LANDRÚ
León Treich
—Señor comisario —dijo la señorita Lacoste, una muchacha de unos treinta años—, acabo de ver en el departamento de artículos para el hogar de los almacenes La Samaritaine al ingeniero Frémyet, con quien mi hermana está por casarse.
Estaba muy nerviosa la señorita Lacoste cuando hace esta declaración sin importancia al comisario Dautel, de la primera brigada móvil, encargado desde hace algunos meses de las investigaciones acerca de la desaparición de cierto número de mujeres. Entre ellas figura la señora Celeste Buisson, de cuarenta años de edad, viuda desde 1912 (estamos en abril de 1919), y que, desde 1915, había vivido en la casa de un industrial de Tourcoing, Jean Frémyet, a quien había conocido por mediación de un pequeño anuncio publicado en un importante periódico de París. Se trataba de un anuncio por el estilo de los que dicen:
Caballero aún joven, solo, de espíritu amable y corazón tierno, holgada situación, desea conocer a mujer joven, comprensiva y deseosa de rehacer su vida. Etcétera.
Se habló de matrimonio casi enseguida. La señora Buisson, excelente persona, un poco incauta y con un hijo de veinte años que vive en Bayona, se mostró encantada de los proyectos de Jean Frémyet.
—¡Es tan dulce, tan distinguido! —decía—. ¡Y ha sufrido tanto! El ingeniero, según contaba él mismo, había tenido que huir ante el avance de los alemanes, abandonar todos sus bienes, renunciar a su situación y rehacer completamente su vida en la zona libre.
—¡Cuán feliz me sentiré de hacerle olvidar esos terribles días! —confiaba la señora Buisson a su hermana, la señorita Lacoste, quien, sin saber por qué, demostraba cierta desconfianza hacia su futuro cuñado.
Dicha desconfianza no parecía injustificada. El matrimonio se demora y Frémyet a veces se ausenta por largo tiempo. ¡Bueno, todas esas ausencias se justifican! El ingeniero viaja por cuenta de una gran empresa industrial y ha tenido que permanecer durante algunos meses en Túnez. A pesar de todo, los años pasan. La señora Buisson no tiene regularizada su situación. Sin embargo, el ingeniero sigue manteniendo sus promesas. Recibe con una gran amabilidad en su quinta de Gambais, en el departamento Seine-et-Oise, a la familia de su «prometida», a la señorita Lacoste, por ejemplo, o a los hijos de una tercera hermana, la señora Palet, recién fallecida. Pero hay algo en las maneras, siempre finas y correctas, del ingeniero que suscita en la señorita
Lacoste una cierta desazón, aunque ella trata honradamente de no dejarse llevar por sus recelos.
Y así llegamos a principios del año 1918.
Desde hace algunos meses, las relaciones entre la «pareja». Lrémyet y la familia de Celeste Buisson se han espaciado. La señora Buisson ha anunciado a su hermana que dejaba su departamento de la calle Banquiers para instalarse en casa de su amigo: 114 bulevar Ney. Luego han ido pasando los días, sin más noticias.
La señorita Lacoste se alarma. Escribe al nuevo domicilio de su hermana, pero no recibe ninguna contestación. Entonces pide al alcalde de Gambais que se informe acerca de la señora Buisson quien vive con el ingeniero Frémyet: el alcalde contesta que entre sus administrados no existe ningún señor Frémyet. La señorita Lacoste se dirige al bulevar Ney. La portera, a cargo del edificio desde hace veinte años, manifiesta que entre sus inquilinos no ha habido nunca ningún Frémyet. Nueva carta al alcalde de Gambais, notoriamente más alarmada y alarmante. El digno funcionario municipal se inquieta y relaciona la carta de la señorita Lacoste con una queja que acaba de dirigirle una tal señora Colomb, cuya hermana ha desaparecido también, tras haber vivido en Gambais con un hombre llamado Dupont.
