades generales, sin fijarme en los casos particulares»; según Rousseau, convenía obedecer a las leyes, aunque fuesen injustas, y Rochette no podía desconocer que a los protestantes les estaba prohibido reunirse o predicar.

No es mucho más lo que Ribotte-Charron consigue de Voltaire: este, enfrentado a los pastores protestantes de Ginebra, no veía en el juicio ningún misterio, ningún error: los jueces se habían limitado a aplicar las leyes existentes, y al fin y al cabo las leyes eran las leyes: «Considero que el parlamento debe condenarle a ser colgado, y que el rey le otorgue gracia». Se limitó, por tanto, a solicitar gracia del duque de Richelieu para Rochette cuando ya era demasiado tarde, y por motivos más bien políticos, porque si el duque conseguía gracia para Rochette —argumentaba Voltaire—, se ganaría el apoyo de la facción hugonote. Pero en ese mismo momento, el 22 de marzo de 1762 —veinte días después de enterarse Voltaire del ahorcamiento de Rochette y la decapitación de sus tres amigos— Ribotte-Charron le pide ayuda en otro caso: el 13 de octubre de 1761 había sido arrestado en su ciudad Jean Calas, comerciante de tejidos de Toulouse.

JUICIO Y EJECUCIÓN DE JEAN CALAS

La noche de ese 13 de octubre, los Calas tenían accidentalmente un invitado a cenar, el joven Gaubert Lavaysse, hijo de un abogado de la ciudad; Lavaysse acababa de llegar de Burdeos, donde trabajaba en casa de un armador, para despedirse de su familia antes de partir hacia Santo Domingo; pero su familia no se encontraba en Toulouse. Faltaban a la mesa cuatro de los seis hijos de Calas: las dos hijas, Rosine, de veinte años, y Nanette, de diecinueve, acababan de irse ese mismo día a vendimiar al campo. El menor de ellos, Donat, vivía en Nîmes, donde trabajaba como aprendiz; otro, Louis, que después de abjurar de la religión protestante de sus padres se había convertido al catolicismo, vivía fuera del hogar paterno, en el que solo estaban dos hijos, el mayor, Marc-Antoine, y Pierre. Además de la madre, Anne Rose Cabibel, también se encontraba bajo el techo del primer piso de la casa —encima de la tienda de paños y telas— una criada católica, Jeanne Viguière, que servía a la familia desde hacía casi treinta años y a la que se debía en parte la conversión al catolicismo de Louis.

A los postres, Marc-Antoine Calas abandona la mesa y baja del primer piso para dar, como suele, una vuelta; es lo que todos suponen. Una hora más tarde, cuando Lavaysse se despide, el hijo menor, Pierre, lo acompaña con una bujía hasta la puerta. Al llegar a la planta baja, en la tienda, tropiezan con el cadáver de Marc-Antoine, tirado en el suelo según las primeras declaraciones, con huellas de una cuerda en el cuello. A los gritos no tardan en acudir numerosos vecinos, de religión católica, que rápidamente establecen las causas del crimen: según los rumores, Marc-Antoine quería abjurar de la fe protestante y convertirse al catolicismo: por ello, su padre le habría estrangulado. Las pruebas no podían estar más claras: las hijas de los Calas habían sido alejadas de la casa ese mismo día, para cometer el crimen sin testigos; el joven Lavaysse sería el ejecutor enviado por los hugonotes de Burdeos, que, tras juicio secreto, habrían condenado a muerte a Marc-Antoine, acusado de intentar abandonar la religión en la que se había criado; él habría cometido el crimen, con la anuencia, si no con la colaboración directa, de un padre que ya había tenido que soportar la deserción de uno de sus hijos de la religión familiar.

No tarda en presentarse el capitoul o jefe de policía de Toulouse, David de Beaudrigue, que da crédito a los rumores del vecindario y arresta a todos los que se hallaban en la casa en el momento de la muerte de Marc-Antoine, desde el padre hasta la criada Jeanne Viguière, de ardiente fe católica. Los interrogatorios no hacen sino confirmar lo que hoy llamaríamos prueba circunstancial: en primer lugar, Marc-Antoine, que pretendía ser abogado, tenía que renegar del calvinismo porque para conseguir su título de derecho debía exhibir un título de catolicidad; en segundo lugar, Jean Calas ya había pasado por el trance de ver a un hijo abandonar sus creencias, y había tenido que pagar las consecuencias legales de semejante conversión: la ley obligaba al padre a pagar las deudas de su hijo y a pasarle una pensión.

