sábado, 17 de junio de 2023

Gabrielle Wittkop EL NECRÓFILO FRAGMENTO NOVELA





Esta es la primera vez que publicamos en La sonrisa vertical una narración sobre una de las facetas del erotismo más oscuras, más delicadas y más difíciles de transmitir: la necrofilia.

Lo curioso es que haya sido una mujer, Gabrielle Wittkop, la que haya sabido como pocos ahondar en el alma de un necrófilo, y lo ha hecho de la única forma en que semejante tema permite ser tratado: elevándolo, mediante su escritura de auténtica creadora, a categoría literaria sin por ello eludir su crudeza inherente. Publicado por primera vez en 1972 por la gran editora francesa de libros eróticos Régine Deforges, El necrófilo se agotó rápidamente y permaneció inencontrable hasta que ella misma volviera a relanzarlo en 1990, convencida de que «es uno de los textos más inquietantes de la literatura contemporánea»

 

Un anticuario, acostumbrado a vivir entre objetos vetustos, cuenta en forma de diario un año de sus sombríos encuentros con Henri, Suzanne, Teresa y otros muchos seres anónimos. Son jóvenes o viejos, fáciles de poseer o rebeldes. Pero todos tienen algo en común: la misma piel cetrina todavía algo tersa, el mismo color de cera, los mismos ojos entornados, los mismos labios mudos, el mismo olor a polilla y el mismo sexo glacial. Porque es a los muertos a quienes ama, a quienes desea. Goza de los encantos en putrefacción de cadáveres robados de sus sepulturas y adorados en la penumbra de una habitación cuyas cortinas permanecen siempre corridas. Pero no es un ser solitario, también se relaciona con otros necrófilos y comparte con ellos sus impresiones acerca de sus gustos y vivencias. Pero el suyo es un placer peligroso, un juego prohibido, maldito. Un día, durante un viaje a Nápoles, todo parece detenerse para él...

 

Gabrielle Wittkop es francesa pero, casada con el periodista y escritor alemán Julius Wittkop, autor de un importante libro sobre el anarquismo, vive en Frankfurt, Alemania. Como dicen quienes han tenido el placer de conocerla, Wittkop es una auténtica vieja dama «indigna», viajera empedernida que ha recorrido todos los rincones del mundo, especialmente Indonesia y las Islas de la Sonda. Colabora de manera esporádica en el Frankfurter Allgemeine Zeitung precisamente con crónicas de viaje. Ha publicado en Francia cuatro novelas —además de ésta. La mort de C. (1976), Les Rajahs blancs (1986) y Hemlock (1988)—, un libro de cuentos, Les Holocaustes (1976), un ensayo, Grand Guignol (1979), y una biografía, Madame Tussaud (1976)


El necrófilo


A la memoria de C.D.,

caído en la muerte

como Narciso en su imagen


 

 

12 de octubre de 19..

 

 

Las pestañas grises de la chiquilla arrojan una sombra gris sobre sus pómulos. Tiene la sonrisa irónica y astuta de las taimadas. Dos tirabuzones lacios enmarcan su cara, bajan hasta los festones de la camisa arremangada por debajo de las axilas y que descubre un vientre del mismo blanco azulado que se ve en algunas porcelanas de China. El monte de Venus, muy plano, muy liso, reluce ligeramente bajo la luz de la lámpara; diríase que lo recubre una película de sudor.

He separado los muslos para contemplar la vulva fina como una cicatriz, con los labios transparentes de un malva pálido. Pero tendré que esperar aún unas cuantas horas, pues, por ahora, todo el cuerpo está todavía un poco rígido, un poco crispado, hasta que el calor de la habitación lo reblandezca como una cera. Así que esperaré. Esta chiquilla vale la pena. Es realmente una muerta muy hermosa.

 

 

13 de octubre de 19..

 

 