La señorita Lacoste, decidida a aclarar el asunto, establece contacto con los Colomb. En febrero de 1919, dos denuncias son presentadas por ellos en el Tribunal del Sena. Ningún resultado. Luego se encargan del asunto, sucesivamente, el Tribunal de Nantes y la primera brigada móvil. La casa de campo donde han vivido la señora Buisson y la señora Colomb es rápidamente localizada. Está abandonada. Su último inquilino, cuyo nombre se ignora, no ha pisado la casa desde el día 20 de enero.
—¿Qué clase de hombre era? ¿Qué vida llevaba?
—Nunca se quedaba mucho tiempo en la casa; no parecía dedicarse a ningún trabajo concreto, pero venía a menudo, acompañado de mujeres que, por otra parte, raras veces dejaban verse. Su reputación no era buena ni mala. Se trataba de un hombre silencioso, con barba, delgado, de ademanes vivos, ojos de comadreja, espesas cejas y aire muy correcto.
Se comunican esos datos a la señorita Lacoste. Sí, es él. Conducida a Gambais la hermana de la desaparecida reconoce la quinta. Se buscan en los archivos judiciales los nombres de Frémyet y de Dupont. No se halla nada que pueda relacionarse con el
amante de las señoras Buisson y Colomb. No es posible seguir ninguna pista. ¿Qué hacer?
Nada, excepto esperar. El 11 de abril de 1919, la señorita Lacoste se topa con el huidizo Frémyet. Se pone en comunicación por teléfono con la primera brigada móvil, es llamada inmediatamente y hace la declaración que hemos registrado al principio. Los inspectores se trasladan a toda prisa a los grandes almacenes La Samaritaine.
—El cliente que ha comprado estos paquetes de café ha pedido que su compra le sea enviado al número 76 de la rue Rochechouart. Se llama Guillet.
El caso Landrú empieza.
*
El comisario Dautel y los inspectores Belin y Brandenberger corren a la rue Roohechouart y hacen hablar a la portera.
—¿Guillet? Sí, en el tercer piso, a la izquierda. Está casado, es ingeniero y posee un pequeño automóvil. Es un hombre muy amable, paga con puntualidad el alquiler, da buenas propinas, sale de viaje a menudo y en estos momentos se encuentra en casa. ¿Quieren ustedes subir?
No, todavía no. Hay que esperar algunos minutos. Los inspectores permanecen de guardia en la portería. Dautel regresa a la prefectura para consultar las fichas antropométricas.
—Guillet… Henri… Désiré Landrú… llamado Guillet… cincuenta y un años de edad… cuatro condenas… buscado por diversas estafas…
Las cuatro condenas son todas por estafa:
21 de julio de 1904, París: dos años de prisión.
28 de marzo de 1906, Sens: trece meses de prisión.
27 de mayo de 1906, París: tres años de prisión.
20 de julio de 1915, Sens: cuatro años de prisión y confinamiento.
La presa, de todas maneras, es buena. El comisario Dautel se ha formado su opinión: se ha descubierto el escondrijo de Frémyet y Dupont: ni Celeste Buisson ni Anna Colomb volverán a aparecer.
El comisario regresa a la calle Rochechouart. Ya es de noche. No es posible efectuar ningún arresto hasta que amanezca. Los tres policías se sientan, filosóficamente, en el rellano de la escalera, donde esperarán la llegada del día. Cuando apunta el alba, llaman. Les abre una mujer joven. ¿La señora Guillet-Landrú? No, pues a pesar de lo que cree la portera, el caballero no está casado, o más exactamente, no vive con su esposa, sino con Fernande Segret, una cantante, que es su querida desde hace algunos meses, y tal vez la única mujer que ha amado en su vida.
—¿Señores…?
La puerta del dormitorio se ha entreabierto ante los policías, quienes hacen a un lado a Fernande y entran. Landrú, mientras tanto, ha saltado de la cama, se ha puesto un pantalón y, con toda calma, pregunta:
—¿A qué se debe, caballeros…? ¿Quiénes son ustedes?