En los primeros momentos, Pierre Calas declaró haber encontrado a su hermano tendido en el suelo; su padre, sin embargo, ya con el abogado presente, dice haber visto a su hijo colgado de la cuerda, que él mismo cortó para depositar el cuerpo en tierra. La diferencia entre el estrangulamiento y el suicidio suponía mucho más que un juicio: en primer lugar, el enterramiento del cadáver, que en caso de suicidio debería realizarse en un vertedero, y no en tierra santificada por cualquiera de las creencias en litigio. Pero la muy católica Toulouse no esperó a que los investigadores emitiesen una decisión: la cofradía de los penitentes blancos agitó al pueblo tolosano, se apoderó del cuerpo, lo llevó con gran pompa en procesión y lo enterró en la iglesia de Saint-Étienne como si se tratase de un mártir que había perecido defendiendo la fe de Roma. Por orden de la jerarquía eclesiástica, en todas las iglesias se leyó un monitorio donde se daba por sentado que el crimen se debía a razones de fe calvinista y se conminaba, so pena de excomunión, a declarar cuanto supiesen sobre la conversión de Marc-Antoine y su asesinato por motivos religiosos.

La primera investigación de David de Beaudrigue orientó sus búsquedas por las pistas que le marcaban los rumores populares, llegando a despreciar, por ejemplo, una que convertía la muerte de Marc-Antoine en asesinato puro y simple, por robo: esa misma tarde, Jean Calas había enviado a su hijo a cambiar dinero en luises de oro, luises que no aparecieron por ninguna parte, y cuya falta abría, por tanto, todo un abanico de posibilidades distintas que De Beaudrigue apenas vislumbró: desde que la víctima los hubiese perdido, en el juego o de otra forma, hasta que alguien ajeno a la familia estuviese acechando su vuelta para apoderarse de ese dinero a título de ladrón o como enviado de otras personas: se hicieron algunas pesquisas, muy pocas, entre las relaciones femeninas del joven.

Pero Beaudrigue, enemigo declarado de los protestantes, desechó todas esas pistas durante la instrucción del caso y se reafirmó en el motivo de religión como causa del, por lo tanto, «asesinato». Hasta el punto de que la instrucción, cuando llegó a los jueces del parlamento de Toulouse, se rechazó, y fue menester empezar de nuevo; pero las rodadas de la instrucción anterior estaban abiertas y siguieron por ellas: no había pruebas para explicar la muerte, pero sí indicios, empezando por la presión de la opinión y siguiendo por las declaraciones contradictorias de Jean Calas y su hijo Pierre sobre la situación del cadáver en el momento en que fue hallado la noche del 13 de octubre. Para saber la verdad, y para que los reos se declarasen convictos, se sometió a tormento al matrimonio Calas y a su hijo, mientras a Lavaysse y a la criada solo se les amenazaba con él.

Por ocho votos contra cinco, Jean Calas fue condenado a la pena capital el 9 de marzo de 1762; al día siguiente, llevado a la plaza pública, se le sometió a tortura ordinaria en la rueda —es decir, a ser roto en vivo mediante un sistema de poleas que tiraban de los cuatro miembros—, y a la «extraordinaria» —se le obligó a ingerir por la fuerza gran cantidad de agua con la esperanza de conseguir que se confesase autor de la muerte de su hijo; acto seguido fue estrangulado y luego quemado en la hoguera; si tortura y muerte castigaban el asesinato, el fuego era, según la propia sentencia, «una reparación a la religión, porque el feliz cambio que hacia ella había hecho su hijo ha sido verosímilmente la causa de su muerte»—. Se ejecutaba, por tanto, según el propio tribunal, a alguien que «verosímilmente» era autor de la muerte de Marc-Antoine Calas. Pero la sentencia iba más lejos: como el crimen era de religión, y estaba implicada toda la familia, el fiscal pidió —y así lo sentenciaron los jueces del parlamento de Toulouse—, además del ajusticiamiento del padre y de Pierre Calas, el ahorcamiento de la madre, dejando para una sentencia posterior el castigo que merecían el joven Lavaysse y la criada Jeanne Viguière por su complicidad.