Anoche, la chiquilla me gastó una broma pesada. Tendría que habérmelo imaginado, con la sonrisa que tiene. Mientras yo me metía en esa carne tan fría, tan suave, tan deliciosamente prieta que sólo se encuentra en los muertos, la niña abrió bruscamente un ojo, traslúcido como el de un pulpo y, con un espantoso borborigmo, me arrojó el chorro negro de un misterioso líquido. Abierta en una máscara de Gorgona, su boca no cesaba de vomitar aquel jugo cuyo olor llenaba la habitación. Todo esto ha estropeado un poco mi placer. Estoy acostumbrado a mejores modales, ya que los muertos son limpios. Ya han arrojado sus excrementos al abandonar la vida, como se suelta un fardo infamante. Su vientre resuena con el sonido vacío y duro de los tambores. Y tienen el olor fino y penetrante del bómbice. Parece proceder del corazón de la tierra, del imperio donde las larvas almizcladas caminan entre las raíces, donde las láminas de mica despiden su resplandor de plata helada, allí donde mana la sangre de los futuros crisantemos, entre las turbas pulverulentas, los cienos sulfurosos. El olor de los muertos es el del retorno al cosmos, el de la sublime alquimia. Ya que no hay nada tan limpio como un muerto y lo es cada vez más a medida que pasa el tiempo, hasta llegar a la pureza final de esa gran muñeca de marfil con la risa muda, y las piernas perpetuamente abiertas, que está en cada uno de nosotros.

He tenido que pasar más de dos horas limpiando la cama y lavando a la chiquilla. Esta niña vomitadora de tinta pútrida tiene realmente la naturaleza del pulpo. Por ahora, parece haber escupido todos sus venenos, tranquilamente tendida sobre las sábanas. Su sonrisa falsa. Sus manitas con las uñas menudas. Incesantemente una mosca azul —salida de no sé dónde— se posa una y otra vez en sus muslos. Esta chiquilla ha tardado muy poco en disgustarme. No es de esos muertos de los que me apena separarme igual que se deplora abandonar a un amigo. Estoy seguro de que tenía muy mal carácter. De vez en cuando, vuelve a soltar un profundo borborigmo que me inspira desconfianza.

 

 

14 de octubre de 19..

 

 

Esta noche, cuando me disponía a meter a la chiquilla en una bolsa de plástico para arrojarla al Sena, cerca de Sévres, tal como suelo hacer en semejantes casos, ha lanzado de repente un suspiro desesperado. Doloroso, prolongado, la ese de Sévres silbaba entre sus dientes, como si sintiera una pena intolerable ante su próximo abandono. Una inmensa piedad me ha oprimido el corazón. No había hecho justicia al encanto humilde y arisco de aquella niña. Me he arrojado sobre ella, la he cubierto de besos, arrepentido como un amante infiel. He ido a buscar un cepillo al cuarto de baño, he peinado sus cabellos, que se habían vuelto apagados y quebradizos, y frotado su cuerpo con esencias y perfumes. Y ya no sé cuántas veces he amado a esa niña, hasta que la aurora blanqueaba la ventana detrás de las cortinas corridas.

 

 

15 de octubre de 19..

 

 

El camino de Sévres es el camino de cualquier carne y los suspiros de la vomitadora no lo evitarán. ¡Ay!

 

 

2 de noviembre de 19..

 

 

Día de difuntos. Día fausto. El cementerio de Montparnasse estaba esta mañana de un gris admirable. La inmensa multitud enlutada se agolpaba en las avenidas, entre el apogeo de los crisantemos, y la atmósfera tenía el sabor amargo y embriagador del amor.

Eros y Thanatos. ¿Alguien ha pensado alguna vez en todos esos sexos debajo de la tierra?

La noche no tarda en caer. Aunque sea el día de difuntos, esta noche no saldré.

Me acuerdo. Acababa de cumplir ocho años. Una tarde de noviembre, semejante a la de hoy, me habían dejado a solas en mi habitación invadida por la oscuridad. Estaba preocupado, ya que la casa estaba llena de idas y venidas extrañas, de murmullos misteriosos que yo sabía estaban relacionados con la enfermedad de mi madre. Sentía sobre todo que se habían olvidado de mí. No sé por qué no me atrevía a encender la luz, y permanecía sentado, mudo y temeroso en la oscuridad. Me aburría. Para distraerme y consolarme, se me ocurrió desabrocharme los pantaloncitos. Encontré allí aquella cosa cálida y suave que siempre me hacía compañía. Ya no sé cómo mi mano descubrió los gestos necesarios, pero de pronto me sentí sumido en un torbellino de delicias del que parecía que nada en el mundo podría jamás sacarme. Mi asombro fue infinito al descubrir tantos recursos placenteros en mi propia carne y al sentir cómo mis dimensiones se modificaban de una manera que ni siquiera hubiera sospechado unos cuantos segundos antes. Apresuré mis movimientos y mi voluptuosidad se incrementó pero, en el preciso instante en que una ola que se me antojaba surgida del fondo de mis entrañas parecía querer sumergirme y alzarme por encima de mí mismo, sonaron unos pasos rápidos en el pasillo, se abrió bruscamente la puerta y se encendió la luz. Pálida y con la mirada extraviada, apareció mi abuela en el umbral, y su turbación era tal que no se dio cuenta del estado en que me hallaba. «¡Pobre criatura! Tu madre ha muerto.» Después, tomándome de la mano, me arrastró con rapidez. Yo llevaba un traje de marinero, cuya guerrera, bastante larga, ocultaba afortunadamente la bragueta que no había tenido tiempo de abrochar.

