domingo, 18 de diciembre de 2022

Maurice Barres. RELATO. UN VOLUPTUOSO.

 



Maurice Barres


(Francia, 1862-1923)
Novelista y político francés, nacido en Charmes. Fue miembro de la Cámara de los Diputados a partir de 1889. Sus primeros escritos son principalmente introspectivos, pero su obra posterior refleja un nacionalismo creciente y el deseo de proteger los intereses de Francia frente al abuso de los países vecinos. Su obra influyó notablemente en escritores franceses como André Gide y André Malraux. Entre sus numerosas novelas destacan las trilogías Culto del yo (1888-1891), La novela de la energía nacional (1897-1902) y La colina inspirada (1913).

Contribución: Dr. Enrico Pugliatti.

 

  Algunas personas discutían a propósito del neocatolicismo. Unos decían: "Es una afectación mundana". Otros contestaban: "Sin duda ninguna entre los que han llevado a cabo ese movimiento literario hay varios profesores completamente ineptos, pero Mr. de Vogué, el verdadero maestro, es una figura muy distinguida". Un hombre de buen sentido hizo la siguiente observación: "Las religiones siempre son precisas. Si sois, en efecto, católicos, id los domingos a misa, confesad vuestros pecados cada ocho días, comulgad por pascua florida y no tratéis de hacer innovaciones. Acordaos de que en 1858, según dice un volteriano, ya les decían neo-tontos a los neo-católicos" Esta cita brutal, hizo decaer la conversación.

  Mi vecino me llamó a parte y me dijo:

  -Ese caballero tan pesado, tiene, en parte, razón, pues el neo-catolicismo es una escuela sentimental que ya existió, no sólo en 1848, sino en otras muchas épocas; mas se equivoca al decir que los neo-católicos interpretan los misterios de la vida de una manera miserable.

  Y algunos momentos después me refirió, para hacerme ver que sus palabras eran justas, la historia siguiente:

  -¿Ha vivido usted en Roma? Ahí es donde conseguimos, mejor que en ninguna otra ciudad del mundo, establecer el equilibrio entre nuestros pensamientos y las ideas católicas. Todas nuestras preocupaciones familiares se ennoblecen melancólicamente en la ciudad eterna; y los que son voluptuosos en Venecia, apasionados en Andalucía y politeístas en Grecia, se vuelven religiosos y hasta cristianos en Roma.

  Cuando yo vivía allí, tuve ocasión de hacer amistad con un sacerdote que había conocido personalmente a Montalembert, a Maurice de Guerin, a Ozanam y a todos los demás artistas católicos y románticos que florecieron a mediados del siglo actual.

  Su edad y su talento lo hacían aparecer como una figura muy distinguida ante mi imaginación de mozo, embriagado con la vida solitaria que hice durante largo tiempo en esa ciudad donde hasta las almas más soberbias llegan a vacilar.

  Sin duda ninguna el clima debilitante y la multitud de recuerdos de Roma y de la Iglesia, eran ya para mi alma, un fardo difícil de llevar; pero lo que más me enervaba eran ciertas relaciones, contrariadas por los infinitos inconvenientes del adulterio, que yo tenía con una romana joven.

  Una noche, después de haber vagado durante una semana sin esperanzas de poderla ver, por las pesadas calles de la gran ciudad, y después de haber querido ahogar entre el ruido de las orgías la voz de mis celos, comencé a pensar que sólo después de haber confiado las miserias de mi vida, me sería posible encontrar de nuevo la tranquilidad. Al mismo tiempo pensé que en ninguna parte me sería tan fácil como en el confesionario encontrar un buen confidente.

  Mi amigo el sacerdote oyó mi relato, como yo lo había previsto, con la más perfecta indulgencia. Lo único que le causaba admiración era que yo pudiese, teniendo ciertas ideas y profesando ciertos principios que en varias ocasiones le había expuesto, encontrar una voluptuosidad tan aguda en una aventura tan vulgar.

  Yo traté de explicarme más profunda y más sutilmente, diciéndole:

  -No la amo ni por su hermosura ni por los placeres que me ofrece; y hasta os aseguro que su confianza dichosa en la belleza de su rostro me causa cierto horror; lo que me encanta y lo que me enternece es la palidez seca y amarillenta que cubre a veces su semblante y la sonrisa llena de cansancio que pliega sus labios ciertas mañanas... Ella y yo no somos sino dos átomos que se encontraron por casualidad en el eterno carnaval de la vida. Dentro de algunos años, sólo yo, entre las veinte o treinta personas que la rodean, sentiré aún palpitar mi corazón al oír su nombre... Hasta hoy, nadie me ha hecho comprender mejor que ella la esencia perecedera de las cosas. Ella ha hecho nacer en mi alma el amor del sacrificio. Deseo ardientemente ver llegar el día en que, siendo ella una mujer vieja, yo seré aún un hombre joven (pues ambos cumpliremos al mismo tiempo los cuarenta años). Entonces las vulgaridades inseparables del adulterio desaparecerán por completo y podré seguir considerándola como un pretexto febril para desenvolver mis pensamientos melancólicos -que es lo que yo prefiero!.

  El sacerdote, que no desesperaba nunca de los corazones apasionados y que sólo detestaba las almas tibias, miró con pesar, pero sin desdén, mi extravío.

