miércoles, 23 de agosto de 2023

Gamiani, dos noches de pasión, de Alfred de Musset FRAGMENTO

 

 




Gamiani, dos noches de pasión, de Alfred de Musset es considerada como «obra de un pornógrafo talentoso», admirada como «obra maestra de la literatura erótica». Incluso se dijo en su tiempo que «sobrepasa la monstruosidad del Marqués de Sade en paroxismo erótico». Alfred de Musset logra en Gamiani la unión de contrarios: Eros, Lesbos, Safo, Tánatos, en una mezcla salvaje de erotismo y destrucción. La fuerte sensualidad de la obra tiene mucho que ver con los poemas eróticos de Alfred de Musset —entre lo más elevado de la literatura libertina del siglo XIX— e incita al lector a pasar la página con avidez, buscando una nueva perversión sexual, mayor aún que las anteriores. ¿Hasta dónde pueden llegar los excesos entre un hombre y dos mujeres en dos noches de desenfreno? Gamiani, según algunas fuentes, no fue escrita para ser publicada, sino para disfrutar de su lectura en una reunión de amigos que celebraba en un café. Alfred de Musset aseguró que él escribiría una obra dotada del erotismo y de la perversión de los textos de Aretino, Marcial y del Marqués de Sade, sin usar términos malsonantes al modo de Rabelais o Brântome. En la terminología de los personajes, se mezclan cielo e infierno, placer y dolor, amor y bestialismo. Si hay algún modo de gozar que la mente más perversa pueda haber imaginado, lo encontrará en Gamiani. «Morirás, pero de placer», dice la experta condesa Gamiani a la jovencísima Fanny. Tal frase parece ser una caricatura rápida y hábil de la vida del propio de Musset. El presunto exhibicionismo de Alfred de Musset llega a sus más claras muestras en Gamiani, cuando el amante contempla extasiado a su amada entregándose a otra mujer, sobrepasando cualquier límite aceptable por una conciencia burguesa.

 


 

Alfred de Musset

Gamiani

(Ilustrado)

Dos noches de pasión

 

 

 


 

 NOTA PRELIMINAR

Esta novela de Musset es una obra de arte, y al mismo tiempo un libro de pesadilla y de tormento: libro de vicio, de carne y sangre, de orgías locas, nacido en un sueño de ajenjo del borracho magnífico y glorioso. Nunca se había publicado hasta ahora con su nombre entre la serie de sus obras completas, como si tales páginas de fuego fuesen un crimen torpe e inconfesable. Pero, según acaece a los hijos clandestinos engendrados con besos delirantes en los espasmos de un amor frenético y prohibido, jamás el genio del Alfredo de Musset parió obra más hermosa.

La condesa Gamiani es la perversidad hecha mujer. Nada tan sugestivo y tan punzante como la libertina historia de esta insaciable gozadora de amor, siempre sedienta de un placer raro y nuevo, siempre buscando ¡más!, ¡más!, ¡más!, bajo las potentes caricias varoniles, y contra el dulce pecho tembloroso de otra anhelante y bella compañera, y aun entre las peludas patas de las bestias. Cuentos de risa, gritos de angustia, besos ardientes de pasión sáfica y sádica llenan el libro desde el principio al fin. ¡Cuánto libertinaje encerrado en sus páginas, pero con qué arte, con qué calor de humanidad, con qué esplendor supremo en la pintura, con qué poder soberano en la forma, tersa, impecable, elocuente y magnífica!

No se escribió Gamiani para ser publicado. Según narra un bibliófilo, su concepción surgió de la gárrula charla de un cenáculo literario y jovial de buenos camaradas.

Fue en el París romántico y revuelto de los días que siguieron a la revolución de 1830. Alfredo de Musset y nueve amigos suyos, estudiantes y poetas, todos henchidos de un juvenil amor al arte y a la vida, solían reunirse a diario en jocunda asamblea en uno de los más mundanos cafés del Palais-Royal. Una noche, después de una comida alegre, en que se habían alzado a Baco por docenas los sacrificios de las libaciones y en que se pensaba a la par en Venus y en Apolo, surgió el tema del erotismo en la literatura.

Vasta era la materia. Desde Dafnis y Cloe del Aretino, desde los Epigramas de Marcial hasta el Marqués de Sade, todo fue recordado, glosado y criticado con un carnal y docto regocijo. Y comentado la extremada licencia de lenguaje con que un Rabelais o un Brantôme o un Beroaldo de Verville, los clásicos abuelos del buen humor francés, trataban sus asuntos placenteros, alguien llegó a decir que era imposible escribir un buen libro —novela o poema erótico— de delirante exaltación sensual, sin el empleo de imágenes groseras y de inevitables vocablos malsonantes.

Musset oía y callaba, con el vaso en la mano. De pronto habló, como si despertara de su ensueño de alcohol:

—Yo os digo que se puede hacer una obra de buen gusto, una obra de arte, sobre los arrebatos más abyectos, o tal vez más divinos, del amor. Yo soy capaz de hacerla. Dentro de tres días la traeré, si queréis oírla.

