Cristina Peri Rossi es una de las narradoras y poetas más
destacadas de nuestros días y, entre la variedad de registros que domina, sin
duda el amor es una de sus obsesiones preferidas. Pocos como ella han sabido
cantar, lo mismo en prosa que en verso, las alegrías, decepciones, lamentos y
nostalgias que el corazón describe a lo largo de nuestros días.
Por fin solos es una propuesta original y un punto
revolucionaria, pues constituye una recopilación de cuentos de temática amorosa
ordenados según los movimientos clásicos de las historias de amor y
enamoramiento, duración y caída. Al principio de cada bloque, la propia Peri
Rossi escribe un pequeño ensayo acerca de esos momentos cruciales, algo así
como una poética del amor a un tiempo iluminadora y cómplice.
Cristina Peri Rossi
Por
fin solos
Una historia de amor en quince episodios
Hay dos frases populares que casi siempre se
pronuncian durante una historia de amor: «Por fin solos» y «Ni contigo ni sin
ti». El «por fin solos» que exclaman los enamorados cuando han conseguido
despejar todos los obstáculos para vivir su amor (padres, hermanos, matrimonios
anteriores, hijos, suegros, ciudades diferentes, oposición familiar, jornadas
laborales excesivas) es una expectativa de felicidad absoluta, de paraíso
terrenal: una isla en medio del caos de la vida contemporánea, un refugio de
sexo, ternura y compañía que nos librará para siempre de la soledad, de la
monotonía de ser nosotros mismos. Y es que el amor, como el teatro, tiene
actos. El primero casi siempre es el mágico, porque estamos fascinados por el
otro. En inglés existe una palabra para este período: infatuation. En
castellano no tenemos una, pero podemos recurrir al lunfardo, el habla marginal
rioplatense, y encontramos «metejón». Hay un expresivo tango que explica esta
primera etapa del amor (obsesiva, dependiente, extraordinaria) con el mismo
nombre. El protagonista, enamorado hasta las patas, no come, no duerme, no
tiene ganas de ver a los amigos ni de ir al trabajo. Es la primera vez que le
ocurre y está sorprendido y ansioso. Siente que todo su ser se encuentra
poseído por la mujer amada y, en un arrebato de lírica confesión, expresa:
«hasta el sueño está metido con vos y se me pianta» («plantarse» es irse); no he
leído mejor descripción del insomnio amoroso. Antiguamente se atribuía este
estado de exaltación, excitación y expectativa a los efectos de una droga o
brebaje. El amor sería inducido por una sustancia química. En el siglo XXI
sabemos que, efectivamente, la química tiene su función en el amor. Cuando dos
personas se atraen se suele decir que hay «buena química» entre ellas. La
«química» no es más que lo que los antiguos llamaban droga: una serie de
reacciones que se producen en el cerebro, en el hipotálamo, desencadenando la
secreción de endorfinas, sustancias estimulantes del sistema nervioso y del
organismo. Pero ¿qué es primero?, ¿las endorfinas? ¿Y por qué las endorfinas se
excitan ante una persona y no otra? Hay algo irreductible en el núcleo del amor,
algo que se resiste, por suerte, a cualquier análisis, especialmente al
racional. En esta primera etapa, la fascinación subyuga. (La etimología de
cónyuges es estar bajo el yugo). Obsesivo, ansioso, dependiente, el amor nos
vuelve esclavos. En vano nos preguntamos qué tiene ella o qué tiene él: en
realidad, no tienen nada; somos nosotros que depositamos de manera inconsciente
nuestras fantasías en alguien que nos ha parecido el perchero adecuado.
La sabiduría popular dice que nos enamoramos
de quien imaginamos y nos separamos cuando lo conocemos. Freud intentó
explicarlo: «el amor es la sobrevaloración del objeto en el cual se depositó la
libido». Si la libido eligió a ese objeto como fuente de placer, comienzan la
dependencia y el miedo: un silencio, un mal tono de voz, la falta de una mirada
nos conducen a la duda, a la sospecha, al dolor, y una palabra dulce, una
caricia, una llamada telefónica, el mensaje en el móvil nos hacen volar de
felicidad, nos llevan directamente al paraíso. También el tiempo se convierte
en una dimensión completamente subjetiva: el de soledad no acaba nunca; somos
dolorosamente conscientes de su lentitud, de su pesadez, de su opacidad. En
cambio, cuando estamos por fin con la persona amada, el tiempo transcurre a una
velocidad extraordinaria; se nos escapa, huye, lo consumimos con la misma
ansiedad que los besos, los abrazos, las sonrisas, las complicidades.
