Aleksandr Ivánovich Kuprín
La
estrella de Salomón
Título original: Svezdá Solomona
Aleksandr Ivánovich Kuprín, 1917
Traducción: Alberto Pérez Vivas
Nota
al texto
La estrella de Salomón se publicó por primera vez en el último volumen (n.º 20, 1917) de la
publicación literaria moscovita Zemliá
[Tierra], que sacaba entre uno y tres volúmenes al año mientras existió
(1908-1917). Su título era entonces Kázhdoe
zhelanie [Cada deseo]. A partir de 1920 se empezó a publicar con el título
de La estrella de Salomón (Svezdá
Solomona), que han mantenido hasta hoy las sucesivas ediciones.
I
Los extraños e inverosímiles
sucesos que se narran a continuación se produjeron a principios del presente
siglo, y afectaron a la vida de un joven que no tenía nada de especial, salvo
su humildad, su carácter bondadoso y el hecho de pasar completamente
desapercibido entre los demás. Se llamaba Iván Stepánovich Tsviet. Tenía un
modesto empleo de funcionario en el Juzgado de Menores Huérfanos, o más bien de
simple empleado administrativo, ya que aún no había ascendido al cargo de
registrador colegiado. Su sueldo mensual era de treinta y siete rublos con
veinticuatro kopeks y medio. Por supuesto, con una paga tan insignificante no
le era fácil llegar a fin de mes, aunque la compasiva Fortuna se apiadaba de
él, seguramente por su simpleza de corazón. Estaba dotado de una vocecilla
juvenil, limpia y agradable, no digna de elogio, como de andar por casa o a lo
sumo minitenor; no es que el Señor se hubiera fijado precisamente en él, pero
aun así le permitía cantar en el coro de su próspera parroquia cuando había que
hacer alguna sustitución, aparte de obtener algún dinerillo extra en bodas,
misas, funerales, velatorios y demás; de manera que así podía llegar a duplicar
su raquítico salario.
Además de lo dicho, tenía gran
maestría y buen gusto a la hora de fabricar elegantes bomboneras, serpentinas
de cotillón y adornos de Navidad, cortando y pegando trocitos de papel,
pasamanos, seda o papel de estaño. Este oficio complementario también le daba
pequeñas ganancias, que Iván Stepánovich apartaba cuidadosamente para enviarlas
a la ciudad de Kíneshma. Allí estaba su madre, viuda de un jefe de bomberos,
cercana ya a los cien años; vivía de su miserable pensión, en una casucha
diminuta, con sus dos hijas solteronas, de edad más que madura y bastante poco
agraciadas.
Hacía ya seis años que el señor
Tsviet vivía tranquila y cómodamente en la misma habitación abuhardillada
encima de un quinto piso. Por techo tenía el tejado con vertiente a tres aguas,
lo cual daba cierto aspecto de ataúd al habitáculo. En invierno se pasaba frío
y en verano un calor terrible. A cambio, fuera de la ventana quedaba una amplia
repisa exterior en la que Iván colocaba en primavera las cajas de teas donde
sembraba sus capuchinas, resedas, alhelíes, petunias y guisantes aromáticos.
Para el invierno, el alféizar interior se veía desbordado de espinosos y
barbudos cactus, y de geranios que desprendían su olor. En medio de las
cortinas de tul, ceñidas con lazos azules, colgaba una jaula con un canario de
raza cantora, que en los días despejados se bañaba al sol en su recipiente de
porcelana y se ponía a cantar de forma tan generosa como estridente. Al lado de
la cama había un pequeño biombo con dibujos orientales; en el rincón de aseo,
cerrado con un tradicional paño de Kostromá[1], estaba presente
—como Dios manda— el icono de la Santísima Trinidad, ante el cual, por las
fiestas, ardía lánguida y placenteramente una lamparilla de granito rosa.
Todos querían a Iván Stepánovich.
Su casera, por su conducta ordenada y decente —a diferencia de otros
inquilinos, que eran como torbellinos y no paraban quietos—, por su carácter
afable, siempre dispuesto a ayudar con su trabajo o prestando algún dinero, o
cambiándole el turno de guardia a algún compañero que tuviera una cita amorosa…
Sus jefes, por no ser dado a la bebida, su magnífica caligrafía y su
meticulosidad en el trabajo. Con sus plantas y su canario tenía más que
suficiente y no necesitaba dejarse llevar por sensaciones más fuertes.