Y a los tres días Alfredo de Musset llevó escrito Gamiani.

Cada uno de los mozos que formaban el literario cónclave quiso tener una copia del libro, y la indiscreción de uno de ellos, admirador ferviente del autor, permitió a un editor belga darlo al público en 1833.

Antes de la presente traducción que se reparte ahora en el discreto y reducido círculo de mis amigos, estaba ya Gamiani, no precisamente vertido al español, sino a un lenguaje que lo parecía a veces. Es un libraco infecto, soez mercancía pornográfica y sucia, que tiene hasta el ludibrio de cinco inmundas láminas sin relación ninguna con el texto, y en que un vil e ignaro delincuente anónimo profanó el genio de Musset y el habla castellana, quitando a la obra precisamente el cendal de la forma que cubre su crudeza con las magnificiencias del estilo, y dando una versión absurda, antisintáxica, mermada y macarrónica que, cuando, por desgracia, es comprensible, parece un cuento verde puesto en los jayanescos labios de un mozo de cortijo.

De las luces del vertedor os dará idea un detalle. Dice, en la página 16 de su engendro: «Juró como un templario».

Y se le ocurre hacer esta llamada: «Habitante del Temple, barrio de Paría». Según veis, esta de hoy, aun torpe como mía, es la primera traducción del libro.

Para preámbulo de él, como corona de laurel glorioso, se pone una bellísima semblanza de Alfredo de Musset, un responso magnífico que entonó hace años Alejandro Sawa, el gran bohemio poeta, tan semejante por su talento y por sus extravíos al autor galo.

Y también se inserta un fragmento de las Memorias de Celeste Mogador, que en casi todas las modernas ediciones precede a esta novela. Es un odioso y desolado cuadro de lupanar, por donde pasa la sombra trágica del Musset decadente, cruel, perdido, agotado… En él se pinta la decrepitud, no sólo de su cuerpo, tronchado por el sino en plena fuerza y plena juventud, sino también de su alma, y se ven las negruras del ocaso de su radiante espíritu.


 ALFRED DE MUSSET

En estos días rientes de la maga Primavera, todos los enamorados en París, dos a dos (¡oh, inefable y cándido misterio!) ofrendan a Musset flores y preces, flores de los jardines y preces del corazón, cálidas como epitalamios. Murió, en efecto, un día de mayo de hace cincuenta y un años. «Yo soy el poeta de la juventud —decía—. Debo morir en la primavera». Y al extinguirse, las musas y las mujeres lloraron como en los días en que, con Pan, se fueron los postreros dioses de la tierra.

Tengo el modelo ante los ojos de mi deslumbrada memoria: un gran Musset, en los tiempos heroicos de su adolescencia, recostado sobre un diván (yo no puedo concebir de pie y erguido a ese poeta) y envuelto en la túnica de Manfredo; pero no acude a mi imaginación, con la generosidad de otras veces, el sentido lineal y cromático de la figura que me propongo dejar estampada aquí, y eso me desespera, porque Musset es una de las más evidentes figuras de mi museo interior…

Yo lo veo moralmente con dos caras, bicéfalo, como un monstruo asiático: la cara plácida e iluminada por un sol de Atenas, de los días buenos, y luego, en los días malos, en los días de niebla y alcohol, la cara fatal de un maldecido que purgara en la tierra crímenes que, por lo horrendos, no pudieran decirse.

Hay el Musset adolescente y el Musset de la decadencia. El primero, que fue un creador divino del que Saint-Beuve pudo decir: «Nadie, al primer golpe de vista, producía como él la impresión del genio adolescente», vivió sólo diez años; todas sus obras líricas y dramáticas las levantó antes de los veintisiete años. El segundo, que fue un destructor satánico, vivió diecisiete. Y a mí se me antoja más interesante el Musset de la derrota que el del triunfo, porque siempre he creído a Lucifer más propio de la oda que al ángel bueno que guarda la entrada del Paraíso.

Con un joven dios ha sido frecuentemente comparado. Y yo añadiría que con un joven dios de las viejas teogonías nordiales. Era un efebo rubio, azul y blanco: en jaspe, oro, y mármoles policromos para el basamento, debería ser tallada su estatua. Jorge Sand, su inmortal amada, lo conoció así, en aquel esplendor. Su amor, obra fue de deslumbramiento. Quedó cegada ante aquel magnífico ejemplar de la gracia cuando se transforma en criatura mortal. Y, herida de muerte, sangró lágrimas toda su vida.

Es curiosa la correspondencia en que la autora de Elle et Lui platica con Saint-Beuve de aquellos sus amores. Hay una carta, la primera de la serie, que alumbra con luz intensa una de las más lóbregas emboscadas del destino, que yo sepa. Concluye así: «Después de haberlo meditado, pienso que será mejor que no conduzcáis a casa a Alfredo de Musset para presentármelo. Es demasiado dandy para mis gustos, y creo que no llegaríamos a entendernos nunca. Más que interés es mera curiosidad lo que me inspira». (Marzo de 1833). ¿Coquetería, quizá, de hembra que huye por el solo gusto de ser alcanzada?