La escena de seducción es fundamental para
comprender cuál será el destino de ese amor. En la seducción se encuentra
inscrito hasta el desenlace, venturoso o desdichado. Por suerte, en la primera
etapa nuestros enamorados están tan apasionados que no se hacen preguntas.
Cuando el amor va bien, no hay necesidad de analizarlo.
El metejón no siempre es recíproco, y
entonces quien lo padece tiene que intentar quitárselo de encima, como una
infección. Con el inconveniente de que estamos hechos de tal manera que no hay
mayor estímulo que la dificultad, el obstáculo, la imposibilidad. Una de las
pocas leyes psicológicas dice que el obstáculo aumenta el deseo. ¿Romeo y
Julieta se habrían enamorado si sus familias se hubieran llevado bien? («Del
odio nació el amor», dice Romeo, en una curiosa inversión del fenómeno
habitual: del amor al odio). Pero también puede ser recíproco; entonces los
amantes desean estar solos para vivir un éxtasis continuo. Veamos…
La naturaleza del amor
Un
hombre ama a una mujer, porque la cree superior. En realidad, el amor de ese
hombre se funda en la conciencia de la superioridad de la mujer, ya que no podría
amar a un ser inferior, ni a uno igual. Pero ella también lo ama, y si bien
este sentimiento lo satisface y colma algunas de sus aspiraciones, por otro
lado le crea una gran incertidumbre. En efecto: si ella es realmente superior a
él, no puede amarlo, porque él es inferior. Por lo tanto: o miente cuando
afirma que lo ama, o bien no es superior a él, por lo cual su propio amor hacia
ella no se justifica más que por un error de juicio.
Esta
duda lo vuelve suspicaz y lo atormenta. Desconfía de sus observaciones primeras
(acerca de la belleza, la rectitud moral y la inteligencia de la mujer) y a
veces acusa a su imaginación de haber inventado una criatura inexistente. Sin
embargo, no se ha equivocado: es hermosa, sabia y tolerante, superior a él. No
puede, por tanto, amarlo: su amor es una mentira. Ahora bien, si se trata, en
realidad, de una mentirosa, de una fingidora, no puede ser superior a él,
hombre sincero por excelencia. Demostrada, así, su inferioridad, no corresponde
que la ame, y sin embargo, está enamorado de ella.
Desolado,
el hombre decide separarse de la mujer durante un tiempo indefinido: debe
aclarar sus sentimientos. La mujer acepta con aparente naturalidad su decisión,
lo cual vuelve a sumirlo en la duda: o bien se trata de un ser superior que ha
comprendido en silencio su incertidumbre, entonces su amor está justificado y
debe correr junto a ella y hacerse perdonar, o no lo amaba, por lo cual acepta
con indiferencia su separación, y él no debe volver.
En
el pueblo al que se ha retirado, el hombre pasa las noches jugando al ajedrez
consigo mismo, o con la muñeca tamaño natural que se ha comprado.
Te adoro
Le
dije que le enseñaría la ciudad.
—¿De
veras, Alex, lo harás? —preguntó, entusiasmada y de un brinco saltó a mi lado,
estampándome un sonoro beso en la frente. Era muy alta. Demasiado alta para sus
diecinueve años, y demasiado atractiva para mí. No estaba acostumbrado a lidiar
con mujeres tan jóvenes. «¿Crees que seguiré creciendo?», me había preguntado
esa mañana, con un rictus de preocupación en la cara. Por ese rictus, yo era
capaz de crearle más preocupaciones que la altura, los estudios, su carrera
universitaria y el incierto porvenir de una actriz en ciernes. «Según las
últimas investigaciones biológicas sobre el desarrollo del homo sapiens, se
puede estimar que muchos adolescentes crecerán hasta los veintiuno, sus huesos
se estirarán por lo menos dos centímetros al año, esto siempre que estén bien
alimentados (no ocurrirá lo mismo en el Tercer Mundo, por supuesto). Pero si
tenemos en cuenta —agregué— que en tu caso se trata de una encantadora fémina
sapiens, me inclino a pensar que de aquí a los próximos dos años, que son los
que te faltan para llegar a la horrible edad de veintiuno, no crecerás ni un
solo centímetro más, porque aun siendo alta, hay en tus proporciones una
admirable armonía —algo ambigua, todo sea dicho— y sería un acto contranatura
—a propósito, debes leer À rebours,
de Huysmans— arruinar esta magnífica estructura con un par de centímetros que
no te hacen falta». La respuesta me había valido dos besos en la boca, más un
rápido aleteo de lengua, mientras me decía, con radiante expresión de
felicidad:
—Te
adoro. Adoro tus discursos. Adoro cómo me hablas. Adoro que me enseñes cosas.
