lunes, 1 de mayo de 2023

Aleksandr Ivánovich Kuprín La estrella de Salomón CAPÍTULOS 1 y 2.

 




Aleksandr Ivánovich Kuprín

La estrella de Salomón

 

 

 

 

 


Título original: Svezdá Solomona

Aleksandr Ivánovich Kuprín, 1917

Traducción: Alberto Pérez Vivas

 

 

 

 


 Nota al texto

  

La estrella de Salomón se publicó por primera vez en el último volumen (n.º 20, 1917) de la publicación literaria moscovita Zemliá [Tierra], que sacaba entre uno y tres volúmenes al año mientras existió (1908-1917). Su título era entonces Kázhdoe zhelanie [Cada deseo]. A partir de 1920 se empezó a publicar con el título de La estrella de Salomón (Svezdá Solomona), que han mantenido hasta hoy las sucesivas ediciones.

 


 I

  

Los extraños e inverosímiles sucesos que se narran a continuación se produjeron a principios del presente siglo, y afectaron a la vida de un joven que no tenía nada de especial, salvo su humildad, su carácter bondadoso y el hecho de pasar completamente desapercibido entre los demás. Se llamaba Iván Stepánovich Tsviet. Tenía un modesto empleo de funcionario en el Juzgado de Menores Huérfanos, o más bien de simple empleado administrativo, ya que aún no había ascendido al cargo de registrador colegiado. Su sueldo mensual era de treinta y siete rublos con veinticuatro kopeks y medio. Por supuesto, con una paga tan insignificante no le era fácil llegar a fin de mes, aunque la compasiva Fortuna se apiadaba de él, seguramente por su simpleza de corazón. Estaba dotado de una vocecilla juvenil, limpia y agradable, no digna de elogio, como de andar por casa o a lo sumo minitenor; no es que el Señor se hubiera fijado precisamente en él, pero aun así le permitía cantar en el coro de su próspera parroquia cuando había que hacer alguna sustitución, aparte de obtener algún dinerillo extra en bodas, misas, funerales, velatorios y demás; de manera que así podía llegar a duplicar su raquítico salario.

Además de lo dicho, tenía gran maestría y buen gusto a la hora de fabricar elegantes bomboneras, serpentinas de cotillón y adornos de Navidad, cortando y pegando trocitos de papel, pasamanos, seda o papel de estaño. Este oficio complementario también le daba pequeñas ganancias, que Iván Stepánovich apartaba cuidadosamente para enviarlas a la ciudad de Kíneshma. Allí estaba su madre, viuda de un jefe de bomberos, cercana ya a los cien años; vivía de su miserable pensión, en una casucha diminuta, con sus dos hijas solteronas, de edad más que madura y bastante poco agraciadas.

Hacía ya seis años que el señor Tsviet vivía tranquila y cómodamente en la misma habitación abuhardillada encima de un quinto piso. Por techo tenía el tejado con vertiente a tres aguas, lo cual daba cierto aspecto de ataúd al habitáculo. En invierno se pasaba frío y en verano un calor terrible. A cambio, fuera de la ventana quedaba una amplia repisa exterior en la que Iván colocaba en primavera las cajas de teas donde sembraba sus capuchinas, resedas, alhelíes, petunias y guisantes aromáticos. Para el invierno, el alféizar interior se veía desbordado de espinosos y barbudos cactus, y de geranios que desprendían su olor. En medio de las cortinas de tul, ceñidas con lazos azules, colgaba una jaula con un canario de raza cantora, que en los días despejados se bañaba al sol en su recipiente de porcelana y se ponía a cantar de forma tan generosa como estridente. Al lado de la cama había un pequeño biombo con dibujos orientales; en el rincón de aseo, cerrado con un tradicional paño de Kostromá[1], estaba presente —como Dios manda— el icono de la Santísima Trinidad, ante el cual, por las fiestas, ardía lánguida y placenteramente una lamparilla de granito rosa.

