LOS
OJOS DEL DIABLO
— 1989 —
Producida por Claudio Argento, «Los ojos del diablo» fue el resultado de un
ambicioso proyecto que quería homenajear a Edgar Allan Poe, recogiendo la
mirada de un selecto grupo de invitados que incluía, a parte de Argento y
George A. Romero, a John Carpenter, a Wes Craven y a los escritores Stephen
King y Clive Barker. La imposibilidad de reunirlos a todos en las fechas
previstas para el rodaje dejó el film tal y como hoy lo conocemos. Romero, que
en un principio se planteó adaptar “La máscara de la Muerte roja”, se acabó
haciendo cargo del relato “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”: una
verdad que el cineasta de Pittsburgh ambientó en el presente y que reconstruyó
a su antojo, con la inclusión de una trama de adulterio, un complot criminal,
unos desalentadores enviados del más allá,
y hasta un Valdemar ejerciendo de living
death. A pesar de una puesta en escena cuya sobriedad invitaba a
impremeditados efectos de distanciamiento, la película que involucraba a la
carpenteriana Adrienne Barbeau y a Ramy “Juez Marshall” Zada, conseguía por
momentos atrapar algo del atávico horror del texto literario. Argento, por su
parte, concentró su interés inicial en el relato ‘El pozo y el péndulo’, que
quiso ambientar en el turbulento Chile de Pinochet. El tono marcadamente
político que esa operación suponía acabó dando paso, sin embargo, a una
adaptación de carácter completamente intimista: la radiografía de una pareja en
crisis, que se constituiría en su peculiar versión de ‘El gato negro’.
Harvey Keitel seriamente abducido.
Sinopsis
Rod Usher (Harvey Keitel) y Annabel (Madeleine Potter) forman una pareja
que no vive su mejor momento. Fotógrafo especializado en crímenes, Usher se
enfrenta diariamente a un espectáculo terrible y desalentador que presiona su
sensibilidad artística hacia la parte más oscura de sí mismo. La compañía de
una gata negra con la que Annabel —una apacible profesora de violín— ha
decidido quedarse traerá consecuencias irreparables para la estabilidad
doméstica. Usher sacrifica al animal en una de sus sesiones fotográficas. La
desaparición del felino conduce a la mujer a un estado depresivo que exaspera a
Usher, cada vez más dependiente de la bebida. Annabel encuentra algo de alivio
en las atenciones amorosas de uno de sus alumnos. La sospecha de que Usher ha
tenido algo que ver en la desaparición del animal se confirma con el
descubrimiento de la fotografía del gato agónico en la portada de su último
libro. Aterrada por el comportamiento de su compañero sentimental, la joven
decide abandonarlo de inmediato. Cuando está a punto de irse de la casa, Usher
regresa con un nuevo felino, una gata negra que ha adquirido en un bar
regentado por una seductora e enigmática mujer, Eleonora (Sally Kirkland). Al
descubrir que el animal tiene una extraña marca blanca en el cuello, que
reproduce un patíbulo, Usher imagina que está siendo víctima de un hechizo, como
castigo por la muerte del primer gato. Desesperado, intenta matar al nuevo
animal, pero Annabel se lo impide. Usher, completamente borracho, persigue a la
gata por toda la casa y mata accidentalmente a Annabel cuando la mujer se
interpone en el camino del hacha. El animal consigue escapar. Después de tapiar
el cadáver de su compañera en una de las estancias, Usher idea un plan para
conseguir una coartada que lo aparte de cualquier sospecha: finge, ante sus
vecinos (Martin Balsam y Kim Hunter), irse de vacaciones con Annabel. A su
vuelta, Usher explica que Annabel le ha abandonado, ante el escepticismo del
alumno preferido de la muerta, que ha entrado clandestinamente en la casa y que
sospecha lo peor. Unos maullidos alertan a Usher y le conducen hasta la pared
tras la cual reposa el cadáver de Annabel: con la tensión y las prisas, no se
percató de la entrada del gato negro en el macabro reducto. Usher mata al
animal y vuelve a sellar la improvisada tumba. La policía, instigada por
algunos vecinos y por el desconfiado alumno de Annabel, le hace una visita.