Cada
vez que le proponía algo (y en las últimas veinticuatro horas —que eran, por lo
demás, las que llevábamos juntos— le había propuesto diversas cosas: un viaje
—«Podríamos ir a París. ¿Te gusta París?», dijo, con admirable ingenuidad.
«Adoro París», mentí como un enano—, y escribir dos libros. «¿Es cierto que los
escritores cuando se enamoran escriben diferente?», me había preguntado
hojeando uno de mis libros. «¿A quién amabas cuando escribiste éste?». «No la
conoces», mentí. «Me gustaría saber si escribirías también sobre mí», agregó.
«Mi amor —le dije—, uno no escribe sobre lo que está, sino sobre lo que no
está». «¿Tendría que irme para que escribieras acerca de mí?». El diálogo me
parecía detestable, pero estaba dispuesto a continuarlo veinticuatro horas más,
o veinticuatro meses, o veinticuatro siglos. Desde que la había visto, no
hacíamos más que conversar). Nos metíamos en la cama, pero no podíamos
concentrarnos en las caricias o en los besos porque los dos queríamos hablar,
seguir hablando y nos entusiasmábamos hasta tal punto que semidesnudos nos
poníamos de pie, íbamos a la cocina, abríamos la heladera, sacábamos una
Coca-Cola o un zumo de naranja, me encendía los cigarrillos en su propia,
arrebatadora boca, yo me estaba orinando pero no conseguía llegar al baño: a
medio camino me acordaba de algo que todavía no le había dicho, reanudaba la
marcha, ahora era ella la que venía corriendo y me besaba en la nuca, entonces
yo me volvía y la abrazaba. «¿Cómo me dijiste que se llamaba esa novela de
Huysmans que tengo que leer?». «À rebours»,
decía yo, a punto de entrar en el baño. «Tengo que leer muchísimas cosas. El
tiempo no me alcanza. Sólo leí medio libro tuyo. Y además, en verano hago de
azafata en Swissair». Sorpresivamente se me ocurrió que podía empezar a viajar
en Swissair los veranos, fuera a donde fuera, pero yo detestaba los aviones.
Además
de un viaje, dos libros, una excursión a la costa, una película que ella no
había visto, una cena en un restaurante honolulú, la pesca submarina (enseguida
me arrepentí: yo no sabía nadar), la lectura de la mitología celta, una visita
al Museo de Paleontología, ayudarle a hacer los deberes de la universidad,
escuchar a Kiri Te Kanawa interpretando los últimos lieder de Strauss («No
sabía que a los japoneses les gustaba la ópera». «No, mi amor, es australiana.
Y canta como los dioses». «Creí siempre que en Australia sólo se dedicaban a
criar canguros». «Siempre se aprende algo nuevo», comenté miserablemente), en
las últimas veinticuatro horas, que eran, por lo demás, todas las que
llevábamos juntos, le había propuesto un viaje a Trieste («¿Por qué Trieste?».
«Me gusta la palabra»), enseñarle francés, contarle la Segunda Guerra Mundial,
jugar al ajedrez, coleccionar cerámica precolombina y armarle un puzzle de cinco mil piezas. Mi última
propuesta consistió en hacer el amor escuchando el Aria del Amor y la Muerte de
Tristan e Isolda. «¿Lo has hecho
alguna vez de esa manera?», le pregunté. «Me parece que no —me contestó,
encantadora— mente dubitativa—. Si escucho música, no puedo concentrarme».
«¿Concentrarte en qué?», pregunté, confuso. «En hacer el amor, tonto —me dijo—.
