domingo, 2 de enero de 2022

Cristina Peri Rossi La última noche de Dostoievski. (Fragmento).

 



Las tragaperras, el bingo, los casinos, son para muchos una mera escapatoria de la monotonía cotidiana; un vicio tolerado y respetable, lo más parecido a ir al burdel en familia.

El verdadero jugador es otra cosa. El juego es para él crudamente erótico, pero también místico. Jugando, se sitúa más allá de la razón y de la moral, en el verdadero principio rector del universo: el absurdo. Como decía Dostoievski, «Sólo en el juego nada depende de nada». Si Dios juega a los dados, el jugador puede contestarle: «Yo también».

Llegando a los cuarenta, esa edad en la que «todo está permitido porque también, de alguna manera, todo está perdido», el narrador, un desengañado periodista, se deja fascinar por el juego, sin por ello perder la lucidez. Las sesiones con una psicoanalista, un viaje a Baden-Baden, una noche con una jovencita llena de desparpajo y la seducción de una señora que conoce los barrotes de su jaula, le harán comprender algunas cosas.

 


 

Cristina Peri Rossi

  La última noche de Dostoievski

 

 

 


 

 El juego es la primera experiencia de libertad en el mundo físico.

(DOSTOIEVSKI, «Diario de ultratumba»).


Aquella noche el bingo estaba lleno. Detesto los fines de semana, cuando las buenas y honestas familias de clase media deciden apostar unos duros, no muchos, con la esperanza de ganar un bingo. No son verdaderos jugadores; sólo son apostadores ocasionales, de fin de semana; lo mismo podrían ir al cine, a visitar a un pariente enfermo o a ver un espectáculo de variedades. Se desplazan en familia, como unidades blindadas. Generalmente, son cuatro: el matrimonio maduro, con ligera tendencia a la obesidad, y el hijo o la hija recién casados, quienes ya tienen ese aspecto tedioso y vagamente resentido de las frustraciones aceptadas por cobardía o falta de imaginación. Al entrar a la sala profusamente iluminada y tapizada de rojo, el matrimonio fundacional ensancha el pecho, con la mediocre satisfacción de haber criado un par de hijos, haberlos colocado en la buena senda (el matrimonio y el trabajo) y la velada de bingo surge, entonces, como el pecado permitido, el vicio tolerado, la frivolidad burguesa, el coqueteo con el peligro y con la pasión. Es como ir al burdel con la familia. Son ruidosos y aparatosos; pisan fuerte, con el oscuro beneficio de haber aceptado siempre las normas. Nada que ver con el verdadero jugador, un solitario que detesta la compañía, las aglomeraciones, y que necesita toda su concentración para enfrentarse al azar. Entonces, cuando la sala es invadida por las buenas familias de clase media y sus vástagos, no me gusta jugar. Si he conseguido una mesa libre, para mí solo, con su verde tapete de felpa (como las mesas de billar) erijo, alrededor de los cartones (juego con tres, con cuatro o con una serie entera, según la ocasión) una especie de fortaleza, para evitar la intromisión de los grupos familiares. Ostensiblemente, coloco el gran cenicero de aluminio, redondo, a mi lado; me apodero del vaso de laca negro con los rotuladores (hay verdes y rojos) y construyo, con las hojas del bloc de anotaciones que suministra la dirección, una suene de empalizada alrededor de mis cartones.

