NUESTRO FUTURO
PREDECESOR
Miguel Ángel Aguilar
Los
aforismos de Karl Kraus (Gitschin [o Jicin], Bohemia, 1874 – Viena,
Austria,1936) incluidos en el volumen Contra
los periodistas y otros contras nos confirman que estamos ante nuestro
futuro predecesor. El libro que apareció en alemán en 1955 y 1974 con el título
Pro domo et mundo bajo los auspicios
de la editorial muniquesa Kosel Verlag reunía textos fechados hasta 1912.
Taurus lo publicó, traducido y prologado por Jesús Aguirre, en 1982, cuando el
ya Duque de Alba había trasmutado en realidades los delirios de grandeza que
Javier Pradera le instaba a abandonar. Ahora, treinta y seis años después, el
libro sale de nuevo a la luz dentro de la colección Clásicos radicales, donde
vienen como de molde unos textos que cumplen esa doble condición.
Karl
Kraus nació en una familia judía adinerada y, sin llegar a culminar sus
estudios universitarios, se insertó en la Viena de Wittgenstein, dentro
de un pórtico de la gloria que compartía con Mahler, Freud, Loos, Hofmannsthal,
Trakl, Schönberg, Kokoschka, Schnitzler, Berg, Rilke, Wedekind, Strindberg y
otros de lengua alemana del calibre de Robert Musil, Joseph Roth o, más tarde,
Elias Canetti, prodigioso cultivador del aforismo según demostró en La provincia del hombre.
Entre
las obras de Kraus figuran La literatura
demolida (1897), Los últimos días de
la humanidad (1919), Palabras en
versos (1916-1930) o La tercera noche
de Walpurgis (1933). Pero en paralelo, a partir de 1899, cuando contaba con
veinticinco de edad, editó y escribió casi en solitario la revista Die Fackel (La Antorcha), que mantuvo
encendida hasta su muerte treinta y siete años después. Su propósito era
criticar de modo radical la corrupción de un lenguaje mercantilizado que se
degradaba hacia la banalidad. Kraus entendía que el lenguaje era nuestra
principal seña de identidad y entroncaba así, sin saberlo, con los estudios
evolucionistas de Max Müller, quien en 1861 había sentenciado que el lenguaje
es nuestro Rubicón, que ninguna bestia se atreverá a cruzar.
Es
el quid que separa radicalmente al ser humano de las demás criaturas, cuestión
abordada por Tom Wolfe en El reino del
lenguaje, donde pronostica que
pronto se reconocerá al habla como el Cuarto Reino de la Tierra: regnum animalia, regnum vegetabile, regnum
lapideum y ahora regnum loquax,
el reino locuaz, habitado exclusivamente por el Homo loquax. Así pasaríamos del zoon
politikon al zoon logon, animal
hablante. De ahí que la corrupción de
la lengua sea la madre de todas las demás y que Arturo Soria y Espinosa nos
advirtiera de que, en la secuencia temporal, primero iba el robo verbal y luego
el robo en efectivo.
Por
eso, la fonética de las grabaciones telefónicas y el texto de los correos
electrónicos reproducidos en los autos de procesamiento de comisionistas y
prevaricadores varios de estos últimos años tienen una sonoridad mafiosa y una
redacción inconfundible, la propia de los gánsteres. A la inversa, sucede también
que el primer deber prescrito en los libros de estilo de los diarios más
prestigiosos del mundo es siempre el cuidado del lenguaje, prueba básica del
respeto al público lector. Para Kraus, ese es el único camino que puede ofrecer
al hombre un verdadero progreso espiritual. Además, se comprueba que las nuevas
reflexiones acerca de la naturaleza del lenguaje coinciden en ponderar su
capacidad para permitir (o impedir) nuestro acceso al mundo.
Recordemos
que cuando apareció la primera edición en castellano de Contra los periodistas y otros contras, aquí acabábamos de salir
del «23 de Tejero», nuestra última vergüenza golpista. Queda lejos la funesta
manía de deslizarnos desde la contigüidad
a la causalidad: en absoluto
aceptamos que cuando una cosa aparece situada junto a otra, o bien ocurre a
continuación de otra, de esa proximidad espacio-temporal pueda deducirse la
existencia de una relación de causalidad. Nada justificaba el golpe militar,
pero hubo excesos indeseables en el desencadenamiento del «contra Suárez vale
todo», al que buena parte de los
medios de comunicación y de los periodistas se aplicaron con denuedo y
entusiasmo.
Cuestión
distinta es que los comprometidos con la operación de acoso y derribo contra el
primer presidente de la recién nacida democracia pensaran estar acumulando
retroactivamente los méritos antifranquistas que nunca se labraron cuando
habrían tenido validez, es decir, estando el general superlativo en El Pardo.
El caso es que los aforismos de Karl Kraus, escritos al menos cincuenta años
antes de la intentona militar, venían a dar en el clavo, de la más rabiosa
actualidad entonces y ahora, al denigrar la insolvencia que acompaña tantas
veces al ejercicio del periodismo.
Una
primera evaluación del impacto causado por la lectura de estos aforismos me
obligaría a reconocer el máximo nivel de pregnancia de algunos, como el que
reza «Los periodistas escriben porque no tienen nada que decir, y tienen algo
que decir porque escriben» o el que asegura «No tener una idea y poder expresarla:
eso hace al periodista». Confieso mi acuerdo pleno con el prólogo de Jesús
Aguirre cuando señala como puntos cardinales de la actitud de Karl Kraus la
sátira contra los impostores y los que pactaban con la impostura, la admiración
por los que fracasaban injustamente, el apoyo a los genios que solo pudieron
serlo del mañana y la abominación de la censura, sobre todo la de los
redactores jefes, dispuestos tanto a dar pábulo a la denuncia de la paja en el
ojo ajeno como a impedir la crítica de la viga en el ojo periodístico propio.
Como
escribió Kraus en La Antorcha, «los censores se lo perdonan todo a los
cuervos y atormentan a las palomas», mientras que el corrupto empresario de
prensa puede cometer todas las vilezas sin tener que arrepentirse de ninguna.
Kraus era contrario a la simulación de los «aprovechateguis» y debe contarse
junto a nuestro Arturo Soria entre quienes frente a la asimilación tergiversadora propugnan la clarificación sancionadora. Por eso repudiaba la horrenda sinfonía
que resulta de sumar los actos que generan informaciones y las informaciones
que provocan actos. En todo caso, el incremento del ruido en el sistema ha
avanzado en progresión geométrica, de modo que, setenta años después, Rafael
Sánchez Ferlosio ha podido subrayar en uno de los pecios recogidos en su libro Mientras no cambien los dioses, nada ha
cambiado que la comunicación ha alcanzado tal volumen y tanta prepotencia
que la noticia pesa muchísimo más, ocurre enormemente más, que los hechos
mismos de los que da cuenta.
De
ahí la profunda aversión de Kraus hacia los periodistas que, instalados en la
arrogancia, escriben con un tono propio de los descubridores, como si Dios solo
hubiera creado el mundo justo en el momento en que vio que el suplemento
dominical donde publicaban era bueno. El sentido de la anticipación
característico de nuestro autor puede explicar que impulsara un sistema
clasificatorio que dividía a las personas entre aquellas que tienen
antecedentes penales y aquellas que aún no los tienen.
La
profesora Sandra Santana, en su excepcional estudio El laberinto de la palabra. Karl Kraus en la Viena de fin de siglo, señala la capacidad del lenguaje para
someter a los hombres y establece como uno de los elementos centrales de la
obra de Kraus la ecuación que iguala lenguaje y poder, dado que para él la
palabra no es únicamente la barrera que separa al hombre de la verdad y que
puede tiranizarlo por influencia de intereses ajenos, sino también el único
modo de acceder al mundo. En esa línea, Tom Wolfe considera un éxito alcanzado
por el lenguaje su capacidad de conquistar todo el planeta para nuestra propia
especie, pero sostiene que su mayor logro ha consistido en la creación de un yo
interior, de un ego. Porque es el
lenguaje y solo el lenguaje el que, a su entender, confiere al hombre la
capacidad de hacerse preguntas sobre su propia vida y de quitársela, pues es el
único ser vivo que se suicida.
Para
acercarnos a la trayectoria de Kraus resulta muy relevante la advertencia de
Sandra Santana, según la cual a finales del siglo XIX se produjo un cambio de
estatuto de la profesión de periodista, a partir del momento en que los
principales diarios austriacos fueron tomados bajo el control de los bancos.
Entonces la figura del periodista vinculado a una publicación mediante un
contrato fijo empezó a desaparecer, y fue sustituida por un nuevo modelo de
profesional precario conminado a optar entre la servidumbre a los intereses de
la empresa o la asunción del riesgo de que prescindieran de sus servicios. Estadísticamente,
la precariedad conduce a la docilidad por una senda que, un siglo después, con
el avance de las nuevas tecnologías y la ruina de los medios de comunicación
convencionales, ha recibido nuevos impulsos.
Decía
John Reith, el director de la BBC: «sabemos lo que quiere el público y por eso
no se lo damos», y Kraus cien años antes sostenía que el favor del público no
era garantía de una producción artística de calidad, sino más bien un motivo
para desconfiar del propio trabajo. En su opinión, el periodismo contribuía de
modo fundamental a fomentar en las masas la búsqueda del efecto inmediato de la
palabra. Pero señalaba que, mientras que el lenguaje oral busca provocar una
reacción inmediata en el oyente, lo cual influye necesariamente en las palabras
del orador y del actor de teatro, la palabra escrita, al quedar congelada en el
papel impreso, puede mantenerse al margen del impacto que provoca su primera
lectura. La cuestión es que el periodismo, desvirtuando esta capacidad de lo
escrito para mantenerse independiente de los intereses mercantiles que altera,
desprecia el lenguaje, lo subordina a la transmisión de emociones y se entrega
a la búsqueda del favor irreflexivo del público.
La
recomendación de Pepe Dominguín era torear de oído, a favor de querencia,
complacer al tendido de sol, provocar el like,
en suma, capturar la atención –que es el recurso más escaso, siempre en
disputa y vinculado a los datos-. Pero ese proceder termina por distorsionar el
modelo informativo, porque a cambio de las noticias que recibimos aparentemente
gratis entregamos nuestra atención, que enseguida se vende a terceros. Esto
explica que el nuevo símbolo de estatus sea estar protegido de los ladrones que
intentan robar nuestra atención y retenerla en su poder, como acaba de señalar
Yuval Noah Harari, autor de Sapiens,
dándonos el ejemplo de renunciar al smartphone.
En
cuanto a Kraus, su propósito es ayudar a los lectores y mostrarles el camino
que conduce a la indemnización por la pérdida de sensaciones, educarlos para
llevarlos a un entendimiento del lenguaje como la encarnación naturalmente
necesaria del pensamiento y no solo como la cubierta socialmente obligada de
una opinión. Para él, la lengua no es una representación material de lo
pensado, sino el espacio previo y necesario para su gestación y crecimiento, de
modo que cuanto más de cerca se mira una palabra, desde más lejos nos devuelve
la mirada. De ahí su definición de la lengua como un centro de potencial
generativo.
Contra los periodistas y otros contras está
organizado en siete apartados: «De la sociedad», «Sobre periodistas, estetas,
políticos, psicólogos, estúpidos y eruditos», «De la mujer, de la moral»,
«Sobre los artistas», «Las dos ciudades», «Lances, ocurrencias» y «Pro domo et mundo». En el primero, «De
la sociedad», señala que «hay personas que toda su vida guardan rencor a un
mendigo por no haberle dado nada», una frase que parecería resonar en los
versos de Miguel Hernández: «yo sé que ver y oír a un triste enfada, / cuando
se viene y va de la alegría». Este apartado trata de los favores que se
convierten en imperdonables cuando quien los recibe observa al que se los
brinda en situación de ventajosa superioridad, lo que le hace sentir la
injusticia de su vulnerabilidad: «te perdonarán la bajeza que han perpetrado en
contra tuya antes que el favor que de ti recibieron»; apunta la incredulidad
hacia la excelencia del compañero de pupitre: «No se cree en el talento con el
que se ha crecido»; incluye una visión contraproducente de la pedagogía social:
«Si es verdad que los malos ejemplos corrompen las buenas costumbres, también
lo es que los ejemplos buenos lo consiguen en mucha mayor medida»; y explica
cómo se puede arrastrar a la guerra patriótica a los más desfavorecidos porque
«es fácil morir por una patria en la que no se puede vivir».