Pero el mal azar quiso (¿y por qué no el índice bueno del destino, puesto que a ese momento inicial debemos La noche de octubre, entre otras composiciones soberanas?) que se encontraran algún tiempo después en una comida de la Rue des Deux Mondes, y al día siguiente Jorge Sand escribe a Saint-Beuve, su misericordioso confesor, anunciándole sin ambages que es querida de Musset y que puede decirlo así a todo el mundo.

Estos amores de Musset quemaron y agotaron toda su sensibilidad moral y artística. En la historia de la mayor parte de los hombres el amor es sólo una anécdota; pero aquí es una vida: una vida de pie y entera, una vida en toda su extensión, porque Musset sólo fue hombre y poeta mientras amó; luego el cuidado supo asistir a los propios funerales de su genio. Un día las gacetas de París anunciaron que Jorge Sand y Alfredo de Musset habían ido a pasar una temporada en Italia; otro, poco tiempo después, que el poeta se encontraba enfermo y agonizante en Venecia; luego, que Musset había regresado solo y viudo, en plena vida de la mujer que había asociado su destino. Y se hizo la noche, desde el momento aquel, en la vida del mísero, una triste y larga noche, sólo alumbrada por las livideces como espectrales del alcohol ardiendo en el fondo de las poncheras, las noches en que Baco el velloso recibía triste consagración, como en los días idos de la Grecia agonizante.

Como en las obras de enredo, el drama de Venecia tuvo más de dos personas: un doctor Pagello, ante cuya armazón física no se mostró esquiva, a lo que parece, Jorge Sand, representó en él una acción preponderante.

De Pagello es esta frase monstruosa, que he visto impresa al pie de una carta dirigida a Jorge Sand: Il nostro amore per Alfredo.

Pero Musset estaba cansado de aquellos amores de fiera desleal: su ilusión había quedado en Venecia tumbada en el fango, con las alas tronchadas.

Y no consintió ya nunca jamás abrirle las puertas de su corazón, frío y hórrido como una fosa abandonada, a la enamorada pecadora.

Fue en vano que llamara, que implorara, que rugiera, que amenazara. Musset estaba cansado y desangrado.

Ella le escribió: «No me ames, puesto que dices que no puedes; pero acéptame a tu lado y luego golpéame si quieres: todo lo prefiero a tu indiferencia». Y encarándose con Dios mismo, le decía: «¡Ah, devolvedme mi amante, y yo me tornaré devota y yo desgastaré con mis rodillas las losas de las iglesias!»

Llegó a más: uniendo el gesto a la palabra, se cortó un día la magnífica cabellera, que era el más lúcido prestigio de su belleza, y se la envió a Musset, como ofrenda bárbara a un Dios implacable y cruel; otra vez la encontraron tendida ante la puerta del ídolo como una muerta; atravesada en el umbral como un perro que aguarda a su amo.

No pudo ser. Y de allí en adelante la vida de Musset no fue sino una monótona exposición de horrores: luego vino la impotencia de escribir, cuya causa no le era desconocida, pero contra la que no podía reaccionar. Como asistía al desastre de su ser día por día, hora por hora, es seguro que vivió embrujado por la tentación del suicidio todo lo largo de su postrero trayecto mortal. El demonio del alcohol había hecho presa en sus entrañas y ya no lo soltó hasta su muerte. Vivía aislado, roído de tedio. Y llegó a no figurar en el movimiento literario de su país, como si efectivamente hubiera muerto.

Heine dijo: «Musset es tan ignorado por la mayoría de Francia como podría serlo un poeta chino». Sus breves amores con la Malibran parecieron reanimarlo momentáneamente; pero cayó de nuevo en más hondas y definitivas desesperanzas.

El glorioso efebo que Jorge Sand había amado, y que Grecia hubiera ungido de flores, se trocó en un hombre frío y altanero y, fuerza es decirlo, antipático: él mismo lo reconoce en carta dirigida a uno de sus escasos amigos de la última etapa: «Me he mirado por dentro y por fuera, y me pregunto si bajo este exterior rígido, mal encarado e impertinente, poco simpático, en fin, no hubo primitivamente un hombre de pasión y de entusiasmo, un hombre a la manera de Rousseau».

Alfredo de Musset murió definitivamente el 1 de mayo de 1857; murió diciendo: «¡Dormir, quiero dormir!»

Bueno es dejar estampada aquí la suprema ironía de que al día siguiente sólo veintisiete personas asistieron al sepelio. Y pienso y, al evocar este recuerdo y el de Poe y el de Baudelaire (sagrado tríptico), que de entonces acá todas las apoteosis mortuorias son injustas y sacrílegas. Verdad es también que no se celebran funerales en nuestra baja tierra cuando alguna estrella deja de arder en el firmamento…

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