jueves, 12 de octubre de 2023

ESTUDIO PRELIMINAR por Martín Caparrós (FRAGMENTO) VOLTAIRE FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

 



ESTUDIO PRELIMINAR

por Martín Caparrós

LA HISTORIA EN FRANCIA EN TIEMPOS DE VOLT AIRE

Analistas y novelescos

A fines del siglo xvn, cuando Franqois-Marie Arouet se aprestaba a hacer su aparición, la escena de la historiografía francesa estaba dominada todavía por dos grandes corrientes: los analistas y los historiadores novelescos.

Los más conspicuos miembros de la escuela de los anales eran monjes benedictinos de la congregación de Saint-Maur: Rivet, Sainte-Marthe, Mont- faucon y, sobre todo, Mabillon (Anuales ordinis S. Benedicti, 1703) constituyen, junto con Tillemont (Histoire des empereurs..., 1693), lo más granado de esta tendencia, que continúa, perfeccionándola, la reacción surgida hacia fines del siglo anterior contra el tratamiento literario y desprejuiciado que daban a sus escritos los llamados historiadores humanistas.

El rigor erudito, la preocupación por la exactitud de citas y referencias, que constituyen las características principales de la escuela de Saint-Maur parecen provenir del ámbito de las querellas teológi-

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cas y de la historia eclesiástica, donde la autoridad de la fuente invocada es definitoria para probar la verdad del discurso. En sus anales sobre la historia de Francia, o de su propia orden, los benedictinos se limitaron sin embargo a establecer la autenticidad de cuantos documentos les fuera posible y yuxtaponerlos en ordenada cronología, desprovista de todo artificio de estilo, constituyendo un corpus que aún sigue siendo utilizado pero sin intentar sistematizaciones, análisis o interpretaciones de los datos establecidos. Intentaban cristalizar —por la sola vía de la crítica documental— la verdad histórica, en el convencimiento de que, una vez comprobada, esta verdad confirmaría por sí misma las doctrinas de la Iglesia.

Los historiadores novelescos —Fueter, en su Historia de la historiografía moderna, los llama «galantes»— representaron la tendencia opuesta: tomando de sus predecesores renacentistas la idea de la historia como hecho literario, se dedicaron a pergeñar gran copia de historias, memorias y biografías en las que una base histórica real servía de marco para una serie de situaciones marcadamente aventureras, que rozaban la ficción, o la abordaban de lleno. Antoine de Varillas, con su Histoire de la mino- rité de Saint-Louis (1690), o su maestro el abate de Saint-Réal, con la Histoire de don Carlos (1672), fueron algunos de sus cultores más pertinaces, acompañados en general por notable éxito de público.

Bossuet, Simón, Bayle

Contra este telón de fondo se perfilan tres personajes: Bossuet, Simón y Bayle.

«Todo su trabajo consiste en pulir lo que la Antigüedad le ha dado, en confirmar lo que ha sido suficientemente explicado, en conservar lo que ha

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sido confirmado y definido», dice de su propia tarea el obispo de Meaux, Jacques-Bénigne Bossuet, en una carta de 1673. Es lo que haría en su Discurso sobre la historia universal, publicado en 1681 para la instrucción del delfín de Francia, su alumno.

El programa aparece cercano al de la escuela analista, aunque aplicado al conjunto de las edades del mundo hasta el reino del emperador Carlomag- no. Pero la diferencia básica —además de la introducida por el estilo de Bossuet, considerado como uno de los grandes orfebres de su lengua, y por la tensión casi narrativa que imprime a su texto— está en el restablecimiento (casi) triunfante de la providencia como motor de la Historia, el plan divino como un hilo conductor visible a posteriori que los acontecimientos siguen con precisión. «Conclusión del discurso, en la que se demuestra la necesidad de referirlo todo a la providencia» es el título prístino del epílogo de su obra.