La habitación de mi madre, sumida en la penumbra, estaba llena de gente. Descubrí a mi padre, de rodillas en la cabecera de la cama y llorando con la cabeza hundida en las sábanas. Al principio me costó reconocer a mi madre en aquella mujer que parecía infinitamente más hermosa, más alta, más joven y más majestuosa de como la había visto hasta entonces. La abuela sollozaba. «Besa a tu madre por última vez», me dijo empujándome hacia la cama. Me empiné hasta aquella mujer maravillosa tendida en la blancura de la sábana. Posé mis labios en su rostro de cera, estreché sus hombros con mis bracitos y respiré su olor embriagador. Era como el de los bómbices que el profesor de historia natural nos había dado en la escuela y que yo criaba en una caja de cartón. Aquel aroma suave, seco, almizclado, de hojas, larvas y piedras, salía de los labios de mamá y se esparcía por su cabellera como un perfume. Y, de repente, la voluptuosidad interrumpida se apoderó de mi carne infantil con una brusquedad desconcertante. Arrebujado contra la cadera de mamá, me sentí invadido por una conmoción deliciosa, mientras me desahogaba por primera vez.

«¡Pobre criatura!», exclamó mi abuela, que había interpretado erróneamente mis suspiros.

 

 

5 de noviembre de 19..

 

 

Suele decirse que los que aman a los muertos sufren de anosmia. En mi caso no es así, y mi nariz percibe claramente los olores más diversos, aunque, como todo el mundo, estoy acostumbrado a los de mi entorno hasta el punto de no olerlos. Es posible, por tanto, que el olor de bómbice impregne todo mi apartamento sin que yo lo sepa.

Las mujeres de la limpieza no se quejan de ninguna molestia especial al limpiar la tienda de antigüedades que he heredado de mi padre. Como máximo, de vez en cuando, una vaga protesta por las antiguallas, las borras de polvo y los trastos frágiles tan feos cuando por un precio mucho menor se podrían tener cosas nuevas. Sólo es en mi apartamento privado, en el quinto piso, donde su comportamiento me da que pensar. Examinan los rincones con un aire de prudente sospecha. Me contemplan socarronamente y, sobre todo, husmean con cara de asco y los ojos en blanco ante el olor del apartamento. Fisgonean una y otra vez, buscando en su memoria, sin encontrar nada que les sirva, y siguen husmeando, hasta que una extraña inquietud se apodera de ellas. Entonces, se comportan como animales acosados y después se van. Cuando intento convencerlas, me dan respuestas imprecisas con un aire temeroso y sacuden la cabeza si les propongo subirles el sueldo. Pongo un anuncio en los periódicos y recomienza la historia. Cierto día, sin embargo, una de esas mujeres tuvo el valor de preguntarme por qué vestía siempre de negro, aunque no llevara luto. Otra, muy joven y ya obesa, cuyo nombre he olvidado, comentó en una tienda del barrio que yo olía a «vampiro». Siempre la vieja y aberrante confusión entre dos seres tan diametralmente opuestos como el vampiro y el necrófilo, entre el muerto que se alimenta de los vivos y el vivo que ama los muertos. No es que niegue que, al cabo de unos cuantos días, el perfume de bómbice se convierte en un olor como de metal recalentado que, cada vez más acre, se condensa finalmente en un hedor de vísceras. Cada una de estas fases tiene su encanto —aunque la última anuncie la separación—, pero jamás se me ocurriría la idea de devorar la carne de uno de mis amigos muertos, ni de beber su sangre.

En cuanto a la portera, ya hace mucho que ha dejado de asombrarse de que no tenga una «amiguita». Y como nunca aparece tampoco ningún «amiguito», ha llegado simplemente a la conclusión de que yo era una especie de san José, un pobre hombre. Mucho mejor. Hay ciertas verdades que escandalizarían a un espíritu rudimentario como el suyo. A mis amiguitos con el ano helado como la menta, a mis exquisitas amantes con el vientre coloreado de gris, los traigo de noche, en mi viejo Chevrolet, cuando todo duerme, y los despido de la misma manera hasta el puente de Sévres o el de Asniéres.

