Vladimir
Korolenko
CUENTOS
I
Nadie se dio cuenta al principio.
El niño tenía la mirada obscura, incierta, que tienen todos los niños durante
algún tiempo. Pasaron días y semanas; sus ojos tornáronse brillantes; el globo
del ojo quedó más saliente, pero el niño no movía la cabeza hacia los rayos de
luz que entraban por la ventana mezclados con el alegre canto de los pájaros y
con el murmullo del follaje de las hayas que adornaban el jardín. La madre fue
la primera en notar la extraña expresión de la cara del niño, seria y poco
movida.
Miró a su alrededor con espanto y
preguntó:
—Decidme: ¿cómo puede ser esto?
—¿Cómo? ¿Qué dices? —le contestaron
con indiferencia—. En nada se distingue de las demás criaturillas de su edad.
—Mirad cómo palpa con sus manecitas
con extraño impulso.
—Es que el niño no puede relacionar
todavía los movimientos de las manos con las impresiones de la luz —dijo el
médico.
—Mira siempre en la misma
dirección. ¡Es ciego! —exclamó la madre; y nadie fue capaz de poder
tranquilizarla.
El médico tomó al niño en brazos,
le acercó de pronto a la luz y le miró los ojos. Pronunció confusamente algunas
palabras tranquilizadoras y se fue, prometiendo que volvería al día siguiente.
La madre lloraba; sufría mucho y
estrechaba contra el pecho a su hijo, cuyos ojos continuaban inmóviles y
serios.
Al cabo de dos días volvió el
médico con un oftalmoscopio, encendió una luz, la acercó y apartó de los ojos
del niño, miró a éste con atención, y finalmente con voz confusa y paulatina
dijo:
—Por desgracia, tenía usted razón,
señora; el niño es ciego y su ceguera es incurable.
La madre escuchó la noticia con
silenciosa congoja.
—Lo sabía tiempo ha —dijo en voz baja.
El niño pertenecía a una familia
poco numerosa. Constituíanla, además de la madre, el padre y el «tío Max», como
todo el mundo le llamaba. El padre no se diferenciaba en nada de los demás
terratenientes del sudoeste de Rusia; era de buen carácter, amable con los
obreros, a los cuales, no obstante, vigilaba mucho, y tenía una sola pasión: la
de construir molinos. Semejante afición le absorbía muchísimo tiempo, y por tal
motivo en su casa se oía su voz raras veces; a la hora de comer, a la de
almorzar y pocas veces más.
Siempre hacía a su mujer la misma
pregunta:
—¿Te encuentras bien, palomita mía?
Se sentaba en seguida a la mesa, y
únicamente terciaba en la conversación cuando quería decir algo de sus molinos.
Un padre así, tan pacífico y descuidado, naturalmente, podía influir muy poco
en el desarrollo del espíritu de su hijo.
Pero el tío Max ya era otra cosa.
Diez años antes, el tío Max había
sido el joven más calavera y mala pieza, no sólo de las cercanías, sino también
de las contratas[1]. Por fin, al tío Max
le invadió una gran cólera contra los austríacos y se fue a Italia. Por su
parte, los austríacos no demostraron, al parecer, gran cariño hacia el tío Max.
De vez en cuando en el Kurier, que era el periódico favorito de los
terratenientes, podía leerse su nombre entre los de los más entusiastas
defensores de Italia; y por último se supo por el mismo periódico que
Maximilian Iazenko se había caído con su caballo. Los furiosos austríacos, que
aguardaban desde largo tiempo la ocasión de pagarle los daños que les había
causado, destrozaron al odiado volini. Pero los sables de los austríacos no
pudieron obligar a que el alma terca y revoltosa de Max abandonara su cuerpo; y
por eso alma y cuerpo se mantuvieron unidos, aunque el último resultase muy
malparado. Sus compañeros le condujeron al hospital donde curó sus heridas. Al
cabo de algunos años se dirigió Max de pronto a casa de su hermana y allí se
instaló definitivamente. Ya nunca pensó en volver a las andadas. Le faltaba la
pierna derecha, lo cual le obligaba a servirse de una artificial de madera, y
tenía la mano izquierda tan maltrecha, que sólo podía utilizarla para apoyarse
penosamente en el bastón. Se había vuelto más serio y más reposado, y sólo de
vez en cuando hería con la lengua como en otro tiempo con el sable. No iba
nunca a las ferias, muy pocas veces a las reuniones, y pasaba la mayor parte
del tiempo en su biblioteca leyendo libros cuyo contenido ignoraban todos.
Escribía algo, pero como sus trabajos no se publicaban ya en el Kurier, nadie creía
que tuviesen importancia.
Por los años en que nació y creció
el cieguecito en la casa señorial, ya tenía el tío Max algunas canas; a
consecuencia de usar muletas, su cabeza se hundía entre los hombros y su cuerpo
había tomado la forma de un rectángulo. Su singular aspecto, sus cejas
contraídas con aire sombrío, el cric-crac de las muletas y la nube de humo de
la pipa —su inseparable compañera—, que le rodeaba siempre, no eran muy a
propósito para hacerle simpático a los extraños, y únicamente los que le
trataban asiduamente sabían que en aquel cuerpo desventurado latía un corazón
sensible, y que en aquella buena cabeza, cubierta de cabellos que parecían
cerdas de cepillo, trabajaba siempre el pensamiento. Pero ni los que más de
cerca le trataban, conocían cuáles eran las cuestiones que le preocupaban; sólo
sabían que pasaba largas horas en la biblioteca con las cejas contraídas, la
mirada sombría y rodeado de una nube de humo, pero no sabían que el guerrero
viejo y estropeado ensartaba consideraciones filosóficas sobre la idea fija de
que la vida es un combate, en el cual no hay lugar para los heridos; se
empeñaba en creer que él fue expulsado de las filas de los guerreros y que sólo
era un estorbo para los demás. En la lucha de la vida había perdido la batalla.
¿No sería cobarde acción arrastrarse por la tierra como un gusano? ¿No sería
vergonzoso permanecer a las plantas del vencedor implorando piedad para las
lastimosas ruinas de su existencia?
En tanto el tío Max con sangre fría
se entregaba a sus meditaciones pesando el pro y el contra, crecía ante sus
ojos un nuevo ser, inválido ya al entrar en el camino de la vida. Al principio
no se fijó en el niño ciego, pero pronto le inspiró interés la semejanza de su
suerte con la del muchacho.
—Sí —decía reflexionando—, ese
muchacho es también un inválido. Si de él y yo pudiera hacerse un solo ser,
quizá resultaría un hombre aceptable.
Y desde aquel momento, y cada vez
con más frecuencia, se dirigían sus miradas al niñito ciego.
¡Quién sabe lo que hubiera sido el
muchacho con el tiempo, destinado por la suerte, según parecía, a vivir
descontento de la suya, advirtiendo además que la exagerada condescendencia de
los que le rodeaban le habría conducido a convertirse en odioso egoísta, si la
misma funesta suerte y los sables austríacos no hubiesen sido la causa de que
el tío Max viviese retirado en casa de su hermana!
La presencia del cieguecito
determinó poco a poco un cambio en la dirección de los pensamientos del
enérgico, activo y viejo soldado. Es verdad que pasaba todavía largas horas en
su biblioteca, rodeado de una nube de humo de tabaco, pero en sus ojos no había
ya la mirada de sombría y honda pena, sino la expresión reflexiva del agudo
observador, y cuanto más y más observaba, más se fruncían sus cejas y el humo
de su pipa era más espeso y constante. Por fin, se resolvió a intervenir en el
asunto.
—Este muchacho —dijo fumando con
más fuerza que nunca— será más desgraciado que yo. Mejor hubiera sido para él
no haber nacido.
La pobre madre bajó la cabeza y dejó
caer una lágrima en su regazo.
—¡Es una crueldad, Max, recordarme
esto! —respondió en voz baja.
—Digo la verdad; yo no tengo
piernas ni brazos, pero tengo ojos; él no los tiene, y con el tiempo no tendrá
manos ni pies, ni siquiera voluntad propia.
—¿Por qué?
—Fíjate bien en lo que voy a decir
—añadió Max con dulzura—. No he pronunciado inútilmente estas palabras. El niño
tiene una naturaleza muy sensible. Promete desarrollarse magníficamente en
todos conceptos; más aún, sus restantes sentidos podrían en parte substituir al
que le falta. Pero para lograr este fin es preciso el ejercicio, y éste
únicamente puede determinarlo la necesidad. El necio mimo y cuidado de que
rodeáis, impidiendo en él toda necesidad de esforzarse, mata toda esperanza
posible de cualquier clase de desarrollo independiente.
La madre tuvo suficiente sentido
para comprender la idea de Max y dominarse; desde entonces resistió la
inclinación, muy comprensible por otra parte, de atender al menor llamamiento
de su hijo para que no le faltara nada.
Al cabo de algunos meses de esta
conversación, el niño andaba solo y aprisa por toda la casa, escuchando con
gran atención hasta los sonidos menos perceptibles; y con una viveza que por
regla general no suelen tener los niños, palpaba todos los objetos que caían en
sus manos.
Muy pronto conoció a su madre por
los pasos, por el rumor del vestido, por ciertas señales que sólo él apreciaba;
por muchas personas que hubiese en una habitación, siempre sabía dirigirse con
paso seguro hacia el punto en que estaba su madre. Si ella le asía súbitamente
la mano, la conocía en seguida. Si hacía lo mismo alguna otra persona,
inmediatamente le palpaba la cara con sus manecitas; y por este sistema pronto
conoció a su nodriza, al tío Max y a su padre. Pero si se trataba de un
forastero, sus movimientos eran inseguros y reflexivos; pasaba con detención
sus manos diminutas por aquella cara desconocida, y en su rostro se reflejaba
esforzada atención. Parecía que mirase con la yema de sus deditos.
Por temperamento, era vivo y
movedizo, pero con el tiempo la ceguera obró sobre su carácter; poco a poco fue
aquietándose y empezó a retirarse a los rincones obscuros, quedando allí
inmóvil durante largas horas escuchando algo, según todos creían comprender. Si
en la habitación no se oía rumor alguno y nada le llamaba la atención, parecía
que el muchacho reflexionase acerca de alguna cosa incomprensible con expresión
de sorpresa en su rostro, que tenía una seriedad rara e impropia en un niño.
El consejo del tío Max había sido
acertadísimo. La organización nerviosa del muchacho, delicada y fuerte a un
tiempo, se desarrolló, esforzándose en substituir por la sensibilidad del tacto
y del oído, al menos en parte, el sentido de la vista que le faltaba.
Todo el mundo se admiraba de la
sensibilidad de su tacto. A veces parecía que los colores le eran accesibles.
Si le daban una tira de color vivo, la palpaba con más atención y se marcaba en
su cara una expresión de sorpresa. Pero pronto se vio claramente que el sentido
que más se desarrollaba en él era el del oído.
En poquísimo tiempo supo distinguir
unas habitaciones de otras por las condiciones acústicas de cada cual; conocía
los pasos de todos los moradores de su casa, el ruido que hacía la silla cuando
se sentaba el tío Max, el pespunteo seco y uniforme de las agujas cuando cosía
su madre, el tictac del reloj. A veces, cuando iba siguiendo la pared, su oído
apreciaba sonidos que nadie hubiera notado; con las manos trataba de coger una
mosca, y cuando la mosca huía, veíase en la cara del muchachito una expresión
de penoso desencanto. No sabía explicarse la desaparición de la mosca. Más
adelante, hasta en tales casos, enmarcaba en su rostro la expresión de haber
comprendido lo que pasaba y andaba en la dirección que había tomado la mosca,
pues su oído era tan fino, que apreciaba su ligerísimo vuelo.
