Esta es la primera vez que publicamos en La sonrisa vertical una narración sobre una de las facetas del erotismo más oscuras, más delicadas y más difíciles de transmitir: la necrofilia.
Lo curioso es que haya sido una mujer, Gabrielle Wittkop, la que haya
sabido como pocos ahondar en el alma de un necrófilo, y lo ha hecho de la única
forma en que semejante tema permite ser tratado: elevándolo, mediante su
escritura de auténtica creadora, a categoría literaria sin por ello eludir su
crudeza inherente. Publicado por primera vez en 1972 por la gran editora
francesa de libros eróticos Régine Deforges, El necrófilo se agotó rápidamente
y permaneció inencontrable hasta que ella misma volviera a relanzarlo en 1990,
convencida de que «es uno de los textos más inquietantes de la literatura
contemporánea»
Un anticuario, acostumbrado a vivir entre objetos vetustos, cuenta en
forma de diario un año de sus sombríos encuentros con Henri, Suzanne, Teresa y
otros muchos seres anónimos. Son jóvenes o viejos, fáciles de poseer o
rebeldes. Pero todos tienen algo en común: la misma piel cetrina todavía algo
tersa, el mismo color de cera, los mismos ojos entornados, los mismos labios
mudos, el mismo olor a polilla y el mismo sexo glacial. Porque es a los muertos
a quienes ama, a quienes desea. Goza de los encantos en putrefacción de
cadáveres robados de sus sepulturas y adorados en la penumbra de una habitación
cuyas cortinas permanecen siempre corridas. Pero no es un ser solitario,
también se relaciona con otros necrófilos y comparte con ellos sus impresiones
acerca de sus gustos y vivencias. Pero el suyo es un placer peligroso, un juego
prohibido, maldito. Un día, durante un viaje a Nápoles, todo parece detenerse
para él...
Gabrielle
Wittkop es francesa pero, casada con el periodista y escritor alemán Julius
Wittkop, autor de un importante libro sobre el anarquismo, vive en Frankfurt,
Alemania. Como dicen quienes han tenido el placer de conocerla, Wittkop es una
auténtica vieja dama «indigna», viajera empedernida que ha recorrido todos los
rincones del mundo, especialmente Indonesia y las Islas de la Sonda. Colabora
de manera esporádica en el Frankfurter
Allgemeine Zeitung precisamente con crónicas de viaje. Ha publicado en
Francia cuatro novelas —además de ésta. La
mort de C. (1976), Les Rajahs blancs
(1986) y Hemlock (1988)—, un libro de
cuentos, Les Holocaustes (1976), un
ensayo, Grand Guignol (1979), y una
biografía, Madame Tussaud (1976)
El necrófilo
A la memoria de C.D.,
caído en la muerte
como Narciso en su imagen
12
de octubre de 19..
Las pestañas grises de la chiquilla arrojan una sombra gris sobre sus
pómulos. Tiene la sonrisa irónica y astuta de las taimadas. Dos tirabuzones
lacios enmarcan su cara, bajan hasta los festones de la camisa arremangada por
debajo de las axilas y que descubre un vientre del mismo blanco azulado que se
ve en algunas porcelanas de China. El monte de Venus, muy plano, muy liso,
reluce ligeramente bajo la luz de la lámpara; diríase que lo recubre una
película de sudor.
He separado los muslos para contemplar la vulva fina como una
cicatriz, con los labios transparentes de un malva pálido. Pero tendré que
esperar aún unas cuantas horas, pues, por ahora, todo el cuerpo está todavía un
poco rígido, un poco crispado, hasta que el calor de la habitación lo reblandezca
como una cera. Así que esperaré. Esta chiquilla vale la pena. Es realmente una muerta muy
hermosa.
13
de octubre de 19..