Todo se desarrolla a favor de Usher hasta que unos nuevos maullidos llevan a
los agentes a la fatídica pared que, tras ser derruida, muestra el cadáver en
descomposición, parcialmente devorado por un inesperado grupo de gatitos, fruto
del embarazo de la gata negra. Usher se deshace violentamente de los policías,
pero muere accidentalmente en el aparatoso intento de huida.
Descanso post-mortem.
Cita con Poe
Edgar Allan Poe forma parte de la educación sentimental y cultural de Dario
Argento, a partir de un encuentro decisivo a la temprana edad de diez años, a
raíz de una enfermedad que tuvo en cama al futuro cineasta durante una larga
temporada. “Fue como abrir una puerta a
otra dimensión” explica Argento. ‘El gato negro’ fue publicado
originariamente en el United States Saturday Post el 19 de agosto de 1843. Fue
el primer texto de Poe que llegó a manos de Charles Baudelaire —en una edición
francesa publicada por ‘La Democratic Pacifique’— y de él nacería, seguramente,
el irrefrenable deseo de traducción del resto de sus obras. Argento no olvida
el detalle, e incluye una fotografía del poeta francés en la decoración de la
escalera del hogar de Usher y Annabel. El relato es una apretada confesión en
primera persona, que narra la escalofriante sucesión de acontecimientos que han
conducido al protagonista hasta el borde del patíbulo. El cuento original
mezcla perversidad, superstición y locura, en el rastreamiento de una cadena
criminal cuyos eslabones fundamentales pueden concretarse en el gato negro
ahorcado, la muerte accidental de la esposa, la ocultación del cuerpo y un
destino en forma de segundo gato que propicia un final de antología:
“Sobre su cabeza, con la roja boca
abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya
astucia me había inducido al asesinato, y cuya voz delatora me entregaba al
verdugo. Había emparedado al monstruo en la tumba”.
Argento toma este relato prodigioso como columna vertebral de un guión donde
se barajan otros cuentos del escritor: así, los dos crímenes que el
protagonista fotografía en la primera parte se inspiran, respectivamente, en
‘El pozo y el péndulo’ y en ‘Berenice’. Los nombres de algunos de los
protagonistas —Rod Usher, Annabel, Leonora— siguen una órbita similar. «El gato
negro» de Argento es una pieza de cámara que homenajea a Poe, pero que se
alimenta de las obsesiones específicas del cineasta. Parte de su originalidad
estriba en apoyarse sobre una ficción que cita y remite constantemente a Poe,
sin que los protagonistas sean conscientes de esa circunstancia. El espectador
puede reconocer la procedencia literaria de los dos crímenes antes mencionados,
pero para los personajes que habitan en ese universo meta-literario los dos casos
son simples exponentes de una sanguinaria página de crónica negra. A partir de
aquí, es posible imaginar «El gato negro» como una historia al estilo «Twilight
Zone», en la que se narrara el paradójico itinerario de un personaje poetiano
condenado de antemano por un destino que el espectador reconoce perfectamente
(el relato de Poe es uno de los más populares), y que él desconoce porque la
ficción en la que vive se lo niega. Argento nos ofrece, a través del «El gato
negro», una agria disección de los últimos días de la pareja formada por Usher
y Annabel. Sorprende la incómoda distancia que los separa, y que hace imposible
imaginar que hubo un pasado en el que ambos compartieron algo más que una casa.