El mundo, con sus movimientos,
colores y rumores, entró en la cabeza del niño en forma de sonidos, y sus ideas
tomaron también esta forma en su imaginación. Leíase en su rostro la expresión especial
que pone de manifiesto una gran atención hacia los sonidos que se trata de
apreciar; su boca se abría ligeramente, sus cejas se fruncían, su cabeza se
inclinaba, y entre tanto sus ojos, hermosos e inmóviles, daban a la cara del
cieguecito una expresión seria y conmovedora.
Llegaba a su ocaso el segundo
invierno del niño ciego. En el patio se derretía la nieve, el agua corría por
los torrentes primaverales, y al mismo tiempo mejoraba la salud del niño, que
durante el invierno no pudo salir de casa por estar algo enfermo.
Abriéronse las ventanas, y con
poderosa fuerza entró en la habitación el aire tibio de la primavera. El sol
sonreía amistosamente, se balanceaban las ramas de las hayas desnudas todavía,
y a lo lejos relucían las praderas en las que había aún algunas manchas de
nieve que se derretía mientras el resto verdeaba. El viento corría libre y
aromático, y la primavera, al despertar, llenaba a todo el mundo de fresco
hálito vital.
La primavera consistía para aquel
ser privado de vista en un ruido misterioso; oía el murmullo del agua de los
torrentes, como si cada ola quisiera abalanzarse sobre las demás al saltar en
su rodar sobre las piedras y remover el fondo; oía el rumor del ramaje de las
hayas al golpearse mutuamente y al golpear la ventana. Al deshacerse la
escarcha del tejado, las gotas del agua caían al suelo con variado juego de
colores y ligero ruido.
Y todos esos sonidos llegaban al
oído del cieguecito, junto con los cantos que entonaban las cigüeñas en sus
vuelos.
En la cara del niño volvió a
dibujarse la expresión de la sorpresa. Frunció las cejas y escuchó.
Angustiosamente, dominado por aquellos tonos incomprensibles, tendió sus
manecitas a su madre y escondió la cabecita en su regazo.
—¿Qué tendrá? —se preguntó ella. Y
los demás pensaron lo mismo.
El tío Max observaba la expresión
de la cara del niño, sin hallar ninguna explicación a su estado de excitación
incomprensible.
—No comprende, no puede comprender
algo —adivinó la madre al leer en la cara del niño la expresión de pregunta
muda.
Sí; el niño estaba excitado e
intranquilo, llegaban hasta él notas nuevas y desconocidas, y le sorprendía que
las que estaba acostumbrado a oír hubiesen callado y desaparecido súbitamente.
II
Ya tenía cinco años cumplidos; era
flaco y débil, pero corría sin ajeno auxilio por toda la casa. Cualquiera que
hubiese visto la seguridad con que iba de una parte a otra y tomaba todo lo que
necesitaba, hubiera creído que no era un niño ciego, sino un niño original
cuyos ojos reflexivos tenían constantemente la mirada incierta. Por el patio
andaba tentándolo con un bastón en la mano. A veces se arrodillaba, y de
rodillas palpaba todo lo que podía encontrar.
Era un domingo muy tranquilo. El
tío Max se hallaba en el jardín. El padre había salido, como de costumbre; en
las habitaciones de los sirvientes no se oían ya conversaciones. El niño estaba
en cama.
Comenzaba a dormirse. Tiempo ha que
aquella hora estaba para él enlazada con un especial recuerdo. Él,
naturalmente, no veía el cielo que iba vistiéndose su manto azul obscuro, las
copas de los árboles que se movían, los tejados de las casas vecinas, que
desaparecían en la obscuridad, la magnificencia que entre las tinieblas
mostraban la luna y las estrellas con sus rayos de plata. Algunas noches el
niño iba durmiéndose con una sensación extraña y encantadora, de la que nunca
al día siguiente sabía darse cuenta.
Apenas el sueño enturbiaba sus
pensamientos, el ligero rumor de los árboles se apagaba y no oía ya los
ladridos de los perros del pueblo y el canto del ruiseñor del bosque vecino, ni
el melancólico sonido de los cencerros del ganado. Apenas todos estos rumores
morían, le parecía al niño que se fundían todos en una sola armonía que giraba
dulcemente por su habitación, llevando consigo imágenes indefinidas y hechiceras.
Al día siguiente, despertaba como de un sueño encantado y preguntaba a su
madre:
—¿Qué fue lo de ayer? ¿Qué fue?
La madre no comprendía la pregunta
y creía que las pesadillas habían excitado a su hijo. Ella misma le metía en la
cama, le daba un beso y no le dejaba hasta que se había dormido, sin observar
nada de particular. Pero a la mañana siguiente, el niño hablaba de nuevo de
aquellas imágenes magníficas e indefinidas que tanto le habían interesado.
—¡Madre! ¡Era hermoso, muy hermoso!
Una noche la madre resolvió
quedarse junto a la cama del niño, ansiando descifrar aquel enigma. Se sentó en
la silla que había junto a la cabecera, cosiendo medias mecánicamente y
escuchando con anhelo la tranquila respiración de Piotr, que así se llamaba su
hijito.
Parecía que estaba enteramente
dormido, cuando, de pronto, entre la obscuridad de la habitación se oyó una
ligera voz que preguntaba:
—¡Madre! ¿Estás aquí?
—Sí, hijo mío.
—Pues te ruego que te vayas. Estaba
casi dormido ya y todavía no han llegado.
La madre escuchó sorprendida la
queja de su hijo. Hablaba éste de las imágenes de sus sueños como si fuesen
algo verdaderamente real y existente.
Se levantó, le dio un beso, y sin
hacer el más ligero ruido se fue, con la resolución de bajar al jardín y acercarse
en silencio a la ventana de la habitación.
Apenas salió al jardín, adivinó el
enigma. Había oído las apagadas notas de una flauta, que venían del establo y
se mezclaban con los ligeros rumores del exterior. Comprendió en seguida que
las notas de aquella melodía eran las imágenes que impresionaban tanto a su
hijo.
Se mantuvo muy quietecita,
escuchando las notas de una canción propia de la pequeña Rusia, que taladraban
el corazón, y luego, tranquilizada por completo, fuese por el obscuro sendero a
buscar al tío Max.
—Jojem toca bien —pensó—. ¡Parece
extraño que en un mozo sin instrucción quepa tanto sentimiento!
Cuando Jojem quiso tocar la flauta,
herido por cierto desengaño amoroso, escogió una en casa del mercader, pero el
instrumento no supo expresar tan sinceramente como él quería su triste
decepción. En vano la cambió y escogió entre media docena la que le pareció
mejor; la secó al sol, la expuso al viento; todo inútil; la flauta no
transmitía el lenguaje de su corazón.
Se enfadó con los mercaderes y se
convenció de que ninguno de ellos tenía buenas flautas. Tomó la resolución de
hacerse la flauta él mismo. Un día se dirigió al bosque por la orilla del rió,
y examinó los árboles uno por uno mirando si tenían alguna rama que le
sirviese. Cortó algunas, pero no le resultaron buenas. Por fin llegó a un punto
en que el río pasaba perezosamente. Su superficie apenas se movía, porque a
causa del espesor del bosque el viento no podía empujar las aguas. Jojem se
abrió camino resueltamente como si presumiese que allí encontraría lo que
buscaba. Empuñó el cuchillo y después de haber mirado todas las ramas, escogió
una muy recta, de tamaño adecuado, que se inclinaba hacia el río. La tocó
ligeramente y se alegró de la elasticidad con que se movía, echó una mirada al río,
e hizo señal afirmativa con la cabeza.
—¡Me conviene! ¡Me conviene! —dijo
entre dientes con visible gozo. Y arrojó al agua las ramas inútiles.
¡Y es innegable que hizo con ella
una magnífica flauta! Después de haberla secado y atravesado, la agujereó por
seis partes de un lado, del otro la perforó una sola vez y cubrió el extremo
con un tapón de madera, dejando únicamente un diminuto intersticio. No hizo más
que una ligera prueba durante el día, pero por la noche manaron de la flauta
notas tiernas, tristes y temblorosas.
Jojem estaba satisfecho. Diríase
que su flauta había llegado a ser una parte de sí mismo. Las notas que daba al
aire parecía que saliesen de su propio pecho, y cada uno de sus sentimientos y
el exacto reflejo de su tristeza se ponía de manifiesto en los sonidos de la
flauta que se dejaba sentir cada noche.
Desde entonces, el niño iba todas
las noches al establo para oír a Jojem. Nunca se le hubiera ocurrido pedirle
que tocase durante el día. En su imaginación el ruido del día aparecía como
incompatible con las melodías suaves y tristes. Al obscurecer, el niño entraba
ya en un estado de febril impaciencia. El té y la cena no eran para él más que
el anuncio del deseado momento, y la madre, a quien no gustaban mucho los
consabidos entretenimientos musicales, no podía privarle de que fuera a oír a
Jojem y pasase las horas muertas a su lado.
Estas horas eran las más agradables
para el ciego, y con verdaderos celos notaba su madre que las impresiones que
por la noche recibía su hijo, le dominaban todavía al día siguiente, de modo
que sus caricias resultaban molestas para él, y si estaba sentado en su regazo
y le daba besos, se acordaba, según podía leerse en su rostro, de la canción de
Jojem del día anterior.
Entonces la madre se acordó de que años
atrás, cuando iba al colegio de la señora Radetki en Kiev, entre otras artes de
adorno, había aprendido la música. Ciertamente ese recuerdo no sería de los más
agradables, porque le traía a la memoria la imagen de la maestra, una vieja
solterona, la señorita Klaps, muy seca, muy prosaica y sobre todo muy rigurosa.
Aquella señorita malhumorada, que con tanto arte enseñaba a sus discípulas a
mover los dedos, sabía matar en ellas de modo magistral el despertar de todo
sentimiento musical. Sentimiento de tal naturaleza, delicado y tímido, no podía
soportar la presencia de la señorita Klaps y mucho menos resistir su arte
pedagógico. Por esto Ana Mijáilovna al salir del colegio no pensó volver a
dedicarse a ejercicios musicales. Pero ahora, al escuchar la rústica flauta,
sintió que, mezclada con los celos que ella tenía, entraba en su espíritu la
sensación de la melodía viviente, quedando en segundo lugar la imagen de la
maestra alemana. El resultado de semejante proceso fue que la señora Popelski
pidió a su marido que mandara buscar un piano a la ciudad.
—Bien, como quieras —respondió su
marido—. Pero antes no parecías hacer gran caso a la música.
El mismo día enviaron una carta a
la ciudad; pero hasta que el instrumento fue comprado y llegó, pasaron dos o
tres semanas todavía.
Al cabo de tres semanas llegó el
deseado piano. Piotr estaba en el patio escuchando con gran atención el ruido
que hacían los obreros al conducir hacia la sala la caja de música extraña.
Según parecía, el piano era
bastante pesado, porque el entarimado crujió y los trabajadores respiraron
pesadamente. Luego lo llevaron con pasos acompasados al lugar en que debía
instalarse, y a cada paso que daban hacían resonar algo sobre sus cabezas.