Bueno, a decir verdad, sí que
había algo que deseaba con toda el alma, y era que llegara el día en que le
nombraran para el puesto que tanto esperaba y que una buena mañana pudiera por
fin ponerse esa preciosa gorra con su borde de terciopelo verde azulado, su
ancho plato y un vistoso fruncido a cada lado. El examen ya lo tenía aprobado,
aunque no con muy buena nota, especialmente en geografía e historia; por eso
aquel sueño seguía envuelto aún en una densa bruma… Y la gorra, que hacía
tiempo que había encargado, descansaba en su caja, en el último cajón de la
cómoda. A veces, al llegar de la oficina, la sacaba de su encierro, alisaba el
terciopelo con la manga y le soplaba las invisibles pelusillas adheridas al
paño.
Iván Stepánovich no fumaba, no
bebía y no era jugador ni mujeriego. Se conformaba con sencillos y módicos
placeres: los sábados, después de los oficios, una calurosa sauna con esos
vapores de siempre que tanto le gustaban; y los domingos por la mañana, su café
cremoso y su bollo de azafrán. De vez en cuando se pasaba por los mercadillos,
daba un paseo en troika, iba a ver algún teatrillo de feria, se acercaba a ver
el deshielo o presenciaba el Jordán[2]; una vez al año acudía a
alguna representación teatral épica y patriótica, en la que hubiera mucha
acción, pero también lágrimas, gritos y humareda de pólvora.
Tenía una pequeña e inofensiva
pasión, o más bien una inclinación natural, por resolver todo tipo de
jeroglíficos, acertijos, crucigramas aritméticos, criptogramas y demás
galimatías que encontraba en revistas y periódicos. En esta esfera tan trivial,
el señor Tsviet demostraba un incuestionable y singular talento. En más de una
ocasión se entretenía en resolver para sus amigos o compañeros suscritos a
revistillas semanales complicados pasatiempos en los que daban algún premio.
Igual maestría tenía en descifrar códigos secretos, y damos fe de ese don poco
común, dado que en este increíble relato haremos hincapié en ello no por
casualidad, sino con la intención de arrojar cierta luz sobre lo que se
expondrá de aquí en adelante.
A veces, en días festivos, al
caer la tarde Iván Stepánovich se pasaba —después de ceder a alguna insistente
invitación— por una tabernucha que se llamaba Los Cisnes Blancos. Allí solían
reunirse empleados de correos, de la municipalidad, de la diócesis y de los
orfanatos; también acudían seminaristas y alguna que otra buena voz de los
coros catedralicios, que con su experiencia eran una excelente compañía para
cantar. El orondo y rudo tabernero, el señor Nagurni, era un gran entusiasta de
los cantos eclesiásticos y gustosamente reservaba un amplio salón para estos
casos. Se cantaban canciones tradicionales rusas, y otras no tanto —sobre todo
de Un cosaco más allá del Danubio[3]—,
pero lo que más se oía eran las de misa, con su estilo solemne, del tipo de Veo ya tu morada, Cuando los buenos discípulos, o tomadas del cancionero en griego de
Bajmétev[4].
Solía llevar la voz cantante el
gran entendido Srebrostrúnov, pero el que daba la octava era el famosísimo e
ilustre Sugróbov, cantor itinerante, borracho empedernido y con una voz de bajo
sobrecogedora. Al tabernero le estaba terminantemente prohibido de por vida
cantar, debido a su ausencia total de voz y oído. Él solo dirigía con la cabeza
e iba cambiando el gesto: afligido, severo, solemne… A veces ponía los ojos en
blanco, se sorbía los mocos y rompía a llorar con unas lágrimas de cocodrilo
del tamaño de avellanas. A menudo, con la emoción del momento, les sacaba algo
de beber y picar.
En medio de tales conciertos,
Iván Stepánovich no podía rechazar algún que otro vaso de cerveza, o un buen
vino de Santorini o Cahors. Pero lo que más le gustaba era poder invitar a
alguno de sus conocidos, algo que recaía la mayoría de las veces en el melenudo
y desgreñado Sugróbov, por quien sentía una mezcla de respeto, timidez y
admiración, como un fogoso mozuelo de diez años ante la corneta y el reluciente
casco de un bombero.