La pasión por la música, el espíritu new
age, y el vestuario perpetuamente vaporoso de Annabel contrastan con el
universo de brutalidades en el que se mueve y trabaja su compañero. El hallazgo
del misterioso felino negro precipita esta caída anunciada: “Cualquiera pensaría que te han secuestrado a
un hijo” reprocha Usher a Annabel, después de la muerte del gato, en una
magnífica secuencia en la cocina, que refleja con intensidad la irresoluble
crisis matrimonial. Esta secuencia se abre con una reveladora angulación en
picado y se construye a partir de una impecable alternancia de planos y
contraplanos que aísla totalmente a los dos personajes, para unirlos solamente
en una violenta panorámica final, cuando Usher se levanta de la silla y golpea
a la mujer. Este crucial escenario, donde tiene lugar el primer acto de violencia
conyugal, acogerá más tarde el asesinato de Annabel. «El gato negro» de Dario
Argento es el retrato criminal de un hombre vampirizado por el espectáculo
sangriento de la muerte, y por lo que Poe denomina espíritu de perversidad,
instigador de acciones que “perpetramos
simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo”. Argento hace que
esa perversidad se apodere de Usher silenciosamente, sin remordimientos, como
si se tratara de un juego inocente. Lo vemos, por ejemplo, seguir inicialmente
al gato, aislarlo con el objetivo de la cámara y, poco después, encerrarse con
él en una de las habitaciones. A partir de ese instante, sólo se nos muestran
primeros planos del animal aterrorizado, unidos a otros de Annabel subiendo por
la escalera, alertada por los maullidos del felino. En ningún momento se
inserta un plano de Usher, y esa ausencia enturbia la posterior naturalidad del
personaje al salir de la habitación: el cineasta clausura la secuencia con un
significativo fundido en negro sobre ese hombre relajado, que se disculpa ante
su mujer por haber pisado accidentalmente la cola del gato. En realidad, Usher
ha experimentado el placentero impulso de una travesura sádica que esconde ya
el veneno que irá creciendo en su organismo hasta hacer de él un asesino. El
Rod Usher interpretado por Harvey Keitel está inspirado en el mítico Weegee
(1899-1968), nombre de batalla de Arthur Fellig y autor de las extraordinarias
fotografías sobre el New York de los años 30 y 40, que plasman con descamada
nitidez la vida y la muerte de sus anónimos moradores. El gusto por la
fotografía debió gestarse en el cineasta entre los focos y las cámaras del
estudio de su madre Elda Luxardo, lugar de imprescindible paso para grandes
estrellas del cine italiano del momento, como Claudia Cardinale y Gina
Lollobrigida. Desde los inicios de su filmografía. Argento ha hecho de este
arte un magnífico cómplice de sus crímenes cinematográficos: en «El pájaro de
las plumas de cristal», el asesino fotografía a sus posibles objetivos antes de
matarlos; en otra secuencia del mismo film, Argento intercala las fotografías
policiales de los cuerpos en el lugar del crimen, subrayando los detalles
violentos mediante una fragmentación detallada; en «El gato de las nueve
colas», un fotógrafo capta la instantánea de un accidente, pero una mirada del
negativo le descubre un asesinato; el protagonista de «Cuatro moscas sobre
terciopelo gris» mata accidentalmente
a un hombre en un teatro mientras un enmascarado le fotografía desde un palco
para chantajearle; Gianna, la periodista curiosa de «Rojo oscuro», fotografía a
Mark antes de conocerle, y lo coloca sin saberlo en una situación comprometida
al publicar su foto en el diario; en «Tenebrae», el asesino fotografía los
cadáveres de sus víctimas y envía copias a su ídolo Peter Neal. Usher, por fin,
el turbio protagonista de «Los ojos del diablo», no se pierde ningún asesinato,
y aunque confiesa que su especialidad es la vida, busca el arte en lo más
espeluznante de la muerte. Argento coquetea con la posibilidad de hacer de
Usher una prolongación del propio cineasta, como ha hecho anteriormente con el
escritor de «Tenebrae», y con el realizador que interpreta el malogrado Ian
Charleson en «Opera». Ese ambiguo juego de espejos muestra a Dario Argento y a
Rod Usher como apasionados fotógrafos del pánico que persiguen objetivos
similares, enriqueciendo, así, la misteriosa máscara de sí mismo que Argento ha
ideado para su público. La secuencia en la que Usher estrangula al gato
mientras lo fotografía podría interpretarse como un guiño al respecto. Tal como
está planificada, en ningún momento se puede asegurar que las manos del actor
Harvey Keitel sean quienes sujeten y simulen estrangular al gato; como Argento
confiesa en otro lugar de este libro, son una vez más sus manos asesinas las
que entran en plano. La simbiosis que se produce entre la ficción —Usher— y su
creador —Argento— no podía ser en este caso más perfecta.