Pero Bossuet se debate en un círculo vicioso: la legitimidad de los hechos históricos que relata está basada en la autoridad literal de la Biblia, que, a su vez, está basada en la autoridad de la Iglesia y, por consiguiente, en el valor de la tradición eclesiástica, es decir, en los mismos hechos referidos por el obispo de Meaux, sin confrontación posible ni deseable con otras fuentes históricas. (De hecho, Bossuet había llegado a denunciar como concupiscencia la «insaciable avidez de conocer la historia».) Así, el sistema de Bossuet es absolutamente cerrado, cerrazón que él mismo utilizó como argumento contra las críticas de la Reforma: si todas las piezas de la doctrina se sostienen mutuamente, no se puede rechazar algunas de ellas sin llegar hasta la negación absoluta de la creencia. Para derrumbar el edificio no era siquiera necesario negar todo, sino simplemente demostrar algunos errores en el corpus del dogma.

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La crítica histórica del Antiguo Testamento ya se había ejercido abundantemente en la tradición hebrea desde principios del segundo milenio (Mai- mónides, Ben Esra), pero fue definitivamente relanzada al ruedo europeo por Spinoza cuando propuso «interpretar la Biblia con un método semejante al que sirve para estudiar la Naturaleza». Allí estaba la idea fuerza. Es cierto que los diversos refor- mismos ya habían trabajado esta crítica, e incluso algunos cristianos conflictivos, como Grocio; pero en lengua francesa, para el público en general y con la pretensión de una independencia crítica absoluta, el primero en publicar una Historia crítica del Antiguo Testamento será Richard Simón, en 1678. La tentación de la crítica y la inteligibilidad universal está empezando a meter el rabo en la sacristía, y Simón, un sacerdote de la orden del Oratorio que sigue creyendo en la verdad revelada, intenta descubrir en las escrituras los errores y adiciones sucesivas que las han falseado, sin por eso desvirtuar la inspiración de los diversos autores sagrados. Simón iguala en cuanto a sus posibilidades críticas la Biblia con La Iliada, medidas ambas por un criterio de autenticidad documental —en la medida de lo comprobable— mediante la filología y otras técnicas auxiliares. Richard Simón termina por publicar también un Nuevo Testamento en francés, en versión crítica. Para entonces ya había sido expulsado de su orden, y sus libros estaban prohibidos por las autoridades seculares y eclesiásticas. En esos años, Pierre Bayle llevaría la pretensión de la crítica absoluta a su nivel más exacerbado.

«Hacia el mes de noviembre de 1690 concebí el proyecto de componer el diccionario crítico que contendría una colección de los errores que han sido cometidos tanto por los que han hecho diccionarios como por los demás escritores, y que reuniría, bajo cada nombre de persona o ciudad, los errores refe-

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rentes a esa persona o esa ciudad», escribe Bayle en una carta de mayo de 1692. Y así lo hace, en unas tres mil páginas en cuarto publicadas en 1697 en su exilio holandés, sin categorizar según la importancia del error o, incluso, cebándose en lo insignificante porque, al no haber nada en juego, el error histórico surge más claramente como concepto puro, independiente de la materia que lo conforma. Esta pretensión necesita de un soporte sólido: un aparato de erudición rigurosa, que no libre al azar ni la más pequeña cita, ni el dato más banal: se instituye allí una forma «positivista» de trabajar la historia que es tal vez el aporte más interesante de Bayle, una forma de cruzada contra todo aquello que ha sido constantemente falseado por el dogma y la superstición o, simplemente, por la ignorancia.

Cassirer, en su Filosofía de la Ilustración, llega incluso a hablar de «revolución copemicana» de Pierre Bayle, quien preparó las nuevas armas metodológicas que utilizaría la razón ilustrada para liberar la conciencia histórica. Aunque Bayle solicite también en el prólogo a su Diccionario histórico y crítico una cierta actitud del historiador, que debe ser «semejante a un estoico sin patria ni rey ni religión ni familia, habitante del mundo al servicio exclusivo de la verdad». Sería difícil postular que Vol- taire y su escuela historiográfica hayan cumplido con un requisito que habría de esperar un siglo para ver redorados sus blasones.