Se había decretado la tortura, estrangulamiento y quema de Jean Calas de manera «provisional», porque todos esperaban que confesase en medio del tormento; pero en vez de hundirse, en la rueda se mostró magnánimo con sus torturadores y puso a Dios por testigo de su inocencia. Este último rasgo desconcertó a los jueces que, por fin, dieron la impresión de creerle: eso parece demostrar que dejasen sin efecto el resto de la sentencia: Pierre Calas fue desterrado a perpetuidad mientras el resto de los sentenciados, empezando por la madre que había sido condenada a la horca, eran puestos en libertad. El juicio de Jean Calas según las leyes había concluido; ahora iba a empezar el juicio «literario» de Voltaire.

EL «JUICIO» DE VOLTAIRE

Diez días después del ajusticiamiento de Calas, un comerciante de Marsella de religión protestante de paso por Ginebra, Dominique Audibert, cuenta a Voltaire lo que califica de «horrible aventura». El filósofo, después del caso Rochette, se muestra escéptico ante las palabras del marsellés y las instancias que le formula su amigo Ribotte-Charron, que también vuelve a informar a Rousseau de los hechos; el autor de Las confesiones alega primero su mal estado de salud; luego, el 27 de abril, responde: «Si estuvierais en condición de reunir, junto con relaciones bien circunstanciadas, piezas auténticas y justificativas y pudieseis hacerme llegar todo por alguna otra vía que no sea el correo, trataré de hacer en tiempo y lugar buen uso de ello; aunque no pueda comprometerme a nada, respondo únicamente de mi buena voluntad». Pero Rousseau, que por esas fechas siempre se sentía a punto de muerte —una de sus obsesiones—, estaba engolfado en la impresión de su Emilio, que fue una carrera de obstáculos y dificultades. Sin embargo, en la Lettre à Christophe de Beaumont, tras la condena del Emilio por el parlamento de París, el 9 de junio de 1762 —dos días más tarde era quemado su libro en plaza pública—, no dejará de recordar a Calas, aunque pro domo sua: «No hay más inconveniente en quemar a un inocente en el parlamento de París que en torturar con la rueda a otro en el parlamento de Toulouse». Esta fue toda la aportación de Rousseau al caso Calas.

No ocurrió lo mismo con Voltaire, que en enero de 1761 declaraba haber «pasado el Rubicón» y animaba al resto de los filósofos a hacer la guerra sistemáticamente al monstruo, a la bestia inmunda, al Infame, es decir, cualquier religión, pero sobre todo la católica de Roma. El lema Écrasez l’Infame de Voltaire queda recogido en los diccionarios de época: Infame sería un «substantivo masculino singular, de valor neutro», con el que Voltaire habría designado la superstición y la intolerancia. A lo largo de su vida, Voltaire lo aplicaría a distintos «objetos», desde los convulsionarios de Saint-Médard a los jesuitas, los regicidas fanáticos, las disputas teológicas y la Inquisición, para ir apuntando sobre todo a la religión católica en su calidad de encarnación de poder y vocación de perdurar y dominar, en su calidad de «Verdad» revelada que sustentaba todos los poderes, empezando por el de los reyes, y el orden de la vida cotidiana, desde el bautismo a los últimos sacramentos. Voltaire saca ese término del propio cristianismo, que califica de infame a todo lo que transgrede la Ley con mayúscula, es decir, la ley divina: desde los pecados a los cómicos, los amores homosexuales y los «malos» libros. Y lo vuelve contra la Iglesia misma, para subvertir la orden misma del dogma.

