Gamiani, dos noches de pasión, de Alfred de Musset es considerada como
«obra de un pornógrafo talentoso», admirada como «obra maestra de la literatura
erótica». Incluso se dijo en su tiempo que «sobrepasa la monstruosidad del Marqués
de Sade en paroxismo erótico». Alfred de Musset logra en Gamiani la unión de contrarios: Eros, Lesbos, Safo, Tánatos, en una
mezcla salvaje de erotismo y destrucción. La fuerte sensualidad de la obra
tiene mucho que ver con los poemas eróticos de Alfred de Musset —entre lo más
elevado de la literatura libertina del siglo XIX— e incita al lector a pasar la
página con avidez, buscando una nueva perversión sexual, mayor aún que las
anteriores. ¿Hasta dónde pueden llegar los excesos entre un hombre y dos
mujeres en dos noches de desenfreno? Gamiani,
según algunas fuentes, no fue escrita para ser publicada, sino para disfrutar
de su lectura en una reunión de amigos que celebraba en un café. Alfred de
Musset aseguró que él escribiría una obra dotada del erotismo y de la
perversión de los textos de Aretino, Marcial y del Marqués de Sade, sin usar
términos malsonantes al modo de Rabelais o Brântome. En la terminología de los
personajes, se mezclan cielo e infierno, placer y dolor, amor y bestialismo. Si
hay algún modo de gozar que la mente más perversa pueda haber imaginado, lo
encontrará en Gamiani. «Morirás, pero
de placer», dice la experta condesa Gamiani a la jovencísima Fanny. Tal frase
parece ser una caricatura rápida y hábil de la vida del propio de Musset. El
presunto exhibicionismo de Alfred de Musset llega a sus más claras muestras en Gamiani, cuando el amante contempla
extasiado a su amada entregándose a otra mujer, sobrepasando cualquier límite
aceptable por una conciencia burguesa.
Alfred de Musset
Gamiani
(Ilustrado)
Dos noches de pasión
NOTA
PRELIMINAR
Esta
novela de Musset es una obra de arte, y al mismo tiempo un libro de pesadilla y
de tormento: libro de vicio, de carne y sangre, de orgías locas, nacido en un
sueño de ajenjo del borracho magnífico y glorioso. Nunca se había publicado
hasta ahora con su nombre entre la serie de sus obras completas, como si tales
páginas de fuego fuesen un crimen torpe e inconfesable. Pero, según acaece a
los hijos clandestinos engendrados con besos delirantes en los espasmos de un
amor frenético y prohibido, jamás el genio del Alfredo de Musset parió obra más
hermosa.
La
condesa Gamiani es la perversidad hecha mujer. Nada tan sugestivo y tan
punzante como la libertina historia de esta insaciable gozadora de amor,
siempre sedienta de un placer raro y nuevo, siempre buscando ¡más!, ¡más!,
¡más!, bajo las potentes caricias varoniles, y contra el dulce pecho tembloroso
de otra anhelante y bella compañera, y aun entre las peludas patas de las
bestias. Cuentos de risa, gritos de angustia, besos ardientes de pasión sáfica
y sádica llenan el libro desde el principio al fin. ¡Cuánto libertinaje
encerrado en sus páginas, pero con qué arte, con qué calor de humanidad, con
qué esplendor supremo en la pintura, con qué poder soberano en la forma, tersa,
impecable, elocuente y magnífica!
No
se escribió Gamiani para ser
publicado. Según narra un bibliófilo, su concepción surgió de la gárrula charla
de un cenáculo literario y jovial de buenos camaradas.
Fue
en el París romántico y revuelto de los días que siguieron a la revolución de
1830. Alfredo de Musset y nueve amigos suyos, estudiantes y poetas, todos
henchidos de un juvenil amor al arte y a la vida, solían reunirse a diario en
jocunda asamblea en uno de los más mundanos cafés del Palais-Royal. Una noche,
después de una comida alegre, en que se habían alzado a Baco por docenas los
sacrificios de las libaciones y en que se pensaba a la par en Venus y en Apolo,
surgió el tema del erotismo en la literatura.
Vasta
era la materia. Desde Dafnis y Cloe
del Aretino, desde los Epigramas de
Marcial hasta el Marqués de Sade, todo fue recordado, glosado y criticado con
un carnal y docto regocijo. Y comentado la extremada licencia de lenguaje con
que un Rabelais o un Brantôme o un Beroaldo de Verville, los clásicos abuelos
del buen humor francés, trataban sus asuntos placenteros, alguien llegó a decir
que era imposible escribir un buen libro —novela o poema erótico— de delirante
exaltación sensual, sin el empleo de imágenes groseras y de inevitables
vocablos malsonantes.
Musset
oía y callaba, con el vaso en la mano. De pronto habló, como si despertara de
su ensueño de alcohol:
—Yo
os digo que se puede hacer una obra de buen gusto, una obra de arte, sobre los
arrebatos más abyectos, o tal vez más divinos, del amor. Yo soy capaz de
hacerla. Dentro de tres días la traeré, si queréis oírla.