En
el segundo, «Sobre periodistas, estetas, políticos, psicólogos, estúpidos y
eruditos» sentencia que «democracia significa poder ser esclavo de cualquiera»;
que «el nacionalismo es un hervidero en el que se incrusta cualquier otra idea»
y que «se reconoce el fraude en que exagera la autenticidad. A la autenticidad
la reconocemos a lo sumo en que no se adapta a su público». Teme que el
psicoanálisis quede en manos de quienes todo lo acaparan: «¡Tienen la prensa,
tienen la bolsa, y ahora tienen también el subconsciente!». Considera que «las
buenas opiniones carecen de valor. Lo que vale es quién las tiene». Subraya que
«los alimentos son más sensibles que la educación; un estómago es más discente
que una cabeza»; y se apunta a que «la fealdad del presente tiene fuerza
retroactiva»; «De la mujer, de la moral» es el título del tercero. Su lectura
confirma el intento de Kraus por determinar el valor de la palabra en el
lenguaje visto como creación y visto como comunicación, así como su obsesión
por enseñar a ver abismos allí donde hay lugares comunes, es decir, de devolver
a la lengua su antigua capacidad de evocación, siguiendo una especie de manual
del perfecto militante contra la dominación simbólica, según precisaba Pierre
Bourdieu.
Pero
toda la inteligencia de Kraus y toda su capacidad para la transgresión no le
impiden incurrir en lo mismo que combate, de modo que se tendría la tentación
de replicarle «haga el favor de ahorrarme su originalidad». Porque sucede que, como apunta Robert Musil, «los
ideales tienen entre otras extrañas propiedades, la de transformarse, cuando se
les quiere seguir escrupulosamente, en su contrario». Dice que, así como en el
hombre sucede al placer el fastidio, también en la mujer el arrepentimiento
sucede a la fidelidad; que las mujeres son casos límite, que Dios tomó la
costilla de la mujer y construyó con ella al hombre; que los ojos de la mujer
deben reflejar no sus pensamientos, sino los de él; que la cabeza de la mujer
no es más que el cojín sobre el que reposa una cabeza; que hay un mundo hermoso
en el que los hombres reprochan a las mujeres el cumplimiento de su deseo
preferido. O sea, que esta lectura generará bronca y que se cumplirá su propio
aforismo, según el cual en la polémica si uno tiene poder para tener razón, el
otro entonces no tiene derecho a tenerla.
El
cuarto capítulo trata «Sobre los artistas». Aclara que este jamás se deja
arrastrar por la vanidad a la autocomplacencia. Establece como distintivo del
gremio artístico «hacer de lo evidente un problema propio y resolver los
problemas ajenos; saber para los demás y estar uno mismo en el infierno de la
duda; preguntar a un criado y responder a un señor». Entiende que no hay otro
arte de la palabra si no es la capacidad de poner en claro una opinión.
Sostiene que el lenguaje no es el aya, sino la madre del pensamiento; que la
idea viene porque se toma por la palabra; que la ciencia es un análisis de
espectros y el arte, una síntesis de luz; que las ideas no son de quien las
enunció primero sino de quien las enunció mejor; que la frase de Nestroy «he
hecho un prisionero y no me deja libre» vale para el artista y para el
pensamiento; que el creador y el amante se acreditan en la distancia que hay
desde la motivación a la vivencia; que por medio de sus imitadores han probado
muchos no ser originales; que lo que importa es el aire en que una palabra
respira; que la mediocridad se revuelve contra la pertinencia; que en un
verdadero retrato hay que reconocer al retratista.
Las
referencias a «Las dos ciudades», por supuesto Viena y Berlín, constituyen el
capítulo quinto. El sexto se titula «Lances, ocurrencias». Ahí mantiene que el
diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres y recuerda
algo que olvidan los místicos: que Dios lo es todo, salvo místico. Dice que hoy
es original el que haya robado primero; que el que plagia debería copiar cien
veces al autor; que un lobo con piel de lobo es un canalla bajo el pretexto de
serlo; que el odio tiene que ser productivo porque de lo contrario, amar es
igualmente sensato.
En
el séptimo, «Pro domo et mundo»,
atisba que los automóviles no consiguen que los conductores avancen; que si hay
que creer en algo que no se ve, prefiere los milagros a los bacilos. Esta mención
nos lleva a las Lecturas no obligatorias de
Wisława Szymborska, quien escribe que en medicina hay casos como el de la
inmunidad a la ingesta de bacilos patógenos, solo explicables por la aparición
de personas con una resistencia excepcionalmente vigorosa a los hechos
evidentes. Evidencias que pueden crearse a partir de las convicciones, como
advertía Proust. Reconozcamos que, desde luego, las de Karl Kraus cristalizaban
en ese sistema. Bien habría podido decir de sí mismo que, habiéndolo emprendido
todo por su sola afición, libre interés o propia y espontánea curiosidad, no se
tenía por profesional de nada.
Concha, Ruiloba, 28 de agosto de 2018
SU FUTURO PREDECESOR
Jesús Aguirre
«Murió
la vida. El crimen baila tango.»
K.
K.
El
proyecto de esta edición de Kraus estaba ya asentado hace varios años. Dirigía
yo, entonces, esta misma empresa editorial, actividad que a veces se me antoja
harto lejana y otras, en cambio, como ejercida en un ayer que no se ha
interrumpido todavía: casi ayer noche. Así juega, conmigo al menos, la
nostalgia, único imperativo categórico que reconozco.
Comenzamos
por publicar en Taurus La Viena de
Wittgenstein de Toulmin y Janik, y lo hicimos muy poco tiempo después de
que en Estados Unidos viese la luz la edición original. (La traducción francesa
tiene fecha de 1981.) Los autores eran quizá hasta amigos y, desde luego,
conocidos de Aranguren, quien me envió, para su lectura, tempraneras pruebas de
imprenta. La obra es un pórtico de lo que, editorialmente, queríamos hacer
después y, en parte, ya está hecho. En el bullicio creativo que describe,
trasiega el lector nombres con magia propia: Mahler, Freud, Loos, Hofmannsthal,
Trakl, Wittgenstein, Schönberg, Kokoschka, Schnitzler, Berg, Rilke, Wedekind,
Strindberg et alii. Entre todos
ellos, el de Kraus surge como el de un gran ministro, mejor dicho maestro, que
los une y divide, anima y escarnece, frecuenta y esquiva; como el de un
trujamán, en suma, a cuyo discurso se mueven las figuras de la representación.
No hubiese esta existido como tal sin Kraus; lo cual no quiere decir que los
autores, cometas en cuanto actores, no hubiesen brillado por separado. Hasta
las iniciales de Karl Kraus nos fascinan hoy, lectores de Musil que ya somos,
por su coincidencia con las de Kakania, país imperial que evoca, con ímpetus de
sinfonía para pentagramas incompletos, el autor de El hombre sin atributos.
La
Europa de los primeros años setenta, que fueron los de Taurus de que hablo,
parecía gozar de una salud más que suficiente; la de ahora padece una crisis
que esperamos, con Ortega, rompa en alba. Aquella Viena de fines y principios
de siglo componía un cuadro fastuoso de la decadencia. Nos atrajo entonces por
la heterodoxia de sus mejores protagonistas; hoy, por afinidad con algunas de
nuestras situaciones calamitosas. Claro que, si aquel derrumbamiento europeo
tuvo en Viena testigos tan singulares como egregios por sus creaciones, no
parece que ahora, entre nosotros, haya muchos, ni pocos, capaces de entonar con
acento valedero nuestro canto del cisne. Por eso, por falta de voces,
recurrimos a Viena como eco a contrapelo de lo que está ocurriendo en Europa
muchos decenios después. Puesto que no damos con la imagen artística de nuestra
realidad, nos remitimos a aquella imagen, artísticamente consagrada, de una
realidad pareja, sin antecedente. En este caso la lechuza de la conciencia
histórica vuela, como el ángel nuevo de Walter Benjamin, hacia atrás.
En
una carta, dirigida a Schnitzler en marzo de 1893, anuncia Kraus, en frase de
las que más tarde llamaría Canetti «sus frases-fortaleza», el comienzo de una
lucha en la que encarnará su vida entera. «Detesto y he detestado esa falsa y
trucada décadence, que coquetea
eternamente consigo misma; impugno e impugnaré siempre la poesía amanerada,
enfermiza, masturbada.» Decadencia no solo del águila de los Habsburgo, sino de
toda una trama social que acabaría por retorcerse en las llamas de dos guerras
mundiales. Ese es el tiempo que Kraus intuye, proféticamente, le ha tocado
vivir. Para procurar, sin resignación y con denuedo, desvivirse en él, se
ofrecían entonces, como ahora y como siempre que una época se viene abajo, dos
senderos que no se bifurcan, sino que resultan paralelos aunque en direcciones
en apariencia contrarias: la utopía y la sátira. Lo positivo de esta es su
negación; la utopía, a su vez, niega por cuanto afirma lo inasequible. Kraus
escogió la sátira. Desde niño había mostrado aptitudes relevantes para la
parodia. Quiso ser actor y lo fue, si bien representando siempre el mismo
papel, el de Karl Kraus. Su sátira nace y se desarrolla en el lenguaje. Se
distingue así de la de un Swift o un Lichtenberg. Y así también cobra vigencia
al paso de los años, que difuminan la anécdota y ponen de bulto, en cambio, un
resultado objetivo, mediado por nuestra comprensión de sus materiales
expresivos. El lector actual de, por ejemplo, esta edición, puede muy bien
prescindir de este prólogo, que por mi parte no tiene intención reconstructiva,
sino únicamente deleitosa y por añadidura.
Kraus
fue siempre, según la expresión de Valéry, «su futuro predecesor». Antes de
cumplir los veinte años publica su primer aforismo; de sus aforismos diría
luego Hermann Hesse que constituyen «el autorretrato más audaz y notorio que
posee nuestra literatura». A la misma edad ofrece su primera lectura pública,
de textos, entonces inauditos, de Detlev von Liliencron. En 1936, año de su
muerte —«ese descanso eterno en el que no confío»—, tiene lugar su lectura
ciento séptima, esta postrera vez de textos propios. De semejantes lecturas hay
que decir que fueron, más que una actividad, una actuación. La mímica de Kraus
era en ellas elemento predominante; las citas literales de los «inculpados»
conducían a estos, como reos de sus propias vida y obra, al desenlace fatal de
la condenación. El público asistía, fascinado por el horror de una flagelación
con la que contaba de antemano. Canetti, que escucha a Kraus por primera vez en
1924, nos confesará su resistencia, lograda entonces a duras penas, a la
«atrofia de la voluntad para juzgar por mí mismo». Stefan Zweig abomina, más
tarde, de quienes se refocilaban con la indignación krausiana no por su
contenido de verdad, sino porque eran enemigos partidistas de aquellos a los
que Kraus se sentía en el deber de atacar. No hay cara sin cruz; la cara es de
cada cual y la cruz, agobiante, es la máscara de los demás, de los otros.
En
su primer ensayo extenso, La literatura
demolida, la sátira contra Hermann Bahr es anecdótica, ya que Bahr es una
anécdota en la historia de la literatura. Pero siguen interesándonos la sátira
en sí y sus aplicaciones previsoras contra Hofmannsthal. La tertulia literaria
de la Viena de fin de siglo se reunía en el café Griensteidl. La demolición del
local, por mor de modernización urbanística, dio pie a Kraus para el llamativo
título de su publicación censoria. Llegaría, más adelante, a mover, y perder
estrepitosamente, un proceso por corrupción contra Bahr como crítico teatral a
sueldo de los teatros. La polémica con Hofmannsthal ocupará la vida de ambos.