Con el Rubicón pasado, Voltaire, a diferencia de Rousseau, no quiere atenerse a las verdades generales: pretende pasar de una oposición meramente intelectual a una lucha activa centrada en los casos particulares. El de Jean Calas iba a ser la primera aplicación de esa consigna que daba al resto de los filósofos: «Aplastad al Infame». Pero Jean Calas era jansenista, y para Voltaire, al lado de los «fanáticos papistas» figuraban, en igualdad de condiciones, los «fanáticos calvinistas […] amasados en la misma m[ierd]a empapada en sangre corrompida». Las relaciones de Voltaire con Ginebra desde su instalación en la república calvinista habían empezado con una inicial «luna de miel» —compra el territorio de Les Delices en 1755— en la que el gobierno calvinista ginebrino le parece algo ilustrado, y donde no hay monjes ni procesiones; hasta el pueblo le parece un pueblo de filósofos. Pero no tarda en declararle guerra abierta por tres motivos de enfrentamiento: la religión, el teatro y la política. Una alusión de Voltaire al «alma atroz» de Calvino y a la muerte en la hoguera del médico Miguel Servet por sus opiniones teológicas acabaron con esa luna de miel; el futuro se encargó de empeorar esas relaciones, sobre todo tras el enfrentamiento de d’Alembert y Voltaire con la ciudad a raíz del artículo Ginebra de la Enciclopedia.

El caso de Jean Calas surge en medio de esas tensiones con el calvinismo; si después de la ejecución de Rochette, Voltaire no había podido contener su ironía: «Todo por haber cantado los cantares de David. Al parlamento de Toulouse no le gustan los versos malos», tampoco lo hará en el caso de Calas, de quien se burla tildándolo de «santo reformado que quería hacer como Abraham». Además, dice Voltaire desde la perspectiva católica, «nosotros no valemos gran cosa, pero los hugonotes son peores que nosotros, y encima arremeten contra el teatro». Pero, dejando a un lado su odio calvinista, Voltaire se da cuenta enseguida de que la ejecución de Calas es una exhibición del poder del Infame. No deja de lado la importancia de que sea inocente y por eso pide a sus amigos e informantes calvinistas datos, hechos, piezas del proceso, etc., que examina, «en calidad de historiador», concienzudamente, llegando incluso a solicitar la presencia en su palacio de Ferney del joven Donat Calas, que se había refugiado en Ginebra tras el desastre familiar; no contento con esos interrogatorios, Voltaire hizo que agentes suyos espiasen a Donat durante varios meses.

En la correspondencia que en ese momento mantiene con d’Alembert —que sigue hostigado por los calvinistas ginebrinos, con el «impertinente curilla» del pastor Jean Vernet a la cabeza—, Voltaire le pide ayuda: ambos comprenden que no pueden desaprovechar una oportunidad tan clara para aplastar al Infame, resida este en Toulouse o en Ginebra, y aunque Voltaire tenga que invertir los papeles que adjudica a la religión de Roma y a la de Calvino: porque la «infame» Ginebra de los calvinistas va a convertirse en este caso en la víctima de la «infame» por excelencia, la Iglesia católica. No tarda en quedar íntimamente convencido de la inexistencia de pruebas de la culpabilidad de Jean Calas y de que el proceso no ha sido otra cosa que una consecuencia del más horrible fanatismo que reina en la muy católica ciudad de Toulouse.

