Maurice Barres
(Francia, 1862-1923)
Novelista y político francés, nacido en Charmes. Fue miembro de la Cámara de
los Diputados a partir de 1889. Sus primeros escritos son principalmente
introspectivos, pero su obra posterior refleja un nacionalismo creciente y el
deseo de proteger los intereses de Francia frente al abuso de los países
vecinos. Su obra influyó notablemente en escritores franceses como André Gide y
André Malraux. Entre sus numerosas novelas destacan las trilogías Culto del yo
(1888-1891), La novela de la energía nacional (1897-1902) y La colina inspirada
(1913).
Algunas personas discutían a propósito del neocatolicismo. Unos decían:
"Es una afectación mundana". Otros contestaban: "Sin duda
ninguna entre los que han llevado a cabo ese movimiento literario hay varios
profesores completamente ineptos, pero Mr. de Vogué, el verdadero maestro, es
una figura muy distinguida". Un hombre de buen sentido hizo la siguiente
observación: "Las religiones siempre son precisas. Si sois, en efecto,
católicos, id los domingos a misa, confesad vuestros pecados cada ocho días,
comulgad por pascua florida y no tratéis de hacer innovaciones. Acordaos de que
en 1858, según dice un volteriano, ya les decían neo-tontos a los
neo-católicos" Esta cita brutal, hizo decaer la conversación.
Mi
vecino me llamó a parte y me dijo:
-Ese caballero tan pesado, tiene, en parte, razón, pues el
neo-catolicismo es una escuela sentimental que ya existió, no sólo en 1848,
sino en otras muchas épocas; mas se equivoca al decir que los neo-católicos
interpretan los misterios de la vida de una manera miserable.
Y
algunos momentos después me refirió, para hacerme ver que sus palabras eran
justas, la historia siguiente:
-¿Ha vivido usted en Roma? Ahí es donde conseguimos, mejor que en ninguna
otra ciudad del mundo, establecer el equilibrio entre nuestros pensamientos y
las ideas católicas. Todas nuestras preocupaciones familiares se ennoblecen
melancólicamente en la ciudad eterna; y los que son voluptuosos en Venecia,
apasionados en Andalucía y politeístas en Grecia, se vuelven religiosos y hasta
cristianos en Roma.
Cuando yo vivía allí, tuve ocasión de hacer amistad con un sacerdote que
había conocido personalmente a Montalembert, a Maurice de Guerin, a Ozanam y a
todos los demás artistas católicos y románticos que florecieron a mediados del
siglo actual.
Su
edad y su talento lo hacían aparecer como una figura muy distinguida ante mi
imaginación de mozo, embriagado con la vida solitaria que hice durante largo
tiempo en esa ciudad donde hasta las almas más soberbias llegan a vacilar.
Sin duda ninguna el clima debilitante y la multitud de recuerdos de Roma
y de la Iglesia, eran ya para mi alma, un fardo difícil de llevar; pero lo que
más me enervaba eran ciertas relaciones, contrariadas por los infinitos
inconvenientes del adulterio, que yo tenía con una romana joven.
Una noche, después de haber vagado durante una semana sin esperanzas de
poderla ver, por las pesadas calles de la gran ciudad, y después de haber
querido ahogar entre el ruido de las orgías la voz de mis celos, comencé a
pensar que sólo después de haber confiado las miserias de mi vida, me sería
posible encontrar de nuevo la tranquilidad. Al mismo tiempo pensé que en
ninguna parte me sería tan fácil como en el confesionario encontrar un buen
confidente.
Mi
amigo el sacerdote oyó mi relato, como yo lo había previsto, con la más
perfecta indulgencia. Lo único que le causaba admiración era que yo pudiese,
teniendo ciertas ideas y profesando ciertos principios que en varias ocasiones
le había expuesto, encontrar una voluptuosidad tan aguda en una aventura tan
vulgar.
Yo
traté de explicarme más profunda y más sutilmente, diciéndole:
-No la amo ni por su hermosura ni por los placeres que me ofrece; y
hasta os aseguro que su confianza dichosa en la belleza de su rostro me causa
cierto horror; lo que me encanta y lo que me enternece es la palidez seca y
amarillenta que cubre a veces su semblante y la sonrisa llena de cansancio que
pliega sus labios ciertas mañanas... Ella y yo no somos sino dos átomos que se
encontraron por casualidad en el eterno carnaval de la vida. Dentro de algunos
años, sólo yo, entre las veinte o treinta personas que la rodean, sentiré aún
palpitar mi corazón al oír su nombre... Hasta hoy, nadie me ha hecho comprender
mejor que ella la esencia perecedera de las cosas. Ella ha hecho nacer en mi
alma el amor del sacrificio. Deseo ardientemente ver llegar el día en que,
siendo ella una mujer vieja, yo seré aún un hombre joven (pues ambos
cumpliremos al mismo tiempo los cuarenta años). Entonces las vulgaridades
inseparables del adulterio desaparecerán por completo y podré seguir considerándola
como un pretexto febril para desenvolver mis pensamientos melancólicos -que es
lo que yo prefiero!.
El
sacerdote, que no desesperaba nunca de los corazones apasionados y que sólo
detestaba las almas tibias, miró con pesar, pero sin desdén, mi extravío.