A pesar de todo, es inevitable que algún grupo familiar, molesto y ruidoso, ocupe los asientos vacíos de mi mesa: los fines de semana el local rebosa, como una olla a presión. Por lo demás, cuando la gente se agrupa (ya sea por lazos de familia, de opiniones políticas o de preferencias deportivas) se vuelve presuntuosa, triunfalista, avasalladora. No puedo impedir que se sienten a mi lado, el bingo es un juego democrático, pero desde ese momento, juego a disgusto. Cualquier combate contra el destino o contra la suerte exige una absoluta concentración; es un duelo solitario donde no caben ni los sentimientos, ni la piedad, ni el sexo. En cambio, para el grupo familiar de clase media, se trata de una especie de orgía; un pasatiempo que pueden compartir, incestuosamente. Infatuados y ebrios de sí mismos, resoplan, ríen, recuerdan intrascendentes anécdotas familiares, eructan y hacen estúpidos comentarios en voz alta. Manifiestan entre sí una grosera concupiscencia: la de las ocultas pasiones familiares. Compartir una redonda mesa de juego, permitida por el Estado, es como cometer el turbio pecado original que esconden, en nombre de la legalidad y el orden. De ahí la fruición con que comparten los cartones. Un verdadero jugador jamás compartiría un cartón: atento a las oscuras maniobras del azar, el cartón o el naipe que recibe es una cifra sagrada de los dioses, un don individual y único. Nada de esto saben los bingueros de fin de semana. El padre que oscuramente desea a su hija, y ahora, sobre el verde tapete, despliega, con los ojos llenos de brillo y las manos sudorosas, dos cartones que le regala, mientras el otro macho, el macho joven que se la llevó, baja la cabeza, humillado, y acepta las prerrogativas de la paternidad y de la vejez. Y la vaquillona, la proterva madre de familia se permite bromear con el yerno, a propósito de los números, sin ignorar el sentido • obsceno de alguno de ellos. La joven pareja, entretanto, amparada por la soledad del cartón individual, puede exhibir impunemente su rivalidad, su egoísmo.

Los fines de semana no tengo más remedio que esperar, pacientemente, a que la sala se despeje de estos apostadores ocasionales. Alrededor de las doce, las familias se retiran. No les gusta trasnochar. Se van como vinieron: en grupo. Cogen sus abrigos, hacen algún comentario despectivo sobre el juego (no son buenos perdedores) y vuelven a asumir sus papeles habituales, el orden, las represiones. Ya han olvidado ese par de horas en que la vieja vaquillona fue lo que siempre quiso ser, una encantadora de machos, toreándolos con sus duros pectorales, aparatosos y en punta, en que el manso buey crepuscular fue un Júpiter infatuado enamorado de sus hijas, en que el yerno dejó de ser un pusilánime funcionario de rostro ceniciento y en que la hija, domesticada por el matrimonio, se dejó acariciar las mejillas por el padre baboso y complaciente.

Cuando se van, quedamos solos los verdaderos jugadores y jugadoras. Hay un suspiro de satisfacción en la sala. El verdadero jugador y la verdadera jugadora no quieren compañía, necesitan toda su soledad y su concentración, enzarzados en la disputa frenética con el azar. Allí no hay sexo que valga. Cada jugador quiere una mesa para sí, como un campo de batalla. No acepta más compañía que la del cenicero, el cigarrillo, el encendedor y el rotulador para anotar las cifras mágicas y rebeldes. A lo sumo, un buen whisky, una cerveza o un agua con hielo. El desafío da sed. No hay miradas más que para la pantalla de los televisores donde grandes, obesas, opulentas, de a una, rítmicamente, van apareciendo las bolas con los números. No hay oídos más que para la voz monótona de la locutora, que como una azafata de gran rigor profesional, canta los números de manera monocorde, sin traducir ninguna emoción. Toda la emoción está reservada para la mesa donde cada jugador, tenso y febril, anota la aparición progresiva de esos números cuyo orden repite alguna combinación del azar que ignoramos, que no intuimos y que es un misterio indescifrable.

A las dos de la mañana, sólo permanecemos en la sala los jugadores convencidos, los fanáticos, los místicos. («Templos del azar», fueron llamados los casinos, de Montecarlo a Saigón). Los verdaderos jugadores somos solitarios y silenciosos: jamás nos dignaríamos a hacer un comentario sobre el azar: nuestra postura frente a él es soberbia, orgullosa. Perdemos con gran entereza, sin un improperio, sin una maldición. Nada de reclamar contra el seis, que no salió, ni despotricar contra el veintinueve, que quedó en pantalla. Del mismo modo, el verdadero jugador, cuando gana, no gesticula, no alardea, no hace alharacas. Sabe que perder o ganar es un hecho más allá de cualquier comentario. En todo caso, perder o ganar es un asunto de orden metafisico, acerca del cual no sirven los juicios humanos: no es un asunto de justicia, ni de trabajo, ni de eficacia, ni de método. Es otra cosa. Esa otra cosa que es no tiene todavía un código, un signo con el cual expresarse o simbolizarse. Sólo una aparente indiferencia corresponde a este orden del azar: la impavidez cuando se pierde, la impavidez cuando se gana. El azar reproduce el desorden del mundo; a uno le toca nacer en una familia rica, a otro, nacer de padres pobres y desconocidos; a uno le toca un cáncer, a otro, inteligencia para las ciencias, Hay teorías que pretenden explicar esos misterios: las religiones, la historia, la biología. Pero a pesar de esas teorías, la vida sigue siendo irreductible, un verdadero caos. No sabe más acerca de estos misterios aquél cuyo cartón recibe el premio que el otro, cuyo cartón ha perdido. Ganar o perder no son iluminaciones: no hay ninguna verdad accesible en el azar. Tampoco en otras disciplinas. No sabe más acerca del misterio de la existencia el budista o el cristiano, el físico o el burócrata, el militar o el político, el hombre o la mujer, como no sabe nada acerca de la seda el gusano que la produce, ni sabe nada acerca del marfil el elefante.