  Luego comenzamos a visitar juntos las obras artísticas; nuestra manera de comprender la belleza tenía muchos puntos de contacto; ambos admirábamos, sobre todo, las obras ardientes y graves.

  Un día, al pasar frente a la iglesia della Vittoria, mi buen amigo me hizo entrar en el templo para que contemplase, en compañía suya, la célebre santa Teresa de Bernín -gran señora y gran santa desvanecida de amor con tal languidez y con tal desfallecimiento, que todas las voluptuosidades de las alcobas palidecerían a su lado-.

  El sacerdote se arrodilló ante el lienzo y comenzó a rezar con verdadero fervor. Cuando él echó de ver que su devoción por tan divina persona me causaba alguna extrañeza, púsose de pie y me dijo lo siguiente:

  -Antes de ser sacerdote, tuve una querida deliciosa a quien adoré con toda el alma y lo que hace un momento le pedía a Dios era que la librase, bien de las tentaciones del mundo o bien de los suplicios del purgatorio (pues yo me he propuesto no saber nunca si vive aún). Cada vez que me encuentro frente a una santa que me permite, por su actitud, pensar en aquella mi encantadora cómplice sin pecar contra las preocupaciones de mi religión, ruego ardientemente por ella. La santa Teresa de Bernín se presta mejor que ninguna otra imagen a esta confusión, y su rostro lleno de amor, y su aspecto apasionado, convierten en éxtasis piadoso lo que aun queda en mí de ternura humana.

  Yo no pude menos, oyendo hablar al sacerdote, que comparar el artificio por medio del cual se tomaba la libertad de acariciar los recuerdos de su juventud, a mi propia manera de teñir con graves colores mis aventuras galantes, y hasta me convencí de que una sensibilidad análoga nos inclinaba hacia la religión. En el fondo no hay duda de que él pensaba como yo, pues nuestra amistad fue siendo cada día más estrecha. Seis meses después, cuando yo tuve necesidad de volver a Francia, él me dio (prueba patente de su confianza y del conocimiento de mi estado) una de sus oraciones familiares para que yo la pronunciase, en nombre suyo, ante la famosa santa Catalina en éxtasis de la iglesia de Siena, lugar donde yo pensaba detenerme durante algunos días.

  ¿Sería la aflicción que me causaba el alejamiento de mi bella romana, unida a la impresión que el talento de Sodoma produjo en mi alma de artista, y a la originalidad de mi acto, lo que me entristeció de tal manera?... Lo cierto es que la imagen de aquella religiosa desvanecida entre los brazos de los que la seguían, con la cabeza echada voluptuosamente hacia atrás y con los húmedos ojos extasiados, me hizo pensar en las breves dolencias con las cuales la mujer a quien más quise en mi juventud, me había apasionado más que con las gracias des sus veinticinco años... La hora que pasé bajo las naves de la iglesia de Siena, me hizo saborear los encantos de mi querida con una vivacidad penetrante cuyo recuerdo -que algunas mujeres españolas, divinas pero no bastante refinadas, han despertado después en mi memoria- aparecerá ante mis ojos, en mi lecho de muerte, como el instante de mi existencia en que me fue dado sentir con más intensidad la vida.

  Todavía ayer, visitando la pequeña catedral de Praga, tan pobre de riquezas como rica de perfumes y de figurillas coloreadas, mi fantasía sensual me hizo pensar en algunas iglesias de España y de Italia que son verdaderas alcobas ardientes.

  ¡Usted no puede figurarse cuántas veces, durante diez años, he hecho oración según el método de mi buen sacerdote romano! Para cumplir religiosamente mi promesa, quemé el papel después de haber recitado la oración ante el cuadro de Siena; pero a falta de palabras, mi espíritu formaba un paralelo entre las imágenes maravillosas pintadas por Bernín y Sodoma y la mujer por quien rogaba. Para que santa Catalina se interesase por la suerte de su antigua querida, el sacerdote le decía: "Era tan hermosa que habría podido servir de modelo a tu pintor". Luego describía, con un estilo tan casto que más bien parecía la obra de un retórico que la obra de un amante, sus senos redondos como las copas del altar, sus caderas deliciosas, su cabeza encantadora, su cuerpo suave y sus ojos húmedos, tiernos, adorables; en seguida hablaba de esos suspiros que suben desde el corazón hasta los labios... Y cada una de esas estrofas llenas de una piedad que sin duda sorprendería y que tal vez

ofendería fuera de Nápoles y de Roma, terminaba así: "Yo recogeré en tus labios ¡oh santa! el suspiro que agitaba el pecho de mi querida."

  En el fondo, concluyó diciendo mi amigo, ese es el verdadero neo-catolicismo cuya esencia consiste en la mezcla de la religión y del sensualismo. Su piedad no está conforme con el dogma. Es un refinamiento voluptuoso, pero no contiene ninguna bajeza.

  En cuanto a nuestros contemporáneos, seguramente no han sido ellos quienes lo inventaron; lo que han hecho, al contrario, es rebajar el exquisito equívoco que turbó las almas de Fenelón, de Lacordaire, de la dulce madame Guyon y de la vieja madame Schwetchine.

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