Cuando la caja de música singular quedó instalada en la sala volvió a resonar
en tono vacío como si amenazase a alguien, muy enfadada.
Todo esto produjo a Piotr una
impresión semejante al miedo y no le inspiró grandes simpatías a favor del
pobre e inanimado huésped. Se fue al jardín y no oyó los últimos pormenores de
la instalación del instrumento, ni el afinador venido de la ciudad, que lo
afinó y repasó. Sólo cuando hubieron concluido por completo su tarea los
operarios, su madre le llamó a la sala.
Ana Mijáilovna estaba convencida de
su triunfo. Con los ojos brillantes de alegría miró a su hijo, que entraba
temeroso en la sala acompañado del tío Max, a quien seguía Jojem, que había
pedido permiso para oír la nueva música y que se quedó al lado de la puerta con
los ojos bajos. Cuando el tío Max y el niño se hubieron sentado, la madre
empezó a tocar.
Tocó una pieza que en el colegio
Nadetzki había aprendido a la perfección, dirigida por la señorita Klaps. Se
trataba de una pieza no muy ruidosa, pero dificilísima, que exigía gran
ligereza y flexibilidad de dedos. En un concierto público obtuvo Ana Mijáilovna
con su ejecución grandes alabanzas, que se hicieron extensivas a su profesora.
Claro es que no era artículo de fe,
pero muchos creían que precisamente en aquel cuarto de hora fue cuando el señor
Popelski se enamoró de Ana. Ahora tocaba Ana la misma pieza con la esperanza de
otra victoria: quería ganar el corazón entero de su hijo, seducido por la
sencilla flauta de un pastor.
Pero esta vez su esperanza la
engañó. Cierto que el piano vienés era magnífico, pero la flauta de la pequeña
Rusia tenía un poderoso aliado: su patria, la naturaleza de donde había
surgido.
Antes de que Jojem la cortase y
agujerease, la rama se había balanceado sobre las aguas del río; el sol del
país la había calentado, ese mismo sol que con sus rayos acariciaba al niño; el
viento de aquella tierra la había movido dulcemente antes de que la atenta
mirada del humilde peón se hubiese fijado en ella... Y finalmente, faltaba
también a la señora de la casa el sentimiento musical del mozo.
Es verdad que sus dedos delicados
eran ligeros y más flexibles que los de Jojem, y la melodía que tocaba más
difícil y más rica, y que a la señorita Klaps le había costado no pocas horas y
esfuerzos enseñarle a tocar el complicado instrumento. En cambio, Jojem poseía
ya naturalmente un sentimiento musical; estaba enamorado y triste, y con su
amor y su tristeza se dirigía a la naturaleza de su tierra. Su maestra fue la
naturaleza misma; el rumor del bosque y el balanceo más ligero aún de la hierba
de las estepas y la vieja melancólica canción del país en que había vivido
desde la cuna.
Apenas hubieron pasado algunos
momentos, el tío Max dio un fuerte golpe con sus muletas como para llamar la
atención. Cuando se volvió Ana Mijáilovna, vio la cara de Piotr invadida por
intensa palidez.
Jojem, que contemplaba
compasivamente al muchacho, dirigió una mirada despectiva a la música alemana y
se fue, haciendo gran estrépito con los tacones claveteados de sus zapatos.
Sí; el rústico Jojem poseía un
caudal de verdadero e intenso afecto. Pero ¿y ella? ¿Acaso no poseía ni una
chispa de pasión? Su pecho se agitaba, su corazón latía fuertemente y las
lágrimas pugnaban por salir a sus ojos. ¿No era esto el poderoso sentimiento
del amor hacia su desgraciado hijo, que huía de ella para ir con Jojem y al
cual no podía ofrecer la misma satisfacción que el mozo le proporcionaba?
No podía borrar de su retina la
expresión de pena que había aparecido en la cara del niño mientras ella tocaba
el piano, y con gran dificultad pudo ahogar un sollozo desconsolador.
Pese a todas las dificultades,
aumentó cada día la confianza en sus fuerzas, y durante las noches, mientras el
niño jugaba lejos de ella o se iba a pasear, Ana se sentaba al piano. No
pudieron satisfacerla los primeros ensayos; las manos no seguían su impulso
interior, y las notas que arrancaban no eran las que ella quería. Pero poco a
poco fueron tomando formas más conocidas; las lecciones del rústico peón no
habían sido inútiles, y así el amor maternal y la comprensión de lo que con
tanta fuerza había aprisionado el espíritu del niño, le daban la posibilidad de
aprovechar debidamente estas lecciones. En la sala del piano no resonaban ya
piezas aparatosas de salón, sino suaves melodías; los tristes sueños rusos
temblaban y lloraban en la obscura sala reflejando el corazón de la madre.
Por fin, cuando se creyó segura,
tuvo valor para luchar cara a cara, y entonces empezó una guerra singular entre
la casa de los señores y el establo de Jojem. De las sombras del establo
cubierto de paja surgían las suaves notas de la flauta y de las ventanas
abiertas de la casa, que relucían con la luz de la luna, salían a combatirlas
los acordes más llenos y poderosos del piano.
Al principio, ni el niño ni Jojem
hicieron caso alguno de la música fina de la casa, pues estaban prevenidos
contra ella, y el niño hasta arrugaba la frente y tiraba de Jojem si éste
quería detenerse un instante.
—Toca tú, toca —le decía.
Mas apenas hubieron transcurrido
tres días, los descansos de Jojem se hicieron más frecuentes. Varias veces éste
dejaba la flauta a su lado para escuchar con atención creciente, y el niño se
olvidaba también de la flauta y escuchaba lo que tocaba su madre. Por fin,
Jojem exclamó:
—¡Es hermoso! ¡Es una melodía
bellísima!
Luego, con el mismo aire de
atención, tomó al niño de la mano y se fue con él hacia la ventana abierta de
la sala. Jojem creía que la señora tocaba únicamente por su placer personal y
que no se preocupaba de ellos. Pero Ana Mijáilovna oyó muy bien que su rival,
la flauta, había cesado de tocar; comprendió que había triunfado y su corazón
latió con más fuerza.
En ese mismo instante desapareció
la antipatía que sentía por Jojem; Ana era feliz y reconoció que al humilde
peón le debía su dicha; él le había mostrado de qué modo podía recobrar el
corazón del niño; y si el niño recibía tesoros de impresiones nuevas, ambos,
ella y su hijo, debían agradecérselo al mozo, su maestro común.
III
Poco tiempo después de los sucesos
referidos, la propiedad lindante con la de los Popelski cambió de moradores. En
vez del antiguo y molesto vecino que hasta con el pacífico señor Popelski había
pleiteado acerca de una pradera, fue a vivir allí el anciano Jaskulski con su
mujer. Aunque los dos esposos no reunían menos de un siglo, hacía poco tiempo
relativamente que se habían casado; porque el señor Jacov tardó largos años en
ahorrar la suma necesaria para el arrendamiento, sirviendo entre tanto en casas
ajenas con el cargo de administrador, mientras la señorita Inés esperaba el día
del matrimonio, siendo camarera de honor de la condesa N. N. Cuando llegó el
feliz instante y los novios pudieron darse la mano ante el altar, en la barba
del novio se veía algún pelo blanco, y la cara tímida y ruborizada de la novia
estaba coronada de rizos de color de plata.
Circunstancias tales no impidieron
que marido y mujer alcanzasen la mayor felicidad matrimonial posible, de la
cual fue fruto promisorio una niña que tenía la misma edad que el niño ciego.
Después de haberse procurado en la
vejez un hogar propio en el cual eran legítimos dueños y señores, aunque con
alguna restricción, vivían con gran paz y tranquilidad, como si quisieran
recobrar los años de agitación y zozobra que habían pasado en casas extrañas.
La cosecha del primer año no fue muy buena, por cuya causa tuvieron que reducir
sus gastos. En un ángulo en que había una serie de imágenes de santos, y que
estaba adornado de hojas de laurel, tenía la señora, con sus palmas y luces,
saquitos con diferentes hierbas, con las cuales solía curar a su marido y a las
mujeres y labradores que a ella acudían. Las hierbas esparcían su olor
característico por toda la casa, y aquel olor quedaba en la memoria de todos
los que habían ido allí, mezclado con el recuerdo de la limpia y agradable
casita, con el de su tranquilidad y con el de los dos esposos, que vivían en
una armonía muy singular en nuestros tiempos.
Con los ya ancianos padres vivía su
única hija, una niña de ojos claros y larga trenza rubia, que sorprendía a
todos a primera vista por el especial aspecto de tranquilidad que respiraba
todo su ser. Diríase que la falta de apasionamiento en el amor tardío de sus
padres se reflejaba en el carácter de la hija, en su entendimiento impropio de
una niña, en la calma de sus movimientos, en su reflexión y en su mirar.
No la atemorizaban los forasteros;
no huía del trato de los niños de su edad y tomaba parte en sus juegos, aunque
siempre de un modo especial, como si no sintiese ninguna necesidad de hacerlo.
Y la verdad es que también le gustaba estar sola; iba a paseo, recogía flores,
se entretenía con la muñeca y lo hacía todo con aire de seriedad tal, que más
que una niña parecía una mujercita.
Sucedió, pues, que un día el
cieguecito estaba sentado al pie de una pequeña colina junto al río. Poníase el
sol; el aire permanecía quieto y no se oía más que el ruido, casi apagado por
la gran distancia, del rebaño que volvía al pueblo. El niño había dejado la
flauta a su lado y cansado por el calor del día, se tendió sobre la hierba y se
durmió.
Un ruido de pasos interrumpió su
sueño. Levantó la cabeza contrariado y escuchó. Los pasos cesaron al pie de la
colinita; eran pasos que él no conocía.
—Niño —le dijo una voz infantil—,
¿quién tocaba aquí ahora mismo?
Al cieguecito no le gustaba que le
estorbasen cuando estaba solo, de modo que respondió brevemente:
—Yo.
Contestáronle con un grito de
admiración, y la voz infantil en son de alabanza y con buena intención
prosiguió:
—¡Qué hermoso era lo que tocabas!
El ciego calló.
—¿Por qué no se marcha de aquí?
—dijo luego, al notar que la persona que preguntaba había callado y no se
movía.
—¿Por qué quieres que me vaya?
—preguntó la niña tranquila y sorprendida.
Aquella voz infantil, serena y
clara, produjo agradable impresión al oído del ciego, pero a pesar de todo,
contestó en el mismo tono seco y cortante de antes:
—No me gusta que venga nadie.
La niña se echó a reír.
—¡Qué cosas dices! ¡Vaya! ¿Acaso es
tuyo todo el mundo y puedes impedir que los demás se paseen?
—Mi madre ha prohibido que se me
acercaran.
—¿Tu madre? —preguntó reflexionando
la niña—. Pues la mía me permite pasear junto al río.
El niño, mimado y acostumbrado a la
condescendencia de los suyos, no podía sufrir contradicciones. Se levantó y
gritó irritado:
—¡Váyase de aquí! ¡Váyase de aquí!
Quién sabe cómo hubiera terminado
esta escena si Jojem desde la casa no hubiese llamado al niño para tomar el té.
Piotr bajó corriendo la colinita.
—¡Que niño tan malo! —oyó gritar a
la niña.