El hecho de que el azar sea irreductible provoca, en la mayoría de los jugadores, una tendencia incontenible al fetichismo y a la superstición. Conozco a un jugador de ruleta, por ejemplo, convencido de que sólo puede ganar la noche que usa una cinta negra al cuello, heredada de su abuela de Kansas. La noche en que la lleva y pierde, no atribuye su mala fortuna al delgado y largo fetiche, pero si en cambio, el azar lo favorece, cree que se debe a los poderes ocultos del fino lazo.

Muchos llevan amuletos en el bolsillo: un anillo de la madre, un encendedor de la esposa, un abanico de sándalo, unos calcetines a rayas; sienten predilección por una mesa, un rotulador especial o una prenda de ropa favorita. (Tai Hing, famoso fumador de opio y jefe de los casinos chinos de Macao, estaba convencido de que el rojo era el color que aportaba suerte a los jugadores, y el verde y el blanco, en cambio, favorecían a la banca. Prohibió el rojo en todas sus habitaciones y en la publicidad de sus casinos). Yo mismo estoy sujeto a estas supersticiones. Porque el pensamiento mágico nos asalta cada vez que nos sentimos inseguros o que comprendemos la desproporción de nuestras fuerzas frente al azar. «La morena que vende los cartones me da suerte», o «La mesa veintitrés es cantadora» son las manifestaciones de este pensamiento irracional. (Pero cuando estamos gravemente enfermos ocurre lo mismo; nos sanará la gorda papisa que efectúa imposición de manos, o la pasta de hierbas de la India, o ese agua milagrosa conservada en un pequeño frasco sin etiquetar). Durante un período en que perdía casi todas las noches, terminé por atribuir la mala racha a una americana de tweed color miel que hasta entonces había sido una prenda cómoda y que me sentaba bien. Comencé a mirarla con malos ojos cuando el veintidós no salió, y me pareció que ella era la culpable de mi mala suerte. Al fin, la abandoné en el fondo del ropero, y cambié de americana. Por supuesto, estas relaciones no se pueden demostrar científicamente, pero el orden del azar es el de la irracionalidad y el misterio, como la fe. El jugador sólo cuenta los éxitos, no los fracasos, igual que los curanderos, los adivinos y los políticos.