II
El 26 de abril, fiesta de la
parroquia, cayó precisamente en domingo, que era cuando cantaba Iván
Stepánovich. Ese día, además de la misa habitual, estaba previsto un oficio de
difuntos encargado por la viuda del respetado comerciante Sólodov, por el
cuadragésimo aniversario de su muerte. Los cantores, que se esforzaban al
máximo, eran acompañados por el llanto de la viuda, que también se empeñaba con
inaudita generosidad (se rumoreaba que el hombre estaba echado a perder por la
bebida, y su mujer, ya en vida de él, buscaba consuelo en un apuesto jefe de
almacén).
Después de la liturgia, se entonó
un réquiem en su casa y, en vista de la abundante mesa conmemorativa, además
del clero y el archidiácono invitados expresamente, se llamó al coro
parroquial.
El día terminó en Los Cisnes
Blancos, donde corrió la bebida a mares. Y, casi sin darse cuenta, Iván
Stepánovich, que siempre bebía con mesura y no era un gran amante del vino,
bebió más de lo acostumbrado. Pero no por ello perdió un ápice de su entrañable
carácter: al contrario, dejando a un lado su habitual retraimiento y de un
humor más desenfadado, ganaba en encanto y atractivo. Haciendo gala de su
cortesía, rellenaba los vasos, ya fuera de Sugróbov o del enorme archidiácono
Kartaguénov. Este último no opuso gran resistencia a dejarse llevar hasta la taberna,
y Tsviet escuchaba con entusiasmo cómo esas dos celebridades de la ciudad
—rojos, sudorosos, peludos y con las venas del cuello a punto de estallar—
cruzaban comentarios con la mesa de por medio y cómo sus voces cazalleras
resonaban de tal forma que removían y enrarecían todo el aire que circulaba en
el amplio salón de techo bajo. También le daba por abrazar y besar al amanerado
gordinflón de pelo ensortijado Srebrostrúnov, y le aseguraba que, con su enorme
talento, no debía regentar el coro de una ciudad de provincias, sino como poco
dirigir el coro de la capilla del palacio real, o el coro sinodal del
Patriarcado de Moscú; además, le daba su palabra de regalarle por su cumpleaños
un diapasón de oro con su inscripción y, para guardarlo, una magnífica funda de
cordobán rojo hecha a mano.
Esa tarde no cantaron mucho, ni
con la fuerza de otras: acusaron el cansancio de todo el día y la generosa
hospitalidad de la viuda. Pero, como siempre, hablaban por los codos y daban
voces todos a la vez. Las gangosas y guturales notas de tenor sobresalían
temblorosas entre el profundo ronroneo del bajo, cual reflejos del sol poniente
en medio del ancho y tranquilo cauce de un río. Hasta el propio Iván
Stepánovich se veía por momentos mezclado en ese revoltijo de conversaciones,
envuelto en las brumas azuladas que formaban los cigarros y en las que
brillaban de forma fugaz e imprecisa sus ascuas; se sentía flotar hacia algún
lugar en la oscuridad, con una agridulce sensación de mareo y somnolencia, una
especie de agradable sopor entre nubes azules con manchas rojas brillantes… A
veces, algunos retazos de conversación se le metían en la cabeza de repente,
con una claridad y vehemencia exageradas.
—No lo oculto. ¿Qué voy a
ocultar? —decía el sombrío barítono Karpienko, con su tez morena y picada—.
Tengo un billete premiado. El 1 de mayo es el sorteo. Y, aunque he tenido que
empeñarme para comprarlo, lo he conseguido con el sudor de mi frente y a nadie
le debe importar un comino. Pues fastidiaos, que el 1 de mayo gano doscientos
mil y mando al diablo el maldito coro y el trabajo. Y a vivir como un rey.
Meteré el dinero en una caja de ahorros al diez por ciento y voy a vivir de los
intereses sin tocar el capital: veinte mil al año. Comeré en el Smulski y
después me tomaré un buen oporto de a dos y medio la botella. ¡Venid entonces a
pedirme dinero!… ¡Ni un kopek, ni una migaja! ¡A nadie! ¡Al demonio con todos!