La Ilustración

Sería difícil, porque los filósofos historiadores de la Ilustración, aun cuando son honestos en su búsqueda de la verdad histórica, la buscan desde un sitio perfectamente determinado: desde el foco de la razón, de esas luces que han de iluminar al géne-

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ro humano, sustrayéndolo de las tinieblas de la ignorancia y la superstición. Pasando por encima del ascetismo y la prescindencia requeridos por Bayle, los historiadores iluminados retoman la función pedagógica y moral que sus predecesores «oscurantistas» habían dado a la historia: «La historia es la filosofía que nos enseña por medio de ejemplos cómo debemos conducirnos en todas las circunstancias de la vida pública y privada; por tanto, debemos enfrentarla con espíritu filosófico», escribía lord Bolingbroke, el amigo británico de Voltaire, en sus Cartas sobre el estudio y uso de la historia (1751), requiriendo ese mismo espíritu que encabeza la Filosofía de la Historia, que empieza diciendo: «Querríais que la historia antigua hubiese sido escrita por filósofos, porque queréis leerla como filósofo. No buscáis sino verdades útiles, y apenas habéis encontrado [...] poco más que inútiles errores.»

Lo que sí, ciertamente, había cambiado era la moraleja: el Medioevo había sido un tiempo sin historia y, en el Renacimiento, la historia funcionaba como el objeto de deseo, el relato de la edad dorada. Pero, para los filósofos de la Ilustración, el de la historia fue otro territorio por conquistar, por arrebatar a los falsarios. Después de Copérnico, Galileo y Kepler, Newton había abierto definitivamente el camino que devolvería a la verdad el terreno de las ciencias físicas y naturales: faltaba reconquistar la historia. «Vivimos en un siglo que ha destruido casi todos los errores de la física. Ya no está permitido hablar de empíreo, ni de los cielos cristalinos, ni de la esfera de fuego en el círculo de la Luna. ¿Por qué se permitirá a Rollin, por otra parte tan estimable, que nos acune con todos los cuentos de Herodoto, que nos dé como una historia verídica un hecho presentado ya por Jenofonte como un cuento?», se pregunta Voltaire en El pirronismo de la Historia. Porque, además, Newton había estableESTUDIO

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cido sobre todo un principio: todo puede ser explicado, todo tiene razones y razón. El principio de inteligibilidad universal es el arma con que parten los filósofos a la conquista de la historia, para hacerla una «ciencia», para hacerla un arma. Porque si todo es pasible de ser explicado queda en principio fuera del campo de la historia razonada lo sobrenatural, lo religioso, lo inexplicable de todos los dogmas.

Así, si algo define y diferencia a la historiografía iluminista, es su afán por inteligir, por descubrir en ,1a concurrencia o sucesión de los hechos de los hombres una concatenación causal interna, alejada de las causas primeras de la teología, que permitiera estructurar un sistema explicativo y —por momentos— ejemplarizador. Es probable que el Ensayo sobre las costumbres... volteriano sea el momento más distintivo de esa corriente. A Voltaire, pues, y a su obra histórica, nos referiremos.

VOLTAIRE HISTORIADOR

Entre una tragedia y un amorío, un cuento filosofía) y un exilio, Voltaire nunca dejó de escribir historia. Sus obras en este campo podrían dividirse en dos grandes grupos: el de los textos teóricos o polémicos, y el de los escritos de historia aplicada.

Entre los primeros, las Observaciones sobre la Historia (1742), las Nuevas consideraciones sobre la Historia (1744), el artículo «Historia» de la Enciclopedia (1756), varios artículos del Diccionario filosófico (1764) y la Defensa de mi tío (1767) son algunos ejemplos. Muchos de estos textos fueron escritos al calor de una circunstancia particular, en un tono altamente polémico, en medio de cuyas ironías y exabruptos se va dibujando una concepción del trabajo del historiador y la función de la historia, a la que se hará referencia en páginas siguientes.

