Juan Perucho
Las Aventuras
del
Caballero Kosmas
1 Ju a n P e r u cho - La s Av e n t u r a s de l Cab a l l e r o Ko sma s
Primera Parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4
Segunda Parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
Tercera Parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46
Cuarta Parte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
Ju a n P e r u cho - La s Av e n t u r a s de l Cab a l l e r o Ko sma s 2
Título Original:
“Les Aventures del
Cavaller Kosmas”
Premi Ramon Llull 1981
A la memoria de Álvaro Cunqueiro
Me ocupaba de las finanzas públicas.
Cronografía
MIGUEL PSELLOS
Somos unos locos. Nos creemos
indestructibles, pero la Muerte se acerca en
silencio.
Epistolario
SAN BRAULIO DE ZARAGOZA
Fuerza de coraje y lealtad tienen parentesco.
Libro de mil proverbios
RAMÓN LLULL
3 Ju a n P e r u cho - La s Av e n t u r a s de l Cab a l l e r o Ko sma s
Primera Parte
I
Kosmas era uno de los bizantinos llegados últimamente desde Mallorca con las naves
militares de Liberio. Desde la ventana veía las calles repletas de gente y, más allá, la plaza de los
Oradores invadida en aquella hora de la mañana por los tenderetes del mercado de especias
singularmente interesante por el nuevo mecanismo tributario y la rápida exacción que permitía,
incluso desde las inseguras fronteras de los godos. Cartagena (o «Cartago Nova», como decían
todavía las lápidas de las puertas de Oriente, a pesar de la restauración de Liberio) se derramaba
con morosidad hacia el puerto, de un valor estratégico incalculable, según afirmación de los
entendidos. Las naves surcaban el agua azul de la mar y las gaviotas chillaban obstinadamente.
Contempló con atención unos geranios florecidos en unos tiestos de la terraza, y que apenas
ahora cambiaban (una mutación silenciosa) de color y de tamaño ya que del violento rojo
primigenio pasaban, con brusca graduación, a un amarillo desvaído mientras crecían de manera
perceptible. La mutación era rápida pero no tanto como la que, años atrás, siendo funcionario
cualificado en Hipona, población tan estrechamente ligada a san Agustín, pudo contemplar en la
oficina de recaudación de impuestos en cuyo jardín mutaban simultánea y vertiginosamente
extensas gamas florales que iban de la rosa al ciclamen y de la hortensia a la exótica orquídea.
Recordó unas frases agustinianas que aprendió de memoria en su infancia, cuando Florentina, la
dulce niñera copta, se las enseñaba bajo el magnolio del huerto paterno, después de repasar la
Didakhé. San Agustín decía: «Vuestro es Señor todo aquello que es bueno. Vos mandáis que os
amemos. Dadnos lo que nos enviáis y enviadnos lo que os plazca.» O como proclamaba la
liturgia romana de la misa: «Suscepimus, Deus, misericordiam tuam in medio templi tui;
secundum nomen tuum Deus» («Introito», Domingo 8.º después de Pentecostés).
Detrás de él se produjo un chirrido y, al girarse, Kosmas vio como Macario, el autómata que
llevaba la contabilidad, se inclinaba peligrosamente sobre el escritorio. Lo enderezó con mucho
cuidado y le puso unas gotas de aceite de girasol en las junturas de los codos, que era por donde
más se estropeaba a causa del continuo roce que debía soportar. Echó una ojeada a las
operaciones numéricas y a las diversas partidas de los asientos y comprobó la regularidad de las
sumas y de las restas. Eran correctas.
Más hacia el fondo, Arquímedes I, de mecanismo menos complicado, se afanaba
distribuyendo en largos pupitres de ónice, montones de monedas según fuesen de oro, de plata o
de cobre y, también, según fuesen únicamente de curso local o provincial, o válidas para todos
los territorios del Imperio. En el primer caso, al que correspondían la mayoría de las monedas,
además de los signos cristianos llevaban grabada la inscripción «Spania». En caso de duda, se
golpeaban las monedas sobre el ónice para comprobar el sonido. Arquímedes I acercaba
delicadamente la oreja y, después de contadas, eran guardadas en bolsitas por Arquímedes II,
autómata de rango inferior, aunque extremadamente amable y servicial, que cuidaba de las
arcas. Los autómatas eran prudentes. No obstante su responsabilidad no estaba resuelta y era un
enigma tanto desde el punto de vista civil como penal. Las Pandectas o Digesto no decían
absolutamente nada sobre el tema.