Al día siguiente volvió el niño al
mismo lugar, pues se acordaba de la entrevista del día anterior. No guardaba el
menor resto del enfado que sintiera hacia la niña. Al contrario, casi deseaba
que acudiese de nuevo la personita que tenía una voz más agradable y tranquila
que las voces que él conocía. Sentía haber insultado a la niña, que quizá se
había ofendido y no volvería más.
Y, en realidad, pasaron tres días
sin que compareciera. Al cuarto día Piotr oyó sus pasos junto al río. Andaba
despacito.
Los pájaros huían al oír sus
pisadas; la niña cantaba quedamente una canción polaca.
—Oiga —gritó él, cuando ella estuvo
más cercana—. ¿Está usted aquí?
La niña no respondió. Las
piedrecillas rodaron bajo sus pies. Por el tono de fingida indiferencia con que
cantaba la canción, el niño creyó adivinar que no había olvidado el insulto.
La niña dio algunos pasos más y se
detuvo. Pasaron dos o tres segundos en silencio. La niña miraba el ramo de
flores que tenía en la mano, y él esperaba que la niña hablase. En el modo de
detenerse y en su silencio, Piotr creyó notar señales de desprecio.
—¿No lo ves? —dijo ella al fin con
dignidad, después de haber arreglado el ramo.
Aquella sencilla pregunta produjo
en el niño dolorosa impresión. No contestó, pero sus manos, apoyadas en el
césped, cogieron nerviosamente las hierbas. Mas la conversación ya había
empezado, y la niña, que continuaba en el mismo lugar y que volvía a ocuparse
de sus flores, preguntó de nuevo:
—¿Quién te ha enseñado a tocar tan
bien la flauta?
—Jojem —contestó Piotr.
—Tocas muy bien. Pero... ¿por qué
eres tan malo?
—Yo... yo no soy malo con usted
—dijo él con voz baja.
—¿No? Pues ya se me pasó el enfado.
Ven y jugaremos los dos.
—No sabría jugar con usted —murmuró
él abatido.
—¿No sabes jugar? ¿Por qué?
—No sé —contestó el niño abatido y
con voz apenas perceptible. Jamás había tenido ocasión de hablar con nadie de
su ceguera, y la amable niña que insistía en aquel interrogatorio, le hizo
mucho daño.
La desconocida subió a la colinita.
—¡Qué extraño eres! —dijo la niña
sentándose sobre la hierba a su lado—. Seguramente obras así porque no me
conoces. Cuando nos conozcamos bien, no te daré miedo. Yo no tengo miedo de
nadie.
La niña dijo todo esto con calma y
claridad, y él oyó que ella se echaba al regazo unas cuantas flores.
—¿Dónde coges las flores?
—preguntó.
—Allí —contestó la niña, volviendo
la cabeza.
—¿En el campo?
—No; allí.
—Pues entonces en el bosque. ¿Qué
flores son éstas?
—¿No conoces las flores? —preguntó.
El ciego tomó una flor y pasó
suavemente por encima de ella las puntas de sus dedos.
—Ésta es una rosa de agua... Ésta
es una violeta —dijo.
Inmediatamente quiso conocerla a
ella, del mismo modo le puso una mano en la espalda y pasó la otra por sus
cabellos, ceja y cara con atención.
Hizo todo esto de una manera tan
imprevista y tan súbita, que la niña, sorprendida, no pudo articular ni una
palabra; solamente miró al niño con los ojos muy abiertos, pintándose en su
mirada una expresión de espanto. Por primera vez notó un aire singular en el
rostro de su nuevo amigo. En su fisonomía, pálida y de líneas finas, se
manifestaba una observación atenta que no estaba en armonía con su mirada fija.
Los ojos del niño parecían mirar lejos, sin fijarse en lo que estaba haciendo,
y el sol crepuscular se reflejaba en ellos de un modo singular. Todo esto le
parecía a la niña un sueño angustioso. Se deslizó de la mano del cieguecito, se
levantó y se echó a llorar.
—¿Por qué me espantas, malo? —dijo
enfadada, llorando—. ¿Te he hecho yo algún daño?
Él permaneció inmóvil, consternado,
con la cabeza baja; un sentimiento particular, mezcla de irritación y
humillación, llenó su pecho de amargo dolor. Por primera vez conoció que un
defecto físico no sólo puede inspirar compasión, sino miedo. Seguramente no
podía darse exacta cuenta del sentimiento opresor que lo dominaba, pero su desconocimiento
no disminuía su pena. Cayó al suelo y se puso a llorar. Su llanto fue en
aumento, los sollozos nerviosos hacían temblar todo su cuerpo tanto más cuanto
quería él reprimirse por innato amor propio.
La niña había huido cuesta abajo y
al oír el llanto reprimido a medias, se detuvo sorprendida. Volvió el rostro y
vio a su nuevo amigo tendido de cara al suelo y llorando; entonces sintió
compasión, volvió a subir y se sentó delante de él.
—Escucha —dijo en voz baja—, ¿por
qué lloras? ¿Crees que voy a quejarme de ti? No llores. No diré nada a nadie.
Estas compasivas palabras y el tono
de dulzura en que fueron dichas, aumentaron el llanto del niño. La niña se
arrodilló a su lado, le pasó la mano por encima de los cabellos, alisándoselos,
y con los dulces cuidados con que las madres tranquilizan a los niños que
acaban de castigar, le hizo levantar y le enjugó las lágrimas con el pañuelo.
—Escúchame —dijo con el tono serio
de una persona mayor—, no estoy enfadada... No volverás a hacerlo, ¿no es así?
Le ayudó a levantarse y trató de
sentarle a su lado. Él obedeció, quedaron en la posición de antes, con la cara
dirigida al sol poniente, y cuando la niña volvió a mirarle la cara, que
iluminaban los rayos sonrosados del sol, volvió a parecerle extraño. En sus ojos
había lágrimas aún, pero los ojos estaban fijos como antes. Sus facciones
temblaban todavía por los esfuerzos que hacía para reprimir el llanto, y al
mismo tiempo se leía en ellos una gran pena impropia de un niño.
—Y con todo eres extraño... —dijo
la niña en tono compasivo.
—No soy extraño —contestó él en voz
baja—. No, no soy extraño... Soy ciego.
—¿Ciego? —repitió ella con voz
temblorosa, como si la palabra que el niño pronunció en voz baja hubiese sido
un fuerte golpe para su corazón de niña.
—¿Ciego? —dijo con voz más
temblorosa todavía. Y el pobre niño ciego, como si hubiese querido buscar
protección en el sentimiento de infinita compasión que nació en su pecho, se
abrazó al cuello de la niña, reclinando la cabeza en su pecho.
Consternada por aquel súbito y
triste descubrimiento, la mujercita no se mantuvo por más tiempo a la altura de
su calma; se transformó en una pobre criaturilla y prorrumpió en sollozos y en
amargo llanto.
Así transcurrieron algunos minutos.
La niña había cesado de llorar y
sólo de vez en cuando sollozaba. Con los ojos llenos de lágrimas contemplaba el
sol, que como si girase en la atmósfera enrojecida de la puesta desaparecía
tras la línea obscura del horizonte. Todavía brilló por un momento un rayo
dorado del globo de fuego, luego sólo algunas líneas luminosas, y se
obscurecieron los contornos del bosque lejano.
Subía del río una suave frescura, y
la calma de la noche que empezaba, iba reflejándose en la cara del ciego. Éste
permanecía con la cabeza inclinada, visiblemente sorprendido de que una persona
forastera fuese tan compasiva.
—Te compadezco —dijo la niña
sollozando aún, como si tratase de disculpar su debilidad.
Y después de haberse reprimido,
trató de entablar conversación sobre algún otro asunto que no les impresionara
tanto.
—Se ha puesto el sol —dijo.
—Yo no sé de qué modo es el sol...
Lo siento y nada más —le respondió el niño tristemente.
—¿No lo sabes?
—No.
—Pero a tu mamá ¿la conoces?
—Sí, la conozco. Hasta la conozco
en el paso.
—Cierto. Yo también conozco a la mía
con los ojos cerrados.
La conversación se hizo más
tranquila.
—Oye —empezó a decir el ciego con
cierta vivacidad—, yo siento el sol y sé cuándo se pone.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Sí, porque... ¿ves?... no sé de
qué modo...
—¡Ah! —exclamó ella completamente
satisfecha de esta respuesta. Y ambos callaron.
—Yo sé leer —dijo luego el niño— y
pronto empezaré a escribir con tinta.
—¿Cómo puedes...? —preguntó la niña
y se detuvo, porque no quiso terminar la pregunta empezada. Pero él la
comprendió.
—Leo en mi libro con los dedos
—aclaró el niño.
—¿Con los dedos? Yo nunca
aprendería a leer con los dedos. Bastante me cuesta leer con los ojos. Mi papá
dice que las mujeres comprenden difícilmente la ciencia.
—También sé leer francés.
—¡Eres un sabio! —exclamó la niña,
de todo corazón—. Pero temo que pilles un resfriado. Se levanta una gran bruma
del río.
—¿Y tú?
—Yo no tengo miedo. ¿Qué puede
sucederme a mí?
—Tampoco yo tengo miedo. ¿Acaso se
resfría más pronto un hombre que una mujer? El tío Max dice que el hombre no ha
de temer nada; ni el frío ni el hambre ni los truenos ni los relámpagos.
—¿El tío Max? ¿El que anda con
muletas? Ya le he visto... ¡Es horrible!
—No es horrible. Es muy bueno.
—¡Es horrible, es horrible!
—insistió ella—. Tú no lo sabes, porque no puedes contemplarle.
—Pero le conozco. Él me enseña.
—¿Y no te pega?
—No me pega ni me riñe nunca.
—Claro está. ¿Por ventura se puede
pegar a un niño ciego? ¡Sería un pecado!
—No me pega, ni pega a nadie —dijo
el niño distraído, porque su oído finísimo había escuchado los pasos de Jojem,
que se acercaba.
En efecto; pronto se le vio y se le
oyó gritar:
—¡Señorito!
—Te llaman —dijo la niña
levantándose.
—Sí, pero no quiero irme.
—Vete, vete. Mañana iré a verte.
Ahora te esperan a ti, y a mí también.
La vecinita cumplió su palabra, y
aun más pronto de lo que Piotr esperaba. A la mañana siguiente, cuando éste en
su habitación estaba con el tío Max, dando la lección como de costumbre, Piotr
levantó de pronto la cabeza y dijo vivamente:
—Permítame un instante. Ha venido
la niña.
—¿Qué niña? —preguntó sorprendido
el tío Max, acompañando al niño hacia la puerta.
La nueva amiga de Piotr había
entrado realmente en la casa, y al ver pasar a Ana Mijáilovna, se acercó a
ella.
—¿Qué quieres, niña? —le dijo Ana
Mijáilovna, creyendo que la niña traía algún recado.
La niña le tendió la mano y le
dijo:
—¿Vive aquí el niño ciego?
—Sí —respondió la señora Popelski
mirándola con amabilidad y admirando el aire de persona mayor que tenía la
niña.
—Pues mi madre me ha dado permiso
para venir a visitarle. ¿Puedo verle?
En este momento salió Piotr seguido
por el tío Max.
—Es la niña de ayer, mamá. Ya te lo
expliqué todo —dijo él y saludándola añadió—: Sólo tengo una hora de tiempo.
—Bien, el tío Max no será exigente
hoy —dijo Ana Mijáilovna—. Ya se lo pediré yo.