Luego comenzamos a visitar juntos las obras artísticas; nuestra manera
de comprender la belleza tenía muchos puntos de contacto; ambos admirábamos,
sobre todo, las obras ardientes y graves.
Un
día, al pasar frente a la iglesia della Vittoria, mi buen amigo me hizo entrar
en el templo para que contemplase, en compañía suya, la célebre santa Teresa de
Bernín -gran señora y gran santa desvanecida de amor con tal languidez y con
tal desfallecimiento, que todas las voluptuosidades de las alcobas palidecerían
a su lado-.
El
sacerdote se arrodilló ante el lienzo y comenzó a rezar con verdadero fervor.
Cuando él echó de ver que su devoción por tan divina persona me causaba alguna
extrañeza, púsose de pie y me dijo lo siguiente:
-Antes de ser sacerdote, tuve una querida deliciosa a quien adoré con
toda el alma y lo que hace un momento le pedía a Dios era que la librase, bien
de las tentaciones del mundo o bien de los suplicios del purgatorio (pues yo me
he propuesto no saber nunca si vive aún). Cada vez que me encuentro frente a
una santa que me permite, por su actitud, pensar en aquella mi encantadora
cómplice sin pecar contra las preocupaciones de mi religión, ruego
ardientemente por ella. La santa Teresa de Bernín se presta mejor que ninguna
otra imagen a esta confusión, y su rostro lleno de amor, y su aspecto
apasionado, convierten en éxtasis piadoso lo que aun queda en mí de ternura
humana.
Yo
no pude menos, oyendo hablar al sacerdote, que comparar el artificio por medio
del cual se tomaba la libertad de acariciar los recuerdos de su juventud, a mi
propia manera de teñir con graves colores mis aventuras galantes, y hasta me
convencí de que una sensibilidad análoga nos inclinaba hacia la religión. En el
fondo no hay duda de que él pensaba como yo, pues nuestra amistad fue siendo
cada día más estrecha. Seis meses después, cuando yo tuve necesidad de volver a
Francia, él me dio (prueba patente de su confianza y del conocimiento de mi
estado) una de sus oraciones familiares para que yo la pronunciase, en nombre
suyo, ante la famosa santa Catalina en éxtasis de la iglesia de Siena, lugar
donde yo pensaba detenerme durante algunos días.
¿Sería la aflicción que me causaba el alejamiento de mi bella romana,
unida a la impresión que el talento de Sodoma produjo en mi alma de artista, y
a la originalidad de mi acto, lo que me entristeció de tal manera?... Lo cierto
es que la imagen de aquella religiosa desvanecida entre los brazos de los que
la seguían, con la cabeza echada voluptuosamente hacia atrás y con los húmedos
ojos extasiados, me hizo pensar en las breves dolencias con las cuales la mujer
a quien más quise en mi juventud, me había apasionado más que con las gracias
des sus veinticinco años... La hora que pasé bajo las naves de la iglesia de
Siena, me hizo saborear los encantos de mi querida con una vivacidad penetrante
cuyo recuerdo -que algunas mujeres españolas, divinas pero no bastante
refinadas, han despertado después en mi memoria- aparecerá ante mis ojos, en mi
lecho de muerte, como el instante de mi existencia en que me fue dado sentir
con más intensidad la vida.
Todavía ayer, visitando la pequeña catedral de Praga, tan pobre de
riquezas como rica de perfumes y de figurillas coloreadas, mi fantasía sensual
me hizo pensar en algunas iglesias de España y de Italia que son verdaderas
alcobas ardientes.
¡Usted no puede figurarse cuántas veces, durante diez años, he hecho
oración según el método de mi buen sacerdote romano! Para cumplir
religiosamente mi promesa, quemé el papel después de haber recitado la oración
ante el cuadro de Siena; pero a falta de palabras, mi espíritu formaba un
paralelo entre las imágenes maravillosas pintadas por Bernín y Sodoma y la
mujer por quien rogaba. Para que santa Catalina se interesase por la suerte de
su antigua querida, el sacerdote le decía: "Era tan hermosa que habría
podido servir de modelo a tu pintor". Luego describía, con un estilo tan casto
que más bien parecía la obra de un retórico que la obra de un amante, sus senos
redondos como las copas del altar, sus caderas deliciosas, su cabeza
encantadora, su cuerpo suave y sus ojos húmedos, tiernos, adorables; en seguida
hablaba de esos suspiros que suben desde el corazón hasta los labios... Y cada
una de esas estrofas llenas de una piedad que sin duda sorprendería y que tal
vez
ofendería fuera de Nápoles y de Roma,
terminaba así: "Yo recogeré en tus labios ¡oh santa! el suspiro que
agitaba el pecho de mi querida."
En
el fondo, concluyó diciendo mi amigo, ese es el verdadero neo-catolicismo cuya
esencia consiste en la mezcla de la religión y del sensualismo. Su piedad no
está conforme con el dogma. Es un refinamiento voluptuoso, pero no contiene
ninguna bajeza.
En
cuanto a nuestros contemporáneos, seguramente no han sido ellos quienes lo
inventaron; lo que han hecho, al contrario, es rebajar el exquisito equívoco
que turbó las almas de Fenelón, de Lacordaire, de la dulce madame Guyon y de la
vieja madame Schwetchine.
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