—¡Ja, ja, ja! —rio a carcajadas
Kartaguénov—. Una vez gané quinientos rublos con un boleto.
—¿Cómo es eso, diácono? ¿Con las
carreras de caballos?
—Nada de eso, de verdad. Mi
padre, como seguramente sabéis, fue antes que yo archidiácono de la catedral,
solo que en Moscú. Tenía una voz impresionante, tan potente como la Campana del
Zar[5] o como un barco de vapor. ¿Quién soy yo a su lado? ¡Un don
nadie! —vociferó Kartaguénov, con tal fuerza que las llamas de las lamparillas
temblaron—. Una vez, en el banquete de bodas de un comerciante, le regalaron
seis billetes de lotería. Por entonces valía cada uno ciento y pico. Los cogió,
los barajó y los repartió como si fueran cartas; después escribió un nombre en
cada uno de ellos: el mío, el de mis dos hermanos y el de mis hermanas. Después
los guardó detrás de un icono, pero no se quedó convencido. Podía haber
tentaciones. Como se dice en las escrituras, —no confiéis ni en los príncipes,
ni en los simples mortales—[6]. Entonces, nos puso la siguiente
condición inquebrantable: si alguien gana quinientos rublos, los dedicará por
entero a sus hijos menores, hasta que cumplan la mayoría de edad;
simultáneamente cada uno de vosotros recibirá en mano un premio proporcional a
su edad. A mí, por ejemplo, me correspondió un rublo y cuarenta kopeks. Si a
alguien le tocaba más de esa suma, la diferencia se repartiría entre todos los
participantes según el acuerdo, aunque el afortunado recibiría una cantidad
extra. Por cada mil, tres rublos; por cinco mil, diez rublos y así
sucesivamente en proporción razonable. Por doscientos mil, tocaban cincuenta
rublos, que para aquellos entonces era como si tuvieras un barco cargado hasta
arriba de oro.
—Llegó el primero de mayo y el
buen hombre se apresuró a comprar el periódico; se puso las gafas y miró con
detenimiento el papel:
—Aquí está. Mi número. Cifra por
cifra. Y lo que pone: ha salido impresa la tirada de tal número de tal serie.
—Qué diablos era eso de la
tirada, nadie tenía ni idea: ni mi padre, ni sus conocidos. Entonces
consultaron con algunos familiares sabiondos y decidieron que seguramente eso
quería decir que tenía premio y, ¿quién sabe?, ¿a lo mejor por partida doble?
Mi padre dispuso una gran ofrenda religiosa en agradecimiento y a mí me dio
como anticipo un rublo y cuarenta kopeks. Ese mismo día organicé un festín como
el de Baltasar[7]. Compré un barril entero de kvas de pera[8]
y un canasto de peras maceradas. Invité a un amigo y no paramos hasta que nos
entró diarrea.
—A la mañana siguiente mi padre
corrió con su hoja de periódico al cambista Ilinka, para enterarse de dónde y
cómo recibir el premio. Y allí le sacaron de su ignorancia:
—Ya puede llorar, padre diácono,
por sus cien rublillos, y el boleto lo puede enmarcar y colgar en su despacho,
como recuerdo eterno de su estupidez.
—Mi padre se ofendió y enfureció
sobremanera. Cuando llegó a casa, parecía que iba a descargar una tormenta y justo
me pilló a mí:
—¡Bájate los pantalones!
—¿Por qué, papá?
—¡Por eso mismo! ¡Para que no
seas tan glotón con las peras, que en ellas está el pecado!
—Y me zurró de tal forma donde
termina la espalda que aún me escuece cuando me acuerdo. El resto de los
números los vendió ese mismo día. “No voy a caer otra vez en la misma estafa”,
dijo. Y en eso terminó la historia.
—Y fue poco —dijo alguien
irónicamente.
—Bueno, y ¿qué? —intervino otro—.
Aunque fuera por un día, por una hora, fue feliz. Había esperanza, sueños,
planes para el futuro…
Todos se callaron un momento,
pensativos. El primero que rompió el silencio fue Srebrostrúnov:
—Si a mí me tocaran doscientos
mil, me recorrería Rusia de cabo a rabo, hasta la última ciudad y el rincón más
recóndito, y también formaría el mejor coro del mundo, con el que cantaría en
Moscú. Y después daríamos conciertos por Europa. En todas partes: París,
Londres, Roma, Berlín… Me haría mundialmente famoso. A Sugróbov le alimentaría
con carne cruda y tendrían que pagar para verlo en su jaula. Porque en Francia
nunca han visto fieras de ese tipo…
—Justa-meeente —dijo el
archidiácono, alargando la palabra con su voz grave y profunda.