 

 

3 de diciembre de 19..

 

 

Esta mañana, mientras despachaba mi correspondencia, un cliente me ha pedido algo que me ha desconcertado. Era un hombre de unos cuarenta años, de rostro sanguíneo y calvicie incipiente, vestido como un abogado o un director de empresa. Examinaba los muebles, las porcelanas, los cuadros, pero sobre todo las curiosidades, como si buscara algo. Al final, acercándose a mi mesa me ha dicho: «Dígame, caballero, ¿ha tenido usted alguna vez netsukes divertidos? Pienso especialmente en los de Koshi Muramato». Por un instante, nuestras miradas se han cruzado. ¿Cuántos son los conocedores de Koshi Muramato, aquel maestro del siglo XVIII que, en su taller de Kyüshü, se dedicó en exclusiva a los netsukes macabros? Muertas sodomizadas por unas hienas, súcubos mamones, cadáveres abrazados como nudos de víboras, fantasmas devoradores de fetos, cortesanas empalándose sobre la rigidez de un muerto...

—Lo siento —le contesté—, pero generalmente las personas que poseen obras de este artista no suelen deshacerse de ellas. De todos modos, si usted quiere dejarme sus señas, podría, en el caso de que encontrara algo...

Se negó con una sequedad que daba a entender que había comprendido que jamás le vendería nada semejante. ¡Yo guardo los netsukes de Koshi Muramato para mí! Sólo un necrófilo puede coleccionar semejantes objetos y aquel hombre me intrigaba.

—¿Prefiere usted pasar en otra ocasión? —insistí.

—No vivo en París. Sólo vengo aquí muy rara vez.

Se despidió y se fue. No me habría molestado charlar con él sobre los netsukes macabros, contarle unas cuantas cosas, seguramente inútiles, dirigirle una sonrisa de complicidad. No para conocernos mejor, sino para que supiera que le entendía. Eso es todo. Pues si bien los necrófilos —tan escasos— pueden reconocerse, no se buscan. Han elegido definitivamente la incomunicabilidad y sus amores trascienden en lo incomunicable. Solitarios, ni siquiera somos el vínculo entre la vida y la muerte. No hay vínculo. Pues la vida y la muerte están unidas para siempre, inseparables como el agua mezclada con el vino.

No he podido dejar de sonreír al sacar del bolsillo de mi chaleco un netsuke que llevo constantemente conmigo. No mide más de tres centímetros y representa a dos rechonchos campesinos fornicando con mucha habilidad en las órbitas de una calavera.

La visita del aficionado a los netsukes me ha hecho recordar los pocos encuentros insólitos en que se ha revelado la necrofilia ajena. A decir verdad, nada muy sensacional ni muy frecuente. Me acuerdo, por ejemplo, de unas exequias a las que asistí, cuando tenía unos veinte años. Y, además, esa vez no lo hice por gusto sino por obligación; se trataba de un pariente lejano cuyo aspecto desagradable y carácter repulsivo alejaban de mí cualquier deseo de visitarle en su ataúd. Llegué a la hora del responso, el cura salmodiaba y unas cuantas mujeres sollozaban. En la pequeña capilla privada, la atmósfera estaba enrarecida y el catafalco ocupaba casi todo el espacio central; tanto el perfume de las flores como el de los cirios y del incienso dejaba adivinar como un atisbo de bómbice. No tardé en darme cuenta de que no era el único en olerlo. Estaba en una de las minúsculas naves, donde la oscuridad era muy densa, pero no hasta el punto de ocultarme una pareja muy trivial, vestida de luto, pero de la que adiviné —sin saber por qué— que había venido para divertirse. Era indudable que la música, los cantos fúnebres y el bómbice solían afectar al hombre de una manera muy concreta, ya que escuché claramente cómo su compañera le susurraba una pregunta precisa sobre el estado en que se encontraba. Utilizó una palabra vulgar, un término cuartelero, cuya crudeza me desconcertó. Creo que también esbozó un gesto, pero no me atrevería a afirmarlo. Bien porque fuera demasiado tímido para ir más lejos bien porque prefiriera la intimidad del dormitorio, la pareja se apresuró a abandonar la capilla. Las ropas negras de la mujer me rozaron al pasar. Tenía los ojos lechosos e inmóviles de una ciega.

Esa pareja eran unos necrófilos de pacotilla y sus preferencias no llegaban a la pasión. Sin embargo los hay que no vacilan ante nada y me acuerdo de un mal encuentro que tuve en el cementerio de Montmartre, sin ir más lejos el pasado año.