«Huye la vida y ama lo que la embellece»: he aquí el reproche en el que Kraus
no desmayará frente al poeta y dramaturgo con el que festejara, mozos los dos,
el simultáneo y feliz final del bachillerato. El periodista nato que nunca dejó
de ser Kraus acecha los ocasionales pasteleos de Hofmannsthal con la prensa. El
pacifista encolerizado de Los últimos
días de la Humanidad no acalla su denuncia de los subterfugios, tan
belicistas de palabra como cobardes de hecho, que el aplaudido libretista de
Richard Strauss amañó durante la campaña de 1914. «La vida hará de la
afectación añicos», sentencia el satírico que, tras esta publicación, quedó
maltrecho por la paliza que le atizara uno de los contertulios del Griensteidl,
cuyas criaturas idílicas, Bambi entre ellas —se trata de Felix Salten—, mal se
compadecen con la agresión a puño cerrado. No fue esta la última, hasta el
punto de que hubo quien exhortó, por escrito, al molido panfletista que robusteciese
su complexión física o cambiase de manera de escribir. Kraus, que adolecía de
agorafobia desde niño, nunca ocultó su miedo a cruzar la calle, a pesar del
cual mantuvo su gallardía literaria «sin miramientos, incluso sin conciencia de
dicho miedo». ¿Cómo extrañarse entonces de que elevase a categoría de patria su
propio escritorio? El destino se crece en las pequeñeces. Atropellado por un
ciclista «en la oscuridad de una calle de Viena», empeora Kraus de su
enfermedad cardiaca y muere poco después, apenas cumplidos los sesenta y dos
años.
En
la estimativa de Kraus los valores literarios afloran desde la constancia moral
de fondo a la sobrehaz estética. Es curioso su escaso interés por la novela,
vencido siempre por su entusiasmo ante poetas, dramaturgos y músicos. Tanto
entre clásicos como entre contemporáneos el gusto krausiano tiene siempre
intenciones de apoyo o de redescubrimiento. El viejo Goethe, a la sazón
preterido en favor de sus creaciones de fechas anteriores; Shakespeare,
defendido contra las representaciones al uso y para ello traducido de nuevo y
adaptado sin acartonamiento; arquitectos, como Loos, para el cual una casa
puede ser un delito; pintores, como Kokoschka, que en rostro y en manos de sus
figuras consigue retratar el vacío de una época; músicos, como Schönberg,
silbado en las salas de concierto vienesas; folletonistas, como Peter
Altenberg, vagabundo de su talento por calles, plazas y cafés, sobre los que
dice, a pesar de los cronistas locales, la verdad poética y sin tapujos; poetas,
como Trakl y Else Lasker-Schüler, devorados por una general incomprensión de
los demonios que los habitan. En el aliento de todas estas preferencias hay un
poco de disgusto por la crema batida, por las operetas en las que no se expresa
nada y se disimula todo, por la hipocresía sofocante de una ciudad contenta,
pero sin alegría, y confiada en el provincianismo de su abatida capitalidad.
Podríamos
apilar hecho sobre hecho para dar ejemplos de que Kraus está en el centro vivo
de un azar diario que termina por convertirse en ley ilegal de las auténticas
creaciones de su tiempo. Basten dos, musical el uno y el otro, poético. En
ambos, y en tantos otros, nos encontramos con un Kraus investido de los poderes
del genius loci.
En
marzo de 1905 organiza Kraus una representación privada de La caja de Pandora de Wedekind, cuya puesta en escena pública había
sido prohibida por la policía. Asiste Alban Berg que, sobre el texto del
dramaturgo, compondrá después su ópera Lulú,
auténtica danza de la muerte de toda una época.
En
1914 Wittgenstein renuncia a cien mil coronas de oro, heredadas de su padre, en
favor de escritores menesterosos. El albacea que escoge para distribuir su
donación es Ficker, un intelectual de Innsbruck, a quien el filósofo conoce
poco. ¿La razón?: «por lo bueno que Kraus ha escrito sobre usted y por lo que
usted ha escrito de bueno sobre Kraus». Los beneficiarios del dinero, coronados
por tanto, ya que de coronas se trataba, fueron Rilke y Trakl. No siempre las parcas
tejen con hilo negro. Trakl, el poeta de los azules y del incesto, publica
algunos versos, por recomendación de Kraus, en una prestigiosa colección que
dirige Franz Werfel, y retira otros de cierta revista porque su director se
enemista con Kraus. En 1912 dedica a este un salmo y en 1913, el siguiente
poema:
Karl Kraus. Albo Sumo Pontífice de la
verdad,
voz de cristal, en la cual de Dios vive el
hálito glacial,
mago encolerizado, bajo cuyo manto resuena
la azul coraza del guerrero.
La
sátira contra los impostores o contra los que pactan con la impostura no ocupa
por entero el corazón de Kraus. En él cupieron afectos familiares, admiración
por los que fracasan injustamente, apoyo a los genios que solo pudieron serlo
del mañana. Honor que le debemos rendir a ese corazón porque supo latir por
quienes hoy hacen latir al nuestro.
El
número cuantioso de los aforismos disparados en este volumen contra la
corrupción de la prensa justifica su título.
Kraus
no es un extraño al mundo periodístico. En él estrenó su pluma. Al comienzo de
los años noventa publica profusamente en diarios y revistas de Viena, Bremen,
Berlín, Hamburgo y Breslau, llegando a ser redactor de un importante semanario
vienés. Se percata enseguida de que «las necedades actuales parece que nacen
listas para la imprenta». No teme la censura estatal, que sufrió no pocas
veces, sino a la más íntima de los redactores jefe, que le permiten arremeter
contra la paja en el ojo ajeno, pero que le prohíben hacer astillas de la viga en
el ojo periodístico. El lector busca en la prensa información y encuentra en
ella, según Kraus, «impresiones tendenciosas y adornadas». La distinción que
propugna entre el lenguaje informativo y el artístico se corresponde con la
separación que exigirá en Moralidad y
criminalidad (1902) entre la esfera pública y la privada. La prensa se le
antoja culpable de confundirlo todo, de no saber discernir «una urna de un
orinal».
En
1899 funda su propia revista, que editará, contra viento y marea de fiscales y
colegas, durante treinta y seis años. «Esperemos que nuestra Antorcha [así se llamaba la publicación,
que aparecía tres veces al mes] ilumine a nuestro país, en el cual nunca, al
contrario que en el de Carlos V, se alza el sol.» Acoge en ella colaboraciones
tan significativas entonces como ahora: Liebknecht, Wedekind, Liliencron,
Altenberg, Strindberg, Wilde, Schönberg. A partir de 1912, Kraus redacta él
solo todas y cada una de sus páginas. La prensa establecida adopta primero la
táctica de la callada por respuesta, del ostracismo. Lo cual no obsta a que se
sucedan febrilmente las reimpresiones de no pocos números del pequeño cuaderno
rojo oscuro. El gesto de aparente indiferencia se torna enseguida en
agresividad múltiple: nuevas publicaciones son fundadas y hasta se ponen obras
en escena para arruinar el prestigio de Kraus. Hay quien le aconseja que apunte
con su esgrima a la prensa mal hecha y, por tanto —o tempora, o mores!—, menos influyente. «Los pantanos de la
fraseología» son aún más pestilentes al olfato de Kraus en los buenos periódicos que en los que no
alcanzan una difusión suficiente para que se los considere lo bastante buenos. Tras cada proceso judicial
corrobora su convicción de que el corrupto «empresario de prensa puede cometer
todas las vilezas sin tener que arrepentirse de ninguna».
La
intrepidez de Kraus no contó nunca con la cobertura de un partido ni de una
escuela. Si libra batallas escritas en pro de una persona y su obra jamás las
acompañará de adhesiones por su ideología. Es amigo de Schönberg, sin defender
el dodecafonismo; admira a Brecht, pero no comparte su credo socialista; se
entiende bien con Freud, aunque haga escarnio de las secuelas consumistas del
psicoanálisis; elogia ardorosamente a Hauptmann, sin participar, en cuanto
escritor, de la estética naturalista.
La
crítica marxista o marxistizante, representada la primera por el Goldmann que
no ha pasado aún por la depuradora del «partido» y la segunda por Hans Mayer,
opina que esta actitud krausiana no es sino la indecisión propia de un
personaje de entretiempo. Benjamin, en cambio, que lleva puestos los anteojos
únicamente por fuera, no se equivoca al entrever que Kraus ocupa por vocación,
por destino, una dimensión, la metafísica, que reasume todas sus indiferencias
literarias y políticas en una diferenciación invariablemente penúltima: la de
vivir no entre una época que agoniza, o que no agoniza tanto, y otra que pugna
por nacer y no lo consigue sin mellas, sino pura y personalmente a las puertas
del «juicio final».
Categoría
esta, la de «juicio final», que es a la vez circunstancia trágicamente
descifrada. Cuando frente a las catástrofes de 1914 Kraus escribe Los últimos días de la Humanidad no está
levantando, como cree la censura y con ella o contra ella creen casi todos, una
campaña política; está prediciéndose y prediciendo, moviéndose él solo en la
lucidez concéntrica y blanca de la alucinación, del alarido. ¿No había
vaticinado pocos años antes que «el progreso fabrica portamonedas de piel
humana»? (Frente a este vaticinio, pronunciado en 1910, la pregunta sobre si
después de Auschwitz resulta posible la poesía, quizá se descubra como un
amaneramiento a crimen pasado que, sin duda, lo seguiría siendo ante el crimen
por venir.) Lanzará enseguida su vae
victoribus! Las acusaciones que entretanto sufre de derrotista, de
pacifista, por parte de los nacionales; las de reaccionario, con las que
responderán los socialistas a su publicación Aquende y Allende; los reproches de los judíos por los artículos,
no suyos, sino de Liebknecht, impresos en su revista sobre el asunto Dreyfus,
por cierto que doce años antes de su conversión, apadrinada por Loos, al
catolicismo; los de los católicos, cuando en 1922 abandona la confesión romana
por escándalo ante «el gran fraude de su teatro del mundo»; anécdotas son o
peripecias, pero no de Kraus, sino de los otros. La historia tiene cronologías
sucesivas. El apocalipsis no tiene ninguna; sus únicos peldaños son exteriores:
los de una intransitable escalera de incendios. Kraus remata su vida con una
obra, La tercera noche de Walpurgis,
en la que el grito no puede regresar al lenguaje articulado, sino únicamente
prolongarse en el silencio. «Sobre Hitler no se me ocurre nada» es la primera
fase del alegato más implacable, más inexpugnable, por su esencialidad y por su
independencia, contra el caos. En el diluvio hubo refugio. No lo hay en el
caos, que mata a la palabra. «Ha muerto la palabra, ha muerto la escritura». Se
desperezó entonces un mundo, cuyos fieros ronquidos parece que vuelven hoy a
solicitar nuestros oídos. Acaso haya entre las penas del infierno una que
consista en no poder hablar teniendo que oír.
«Amor
infinito, trabajo sin fin.» Kraus tiene cuarenta y un años cuando dicta con
esta exclamación, que no es un aforismo sino un secreto de correspondencia
íntima, sentencia sobre su educación sentimental. A algunos lectores podrán
parecerles ciertos textos krausianos acerca de la mujer una muestra de
misoginia. Sin embargo, el autor de Moralidad
y criminalidad trabaja en contra de la doble moral, una para el hombre,
otra para la mujer, sofocante ante todo en el ámbito sexual. Su defensa de una
mujer, la actriz Annie Kalmar, cuya muerte da ocasión a determinados artículos
injuriosos, fue sentida por razones personales y ardorosa en sus conclusiones
objetivas. La crítica de la situación femenina no decae en la Antorcha; son frecuentes en sus columnas
las citas irrisorias de anuncios, aparecidos en la prensa, de bodas o de
deseos, más o menos remilgados, de encontrar el adorado contrayente. Lo que
ocurre con las prostitutas es también el prisma a través de cuyas turbias
irisaciones espía Kraus la hipocresía del mundo.