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Entre los segundos, además de la Historia de la guerra de 1741 (1755), la Historia de Rusia (1760) y la Historia del Parlamento de París (1769), destacan tres obras: Historia de Carlos XII, rey de Suecia (1732), El siglo de Luis XIV (1751) y el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones (1753).

La Historia de Carlos XII, rey de Suecia es la primera tentativa histórica de Voltaire. La obra, centrada como su nombre lo indica en una biografía, carece todavía del impulso totalizador, de la búsqueda de una lógica interna de los hechos referidos. Fueter, en su Historia de la historiografía..., la considera tributaria de la historia novelesca, aunque le reconoce diferencias en estilo y composición y, sobre todo, en el establecimiento de una base de información más amplia, que no excluye una cuidadosa información sobre la situación económica de Suecia en el período tratado. La intención del libro es claramente moralizadora: la descripción de las desgraciadas empresas guerreras del rey sueco debería actuar como antídoto contra pretensiones semejantes: «Se ha pensado también que esta lectura podría ser útil a algunos príncipes si por ventura el libro cayera en sus manos: ciertamente, no hay soberano que, al leer la vida de Carlos XII, no deba curarse de la locura de las conquistas», escribe Voltaire en el «Prefacio», definiendo de paso al Príncipe como destinatario privilegiado de sus intentos pedagógicos, todavía.

El siglo de Luis XIV se plantea objetivos mucho más ambiciosos. Sus primeras palabras, tantas veces referidas, lo exponen claramente: «No se pretende solamente en esta vasta obra relatar la vida de Luis XIV, sino algo más importante. Se procura describir para la posteridad no las acciones de un solo hombre, sino el espíritu de los hombres en el siglo más ilustrado que jamás existió.» Fueter califica

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este trabajo como «el primer libro de la Historia moderna». Montana, en Una Historia por escribir, dice que «es el gran libro que debería haber escrito Herodoto, si hubiese sido Tucídides, y viceversa».

Dejando totalmente de lado las reglas cronográ- ficas que primaban en la composición de tratados históricos, Voltaire intenta en El siglo... un cuadro abarcador de la vida de la época: religión, política, artes, ciencias, finanzas, guerra, industria, comercio, personajes significativos tienen su lugar según su concatenamiento intrínseco, independiente muchas veces de la sucesión temporal de los hechos.

El siglo... es el trabajo más riguroso de Voltaire desde el punto de vista de la tarea del historiador. Una década dedicada intermitentemente a la recopilación y procesamiento de todo tipo de documentos —incluyendo manuscritos como las propias memorias del rey, o estados de cuentas de la administración Colbert— avalan un trabajo al que la admiración por el monarca y sus circunstancias no le impide hacerlo objeto de críticas feroces en el terreno religioso, o desposeerlo de sus méritos en favor de alguno de sus ministros.

El Ensayo sobre las costumbres...

El Ensayo sobre tas costumbres... suele considerarse como menos perfecto, desde el punto de vista historiográfico, que la obra precedente. No podía ser menos: es quizás la obra más descabellada, más desmesurada del razonable maestro de la desmesura. La tentativa de aplicar a la historia del mundo el método inaugurado por el siglo tenía por fuerza que adolecer de numerosos fallos: en un momento en que el mundo ni siquiera había completado su configuración —Nueva Zelanda y buena parte de África y Asia eran todavía desconocidas para los europeos

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de la época—, era cuanto menos complicado pretender establecer razonablemente su historia.