Entre tanto la niña, que parecía
estar en su casa, se dirigió al tío Max, que se acercaba apoyado en sus
muletas.
—Hace muy bien usted en no pegar al
niño ciego. Ya me lo ha dicho él mismo.
—¿Es posible, señorita? —preguntó
el tío Max con cómica seriedad, mientras cogía con su gruesa mano la manecita
de la niña—. Mucho agradezco a mi discípulo que haya hecho formar buen concepto
de mí a una dama tan simpática.
El tío Max reía y acariciaba la
manecita de la niña, mientras ésta le dirigía su franca mirada, que ganó en
seguida el corazón del anciano, por lo general gran enemigo de las mujeres.
—¿No lo ves? —dijo con
significativa sonrisa dirigiéndose a su hermana—, Piotr ya se relaciona
independientemente de nosotros. Y hay que confesar, que aunque no puede ver, no
ha elegido mal. ¿No es verdad?
—¿Qué quieres decir con esto, Max?
—preguntó seriamente la señora ruborizándose.
—¡Era una broma! —contestó su
hermano lacónicamente al ver que acababa de tocar un punto doloroso, un
pensamiento secreto que había pasado velozmente por el cerebro de la madre.
Ana Mijáilovna se volvió más
colorada todavía; se inclinó con rapidez hacia la niña y la besó
apasionadamente. La niña recibió la inesperada caricia con la misma mirada
franca y en cierto modo admirada.
IV
Transcurrieron algunos años.
En la casa del ciego no había
variado nada. Los árboles del jardín murmuraban como antes, aunque sus hojas
hubiesen tomado un color más obscuro y estuviesen más espesas; las blancas
paredes resplandecían todavía al darles el sol, y como antes continuaba sonando
en el establo la flauta de Jojem, aunque al mozo, ya viejo, le gustaba más
escuchar al señorito cuando tocaba la flauta o el piano.
Piotr se había vuelto más sabio.
Como los Popelski no tenían más hijo que el ciego, éste continuó siendo el
centro en torno del cual giraba la casa entera. Ésta y la del vecino
constituían todo el mundo del niño, que pasaba una vida muy tranquila. Así
crecía, como una planta de invernadero, a cubierto de todos los vientos del
mundo exterior.
Como antes, se hallaba en medio de
una esfera infinitamente obscura. Encima de él, a su alrededor, por todas
partes, no hallaba más que tinieblas ilimitadas. Pero su organización sensible
y delicada se hacía cargo hasta de las impresiones que, por decirlo así, apenas
presumía. En el estado de su espíritu, esta sensibilidad se manifestaba de un
modo muy preciso; parecíale al ciego que las tinieblas, nunca en reposo, se
movían a su alrededor, y penetrando dentro de él se ponían en contacto con aquel
algo especial que tanto le pesaba y le oprimía.
La obscuridad conocida y uniforme
de la casa de sus padres resonaba en el murmullo del antiguo jardín y producía
como por encanto en su espíritu un sentimiento indeterminado y tranquilizador.
El mundo lejano con todos sus vientos tempestuosos no podía entrar allí. El
ciego sólo le conocía por las canciones y por la historia. Entre el rumor de
los árboles y entre la calma de la vida del campo, únicamente sabía la
existencia de la vida del mundo por lo que de ella había oído contar. Veíalo
todo como entre brumas, lejano, como lo que dice una canción, una tradición, un
cuento.
Parecía que todo iba bien. La madre
veía que el espíritu de su hijo, aunque estuviese separado del mundo exterior
por todos lados como por una pared, hallábase con todo en un estado tranquilo,
como en una especie de sueño mágico y artificial. Y la madre se guardaba muy
bien de despertarle.
Evelina, pues éste era el nombre de
la niña vecina, que iba creciendo sin que nadie se fijara en ello, contemplaba
aquella paz con sus ojos azules, en los cuales aunque a veces se leía una duda,
una pregunta sobre el porvenir del niño, nunca, sin embargo, se notaba ni una
sombra de impaciencia.
Popelski, el padre, gobernaba la
casa con admirable orden, pero no había pensado gran cosa en el futuro de su
hijo. Únicamente el tío Max era quien, dado su carácter, con gran trabajo podía
soportar la paz, la calma, y si no la turbaba, era porque la consideraba
necesaria, pero transitoria. Juzgaba indispensable robustecer el espíritu del
niño a fin de que se encontrase en disposición de resistir el contacto de la
vida real.
Mientras tanto, la vida bullía
fuera de este círculo encantado, y al fin llegó el momento que juzgó a
propósito el viejo maestro para abrir la puerta del invernáculo, a fin de que
entrara en él una fresca ráfaga del mundo exterior y libre.
Para dar comienzo a su plan, invitó
a que le visitara a un antiguo amigo que vivía a setenta verstas[2] de allí. Ya antes
había ido a verle Max, pero sabiendo que en Stavrushenko había algunos jóvenes,
convidó a todo el mundo a que fuera a casa de los Popelski.
Con tal motivo, las conversaciones,
las disputas, el movimiento de preguntas, esperanzas y opiniones de la juventud
se presentaron al ciego con fuerza y de un modo inesperado. Al principio
escuchó con sorpresa y entusiasmo, pero luego debió notar que aquellas olas de
vida pasaban por su lado sin tocarle. Nadie se dirigía a él, nadie le pedía su
opinión, y pronto comprendió que estaba solo, en tristísimo aislamiento, tanto
más triste cuanta más animación reinaba en la casa.
A pesar de ello, escuchaba todo lo
que parecía nuevo; sus cejas contraídas y su cara pálida ponían de manifiesto
lo muy excitada que estaba su atención. Pero sus observaciones eran tristes, porque
en la tarea de su entendimiento hallaba amargura y dificultades.
Cierta noche, uno de los tres
jóvenes de Stavrushenko hablaba apasionadamente, con excitación juvenil, con el
valor del que desafía el porvenir sin temer, sin reflexionar. En este valor, en
esta pasión existía una fuerza misteriosa que parecía capacitarle para
emprender cualquier lucha con la seguridad del triunfo.
Evelina, que estaba con ellos, se
ruborizó; comprendió que todo aquello le iba dirigido, aunque el orador no
parecía darse cuenta de ello.
El joven seguía hablando y Evelina
le escuchaba, inclinada la cabeza sobre la labor que quedaba en su regazo; sus
ojos brillaban, su cara ardía; su corazón latía con fuerza. Pero pronto sus
ojos perdieron el brillo, palideció, apretó los labios, su corazón siguió
latiendo fuertemente y apareció en su rostro una expresión de miedo.
La joven se espantó, porque con las
ardientes palabras del joven estudiante apareció una amplia esfera de acción en
el mundo lejano.
Sí; hacía mucho tiempo que había
oído su voz atractiva, aunque no la hubiese entendido muy bien; sentada en un
banco aislado entre las sombras del antiguo jardín, había pasado largas horas
abstraída, pensando en deseos y esperanzas imposibles de realizar. Ahora aquel
mundo lejano se le acercaba; no sólo la atraía, sino que la llamaba
directamente.
Entonces miró al ciego y se sintió
herida en lo más hondo del corazón. El ciego permanecía quieto,
reflexionando... parecía estar oprimido.
«Lo ha comprendido», se dijo la
joven, y un frío intenso recorrió su cuerpo.
Por un instante creyó vivir en
aquel mundo lejano y animado, mientras él solo y cabizbajo permanecía en el
mismo lugar, no... allí en la colinita cercana al río donde ella lloró un día
con el cieguecito.
Y tuvo miedo, como si alguien
quisiese arrancar aquel puñal de su vieja herida. Pensó en las penetrantes
miradas del tío Max... Pero no, ella sabía el primer paso que había de dar;
luego, más tarde, vería lo que se pudiera hacer en el mundo y en la vida.
La joven respiró con fuerza, como
si después de un trabajo fatigoso le faltara aire a su pecho. No sabía si el
estudiante hablaba todavía o había callado... Miró hacia el lugar que ocupaba
Piotr, pero éste había desaparecido.
Existía en el jardín un molino
viejo y abandonado. Hacía muchos años que no funcionaba; sus maderas se
hallaban cubiertas de musgo y al través de la presa pasaban numerosos hilillos
transparentes. Era el lugar favorito del ciego. Allí permanecía largas horas
escuchando el rumor del agua, que sabía imitar muy bien en el piano. Pero
aquella noche estaba pensando en algo muy distinto; se paseaba de un lado a
otro nerviosamente y con la inquietud pintada en el rostro.
Al oír los ligeros pasos de la
joven detrás de él, se detuvo. Evelina puso la mano en la espalda del ciego y
le preguntó con seriedad:
—¿Qué tienes, Piotr? ¿Por que estás
tan triste?
El joven se volvió de espaldas en
seguida y paseó otra vez de un lado a otro del jardín. La joven le siguió, sin
apartarse de su lado. Comprendía su silencio y avanzaba cabizbaja.
Desde la casa una canción llegaba a
sus oídos. Una voz joven y fuerte cantaba el amor y la dicha, y las notas
resonaban en el silencio de la noche dominando el rumor de las hojas de los
árboles.
Allí había gente feliz que gozaba
de una vida hermosa y sonriente. Ella acababa de dejarles, cegada por las
esperanzas de la vida, mientras él estaba muy lejos. Ella no había notado que
él se marchase, y ¡quién sabe lo largos que al ciego le habrían parecido los
instantes que pasó a solas con su aflicción!
Todo esto es lo que pensaba Evelina
mientras andaba al lado de Piotr. Nunca le había sido tan difícil iniciar con
él una conversación; pero comprendía que su sola presencia calmaba la pena del
joven.
Poco a poco la cara del ciego fue
tranquilizándose. Sentía a su lado los pasos de ella, y poco a poco también su
dolor dejó imperar nuevos sentimientos. Insensiblemente iba entregándose a
ellos por completo.
—¿Qué tienes? —repitió Evelina.
—Nada de particular —respondió él
con amargura—. Parece que estoy de sobra en el mundo.
La canción de la casa había cesado
y empezaban a cantar otra. De vez en cuando parecía detenerse el canto; se
hacía una pausa; esperanzas y deseos velados dominaban el pensamiento, y una
nueva melodía turbaba el silencio de la noche...
El joven se detuvo
involuntariamente y escuchó.
—Oye —dijo pensativo—, a veces creo
que los ancianos tienen razón al asegurar que todo empeora de año en año. Antes
los ciegos estaban mejor. Yo, en vez de tocar el piano, hubiera tocado la
guitarra, yendo errante de un país a otro. Rodeado de la gente del pueblo,
cantaría las hazañas de los antepasados. También yo sería entonces algo; mi
vida tendría algún objeto...
Los ojos azules de la joven se
abrieron más atemorizados aún y se llenaron de lágrimas.
—Todo eso es debido a las palabras
del estudiante —dijo confusamente.
—Sí —respondió el ciego pensativo—.
Es tan... tan bueno, tan guapo, tiene una voz tan hermosa...
—Sí; es un muchacho de talento
—consintió Evelina pensativa, pero súbitamente, como si quisiese corregirse,
dijo con exaltación—: ¡No, no me gusta de ninguna manera! Es demasiado
presuntuoso y hasta tiene la voz áspera y desagradable.
Piotr escuchó asombrado semejante
exclamación. La joven golpeó el suelo con su lindo pie y continuó diciendo:
—Todo eso no es más que tontería.
¡Ideas del tío Max! ¡Hombre más antipático!