Todos querían a Iván Stepánovich. Su casera, por su conducta ordenada y decente —a diferencia de otros inquilinos, que eran como torbellinos y no paraban quietos—, por su carácter afable, siempre dispuesto a ayudar con su trabajo o prestando algún dinero, o cambiándole el turno de guardia a algún compañero que tuviera una cita amorosa… Sus jefes, por no ser dado a la bebida, su magnífica caligrafía y su meticulosidad en el trabajo. Con sus plantas y su canario tenía más que suficiente y no necesitaba dejarse llevar por sensaciones más fuertes.

Bueno, a decir verdad, sí que había algo que deseaba con toda el alma, y era que llegara el día en que le nombraran para el puesto que tanto esperaba y que una buena mañana pudiera por fin ponerse esa preciosa gorra con su borde de terciopelo verde azulado, su ancho plato y un vistoso fruncido a cada lado. El examen ya lo tenía aprobado, aunque no con muy buena nota, especialmente en geografía e historia; por eso aquel sueño seguía envuelto aún en una densa bruma… Y la gorra, que hacía tiempo que había encargado, descansaba en su caja, en el último cajón de la cómoda. A veces, al llegar de la oficina, la sacaba de su encierro, alisaba el terciopelo con la manga y le soplaba las invisibles pelusillas adheridas al paño.

Iván Stepánovich no fumaba, no bebía y no era jugador ni mujeriego. Se conformaba con sencillos y módicos placeres: los sábados, después de los oficios, una calurosa sauna con esos vapores de siempre que tanto le gustaban; y los domingos por la mañana, su café cremoso y su bollo de azafrán. De vez en cuando se pasaba por los mercadillos, daba un paseo en troika, iba a ver algún teatrillo de feria, se acercaba a ver el deshielo o presenciaba el Jordán[2]; una vez al año acudía a alguna representación teatral épica y patriótica, en la que hubiera mucha acción, pero también lágrimas, gritos y humareda de pólvora.

Tenía una pequeña e inofensiva pasión, o más bien una inclinación natural, por resolver todo tipo de jeroglíficos, acertijos, crucigramas aritméticos, criptogramas y demás galimatías que encontraba en revistas y periódicos. En esta esfera tan trivial, el señor Tsviet demostraba un incuestionable y singular talento. En más de una ocasión se entretenía en resolver para sus amigos o compañeros suscritos a revistillas semanales complicados pasatiempos en los que daban algún premio. Igual maestría tenía en descifrar códigos secretos, y damos fe de ese don poco común, dado que en este increíble relato haremos hincapié en ello no por casualidad, sino con la intención de arrojar cierta luz sobre lo que se expondrá de aquí en adelante.

A veces, en días festivos, al caer la tarde Iván Stepánovich se pasaba —después de ceder a alguna insistente invitación— por una tabernucha que se llamaba Los Cisnes Blancos. Allí solían reunirse empleados de correos, de la municipalidad, de la diócesis y de los orfanatos; también acudían seminaristas y alguna que otra buena voz de los coros catedralicios, que con su experiencia eran una excelente compañía para cantar. El orondo y rudo tabernero, el señor Nagurni, era un gran entusiasta de los cantos eclesiásticos y gustosamente reservaba un amplio salón para estos casos. Se cantaban canciones tradicionales rusas, y otras no tanto —sobre todo de Un cosaco más allá del Danubio[3]—, pero lo que más se oía eran las de misa, con su estilo solemne, del tipo de Veo ya tu morada, Cuando los buenos discípulos, o tomadas del cancionero en griego de Bajmétev[4].

Solía llevar la voz cantante el gran entendido Srebrostrúnov, pero el que daba la octava era el famosísimo e ilustre Sugróbov, cantor itinerante, borracho empedernido y con una voz de bajo sobrecogedora. Al tabernero le estaba terminantemente prohibido de por vida cantar, debido a su ausencia total de voz y oído. Él solo dirigía con la cabeza e iba cambiando el gesto: afligido, severo, solemne… A veces ponía los ojos en blanco, se sorbía los mocos y rompía a llorar con unas lágrimas de cocodrilo del tamaño de avellanas. A menudo, con la emoción del momento, les sacaba algo de beber y picar.