—¿Es usted el señor Henri-Dérisé Landrú? —pregunta, a su vez, el comisario Dautel.
—Soy Lucien Guillet, ingeniero, nacido en Rocroy el 18 de septiembre de 1874. Aquí están mis documentos de identidad.
—Perfecto.
Y el comisario, burlón, inclinándose ligeramente, casi divertido, pone bajo la nariz del caballero su ficha antropométrica.
—¿He de ir con ustedes?
¡Caramba! Landrú (démoles desde ahora el nombre que, por desgracia, lo ha hecho inmortal), Landrú abre un cajón y, tendiendo un paquete de cigarrillos a los policías, dice:
—Excúsenme, señores, no me agrada ser despertado bruscamente; todavía estoy medio adormilado… y a ello se debe que no les haya ofrecido antes un cigarrillo.
Landrú conservará hasta el final ese tono desenfadado y meticulosamente cortés. Se viste sin prisas; no olvida, pues está lloviznando afuera, de llevar el paraguas, da algunos golpecitos en el hombro de su amante, que solloza y a quien los inspectores ruegan que los acompañe, y sale canturreando una canción.
*
Sólo un periódico de París, Le Petit Journal, publicó el día 13 de abril, en su edición de la mañana, un suelto sobre el suceso, interesante, sí, pero trivial.
IMPORTANTE ARRESTO EN MONTMARTRE
La primera brigada móvil detuvo ayer, en el corazón de Motmartre, gracias a denuncias anónimas, a un individuo elegantemente vestido, casi completamente calvo pero con una espesa barba negra. Según se cree, este individuo había puesto la ciencia del hipnotismo al servicio de sus malos instintos, era buscado por la policía y ocultaba su personalidad bajo diversos nombres. En los locales de la Sureté terminó por confesar que su verdadero nombre es Désité Landrú, nacido en París en 1869. Landrú está inculpado de varios robos, estafas y abuso de confianza, aunque el acusado lo niega todo sin dar la menor explicación. Es posible, no obstante, que dentro de poco ese triste personaje considere más prudente ser menos reservado, pues indudablemente tendrá que responder ante la justicia de hechos mucho más graves que los que se le atribuyen hoy en día. A ese respecto, cargos abrumadores pesan ya sobre él.
Al cabo de los años, tal estilo resulta divertido. Esa mezcla de falsa información, fábula pintoresca (el hipnotismo) y verdad pergeñada por un viejo redactor habituado a recoger únicamente sucesos sin importancia, nos parece dotada de un singular sabor.
—No diré que no haya cometido algunos pecadillos —declara Landrú al ser interrogado para su identificación, una vez que Fernande Segret ha sido puesta en libertad por la policía, que ha creído en la sinceridad de sus protestas de inocencia—. Pero considero que ello no justifica que se me haya sacado de la cama y que tres policías hayan tenido que molestarse. Una simple llamada hubiera bastado para que yo me presentara a declarar.
La ironía es buena. Los policías no dudan de que tendrán que habérselas con un pájaro de cuenta. Van brutalmente a los hechos:
—¿Qué ha sido de las señoras Buisson y Colomb, con quienes usted ha vivido, les dio promesa de matrimonio y se llevó a su quinta de Gambais?
Landrú, que es un gran actor, como demostrará ante el tribunal, finge sorpresa.
—¿Cómo puedo saberlo? —contesta—. Supongo que no me acusarán de haberlas expedido a Buenos Aires.
—No —dice Dautel, secamente—. De algo peor.
¡Basta! El comisario se da cuenta de que no adelantará nada mientras no disponga de alguna prueba, o principio de prueba, que oponer al hombre. Ordena que sea encerrado, pero antes de que los inspectores se lo lleven se dirige maquinalmente hacia Landrú, lo registra y en el bolsillo interior de su chaqueta descubre una pequeña libreta de tapas relucientes, sucia, grasienta y llena de notas.