Del mismo modo, nos parece que algunas vendedoras de cartones son más auspiciosas que otras. Si nos sonríe o nos hace un comentario halagador, pensamos que sabe que esa noche ganaremos. Si nos trata con indiferencia y no nos mira, sospechamos que ha elegido a otro para dispensarle la fortuna. La tendencia a emplear mujeres en las salas de juego responde a una simbología casi religiosa. Para el jugador vocacional, el casino o el bingo es un templo, donde la pasión de ganar y la de descifrar el destino sustituyen a la oración. Como en los templos, las salas de juego están llenas de reclamos para los sentidos. Brillan las arañas de caireles como velas votivas, se expande el humo de los cigarrillos como el perfume de los incensarios y el púrpura de las alfombras y de las sillas ahoga los pasos, los gestos, para que sólo se escuche, como una letanía, la voz sacerdotal que recita los números, las bolas. En los templos paganos, las vestales custodiaban los secretos del destino. En las salas de juego, las vendedoras de cartones son las divinidades menores del templo: dispensan la gracia de manera imperturbable y arbitraria, sin inmutarse. Su distante simpatía es una manera genérica de trato, para que nadie se sienta distinguido por una protección especial. Con suprema imperturbabilidad sufren el asedio de los jugadores nerviosos, aquellos que quieren tocarles un brazo o la mano, seducirlas o conquistar sus favores. Por eso, porque su deber de divinidades menores es la indiferencia, los adictos tratan de descifrar por pequeños detalles, por gestos inconscientes la benevolencia de la fortuna o el castigo de la pérdida. Yo mismo suelo caer en esta clase de interpretaciones. Por ejemplo, la otra noche, luego de perder durante dos horas, decidí beber un vaso de agua y tomar una aspirina que llevaba en el bolsillo. En ese momento, la expendedora de cartones de mi mesa, la vestal morena de intensos ojos negros, me sonrió, y me dijo, compasivamente: «A mí también me duele la cabeza». Mientras pagaba los nuevos cartones, le ofrecí una aspirina, con un leve gesto de la mano. No pudo detener su marcha —la venta de cartones es muy rápida— pero luego, cuando el canto de bolas comenzó, lento, mecánico, como las cuentas de un rosario, se aproximó a mi mesa y cogió una aspirina del envase. Me pareció un buen augurio. Pensé que a partir de ese momento, tenía muchas más posibilidades de ganar. Si me había elegido a mí para la aspirina, seguramente me devolvería el favor otorgándome el premio. En la otra vuelta, el bingo cayó en la mesa contigua a la mía. Ella me miró con una especie de piedad —creí ver en sus ojos—. El cálculo había fracasado por un cartón de diferencia: la intención fue buena, pero se lo dio a otro, muy próximo a mí. De todos modos, se lo agradecí mentalmente. A partir de ese momento, supe que esa noche no ganaría: la distribución del azar me había rozado, solamente, y su hálito, su caricia no se repite.

—Hay un momento, sólo un momento en que la fortuna nos sonreirá: todo es cuestión de saber aprovecharlo o de retirarse a tiempo —dice Carlos, un jugador frío y eficaz.

No converso mucho con Carlos acerca del juego, a pesar de nuestra común adicción. Somos jugadores completamente diferentes, como son completamente diferentes dos feligreses del mismo templo. Sólo se parecen en el espacio y en el tiempo, pero su manera de amar, de acercarse a la divinidad, su manera de sufrir o de gozar de las ceremonias religiosas es completamente distinta. Carlos es un jugador vanidoso: desprecia el azar, sólo juega porque se aburre. No cree descubrir ningún secreto en la distribución de la suerte, ni busca símbolos en el hecho de jugar: huye de un tedio monótono e insoportable que atribuye al mundo, a su profesión (es dentista), al matrimonio convencional y a la vida sedentaria, pero que corresponde a una frialdad interior inconmovible. Juega con desprecio y distancia, como examina una boca llena de caries o la radiografía de una mandíbula desencajada. Evita mancharse la túnica blanca con la sangre o las purulencias de las encías enfermas, como evita enamorarse o perder lo que acaba de ganar en el juego. Tiene una inquebrantable fe en sí mismo, en su superioridad sobre el azar, y eso hace que gane muchas veces. Es vanidoso, pero no soberbio: cuando ha ganado, no vuelve hasta varios días después. Yo, en cambio, si gano, ensoberbecido, intento repetir: mi ambición es desmedida; no se trata de ganar una vez, sino siempre. Nada significa, para mí, obtener un premio: quiero todos los premios, todos los éxitos.

—Yo sólo pretendo ganar algunas veces, y perder otras, como suele ocurrir —dice Carlos—. Pero tú, es imposible saber qué quieres, qué buscas.

Lo que busco, Carlos, es muy sencillo de decir: ganar una y otra vez, saltar la banca, destruir la mecánica normal de los hechos. Tú solo quieres matar el aburrimiento: yo quiero matar a Dios.

De vez en cuando, Carlos intenta ligar con una de las empleadas de la sala de juego. Ésta o la otra, lo mismo da. No es muy exigente con sus amoríos, como no es muy exigente con el azar. Nunca habla de estas rápidas relaciones sin pasión. Yo, en cambio, soy ascético: nunca una insinuación, un gesto equívoco. Estas divinidades menores, dispensadoras de la suerte o de la desgracia son, para mí, sólo instrumentos de un poder mucho mayor, más absoluto. La pasión del juego me resulta tan absorbente que no deja lugar para otras pasiones. Cuando gano, deposito el óbolo ritual en la bandeja de plata que me acerca la pagadora, y cuando pierdo, me retiro en silencio, luego de la última partida, sin expresar mi malestar. Un trato más próximo, más íntimo con estas expendedoras del azar me inquietaría, como una superposición de planos que elimina el más alto. No se trafica con lo ilusorio, salvo que se quiera terminar con él.