Tres meses después de la ejecución, Voltaire se pone en campaña activa hasta que, tres años más tarde, el 12 de marzo de 1765, logra la rehabilitación de Jean Calas, el otorgamiento de gratificaciones por parte del rey a Mme. Calas y a sus hijas —treinta mil libras de indemnización e intereses—, y la restitución de los bienes requisados; Voltaire exige, además, que el parlamento de Toulouse pida perdón y él mismo lanza una suscripción popular para grabar una estampa de la familia en la cárcel, que el filósofo pondrá a la cabecera de su cama. El error debía de ser mayúsculo y evidente para que el parlamento reconociese sus errores y se volviera atrás, rompiendo una de las leyes más absolutas de la historia: la Justicia no rectifica nunca. Para conseguirlo, Voltaire hubo de mover amistades y voluntades, redactar informes y protestas que llegaban hasta Versalles; pero, sobre todo, utilizando consumadas campañas de estrategia periodística avant la lettre, elevó a juicio literario el caso: escribió diferentes «piezas» a cuyo pie ponía la firma de la viuda y los hijos de Calas, etc., para airear una especie de versión «humana» y fidedigna —por venir de sus «protagonistas»— de unos hechos que el filósofo no deja de manipular a su manera. El remate de esas piezas, cuando la victoria esté conseguida, el TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA CON OCASIÓN DE LA MUERTE DE JEAN CALAS, sigue siendo una de las obras fundamentales de Voltaire y de la lucha que llevaron las Luces en su intento de reformar la sociedad. Su éxito fue inmenso y se ha supuesto que jugó un papel en las medidas que a finales del reinado de Luis XVI se tomaron en favor de los protestantes. Nada hay menos seguro; sí lo es, en cambio, que la Iglesia de Roma incluía el TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA en el Índice de libros prohibidos el 3 de febrero de 1766, menos de un año después de que, gracias a las maniobras de Voltaire y a su TRATADO, la memoria de Calas fuese rehabilitada y condenado, por tanto, el fanatismo de la devota ciudad de Toulouse que lo había llevado al cadalso y a la hoguera.

Después de enfrentarse a numerosos «casos» personales, de polemizar contra enemigos, de dar rienda a sus odios y manías —sus folletos y ataques le habían convertido en el más terrible y temido de los polemistas—, Voltaire encuentra un caso en el que todas sus armas apuntan contra un enemigo no personal, sino general, ideológico: los hechos del caso Calas se ajustaban a sus ideas sobre la intolerancia de la religión como un guante, y Calas era no un ejemplo literario ni una referencia histórica, sino un ser de carne y hueso, un contemporáneo que suponía el último eslabón de la historia del fanatismo que tanto había atacado. La elevación del ejemplo a valor universal daba al TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA un alcance que no habían tenido sus polémicas personalistas con Maupertuis o Fréron, ni sus líneas de historiador cuando citaba las muertes de Jan Hus o de Miguel Servet como ejemplos de esa superstición fanática.

Una vez asegurado de que la instrucción del caso hacía aguas, Voltaire organiza los datos de que dispone en una estrategia de combate sin antecedentes en la historia y que solo puede compararse con una moderna campaña de prensa. El obstáculo más espinoso de superar era la contradicción de las declaraciones de los Calas, porque aquel cadáver «tendido en el suelo» del primer momento, difícilmente podía haberse suicidado. La argumentación volteriana va a dejar de lado esa circunstancia y a insistir en algo capaz de conmover a la opinión pública y aprovechar el tirón del sentimentalismo, dejando de lado un pormenor de primera magnitud: ¿por qué se habían equivocado o, mejor, mentido los Calas en el primer momento? El suicidio conllevaba para la familia la verguenza pública, además de un castigo post mortem y el vertedero como tumba para el suicida: no dejaban de ser consecuencias del fanatismo religioso. Por eso, arrancando de la imposibilidad de que el cariño familiar haya matado a Marc-Antoine, Voltaire carga las tintas sobre esa religión que habría orientado el caso con rumores, desde el primer momento, y llevado a los Calas a la confusión de sus primeras declaraciones y luego a la acusación de asesinato del hijo y hermano por motivos religiosos.

Antes de llegar al TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA, Voltaire redacta unas cartas y documentos supuestos, cuya autoría adjudica a los actores del drama, para convertir en rumor capaz de mover a la opinión pública la versión que quiere defender. Así salen de su pluma y se difunden, en un estilo llano que podría creerse propio de los supuestos autores, las PIEZAS ORIGINALES, en las que Voltaire va dando la palabra a la viuda (Extracto de una carta de la señora viuda Calas), para referir las penalidades sufridas desde la muerte de su hijo Marc-Antoine, su propio encarcelamiento y tortura, la ejecución del marido y la pérdida de sus dos hijas, que le fueron arrebatadas para ser metidas en un convento; a su hijo (Carta de Donat Calas, hijo de la señora viuda Calas, a su madre), en la que Donat razona y pone de relieve las contradicciones y absurdos que han llevado a su familia al desastre, y al que Voltaire adjudica además una Carta a Monseñor Canciller y una Demanda al rey en su consejo, así como un Memorial en el que los tintes con que vuelve a contar los hechos son dramáticos y explican el suicidio de su hermano en el marco de la lucha por la supervivencia de la religión reformada a pesar de las leyes. En la Declaración de Pierre Calas, que no descubre hechos nuevos, Voltaire apunta al mismo objetivo: sentimentalizar el caso, demostrando la unidad de la familia, incapaz de creer, ni por un momento, en la culpabilidad del padre y en su autoría de los hechos1.