Anoche, la chiquilla me gastó una broma pesada. Tendría que habérmelo
imaginado, con la sonrisa que tiene. Mientras yo me metía en esa carne tan
fría, tan suave, tan deliciosamente prieta que sólo se encuentra en los
muertos, la niña abrió bruscamente un ojo, traslúcido como el de un pulpo y,
con un espantoso borborigmo, me arrojó el chorro negro de un misterioso
líquido. Abierta en una máscara de Gorgona, su boca no cesaba de vomitar aquel
jugo cuyo olor llenaba la habitación. Todo esto ha estropeado un poco mi
placer. Estoy acostumbrado a mejores modales, ya que los muertos son limpios.
Ya han arrojado sus excrementos al abandonar la vida, como se suelta un fardo
infamante. Su vientre resuena con el sonido vacío y duro de los tambores. Y
tienen el olor fino y penetrante del bómbice. Parece proceder del corazón de la
tierra, del imperio donde las larvas almizcladas caminan entre las raíces,
donde las láminas de mica despiden su resplandor de plata helada, allí donde
mana la sangre de los futuros crisantemos, entre las turbas pulverulentas, los
cienos sulfurosos. El olor de los muertos es el del retorno al cosmos, el de la
sublime alquimia. Ya que no hay nada tan limpio como un muerto y lo es cada vez
más a medida que pasa el tiempo, hasta llegar a la pureza final de esa gran
muñeca de marfil con la risa muda, y las piernas perpetuamente abiertas, que
está en cada uno de nosotros.
He tenido que pasar más de dos horas limpiando la
cama y lavando a la chiquilla. Esta niña vomitadora de tinta pútrida tiene
realmente la naturaleza del pulpo. Por ahora, parece haber escupido todos sus
venenos, tranquilamente tendida sobre las sábanas. Su sonrisa falsa. Sus
manitas con las uñas menudas. Incesantemente una mosca azul —salida de no sé
dónde— se posa una y otra vez en sus muslos. Esta chiquilla ha tardado muy poco
en disgustarme. No es de esos muertos de los que me apena separarme igual que
se deplora abandonar a un amigo. Estoy seguro de que tenía muy mal carácter. De
vez en cuando, vuelve a soltar un profundo borborigmo que me inspira
desconfianza.
14
de octubre de 19..
Esta noche, cuando me disponía a meter a la chiquilla en una bolsa de
plástico para arrojarla al Sena, cerca de Sévres, tal como suelo hacer en
semejantes casos, ha lanzado de repente un suspiro desesperado. Doloroso,
prolongado, la ese de Sévres silbaba entre sus dientes, como si sintiera una
pena intolerable ante su próximo abandono. Una inmensa piedad me ha oprimido el
corazón. No había hecho justicia al encanto humilde y arisco de aquella niña.
Me he arrojado sobre ella, la he cubierto de besos, arrepentido como un amante
infiel. He ido a buscar un cepillo al cuarto de baño, he peinado sus cabellos,
que se habían vuelto apagados y quebradizos, y frotado su cuerpo con esencias y
perfumes. Y ya no sé cuántas veces he amado a esa niña, hasta que la aurora
blanqueaba la ventana detrás de las cortinas corridas.
15
de octubre de 19..
El camino de Sévres es el camino de cualquier carne y los suspiros de
la vomitadora no lo evitarán. ¡Ay!
2
de noviembre de 19..
Día de difuntos. Día fausto. El cementerio de Montparnasse estaba esta
mañana de un gris admirable. La inmensa multitud enlutada se agolpaba en las
avenidas, entre el apogeo de los crisantemos, y la atmósfera tenía el sabor
amargo y embriagador del amor.
Eros y Thanatos. ¿Alguien ha pensado alguna vez en todos esos sexos
debajo de la tierra?
La noche no tarda en caer. Aunque sea el día de difuntos, esta noche
no saldré.