—¿Qué tienes, Evelina? —preguntó el
ciego—. ¿Qué culpa tiene en todo esto el tío Max?
—Por creerse útil, y a fuerza de
pensar, se ha endurecido el poco corazón que tenía. ¡Te lo ruego, no me hables
de esta gente! ¿Quién les ha dado el derecho de disponer de la suerte de los
demás?
Calló de pronto y se puso a llorar
como una niña.
El ciego, compasivo y sorprendido
al mismo tiempo, le tomó la mano. La excitación de la joven, que siempre estaba
tan tranquila y serena, era algo que no esperaba ni podía explicar. Observaba
su llanto y el extraño sentimiento que el llanto de la joven despertaba en su
propio corazón. Súbitamente Evelina se deshizo de las manos de él y volvió a
sorprenderle. Se reía.
—¡Qué tonta he sido! ¡Por qué
simplezas he llorado! —y se enjugó las lágrimas—. No; seamos justos; los dos
son buenos. Lo que ahora mismo decía, también es bueno, pero no para todos.
—Para los que puedan —respondió el
ciego con voz sombría.
—¡Tontería! —dijo la joven en voz
baja y entre llorosa y risueña—. Que luche el tío Max cuanto quiera mientras
viva. Pero nosotros...
—No digas «nosotros». Tú eres muy
diferente.
—No lo soy.
—¿Cómo?...
—Porque tú te casarás conmigo y
seremos uno solo.
El ciego calló sorprendido.
—¿Yo?... ¿Contigo? ¿Es decir que
quieres ser mi mujer?
—¡Naturalmente! —respondió con
rapidez y calor la joven—. ¿No has pensado nunca en esto? Pues es muy sencillo.
Y si no ¿con quién te casarías?
—Es verdad —dijo el joven con algún
egoísmo, pero en seguida se corrigió—. Escucha, Evelina, ahora mismo hablaban
de las jóvenes en las ciudades; a ti se te abriría una vida hermosa,
espléndida, y yo soy...
—¿Qué?
—¡Ciego! —añadió él.
La muchacha se rió y bajó la cabeza
pensativa, como si quisiese escuchar lo que pasaba en su espíritu.
No se oía ruido alguno, a excepción
del murmullo del agua. Y de vez en cuando hasta el murmullo menguaba y parecía
cesar del todo algunas veces.
Con las palabras atrevidas e
inesperadas de la joven se iluminó aquella nube obscura que pesaba sobre el
corazón del ciego. El sentimiento indefinido, inadvertidamente despertado, que
desde mucho tiempo dormía en su pecho, se le presentó con formas reales y
precisas y llenó y fortaleció todo su corazón. ¿Podía dejar de alegrarse?
Por breve rato permaneció inmóvil.
Luego levantó la cabeza, y puso entre las suyas la delicada mano de la joven.
Al ciego le parecía extraño que el apretón de manos de ella fuese tan distinto
de antes; le llegaba a los más hondos rincones del corazón. En lugar de
Evelina, la amiga de su juventud, adivinaba en ella un nuevo ser.
Pensaba en el llanto que acababa de
derramar y le parecía que la joven era más alta y más fuerte, a pesar de
haberla observado débil y llorosa. Con un movimiento de ternura la atrajo hacia
él y le alisó los cabellos. Le parecía que la amargura de su dolor había dejado
de sentirse en su corazón; le parecía que no quería ni deseaba nada y que sólo
por ella existía en la actualidad.
De nuevo se oyó la voz del ruiseñor
y entre el silencio del jardín dormido resonaban sus cantos melodiosos y
siempre variados. La joven se desprendió de los brazos del ciego.
—Tenemos que volver a casa, amado
mío.
Él no respondió y respiró con
fuerza. Oyó que ella se arreglaba los cabellos; su corazón latía con fuerza,
pero con regularidad y con un sentimiento de bienestar. Sintió que su sangre,
enardecida, llevaba a todas las fibras de su cuerpo una fuerza nueva. Cuando al
cabo de un minuto la joven le dijo: —Ven, volvámonos a casa —escuchó con
deleitosa sorpresa la amada voz que le parecía tan nueva y tan amiga.
Todos se habían reunido en la
salita; sólo faltaban el ciego y Evelina. El tío Max conversaba con su viejo
compañero; los jóvenes permanecían silenciosos al lado de la ventana. Max,
durante la conversación, miraba la puerta con frecuencia. La señora Popelski
parecía esforzarse en cumplir los deberes de señora de la casa y en ser amable
con los huéspedes, y solamente el señor Popelski empezaba a cabecear como de
costumbre —gordo y con su aspecto de buen hombre—, sentado en su sillón
esperando la hora de cenar.
Cuando se oyeron pasos en el patio
que mediaba entre el jardín y la sala, todos dirigieron la mirada hacia la
puerta. Entre la obscuridad se vio la figura de Evelina, que subía los tramos
seguida del ciego.
Se dio cuenta la joven que todos la
miraban con atención. Atravesó la sala con su acostumbrado paso, y sólo cuando
su mirada se encontró con la del tío Max, sonrió un momento y lució en sus ojos
el triunfo y cierta expresión de burla. Max se puso a reflexionar y respondió
desconcertado a una pregunta que le hicieron. La señora Popelski miraba a su
hijo con excitación.
El ciego parecía seguir a la joven
sin saber dónde le llevaba. Al llegar a la puerta se detuvo como embelesado,
pero en seguida entró en la sala, la atravesó rápidamente, aunque con aire
distraído, se sentó delante del piano y lo abrió.
Se veía palpablemente que había
olvidado dónde estaba y que no se daba cuenta de que hubiese gente en la
habitación; iba instintivamente hacia su amado instrumento para exteriorizar
los sentimientos que le dominaban.
Pasó con ligereza las manos por
encima de las teclas y tocó algunos acordes. Parecía que dirigiese una pregunta
en parte al piano, en parte a su propio espíritu. Luego se detuvo pensativo, y
en la salita no se oyó ni el más ligero rumor. La noche miraba al través de las
obscuras ventanas; allá y acullá, desde el jardín, las hojas verdes de los
árboles miraban curiosamente la sala iluminada por la luz brillante de la
lámpara... Los oyentes, preparados por los acordes que acababan de escuchar y
también animados en parte por el espíritu que lucía en la pálida frente del
ciego, esperaban silenciosos.
Piotr permanecía inmóvil. En su
espíritu bullían, como olas agitadas, sentimientos muy distintos. Le había
arrastrado consigo el torrente de aquel mundo desconocido, arrastrándole las
olas como arrastran las olas del mar la barca que tiempo ha reposaba en la
playa.
Los ojos ciegos se dilataron,
brillaron y se enturbiaron de nuevo. Pudo creerse por un momento que su alma no
podía dominar lo que con ávida atención escuchaba. Pero luego tembló; tocó las
teclas, dominado por el poder del nuevo sentimiento que le invadía con fuerza y
abandonóse completamente a las notas simples, temblorosas, armoniosas, de adulación
y de amenaza.
En aquellos acordes se concentraban
todas las ideas que pocos momentos antes pasaron por su espíritu, al
reflexionar en su pasado silenciosamente. Oíanse la voz de la naturaleza
viviente, el ruido del viento, los murmullos del bosque y del agua y aquellos
sonidos tan tristes, ruidos misteriosos que mueren a lo lejos... Todos estos
elementos se unían y se hacían comprender con la base del sentimiento propio y
arraigado, que ensancha el corazón y al cual es imposible dar un nombre, sea el
que fuere. ¿Era añoranza o tristeza? ¿Qué motivo podía tener? ¿Era alegría?
¿Por qué, pues, era tan extremadamente triste?
El cauce que de un modo marcado
siguió el sentimiento musical del ciego, fue aquel que le hizo por primera vez
accesible la música, y que más tarde se fijó más aún con las lecciones de su
madre; era la música popular que siempre resonaba en su espíritu, inspirada en
la voz de la tierra.
Y también, después, cuando tocó una
pieza que había aprendido, armonizando con ella su sentimiento, ya de
manifiesto en los primeros acordes, algo chocante, vivo y especial, se producía
en los oyentes un sentimiento de alegría y de sorpresa a la vez. Pronto aquel
precioso estilo musical dominó a todos y solamente el hijo mayor de
Stavrushenko, músico de profesión, escuchaba al pianista con aires de crítico
para adivinar qué pieza era aquélla y para analizar el sistema del pianista.
Los ojos de los jóvenes lucían
vivamente, sus rostros estaban acalorados y en sus espíritus bullían
pensamientos de una dicha y de una vida desconocidas. Hasta en los ojos del
escéptico brilló el entusiasmo. Y el viejo Stavrushenko, dándole con el codo a
Max, le dijo en voz baja:
—Hay que confesar que toca muy
bien, ¡admirablemente bien!
Ana Mijáilovna contemplaba con aire
interrogador a Evelina. La joven había dejado caer la labor sobre el regazo y
miraba al artista ciego; pero en sus ojos lucía una entusiasta atención.
Comprendía los sonidos a su modo; oía el ruido del agua en la presa y el
murmullo de las hojas en el paseo obscuro.
No obstante, en la cara del ciego
no se leía señal alguna del entusiasmo que animaba a sus oyentes. La última
pieza no le proporcionó tampoco la satisfacción que buscaba. En las últimas
notas expresaba una pregunta silenciosa, una duda, una queja.
Entonces resonaron en la sala
grandes aplausos. El anciano Stavrushenko abrazó al joven músico.
—¡Tocas magníficamente!
¡Divinamente!
Los jóvenes le estrecharon la mano
con entusiasmo. El estudiante le profetizó un gran porvenir de gloria.
—Sí, es cierto —añadió el hermano
mayor—. Usted ha logrado dominar de un modo admirable el carácter de las
canciones populares. Ha vivido en su atmósfera y las domina por completo. Pero
dígame usted, ¿qué pieza es la que ha tocado últimamente?
Piotr nombró una pieza italiana.
—Eso me parecía —respondió el
joven—. En cierto modo la he conocido, pero usted tiene un estilo propio;
algunos la tocarán mejor que usted; pero como usted no la ha tocado nadie.
—¿Cómo puedes creer que habría
quien la tocase mejor? —preguntó su hermano—. Yo había oído ya esta pieza. Pero
hoy hemos oído una especie de traducción del italiano al lenguaje de la pequeña
Rusia.
El ciego escuchaba con atención.
Por primera vez era el centro de una conversación animada y conoció su propio
valer.
«¡También yo podré ser algo en la
vida!»
Estaba sentado en su silla, con la
mano sobre el teclado, y de pronto percibió que en medio de la animada
conversación otra mano caliente tocaba la suya. Evelina se le había acercado y
le dijo en voz baja y con tono de alegre entusiasmo:
—Ya lo oyes. También tú tienes un
objetivo. ¡Si pudieses ver la impresión que produces en la gente cuando tocas!
Al oír esto el ciego tembló de pies
a cabeza y se levantó.
Nadie observó esta breve escena, a
excepción de su madre, que se ruborizó como si hubiese recibido el primer beso
de un amor juvenil y apasionado.
El ciego permaneció en el mismo
sitio con la cara pálida. Estaba fuertemente impresionado por su inesperada y
reciente dicha; tal vez sentía la proximidad de un temporal cuyas negras nubes
parecía que se levantaran en el fondo de su espíritu.