¿Te concentras con facilidad?». Dudé un instante. Debía de estar desfasado,
como un mapa antiguo. «Creo que nunca me lo he planteado en estos términos», le
dije. «¿Quieres decir que vas muy rápido? —siguió—. A mí me gusta más bien
lento». «En fin, verás —farfullé—. En realidad no me lo planteo en términos
automovilísticos. La primera marcha, la segunda, todo eso. —Sentí que me hundía
en un pozo irremediable—. Quiero decir: según el caso», respiré, aliviado. «De
todos modos —dijo ella— no creo que me gustara hacer el amor escuchando ópera».
«A mí no me resulta imprescindible —dije, estúpidamente—. Lo que no soporto es
el rock», agregué, a la defensiva.
«Es estupendo para bailar. ¿Tú no eres de la época de Elvis Presley?». «Corazón
—^le dije—, soy de una época remotísima, antediluviana, digamos, la época del
psicoanálisis, el existencialismo, la radicalidad y de haga el amor, no la
guerra. Después vino el diluvio», especifiqué. Me hundí, semidesnudo, en el
sofá. Pensé que en cualquier momento iba a tener vergüenza de mi torso, de mis
ojos azules, de contraer enfermedades, de ser sensible al polen, la bomba
atómica, la contaminación, las pesadillas, los microbios y de ser muy sensible
a algunas mujeres. Sin embargo, ella se rió. Era así: se reía espléndidamente
en cualquier momento. «Te adoro —me dijo—. Eres un tipo formidable. Me
encantas». «Tú a mí también», le dije, con una voz demasiado profunda. No
estaba seguro de que estimara en algo la profundidad. Además, le había
propuesto un gato, los sellos de la Reina Victoria con filigrana de doble
corona, un caleidoscopio helicoidal y dejarla ganar al Trivial Pursuit. Estaba
dispuesto a cualquier cosa, en los próximos dos siglos. «No me gusta que me
quiten la ropa», dijo, enseguida, aunque hacía rato que estaba casi desnuda. «A
mí tampoco», comenté, recordando que nos habíamos desnudado al borde de la
cama, el uno junto al otro, como dos atletas antes de la ducha. «¿Dónde está tu
mujer?», me preguntó, mientras yo luchaba indecorosamente con mis calcetines.
«Fue a visitar a su hijo a cien kilómetros de aquí», contesté yo. «Es mi
profesora de griego», me informó amablemente, mientras se desprendía el
sujetador. Yo hubiera preferido que se quitara el sujetador más lentamente, que
no fuera su alumna en la universidad, no llevar calcetines, tocarle los senos
con la yema húmeda de los dedos, que el teléfono no sonara. «Mejor atiendes
—dijo—. Puede ser tu mujer». No era mi mujer.
—Alex
—dijo una voz turbia al otro lado del tubo.
—Sí
—contesté yo, y le hice una señal para que se quedara tranquila. Sonrió y
empezó a lamerme una rodilla.
—Me
he enamorado de ella, Alex —afirmó la voz opaca de un hombre que no podía
dormir—. Es ridículo, ya lo sé, no me lo digas.
—No
te he dicho nada —observé, lacónicamente.
—Ya
lo sé. A mi edad es completamente estúpido. Estas cosas no deberían pasar a
partir de los cuarenta años. Y tengo cuarenta y seis. No estoy preparado para
esto. Me siento ridículo, fuera de lugar. Me pongo autocompasivo. No quiero que
nadie lo sepa.
—Me
lo estás diciendo a mí —apunté resignadamente. Ahora me estaba lamiendo el
pecho, y me buscaba las cosquillas. Detesto las cosquillas tanto como la
palabra cosquillas. Hubiera preferido que me acariciara las piernas con su
vulva. En cambio, vulva es sombría como el umbral. Me pregunté si sabía que
tenía vulva o cómo la llamaría. Soy hipersensible a los nombres.
—Pero
a ti no me avergüenza decírtelo. Estoy enamorado, Alex. Tengo unas terribles
fantasías…
—Sexuales
—completé, casi sin darme cuenta.
—A
mi edad. Pensaba que a los cuarenta y seis años uno estaba libre de esas cosas.
¿Crees que hay pastillas para esto?
—Tranquilízate
—dije, en vano. Había descubierto mi lunar en la última costilla, a mano
izquierda, y parecía muy entretenida en averiguar su índole.
—No
puedo estar tranquilo, Alex. No como. No duermo. Doy unas clases aborrecibles.