Me acuerdo. Acababa de cumplir ocho años. Una tarde de noviembre,
semejante a la de hoy, me habían dejado a solas en mi habitación invadida por
la oscuridad. Estaba preocupado, ya que la casa estaba llena de idas y venidas
extrañas, de murmullos misteriosos que yo sabía estaban relacionados con la
enfermedad de mi madre. Sentía sobre todo que se habían olvidado de mí. No sé
por qué no me atrevía a encender la luz, y permanecía sentado, mudo y temeroso
en la oscuridad. Me aburría. Para distraerme y consolarme, se me ocurrió
desabrocharme los pantaloncitos. Encontré allí aquella cosa cálida y suave que
siempre me hacía compañía. Ya no sé cómo mi mano descubrió los gestos
necesarios, pero de pronto me sentí sumido en un torbellino de delicias del que
parecía que nada en el mundo podría jamás sacarme. Mi asombro fue infinito al
descubrir tantos recursos placenteros en mi propia carne y al sentir cómo mis
dimensiones se modificaban de una manera que ni siquiera hubiera sospechado
unos cuantos segundos antes. Apresuré mis movimientos y mi voluptuosidad se
incrementó pero, en el preciso instante en que una ola que se me antojaba
surgida del fondo de mis entrañas parecía querer sumergirme y alzarme por
encima de mí mismo, sonaron unos pasos rápidos en el pasillo, se abrió
bruscamente la puerta y se encendió la luz. Pálida y con la mirada extraviada,
apareció mi abuela en el umbral, y su turbación era tal que no se dio cuenta
del estado en que me hallaba. «¡Pobre criatura! Tu madre ha muerto.» Después,
tomándome de la mano, me arrastró con rapidez. Yo llevaba un traje de marinero,
cuya guerrera, bastante larga, ocultaba afortunadamente la bragueta que no
había tenido tiempo de abrochar.
La habitación de mi madre, sumida en la penumbra, estaba llena de
gente. Descubrí a mi padre, de rodillas en la cabecera de la cama y llorando
con la cabeza hundida en las sábanas. Al principio me costó reconocer a mi
madre en aquella mujer que parecía infinitamente más hermosa, más alta, más
joven y más majestuosa de como la había visto hasta entonces. La abuela
sollozaba. «Besa a tu madre por última vez», me dijo empujándome hacia la cama.
Me empiné hasta aquella mujer maravillosa tendida en la blancura de la sábana.
Posé mis labios en su rostro de cera, estreché sus hombros con mis bracitos y
respiré su olor embriagador. Era como el de los bómbices que el profesor de
historia natural nos había dado en la escuela y que yo criaba en una caja de
cartón. Aquel aroma suave, seco, almizclado, de hojas, larvas y piedras, salía
de los labios de mamá y se esparcía por su cabellera como un perfume. Y, de
repente, la voluptuosidad interrumpida se apoderó de mi carne infantil con una
brusquedad desconcertante. Arrebujado contra la cadera de mamá, me sentí
invadido por una conmoción deliciosa, mientras me desahogaba por primera vez.
«¡Pobre criatura!», exclamó mi abuela, que había interpretado
erróneamente mis suspiros.
5 de
noviembre de 19..
Suele decirse que los que aman a los muertos sufren de anosmia. En mi
caso no es así, y mi nariz percibe claramente los olores más diversos, aunque,
como todo el mundo, estoy acostumbrado a los de mi entorno hasta el punto de no
olerlos. Es posible, por tanto, que el olor de bómbice impregne todo mi
apartamento sin que yo lo sepa.