Kosmas recaudaba todos los tributos de la provincia, que era extensa, a pesar de los
continuos ataques del reino visigodo. El sistema impositivo era idéntico, tanto para los
contribuyentes de ascendencia germánica como para los de origen romano, o sea
hispanorromanos. En esto se ceñía estrictamente a las instrucciones de su tío Basilio, gran
estratega del Imperio, le había dado en Constantinopla y que habían sido corroboradas más tarde
por el logoteta del Tesoro Público, el cual, después de comer un opulento higo de la bandeja que
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tenía enfrente, le expuso el plan general de la recaudación elaborado para el país donde lo
enviaban, con la seguridad de que dicho plan sería, desarrollado con inteligencia y eficacia por
Kosmas, distinguido especialista en finanzas y hábil depredador de saqueables patrimonios
particulares. El ministro eructó ampliamente y, después de tragarse otro higo de la bandeja, le
recomendó displicentemente que fuera al fondo de la cuestión (la cuestión del cobro) ya que
podía tener completa seguridad en la ayuda de la organización administrativa y en la impunidad
que le otorgaba el aparato jurídico. Mientras decía estas palabras, se filtraban por debajo de la
puerta las melodías de los flautistas y la cadencia de las bailarinas hebreas.
Al llegar a este punto, el recaudador bizantino hizo sonar una campanilla a cuyo sonido
apareció un gracioso sirviente adolescente, hijo de la portera principal, llamado Ugernum. Venía
acompañado por un buitre amaestrado, ya en plena domesticidad. El buitre cantó una tonada
griega, aquella que fue la preferida de la princesa Lyscaris, prima y compañera de Kosmas:
Ten, amor, el arco quedo,
que soy niña y tengo miedo.
Dicen que amor ha vencido
a las deidades mayores,
y que de sus pasadores
cielo y tierra está ofendido;
y habiendo aquesto sabido,
no es mucho temer su enredo,
que soy niña y tengo miedo.
Unos dicen el estrago
que en Tisbe y Píramo hiciste;
otros cuán ingrato fuiste
con la reina de Cartago;
y viendo que das tal pago
atemorizada quedo,
que soy niña y tengo miedo.
Kosmas, un poco emocionado, asintió satisfecho y, en aquel momento, con voz educada dijo:
–Hablemos ahora de las delaciones (caso de que las haya) de los herejes y traidores
principales. Que entre Midas.
Entró un sofista vestido de negro, luciendo un pectoral de bronce con la cruz esvástica y se
inclinó ceremoniosamente, con reverencia.
–Afortunadamente, hoy no hay delaciones, señor porque la policía del magister (lo digo
empleando la fórmula romana) ha obrado y sigue obrando con astuta diligencia en todo lo que se
refiere naturalmente a espías y traidores del fisco. En cuanto a la herejía, ésta es más insidiosa y
se esconde en los documentos, como vos sabéis perfectamente. Parece que, aparte de los
arrianos, hay algún brote de las nefastas doctrinas de aquel loco llamado Prisciliano que fue, en
su momento, debidamente decapitado. Os traigo la fórmula de una bendición a los fieles que
acabo de descubrir.
El sofista entregó a Kosmas el siguiente documento: «Padre Santo Dios todopoderoso que
constituyendo el templo de tu gracia multiforme y el tabernáculo de la iglesia creada sobre Ti
extendiendo las medidas de gloria inmensurable enseñaste por medio de Cristo que sólo en Ti se
asienta la plenitud del invisible porque el Padre debe al hijo en la obra del Espíritu Santo.»
Se hizo una pausa. Midas miraba a Kosmas.
–Efectivamente –dijo éste–. He ahí un fragmento del Tratado Noveno de Prisciliano sin
puntuar. Realmente abominable. Herético.
Los autómatas se detuvieron atónitos, en silencio. Por la ventana subió un aroma de incienso
o de sarmientos quemados.
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