En la historia de los Calas, con que Voltaire abre el TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA, hay una manipulación leve de los hechos: detalles nimios, pero idóneos para captar la simpatía del lector por la víctima. Es la misma táctica que Voltaire emplea en la Histoire d’Elisabeth Canning, hablando, por ejemplo, de nueve condenados cuando de hecho solo había uno, y describiendo a Elisabeth embarazada cuando no lo estaba. También aquí altera pormenores: envejece en seis años a la víctima del proceso cuando Jean Calas tenía únicamente sesenta y dos; de este modo, no solo suscita compasión, sino que, al envejecerlo, abona una de las tesis de su defensa: un hombre de sesenta y ocho años tiene todavía menos probabilidades de matar a un joven fornido. Voltaire carga en la balanza del amor paterno la pensión que daba a su hijo Louis, que había renegado de la fe calvinista para convertirse en oveja del rebaño católico; pero no solo le obligaba a esa pensión la ley —que también forzaba al padre a pagar las deudas del hijo—, sino que Jean Calas se enfrentó cuanto pudo a la conversión, hasta el punto de que un informe del Intendente de Languedoc le describe como «un hombre riquísimo, y no puedo ocultar que muy duro con su hijo», que terminaría abandonando el hogar familiar.

Del mismo modo, el elogio de la amplitud de miras y tolerancia religiosa de Jean Calas, basado en la presencia bajo su techo, desde hacía casi treinta años, de una criada católica, es ambiguamente falso: fuera cual fuese la relación de Jeanne Viguière con la familia Calas —intervino activamente, al parecer, en la conversión de Louis—, su presencia en la casa venía impuesta por la ley, como secuela de la revocación del edicto de Nantes, que obligaba a las familias protestantes a emplear como servidumbre, y de forma exclusiva, a adeptos de la Iglesia de Roma.

Evidentemente, estos pormenores así manipulados se ordenan a la mayor eficacia del alegato en el ánimo del lector, para quien Voltaire pinta un cuadro idílico de bondad, afecto, amor filial y abnegación, de esa familia calvinista, una familia de justos que va a ser presa de los lobos de la superstición y del fanatismo, representados, no por los jueces y los parlamentarios de Toulouse, con los que Voltaire tiene miramientos para no perjudicar su defensa, sino por el «populacho» y la maquinaria de un poder difuso: detrás del populacho está la estupidez humana, movida por los intereses de la religión y la Iglesia católica, capaz de organizar la canonización de un suicida como si se tratase de un mártir para sacar partido de ello.

A los hechos reales, Voltaire suma los efectos literarios precisos para convertirlos en una tragedia —que lo eran—; esas posiblidades teatrales que Voltaire utiliza no tardaron en ser vistas por algunos dramaturgos: en 1778, en Berlín se imprime el drama en tres actos Les Calas, de M. de Brumore; y ese mismo año, en Francia aparece, firmado por el mismo autor, Les Salver, ou la Faute reparée, drama en tres actos y en verso. Entre 1790 y 1791 se estrenaron e imprimieron tres obras firmadas por M. J. Chénier, Lemière d’Argy y M. Laya, así como La Veuve Calas en Paris, de Pujoulx.

Pero la historia de los Calas no es, en el Tratado sobre la tolerancia, más que el trampolín para hacer el juicio del fanatismo: de los detalles particulares Voltaire se eleva a las alturas bíblicas, históricas, metafísicas y conceptuales sin olvidar el recurso a los detalles del sentimiento personal: en sus momentos líricos, Voltaire, tantas veces perseguido, parece encarnarse en los perseguidos para buscar el triunfo final de la filosofía y de las luces sobre el Infame.