V
Al día siguiente el ciego se
despertó muy temprano. El silencio más profundo reinaba en su alcoba y en la
casa no se oía más que el comienzo de las diarias tareas; por la ventana, que
había quedado abierta aquella noche, entraba el fresco de la mañana. No pensaba
el ciego en los acontecimientos del día anterior, pero se sentía animado de
nuevos y desconocidos sentimientos.
Permaneció algunos minutos en la
cama.
—¿Qué me ha sucedido? —pensaba acordándose
de las palabras que le había dicho la joven en el molino—: ¿No habías pensado
nunca en esto? ¡Eres muy extraño!
No, el ciego no había pensado nunca
en aquello. La presencia de Evelina le satisfacía, le alegraba; pero hasta el
día anterior no se había fijado en tal cosa, como nadie se fija en el aire que
respira. Las sencillas palabras de la joven habían caído en su espíritu cual
una piedra en la superficie tranquila de las aguas del estanque; un momento
antes estaban lisas y reflejaban la imagen del sol y el azul del cielo; cae la
piedra, la superficie cristalina se quiebra y las aguas se remueven hasta el
fondo.
Con rapidez se levantó, se vistió,
y por los caminos cubiertos de rocío se dirigió al viejo molino. El agua seguía
entretejiendo espuma y murmurando como el día anterior, y también murmuraban
las hojas de los árboles cercanos al torrente. Nunca había sentido la luz del
sol tan claramente como entonces. Le pareció que juntamente con la sensación
del aroma agradable y húmedo y del fresco de la mañana sentía los rayos
risueños del sol penetrando en su interior y excitando sus nervios.
Pero además de esta excitación
alegre, notó algo más en el fondo de su corazón; algo inexplicable. No se fijó
al principio, mas a pesar de esto, el sentimiento particular surgió del fondo
de su espíritu, y del mismo modo que de una nubécula blanca se forma un
nubarrón obscuro y amenazador, así se formó el nuevo sentimiento y se explayó
en lágrimas.
Creciendo intensamente por momentos
la nueva afección, llegó a ser la obsesión dominante de su espíritu. Oyó las
palabras de la joven, sintió sus cabellos de seda bajo sus dedos y sobre el
pecho los latidos de su corazón... Pero aquel sentimiento extraño parecía que
hubiese tocado con mano destructora a esa imagen, haciéndola desaparecer,
matándola.
En vano se iba al molino y pasaba
allí largas horas queriendo acordarse de la voz, las palabras y los movimientos
de la joven. No podía reunir todos esos elementos en un conjunto armónico, ni
lograr aquel sentimiento que le había hecho tan feliz. Ya desde un principio,
en el fondo de ese sentimiento, había una gota de otra cosa indeterminada, que
luego había crecido dominándole. El sonido de la voz de la joven se había
extinguido; todas las impresiones de aquella noche feliz habían desaparecido y
en su lugar no quedaba más que un triste vacío. Desde el fondo del alma del
ciego se levantaba un vivo deseo de llenar ese abismo.
¡Quería verla!
Aquella piedra que despertó de su
sueño las fuerzas dormidas, despertó también una fuerza que contenía los
comienzos de infinitos sufrimientos.
¡Amaba a Evelina y quería verla!
Cada día el ciego fue volviéndose
más retraído, y hasta Evelina no sabía si en sus momentos de tristes
reflexiones debía hablar o no.
—¿Crees que te amo? —le preguntó él
un día.
—Ya sé que me amas —respondió ella.
—Pues yo no lo sé —dijo él con voz
sombría—. No lo sé, no. Antes estaba seguro de que te amaba más que a mí mismo;
pero ahora no lo sé. Déjame; sigue a los que te convidan a vivir, antes que sea
demasiado tarde.
—¿Por qué me atormentas así? —se
quejó suavemente la joven.
—¿Yo te atormento? —preguntó él, y
en su rostro se marcó una expresión especial, mezcla de egoísmo y de
compasión—. Pues sí; te atormento y te atormentaré durante toda la vida. Es
preciso que lo sepas. Déjame. Abandonadme todos, porque yo sólo puedo
proporcionar penas en trueque de amor. ¡Quiero ver! —dijo al cabo de un rato
con voz más suave—. Quiero ver y no puedo desprenderme de este deseo. Si una
vez tan sólo, aunque fuese en sueños, viese el cielo y la tierra y el sol y
todo quedase grabado en mi interior; si pudiese ver a mi padre, a mi madre, a
ti y al tío Max, quedaría contento, sería feliz y no me martirizaría más a mí
mismo.
Un día el tío Max encontró en la
sala a Piotr y Evelina. Dominábale al ciego una expresión sombría, y el anciano
notó en él señales de aquella tristeza maliciosa que desde algún tiempo le
invadía frecuentemente. Parecía que había llegado a necesitar nuevas razones
para atormentarse a sí mismo y atormentar a los demás.
—Escúchame, Piotr —dijo con tono
serio el tío Max—. Piensa que te rodean personas que te aman. Tú no haces caso
de ello y sólo sufres porque eres demasiado egoísta y únicamente te preocupas
de tus penas.
—¡Sí! —respondió Piotr con pasión—,
¡Sí! Así es, en efecto, pero obro involuntariamente.
—Si comprendieses que en el mundo
hay penas mucho mayores que la tuya, y que en comparación de ellas tu vida,
rodeada de amor y de compasión, puede llamarse feliz, entonces...
—¡No, no! —exclamó el ciego
exaltado—. No; me cambiaría por el ciego más pobre, porque es mil veces más
feliz que yo. A los ciegos no se les debe cuidar tanto... Es un error... Lo he
pensado muchas veces. A los ciegos hay que llevarles a la calle y dejarlos allí
para que pidan limosna. Si yo hubiese sido un ciego como éstos, ahora mi
desgracia sería mucho menor. Por la mañana estaría ocupado contando el dinero
obtenido y temiendo la escasez. Me alegraría luego de lo recogido y me
esforzaría en recoger lo necesario para la noche. Si no lo lograse, sufriría
hambre y frío, y con todo eso no lograría un momento de libertad; no me
quedaría ningún rato en que no me preocuparan los trabajos de la vida diaria, y
con las fatigas del cuerpo padecería mucho menos de lo que ahora padezco.
—¿Eso crees? —preguntó el tío Max
con frialdad mirando a Evelina.
La joven estaba seria y pálida y en
la mirada del anciano se leían el interés y la compasión.
—Sí; estoy convencido de ello
—respondió Piotr con dureza.
—No quiero discutirlo —dijo
fríamente también el tío Max—. Quizá tengas razón. Pero aunque fueses más
desgraciado, serías al menos mejor de lo que eres ahora. Ahora no eres más que
un egoísta odioso que sólo piensa en sí mismo.
El anciano dirigió de nuevo una
mirada compasiva a Evelina y salió cojeando.
A sesenta verstas de la propiedad
de los Popelski, venerábase en una pequeña ciudad la maravillosa imagen de un
santo de
No solamente acudían a la ciudad
los católicos. La fama de la imagen maravillosa estaba muy extendida y hasta
algunos ortodoxos[3] enfermos y
descontentos, principalmente de las ciudades, iban allí en busca de socorro
para sus diversas necesidades.
En la festividad consabida el pueblo
rodeaba por completo la capilla. Si desde una montaña hubiese mirado alguien el
espectáculo, habría creído que el camino que iba de la ciudad a la capilla era
una serpiente gigantesca, que sólo de vez en cuando movía su cuerpo de mil
colores. A uno y otro lado del camino extendíase una larga línea de pobres que
tendiendo la mano imploraban caridad.
El tío Max, apoyado en su muleta y
Piotr del brazo de Jojem, avanzaban lentamente por la carretera. Habíanse
dirigido al mercado, y después de hacer algunas compras, se volvían a su casa.
De pronto los ojos del tío Max se animaron; había visto algo que le inspiró un
rápido pensamiento, y el cojo abandonó la carretera escogiendo un camino que
conducía al campo.
Alejáronse del bullicio y rumor de
la muchedumbre; los gritos con que los mercaderes judíos pregonaban sus
mercancías, el rodar de los coches, todo el ruido que se propagaba como una ola
inmensa quedó detrás de ellos. Pero también en el nuevo camino, aunque el
movimiento era menor, se oían pasos, traqueteo de ruedas y animadas
conversaciones.
Piotr oía distraídamente los
rumores todos; siguió obediente al tío Max, abrigóse mejor porque sentía frío y
continuó preocupado con sus pensamientos, que nunca le abandonaban.
Mas de pronto, en medio de su
aislamiento egoísta, algo despertó su atención, y como si hubiese recibido una
fuerte impresión, se detuvo súbitamente.
Hasta aquel lugar llegaban las
últimas casas de la ciudad, y la carretera que a ellas conducía se extendía
entre campos y jardines. Algunas personas piadosas habían colocado allí una
columna con la imagen de un santo y una lámpara, que, como nunca estaba
encendida, pareció haber sido colgada con el único fin de que el viento la
hiciese balancear y crujir. Al pie de la columna habíase situado un grupo de
pobres ciegos que los restantes mendigos habían obligado a huir de los lugares
más concurridos. Tendían sus platos de madera, y de vez en cuando resonaban en
tono lastimoso las palabras:
—¡Por el amor de Dios, una caridad
para el ciego!
El día era frío. Los pobres ciegos
estaban allí desde la mañana, recibiendo sin cesar las ráfagas del viento. No
podían mezclarse con la muchedumbre para calentarse, y en sus voces, que iban
turnando, se notaba un tono conmovedor de amarga queja de su padecimiento físico
y su completo abandono. Las primeras palabras podían comprenderse, aunque con
dificultad, pero las últimas salían de los pechos oprimidos sólo como un
suspiro que muere de frío. Mas a pesar de todo, los tonos postreros y casi
imperceptibles sonaban hondamente en el oído de los transeúntes, porque
revelaban la queja de su manifiesta y triste desgracia.
Piotr palideció y sus facciones se
contrajeron.
—¿Qué te ha espantado? —le preguntó
el tío Max—. Éstos son los hombres felices que poco tiempo ha envidiabas; son
ciegos que piden limosna... Verdad es que tienen frío, pero según tus ideas, no
importa.
—¡Vámonos! ¡Vámonos! —rogó Piotr
tomándole la mano.
—¡Ah! ¿Quieres irte? ¿No cabe en tu
pecho otro sentimiento en presencia de estos infelices, delante del sufrimiento
del prójimo? Si al menos les dieses algo, como todos hacen, aliviarías su pena.
Pero tú sólo sabes blasfemar con la boca llena. Envidioso, empequeñeces el
dolor de los demás; y ahora que te encuentras con él, quieres huir como una
señorita delicada y nerviosa.
Piotr bajó la cabeza. Luego sacó el
portamonedas y se dirigió a los ciegos. Hallando al primero con el bastón,
buscó el plato a tientas, dejando en él su portamonedas. Algunos transeúntes se
habían detenido y contemplaban con sorpresa a aquel joven esbelto y elegante
que daba a tientas una limosna a los pobres que la recibían del mismo modo. El
tío Max le miró arrugando la frente, pero no así Jojem, quien tuvo que enjugar
una lágrima.
—¿Por qué jugáis con el niño,
señor? —murmuró Jojem dirigiéndose al tío Max mientras Piotr, pálido y
conmovido, regresaba hacia ellos.
—¿Puedo irme ahora? —preguntó—.
¡Por el amor de Dios!