Sin embargo, por encima de sus defectos de realización, la tentativa —y algunos de sus logros— sigue siendo fundamental. El establecimiento de una historia del mundo como historia de sus diversas culturas, del «espíritu de las naciones» terminó de cristalizar el giro que la Ilustración estaba dando al sentido de la historia. Barnes, en su Historia de la escritura histórica, la considera «la real fundación de la historia de la civilización, en el sentido moderno del término». Y Voltaire, en las primeras palabras de su prólogo al Ensayo..., dirigidas a su amante Mme. du Chátelet, define con claridad su apuesta: «Queréis por fin vencer el fastidio que os causa la historia moderna, desde la decadencia del imperio romano, y lograr una idea general de las naciones que habitan y desoían la Tierra. No buscáis en esa inmensidad sino aquello que merece que lo conozcáis: el espíritu, las costumbres, los usos de las naciones principales, apoyados por los hechos que es imposible ignorar. El objetivo de este trabajó no está en saber en qué año un príncipe indigno de ser conocido sucedió a un príncipe bárbaro en una nación grosera. Si se pudiera tener la desgracia de meterse en la cabeza la sucesión cronológica de todas las dinastías, no se conocerían sino palabras.»

Al componer el Ensayo..., como en tantas otras ocasiones, Voltaire funcionó por reacción. En ese momento, el gran monumento histórico francés seguía siendo el Discurso de Bossuet. Voltaire escribe contra Bossuet: retoma el hilo de la historia en el lugar en que lo dejó el obispo, en un aparente homenaje, que rinde también a su estilo famoso. Así, el Ensayo... obvia toda la historia antigua, y comienza en el imperio de Carlomagno; pero la aparente continuación se desvía en dos líneas fundamentales: Voltaire no tiene la menor intención,

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como lo hace Bossuet, de limitar su historia al mundo mediterráneo y, menos todavía, de aceptar la providencia como causa primera de todas las cosas.

El Ensayo... empieza narrando la historia de la cultura de la antigua China; de allí pasa a la India, Persia, Arabia, y recién llega a Europa trae un vasto rodeo que, sin embargo, no muestra sus vínculos orgánicos con el relato posterior de la historia europea entre Carlomagno y Luis XIII —completado también con frecuentes retornos a las regiones más alejadas del globo—. Aunque en ningún momento deja de ocuparse de esos «hechos que es imposible ignorar» y da cuenta de los avatares políticos de cada coyuntura, el texto incluye permanentes descripciones y reflexiones sobre las diversas culturas y sociedades: «El Corán y la ley musulmana», «El origen del poder de los Papas», «Usos, gobierno y costumbres en tiempos de Carlomagno», «Ciencias y bellas artes en los siglos xm y xiv», «Impuestos y monedas», son los encabezamientos de algunos capítulos.

La primera versión del Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones apareció en 1753, bajo el título de Abrégé de Vhistoire universelle de- puis Charlemagne jusques á Charles-quint, par Mon- sieur de Voltaire (Jean Neaulme, La Haye). Y, bajo su título y conformación prácticamente definitivos, en la edición Cramer (Genéve, 1769) de las Obras completas. La Filosofía de la Historia, que en esta edición aparecía ya como Discours préliminaire al resto de la obra, había visto la luz como libro independiente en Amsterdam en 1765.

LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

La Filosofía de la Historia (Amsterdam, 1765) fue firmada en su primera edición por un supuesto

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abate Bazin, difunto sacerdote cuyo sobrino daba a la prensa un manuscrito inconcluso aparecido entre sus papeles.