—Siií… —añadió Sugróbov en un
tono una cuarta más bajo—. Pues yo —dijo como animándose—, yo le daría ciento
cincuenta mil a mi mujer y le diría: —Ahí tienes tu compensación. Ahora, vive
como quieras, canta, juega, baila… que yo me voy. Ahí te quedas. Me habéis dado
la murga diez años, me habéis chupado la sangre; ya es hora de que recupere mi
dignidad—. Y me iría a la aventura. Dejaría siete con treinta para coger una
curda por todo lo alto. Con el resto me compraría una casa, parecida en la
forma a las casetas de los perros, pero con su huerto y su jardín. Cultivaría
frutales y bayas. Y hor-ta-li-zas —concluyó en un la contralto.
Muchos se echaron a reír. Hacía
tiempo que sabían en qué régimen de esclavitud tenía esa pequeña y descarada
mujer —que era la peor hablada de todo el mercado de Zhitni— al pobre y
campechano grandullón. Y, un instante después, todo el salón se convirtió en un
enjambre de parloteos.
Como suele pasar, el tema del
todopoderoso dinero hizo aflorar las emociones de estos pobres desgraciados,
con sus ocultas ambiciones, su voluntad quebradiza y un ansia insatisfecha de
vivir nuevas experiencias, pero siempre frustrados por la crueldad de sus
destinos. Ahora es cuando se revelaba, como si se le diera la vuelta a un
calcetín, la verdadera naturaleza oculta de cada uno. Soñaban, en voz alta, con
buen vino y buena comida, con jugar a las cartas, tener muebles tapizados en
terciopelo, viajar a lejanos países exóticos, vestir trajes de lujo, tener sus
propios caballos y perros… También se veían codeándose con barones y condes de
la alta sociedad, yendo al circo o al teatro, comentando los chismes de su
cantante favorita o de aquel famoso domador de fieras… Soñaban con no tener
nada que hacer y poder dormir cuantas horas quisieran al día, con tener lacayos
con frac… Y, lo principal, con mujeres: tener todo un harén a su disposición,
mujeres de todas las razas y nacionalidades, de distinta estatura, complexión y
temperamento.
El viejo empleado del
ayuntamiento, Svetovídov, un hombre inteligente, pero de áspero y brusco
carácter, dijo con su lengua viperina:
—Ninguno de vosotros tiene más
imaginación que un gorila, queridos míos. La vida puede ser maravillosa con los
medios más reducidos. Solo hay que tener ahí arriba un pequeño punto, diminuto,
pero que resalte, y avanzar hacia él con fe ciega. Vuestros ideales son más
propios de cerdos, mandriles, antropófagos o presidiarios. Con esos sueños, los
doscientos mil no van a ninguna parte… Para empezar, ninguno de vosotros tiene
de capital más que unos miserables kopeks. En segundo lugar, no tenéis
suficiente aguante para ahorrar siquiera los cien rublos que cuesta un billete
de lotería. Karpienko seguramente lo compró después de acuchillar a su tía esa
misma noche; si gana esos doscientos mil, dará igual, porque se descubrirá su
abominable delito y antes de acabar el día, como cualquier hijo de Dios, dará
con sus huesos en la cárcel. Y, en tercer lugar, incluso con el billete en
mano, la posibilidad de que toque el primer premio es de una entre diez
millones, es decir, casi nula o infinitesimal. Así son las cosas. Todo lo que
digáis no sirve para nada, es desquiciarse con una idea absurda, que se os ha
metido en la cabeza. ¡Doscientos mil rublos!… ¡Qué pobreza de imaginación!
—Él querría un millón —dijo
alguien con voz de pocos amigos en el otro extremo de la mesa—. Todos sabemos
que el consistorio es un lugar muy goloso. No hay más que ver su mirada de
avaro.