En medio de tales conciertos, Iván Stepánovich no podía rechazar algún que otro vaso de cerveza, o un buen vino de Santorini o Cahors. Pero lo que más le gustaba era poder invitar a alguno de sus conocidos, algo que recaía la mayoría de las veces en el melenudo y desgreñado Sugróbov, por quien sentía una mezcla de respeto, timidez y admiración, como un fogoso mozuelo de diez años ante la corneta y el reluciente casco de un bombero.

 


 II

  

El 26 de abril, fiesta de la parroquia, cayó precisamente en domingo, que era cuando cantaba Iván Stepánovich. Ese día, además de la misa habitual, estaba previsto un oficio de difuntos encargado por la viuda del respetado comerciante Sólodov, por el cuadragésimo aniversario de su muerte. Los cantores, que se esforzaban al máximo, eran acompañados por el llanto de la viuda, que también se empeñaba con inaudita generosidad (se rumoreaba que el hombre estaba echado a perder por la bebida, y su mujer, ya en vida de él, buscaba consuelo en un apuesto jefe de almacén).

Después de la liturgia, se entonó un réquiem en su casa y, en vista de la abundante mesa conmemorativa, además del clero y el archidiácono invitados expresamente, se llamó al coro parroquial.

El día terminó en Los Cisnes Blancos, donde corrió la bebida a mares. Y, casi sin darse cuenta, Iván Stepánovich, que siempre bebía con mesura y no era un gran amante del vino, bebió más de lo acostumbrado. Pero no por ello perdió un ápice de su entrañable carácter: al contrario, dejando a un lado su habitual retraimiento y de un humor más desenfadado, ganaba en encanto y atractivo. Haciendo gala de su cortesía, rellenaba los vasos, ya fuera de Sugróbov o del enorme archidiácono Kartaguénov. Este último no opuso gran resistencia a dejarse llevar hasta la taberna, y Tsviet escuchaba con entusiasmo cómo esas dos celebridades de la ciudad —rojos, sudorosos, peludos y con las venas del cuello a punto de estallar— cruzaban comentarios con la mesa de por medio y cómo sus voces cazalleras resonaban de tal forma que removían y enrarecían todo el aire que circulaba en el amplio salón de techo bajo. También le daba por abrazar y besar al amanerado gordinflón de pelo ensortijado Srebrostrúnov, y le aseguraba que, con su enorme talento, no debía regentar el coro de una ciudad de provincias, sino como poco dirigir el coro de la capilla del palacio real, o el coro sinodal del Patriarcado de Moscú; además, le daba su palabra de regalarle por su cumpleaños un diapasón de oro con su inscripción y, para guardarlo, una magnífica funda de cordobán rojo hecha a mano.

Esa tarde no cantaron mucho, ni con la fuerza de otras: acusaron el cansancio de todo el día y la generosa hospitalidad de la viuda. Pero, como siempre, hablaban por los codos y daban voces todos a la vez. Las gangosas y guturales notas de tenor sobresalían temblorosas entre el profundo ronroneo del bajo, cual reflejos del sol poniente en medio del ancho y tranquilo cauce de un río. Hasta el propio Iván Stepánovich se veía por momentos mezclado en ese revoltijo de conversaciones, envuelto en las brumas azuladas que formaban los cigarros y en las que brillaban de forma fugaz e imprecisa sus ascuas; se sentía flotar hacia algún lugar en la oscuridad, con una agridulce sensación de mareo y somnolencia, una especie de agradable sopor entre nubes azules con manchas rojas brillantes… A veces, algunos retazos de conversación se le metían en la cabeza de repente, con una claridad y vehemencia exageradas.

—No lo oculto. ¿Qué voy a ocultar? —decía el sombrío barítono Karpienko, con su tez morena y picada—. Tengo un billete premiado. El 1 de mayo es el sorteo. Y, aunque he tenido que empeñarme para comprarlo, lo he conseguido con el sudor de mi frente y a nadie le debe importar un comino. Pues fastidiaos, que el 1 de mayo gano doscientos mil y mando al diablo el maldito coro y el trabajo. Y a vivir como un rey. Meteré el dinero en una caja de ahorros al diez por ciento y voy a vivir de los intereses sin tocar el capital: veinte mil al año. Comeré en el Smulski y después me tomaré un buen oporto de a dos y medio la botella. ¡Venid entonces a pedirme dinero!… ¡Ni un kopek, ni una migaja! ¡A nadie! ¡Al demonio con todos!