En La defensa de mi típ (1767), opúsculo con el que Voltaire tuvo que defender su Filosofía... de los ataques de Larcher (Supplément á la Philosophie de l’Histoire de feu M. Vabbé Bazin, Amsterdam, 1767), el filósofo, todavía travestido en sobrino, definía a su tío putativo: «Era un profundo teólogo, que fue capellán de una embajada que el emperador Carlos VI envió a Constantinopla tras la paz de Belgrado. El tío conocía perfectamente el griego, el árabe y el copto. Viajó a Egipto y por todo el Oriente, y por fin se estableció en Petersburgo en calidad de intérprete de chino. El gran amor a la verdad no me permite disimular que, pese a su gran piedad, a veces era un poco burlón [...].» Hasta aquí el retrato de un autor imaginado. Voltaire, que nunca ha salido de Europa, que comprende el inglés no sin esfuerzo y se pierde en los vericuetos de más de un hexámetro latino, Voltaire, el comecuras, se pinta a sí mismo como un religioso que ha viajado por el Oriente, traductor de chino y copto. Menos mal que, siquiera, el tío Bazin era un poco burlón.

Pero la impostura duró poco. Cuando Voltaire, revisando su Ensayo... para la edición de Cramer, terminó de convencerse de que debía completarlo con alguna aproximación a la historia de la antigüedad, no encontró mejor solución que recuperar de manos del abate Bazin su Filosofía de la Historia y , tras leves retoques, incluirla como Discurso preliminar a ese texto.

La Filosofía... no era quizás la mejor forma de cubrir ese vasto período de la historia antigua que va desde los orígenes hasta Carlomagno. De hecho, no lo cubre, y su sistema expositivo, bastante laxo, la diferencia claramente del corpus principal del Ensayo... Tras unos primeros capítulos en los que se

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encara de manera general el sustrato material (los cambios del globo, las diferentes razas humanas, la antigüedad del hombre), el texto emprende un recorrido por las diferentes culturas antiguas, de las que da una visión muy sucinta, centrada sobre todo en el problema del surgimiento de la religiosidad y las cuestiones de organización social que de ella se derivan —incluyendo también, pero de forma casi tangencial, asuntos tales como la aparición de la escritura o el proceso de constitución de las comunidades organizadas, y haciendo frecuente referencia al espíritu y la naturaleza humanas como constantes estructurales—.

El estudio de las creencias pacifistas y metempsi- cóticas de la India, la religión de Estado china, los precursores caldeos y persas, los oráculos y misterios griegos, preceden el gran ataque volteriano contra la historia y tradiciones judías, consideradas en su papel de fundadoras del canon dogmático cristiano. Desde el punto de vista de la información y reflexión históricas, la Filosofía puede no justificar su inclusión como introducción al Ensayo...; es probable que sí lo haga desde el punto de vista de su operatividad y eficacia como arma Contra el oscurantismo de la «Infame». Ya que los orígenes de los pueblos, tan teñidos de leyenda y mito, eran el fundamento sobre el que se asentaba toda la superstición de la época, Voltaire no podía atacarla sin intentar minar sus bases, sus cimientos. Pero la Filosofía..., aun dentro de lo que tiene de panfleto, ofrece innumerables datos sobre el estado de la cuestión religiosa en pleno Siglo de las Luces y, fundamentalmente, sobre la formación de una idea de la historia y la naturaleza humanas que marcaría decisivamente su centuria.

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La «filosofía de la historia»

La expresión «filosofía de la historia» no parece haber sido utilizada —de forma deliberada y repetida— antes de la publicación del texto de Voltaire. La conjunción resultó afortunada. Sin embargo, en la pluma de Voltaire, poco tenía que ver con el sentido que darían pocos años más tarde a la Philoso- phie der Geschichte Herder (Hacia una Filosofía de la Historia, 1774), Kant (Idea de una Historia universal, 1784), Fichte (Características de la edad presente, 1806), Schlegel (La Filosofía de la Historia, 1828) y, sobre todo, Hegel (Filosofía de la Historia, 1837).

