lunes, 9 de octubre de 2023

VOLTAIRE CARTAS FILOSÓFICAS FRAGMENTO



 Autor

VOLTAIRE, filósofo y escritor francés nacido en París el 21 de

noviembre de 1694 y fallecido en la misma ciudad el 30 de mayo de 1778. Su

verdadero nombre fue François Marie Arouet. Es, junto con Rousseau y

Montesquieu, una de las principales figuras de la Ilustración. Hijo de un

notario y miembro de una familia noble, vivió sus primeros años de forma

acomodada, estudiando con los jesuitas entre 1704 y 1711. Estudió después

Derecho, y en 1713 se convirtió en secretario de la embajada francesa en los

Países Bajos. Tras escribir una sátira contra el regente Duque de Orleans, fue

hecho prisionero y llevado por un año a la Bastilla, de donde fue desterrado a

Châtenay. Fue encarcelado de nuevo en la Bastilla por una disputa con un

noble, y desterrado a Inglaterra durante tres años, donde asimilaría la obra del

filósofo John Locke y del científico Isaac Newton, que llevaría con él de

vuelta a Francia. Propugnó la tolerancia religiosa, acusando a la Iglesia

Católica de fanática, por lo que tuvo diversos problemas con el clero. Residió

durante un tiempo en la corte del monarca alemán Federico II, trasladándose

después a Suiza, y colaboró en la redacción de la Enciclopedia, lo que le

valió nuevos problemas con la Iglesia. Instalado ya en Ferney, donde pasaría

dos décadas, siguió publicando asiduamente importantes obras filosóficas

como el Diccionario Filosófico o el Tratado sobre la tolerancia.

Primera carta. Sobre los

cuáqueros1

He creído que la doctrina y la historia de un pueblo tan extraordinario

merecerían la curiosidad de un hombre razonable. Para instruirme, he ido a

encontrar a uno de los más célebres cuáqueros de Inglaterra, quien, después

de haber estado treinta años en el comercio, había sabido poner límites a su

fortuna y a sus deseos, y se había retirado a un lugar en el campo cerca de

Londres. Fui a buscarle a su retiro; era una casa pequeña, pero bien

construida, llena de limpieza sin ornamento. ELI cuáquero era un viejo

vigoroso que nunca había estado enfermo, porque jamás había conocido las

pasiones ni la intemperancia: nunca en mi vida he visto un aire más noble ni

más atractivo que el suyo. Estaba vestido, como todos los de su religión, de

un traje sin pliegues a los lados y sinbotones sobre los bolsillos ni en las

mangas, y llevaba un gran sombrero de alas abatidas, como nuestros

eclesiásticos; me recibió con el sombrero en la cabeza, y anvanzó hacia mí

sin la menor inclinación de su cuerpo; pero había más cortesía en el aire

abierto y humano de su rostro que la que hay en el uso de echar una pierna

tras la otra y llevar en la mano lo que está hecho para cubrir la cabeza.

«Amigo, me dijo, veo que eres un extranjero; si puede serte de alguna

utilidad no tienes más que hablar. — Señor, le dije, inclinando el cuerpo y

deslizando un pie hacia él, según nuestra costumbre, me honro en suponer

que mi justa curiosidad no os desagradará, y que querréis hacerme el honor

de instruirme en vuestra religión. —Las gentes de tu país, me respondió,

hacen demasiados cumplidos y reverencias; pero no he visto todavía ninguno

que tenga la misma curiosidad que tú. Entra, y cenemos juntos primero.»

Hice todavía algunos malos cumplidos, porque no se deshace uno de sus

costumbres de repente; y, tras una comida sana y frugal, que comenzó y

acabó con una oración a Dios, me puse a interrogar a mi hombre. Comencé

por la pregunta que los buenos católicos han hecho más de una vez a los

hugonotes: «Mi querido señor, le dije, ¿está usted bautizado? —No, me

respondió el cuáquero, y mis cofrades tampoco lo están. —¿Cómo, pardiez,

proseguí yo, no sois acaso cristiano? —Hijo mío, repuso con tono dulce, no

jures; somos cristianos e intentamos ser buenos cristianos, pero no creemos

que el cristianismo consista en echar agua fría sobre la cabeza con un poco de

sal. —¡Eh, voto a bríos!, proseguí yo, molesto por esta impiedad, ¿habéis

pues olvidado que Jesucristo fue bautizado por Juan? —Amigo, nada de

juramentos, insisto, dijo el bondadoso cuáquero. Cristo recibió el bautizo de

Juan, pero Él no bautizó nunca a nadie; nosotros no somos los discípulos de

Juan, sino de Cristo. —¡Ay!, dije, ¡qué pronto os quemarían en un país con

Inquisición, pobre hombre!... ¡Ah, por el amor de Dios, ojalá pueda yo

bautizaros y haceros cristianos! —Si sólo eso fuera preciso para

condescender a tu debilidad, lo haríamos gustosos, repuso gravemente;

nosotros no condenamos a nadie por utilizar la ceremonia del bautismo, pero

creemos que los que profesan una religión plenamente santa y espiritual

deben abstenerse, en tanto puedan, de las ceremonias judaicas. —¡Esa sí que

es buena!, grité. ¡Ceremonias judaicas! —Sí, hijo mío, continuó él, y tan

judaicas que bastantes judíos todavía hoy usan a veces el bautismo de Juan.