¿Un registro de los gastos diarios de Landrú? Sí, pero gastos de una índole muy especial. Hay en la libreta las siguientes anotaciones:
25 diciembre
Dos billetes metro, ida y vuelta.
Inválidos: 0,40.
Una ida: 3,95.
Ida y vuelta: 4,95.
Un billete ida: 2,75
Un billete ida y vuelta: 4,40.
13 marzo
Dos billetes ida y vuelta: 9,90.
27 abril
Conocimiento E Pascal: 4,90.
Bizcochos, málaga.
4 mayo
Inválidos, coche: 3.
Billetes: 3,10; 4,95.
Diligencias: 2,40.
Houdan (Saint Lazare): 10.
Y, en la parte inferior de la página, una lista de nombres, entre los cuales dos llaman al punto la atención del comisario: A. Cuchet, G. Cuehet, Brésil, Grozatier, Havre, C. Buisson, A. Colomb, Mogador, Louis Jaume, A. Pascal y Th. Marchandier.
Cuando Dautel ha sacado la libreta, las facciones de Landrú se han crispado durante un momento, el rostro ha palidecido y la mirada de sus ojos se ha extraviado.
No hace falta nada más para que el avisado y sagaz policía comprenda.
—Esta vez, buen hombre, tienes miedo —dice al prisionero mirándolo de hito en hito—. Has caído en la trampa, ¿no? ¡Vamos, confiesa!
Pero ya Landrú se ha recobrado. Se encoge de hombros, sonríe y dice:
—Cuando mi domicilio de la calle Rochechouart sea registrado, encontrará usted otras libretas de cuentas, y más detalladas. Soy un hombre ordenado.
Es verdad: Landrú es un hombre ordenado, muy ordenado. Lo cual le costará la cabeza. Algunos meses más tarde, en el tribunal de Versalles, el comisario Dautel, en efecto, declaraba:
—Sin la pequeña libreta del acusado, seguramente nos hubiéramos vistos obligados a renunciar. Es Landrú quien nos ha facilitado todas las pruebas que tenemos contra él.
Pacientemente descifrada por Dautel y su ayudante, el popular brigadier Riboulet, la libreta proporcionó las más preciosas indicaciones. Primero, los nombres de las mujeres con las cuales Landrú había estado en relaciones, las fechas de sus trágicos viajes a Gambais, el detalle de las ventas efectuadas después de haber sido asesinadas: liquidación del mobiliario de las difuntas, valores que les había hecho retirar previamente de sus bancos, vestidos de las infelices, etcétera.
—Es verdad —confesaba Landrú, impasible, sin turbarse por tan poca cosa—, es verdad, las he robado, las he estafado, las he despojado; pero no las he asesinado. Soy un estafador, pero no un asesino.
—Sin embargo, cuando usted iba a Gambais con ellas, sacaba un billete de ida y vuelta para usted y sólo uno de ida para ellas. ¿No está claro ese punto?
—¡Perdón! Sacaba, es verdad, un billete de ida y vuelta y otro de ida. Pero ¿cómo sabe usted que el primero era para mí y el segundo para ellas? La verdad, era exactamente al revés. Mis negocios no me permitían ausentarme mucho tiempo de París; regresaba a la ciudad la misma noche o al día siguiente por la mañana, dejando en el campo a mis amigas, que se reunían conmigo algunos días más tarde. Sacaba, claro está, un simple billete de ida y luego aducía un argumento que no dejaba de tener cierto valor:
—Si yo hubiese llevado a Gambais a esas mujeres para asesinarlas, ¿habría tomado el tren, ostensiblemente, a riesgo de encontrar durante el trayecto personas conocidas, tanto más cuanto que teníamos que hacer a pie el camino entre la estación y la quinta y, por consiguiente, ser vistos? No hay que olvidar que yo era propietario de un automóvil con el que me hubiera sido muy fácil trasladar a mis futuras «víctimas» sin que nadie lo advirtiese.