Pero
digamos pronto que no se puede clasificar a Kraus como pionero del feminismo.
Provocan su interés las situaciones concretas de la mujer, sin que le preocupe
lo más mínimo la llamada condición femenina. Escéptico ante Freud, que llega a
tomarle ingenuamente por uno de los suyos («deberíamos usted y yo hacer piña»),
habría sin duda hecho mofa de libros como El
segundo sexo. En este asunto, como no en pocos otros, el bosque —las
ideologías— no estorbó nunca a Kraus la contemplación, minuciosa y apasionada,
de cada árbol.
Kraus
veneró a su madre, que muere pronto. Amó a la Kalmar, de la cual le separa no
el éxito escénico, que esta no tuvo, sino la muerte también temprana. Vino
luego la pasión por Sidonie Nádherny von Borutin, en cuyos vaivenes pierde la
pista cualquier análisis de escuela. Se contraponen en ellos la tendencia a la
fuga de la dama, que en este aspecto se asemeja a la imperial Sissi, con los
encuentros frenéticamente carnales, evocados por cierto sin ningún falso pudor
en diarios y cartas, que alejan de Kraus toda afinidad con el aún más imperial
Francisco José. Sorprenden el hermetismo y la concentración líricos en una
relación como esta, dramatizada en y por rupturas y reconciliaciones a lo largo
de veintiséis años, y formulada, que no embellecida o idealizada, en unas 1.065
cartas o misivas. «¡Cuánta lucha para conseguir una ilusión!» La mortaja de Otto
Weininger no está lejos de tal hielo incandescente.
La
coherencia entre la obra de Kraus y este largo lance amoroso se pone de
manifiesto precisamente en que, salvo para algunos, muy pocos, amigos del alma,
su relación con Sidonie no se descubre sino tras su muerte. En 1971 aparecen
las cartas. En vida, Kraus trataba de usted, en público, claro está, a la
baronesa. Mantuvo de hecho el derecho, que tanto defendiera teóricamente, a la
separación rigurosa entre la vida pública y la privada. No renunciamos a
señalar que ante esta mujer, tan concreta como huidiza, quizá esfinge sin
secreto alguno, tuvo Kraus un pálido e inconsciente rival: Rainer Maria Rilke.
El poeta de los órdenes celestes vio en Sidonie enseguida a la propietaria de
castillos. Nunca sabremos si le encandilaban las propietarias o sus castillos,
si le inspiraban estos por estar ellas dentro o ellas porque eran castellanas.
Ambos elementos se transmutan en su mitología. Lo cierto es que Kraus, que
sabía lo que pasaba y lo que no llegó a pasar, llamaba a Rilke por su segundo
nombre: «la María».
Dejamos
otras consideraciones políticas, estéticas y variopintas acerca de Kraus y de
su obra para el prólogo a un segundo volumen de aforismos, que proyectamos
publicar bajo este mismo signo editorial. La recepción que este primero obtenga
nos aleccionará sobre la vigencia entre nosotros de las anomalías. No
precisamente de esas que la experiencia cotidiana nos tiene acostumbrados a
rechazar o simplemente a padecer; anomalías, por tanto, sobre las cuales su
propia frecuencia social coloca el gorro de la viabilidad. Las anomalías
auténticas, en cambio, son siempre ellas mismas inviables, aunque su cabida,
desde luego que en constante inminencia de desahucio, en una sociedad concreta
hace a esta más capaz de vigilia sobre sí misma. Kraus es una anomalía de esta
índole. No fue, como Kierkegaard, un pensador religioso. Su «juicio final» no
prescribe cada día al remitirse a fronteras escatológicas, sino que acontece en
esa meta ínsita en el origen y «que no debemos pasar por alto». La intensidad
de cada instante adquiere así contornos y contenidos de destino. Contagia,
además, de su fervor a las cosas entre las que se vive. A Kraus una palabra le
«interpela con la boca abierta», y él mismo le pregunta a un cuadro, que cuelga
en su gabinete de trabajo, por su estado de ánimo (el del cuadro), y al reloj,
si se encuentra cansado, y a la noche, si ha logrado descansar. Naturalmente
que este comportamiento nada tiene que ver con el ternurismo de los dibujos
animados, sino que es una fantasmagoría propia de quien, como Kraus, dormía de
día y vivía, trabajaba, de noche. Empleo este del tiempo nada caprichoso, sino
voluntariamente satírico. Sí; para Kraus la sátira no es meramente un género
literario, sino razón de vida. En ella hizo su resistencia y se convirtió él
mismo, como Canetti dice, en una escuela de resistentes.
Leía
Kraus por primera vez en Viena. Vivía, entonces, en una casa art nouveau, cuyos dueños, Aenne y
Wolfgang Dern, me regalaron una edición, precisamente de aforismos, impresa en
Leipzig en 1911. Vaya, pues, para estos amigos, a los que la muerte no ha
separado en mi corazón, mi primer agradecimiento. El último, recentísimo, se lo
debo al conde Schallenberg, embajador de Austria en Madrid, quien con paciencia
y buen tino ha sabido aconsejarme en mis dudas de traductor sobre determinados
términos dialectales y expresiones de sabor local de este texto de Kraus, que
el lector haya quizá, para su fortuna, leído de un tirón, sin entretenerse en
este prólogo, mezcla, como diría Eugenio d’Ors, de «vagabundeo y método».
Liria, enero de 1982
1
De la sociedad
La
mano sobre los ojos —esta es la única caperuza en este desencantado mundo—. Se
ve entre los dedos a todos los que quieren acercarse, y uno está protegido.
Creen que cavilamos, si ponemos la mano por delante. De lo contrario, no.
Todavía
hay personas entre nosotros que tienen aires de venir de la crucifixión de
Cristo, y otras que parecen preguntar: «¿Qué dijo?». Y otras que lo ponen todo
por escrito bajo el título «Los sucesos del Gólgota».
¡Semejante
plaga esta vida en sociedad! A menudo es alguien tan complaciente que me ofrece
fuego, y yo tengo, para ser complaciente, que sacar de la pitillera un
cigarrillo.
A
la gente a la que no saludo la divido en cuatro grupos. Hay a quienes no saludo
para no comprometerme. Este es el caso más sencillo. Hay además a quienes no
saludo para no comprometerlos. Lo cual exige cierta atención. Pero hay también
a quienes no saludo para no perjudicarme ante ellos. Estos son más difíciles de
tratar. Y hay, al fin, a quienes no saludo para no perjudicarme ante mí mismo.
Lo cual significa que debo estar especialmente alerta. Tengo ya, sin embargo,
bastante rutina, y en la manera de no saludar sé expresar cada uno de los
matices, y así con nadie cometo una injusticia.
No
basta con no saludar. Tampoco se saluda a gente a la que no se conoce.
Alguna
base debe de haber en la vida nueva para una relación trastocada entre la
oferta y la demanda. De lo contrario, no sería posible que un diálogo socrático
quedase interrumpido con tal frecuencia por alguien que pregunta si se quiere
comprar un cepillo de dientes.
Se
recomienda asesinar enseguida a los señores que contestan con la frase
siguiente al ofrecimiento de un cigarro: «No diré que no». Porque, si no,
podría darse el caso de que a la pregunta de si les gusta una mujer respondan:
«A nadie le amarga un dulce».
Resulta
conmovedor y melancólico ver que el trabajo mecánico reprime por doquier al
individual. Solo los desfloradores van por ahí, con la cabeza alta, convencidos
de ser irremplazables. Exactamente igual hablaban hace veinte años los cocheros
de punto.
Todos
son iguales ante el peluquero. El primero que llega tiene precedencia. Te crees
que se ha sentado antes que tú un duque, y cuando cae el paño se levanta un
mozo de taberna.
Un
camarero es una persona que lleva frac sin que se note. A su vez, hay personas
a las que se toma por camareros en cuanto llevan frac. El frac, por tanto, no
tiene valor en ningún caso.
Si
alguien se ha comportado como una bestia, dice: ¡no soy más que un hombre! Pero
si ha sido tratado como una bestia, dice: ¡al fin y al cabo soy un hombre!
En
alguna parte encontré esta inscripción: «Se ruega dejar este lugar como se
desearía encontrarlo». ¡Si los educadores hablasen a las personas con la mitad,
por lo menos, de contundencia que los hoteleros!
Con
la gente que utiliza el término «efectivamente», no me trato.
La
sociedad burguesa se divide en los que tienen el apéndice extirpado y los que
ni siquiera tienen apéndice suficiente para poder costearse la orden de
Francisco José.
Un
cigarro, dijo el altruista, un cigarro, querido, no le puedo dar. Pero si
alguna vez necesita usted fuego, basta con que se dirija a mí; mi cigarro arde
siempre.
A
las personas distinguidas no les gusta manifestarse. En cuanto ven que alguien
comete una bajeza, se sienten solidarias, aunque no todas tengan el coraje de
hacerlo saber.
Nada
podía hacerse con él, porque él mismo era algo. No tenía esa habilidad que es
mejor que lo que se es, ya que pone de bulto lo que no se es.
A
uno, al que tuvo que acosar la vida con insidias porque no estaba a su altura,
le hacían reproches desde su bajeza.
Hay
hipócritas que se jactan de ser deshonestos para serlo con ese pretexto.
Se
debiera combatir la beneficencia no por tacañería, sino por Weltanschauung.
Hay
personas que toda su vida guardan rencor a un mendigo por no haberle dado nada.
Te
perdonarán la bajeza que han perpetrado en contra tuya antes que el favor que
de ti recibieron.
He
experimentado tan a menudo que alguien, que compartía mi opinión, se quedara
con la mejor parte, que ahora soy avispado y no hago más que ofrecer ideas a
los demás.
El
repulsivo me encuentra insoportable. Pero no nos iremos cada uno por nuestro
lado hasta que haya recibido de él lo bastante.
¿Cuándo
terminará esta ciudad maliciosamente desconocida por merecer la loa de que
disfruta? Jamás se ha esforzado por una ociosidad garbosa. Tendría que acabar
con la mala costumbre de que sus gentes estén todo el bendito día paradas para
ponerse a pasear.
En
el arte se estima, entre nosotros, el negocio, y en la hospedería se estima la
personalidad.
Ya
no me conviene vivir en una población que sabe que hace diez años pedí una
legumbre que no estuviese quemada, y que además no llama a la legumbre por mi
nombre, sino a mí por el de la legumbre.
Que
el austriaco ha estado sentado, mientras que el alemán en la misma situación no
estuvo ocioso sino que se asentó, es lo que caracteriza por entero la
diferencia de los temperamentos. Aquel conoce a lo sumo un movimiento, a saber:
el que desde el punto de reposo lleva hacia atrás. No admite que la coleta le
cuelga por detrás, sino «pospuestamente». Es curioso, en el tranvía habla de un
vagón «pospuesto», en lugar de uno trasero; puesto que es culto y se siente
obligado a renunciar incluso a la asociación de ideas más corriente.
En
Berlín anda tanta gente que no se encuentra a nadie. En Viena se encuentra a
tanta gente que nadie anda.
Lo
que inevitablemente empuja a la locura es el panorama de una ciudad en la que
cada comparsa se convierte en figura de primer plano. Aquí podemos ir por una
calle en la cual un barrendero nos cierra el camino, y tenemos tiempo de
contemplar sus rasgos hasta que ha apartado la escoba. Nada hay en esa calle
más que el barrendero, y este crece gigantescamente y se alza ante la vida. O
también puede ser un corredor de plaza. Le vemos a diario, evolucionamos con
él, y nos decimos: también él encanece. ¿No resulta trágico que en este plazo
de espera tengamos que contemplar hasta la muerte cómo vive la trivialidad? Los
comparsas se han hecho con el diálogo. Los granitos de caviar cobran un rostro,
son discernibles y amenazan con devorar al comensal. La vida de esta ciudad
está diseñada con absoluta carencia de perspectiva, y sus figuras son como las
de una revista satírica de mal gusto. Están paradas donde debieran andar. Andan
para enseñar sus botines. Los caballos están suspendidos en el aire con las
patas delanteras estiradas. Uno cuenta, riendo, un chiste, y jamás cierra ya
las fauces. Una florista se entromete en la conversación. Un cochero señala a
su vehículo y espera que la seguridad de poseer un coche de punto termine por
llevar al pasajero o convencerse de ello por sí mismo. El joven Pollak está hoy
mal afeitado.