—¡Ja, ja, ja! —rio a carcajadas Kartaguénov—. Una vez gané quinientos rublos con un boleto.

—¿Cómo es eso, diácono? ¿Con las carreras de caballos?

—Nada de eso, de verdad. Mi padre, como seguramente sabéis, fue antes que yo archidiácono de la catedral, solo que en Moscú. Tenía una voz impresionante, tan potente como la Campana del Zar[5] o como un barco de vapor. ¿Quién soy yo a su lado? ¡Un don nadie! —vociferó Kartaguénov, con tal fuerza que las llamas de las lamparillas temblaron—. Una vez, en el banquete de bodas de un comerciante, le regalaron seis billetes de lotería. Por entonces valía cada uno ciento y pico. Los cogió, los barajó y los repartió como si fueran cartas; después escribió un nombre en cada uno de ellos: el mío, el de mis dos hermanos y el de mis hermanas. Después los guardó detrás de un icono, pero no se quedó convencido. Podía haber tentaciones. Como se dice en las escrituras, —no confiéis ni en los príncipes, ni en los simples mortales—[6]. Entonces, nos puso la siguiente condición inquebrantable: si alguien gana quinientos rublos, los dedicará por entero a sus hijos menores, hasta que cumplan la mayoría de edad; simultáneamente cada uno de vosotros recibirá en mano un premio proporcional a su edad. A mí, por ejemplo, me correspondió un rublo y cuarenta kopeks. Si a alguien le tocaba más de esa suma, la diferencia se repartiría entre todos los participantes según el acuerdo, aunque el afortunado recibiría una cantidad extra. Por cada mil, tres rublos; por cinco mil, diez rublos y así sucesivamente en proporción razonable. Por doscientos mil, tocaban cincuenta rublos, que para aquellos entonces era como si tuvieras un barco cargado hasta arriba de oro.

—Llegó el primero de mayo y el buen hombre se apresuró a comprar el periódico; se puso las gafas y miró con detenimiento el papel:

—Aquí está. Mi número. Cifra por cifra. Y lo que pone: ha salido impresa la tirada de tal número de tal serie.

—Qué diablos era eso de la tirada, nadie tenía ni idea: ni mi padre, ni sus conocidos. Entonces consultaron con algunos familiares sabiondos y decidieron que seguramente eso quería decir que tenía premio y, ¿quién sabe?, ¿a lo mejor por partida doble? Mi padre dispuso una gran ofrenda religiosa en agradecimiento y a mí me dio como anticipo un rublo y cuarenta kopeks. Ese mismo día organicé un festín como el de Baltasar[7]. Compré un barril entero de kvas de pera[8] y un canasto de peras maceradas. Invité a un amigo y no paramos hasta que nos entró diarrea.

—A la mañana siguiente mi padre corrió con su hoja de periódico al cambista Ilinka, para enterarse de dónde y cómo recibir el premio. Y allí le sacaron de su ignorancia:

—Ya puede llorar, padre diácono, por sus cien rublillos, y el boleto lo puede enmarcar y colgar en su despacho, como recuerdo eterno de su estupidez.

—Mi padre se ofendió y enfureció sobremanera. Cuando llegó a casa, parecía que iba a descargar una tormenta y justo me pilló a mí:

—¡Bájate los pantalones!

—¿Por qué, papá?

—¡Por eso mismo! ¡Para que no seas tan glotón con las peras, que en ellas está el pecado!

—Y me zurró de tal forma donde termina la espalda que aún me escuece cuando me acuerdo. El resto de los números los vendió ese mismo día. “No voy a caer otra vez en la misma estafa”, dijo. Y en eso terminó la historia.

—Y fue poco —dijo alguien irónicamente.