—A veces —le digo a Carlos, en uno de esos raros momentos en que tomamos una copa juntos, en el bar de la sala de juego— me parece que estoy, en la mesa, como en un avión: las azafatas consuelan a los pasajeros afligidos por un mareo, explican el trazado de la ruta, intentan tranquilizar a los más ansiosos, como madres protectoras con los nerviosos hijos de pecho.

He creído advertir cierta mirada de desprecio en alguna de las vendedoras de cartones, como si los jugadores que ocupamos los asientos de cuero fuéramos los enfermos de una sala de oncología, o los huéspedes incurables de un manicomio. Pero sólo es una mirada fugaz. Es posible que a veces nos desprecien: niños autistas y locos, fanáticamente dependientes del casual giro de unas bolas que saltan arbitrariamente en un bombo electrónico. Pero el desprecio o la admiración poco tienen que ver con el objeto (como el amor) y dicen más acerca de quienes lo experimentan que del objeto en sí. También me ocurre a mí; hay días en que detesto el juego, quiero estar lejos de cualquier salón de apuestas, encuentro infantil y ridícula esta adicción: otros días, en cambio, me despierto víctima de una horrible ansiedad, no veo la hora de estar a solas con una máquina tragaperras (como si fuera una amante), acariciarla, seducirla, oírla cantar, hundirle monedas como balas, despojarla, humillarla, violarla. Noches en que salgo cansado, aturdido del trabajo y las luminosas, brillantes candilejas de las salas de bingo se abren, como prostíbulos fascinantes y me sumerjo en ellos, pago por un placer que no siempre obtengo. Blando el rojo rotulador —pene de fuego— y escucho, atento, la infernal sucesión de números. Cuatro. Veintiocho. Sesenta y nueve. Dieciséis. Cincuenta y cuatro. «Han cantado bingo». Se escucha un murmullo en la sala, como el zureo de palomas en celo. Hundo la mano en el bolsillo. Sólo me queda un billete de mil. Pero tengo la tarjeta de crédito. Junto a las salas de juego siempre hay una agencia bancaria con cajero permanente. Los perdedores empedernidos recurrimos a ellos como los enfermos graves al servicio de urgencia de un hospital. Salgo de la sala. Hace frío afuera. Encandilado por las luces brillantes y las pantallas de vídeo del bingo, me siento como un fantasma, en una calle, una ciudad desconocidas. Automáticamente, me dirijo a la agenda del banco más cercana. Abro la puerta con mi tarjeta de identificación. Corro hacia el cajero. Marco mi número secreto. He elegido un número fácil (el año de mi nacimiento) para ahorrar tiempo en estas circunstancias. No soporto la pequeña demora de la caja en suministrar los billetes. Cuando consigo apoderarme de ellos, vuelvo, como una exhalación, a la sala de bingo. Por suerte la puerta de acceso está libre (eso quiere decir que la siguiente partida todavía no comenzó). Los jugadores somos fanáticos: no podemos perder tiempo, no podemos ahorrarnos una partida. Tememos que el lapso de nuestra ausencia fuera el momento elegido por la fortuna para favorecernos, la partida en que hubiéramos ganado. Aquel que se retira antes del cierre del local o antes de haberlo perdido todo, no es un verdadero jugador. Sólo es un apostador. He dejado en mi asiento (en la mesa número veintitrés, mi preferida) el abrigo, para que nadie me quite el lugar. Vuelvo a entrar a la sala y me dirijo velozmente a mi mesa. No tengo tiempo —ni ganas— de observar a los demás. Miro, con ansiedad, a la vendedora de cartones que me corresponde, y antes de ocupar mi asiento le hago un gesto con la mano, para que deposite cuatro sobre la mesa. Esta noche he perdido demasiado dinero y tengo que intentar recuperarlo. Ya no pretendo ganar, sino no perder. Las vendedoras, como palomas sobrevolando el asfalto, gritan; «Último cartón». «Último cartón». Los ansiosos, alzan la mano para comprarlo, para tentar la suerte con el que no les tocó en el reparto. Hay dos clases de supersticiosos; los que siempre compran el último cartón, esperando que sea el de la suerte, y los supersticiosos que jamás compran el último cartón, porque la palabra «último» les trae malas premoniciones. (Pertenezco a ambas clases; ora me parece que el último ganará, ora que el último está sentenciado). Mientras desde la mesa central comienzan a cantar las bolas, calculo cuánto dinero he perdido ya. Si canto, habré conseguido recuperarlo, pero es posible que no cante y la noche se cierre con un fracaso. Me prometo a mí mismo que de allora en adelante, seré un jugador moderado: dejaré la tarjeta de crédito en casa, para apostar sólo la cantidad que he previsto. Pero, si como ha ocurrido otras veces, la suerte se aproxima en el momento en que me he quedado sin un duro, habré perdido la oportunidad de que me roce con su manto, con su hálito, con sus caderas, con su cuello, con sus pechos, con sus cabellos. En todas las mitologías, la fortuna es mujer. En todas las mitologías, hay que seducirla. Machos ansiosos, desvelados, inquietos, como niños de teta, la asediamos con nuestros falos enhiestos, con nuestras bocas babeantes, con nuestras promesas. «Si me favoreces —prometemos, sin creérnoslo— no volveré a jugar. Seré un hombre cuerdo, trabajador, sin vicios. Me acostaré temprano, ahorraré, dejaré de fumar y visitaré a la familia».