Queramos
o no, tenemos que estar junto a la cuna de la fama que lleva por todo el mundo
el nombre de un congratularte, de un condolerte, de un presente, de un ausente.
Nuestro cerebro ya no se defiende contra esa nomenclatura terrible que
significan las páginas locales de los periódicos; y al final tomamos la
inconsistencia de una popularidad por esa hondura a cuyo fondo no hay acceso.
Viena es el terreno de esas personalidades que son queridas gracias a su
popularidad. Se nos presentan con un animado «Nos conocemos, ¿eh?», y hace
falta mucho tiempo para que logremos aprender a no conocerlos.
No
me quejaría porque me hiciesen «aflojar» las propinas. Penoso es solo que tenga
que sacarlas del bolsillo cuando llueve, cuando estoy pensativo o cuando sucede
cualquier otra cosa no favorable a las obras de caridad.
He
encontrado una idea, pero debo buscar siete monedas. Pierdo la idea, pero
encuentro siete monedas. Ya está otra vez la idea cerca; solo tengo que
buscarla. El funcionario espera: tengo que buscar una moneda. Ya la tengo. Que
no, que es un botón. El pueblo está ahí, participando. De nuevo se ha ido la
idea. El funcionario está todavía aquí. Debo darle una moneda, pero solo tengo
la que no vale. Mi chaqueta está abierta, el tiempo es frío y húmedo, estoy
entre corrientes. Cogeré la gripe y no podré trabajar. He de reflexionar:
¿cambio o me concentro? Si cambio, ya sé lo que ocurrirá. Una mano sucia toma
la mía, mete en ella las monedas de cobre y esparce por encima las de níquel.
Abrocho la chaqueta. Ahora vendrá enseguida la idea. El funcionario se vuelve
desdeñoso y toca la bocina. Ahora se ha ido, la idea.
El
vienés se dio cuenta de que el abrepuertas de los vagones no tenía sentido. Y
entonces inventó picaportes con los que no se puede abrir.
Soñé
que había muerto por la patria. Y enseguida se presentó un sepulturero
tendiendo la mano.
Solo
hay una posibilidad de salvarse de la máquina. Y es esta: utilizarla. Solo con
un automóvil llega uno a sí mismo.
El
mayor de los males es que nos obliguen por coacción a dilapidar en las cosas
externas de la vida la fuerza interior a la que aquellas debieran servir.
Viena:
el aristócrata come ostras, el pueblo mira. Berlín: el pueblo no mira cuando el
aristócrata come ostras. Pero en cualquier caso, para ahorrarle toda molestia
al aristócrata y para que el pueblo esté distraído, que también este coma
ostras. Esta es la democracia con la que estoy de acuerdo.
«Todos
somos humanos» no es una disculpa, sino pura arrogancia.
Tiene
razón un pueblo que canta esta canción: Jacobito,
no te atrevas; porque la
situación es temerosa.
Cuando
el caballo se subió a la acera, dijo el cochero: «Todavía es joven y tiene que
aprender». Cuando otro caballo se subió también a la acera, dijo el cochero:
«Es que está ciego». Por una vez en mi vida, quisiera dar con el caballo
apropiado.
Soy
modesto y sé bien que una pregunta recorre mi vida: «¿Quiere usía que le lleve?».
Pero debo poner en juego toda mi presencia de espíritu para hallar siempre una
respuesta nueva.
A
veces también yo siento algo así como un asomo de caridad. Ríe el sol, el mundo
vuelve a ser joven, y si alguien me pidiese hoy fuego, estaría dispuesto, no
sé, no sé, a no hacerme de rogar y dárselo.
Sentarse
a solas ante una mesa no basta a la necesidad de soledad. Debe además haber
sillones vacíos alrededor. Cuando un camarero retira uno de esos sillones en
los que no se sienta un alma, percibo un hueco y se despierta mi natural
sociable. No puedo vivir sin sillones que estén libres.
Cabe
cerrarse al mundo toda la semana. Pero hay una penetrante sensación de domingo
a la que no podemos hurtarnos ni en un tragaluz, ni en la cumbre de una
montaña, ni siquiera en un ascensor.
En
Austria se vive como entre parientes. No se cree en el talento con el que se ha
crecido. En el austriaco hay una propensión indestructible a tener por pequeño
al que se conoció de muy pequeño. «¿Qué puede haber en alguien a quien conozco
personalmente?», piensa el austriaco. Y tendría razón si no pasase por alto
algo que es, desde luego, tan insignificante que resulta fácil no tenerlo en
cuenta: el uso escaso que el otro hace de tal conocimiento.
En
Viena, a los niños se les da papilla y a los hombres, tormento.
Antes
se acostumbrará un caballo a un automóvil que un paseante del Ring se
acostumbre a mí. Son muchas las catástrofes que ocurren por temor.
Ciego,
desnortado en el cosmos, sabría enseguida dónde estoy si me presentasen el
siguiente epígrafe: «Trigésimo jubileo del cirujano de ojos de gallina en el
establecimiento Diana».
«Vamos,
no seas plomo», dice el vienés a todo el que se aburre en su compañía.
Ya
tengo la diferencia: en otras ciudades hay que sentarse en el coche para llegar
a la meta. En Viena se tiene una meta que es sentarse en el coche. Pero ni
siquiera se trata de viajar en coche, sino más bien de demostrar simpatía por
los coches de alquiler.
Los
restaurantes son oportunidades para que los hospederos saluden, los huéspedes
encarguen el menú y los camareros coman.
La
mitad del tiempo se lo pasa resistiendo, la otra mitad indignándose.
Cuando
un pensador comienza a exponer un ideal, todos se sienten concernidos de buen
grado. Yo he descrito al infrahombre: ¿quién querrá colaborar conmigo?
Creo
que una serie apretada de hechos vergonzosos nunca ha desatado en el mundo
tanta exasperación moral como desata en la ciudad en la que vivo la no venalidad
de mi pensamiento. He advertido que la gente, a la que jamás hice daño alguno,
reventaba al verme y se disolvía en los átomos de la trivialidad universal. La
mujer de un periodista de un diario de la tarde subió en una estación a un
departamento de primera clase, me vio y murió con una maldición en los labios.
Y ello porque yo nunca tomo en las estaciones billetes gratuitos, lo cual es
con toda probabilidad el menor de mis defectos. Personas cuya sangre fluye
perezosamente, si me divisan, expectoran y se van por su lado. Todos ellos son
mártires; están en pro de una causa general y saben que mi ataque no vale para
cada uno de ellos, sino para su conjunto. Se trata del primer caso en que esta
sociedad tullida, que pone vendas a sus esquirlas, cobra ánimos para un gesto.
Siglos ha que no se escupía al paso de un escritor. La humanidad corre toda
ella hacia Mesina, la estupidez se siente solidaria ante mi revista. No hay
contradicciones de clase, calla la disputa nacional y la asociación para la
defensa contra el antisemitismo se queda al hablar con los brazos cruzados.
Estoy sentado en el café: a mi derecha, una tertulia de gente mal trajeada que
se hurga la nariz, manifiestamente, por tanto, funcionarios alemanes racistas;
a mi izquierda, hombres feroces, con enormes barbas negras, que parecen dar a
entender que la fe en el asesinato ritual tiene una pizca de justificación,
pero que desde luego no son más que políticos socialistas que, a la manera de
los matarifes, llevan el cuchillo en la boca. Dos mundos entre los que
aparentemente no hay entendimiento. Wotan y Jehová se lanzan miradas hostiles
—pero los rayos de su odio se encuentran en mi poquedad—. Que el Gobierno
austriaco no haya caído todavía en la idea de reclamarme como programa propio
solo se explica por su proverbial desorientación.
Lo
que me convierte en una maldición de la sociedad, a cuyo margen vivo, es la
brusquedad con la que renombres, caracteres, cerebros se desvelan ante mí sin
que yo tenga que desenmascararlos. Largos años soporta alguien su importancia
hasta que yo, en un instante imprevisto, le exonero de ella. Me dejo engañar en
tanto quiero. No es asunto mío «penetrar» a los demás, y ni siquiera me pongo a
ello. Pero un día el vecino se toca la frente, sabe quién es y me odia. La
debilidad implora ante mí, y dice que soy inconsistente. A la comodidad le dejo
hacer, ya que no puede causarme daño; de pronto, cuando se trata de sí o no, se
destroza por sí misma. No necesito sino tener alguna vez derecho a realizar
algo que huela a carácter, o hacerme sospechoso de cualquier otra manera, y
automáticamente se pone la actitud de manifiesto. Si es verdad que los malos
ejemplos corrompen las buenas costumbres, también lo es que los ejemplos buenos
lo consiguen en mucha mayor medida. El que tiene la fuerza de ser ejemplo saca
a su entorno de quicio, y las buenas costumbres, que conforman el contenido
vital de la mala sociedad, están siempre en peligro de ser corrompidas. Mi
temperamento tolera la sosería en tanto permanezca en los límites académicos;
pero si la pruebo con hechos, se pone medrosa y se me escapa. Soporto el
aburrimiento mejor que él a mí. Se dice que soy impaciente. El caso es lo
contrario. Puedo tratar a la gente más monótona sin percatarme de ello. Estoy a
cada instante tan ocupado conmigo mismo que ninguna conversación puede hacerme
mella. La sociabilidad es para la mayoría un baño de cuerpo entero en el que
sumerge la cabeza; a mí apenas me salpica el pie. Ninguna anécdota, ningún
recuerdo de viaje, ninguna prenda del cofrecillo del saber, en una palabra, lo
que la gente entiende como la quintaesencia de la conversación, podría
interrumpirme en mi actividad interior. La capacidad creadora ha deparado en
todo tiempo a la impotencia mayor incomodidad que esta a aquella. Así se
explica que mi compañía resulte a tantos insoportable, y que estos solo
permanezcan a mi lado por una cortesía mal empleada. Me sería fácil complacer a
quienes tienen que ser constantemente estimulados para conversar. Inculto como
soy, y tan cierto es que de astronomía, contrapunto y budismo entiendo menos
que un recién nacido, estaría, sin embargo, en situación, por medio de
preguntas y hábiles objeciones, de simular un interés y probar conocimientos
superficiales más halagadores para el polígrafo que un saber especializado que
podría abochornarle. Pero yo, que en mi vida he dado un paso hacia necesidades
que no reconozca como ingeniosas, me comporto en tales situaciones como un
palurdo consumado. ¡Pero no como un palurdo que bosteza (que eso sería humano),
no, sino como un palurdo que piensa! Además rehúso hacer partícipe de mis
propios dones al mísero que sufre tormentos de Tántalo ante los frutos de sus
lecturas y que muere de hambre en el granero egipcio del saber. Endurecido el
corazón como si piedra fuese, hago incluso chistes peores que los que se me
ocurren y no traiciono nada de lo que, entre dos sorbos de café, escribo en mi
cuaderno. Algún día, en un momento incontrolado, cuando no se me vaya a ocurrir
nada y exista el peligro de que la sociabilidad penetre en mi cerebro, me
pegaré un tiro.
Si
el emporcamiento no tiene el buen nombre de un contrato hostil y, a lo sumo, en
cambio, el derecho de cobrarle un saber a la vulgaridad, habrá que pensar más
en la perspectiva que en el honor.
Desde
hace diez años están mis enemigos buscando motivos. O bien obro como obro
porque no me dieron pan con manteca, o bien obro así aunque me lo hayan dado.
El pan con manteca está en el juego, de eso no cabe la menor duda; solo queda
elección entre apetito de venganza o ingratitud. Que una acción no pueda
resultar de ambos motivos es algo que depara gran incomodidad a mis enemigos.
Pero qué a gusto admito los dos motivos si al hacerlo me escapo de la pregunta
deprimente que me dirige la benevolencia: «Dígame, por favor, se lo ruego, ¿qué
tiene usted contra Fulano?».