—Bueno, y ¿qué? —intervino otro—. Aunque fuera por un día, por una hora, fue feliz. Había esperanza, sueños, planes para el futuro…

Todos se callaron un momento, pensativos. El primero que rompió el silencio fue Srebrostrúnov:

—Si a mí me tocaran doscientos mil, me recorrería Rusia de cabo a rabo, hasta la última ciudad y el rincón más recóndito, y también formaría el mejor coro del mundo, con el que cantaría en Moscú. Y después daríamos conciertos por Europa. En todas partes: París, Londres, Roma, Berlín… Me haría mundialmente famoso. A Sugróbov le alimentaría con carne cruda y tendrían que pagar para verlo en su jaula. Porque en Francia nunca han visto fieras de ese tipo…

—Justa-meeente —dijo el archidiácono, alargando la palabra con su voz grave y profunda.

—Siií… —añadió Sugróbov en un tono una cuarta más bajo—. Pues yo —dijo como animándose—, yo le daría ciento cincuenta mil a mi mujer y le diría: —Ahí tienes tu compensación. Ahora, vive como quieras, canta, juega, baila… que yo me voy. Ahí te quedas. Me habéis dado la murga diez años, me habéis chupado la sangre; ya es hora de que recupere mi dignidad—. Y me iría a la aventura. Dejaría siete con treinta para coger una curda por todo lo alto. Con el resto me compraría una casa, parecida en la forma a las casetas de los perros, pero con su huerto y su jardín. Cultivaría frutales y bayas. Y hor-ta-li-zas —concluyó en un la contralto.

Muchos se echaron a reír. Hacía tiempo que sabían en qué régimen de esclavitud tenía esa pequeña y descarada mujer —que era la peor hablada de todo el mercado de Zhitni— al pobre y campechano grandullón. Y, un instante después, todo el salón se convirtió en un enjambre de parloteos.

Como suele pasar, el tema del todopoderoso dinero hizo aflorar las emociones de estos pobres desgraciados, con sus ocultas ambiciones, su voluntad quebradiza y un ansia insatisfecha de vivir nuevas experiencias, pero siempre frustrados por la crueldad de sus destinos. Ahora es cuando se revelaba, como si se le diera la vuelta a un calcetín, la verdadera naturaleza oculta de cada uno. Soñaban, en voz alta, con buen vino y buena comida, con jugar a las cartas, tener muebles tapizados en terciopelo, viajar a lejanos países exóticos, vestir trajes de lujo, tener sus propios caballos y perros… También se veían codeándose con barones y condes de la alta sociedad, yendo al circo o al teatro, comentando los chismes de su cantante favorita o de aquel famoso domador de fieras… Soñaban con no tener nada que hacer y poder dormir cuantas horas quisieran al día, con tener lacayos con frac… Y, lo principal, con mujeres: tener todo un harén a su disposición, mujeres de todas las razas y nacionalidades, de distinta estatura, complexión y temperamento.

El viejo empleado del ayuntamiento, Svetovídov, un hombre inteligente, pero de áspero y brusco carácter, dijo con su lengua viperina:

—Ninguno de vosotros tiene más imaginación que un gorila, queridos míos. La vida puede ser maravillosa con los medios más reducidos. Solo hay que tener ahí arriba un pequeño punto, diminuto, pero que resalte, y avanzar hacia él con fe ciega. Vuestros ideales son más propios de cerdos, mandriles, antropófagos o presidiarios. Con esos sueños, los doscientos mil no van a ninguna parte… Para empezar, ninguno de vosotros tiene de capital más que unos miserables kopeks. En segundo lugar, no tenéis suficiente aguante para ahorrar siquiera los cien rublos que cuesta un billete de lotería. Karpienko seguramente lo compró después de acuchillar a su tía esa misma noche; si gana esos doscientos mil, dará igual, porque se descubrirá su abominable delito y antes de acabar el día, como cualquier hijo de Dios, dará con sus huesos en la cárcel. Y, en tercer lugar, incluso con el billete en mano, la posibilidad de que toque el primer premio es de una entre diez millones, es decir, casi nula o infinitesimal. Así son las cosas. Todo lo que digáis no sirve para nada, es desquiciarse con una idea absurda, que se os ha metido en la cabeza. ¡Doscientos mil rublos!… ¡Qué pobreza de imaginación!

—Él querría un millón —dijo alguien con voz de pocos amigos en el otro extremo de la mesa—. Todos sabemos que el consistorio es un lugar muy goloso. No hay más que ver su mirada de avaro.