Max se volvió y marcharon todos
carretera abajo.
El tío se sintió oprimido al ver el
estado en que estaba su discípulo, y observándole con atención se preguntó a sí
mismo si habría sido tal vez demasiado cruel con Piotr.
Piotr seguía cabizbajo y
tembloroso. Un viento frío levantaba el polvo de las calles de la pequeña
ciudad.
VI
Cuando Evelina dijo a sus padres
que estaba resuelta a casarse con el ciego, su madre se echó a llorar, y su
padre, después de haber orado ante una santa imagen, dijo que se hallaba
convencido de que aquélla era la voluntad de Dios y de que no era posible otra
cosa.
Se celebró el matrimonio, y Piotr
comenzó una vida tranquila y feliz, pero en su dicha no faltaba alguna
intranquilidad.
De vez en cuando, entre sus
tribulaciones, despertaba en su espíritu la exclamación de los ciegos pobres, y
su corazón sentía compasión hondísima y sus pensamientos tomaban nuevo giro.
En la misma habitación en que nació
Piotr reinaba gran quietud, únicamente interrumpida por el llanto de un niño.
Había nacido algunos días antes. Piotr parecía cada vez más abatido por lo
convencido que estaba de la proximidad de una nueva desgracia.
El médico tomó al niño en brazos y
le acercó a la ventana. Apartó de un tirón el cortinaje, y en seguida, con su
instrumento, examinó detenidamente al niño. Piotr permanecía en el fondo de la
habitación, cabizbajo, oprimido y dominado por su idea fija.
—Seguramente será ciego —repetía—.
¡Mejor hubiera sido para él no haber nacido!
El joven médico no respondió ni una
palabra y siguió observando en silencio. Al fin dejó el oftalmoscopio y con voz
clara y segura dijo:
—¡Las niñas de los ojos se
ensanchan! ¡El niño ve!
—¡El niño ve! —Piotr experimentó
fortísima impresión. Aquel movimiento probaba que había oído las palabras del
médico, pero a juzgar por la expresión de su fisonomía, hubiérase dicho que no
las comprendía bien. Con mano temblorosa se apoyó en la ventana y permaneció
allí con la cara pálida y la cabeza alta, inmóvil...
Hasta aquel momento se había
hallado en un estado especial de excitación. Pero entonces parecía que no fuese
dueño de sí mismo: todas las fibras de su cuerpo temblaban de excitación y de
esperanza.
Siempre había tenido conciencia de
la obscuridad que le rodeaba. La veía, la sentía en toda su inmensidad.
Aquellas tinieblas le oprimían, pesaban encima del ciego, que se las imaginaba
en su fantasía. Y se dirigía hacia ellas queriendo proteger a su hijo delante
del mundo en que se movía constantemente, de la obscuridad penetrante e
impalpable.
Mientras el médico siguió
examinando al niño, él continuó en el mismo estado. Tenía miedo. Antes
conservaba en su espíritu una brizna de esperanza; entonces el miedo terrible y
atormentador llegó a su mayor grado, puso en tensión sus nervios excitados en
extremo y desapareció la esperanza, que quedó escondida en algún rincón de su
espíritu.
Mas de pronto oyó las palabras —¡El
niño ve!— que cambiaron enteramente el estado de su alma. Desapareció el miedo
y la esperanza se convirtió en realidad. Fue una poderosa sacudida que produjo
en el espíritu del ciego el efecto de un vivo rayo de luz.
Y en seguida, después de este
vivísimo rayo de luz, ante sus ojos, ciegos de nacimiento, se formaron
singulares figuras. ¿Eran rayos luminosos? ¿Eran sonidos? No sabía darse cuenta
de ello. Quizás eran sonidos que se animaban, que tomaban forma y que lucían
como fulgores espléndidos. Brillaban, pero como la bóveda del cielo encima de
nosotros, como los rayos del sol en el horizonte, se movían como la hierba
verde de las estepas, como el follaje de las hayas melancólicas.
Todo esto duró un solo instante, y
el ciego sólo conservó en la memoria el recuerdo de las sensaciones recibidas.
Se olvidó de todo lo demás. En lo que persistió fue en asegurar que en aquel
momento había visto.
Lo que vio, cómo lo vio y si
verdaderamente vio, no se supo nunca a ciencia cierta. Muchos le dijeron que
era imposible, pero él persistió en ello y aseguró haber visto el cielo y la
tierra, a su madre, su esposa y el tío Max.
Permaneció algunos segundos con la
cabeza erguida y con la cara animada por una expresión de viva alegría.
Tenía un aspecto tan especial que
involuntariamente todos le miraron y enmudecieron. Parecíales a todos que aquel
hombre era muy distinto del que antes habían conocido. El hombre antiguo había
desaparecido con el nuevo misterio que se le había descubierto. Pero sólo le
quedó, tras el fugaz instante, una sensación de felicidad y la convicción de
haber visto.
¿Era posible que realmente hubiese
visto? ¿Era posible que las impresiones luminosas, débiles e indecisas que por
vía desconocida tratasen de penetrar en su cerebro rodeado de tinieblas, en
aquel momento en que la mirada se dirigía hacia ellas con toda la energía de su
espíritu, en un momento de éxtasis que se presentó súbitamente, hubiesen
llegado hasta su cerebro como una claridad brumosa? ¿Habían aparecido
verdaderamente ante sus ojos el cielo azul y el sol brillante y las aguas
transparentes del río, con la colinita al lado, en la que cuando niño tanto
había sufrido y llorado? ¿O únicamente era obra de su fantasía, que por encanto
había creado montañas, y a lo lejos campos y magníficos árboles, y el sol que
iluminaba el cuadro total con sus rayos brillantes, el sol que había
contemplado a todos sus antepasados?
¿Quién podía saberlo?
Él creía únicamente que se le había
revelado aquel misterio, para desaparecer en seguida por completo. En el
postrer momento se mezclaron las notas dotadas de formas, moviéndose y sonando,
temblando y muriendo como suena, tiembla y muere la voz de una cuerda en
tensión; fuerte al principio... más ligera después... menos perceptible más
tarde... y muere; en el espacio infinito parece rodar algo, luego las tinieblas
infinitas sin rastro alguno de luz...
Y muere, enmudece, se apaga.
Obscuridad y silencio alrededor...,
tratan aún de salir de las tinieblas algunas figuras indecisas, indeterminadas,
pero sin forma, sonido ni color.
De pronto el ciego oye rumores de
la tierra. Cree despertar, pero sigue con el mismo aspecto de viva emoción y
alegría, estrechando las manos de su madre y del tío Max.
—¿Qué te pasa? —preguntó la madre
con voz angustiosa.
—Nada... creo... creo que os vi a
todos... ¿No duermo, verdad?
—¿Y ahora? —preguntó la madre con
emoción—. ¿Te acuerdas? ¿No te desaparecerá de la memoria?
El ciego suspiró hondamente.
—No —dijo con visible emoción—.
Pero no importa, porque lo he visto todo, todo... ¡hasta el niño!
Y
perdió el conocimiento. Su cara palideció, pero, no obstante, todavía se
leía en ella la expresión de una dulce felicidad.
Conclusión
En Kiev, durante la contrata, se
había reunido un numeroso público para oír a un músico original. Era ciego,
pero la fama contaba maravillas de él. En la sala no cabía ni un alfiler:
estaba de bote en bote y el producto de las entradas (que estaba destinado a un
objeto benéfico desconocido del público y del cual disponía un caballero
anciano, pariente del músico) formaba una cantidad respetable.
En la sala reinó un gran silencio
al aparecer en el proscenio un hombre joven, de ojos grandes y hermosos y de
cara pálida. Nadie le habría tomado por ciego, si sus ojos no hubiesen
permanecido inmóviles y si no le hubiese acompañado una señora joven, de
cabellos rubios, que según se decía era la esposa del artista.
—No es extraño que produzca tanta
impresión —decía un oyente a su vecino—, ofrece verdaderamente singular aspecto
dramático.
Y en efecto, su cara pálida y su
aire pensativo, sus ojos inmóviles y todo su aspecto hacían esperar al público
alguna cosa genial y extraordinaria.
Su manera de tocar estaba en
armonía con la impresión que producía al ser visto. Al terminar una
improvisación sobre motivos populares, todo el público, entusiasmado, gritó y
aplaudió febrilmente.
El ciego, con la cabeza baja,
escuchaba sorprendido aquel ruido desacostumbrado. Pero volvió a levantar las
manos y tocó de nuevo. En toda la sala reinó en seguida el silencio.
En aquel momento entró el tío Max.
Contempló con atención al público, que parecía animado por un solo sentimiento.
Todo el mundo dirigía la vista al ciego con expresión de entusiasmo exaltado.
El anciano escuchaba y esperaba. Le
parecía que aquella grandiosa improvisación, que tan libre y fácilmente brotó
del espíritu del ciego, había de ceder el paso como antes a algún pensamiento
inquieto, a alguna pregunta enfermiza que produjese una nueva herida en el
corazón de su discípulo ciego. Pero los sonidos cada vez eran más fuertes y
llenos, y dominaban por completo los corazones de los espectadores, que latían
hondamente conmovidos. Y cuanto más escuchaba el tío Max, más le parecía
conocer el sentido de aquella composición.
«Sí, sí, es la algazara de la
ciudad. El animado curso de gente se da a conocer en la multiplicidad de los
sonidos. Crece y baja y llega al fin a aquel ruido lejano, pero perceptible,
siempre igual, desapasionado y frío.»
De pronto Max tembló hasta lo más
hondo del corazón.
Bajo las manos del músico sonó una
nota de queja.
Apareció, se mantuvo por algún
tiempo y desapareció.
Pero no, no era una queja del
sufrimiento propio; no era la repetición de los egoístas dolores del ciego. En
los ojos del viejo aparecieron las lágrimas. Su vecino lloraba también.
Flotando sobre la corriente animada
de la ciudad, fría, hermosa, desapasionada y movediza, resonaba en la sala un
sonido quieto, y al mismo tiempo robusto, que lloraba y dominaba los corazones
de los oyentes.
El tío Max conoció aquel sonido;
era la voz del ciego: —¡Por el amor de Dios, caridad para un pobre ciego!
Todos los corazones temblaban al
oír aquel grito lastimero. Hacía tiempo que no se oía ya; pero el público,
conmovido por los dolores de la vida, seguía sumido en hondo silencio.
El anciano bajó la cabeza pensando:
«Sí; ahora es todo un hombre. En
vez de dejar crecer en su corazón un sufrimiento ciego y egoísta, lleva en él
las penas del prójimo; las oye, las ve, y se cree capaz de hacer comprender a
los dichosos las penas de los pobres que padecen.»
Y el anciano inválido fue
inclinando la cabeza cada vez más...
Había cumplido su misión y dado fin
a su obra; no había vivido en vano; se lo decían los poderosos acordes que
resonaban en la sala y que se adueñaban de los corazones de los oyentes...
Así debutó el músico ciego.
[1] Nombre de los lugares en que se celebraban los
mercados de Kiev (N de la t)
[2] Medida rusa equivalente a
[3] Ortodoxos; nombre que, como es sabido, se aplican
los cismáticos o heterodoxos rusos. (N. de la t.)
Colección
Alianza Literaria (AL)
Código
3472310
I.S.B.N.
978-84-206-6332-6
Publicación
12/09/2011
Clasificación IBIC
FA
Formato
Papel
Páginas
240
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