Para Voltaire —y sus discípulos, como Condor- cet— la noción y la expresión tenían un significado mucho más concreto, un alcance mucho más restringido que el que podrían darle —en sus diversas vertientes— los pensadores alemanes. Hacer «filosofía de la historia» consistía para él en considerar la historia «en filósofo», oponer las luces de la razón humana a las supersticiones y prejuicios del oscurantismo y adoptar una actitud crítica y escéptica con respecto a la religión y las verdades establecidas, una actitud «científica»: «Este sentimiento razonable puede ser adoptado hasta que se encuentre uno más razonable aún», escribe Voltaire en la página 153 de la Filosofía..., al refutar una supuesta coexistencia de los imperios sirio, asirio y caldeo.

En su mínima expresión, Voltaire sintetizó esta actitud al definir su concepto de historia: «Historia es la relación de los hechos que se consideran verdaderos, así como fábula es la relación de los hechos que se tienen por falsos» (Diccionario filosófico, art. «Historia»). La definición, por supuesto, no se limita a semejante escasez. En próximos apartados intentaremos ver qué otros elementos componen la filosofía de la historia de la Filosofía de la Historia.

ESTUDIO PRELIMINAR XXV

De todas formas, la definición, por parca que sea, condiciona al menos la forma de trabajo, la actitud historiográfica de Voltaire.

EL MÉTODO HISTORIOGRÁFICO

Si El siglo de Luis XIV fue el trabajo en que la metodología volteriana fue más ortodoxamente histórica, para cuya composición reunió abundante material de primera mano, además de una gran documentación impresa, para el Ensayo..., en cambio, la lejanía y amplitud del tema lo obligaron a recurrir a compilaciones, cronologías, historias, material ya elaborado. Lo mismo ocurrió con la Filosofía de la Historia.

(Voltaire no era un «investigador». Los filósofos, en general, de la Ilustración, no eran investigadores. El saber era para ellos más un medio que un fin, y debían saber demasiadas cosas, conocer demasiados terrenos como para permitirse el lujo de los monjes benedictinos. En muchos sentidos, el filósofo iluminista es más un publicista que un arqueólogo, más un propagador que un buscador. La gran obra de la Ilustración es La Enciclopedia: allí, el filósofo centra su intervención en proporcionar a los saberes ya acumulados —fundamentalmente en los dos siglos precedentes—, o en vías de surgimiento, una articulación nueva, diferente.)

Sin embargo, pese a no trabajar con material de primera mano, se sabe por cartas y otros escritos que Voltaire se preocupó de verificar sus fuentes todo lo que su tiempo y lugar le permitían. En su búsqueda de información acudió a muchas de las grandes bibliotecas —fundamentalmente principescas o eclesiásticas— de Francia, Alemania y Bélgica: entre ellas, las de más de un convento benedictino o colegio jesuítico.

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Así, en la Filosofía..., Voltaire basa la mayor parte de sus datos en citas comprobables: muchas de ellas remiten a historiadores (paganos, en su mayoría) de la antigüedad; otras, a viajeros y eruditos que le son más o menos contemporáneos. La legitimación, la protección de la cita es necesaria para internarse en terrenos comprometidos. Lo cual no impide que, en varias ocasiones, la cita esté falseada, la atribución equivocada, como cuando atribuye a Josefo o al Antiguo Testamento palabras que allí no se encuentran, o al Éxodo una referencia del Génesis, o cuando retuerce con bastante saña párrafos bíblicos o equivoca una cita latina. Apresuramiento o mala fe, es imposible dar una respuesta que no sería sino subjetiva, y revisable en cada uno de los casos; la mayor parte de estas confusiones aparecen, de todas maneras, anotadas en el texto de esta edición.

René Pomeau, en su excelente edición del Ensayo... (París, 1963), ha estudiado meticulosamente el problema de las citas: en la Filosofía... hay 176 citas, de las cuales 146 son correctas, 20 parcialmente incorrectas, 5 falsas, 3 «retocadas» y otras 2 no han sido identificadas. El promedio, finalmente, no alcanza como para condenar a Voltaire por falta de escrúpulos.