Las mujeres de la limpieza no se quejan de ninguna molestia especial
al limpiar la tienda de antigüedades que he heredado de mi padre. Como máximo,
de vez en cuando, una vaga protesta por las antiguallas, las borras de polvo y
los trastos frágiles tan feos cuando por un precio mucho menor se podrían tener
cosas nuevas. Sólo es en mi apartamento privado, en el quinto piso, donde su
comportamiento me da que pensar. Examinan los rincones con un aire de prudente
sospecha. Me contemplan socarronamente y, sobre todo, husmean con cara de asco
y los ojos en blanco ante el olor del apartamento. Fisgonean una y otra vez,
buscando en su memoria, sin encontrar nada que les sirva, y siguen husmeando,
hasta que una extraña inquietud se apodera de ellas. Entonces, se comportan
como animales acosados y después se van. Cuando intento convencerlas, me dan
respuestas imprecisas con un aire temeroso y sacuden la cabeza si les propongo
subirles el sueldo. Pongo un anuncio en los periódicos y recomienza la historia.
Cierto día, sin embargo, una de esas mujeres tuvo el valor de preguntarme por
qué vestía siempre de negro, aunque no llevara luto. Otra, muy joven y ya
obesa, cuyo nombre he olvidado, comentó en una tienda del barrio que yo olía a
«vampiro». Siempre la vieja y aberrante confusión entre dos seres tan
diametralmente opuestos como el vampiro y el necrófilo, entre el muerto que se
alimenta de los vivos y el vivo que ama los muertos. No es que niegue que, al
cabo de unos cuantos días, el perfume de bómbice se convierte en un olor como
de metal recalentado que, cada vez más acre, se condensa finalmente en un hedor
de vísceras. Cada una de estas fases tiene su encanto —aunque la última anuncie
la separación—, pero jamás se me ocurriría la idea de devorar la carne de uno
de mis amigos muertos, ni de beber su sangre.
En cuanto a la portera, ya hace mucho que ha dejado de asombrarse de
que no tenga una «amiguita». Y como nunca aparece tampoco ningún «amiguito», ha
llegado simplemente a la conclusión de que yo era una especie de san José, un
pobre hombre. Mucho mejor. Hay ciertas verdades que escandalizarían a un
espíritu rudimentario como el suyo. A mis amiguitos con el ano helado como la
menta, a mis exquisitas amantes con el vientre coloreado de gris, los traigo de
noche, en mi viejo Chevrolet, cuando todo duerme, y los despido de la misma
manera hasta el puente de Sévres o el de Asniéres.
3
de diciembre de 19..
Esta mañana, mientras despachaba mi correspondencia, un cliente me ha
pedido algo que me ha desconcertado. Era un hombre de unos cuarenta años, de
rostro sanguíneo y calvicie incipiente, vestido como un abogado o un director
de empresa. Examinaba los muebles, las porcelanas, los cuadros, pero sobre todo
las curiosidades, como si buscara algo. Al final, acercándose a mi mesa me ha
dicho: «Dígame, caballero, ¿ha tenido usted alguna vez netsukes divertidos?
Pienso especialmente en los de Koshi Muramato». Por un instante, nuestras
miradas se han cruzado. ¿Cuántos son los conocedores de Koshi Muramato, aquel maestro
del siglo XVIII que, en su taller de Kyüshü, se dedicó en exclusiva a los
netsukes macabros? Muertas sodomizadas por unas hienas, súcubos mamones,
cadáveres abrazados como nudos de víboras, fantasmas devoradores de fetos,
cortesanas empalándose sobre la rigidez de un muerto...
—Lo siento —le contesté—, pero generalmente las personas que poseen
obras de este artista
no suelen deshacerse de ellas. De todos modos, si usted quiere dejarme sus
señas, podría, en el caso de que encontrara algo...
Se negó con una sequedad que daba a entender que había comprendido que
jamás le vendería nada semejante. ¡Yo guardo los netsukes de Koshi Muramato
para mí! Sólo un necrófilo puede coleccionar semejantes objetos y aquel hombre
me intrigaba.
—¿Prefiere usted pasar en otra ocasión? —insistí.
—No vivo en París. Sólo vengo aquí muy rara vez.