No me renovarán el contrato. ¿Cómo voy a estar hablando del romanticismo alemán
si sólo pienso en su culo? Ayer dije diez veces la palabra sexo en clase. Y
eso, a propósito de aquel verso de Goethe «como una vieja melodía, algo
olvidada».
—¿Cómo
sabes que dijiste eso? —pregunté, mientras ella me exploraba el pubis. Me sentí
como un babuino en el laboratorio.
—Me
lo dijo ella. Ella misma. Me esperó a la salida de clase. Estaba divertida,
arrebatadora. Me dijo: «¿Qué te pasa?». Le pregunté: «¿Por qué?». «Has dicho la
palabra sexo diez veces en la clase de hoy». Y se había dado cuenta.
—¿Por
qué te tutea?
—No
lo sé, Alex. Tú no sabes lo que es eso de dar clase de romanticismo alemán
mientras tienes fuego en la entrepierna. Todo el mundo se tutea. Pregúntale a
Marga. ¿Dónde está Marga?
—Se
fue a ver a su hijo —respondí.
—No
quiero que nadie se entere. Estoy destrozado, Alex. Coquetea conmigo todo el
tiempo. Cuando estamos juntos…
—¿Por
qué no te vas de viaje? —lo interrumpí bruscamente.
—No
seas estúpido, Alex. No puedo dejar el curso a la mitad. Tengo que dar de comer
a mis hijos. Creo que quiero casarme con ella. Irme de viaje con ella, casarme,
divorciarme, enseñarle Roma, Babilonia, Pérgamo… Me ha pedido que le enseñe
alemán. Y a sacar fotografías. Quiere tener su propio taller de revelado. Le
voy a enseñar todo lo que quiera. Para eso tengo veinticinco años más que ella.
¿Te das cuenta? Un cuarto de siglo. Tiene la edad de mi hija mayor.
Me
gustaba mucho que me acariciara, pero no conseguía detenerla, y me estaba
babeando junto al tubo del teléfono.
—Preferiría
que me lo contaras todo mañana, en un café. Ahora, tranquilízate. No tienes
nada que decidir. Cálmate y lee algo. ¿Por qué no vas a dar una vuelta por ahí?
—No
quiero encontrarla.
—No
la encontrarás.
—Siempre
me la encuentro. No sé si ella me encuentra a mi, o yo a ella. Y cuando me la
encuentro, siempre está con otro o con otra. Es así. Le gusta todo el mundo.
Cree que el mundo está lleno de gente encantadora. Su profesor de alemán, su
entrenador de gimnasia, el periodista de arriba, la locutora de la tercera
cadena, los extras y los recogebalones.
—Tranquilízate
—repetí. Conseguí sujetarla por la nuca y la subí a mis rodillas. Se rió tan
fuerte que tuve que tapar el tubo con mi mano. No me gusta mucho la gente que
se ríe en estas ocasiones. No me parece divertido el deseo de empalar a
alguien. Lo haga uno o no lo haga.
—Esta
historia no te conviene —le dije, con voz glacial.
—Necesito
ayuda, Alex.
—Mañana
hablaremos —intenté cortar. No era muy cómoda la posición en que estábamos, y
su sexo, mojado, se escurría entre mis muslos.
—No
sé qué quiere decir mañana —me respondió la voz.
—Te
estás poniendo histérico —le dije.
—Me
excita como nadie en el mundo —murmuró medio borracho.
—Siempre
ocurre lo mismo —intenté disuadirlo.
—No
me acuerdo de otras veces. Todo es presente.
—De
acuerdo. Entonces, olvídalo.
—No
puedo.
—No
te quiere, lo sabes. A esa edad no se quiere a nadie. No se puede querer. No
sería espontáneo. A esa edad, ni siquiera se desea. Y tú te hundirás mientras
ella descubre la aparente variedad del mundo. Un día estará asombrada con la
poesía, otro con la navegación espacial, se dejará seducir por un director de
cine, un guionista, un piloto noruego, un filatelista belga y un rockero
berlinés. Quizás, por alguna pintora corsa, también. Te guardará una cierta
gratitud, es cierto, porque en el fondo, los jóvenes tienen buen corazón. Pero
tú no quieres gratitud. Te vaciarás para llenarla, como si fuera un molde.
Eso
era lo que yo quería hacer: vaciarme en ella. Pero algo la molestó, y de
pronto, se desprendió de mí. Creo que fue un ruido. Era el ascensor del
edificio, y ya se había alejado.