Habían inhumado a una actriz que había sido cliente mía, una mujer ni guapa ni fea, suficientemente insignificante como para parecer que jamás tenía que inspirar sentimientos extremos. Tan pronto como me enteré de su muerte, la deseé vivamente. Llegué al cementerio bajo una lluvia torrencial que sin duda no iba a facilitarme las cosas. Como suelo hacer, descerrajé la cabaña que contiene las herramientas de jardinería y me hice con una laya. Siempre trabajo con extrema rapidez y jamás necesito más de una hora para abrir el foso, bajar a él, levantar la tapa del ataúd con el cortafríos y, una vez cargado el cadáver, trepar gracias a una técnica cuidadosamente ensayada. Entonces sólo me resta el traslado hasta mi coche, y la única dificultad consiste en izar el cuerpo por encima del muro, con la ayuda de una cuerda.

Aquella noche, la tremenda lluvia demoraba mis movimientos; empapada de agua, la tierra estaba pesada. Por otra parte, los meteorólogos habían predicho que la lluvia duraría unos quince días y yo no podía esperar tanto. Cuando salía penosamente de la fosa resbaladiza con mi fardo, vi a un hombre que se ocultaba detrás de una lápida para espiarme. Su gruesa silueta y su nuca rechoncha se destacaban con claridad sobre el fondo de la noche. Un miedo atroz se apoderó de mí. Aquel hombre pensaba seguirme, quizá matarme. O, tal vez, se disponía a denunciarme. Sin saber lo que hacía, abandoné a la actriz y escapé con la máxima rapidez que me permitía mi angustia. Salvé la pared de un salto y sólo al llegar a mi casa recuperé poco a poco la calma. Estaba seguro de que no me habían seguido; me había librado de él.

A la mañana siguiente, la lectura del periódico me procuró una abominable sorpresa. Habían encontrado en el cementerio de Montmartre el cadáver de una actriz muy conocida, despojado de sus ropas, destripado y horriblemente mutilado. La lluvia había borrado todas las huellas. El hombre repugnante que me había espiado había recogido el fruto de mis esfuerzos. ¡Qué horror! Me eché a llorar de despecho y pena.

 

 

22 de diciembre de 19..

 

 

Esta mañana he ido a dar una vuelta por el cementerio de Ivry, delicioso bajo la nieve, como una tarta de azúcar cande, extrañamente perdido en un barrio plebeyo. Al contemplar cómo una viuda engalanaba la tumba del difunto con un arbolito de Navidad, pensé de pronto cómo escasean ahora las mujeres de luto riguroso, con velos flotantes, en la mayoría de los casos rubias, que invadían las necrópolis no hace más de veinte años. Eran en general —aunque no siempre— profesionales que practicaban su arte detrás de los panteones familiares, con una ausencia de brío y de sinceridad absolutamente deprimentes. Carne para viudos.

 

 

 

1 de enero de 19..

 

 

Celebro el Año Nuevo en buena compañía: la de una portera de la Rué Vaugirard, fallecida de una embolia. (Suelo enterarme de este tipo de detalles en el transcurso del entierro.) Esta viejecita no es sin duda una belleza, pero sí extremadamente cómoda, llevadera, silenciosa y elástica, agradable a pesar de que los ojos se le han metido dentro de la cabeza, como los de una muñeca. Le quitaron la dentadura postiza, lo que le hunde las mejillas, pero, cuando la he despojado del espantoso camisón de nailon, me ha sorprendido con dos senos juveniles, duros, sedosos, absolutamente intactos: su regalo de Año Nuevo.

Con ella, el amor está impregnado de una cierta -calma. No abrasa mi carne, la refresca. Yo, habitualmente tan avaro del tiempo que paso con los muertos —un tiempo que corre con mucha rapidez— y que intento exprimir cada segundo vivido en su compañía, me he acostado esta noche a su lado para dormir unas cuantas horas, igual que un esposo junto a su esposa, con un brazo debajo de su fina nuca y la mano posada sobre el vientre que me había proporcionado algún placer.

La menuda portera se llamaba Marie-Jeanne Chaulard. Un nombre que seguramente habría complacido a los hermanos Goncourt.

Sus senos son en verdad notables. Al juntarlos, se consigue un pasadizo estrecho, rollizo, infinitamente suave.

Acaricio ligeramente sus cabellos grises y ralos, echados hacia atrás, el cuello y los hombros, en los que se seca ahora una baba plateada como la que dejan los caracoles.