Se despidió y se fue. No me habría molestado charlar con él sobre los
netsukes macabros, contarle unas cuantas cosas, seguramente inútiles, dirigirle
una sonrisa de complicidad. No para conocernos mejor, sino para que supiera que
le entendía. Eso es todo. Pues si bien los necrófilos —tan escasos— pueden
reconocerse, no se buscan. Han elegido definitivamente la incomunicabilidad y
sus amores trascienden en lo incomunicable. Solitarios, ni siquiera somos el
vínculo entre la vida y la muerte. No hay vínculo. Pues la vida y la muerte
están unidas para siempre, inseparables como el agua mezclada con el vino.
No he podido dejar de sonreír al sacar del bolsillo de mi chaleco un
netsuke que llevo constantemente conmigo. No mide más de tres centímetros y
representa a dos rechonchos campesinos fornicando con mucha habilidad en las
órbitas de una calavera.
La visita del aficionado a los netsukes me ha hecho recordar los pocos
encuentros insólitos en que se ha revelado la necrofilia ajena. A decir verdad,
nada muy sensacional ni muy frecuente. Me acuerdo, por ejemplo, de unas
exequias a las que asistí, cuando tenía unos veinte años. Y, además, esa vez no
lo hice por gusto sino por obligación; se trataba de un pariente lejano cuyo
aspecto desagradable y carácter repulsivo alejaban de mí cualquier deseo de
visitarle en su ataúd. Llegué a la hora del responso, el cura salmodiaba y unas
cuantas mujeres sollozaban. En la pequeña capilla privada, la atmósfera estaba
enrarecida y el catafalco ocupaba casi todo el espacio central; tanto el
perfume de las flores como el de los cirios y del incienso dejaba adivinar como
un atisbo de bómbice. No tardé en darme cuenta de que no era el único en
olerlo. Estaba en una de las minúsculas naves, donde la oscuridad era muy
densa, pero no hasta el punto de ocultarme una pareja muy trivial, vestida de
luto, pero de la que adiviné —sin saber por qué— que había venido para
divertirse. Era indudable que la música, los cantos fúnebres y el bómbice
solían afectar al hombre de una manera muy concreta, ya que escuché claramente
cómo su compañera le susurraba una pregunta precisa sobre el estado en que se
encontraba. Utilizó una palabra vulgar, un término cuartelero, cuya crudeza me
desconcertó. Creo que también esbozó un gesto, pero no me atrevería a
afirmarlo. Bien porque fuera demasiado tímido para ir más lejos bien porque
prefiriera la intimidad del dormitorio, la pareja se apresuró a abandonar la
capilla. Las ropas negras de la mujer me rozaron al pasar. Tenía los ojos
lechosos e inmóviles de una ciega.
Esa pareja eran unos necrófilos de pacotilla y sus preferencias no
llegaban a la pasión. Sin embargo los hay que no vacilan ante nada y me acuerdo
de un mal encuentro que tuve en el cementerio de Montmartre, sin ir más lejos
el pasado año.
Habían inhumado a una actriz que había sido cliente mía, una mujer ni
guapa ni fea, suficientemente insignificante como para parecer que jamás tenía
que inspirar sentimientos extremos. Tan pronto como me enteré de su muerte, la
deseé vivamente. Llegué al cementerio bajo una lluvia torrencial que sin duda
no iba a facilitarme las cosas. Como suelo hacer, descerrajé la cabaña que
contiene las herramientas de jardinería y me hice con una laya. Siempre trabajo
con extrema rapidez y jamás necesito más de una hora para abrir el foso, bajar
a él, levantar la tapa del ataúd con el cortafríos y, una vez cargado el
cadáver, trepar gracias a una técnica cuidadosamente ensayada. Entonces sólo me
resta el traslado hasta mi coche, y la única dificultad consiste en izar el
cuerpo por encima del muro, con la ayuda de una cuerda.