Cuando Voltaire concluye la redacción del TRATADO —20 de enero de 1763—, los Calas acaban de ser rehabilitados; pero hay un nuevo caso en marcha, el de los Sirven. Dos meses después de la muerte de Marc-Antoine, la historia de Pierre-Paul Sirven, agrimensor y feudista, sale a la luz pública: una de sus tres hijas, de facultades mentales algo trastornadas, había pretendido convertirse en el pasado. El obispo de Castres, su ciudad de residencia, había ordenado, el 6 de marzo de 1760, que la enclaustrasen en un convento; pero, dada su alienación mental, las monjas del convento de las Damas Negras la devolvieron a su padre siete meses después. El 3 de enero de 1762, pese a la reclusión en que se la tenía debido a su locura, con las ventanas y las puertas tapiadas, y tras varias escapadas, el cuerpo de Elisabeth fue hallado, sin señales de golpes, en el fondo de un pozo. El caso Calas volvía a repetirse en esta familia protestante que, para no correr los riesgos que habían llevado a Pierre Calas a la hoguera, puso tierra de por medio y se refugió en Ginebra y Lausana; su cálculo resultó acertado: en 1764 eran ejecutados en efigie.

No tardaron los amigos de la familia en reclamar, ante la parcialidad demostrada por la instrucción, la intervención de Voltaire. Con el proceso Calas a punto de resolverse definitivamente, Voltaire se lanza de lleno a este utilizando los mismos procedimientos de defensa y ataque, aunque la fuga de los Sirven y su no ejecución debilitaban la eficacia de sus proclamas. Aun así, la familia terminaría siendo rehabilitada en 1771.

Fue su entrada en el caso Sirven lo que aconsejó a Voltaire retener la publicación del TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA, que en la fecha antes citada —20 de enero de 1763— estaba listo para la imprenta: su defensa de la tolerancia a la inglesa, ese pluralismo religioso que Voltaire había conocido durante su exilio en Inglaterra y que en alguna ocasión había merecido de su pluma el calificativo de «isla de la razón», se convierte ahora en solicitud de una política positiva que relaje el decreto de revocación del edicto de Nantes y restituya a los protestantes su derecho a la situación civil anterior a esa operación de política religiosa de Luis XIV: validez de sus matrimonios, legitimidad de los hijos, derechos de herencia, etc. Además, no quería asustar a jueces ni autoridades cuando en el parlamento de Toulouse estaban zanjándose las indemnizaciones de la viuda Calas.

Pero si Voltaire consiguió «salvar» y rehabilitar a los Calas y a los Sirven, no lograría su objetivo último sino después de muerto, en 1787, cuando Luis XVI decreta el edicto de tolerancia para sus súbditos no católicos. Veinticuatro años después de que lo pidiera Voltaire, el derecho a un estado social igual para católicos y protestantes era consagrado por la ley; serviría de poco esa firma de un monarca que hasta entonces se había mostrado impotente para realizar esa y otras reformas por más obvia que fuese su necesidad. Pocos meses después de la salida de ese edicto se convocaban los Estados Generales: la Revolución Francesa había empezado, y sería ella la que decretaría la Declaración de los derechos del hombre, que en 1789 promulgaba: «Todos los ciudadanos […] son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos […] sin más distinciones que las de sus virtudes y sus talentos». La exclusión por motivos religiosos desaparecía de las leyes francesas, por estipulación del artículo X: «Nadie debe ser inquietado por sus opiniones, incluso religiosas, con tal de que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley»; y del XI: «La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre».

Con ello, el TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA, que solo pedía esta por discreción volteriana ante las circunstancias, quedaba superado. Que las premisas se hayan llevado a la práctica y cumplido en Francia y otros países de cultura occidental y religión católica en estos doscientos y pico de años es otra cosa; y que se haya cumplido el mensaje que subyace en el tratado, «la libertad de pensar», parece más dificultoso de creer en los inicios del siglo XXI, que sigue obligado a mantener esa lucha secular contra supersticiones y fanatismos religiosos, ideológicos, raciales, nacionales…

MAURO ARMIÑO

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