Mi sastre —un sastre que ha conservado los untuosos modales de los viejos tiempos y me habla en tercera persona— no ha conseguido a la postre dejar de sugerirme un vestuario menos sombrío. «Pues, por elegante que sea, el negro resulta triste.» Es, por tanto, el color que me conviene, ya que yo también estoy triste. Triste por tener que separarme siempre de los que quiero. El sastre me sonríe en el espejo. Ese hombre cree conocer mi cuerpo porque sabe dónde coloco mi virilidad en el pantalón y porque ha descubierto con asombro que los músculos de mis brazos están anormalmente desarrollados en un hombre de mi profesión. Si supiera para lo que pueden servir también unos buenos músculos... Si supiera el uso que hago de esa virilidad, que, tal y como ha anotado en su libreta, cargo a la izquierda...

 

 

 

2 de febrero de 19..

 

 

Una clienta ha dicho esta mañana una frase muy bella con respecto a un cofre marino portugués, del siglo XVII: «¡Qué hermoso es! ¡Parece un ataúd!». Además, lo ha comprado.

 

 

12 de mayo de 19..

 

 

No puedo ver a una mujer bonita o a un hombre agradable sin desear inmediatamente que estén muertos. Antes, en los días de mi adolescencia, lo deseaba incluso con pasión, con furia. Se trataba de una vecina, tres o cuatro años mayor que yo, una muchacha alta y morena, con los ojos verdes, a la que veía todos los días. Aunque la deseaba, nunca se me ocurrió ni siquiera tocarle la mano. Esperaba, ansiaba su muerte, y esa muerte se convertía para mí en la máxima aspiración en torno a la cual gravitaban todos mis pensamientos. Shall I then say that I longed with an earnest and consu-ming desire for the moment of Morella's decease? I did [1]. Más de una vez, me bastaba con encontrarla —se llamaba Gabrielle— para sumirme en una formidable excitación que sabía, sin embargo, cesaría en el mismo instante en que tomara la más pequeña iniciativa. Entonces, durante horas me describía todos los peligros y todos los modos de fallecimiento que podían afectar a Gabrielle. Me gustaba figurármela en su lecho de muerte, imaginar con toda exactitud las circunstancias del entorno, las flores, los cirios, el olor fúnebre, la boca pálida y los párpados mal cerrados sobre unos ojos en blanco. Una vez, al encontrármela por casualidad en la escalera, observé que mi vecina tenía un pliegue doloroso en la comisura izquierda de los labios. Yo era joven, estaba enamorado y era romántico, lo que me hizo deducir inmediatamente que ella tenía una secreta tendencia al suicidio. Corrí a encerrarme en mi habitación, me arrojé sobre la cama y me entregué a voluptuosidades solitarias. Delante de mis ojos cerrados, veía a Gabrielle balancearse lentamente, colgada de un gancho del techo. De vez en cuando, el cuerpo vestido con una combinación de encaje blanco giraba al final de la soga, ofreciendo a la vista sus aspectos más diversos. El rostro me gustaba mucho, aunque estuviera ladeado y semioculto por la cabellera que caía sobre él, sumiendo en una oscuridad encantadora la enorme lengua, casi negra, que como el chorro de un vómito llenaba la boca abierta. Los brazos, de un moreno mate, bastante hermosos, colgaban de unos hombros blandamente dislocados, y los pies desnudos orientaban sus puntas hacia dentro.

Repetí esta fantasía sin modificar nada cada vez que mi deseo lo exigió, y durante mucho tiempo me procuró unas voluptuosidades en extremo intensas. Después Gabrielle abandonó la ciudad; al dejar de verla, acabé por olvidarla y la imagen que me había proporcionado tantas alegrías acabó a su vez por desvanecerse.



[1] «¿Diré entonces que anhelé, con fervoroso y abrasador deseo, que llegara el momento en que Morella muriese? Sí, lo diré.» (N. del T.)

 fuente:

 Título original: Le nécrophile

 1.a edición: diciembre 1995

 

 © Éditions Régine Deforges, 1972, 1990

 © de la traducción: Joaquín Jordá, 1995

Diseño de la colección: Clotet-Tusquets

Diseño de la cubierta: BM

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A. - Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona

ISBN: 84-7223-925-X

Depósito legal: B. 40.951-1995

Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolà, 13 - 08013 Barcelona

Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa

Libergraf, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona

Impreso en España

Escaneo, OCR y corrección, Jorge Barbikane

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