Consulta la Antigüedad; te enseñará que Juan no hizo más que renovar esta

práctica, que era usual desde mucho antes entre los hebreos, como la

peregrinación a la Meca lo era entre los ismaelitas. Jesús quiso recibir el

bautismo de Juan, lo mismo que se había sometido a la circuncisión; pero,

tanto la circuncisión como el lavamiento con agua debían ser ambos abolidos

por el Bautismo de Cristo, ese Bautismo espiritual, esa ablución del alma que

salva a los hombres. También el precursor Juan decía: Yo os bautizo en

verdad con agua, pero otro vendrá después de mi, de quien no soy digno de

llevar las sandalias; ése os bautizará con el fuego y el Espíritu Santo2.

También él gran apóstol de los gentiles, Pablo, escribe a los Corintios: Cristo

no me ha enviado para bautizar sino para predicar el Evangelio3, también

ese mismo Pablo no bautizó nunca con agua más que a dos personas, y aún

fue a regañadientes; circuncidó a su discípulo Timoteo; los otros apóstoles

circuncidaban a todos los que querían. ¿Estás circuncidado?, añadió. Le

respondí que no tenía ese gusto. «Pues bien, amigo, dijo, tú eres cristiano sin

estar circuncidado y yo, sin estar bautizado.»

Así es como mi santo hombre abusaba bastante especiosamente de tres o

cuatro pasajes de las Sagradas Escrituras que parecían favorecer a su secta;

pero olvidaba con la mejor buena fe un centenar de pasajes que la aplastaban.

Me guardé muy mucho de contestarle; no hay nada que ganar con un

entusiasta4: no hay que empeñarse en decirle a un hombre los defectos de su

amante; ni a un querellante la debilidad de su causa ni razones a un

iluminado; así que pasé a otras preguntas. «Respecto a la comunión, ¿qué

usos tenéis? —No tenemos ningún uso, dijo. —¡Qué! ¿No tenéis comunión?

—No, salvo la de los corazones.» Entonces me citó de nuevo las Escrituras.

Me echó un sermón muy bonito contra la comunión, y me habló en un tono

inspirado para probarme que todos los sacramentos eran todos de invención

humana, y que la palabra sacramento no se encuentra ni una sola vez en el

Evangelio. «Perdona, dijo, por mi ignorancia, no te he dado ni la centésima

parte de las pruebas de mi religión; pero puedes encontrarlas en la exposición

de nuestra fe por Robert Barclay: es uno de los mejores libros que jamás

hayan salido de mano de los hombres. Nuestros amigos concuerdan en que es

muy peligroso, lo que prueba cuan razonable es.» Le prometí leer ese libro y

mi cuáquero me creyó ya convertido.

A continuación me explicó en pocas palabras algunas singularidades que

exponen esta secta al desprecio de los otros. «Confiesa —dijo— que has

tenido dificultad en no reírte cuando he respondido a todas tus cortesías con

el sombrero en la cabeza y tuteándote; sin embargo, me pareces demasiado

instruido para ignorar que en el tiempo de Cristo ninguna nación caía en el

ridículo de substituir el singular por el plural. Decían a César Augusto: te

amo, te ruego, te agradezco; ni siquiera soportaba que se le llamase Señor,

Dominus. Sólo mucho después de él los hombres comenzaron a hacerse

llamar vos en lugar de tú, como si fuesen dobles, y a usurpar los títulos

impertinentes de Grandeza, de Eminencia, de Santidad, que unos gusanos dan

a otros gusanos, asegurándoles que son, con un profundo respeto y una

falsedad infame, sus muy humildes y obedientes servidores. Para

salvaguardarnos de ese indigno comercio de mentiras y de halagos, tuteamos

igualmente a los reyes y a los zapateros, no saludamos a nadie y no tenemos

por los hombres más que caridad y respeto sólo por las leyes.»

«Llevamos también un traje un poco diferente al de los otros hombres, a

fin de que sea para nosotros una advertencia continua de que no debemos

parecemos a ellos. Los otros llevan las marcas de sus dignidades, y nosotros,

las de la humildad cristiana; huimos las reuniones de placer, los espectáculos,

el juego; pues seríamos muy de compadecer si llenásemos con esas bagatelas

los corazones que Dios debe habitar; nunca hacemos juramentos, ni siquiera

ante la justicia; pensamos que el nombre del Altísimo no debe prostituirse en

las disputas miserables de los hombres. Cuando es preciso que

comparezcamos ante los magistrados para los asuntos de los otros (pues

nosotros nunca tenemos procesos), afirmamos la verdad con un sí o un no, y

los jueces nos creen simplemente bajo palabra, mientras que tantos cristianos

perjuran sobre el Evangelio. Nunca vamos a la guerra; no es que temamos a

la muerte, por el contrario, bendecimos el momento que nos une al Ser de los

seres; pero resulta que no somos ni lobos, ni tigres, ni dogos, sino hombres,

sino cristianos. Nuestro Señor, que nos ha ordenado amar a nuestros

enemigos y sufrir sin protestar, no quiere sin duda que crucemos el mar para

ir a degollar a nuestros hermanos, porque asesinos vestidos de rojo, con un

gorro de dos pies de alto, enrolan a los ciudadanos haciendo ruido con dos

palitos sobre una piel de asno bien tensa; y cuando, tras batallas ganadas todo

Londres brilla con iluminaciones, el cielo está inflamado de cohetes, el aire

resuena con el ruido de las acciones de gracias, de las campanas, de los

órganos, de los cañones, gemimos en silencio por estos crímenes que causan

la alegría pública»5.

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