—Y ¿qué? —respondió sin volverse siquiera Svetovídov—. Hay que tener más amplitud de miras y no soñar con imposibles. Digamos… diez millones, eso ya no está tan mal. Con eso se puede vivir de forma razonable, práctica y con buen gusto. Y ¿por qué no convertirse con una varita mágica en, por ejemplo, un rey? Claro que ni aun así podría salir nada ingenioso de vuestras cabezotas. Hay una historia que cuenta lo siguiente:

—Le preguntan a un campesino: “Y tú ¿qué harías si fueras rey?”. Y contesta: “Yo… pues me pasaría todo el día en la entrada, sentado en un banco comiendo pipas; y al que pasara cerca, le daría en la cara, cuanto más cerca más en la cara”.

—Vuestra mentalidad no está muy lejos de esto. Si ahora mismo se apareciera el diablo a cualquiera de vosotros y os dijera: “Aquí traigo preparado un documento formal para que vendas tu alma; fírmalo con tu sangre y durante tantos años te serviré fielmente y cumpliré todos y cada uno de tus deseos”, estoy seguro de que todos venderíais vuestra alma con sumo gusto, no tengo la menor duda. Pero no seríais capaces de imaginar nada original, ni espectacular, ni siquiera alegre o atrevido. Solo mujeres, comida, bebida y hacer el vago. Y, cuando el diablo venga a cobrarse vuestra insignificante alma, la encontrará mortalmente aburrida y de una cobardía despreciable.

Svetovídov se calló y nadie se atrevió a contestarle. Sus palabras fueron un verdadero jarro de agua fría. Solo alguien, oculto tras la cortina de humo azulada, preguntó desde una esquina, dirigiéndose a Tsviet.

—Eh, tú, santurrón, tú ¿qué harías, eh?

—¿Yo? —se sobresaltó Iván Stepánovich, y fijó su inocente y limpia mirada en la lámpara, de cuya llama se desprendió en ese momento otra menor, que se elevó volando suavemente—. Pues ¿yo…? No necesito nada. Lo que tengo ahora… un lugar acogedor, la buena compañía de mis amigos, una conversación animada… —dijo con una sincera sonrisa a sus compañeros de mesa—. Bueno, me gustaría tener un jardín muy grande… con muchas flores. Y con toda variedad de pájaros y animalillos… y que fueran todos domésticos y cariñosos. Y que viviéramos todos allí, en la naturaleza, en amistad y armonía… Que nadie discutiera… Que hubiera niños por todas partes… y que todos supiéramos cantar muy bien. Que disfrutáramos con nuestro trabajo… Que pasaran por ahí muchos ríos cargados de peces…

—En una palabra: ¡el Paraíso! —le interrumpió Svetovídov.

El archidiácono, que estaba sentado al lado, abrazó a Iván Stepánovich, se aferró a su pecho y le dio besos hasta babosearle toda la cara. Con un llanto de emoción, le dijo pegado a su oreja:

—¡Vania![9] ¡Amigo mío! ¡Eres un ángel!

En ese momento apareció el tabernero con un tercer y último aviso:

—En todo el restaurante ya se han apagado las luces. Es hora de retirarse. Si no, tendremos problemas con la policía…

Y comenzó la retirada.

Iván Stepánovich volvía a su casa de excelente humor. Con una dulce sensación iba mirando al cielo, en el que se veía una media luna plateada, que dejaba un rastro dorado anaranjado mientras se deslizaba entre esponjosas nubes de algodón. Y se puso a cantar una pieza de su propia cosecha, pensada para acompañarla con movimientos y con una letra de insuperable belleza: —Gloria a la Tierra, fértil y aromática, y a las imponentes profundidades celestiales; la gente entona con alegría su canto—…

No poco tardó en trepar por la escalera hasta su buhardilla, mientras zigzagueaba entre la pared y la barandilla. De forma automática abrió la puerta sin hacer ruido, se quitó la ropa con cuidado y se acostó después de dejar una vela encendida en la silla que tenía cerca. Probó a coger el periódico de la mañana, que no había terminado de leer, pero las letras le bailaban y formaban líneas borrosas que cobraban vida. Al final, sus párpados cansados se cerraron y su conciencia se sumergió en un mar de oscuridad y silencio…

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