El
mundo de las relaciones, en el que un saludo tiene más fuerza que la fe, y en
el cual se hace uno con el enemigo al atrapar su mano, ese mundo tiene por
cálculo la aversión por su sistema, y si no desprecia precisamente a Hércules
por haber hecho difícil su vida y la de tres mil bueyes, investiga los motivos
y pregunta: «¿Qué tiene usted en contra de Augias?».
Siempre
hay en ello algo de verdad. He sido, se dice, monista en otro tiempo.
Realmente, en otro tiempo escribí algo contra el monismo. No entré, se dice, en
ese periódico al que luego he combatido. Realmente, rechacé su propuesta. He
debido de congraciarme por carta con alguien influyente. Realmente, he recibido
dicha carta. En una palabra, siempre hay en ello algo de verdad.
La
manera que tienen los demás de defenderse de mí corrobora hasta tal punto la
justificación de mi ataque, que siempre lamento no haber conocido su defensa de
antemano para incluirla en este como el motivo más firme. Un filósofo, al que
desenmascaré como viajante de comercio, dijo: «Lo hizo solo porque no quise
colaborar en su revista»; como adjunto en la universidad, tuvo que rechazar
tamaño reto. Claro que no recuerdo haberlo invitado. Si lo hice, debió de ser
antes de que aspirase a la cátedra, y quiso entonces decir que rehusaba por
desear convertirse en adjunto. Si sé algo semejante, se acelera mi conocimiento
y lo asumo en mi juicio, puesto que mis ataques llevan su motivo en la frente.
Pero en tanto aquel me suponga el de la venganza, miente, inculpándose así de
una actitud que es peor que mi venganza. Y obra además ilógicamente, ya que
queda por resolver cómo es posible, con tal exhibición de egoísmo y cálculo y
tanto subterfugio para lograr ambiciones intelectuales, que no me haya
convertido tiempo ha en un adjunto. ¡Si fuese lo que dicen, hace tiempo que
sería lo que son! Cada vez que alguien a quien he llamado mala persona me
responde, debo confesar: ¡que fuese tan mala persona, no pude ni pensarlo!
No
pocos, a los cuales nunca he conocido, me saludan, esperando que tras tanto
tiempo haya olvidado que no los he conocido nunca y vuelva a saludar al
conocido nuevo como a un antiguo conocido. Claro que no sé exactamente a quién
conozco; pero sí sé exactamente a quién no conozco. Cualquier error queda
excluido. Y si alguna vez ocurre, el saludo me recuerda a tiempo que no conozco
al personaje, y entonces repararé en él hasta el fin de mis días. ¿Quién es el
que acaba de…? —me pregunta un viejo conocido—. ¿No le conoce usted? ¡Es él
quien se ha creído que yo me he olvidado de que no le conozco!
Una
infamia, eso es un saludo. El pobre tipo me toma por un chantajista y cree que
le va a costar el cuello no quitarse el sombrero. Cobran en ello expresión una
valoración literaria y una ética, y es más hiriente aquella que esta. La gente
podría hace tiempo estar tranquila y saber que yo no puedo causar ya daño; que
ya no intervengo en el engranaje social, y que solo quiero que este no me
moleste. Si a un determinado individuo le nombro un día, no es más que porque
el nombre es un elemento de humor. Debiera decirse esto a sí mismo y manifestar
el disgusto consiguiente negando ostentosamente el saludo. (Esto vale para
actores y consejeros imperiales; los camareros saludan por otros motivos.)
Pienso
que una mujer fea que se mira al espejo está convencida de que la imagen
reflejada es fea, no ella misma. Y así ve la sociedad su bajeza en un espejo y
cree, por estupidez, que yo soy un tipejo.
La
vida vienesa es bella. El día entero toca flautas por mí.
Es
fácil morir por una patria en la que no se puede vivir. Pero como patriota
preferiría el suicidio a una derrota.
¿No
se debería, temblando en el orden de batalla de la vida burguesa, aprovechar la
ocasión y desertar a la guerra?
El
arte malo y la mala vida se prueban en una identidad atroz. Nos mira esta
boquiabierta con la inmovilidad de los diletantismos, que hoy se buscan tanto
en revistas de humor y en operetas porque facilitan el desconocimiento de la
vida. Rostros como natillas pasmadas, que están siempre ahí y que se nos
ofrecen en la serie inalterable de pastas, pasteles, pastelillos y tartas.
Caballos de carrera que parecen haberse soltado de un tiovivo, automóviles a la
velocidad desencadenada del accidente. Peatones que no tienen suelo bajo los
pies. Globos que no suben, piedras que no caen. Una vida que expone imágenes
vivientes y que está por ello tan preparada para el fotógrafo que no se
reconocería en el arte, tomando por verdadero artista al diletante que ilumina
su identidad. Y ha terminado por ser verdad que ese diletante expresa con más
vigor la cultura de su zona que el artista que transpone en placer su miseria.
Y es tan fuerte el efecto de esa humanidad de porteros, soldados de infantería
y funcionarios, humanidad sacada de la cama y puesta inmediatamente en un
espacio sin aire, que al duplicar esa vida duplica también el hastío vital.
Tengo
miedo de los cuerpos que se me aparecen.
Vuelvo
tarde de Berlín. He estado diez veces en la estación de Anhalt. Pero en el
último momento, como una mano invisible, me retuvo el pensamiento en la
estación del Noroeste y en el caos sin desenredo de los tres coches. Con uno de
los tres tendré que habérmelas, estrangulará mi vida, no me llevará a la meta.
Falta aún el viaje a través de Bohemia, pero entonces, cuando llegue, no
entenderé nada de la lengua. Siento que no soportaré el miedo ante algo que
pase a la llegada, por la tarifa por exceso de equipaje, y por el segundo
distrito, y porque es una estación, y porque estamos en Viena, y por la
arrogancia de los empleados y la ignominiosa futilidad de sus callados
servicios. También quisiera mantenerme a la expectativa respecto del desarrollo
de aquellos países cuya significación histórica consiste en formar un bastión
seguro contra el peligro turco y un escenario de la lucha del Gobierno por el
taxímetro. Entretanto, podría haber triunfado en la corte de Viena el partido
de la paz, y todo volvería entonces a estar bien… Se me pasaban estas cosas por
la cabeza mientras viajaba a través de la noche. «¡Destino, hazme una señal!
Tendrá que ser el primero que mañana por la mañana venga a mi encuentro con un
signo de amor.» ¡Convierte tú, destino, en consigna de mi talante la primera
palabra que oiga en suelo vienés! ¿Y si fuese la que he oído tan a menudo? ¿Es
ineludible? Ya estoy aquí: «¡El ochenta y cinco!». «¡Venga, venga, dame por el
tras!»
¡Que
mi estilo aprese todo el alboroto de la temporalidad! Así es como fastidiará a
los coetáneos. ¡Pero que la posteridad sostenga mi estilo en su oído como una
concha en la que un océano de fango hace música!
Propuestas
para volver a granjearme la voluntad de esta ciudad: modificación del dialecto
y prohibición de propagarse.
De
una ciudad en la que he de vivir, exijo: asfalto, llaves del portal,
calefacción, agua corriente. Ameno, ya lo soy yo.
2
Sobre periodistas, estetas, políticos,
psicólogos, estúpidos y eruditos
¿Por
qué no habrá la eternidad querido abortar este engendro del tiempo? Su lunar de
nacimiento es un timbre de periódico, su alhorre es del color de la letra
impresa y es tinta lo que discurre por sus venas.
«Lo
verás con tus ojos, pero no comerás de ello.» Para los increyentes actuales se
ha cumplido esta sentencia de otra manera. Comen lo que no les es dado ver.
Prodigio este que es corriente dondequiera se viva la vida de segunda mano: la
de los fariseos y eruditos.
Nuestra
época se comporta de tal guisa que, convicta de evolución, parece impedida por
el perfeccionismo para participar en ella personalmente. Su duración consiste
en un aval de garantía que impone al mecánico una grave responsabilidad; pero
dura esta seguramente tanto como dicho aval. Es posible, con todo, que la Edad
de Piedra y la de Bronce hayan sido más duraderas que la Edad del Papel.
Si
un sastre se da aires, tendrá que meterse la plancha en el bolsillo. Quien no
tiene personalidad deberá tener peso. Es de provecho escaso que el sastre forre
de guata su tripa y que el periodista se atiborre de ideas ajenas. Es propia de
aquel la plancha y no debe este avergonzarse del filisteísmo que le mantiene, y
solo a él, en pie. Pero ambos creen ponerse a barlovento porque les da una ventolada.
¿Qué
es un brinco sin sentido? ¿Qué es aún más inaprensible e inconsistente, más
desfondado e imprevisible que el rumor? La prensa, que es el embudo de la
bocina.
Los
cuchillos dicen: «¡Sin nosotros no habría jamón!».
Los
periodistas dicen: «¡Sin nosotros no habría cultura!».
Los
gusanos dicen: «¡Sin nosotros no habría cadáver!».
No
tener una idea y poder expresarla: eso hace al periodista.
Los
periodistas escriben porque no tienen nada que decir, y tienen algo que decir
porque escriben.
El
pintor tiene en común con el que lo es de brocha gorda que ambos se ensucian
las manos. Y eso es precisamente lo que diferencia al escritor del periodista.
Que
el esteta se haya sentido últimamente atraído por la política es algo que no
precisa de motivaciones profundas, ya que tiene tan pocas como la política. Por
eso se encuentran. La vida lineal envidia a la vida superficial porque esta es
más ancha. El esteta podría también haber aprendido a valorar el color en el
partido. Incluso un tricolor: ¡lo estoy viendo! Es como si hasta ahora no se
hubiesen rendido honores bastantes a la belleza de una gorra jacobina; así de
democráticamente se conducen hoy los hiperfinos. Confiesan un color, puesto que
es un color. Han renunciado al mundo, ya que era un gesto renunciar al mundo;
ahora buscan el mundo como gesto. Arden en ganas de vincularse con un artículo
de periódico a la patria, al Estado, al pueblo o a cualquier otra cosa que
huela mal, pero que es más duradera que la belleza por la que se sacrificaron
en vano. Ya no quieren estar ociosos en un rincón; tienen sed de las hazañas
ajenas. Es un espectáculo de circo: los artistas se retiran. Pero llegan los
servidores de la política y trajinan los principios sociales, con lo cual
levantan mucho polvo. El memo de turno, claro está, abigarrado de colores, hace
gestos de disponibilidad y enmaraña la vida para prolongar la pausa.
Los
artistas escriben ahora contra el arte y hacen campaña en favor de la anexión a
la vida. Goethe mira, sin humanidad, «desde las colinas fantasmales, en las que
los genios alemanes acaso se entiendan unos con otros, impertérritamente hacia
su impertérrito país. Contentadizos perezosos cubren con su nombre una
existencia vacía». ¡Pero que no haya cultura sin humanidad! Así se acalora
alguno al que se aprecia por su prosa. Quiere una marsellesa para que su prosa
no se oiga. Goethe guía la mano de quien la alza contra Goethe. Yo, en cambio,
creo que en la obra de arte se ahorra lo que las energías espirituales
inmediatas dilapidan. Humanidad no es el primero, sino el último efecto del
arte. La humanidad de Goethe es un efecto a gran distancia. Hay astros que
nunca son vistos mientras existen. Su luz tiene un camino anchuroso, y tiempo
ha que se han apagado cuando iluminan la tierra. Son familiares a los
noctámbulos: ¿de qué les sirve Goethe a los estetas? Su prejuicio consiste en
que sin su luz no saben volver a casa. En realidad no tienen casa, y el arte
significa para ellos tan poco como la pelea para los fanfarrones. También el
esteta es demasiado cobarde cara a la vida; pero el artista sale victorioso de
su huida ante ella. El esteta es un fanfarrón de las derrotas; el artista se
mantiene sin participar en la lucha. No es un compañero de viaje. Su asunto no
es ir con el presente, puesto que es asunto del futuro ir a su vera.