En contadas oportunidades, Voltaire utiliza información de primera mano, proveniente de observaciones y experiencias personales. Esto lo lleva por momentos a extremos risibles, como cuando, discutiendo los orígenes de la circuncisión, rechaza que se deban a la excesiva longitud del prepucio de los pueblos semitas: «Si se puede juzgar a una nación por un individuo, yo he visto a un joven etíope que, nacido lejos de su patria, no había sido circuncidado: puedo asegurar que su prepucio era precisamente como los nuestros» (Filosofía..., p. 114). El conocimiento directo no es siempre suficiente, en la meESTUDIO

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dida en que la observación es un proceso ideologiza- do de adecuación de lo percibido a las expectativas de percepción. Por eso Voltaire puede constatar, al ver a unos albinos, que se trata de una raza diferente de las demás, que «tiene otra cabellera, otros ojos, otras orejas; y sólo tiene del hombre la estatura del cuerpo, junto con la facultad de la palabra y del pensamiento en un grado muy alejado del nuestro. Así son los que yo he visto y examinado» (p. 8).

En realidad, los errores más notorios no provienen de una utilización ligera de las fuentes, sino del empleo de la verosimilitud como criterio básico de juicio. Voltaire razona por verosimilitud, y la verosimilitud —en el mismo sentido que la observación, pero de forma mucho más descamada— es una operación de la razón que consiste en asimilar un dato a aquello que se considera normal, integrarlo dentro del campo de lo probable, según ciertos esquemas de la doxa: de lo que Voltaire llamaría lo natural, el orden natural de las cosas.

Pero la verosimilitud, por su propio anclaje en sus condiciones culturales, suele equivocarse. «El orden natural de las cosas parece, pues, demostrar invenciblemente que Egipto fue una de las últimas tierras habitadas», dice Voltaire (p. 100): un ejemplo entre muchos otros. Se equivoca cuando supone la antigüedad desmesurada de los caldeos, la existencia de unos cafres casi marsupiales, o la longevidad de los ancestros. Los errores del trabajo histórico volteriano son los que crean la distancia que se instaura entre nosotros y un discurso que nos resulta cercano en sus reflexiones e inflexiones, pero no en la imagen que presenta de su mundo, y del mundo antiguo sobre todo. (Es curioso intentar ver dónde estamos con respecto a alguien que escribe en un lenguaje que nos resulta tan próximo en un momento en que los jeroglíficos no se habían descifrado y la historia egipcia aún no había nacido, por ejemplo.)

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Y, con respecto a su propio mundo, impresiona la cantidad de «no dichos» que, fundamentalmente en el terreno religioso, deoía dejar librados a la complicidad del lector con los guiños que su ironía se empeñaba en prodigar.

Entre las opciones historiográficas de Voltaire • que lo acercan a nosotros están, entre otras, la utilización incipiente de la demografía, cuando critica los cálculos del jesuíta Petau acerca del crecimiento del pueblo de Israel en tiempos de Moisés basándose en los registros parroquiales de «nuestras mayores ciudades» (p. 120). La extrapolación estadística es una forma más sofisticada de la verosimilitud.

O el empleo de la crítica filológica para determinar que el alfabeto debía de ser fenicio, puesto que su nombre lo era (p. 166, n. 1), o que el mito de Adán y Eva debía de tener alguna relación con la antigua religión hindú, porque los Vedas hablan de un primer hombre llamado Adimo, y una primera mujer llamada Procriti, que significa «la vida», lo mismo que Eva «entre los fenicios y entre sus imitadores los hebreos» (p. 191), o en varios otros casos.

O en el uso prudente del «casi» como moderador de afirmaciones absolutas: casi no hay en todo el texto un «todo» que no llegue escoltado por su «casi»; la duda, ahora, se ha puesto contra el dogma.

Y, fundamentalmente, lo ya apuntado: su avidez por desentrañar la historia de la formación de la cultura y de la creencia en las primeras sociedades, unida a su incredulidad, su espíritu crítico, su rechazo tajante de las verdades canonizadas.

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