La suerte es mujer, y para que nos beneficie con su favor una sola vez, la convocamos con promesas, con votos, con sortilegios, como amantes anhelosos y desesperados. Pero ella no nos cree. Es mujer, y no nos cree. ¿Cómo iba a creernos? Sabe, perfectamente, que sólo son recursos, estratagemas para conquistarla. En cuanto a las mujeres que juegan, son potencialmente lesbianas. Ellas también intentan seducir a la fortuna, pero lo hacen desde su común condición de mujer. La fortuna las prefiere, a veces, porque son más expresivas, más expansivas. Gritan: «¡Bingo!» con ardor; ríen, festejan. Nada de la opresiva seriedad del jugador macho, solitario, empecinado en un combate silencioso contra esa mujer bella y esquiva, la loca fortuna que no depende de nada, ni de nadie, y que coquetea indiscriminadamente. (Pero es posible, también, que nuestro goce callado tenga una dimensión más profunda, más oculta, más simbólica). Después del trabajo —soy redactor de una condenada revista semanal de gran tiraje—, la sala de juego, con sus alfombras mullidas, sus luces brillantes, sus anchas arañas de caireles y las pantallas de vídeo dispersas por todas partes tiene, para mí, la acogedora familiaridad de un verdadero hogar. De un hogar o de un burdel. («Templos del placer», llamaban a los salones de juego en el siglo XIX: sagrados y secretos, como todos los placeres. Casinos instalados en lujosas estaciones termales y en los balnearios de ciudades europeas). Allí me siento cómodo, protegido y amparado del mundo. Las camareras se deslizan suavemente, sirven un trago, sonríen a los jugadores conocidos, cambian los rotuladores y tienen una palabra amable para el que ha ganado. Mientras permanezco en la sala de juego, arrellanado en mi asiento, la única realidad es el canto regular, monótono de los números que gotean, ajenos a cualquier conflicto, a cualquier preocupación. Allí no existe ni el duelo, ni la muerte, ni el desamor; sólo la compra y la venta (de cartones), como en un raro edén marginal. Once. Seis. Veintidós. Ochenta. Diecinueve. Treinta y dos. Setenta y siete. Doce. Cuarenta y cuatro. Treinta y nueve. «Línea, se ha cantado línea», dice la metálica voz de la locutora. Lee los números premiados, y luego, agrega: «Seguimos para bingo». La economía y el ritual exigen fórmulas claras y repetitivas. Me ha faltado el quince para cantar línea. Saldrá enseguida, o no saldrá hasta el final de la partida. El azar: ese orden impredecible. («Sólo en el juego nada depende de nada», escribió Dostoievski). Todo lo demás, en el mundo, se puede analizar, se puede conocer, se puede calcular: las tormentas y las nevadas, las enfermedades, el fin de los amores, las herencias, los créditos bancarios, las crisis industriales, los resultados del fútbol y de las elecciones, las guerras, los idilios y las bodas. La progresión de números, en cambio, es imprevisible, desordenada, sorprendente. Si espero el dos con impaciencia, para cantar, ningún cálculo, ninguna combinación, ninguna promesa, ningún pacto adelantarán su salida; con el aliento en suspenso, los nervios alterados y el rotulador en ristre, sólo puedo esperar, confiado, o desesperar, inquieto. Esperar en silencio. Me gusta el silencio de las salas de juego. Los templos y las salas de juego son los únicos lugares donde el hombre, ese charlatán insignificante, ese hablador sin sentido, ese ruidoso impenitente, ese filósofo banal, ese propagador de mentiras, ese panegirista de sí mismo, se calla.