No se trataba solamente de dos crímenes, de dos mujeres desaparecidas, sino de once asesinatos, de once desapariciones: diez mujeres y un muchacho, hijo de una de las desgraciadas. He aquí la lista trágica:
Enero 1915: viuda Georgette Cuchet, 45 años, y su hijo André, de 22. Estos asesinatos y los dos siguientes fueron cometidos en Vernouillet.
Junio 1915: señora Laborde-Line, 44 años.
Agosto 1915; viuda Guillain, 51 años.
Diciembre 1915: viuda Berthe Heon, 47 años.
Diciembre 1916: viuda Anna Colomb, 44 años.
Abril 1917: Andrée Babeley, 18 años.
Septiembre 1917: viuda Celeste Buisson, 42 años.
Noviembre 1917: señora Louise Laume, 37 años.
Agosto 1918: señora Anne-Marie Pascal, 34 años.
Enero 1919: Marie-Thérese Marchandier, 39 años.
Todas esas mujeres han desaparecido sin dejar el menor rastro.
—¿Quién les dice que estas mujeres están muertas? —pregunta Landrú—. Sin embargo, no es de mi incumbencia probar que viven.
Es verdad, pero ¿a quién hará creer que de las diez mujeres, ni una sola haya dado señales de vida, no se haya presentado para demostrar a la justicia que iba por mal camino?
Además, se han practicado registros minuciosos en Gambais. En el cobertizo se han encontrado cenizas, fragmentos de huesos calcinados, huesos humanos, dientes de mujer, una peluca, etcétera. Los vecinos afirmaron que Landrú encendía con frecuencia la chimenea, cuyo humo apestoso llenaba el pueblo. Otros testigos declararon que habían visto a menudo entrar mujeres en la quinta, mujeres que no habían vuelto a salir.
—¡Tonterías! —contesta Landrú—. La señorita Lacoste pasó varios días en la quinta de Gambais, con el asesino; estuvo allí acompañando a sus sobrinos y para ver a su hermana. Landrú no podía matar de una vez a cuatro personas.
¿Cómo procedía el asesino? Acerca de ello sólo pueden hacerse hipótesis o citar a un testigo sospechoso, puesto que es anónimo.
¿Las hipótesis? Es lícito pensar que Landrú fue un estrangulador del tipo sádico. Debía matar a sus mujeres mientras las acariciaba, en unos momentos en que la resistencia de ellas era menor. Sin embargo, no las debía matar presa de una excitación pasional. Landrú premeditaba sus actos, se informa pacientemente sobre los recursos materiales de que disponían sus futuras víctimas, las convencía para que retirasen del banco las sumas o valores que pudiesen tener en depósito y le confiasen sus economías. A veces se apoderaba de los muebles de sus víctimas, que depositaba a su nombre en
un almacén o bien en su propio departamento y, una vez incineradas sus amigas, lo vendía todo a un ropavejero.
No había duda de que quemaba a sus víctimas. El pequeño horno de Gambais tenía las mejores razones del mundo para «roncar», tanto en invierno como en verano, y el olor de carne asada de que en diversas ocasiones se quejaron los vecinos del seudo Frémyt-Dupont no tenía nada de imaginario.
Durante el proceso, el doctor Paul declaró que en menos de veinte horas es posible reducir a cenizas, en un horno de cocina corriente un cuerpo de setenta kilos.