Que
los artistas se comprometan en la buena causa siempre será mejor que si los
periodistas favorecen la línea bella.
Si
a los estetas les alegra el gesto con el que alguien roba de la Caja de Ahorros
cinco millones, manifestando, además, públicamente, que la diversión que el
escándalo aporta a un «par de sibaritas» vale más que la suma perdida,
tendremos que decirles lo siguiente: si el gesto de dicha diversión es una obra
de arte, somos entonces nobles y no importa que se pierda un millón más o un
millón menos. Si de ello resulta un editorial de prensa, se despierta nuestro
sentido social y ni siquiera aprobamos cuatro cuartos para el gaudium. Si la bancarrota estatal es una
obra de arte, el mundo cobrará en ella su negocio. Claro que no es eso lo que
notamos en el presupuesto doméstico; condenamos entonces la estética popular
que disculpa a los ladrones sin indemnizar a los robados.
La
idea, asumida de buenas a primeras y reducida a opinión popular, es un peligro.
Solo si los revolucionarios están bajo siete llaves tendrá la reacción
oportunidad de trabajar en la desmaterialización de la idea.
Un
individuo puede hundir la libertad más fácilmente que una individualidad la
coacción.
Una
forma de sociedad que lleva a la libertad a través de la coacción quizá se
quede a medio camino. La que conduce a la arbitrariedad por la libertad está
siempre en la meta.
Alguna
vez habrá que decirle al ciudadano que con la señal de «adelantar por la
derecha, desviar por la izquierda» ha hecho el Estado caso omiso de su
libertad.
Democracia
significa poder ser esclavo de cualquiera.
Quizá
resultase mejor que los hombres tuviesen bozales y los perros, leyes; que se
llevase a los hombres con correa y a los perros, con religión. La rabia
decrecería en la misma medida que la política.
Los
importunos buhoneros de la libertad que, cuando el pueblo ya no quiere comprar
nada, desembragan el preservativo de la educación quedarán por cierto tiempo
contentos del éxito de su entrometimiento. La cultura se las ha habido siempre
de buen grado con el servicio doméstico.
El
liberal no se recata en aducir contra el tirano los argumentos del santurrón.
El
nacionalismo es un hervidero en el que se incrusta cualquier otra idea.
Han
creído los judíos haber procurado una prueba sólida de su capacidad de
asimilación al apropiarse de manera exagerada de las oportunidades cristianas.
Con lo cual han aumentado considerablemente las oportunidades judías. No; ya no
están entre ellos: lo están los otros. Y deberá pasar tiempo hasta que se
descarte la antinomia según la cual Samuel no suena tan bien como Sigfrido.
¡Que los mundos no son uno, si uno de ellos lleva el traje del otro y este otro
ha tenido, por eso, que quitárselo! Pero que sea bienvenido el nacionalismo
judío, así como cualquier otro retroceso desde una cultura seudónima hasta un
contenido cultural para el que de nuevo es un valor ser un problema.
Con
frecuencia, el historicista no es sino un periodista vuelto del revés.
¿Qué
es un historicista? Alguien que escribe demasiado mal para poder colaborar en
un periódico.
El
periodismo ha apestado al mundo con cierto talento; el historicismo, sin
ninguno.
El
periodismo vienés no va más allá de los protagonistas de historietas y de los
mirones. Es divertido u observador. En cambio, en Berlín se ocupa hasta de la
psicología. Pero la fatalidad de todo espíritu de segunda mano consiste en que
su nadería salta más claramente a la vista cuando se atreve con tareas más
graves. El chismoso es, desde luego, una de las criaturas más denostadas que
progresan en nuestro clima espiritual. Tiene, sin embargo, una mayor conexión
con la naturaleza creativa que el mirón y, sobre todo, que el psicólogo; ambos
utilizan únicamente los enseres domésticos del descaro, que el desarrollo
técnico ha puesto en sus manos. El gracioso destaca, por sus aptitudes inanes,
sobre la maña del mirón, igual que a su vez este sobresale con ventaja por
encima de la educación inane del psicólogo. Son todos ellos los tipos
fundamentales de la miseria espiritual, entre los cuales tienen sin duda sitio
tantas variedades como oportunidades para los clichés depara el mundo orgánico
del espíritu. Cerca del mirón está el esteta, que se distingue por su amor a
los colores y su sentido de los matices, así como percibe en las cosas del
mundo aparente la porquería que se mete entre las uñas. Puede también amalgamar
con el psicólogo una especie peculiar de reportaje festivo, tipo muy del agrado
de Berlín y de Viena, que desde posibilidades y contextos alcanza nuevas
añoranzas y compensa con adjetivos orgiásticos lo que la naturaleza le ha
negado en cuanto a sustantivos. En el súbito tránsito que precisamente este
tipo lleva a término desde la carrera comercial hasta la literatura, un diálogo
como el siguiente no sería mero azar, sino la fórmula exacta de las
complicaciones de una vida espiritual finamente diferenciada: «¿Ha pagado
Pollak?». «No, pero tiene gestos hieráticos.»
Un
folletonista: un agente de cambio. También el agente de cambio tiene que ser
rápido y dominar el lenguaje. ¿Por qué no contarle entre los literatos? La vida
tiene especialidades. Aquel puede ejercitarse en este y este en aquel, cada uno
en cada cual. La suerte es ciega. Los destinos determinan al hombre. Sabemos
muy bien lo que somos, pero no lo que podemos llegar a ser. ¿Por qué se cuenta
precisamente al folletonista entre los literatos?
Resulta
difícil distinguir del fraude la autenticidad del arte. A lo sumo se reconoce
el fraude en que exagera la autenticidad. A la autenticidad la reconocemos a lo
sumo en que no se adapta a su público.
Hoy
en día no se diferencia el ladrón del robado: ninguno de los dos tiene cosas de
valor.
El
mejor periodista de Viena es capaz de exponer en cada momento lo que hay que
saber sobre la carrera de una condesa y sobre el ascenso de un globo, sobre una
sesión parlamentaria y sobre un baile de la corte. En Hungría se puede apostar
por la noche a que el barón de los zíngaros estará en su sitio con su orquesta
en el plazo de media hora; se le despierta, busca a tientas el violín,
despierta él al cimbalista, todos saltan de la cama a los coches, y en media
hora todo marcha a las mil maravillas, fiel, melancólica, reposada,
demoníacamente y mucho más. Ventajas prácticas son estas que solo infravalorará
quien no conozca las indigencias de este mundo o no tenga parte en ellas. Todo
consiste en la buena disposición. ¡Si por lo menos el mundo no fuese injusto!
Dice que fulano es el mejor periodista del lugar, y lo es sin duda alguna. Pero
jamás dice que fulano sea el cuentacorrentista más importante. Y, sin embargo,
sirve al mundo tan bien como cualquier otro y está, como cualquiera, lejos, muy
lejos del ocio literario.
Se
podría vivir con los perfectos folletonistas, si no hubiesen puesto sus miras
en la eternidad. Saben colocar valores ajenos, tienen en la mano todo lo que
tienen en la cabeza y son frecuentemente muy refinados. Cuando se quiere
decorar un escaparate no se llama a un poeta lírico. Acaso fuera capaz de
hacerlo, pero no lo hace. Sí que lo hace el escaparatista, lo cual le
proporciona su posición social que, con razón, le envidia el poeta lírico.
También el escaparatista puede instalarse en la posteridad. Pero solo si el
lírico le hace un poema.
Concibo
de buen grado que la verdadera providencia impera sobre los favoritos del público
en cuanto que la cruel ignorancia tras su muerte es compensada en vida. De lo
contrario, no tendría sentido todo su trajín. Posteridad y allendidad rivalizan
en descuidar a los que fueron las alhajas gremiales del tiempo y del lugar.
Como allí y entonces no reciben menos, sino que aquí y ahora reciben más de lo
que merecen, no se puede hablar en el fondo de represalia, sino únicamente de
favor. Las puertas del infierno no les están abiertas, porque se pregunta al
diablo por ellos, cuando están muertos, y ni siquiera él sabe dónde se
encuentran. Solo la tierra se les abrió de par en par y los soportó mientras no
estuvieron maduros para la nada. Sus libros, fieles a sus cuerpos, se
desmenuzan en el polvo y debieran, por tanto, si la piedad y la sanidad tuviesen
voz entre nosotros, ser con ellos depositados en los féretros. A cada cual lo
suyo —¿quién menciona en el mundo sus nombres?—. Estaban en boca de todos
mientras ellos mismos mantenían abierta la suya. Las fechas son desagradecidas,
no conocen a quienes se han sacrificado por ellas; son lo bastante crueles para
ahuyentar hasta a las fechas. Es como si hubiesen pugnado ansiosamente por el
olvido. Ningún genio vive tan desconocido como un talento muerto. Lo que dejan
es pura dejación, su palabra es un verbo indeterminado. Silenciados como
muertos, porque están muertos —ni un perro quisiera estar tan muerto como
ellos—.
Nunca
ha sido tan largo el camino desde el arte hasta el público, pero tampoco ha
habido nunca semejante artificio intermedio que escribe y lee de por sí, de tal
manera que todos pueden escribir y entender y solo el azar social decide quién
destaca como escritor o como lector en esa horda de gallinas que avanzan en
contra del espíritu.
Una
riqueza, que mana desde cientos de segundos términos, permite a la prensa
otorgarse el lujo de la literatura en días festivos señalados. ¿Cómo se siente
la literatura al brillar como una cadena de oro sobre el vientre publicitario
de un advenedizo?
Por
doquier se impone ahora en la población la tendencia a quitarle a la policía la
parte espiritual de su trabajo. Si antaño, en cualquier sitio de Alemania, se
llevaba a un redactor encadenado por las calles, no hay ahora un solo artista
sin control ciudadano. Los representantes de las profesiones inteligentes se
declaran hoy, sin excepción de lugar, en Alemania, dispuestos a mantener la
vigilancia sobre los escritores insubordinados. Apenas hay —al tiempo que se
incrementa la industria de las revistas— un comerciante de cigarros que no tenga
en su casa a su redactor encerrado en el armario; y además han puesto todos sus
miras en la lírica en tanto esta no resulte de motivaciones objetivas, no
apunte a las metas de lo sobreentendido y vaya más allá de una verdad
comprobable. En una palabra, su comprensión del arte es de tal alcance que el
«no sé lo que eso significa» se les antoja ser un pensamiento lírico, aunque
indique únicamente en qué posición se encuentran cara a la lírica. Por mi
parte, jamás he hecho un secreto de tener por aceptable la ideología que nos
fabrica los automóviles, ya que podemos huir de ella con toda rapidez. Pero
cuando se trata de rechazar su irrupción en la vida del espíritu, tal y como es
el caso, tormentoso e impecable, en Alemania, entonces sí que me pongo a
trabajar.
También
hay una organización de las actrices. Lo que todavía nos falta es una
organización de los entusiastas de los ligustres.
El
carácter social del teatro es un residuo andrajoso de una época que ha
reventado. La vida, apresada por la vida, se liberaba antes en escena. Entonces
se la llevaba el diablo. Ahora se la llevará también el desollador.
Cualquier
clase de educación se ha propuesto quitarle a la vida su encanto, ya que dice o
cómo es o que no es nada. Se nos confunde con un continuo cambio; se nos
ilustra y se nos entontece.
Se
escribe sobre el tiempo y el espacio como si fuesen cosas que todavía no han
tenido aplicación alguna en la vida práctica.
La
filosofía no es, muchas veces, sino el ánimo de adentrarse en un laberinto. El
que después se olvida de la puerta de entrada podrá alcanzar fácilmente fama de
pensador independiente.
Para
el nene y la nena. También se juega a hombre y mujer para los niños. Es una
finalidad benéfica en cuyo favor tiene lugar el pasatiempo. Incluso la censura
cierra los ojos.
Si
el amor solo sirve para procrear, aprender solo sirve para la docencia. Esta es
la doble justificación teleológica de la existencia de los profesores.
El
monista debiera sacrificarse por su verdad. Veríamos entonces que nada pierde
la realidad y que la inmortalidad no gana nada. La identidad quedaría además
perfectamente comprobada.