Y
a los tres días Alfredo de Musset llevó escrito Gamiani.
Cada
uno de los mozos que formaban el literario cónclave quiso tener una copia del
libro, y la indiscreción de uno de ellos, admirador ferviente del autor,
permitió a un editor belga darlo al público en 1833.
Antes
de la presente traducción que se reparte ahora en el discreto y reducido
círculo de mis amigos, estaba ya Gamiani,
no precisamente vertido al español, sino a un lenguaje que lo parecía a veces.
Es un libraco infecto, soez mercancía pornográfica y sucia, que tiene hasta el
ludibrio de cinco inmundas láminas sin relación ninguna con el texto, y en que
un vil e ignaro delincuente anónimo profanó el genio de Musset y el habla
castellana, quitando a la obra precisamente el cendal de la forma que cubre su
crudeza con las magnificiencias del estilo, y dando una versión absurda,
antisintáxica, mermada y macarrónica que, cuando, por desgracia, es
comprensible, parece un cuento verde puesto en los jayanescos labios de un mozo
de cortijo.
De
las luces del vertedor os dará idea un detalle. Dice, en la página 16 de su
engendro: «Juró como un templario».
Y
se le ocurre hacer esta llamada: «Habitante del Temple, barrio de Paría». Según
veis, esta de hoy, aun torpe como mía, es la primera traducción del libro.
Para
preámbulo de él, como corona de laurel glorioso, se pone una bellísima
semblanza de Alfredo de Musset, un responso magnífico que entonó hace años
Alejandro Sawa, el gran bohemio poeta, tan semejante por su talento y por sus
extravíos al autor galo.
Y
también se inserta un fragmento de las Memorias
de Celeste Mogador, que en casi todas las modernas ediciones precede a esta
novela. Es un odioso y desolado cuadro de lupanar, por donde pasa la sombra
trágica del Musset decadente, cruel, perdido, agotado… En él se pinta la
decrepitud, no sólo de su cuerpo, tronchado por el sino en plena fuerza y plena
juventud, sino también de su alma, y se ven las negruras del ocaso de su
radiante espíritu.
ALFRED
DE MUSSET
En
estos días rientes de la maga Primavera, todos los enamorados en París, dos a
dos (¡oh, inefable y cándido misterio!) ofrendan a Musset flores y preces,
flores de los jardines y preces del corazón, cálidas como epitalamios. Murió,
en efecto, un día de mayo de hace cincuenta y un años. «Yo soy el poeta de la
juventud —decía—. Debo morir en la primavera». Y al extinguirse, las musas y
las mujeres lloraron como en los días en que, con Pan, se fueron los postreros
dioses de la tierra.
Tengo
el modelo ante los ojos de mi deslumbrada memoria: un gran Musset, en los
tiempos heroicos de su adolescencia, recostado sobre un diván (yo no puedo
concebir de pie y erguido a ese poeta) y envuelto en la túnica de Manfredo;
pero no acude a mi imaginación, con la generosidad de otras veces, el sentido
lineal y cromático de la figura que me propongo dejar estampada aquí, y eso me
desespera, porque Musset es una de las más evidentes figuras de mi museo
interior…
Yo
lo veo moralmente con dos caras, bicéfalo, como un monstruo asiático: la cara
plácida e iluminada por un sol de Atenas, de los días buenos, y luego, en los
días malos, en los días de niebla y alcohol, la cara fatal de un maldecido que
purgara en la tierra crímenes que, por lo horrendos, no pudieran decirse.
Hay
el Musset adolescente y el Musset de la decadencia. El primero, que fue un
creador divino del que Saint-Beuve pudo decir: «Nadie, al primer golpe de
vista, producía como él la impresión del genio adolescente», vivió sólo diez
años; todas sus obras líricas y dramáticas las levantó antes de los veintisiete
años. El segundo, que fue un destructor satánico, vivió diecisiete. Y a mí se
me antoja más interesante el Musset de la derrota que el del triunfo, porque
siempre he creído a Lucifer más propio de la oda que al ángel bueno que guarda
la entrada del Paraíso.
Con
un joven dios ha sido frecuentemente comparado. Y yo añadiría que con un joven
dios de las viejas teogonías nordiales. Era un efebo rubio, azul y blanco: en
jaspe, oro, y mármoles policromos para el basamento, debería ser tallada su
estatua. Jorge Sand, su inmortal amada, lo conoció así, en aquel esplendor. Su
amor, obra fue de deslumbramiento. Quedó cegada ante aquel magnífico ejemplar
de la gracia cuando se transforma en criatura mortal. Y, herida de muerte,
sangró lágrimas toda su vida.
Es
curiosa la correspondencia en que la autora de Elle et Lui platica con Saint-Beuve de aquellos sus amores. Hay una
carta, la primera de la serie, que alumbra con luz intensa una de las más
lóbregas emboscadas del destino, que yo sepa. Concluye así: «Después de haberlo
meditado, pienso que será mejor que no conduzcáis a casa a Alfredo de Musset
para presentármelo. Es demasiado dandy
para mis gustos, y creo que no llegaríamos a entendernos nunca. Más que interés
es mera curiosidad lo que me inspira». (Marzo de 1833). ¿Coquetería, quizá, de
hembra que huye por el solo gusto de ser alcanzada?