Aquella noche, la tremenda lluvia demoraba mis
movimientos; empapada de agua, la tierra estaba pesada. Por otra parte, los
meteorólogos habían predicho que la lluvia duraría unos quince días y yo no
podía esperar tanto. Cuando salía penosamente de la fosa resbaladiza con mi
fardo, vi a un hombre que se ocultaba detrás de una lápida para espiarme. Su
gruesa silueta y su nuca rechoncha se destacaban con claridad sobre el fondo de
la noche. Un miedo atroz se apoderó de mí. Aquel hombre pensaba seguirme, quizá
matarme. O, tal vez, se disponía a denunciarme. Sin saber lo que hacía,
abandoné a la actriz y escapé con la máxima rapidez que me permitía mi
angustia. Salvé la pared de un salto y sólo al llegar a mi casa recuperé poco a
poco la calma. Estaba seguro de que no me habían seguido; me había librado de
él.
A la mañana siguiente, la lectura del periódico me procuró una
abominable sorpresa. Habían encontrado en el cementerio de Montmartre el
cadáver de una actriz muy conocida, despojado de sus ropas, destripado y
horriblemente mutilado. La lluvia había borrado todas las huellas. El hombre
repugnante que me había espiado había recogido el fruto de mis esfuerzos. ¡Qué
horror! Me eché a llorar de despecho y pena.
22
de diciembre de 19..
Esta mañana he ido a dar una vuelta por el cementerio de Ivry,
delicioso bajo la nieve, como una tarta de azúcar cande, extrañamente perdido
en un barrio plebeyo. Al contemplar cómo una viuda engalanaba la tumba del
difunto con un arbolito de Navidad, pensé de pronto cómo escasean ahora las
mujeres de luto riguroso, con velos flotantes, en la mayoría de los casos
rubias, que invadían las necrópolis no hace más de veinte años. Eran en general
—aunque no siempre— profesionales que practicaban su arte detrás de los
panteones familiares, con una ausencia de brío y de sinceridad absolutamente
deprimentes. Carne para viudos.
1
de enero de 19..
Celebro el Año Nuevo en buena compañía: la de una portera de la Rué
Vaugirard, fallecida de una embolia. (Suelo enterarme de este tipo de detalles
en el transcurso del entierro.) Esta viejecita no es sin duda una belleza, pero
sí extremadamente cómoda, llevadera, silenciosa y elástica, agradable a pesar
de que los ojos se le han metido dentro de la cabeza, como los de una muñeca.
Le quitaron la dentadura postiza, lo que le hunde las mejillas, pero, cuando la
he despojado del espantoso camisón de nailon, me ha sorprendido con dos senos
juveniles, duros, sedosos, absolutamente intactos: su regalo de Año Nuevo.
Con ella, el amor está impregnado de una cierta -calma. No abrasa mi
carne, la refresca. Yo, habitualmente tan avaro del tiempo que paso con los
muertos —un tiempo que corre con mucha rapidez— y que intento exprimir cada
segundo vivido en su compañía, me he acostado esta noche a su lado para dormir
unas cuantas horas, igual que un esposo junto a su esposa, con un brazo debajo
de su fina nuca y la mano posada sobre el vientre que me había proporcionado
algún placer.
La menuda portera se llamaba Marie-Jeanne Chaulard. Un nombre que
seguramente habría complacido a los hermanos Goncourt.
Sus senos son en verdad notables. Al juntarlos, se consigue un
pasadizo estrecho, rollizo, infinitamente suave.
Acaricio ligeramente sus cabellos grises y ralos, echados hacia atrás,
el cuello y los hombros, en los que se seca ahora una baba plateada como la que
dejan los caracoles.
Mi sastre —un sastre que ha conservado los untuosos modales de los viejos
tiempos y me habla en tercera persona— no ha conseguido a la postre dejar de
sugerirme un vestuario menos sombrío. «Pues, por elegante que sea, el negro
resulta triste.» Es, por tanto, el color que me conviene, ya que yo también
estoy triste. Triste por tener que separarme siempre de los que quiero. El
sastre me sonríe en el espejo. Ese hombre cree conocer mi cuerpo porque sabe
dónde coloco mi virilidad en el pantalón y porque ha descubierto con asombro
que los músculos de mis brazos están anormalmente desarrollados en un hombre de
mi profesión. Si supiera para lo que pueden servir también unos buenos
músculos... Si supiera el uso que hago de esa virilidad, que, tal y como ha
anotado en su libreta, cargo a la izquierda...