Ramy Zada muriendo a lo Dario Argento… en el episodio de George A. Romero.
Cadáveres exquisitos
—Annabel. Argento disciplina su delirio operístico por el crimen y se sirve
de la concisión escalofriante con que Poe describe en su relato el asesinato de
la esposa del protagonista:
“… descargué un golpe que hubiera
matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi
mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia
más que demoníaca, me zafé de su brazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un
solo quejido, cayó muerta a mis pies”.
La singular destreza del cineasta consiste en imprimir a la acción criminal
de Usher una pasmosa e hiriente naturalidad: abate la hacheta de cocina sobre
Annabel como si rompiera un vaso en medio de una discusión doméstica. La
expresión de Keitel es tan elocuente que casi nos hace maldecir los magníficos
vacíos subjetivos con los que Argento cubre la identidad de sus criminales.
Como coda a esta compacta puesta en crimen es de ley señalar el lacerante
efecto de la mano de Annabel cortada por el filo de la hacheta, que imaginamos
obra de Tom Savini, responsable de las maravillas gore que puntean el film, y al que se puede detectar interpretando
al dentista loco en la secuencia del cementerio que recrea el ‘Berenice’ de
Poe.
Historia de una escalera
La escalera de la casa de los Usher es el epicentro en el que se densifica
toda la enjundia dramática del film. Por ella sube una preocupada Annabel al
oír los exasperantes maullidos de su gato en la secuencia antes comentada; y
por ella la perseguirá Usher tras la discusión violenta en la cocina —detalle
servido por una generosa ración de steadycam—.
La persecución será retomada cuando ella intente poner a salvo al segundo
felino; actitud heroica que, por descontado, la conducirá a la muerte. Esa
escalera será testigo, a su vez, de un hermoso guiño cinéfilo capaz de hacer
palidecer de envidia a cualquier otro director post-hitchcockiano: Usher
transporta el cadáver de Annabel por la escalera; la banda sonora de Donaggio
se abandona a una exultante recreación del tema principal del ‘Psicosis’ de
Bernard Herrmann para preparar la entrada de Martin Balsam, el inolvidable
actor que encamara al detective Arbogast en el mítico film de Hitchcock —y cuyo
espíritu revoloteó ya en torno a la muerte de John Saxon en «Tenebrae»— que, como
vecino entrometido, no duda en poner en un aprieto al marido asesino cuando se
dirige hacia la escalera repitiendo, para gozo del espectador, aquel
inolvidable ascenso al primer piso de la mansión de Norman Bates. La melancolía
cinéfila de Argento no olvida, sin embargo, a su maestro más querido, Mario
Bava, al que tributa rendido homenaje con el plano del cadáver de Annabel
sumergido en la bañera, mientras el agua entintada en rojo oculta su rostro
progresivamente, y que se inspira directamente en la muerte de Claudia Dantes,
última víctima femenina de «Seis mujeres para el asesino». En esa escalera,
Argento emplaza la cámara para señalizar con sádico regodeo el camino que
conduce hasta el cadáver emparedado de Annabel, un faro impertinente que no cesa
de arañar la puesta en escena, mientras Usher intenta dar largas al acoso
policial. Y esa misma escalera, finalmente, se tragará las llaves de las
esposas que le unen al policía, dejándole a merced de un insensato plan de
huida que hará de él un rocambolesco cadáver, del que ya no podrá dar fe
fotográfica.
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