¿Un testimonio? Procede de una mujer que estuvo en Gambais y, por una suerte inaudita, no se quedó allí. El hecho ocurrió un mes después de la desaparición de la señora Pascal. A últimos de Octubre de 1918, Landrú llevó a su quinta a una mujer de unos treinta años, poco esquiva, que tras una buena comida no se hizo rogar mucho para pasar al dormitorio. Había comenzado a desvestirse, cuando Landrú oyó un ruido en la puerta del jardín; inquieto, salió de la habitación para ver qué pasaba. En un movimiento maquinal, la mujer desplazó ligeramente la almohada de la cama… y descubrió una cuerda en uno de cuyos extremos había un nudo corredizo. ¿Qué le reveló eso? Al ser interrogada durante la instrucción del proceso, dijo que al ver la cuerda lo adivinó todo. Pero amigos íntimos de esa mujer aseguran que ella sólo pensó que se trataba de la fantasía de un sádico habituado a sazonar sus abrazos con experiencias más o menos arriesgadas. Sea como fuese, el caso es que la mujer se asustó, volvió a vestirse a toda prisa, saltó por la ventana que daba a la parte posterior del jardín y corrió en dirección de los bosques. Cuando Landrú regresó al dormitorio lo encontró vacío.
¿Tiene alguna validez este testimonio? Poca. Primero, porque quedó en el anonimato y no se pudo utilizar ante el tribunal, y luego porque tiene rasgos inverosímiles. Landrú, si es cierto que utilizaba una especie de lazo para estrangular a sus víctimas, ¿podía ocultarlo sencillamente bajo una almohada? Y al advertir enseguida que su secreto había sido descubierto, ¿cómo puede suponerse que no hubiese abandonado inmediatamente su finca de Gambais para proseguir sus hazañas en otro pueblo de los aledaños de París y bajo otro nombre?
Durante el proceso, nada hizo cambiar el sistema adoptado desde el principio por el acusado.
—Estafador, sí; asesino, nunca —decía.
Y cuando se le preguntaba acerca de sus mujeres, contestaba:
—Las diez mujeres cuyos nombres se me mencionan, las he conocido, sí, no lo niego. Si lo he ocultado ha sido como un hombre galante oculta sus conquistas. ¿Qué hay de reprochable en ello? Ninguna de ellas era menor de edad. No he violentado a ninguna.
Tras lo cual Landrú invocaba el testimonio de aquella a la cual durante cierto tiempo se llamó «la sobreviviente», Fernande Segret. Digna y valerosamente, la joven artista declaró que en su amante siemprehabía visto un hombre dispuesto a complacerla y a prodigarle cuidado, amable y bueno, y sincero, estaba segura de ello, cuando le prometía que se casarían.
Pero ese punto «lo echaba todo a rodar», según afirmó pintorescamente el comisario Dautel, cuando declaró ante el tribunal de Versalles, porque dábase el caso de que Landrú estaba casado. Este es tal vez el único detalle de su pasado que merece la pena de ser recordado. Nacido en 1869 en París, alumno más tarde de la Escuela de Artes y Oficios, Landrú había contraído matrimonio, antes de terminar su servicio militar, con Marie-Catherine Rémy, de la pequeña burguesía, quien le dio cuatro hijos. Landrú conoció a su futura esposa en la iglesia de Saint-Louis-en-L’Ille, donde ella asistía a las clases de catecismo reservadas a las Hijas de María y donde él era monaguillo. ¿Cómo podía, pues, Landrú ser sincero al prometer matrimonio a Fernande Segret?
Cuando Fernande declaró ante el tribunal, pasó por el rostro impasible de Landrú una sombra de emoción, momento único en el curso de un proceso que duró veinticinco días y fue pródigo en lances que jamás olvidarán los que tuvieron el privilegio de asistir a él. Moro-Giafferi estaba encargado de la defensa; el fiscal era Godefroy, y el presidente Gilbert dirigía los debates.
Vistiendo un traje de paño verde, la barba cuidadosamente cortada, inclinándose al entrar y al salir, llevando siempre con él un enorme legajo en el que sólo dejaba de hacer anotaciones para quitarse sus lentes, señalar con ellos en dirección al tribunal para pedir la palabra y soltar una reflexión irónica, meditada y desconcertante, Landrú prosiguió hasta el final representando fielmente el papel que se había asignado en la tragedia. Poseía incontestables dotes de argumentador, tenía facilidad de palabra, no carecía de humor y parecía intervenir en una causa que no era suya.