Pero
el mal azar quiso (¿y por qué no el índice bueno del destino, puesto que a ese
momento inicial debemos La noche de
octubre, entre otras composiciones soberanas?) que se encontraran algún
tiempo después en una comida de la Rue des Deux Mondes, y al día siguiente
Jorge Sand escribe a Saint-Beuve, su misericordioso confesor, anunciándole sin
ambages que es querida de Musset y que puede decirlo así a todo el mundo.
Estos
amores de Musset quemaron y agotaron toda su sensibilidad moral y artística. En
la historia de la mayor parte de los hombres el amor es sólo una anécdota; pero
aquí es una vida: una vida de pie y entera, una vida en toda su extensión,
porque Musset sólo fue hombre y poeta mientras amó; luego el cuidado supo
asistir a los propios funerales de su genio. Un día las gacetas de París
anunciaron que Jorge Sand y Alfredo de Musset habían ido a pasar una temporada
en Italia; otro, poco tiempo después, que el poeta se encontraba enfermo y
agonizante en Venecia; luego, que Musset había regresado solo y viudo, en plena
vida de la mujer que había asociado su destino. Y se hizo la noche, desde el
momento aquel, en la vida del mísero, una triste y larga noche, sólo alumbrada
por las livideces como espectrales del alcohol ardiendo en el fondo de las
poncheras, las noches en que Baco el velloso recibía triste consagración, como
en los días idos de la Grecia agonizante.
Como
en las obras de enredo, el drama de Venecia tuvo más de dos personas: un doctor
Pagello, ante cuya armazón física no se mostró esquiva, a lo que parece, Jorge
Sand, representó en él una acción preponderante.
De
Pagello es esta frase monstruosa, que he visto impresa al pie de una carta
dirigida a Jorge Sand: Il nostro amore
per Alfredo.
Pero
Musset estaba cansado de aquellos amores de fiera desleal: su ilusión había
quedado en Venecia tumbada en el fango, con las alas tronchadas.
Y
no consintió ya nunca jamás abrirle las puertas de su corazón, frío y hórrido
como una fosa abandonada, a la enamorada pecadora.
Fue
en vano que llamara, que implorara, que rugiera, que amenazara. Musset estaba
cansado y desangrado.
Ella
le escribió: «No me ames, puesto que dices que no puedes; pero acéptame a tu
lado y luego golpéame si quieres: todo lo prefiero a tu indiferencia». Y
encarándose con Dios mismo, le decía: «¡Ah, devolvedme mi amante, y yo me
tornaré devota y yo desgastaré con mis rodillas las losas de las iglesias!»
Llegó
a más: uniendo el gesto a la palabra, se cortó un día la magnífica cabellera,
que era el más lúcido prestigio de su belleza, y se la envió a Musset, como
ofrenda bárbara a un Dios implacable y cruel; otra vez la encontraron tendida
ante la puerta del ídolo como una muerta; atravesada en el umbral como un perro
que aguarda a su amo.
No
pudo ser. Y de allí en adelante la vida de Musset no fue sino una monótona
exposición de horrores: luego vino la impotencia de escribir, cuya causa no le
era desconocida, pero contra la que no podía reaccionar. Como asistía al
desastre de su ser día por día, hora por hora, es seguro que vivió embrujado
por la tentación del suicidio todo lo largo de su postrero trayecto mortal. El
demonio del alcohol había hecho presa en sus entrañas y ya no lo soltó hasta su
muerte. Vivía aislado, roído de tedio. Y llegó a no figurar en el movimiento
literario de su país, como si efectivamente hubiera muerto.
Heine
dijo: «Musset es tan ignorado por la mayoría de Francia como podría serlo un
poeta chino». Sus breves amores con la Malibran parecieron reanimarlo
momentáneamente; pero cayó de nuevo en más hondas y definitivas desesperanzas.
El
glorioso efebo que Jorge Sand había amado, y que Grecia hubiera ungido de
flores, se trocó en un hombre frío y altanero y, fuerza es decirlo, antipático:
él mismo lo reconoce en carta dirigida a uno de sus escasos amigos de la última
etapa: «Me he mirado por dentro y por fuera, y me pregunto si bajo este exterior
rígido, mal encarado e impertinente, poco simpático, en fin, no hubo
primitivamente un hombre de pasión y de entusiasmo, un hombre a la manera de
Rousseau».
Alfredo
de Musset murió definitivamente el 1 de mayo de 1857; murió diciendo: «¡Dormir,
quiero dormir!»
Bueno
es dejar estampada aquí la suprema ironía de que al día siguiente sólo
veintisiete personas asistieron al sepelio. Y pienso y, al evocar este recuerdo
y el de Poe y el de Baudelaire (sagrado tríptico), que de entonces acá todas
las apoteosis mortuorias son injustas y sacrílegas. Verdad es también que no se
celebran funerales en nuestra baja tierra cuando alguna estrella deja de arder
en el firmamento…
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