—Y ¿qué? —respondió sin volverse
siquiera Svetovídov—. Hay que tener más amplitud de miras y no soñar con
imposibles. Digamos… diez millones, eso ya no está tan mal. Con eso se puede
vivir de forma razonable, práctica y con buen gusto. Y ¿por qué no convertirse
con una varita mágica en, por ejemplo, un rey? Claro que ni aun así podría
salir nada ingenioso de vuestras cabezotas. Hay una historia que cuenta lo
siguiente:
—Le preguntan a un campesino: “Y
tú ¿qué harías si fueras rey?”. Y contesta: “Yo… pues me pasaría todo el día en
la entrada, sentado en un banco comiendo pipas; y al que pasara cerca, le daría
en la cara, cuanto más cerca más en la cara”.
—Vuestra mentalidad no está muy
lejos de esto. Si ahora mismo se apareciera el diablo a cualquiera de vosotros
y os dijera: “Aquí traigo preparado un documento formal para que vendas tu
alma; fírmalo con tu sangre y durante tantos años te serviré fielmente y
cumpliré todos y cada uno de tus deseos”, estoy seguro de que todos venderíais
vuestra alma con sumo gusto, no tengo la menor duda. Pero no seríais capaces de
imaginar nada original, ni espectacular, ni siquiera alegre o atrevido. Solo
mujeres, comida, bebida y hacer el vago. Y, cuando el diablo venga a cobrarse
vuestra insignificante alma, la encontrará mortalmente aburrida y de una
cobardía despreciable.
Svetovídov se calló y nadie se
atrevió a contestarle. Sus palabras fueron un verdadero jarro de agua fría.
Solo alguien, oculto tras la cortina de humo azulada, preguntó desde una
esquina, dirigiéndose a Tsviet.
—Eh, tú, santurrón, tú ¿qué
harías, eh?
—¿Yo? —se sobresaltó Iván
Stepánovich, y fijó su inocente y limpia mirada en la lámpara, de cuya llama se
desprendió en ese momento otra menor, que se elevó volando suavemente—. Pues
¿yo…? No necesito nada. Lo que tengo ahora… un lugar acogedor, la buena
compañía de mis amigos, una conversación animada… —dijo con una sincera sonrisa
a sus compañeros de mesa—. Bueno, me gustaría tener un jardín muy grande… con
muchas flores. Y con toda variedad de pájaros y animalillos… y que fueran todos
domésticos y cariñosos. Y que viviéramos todos allí, en la naturaleza, en
amistad y armonía… Que nadie discutiera… Que hubiera niños por todas partes… y
que todos supiéramos cantar muy bien. Que disfrutáramos con nuestro trabajo…
Que pasaran por ahí muchos ríos cargados de peces…
—En una palabra: ¡el Paraíso! —le
interrumpió Svetovídov.
El archidiácono, que estaba
sentado al lado, abrazó a Iván Stepánovich, se aferró a su pecho y le dio besos
hasta babosearle toda la cara. Con un llanto de emoción, le dijo pegado a su
oreja:
—¡Vania![9] ¡Amigo
mío! ¡Eres un ángel!
En ese momento apareció el
tabernero con un tercer y último aviso:
—En todo el restaurante ya se han
apagado las luces. Es hora de retirarse. Si no, tendremos problemas con la
policía…
Y comenzó la retirada.
Iván Stepánovich volvía a su casa
de excelente humor. Con una dulce sensación iba mirando al cielo, en el que se
veía una media luna plateada, que dejaba un rastro dorado anaranjado mientras
se deslizaba entre esponjosas nubes de algodón. Y se puso a cantar una pieza de
su propia cosecha, pensada para acompañarla con movimientos y con una letra de
insuperable belleza: —Gloria a la Tierra, fértil y aromática, y a las
imponentes profundidades celestiales; la gente entona con alegría su canto—…
No poco tardó en trepar por la
escalera hasta su buhardilla, mientras zigzagueaba entre la pared y la
barandilla. De forma automática abrió la puerta sin hacer ruido, se quitó la
ropa con cuidado y se acostó después de dejar una vela encendida en la silla
que tenía cerca. Probó a coger el periódico de la mañana, que no había
terminado de leer, pero las letras le bailaban y formaban líneas borrosas que
cobraban vida. Al final, sus párpados cansados se cerraron y su conciencia se
sumergió en un mar de oscuridad y silencio…
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