¡Por
mi vida, cuánto me gustaría saber qué hace tanta gente con la famosa ampliación
de horizontes!
Los
niños de hoy se ríen de sus padres cuando les cuentan cuentos de dragones. Es
de todo punto necesario que el terror sea una asignatura obligatoria; de lo
contrario, nunca lo aprenderán.
Entre
el quinto y el sexto curso hay más cosas de las que imagina vuestra sabiduría
escolar.
Muchachos
despiertos, hombres insomnes.
La
nueva psicología se ha atrevido a esputar en el misterio del genio. Si no se
conforma con Kleist y Lenau, montaré guardia y mandaré a la porra a los
buhoneros de la medicina, cuyo «¿No hay nada que curar?» se oye últimamente por
todas partes. Su doctrina contrae la personalidad tras haber ensanchado la
irresponsabilidad. Mientras el negocio sea práctica privada podrán defenderse
los afectados. Pero a Kleist y a Lenau habrá que sacarlos de la consulta.
Los
psicólogos modernos, que amplían las fronteras de la irresponsabilidad, tienen
en ellas sitio acomodado.
Cierto
psicoanálisis consiste en la ocupación de racionalistas lascivos, que todo lo
reducen en este mundo a causas sexuales con la salvedad de su ocupación.
El
psicoanálisis desenmascara al poeta a primera vista, nada se le oculta y sabe
con toda precisión qué significa «El muchacho del cuerno maravilloso». Será así.
Pero estamos ahora a tiempo para que resurja una investigación anímica que, al
que hable de sexo, le responda que se trata de arte. ¡Me ofrezco como cochero
de ese carruaje en el que vuelve la simbólica! Aunque me daría por contento si
se pudiese probar al que habla de psicología que su subconsciente apunta a otra
cosa.
Los
hijos de los padres psicoanalíticos se mustian pronto. Lactantes, deben
conceder que al hacer cacas tienen sensaciones placenteras. Más tarde se les
preguntará qué se les ha ocurrido al asistir, camino de la escuela, a la
defecación de un caballo. La dicha es indecible cuando se alcanza una edad en
la que el adolescente confiesa que, en sueños, ha violado a su madre.
La
diferencia entre la antigua y la nueva psicología consiste en que la antigua se
irritaba moralmente por cada anomalía y la nueva, en cambio, ha ayudado a que
la inferioridad se convierta en orgullo de clase.
No
lo saben ni los médicos ni los juristas: que no hay en la erótica ni una verdad
comprobable, ni un diagnóstico objetivo; que no puede convencernos del valor
del asunto un dictamen, ni desengañarnos un certificado médico; que amamos en
contra de todos los supuestos fácticos y que nos masturbamos contra todas las
circunstancias objetivas. En una palabra, que estamos justamente a tiempo de
expulsar a los juristas y a los médicos de un mundo que pertenece a los
pensadores y a los poetas.
¡Tienen
la prensa, tienen la bolsa, y ahora tienen también el subconsciente!
«Dejarse
bautizar»: suena a sumisión. Pero nunca quieren dejarse, sino hacerlo ellos
mismos. Por eso no creen al que se ha dejado y creen, en cambio, que él mismo
lo ha hecho y dicen: «Se ha bautizado».
Si
te han robado algo, no vayas a la policía, a la cual no le interesa el asunto,
ni vayas tampoco al psicólogo, a quien solo le interesa que tú eres quien ha
robado algo.
La
psicología es tan superflua como una indicación para usar veneno.
Las
buenas opiniones carecen de valor. Lo que vale es quién las tiene.
Se
prohíbe, con razón, toda sátira que entienda el censor.
La
frase es una pechera almidonada que no se muda nunca ante maneras de ser
normales.
Los
barberos de pueblo tienen una manzana que meten en las fauces de todos los
aldeanos cuando los afeitan. Los periódicos tienen su folletón.
En
la mesa de no pocos aldeanos cuelga un grumo de azúcar que chupan en común.
Preferiría que me invitasen a chuparlo que ir a un concierto.
La
música de entreactos es la mejor de la noche. No exige silencio, no exige que
se la escuche, pero permite que no se oiga lo que se habla. Los majaderos
quieren abolirla, y ni barruntan hasta qué extremo la necesitan, puesto que el
arte del teatro es el único acerca del cual tiene la masa una opinión. Pero
solo la masa. Mas ¡ay!, si los rompeopiniones se reuniesen en el intermedio, no
quedaría nada. Sin la música de entreactos se harían oír los majaderos, cuyo
parecer cierra filas, durante la representación, como impresión determinante y,
después de ella, como aplauso. Ahí está la música de entreactos para impedir la
disgregación, esa música que en el momento adecuado arrastra con su toque a la
estupidez. No importa su calidad, sino su ruido. Sirve para expulsar del
público la fiebre de candilejas. Sus enemigos quieren abandonarse a ella.
Me
comprometo a llevar a la horca a un hombre, si me pongo a vocear por las calles
con una entonación determinada: «Tendrá incluso una camisa de colores?». Un
grito de indignación cundiría entre la multitud. La misma multitud sobre la que
ahora se intenta influir con sinfonías.
El
necio que habla de arte tiene por arrogante al artista que también lo hace.
El
memo que no puede pasar cerca de un enigma cósmico sin advertir, disculpándose,
cuál es su modesta opinión cosecha la loa de su modestia. El artista que
asienta sus ideas sobre la rejilla de un alcantarillado es un petulante.
Uno
de los descubrimientos más desconcertantes que nos ha aportado el nuevo siglo
es, sin duda, que yo hablo con frecuencia de mí mismo en mi revista, y me
refriegan las narices con una de las más hondas intuiciones que haya creado la
sapiencia de las almas contemplativas, a saber: que el hombre debe ser modesto.
Algunos incluso pretenden haber puesto en claro que he publicado «en mi propia
revista» el ensayo de Sch. sobre sus diez años de vida. Una vez advertido, he
de confesar que es verdad. Ningún escritor ha facilitado nunca al lector el
descubrimiento de su vanidad. Si el lector mismo no se diese cuenta de que soy
vanidoso, lo notaría por mis repetidas profesiones de vanidad y por la
glorificación que atribuyo a dicho vicio. La información risueña, la que
descubre el talón de Aquiles, se echa a perder en la conciencia que
voluntariamente ha desnudado de antemano. Yo, en cambio, me doy por vencido.
Ninguna réplica ayuda, si se alza contra mí, en el décimo año de mi fanatismo,
la más estéril de las objeciones. No puedo destilar en corazones apergaminados
el sentimiento de legítima defensa en el que vivo, del privilegio de una nueva
forma de publicación, de la concordancia de ese aparente egoísmo con las metas
generales de mi obra. No son capaces de entender que cuando uno se emplea en una
causa habla siempre en su favor, sobre todo si habla de sí mismo. Tampoco
entienden que lo que llaman vanidad es una modestia nunca tranquila, que se
mide por su propia medida y que mide a esta conforme a sí misma; que es esa
humilde voluntad de superación, sometida al juicio más implacable que es
siempre el de uno mismo. La satisfacción que jamás vuelve sobre la obra sí es
vanidosa. Es vanidosa la mujer que nunca se mira en el espejo. Tanto a la
belleza como al espíritu les es indispensable el reflejo. Pero el mundo tiene
una sola norma psicológica para dos sexos, y confunde la vanidad de una cabeza,
que se excita y satisface en la creación artística, con el esmero fatuo que
trabaja en un peinado. Pero ¿acaso no es muda la primera en el trajín social?
Resulta imposible que machaque los nervios de los demás como lo hace la
modestia de los espíritus reproductivos.
Con
su invitación a la modestia quisiera la impotencia impedir los logros.
A
los menguados les importa más que alguien no tenga por grande su obra a que lo
sea.
Con
razón, considera el filisteo un defecto estar pagado de sí mismo.
La
manía de grandeza no consiste en tenerse por más de lo que se es, sino por lo
que se es.
La
educación es algo que reciben los más, que muchos transmiten y pocos tienen.
Si
el saber es cuestión del espíritu, ¿cómo es entonces posible que atraviese
tantas concavidades para, sin dejar huella de su paso, ir enseguida a otras?
Los
alimentos son más sensibles que la educación; un estómago es más discente que
una cabeza.
Los
alumnos comen lo que los maestros digieren.
La
capacidad de asociación es tanto menor cuanto mayor sea su material. De este no
se necesita más que el que aporta la escuela. El que busca en el Nathan la frase «Nadie pasea sin castigo
bajo palmas» ha ido más lejos que el que la encuentra correctamente en Las afinidades electivas.
El
diccionario tiene una ventaja sobre el sabelotodo: el orgullo. Se comporta
reservadamente, aguarda y nunca da más de lo que se quiere. Se contenta con
responder a la pregunta acerca de cuándo naciera Amenhotep. El sabelotodo pasa
las hojas de sí mismo y procura también información pronta sobre las amebas,
los anfibios, los amperios, la amrita, bebida de dioses en la doctrina india;
los amschapandas, que son los siete espíritus supremos de la luz en la religión
persa; el amschir, que así se conoce el sexto mes del calendario turco; los
amuletos (del árabe: hamala); la amigdalina, materia propia de las
almendras amargas que, disuelta en agua con emulsina, da ácido prúsico, aceite
de almendras amargas y azúcar, y sobre la famosa amilaceta, la de la lámpara; y
se interrumpe en Anaxágoras cuando todo se pone de lo más interesante. Nos
quedamos, pues, insatisfechos.
Los
sabelotodo tendrían que vivir en la creencia de que en la carpintería lo que
cuenta es la ganancia en virutas.
El
aya se cuida de la excitación espiritual de los niños con su «ea, ea». A los
adultos se les enseña algo de arte y de ciencia para que no griten. Para que
duerman, se les canta a los niños: «¿Sabes cuántas estrellas hay en el cielo?».
Los adultos solo reposan si se saben los nombres y la distancia para con la
tierra de Casiopea, así como que esta, madre de Andrómeda, recibe el nombre de
la esposa del rey etíope Cefeo.
Las
gentes que han bebido de las fuentes del saber más de la cuenta son una plaga
social.
No
se debe aprender nada más que lo que es imprescindible contra la vida.
¿Cuándo
indicará un empadronamiento el número de abortos en cada casa?
Todo
niño ve el progreso desde la roca Tarpeya hasta la incubadora.
El
humanitarismo es la lavandera de la sociedad: retuerce en lágrimas sus trapos
sucios.
¿Por
qué el contenido liberal no encuentra otro lenguaje que ese idioma repugnante,
escupido millones de veces, secularmente trivial? ¿Por qué nos representamos al
fénix como un agente de seguros y al genio como un bolsista encrespado?
La
frase y la cosa son una y la misma.
La
distorsión de la realidad en el informe es el informe verídico sobre la
realidad.
El
mundo está sordo por el sonido. Yo estoy convencido de que los acontecimientos
ni siquiera acontecen, sino que los clichés trabajan autónomamente. O que si
los acontecimientos acontecen sin intimidación por parte de los clichés, un día
dejarán de acontecer, el día que los clichés se rompan. El lenguaje ha podrido
a la cosa. El tiempo tiene hedor de frase.
La
embestida del fraude es el último chiste que se le ocurre a una determinada
cultura.
Hace
tiempo que a la Edad Contemporánea le resulta sospechosa la Antigüedad. Ya
veremos en qué para la búsqueda con alma sucia de la tierra de los griegos, de
los que no quedará mucho. Por de pronto hicimos de ellos unos histéricos, luego
fueron más bellos siempre que nosotros. Ahora pretendemos convertirlos en
cristianos y judíos.
La
fealdad del presente tiene fuerza retroactiva.
Que
la venganza de los parias atente contra los sueños de la humanidad; que la
poesía y la leyenda se sometan a la indigencia miserable del historicismo y de
la psicología; que la religión y todo pasado sacrosanto sean la escupidera de
los esputos intelectuales —todo esto es lo que hace que la vida sea insoportable
al haber vencido los impedimentos del tiempo—.
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