2 de febrero de
19..
Una clienta ha dicho esta mañana una frase muy bella con respecto a un
cofre marino portugués, del siglo XVII: «¡Qué hermoso es! ¡Parece un ataúd!».
Además, lo ha comprado.
12 de mayo de
19..
No puedo ver a una mujer bonita o a un hombre agradable sin desear
inmediatamente que estén muertos. Antes, en los días de mi adolescencia, lo
deseaba incluso con pasión, con furia. Se trataba de una vecina, tres o cuatro
años mayor que yo, una muchacha alta y morena, con los ojos verdes, a la que
veía todos los días. Aunque la deseaba, nunca se me ocurrió ni siquiera tocarle
la mano. Esperaba, ansiaba su muerte, y esa muerte se convertía para mí en la
máxima aspiración en torno a la cual gravitaban todos mis pensamientos. Shall I then say that I longed with an
earnest and consu-ming desire for the moment of Morella's decease? I did [1].
Más de una vez, me bastaba con encontrarla —se llamaba Gabrielle— para sumirme
en una formidable excitación que sabía, sin embargo, cesaría en el mismo
instante en que tomara la más pequeña iniciativa. Entonces, durante horas me
describía todos los peligros y todos los modos de fallecimiento que podían
afectar a Gabrielle. Me gustaba figurármela en su lecho de muerte, imaginar con
toda exactitud las circunstancias del entorno, las flores, los cirios, el olor
fúnebre, la boca pálida y los párpados mal cerrados sobre unos ojos en blanco.
Una vez, al encontrármela por casualidad en la escalera, observé que mi vecina
tenía un pliegue doloroso en la comisura izquierda de los labios. Yo era joven,
estaba enamorado y era romántico, lo que me hizo deducir inmediatamente que
ella tenía una secreta tendencia al suicidio. Corrí a encerrarme en mi
habitación, me arrojé sobre la cama y me entregué a voluptuosidades solitarias.
Delante de mis ojos cerrados, veía a Gabrielle balancearse lentamente, colgada
de un gancho del techo. De vez en cuando, el cuerpo vestido con una combinación
de encaje blanco giraba al final de la soga, ofreciendo a la vista sus aspectos
más diversos. El rostro me gustaba mucho, aunque estuviera ladeado y semioculto
por la cabellera que caía sobre él, sumiendo en una oscuridad encantadora la
enorme lengua, casi negra, que como el chorro de un vómito llenaba la boca
abierta. Los brazos, de un moreno mate, bastante hermosos, colgaban de unos
hombros blandamente dislocados, y los pies desnudos orientaban sus puntas hacia
dentro.
Repetí esta fantasía sin modificar nada cada vez que mi deseo lo
exigió, y durante mucho tiempo me procuró unas voluptuosidades en extremo
intensas. Después Gabrielle abandonó la ciudad; al dejar de verla, acabé por
olvidarla y la imagen que me había proporcionado tantas alegrías acabó a su vez
por desvanecerse.
[1] «¿Diré entonces que anhelé, con fervoroso y
abrasador deseo, que llegara el momento en que Morella muriese? Sí, lo diré.»
(N. del T.)
Título original: Le nécrophile
Diseño de la colección: Clotet-Tusquets
Diseño de la cubierta: BM
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. - Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona
ISBN: 84-7223-925-X
Depósito legal: B. 40.951-1995
Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolà, 13 - 08013 Barcelona
Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa
Libergraf, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona
Impreso en España
Escaneo, OCR y corrección, Jorge Barbikane
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