—Con
ese ruido no puedo concentrarme —comentó, molesta, mirando hacia la puerta.
—¿Con
quién hablas? —me preguntó, alterada, la voz al otro lado del tubo. ¿No me
dijiste que Marga no está? Oye, no me gustaría que alguien se enterara de esto…
Me dijiste que no había nadie.
—Marga
no está, tranquilízate. Fue la portera.
—¿Estás
seguro?
—Claro
que sí.
Ahora
había encendido un cigarrillo y se paseaba desnuda y mohína por la habitación.
Fuma poco. Se cuida la salud.
—Creo
que tienes razón, Alex —reflexionó mi interlocutor—. Estoy loco. Tengo que
controlarme. Es que despierta mis fantasías más… —antiguas —completé.
—Sí.
Creo que en realidad quiero ser su padre.
—Su
hermano.
—Sí.
Padre y hermano incestuosos.
—Pero
ella no quiere.
—No,
no quiere. ¿Sabes? Tiene muy poco morbo.
—Piensa
en otra cosa.
—Estoy
obsesionado.
—Haz
footing o algo así.
—Tengo
un soplo al corazón.
—Entonces
tómate dos valium.
Empezó
a vestirse. Es así: le gusta vestirse y desvestirse sola. Autónomamente.
Trieste. ¿Por qué no Trieste?
—Duérmete
y descansa. Mañana… —Gracias, Alex. Y por favor, no le digas nada a Marga.
—No
está. Tranquilízate.
—No
me gustaría que Marga… Somos colegas…
Colgué
suavemente. Sólo se había puesto la blusa y me gustaba mirarla así, alta, con
los senos duros al aire, el cabello corto, la espalda con la espina dorsal algo
sobresaliente.
—¿Qué
miras? —me preguntó, volviéndose.
—Tu
espalda —dije—. Hay una escultura de Pradier… En el Louvre. Es Niobe, herida
por una flecha. —Me acerqué a ella. Cerré mi mano suavemente sobre su nuca—.
Así… —le dije, y procuré muy lentamente que su cuerpo se torneara como la
figura de Pradier. Se rió.
—¿Iremos
a verla? —me dijo, festiva.
—Sí
—respondí, con voz demasiado profunda.
—Si
me tocas, que sea suavemente —me dijo.
—No
pensaba hacerlo de otra manera —mentí.
—Te
adoro —declaró, y se abalanzó sobre mí. Caí sobre la cama. Hundió su lengua
dentro de mi boca. Se separó enseguida—. ¿Con quién hablabas? —me preguntó.
—Con
tu profesor de letras.
Soltó
una carcajada.
—Me
lo imaginé —dijo—. Es un tipo fenomenal. Sabe muchísimo de romanticismo alemán.
Y de pintura. Además le gusta el jazz.
Lo adoro. Lo paso muy bien con él.
—Creo
que lo has seducido —comenté, ambiguamente.
—¿Sí?
¿Tú crees? —me preguntó, con aparente o real inocencia. Nunca se sabe. Yo no
sabía. Él no sabía. ¿Ella sabía?
Aproveché
su instante de vacilación para cambiar de posición en la cama. Soy un escritor
tradicional: escribo con máquina manual y prefiero hacer el amor, la primera
vez, como es debido. Yo arriba, y ella abajo. Por lo menos, la primera vez.
Hasta estar seguro. No creo que ella tuviera esa clase de principios.
—Me
parece que tú seduces a todo el mundo —comenté, mientras le acariciaba los
brazos, procurando que los tuviera altos.
—¿Lo
dices por Marga? —me preguntó, mientras me besaba el lóbulo de la oreja. ¿Qué
pasaba en la última media hora, que todo el mundo me preguntaba por mi mujer?
Mi mujer estaba de viaje. Había ido a ver a su hijo.
—¿Qué
tiene que ver Marga? —le dije, pasando un dedo húmedo por la línea esbelta de
su cuello.
—Es
mi profesora de griego.
—Ya
lo sé —dije, con resignación.
—Es
una mujer formidable —agregó.
—Cierto.
—Tú
también.
—Cierto.
—Y
muy atractiva.
—Cierto.
—Me
acosté con ella algunas veces —dijo, y se puso de lado—. En realidad, la adoro.
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