Empezó por excusarse:
—No soy un orador, me expreso mal, pido que se comprenda, más allá de lo que diré, lo que trataré de decir.
A veces se apunta algunos tantos en su favor. El fiscal a su vez informa:
—Se calcula en doscientos ochenta y tres el número de «novias» sucesivas que ha tenido Landrú.
—¡Y sólo habría matado a diez! —exclama el acusado—. ¡Qué indulgente que han sido conmigo!
Entre las pruebas se presentan algunos dientes hallados en las cenizas de Gambais.
—¿Qué tiene usted que decir? —pregunta el presidente.
—Que esos dientes —contesta Landrú con una expresión de repugnancia en el rostro— se encontraban en un lamentable estado de conservación.
El presidente Gilbert, conciliador, admite que no se puede pedir al acusado que demuestre que sus mujeres están todavía vivas, pero añade:
—¿No podría usted darnos algunas indicaciones que permitiesen a la policía buscar a esas mujeres y, si están vivas, como sostiene usted, encontrarlas?
—¡Oh, señor presidente! —contesta Landrú, escandalizado—. ¡No puedo traicionar los secretos de mi vida privada! Es una cosa que nunca se me ocurriría pedirle si estuviese en el lugar de usted y usted en el mío.
Landrú, naturalmente, será condenado a muerte, durante una sesión en que el público, sobrepasando los límites de la decencia, se instala en la sala del tribunal para cenar, en espera del fallo del jurado.
Oportunos vendedores consiguen hacer llegar a los bancos, atiborrados de público, empanadas, frutas y champaña. Aquí y allá se oye la risa nerviosa de una mujer. Actrices, políticos, encopetadas damas, periodistas se interpelan en voz alta, cambiando los más indiscretos comentarios o pasándose litros de cerveza, bajo el calor agobiante mientras el estallido de una tormenta tarda en producirse. Una vez leído el veredicto, el presidente da la orden de que se introduzca al acusado. Entre el público se produce una batahola indescriptible; algunos curiosos se ponen de pie en los bancos y se oyen voces furiosas de: «¡Sentarse! ¡Sentarse!». Sin embargo, logra oírse la voz del presidente pronunciando la sentencia.
—Gracias, doctor —dice Landrú a su defensor, inclinándose—. Sólo usted hubiera podido salvarme, de haber sido eso posible. Se lo agradeceré eternamente.
Landrú repite la última frase, subrayando la palabra final. Mientras tanto, la muchedumbre lanza vergonzosos hurras, con tanta impudencia, que el fiscal Godefroy, brutal, vocifera:
—¡Miserables! ¿Qué tenéis en el corazón? ¿No os dais cuenta de que hay aquí un hombre que se dirige a la muerte?
Landrú, sonriendo dulce y filosóficamente, dice:
—En todas las batallas hay muertos.
Landrú fue ejecutado el 22 de febrero de 1922, frente a la puerta de la prisión de Versalles. Se mostró impasible e irónico hasta el final.
—¡Valor! —dijo, despertándolo, el funcionario de prisiones sustituto Béguin.
—¿Con quién tengo el honor de hablar? —preguntó el condenado. Cuando el substituto se individualizó, le dijo:
—¿Acaso se recomienda a un hombre como yo que tenga valor?
Luego, volviéndose hacia su defensor, le dijo, estrechándole las manos:
—Le he ocasionado muchas molestias, doctor; la causa no era fácil.
Se le preguntó si deseaba hacer alguna revelación.
—Considero insultante la pregunta —contestó—. Un inocente no tiene ni puede tener revelaciones que hacer.
Cuando el verdugo le hubo cortado la barba bajo el mentón y rasgado la camisa, el capellán le preguntó si deseaba oír misa.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —contestó Landrú—. Pero creo que no sería correcto hacer esperar a esos señores.
Tres minutos más tarde, se había hecho justicia.
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