Lucía, mi psicoanalista —una de las pocas personas que conoce mi afición al juego—, me dijo, una vez:

—Le gusta el silencio de las salas de juego porque está harto de la cháchara de los diarios y revistas. Debería cambiar de profesión.

Todos deberíamos cambiar de profesión alguna vez, Lucía. El médico que luego de veinte años de atender infartos, comas diabéticos, carcinomas y oclusiones intestinales, ya no siente más que una universal indiferencia ante el dolor y la muerte; el profesor que ya duda del saber o de la posibilidad de transmitir alguna clase de saber; la secretaria que ya no experimenta repugnancia alguna ante los secretos de la empresa; el revolucionario cansado de la historia; el diputado obligado a votar afirmativamente, por disciplina de partido; el ama de casa que ha criado a cuatro hijos y un marido, cuya única distracción son las monedas que echa en la tragaperras, a la vuelta del mercado. También deberíamos poder cambiar de ciudad, de padres, de hijos, de amigos y de amantes.

—¿Usted no está cansada? —le pregunté a Lucía.

—Un poco menos que usted —contestó—. No necesito olvidarme de mi profesión en las salas de juego.

9 . 27 . 16 . 90 . 88 . 40. 44. 21 . 11 . 17 . 19 . 52 . 60 .

Hay que ver cómo se repite el cuarenta y cuatro: sale al principio, en todas las partidas. En cambio el veintisiete es un inconstante. Aparece y desaparece arbitrariamente, sin piedad con el jugador.

Meto la mano en el bolsillo y extraigo otro billete. Partida especial. Cartones al doble de su valor. Bien: si consigo ganar esta partida, no sólo habré recuperado lo perdido, sino que habré ganado un poco.

Compro cinco cartones. Por cábala, busco el dieciséis. Si no lo tengo, pienso que voy a perder. Primer número, el veintiocho. Ése sí, lo tengo. Anoto tres números seguidos, en el mismo cartón, pero luego, la serie varía y comienza otra, cuyos números están en otros cartones. (No hay dos partidas iguales, en la vida, Claudia; nadie jugó dos veces la misma baza, nadie acertó con el mismo cartón, nadie conoce la próxima combinación, no hay dos existencias idénticas en el mundo). No gano esa mano, ni las siguientes. A las dos y media de la mañana, extenuado, espero con ansiedad las dos últimas partidas. Me duelen los huesos, tengo la vista irritada y he fumado demasiado. Lo peor es que con la excitación que me produce el juego, cuando regreso a mi apartamento, no puedo dormir. Dado que he de ir a trabajar (la poderosa revista que no falta en ninguna peluquería, en ningún consultorio, en ninguna sala de espera), me tomo una pastilla para dormir.

Al despertar, me sobrevendrá el arrepentimiento; he arriesgado demasiado dinero, no he ganado, y además, estoy sonámbulo, deprimido y con el cuerpo deshecho.

Y, sin embargo, a pesar de todos mis propósitos, es posible que mañana esté otra vez aquí, como en el templo, arañando los bolsillos, pendiente de la serie de números, de las bolas blancas que saltan de manera imprevisible. Anoche, en la última partida, el dieciséis no salió.

Fuente:

ítulo del libroLa última noche de Dostoievski
AutorCristina Peri Rossi
IdiomaEspañol
Editorial del libroGRIJALBO MONDADORI

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